La brisa del lago hacía que el agua se encrespara más allá del puente elevado. Docenas de gaviotas se dejaban llevar plácidamente por el oleaje. El barquito turístico del puerto se balanceaba sobre las olas con ribetes blancos y Tish Verdure se agarró con fuerza a la barandilla roja de acero, cerca de la proa. Se subió hasta arriba la cremallera de su chaqueta de piel, pero el frío le había calado hasta los huesos. Junto a ella, Finn Mathisen se mecía con el ondulante movimiento de cubierta. Parecía tan alto y tan flaco como el asta de una bandera. Su camisa con efecto de teñido anudado se hinchaba con el viento. Echó la cabeza hacia atrás y se acabó su lata de cerveza Miller Lite.
—Pareces helada —dijo él.
—Lo estoy.
—Vamos, sentémonos dentro.
La cogió de la mano y la acompañó hasta el anexo de la cubierta inferior del barco. Tish estuvo a punto de cantar de alegría cuando la puerta se cerró tras ellos; estaban aislados del viento y a resguardo bajo el respiradero de aire caliente de la caldera de la embarcación. Se estremeció al entrar en calor. La mayoría de pasajeros también se había congregado allí; permanecían sentados en bancos cerca de las ventanas, admirando el paisaje. Finn encontró un hueco en un banco de estribor que daba al lago, y se sentaron los dos.
—Voy a por otra cerveza —dijo Finn—. ¿Quieres algo?
—No, gracias.
Lo miró alejarse hacia el bar. La ropa le iba una talla grande, como si hubiera perdido peso desde el día que se la compró. Tenía casi cincuenta años, como ella, pero mal llevados. Tish había reparado en el temblor de sus manos. En el color cetrino de su piel. Estaba enfermo. Se preguntaba si se afeitaba la cabeza por gusto o si había perdido el pelo por algún tratamiento contra el cáncer.
Cuando regresó, él se dio cuenta de que ella miraba su cráneo afeitado.
—Al fin y al cabo me estaba quedando calvo.
—Ese look afeitado está muy de moda —comentó Tish.
—No hace falta que digas nada. Supuse que una calva era mejor que dejar que la frente me empezara en mitad de la cabeza. Antes tenía una mata de pelo tan espesa que parecía africano, pero cuando cumplí los veinte empecé a encontrar rizos rubios en la almohada.
Arrancó la lengüeta de la lata de cerveza.
—¿Y qué tal estás, Finn? —preguntó Tish.
Finn se bebió media cerveza de un solo trago. Se limpió la boca con el puño de la camisa.
—¿Que cómo estoy? Pues ya ves cómo estoy.
—Lo siento.
—Heridas autoinfligidas —dijo él. Levantó la lata de cerveza—. Éste es mi enemigo. Por aquel entonces, le daba casi siempre a la hierba y a la coca. No hace falta que te lo recuerde, ¿no? Y acabé por dejar las drogas y aficionarme al alcohol. Los médicos me han dicho que mi hígado ondea la bandera blanca.
—Pero sigues bebiendo.
—Si me tengo que morir, mejor hacerlo feliz —contestó Finn—. Me he pasado años entrando y saliendo de centros de rehabilitación. Me mantenía sobrio durante una temporada y luego volvía a caer. Hace unos cuantos meses, me dijeron que el daño era permanente. Así que a la mierda.
—No deberías rendirte.
—Yo no lo considero una rendición, sino un suicidio para idiotas. Si tuviera huevos, hace años que me habría quitado de en medio.
—Finn, por el amor de Dios —dijo Tish.
—¿Qué, te escandaliza? Lo siento. Tampoco Laura quería verme como una causa perdida. Fue la única que intentó ayudarme.
—Preferiría que no hablaras así.
—En, al menos no estoy echando las culpas a nadie que no sea yo. Durante años, culpé a mi madre. Incluso después que Rikke y yo nos largáramos de Dakota del Norte, creía que yo era como era por lo que nos hizo mi madre. Pero eso no cambiaba nada, así que también empecé a echarle la culpa a Rikke. Pensaba que era culpa de ella que yo no pudiera mantenerme en pie. Durante unos años incluso me marché a vivir lejos de aquí. Pero después de otra temporada en un centro de rehabilitación de las Cities, me di cuenta que la única persona que me estaba jodiendo era yo mismo. Así que volví. Nada cambió.
—¿Cómo está Rikke? —quiso saber Tish.
Finn se acabó la cerveza. Temblaba. Se inclinó hacia delante y apoyó la cara contra la ventana de cristal del barco. Ahora se hallaban en el canal de navegación, de regreso al puerto. El puente estaba levantado, y Finn estiró el cuello hacia atrás para mirar el arco suspendido por encima de sus cabezas.
—Está como yo. Amargada.
—¿Aún da clases?
Finn movió la cabeza a un lado y a otro.
—Hace años que dejó la escuela. La echaron por liarse con un alumno. Hoy en día te meten en la cárcel por algo así. Pero en aquel entonces, se metía la mugre debajo de la alfombra.
—Lo siento.
—No, no es verdad. A Laura le cara bien Rikke, pero a ti no.
Al llegar al puerto, Tish empezó a sentir que el barco ya se balanceaba menos. Vio la franja de tierra del Point y recordó que Serena y Stride vivían allí. Delante de ellos, vio las torres de los elevadores de cereales y los gigantescos muelles de los barcos metalíferos. En la penumbra vespertina, parecían más grandes y oscuros.
—¿Por qué querías verme, Finn? —preguntó Tish.
Él se encogió de hombros.
—Pienso mucho en los viejos tiempos.
—Pues a mí a veces me gustaría poder olvidarlos.
—Yo ya he olvidado demasiadas cosas. Toda mi vida he tenido lagunas. Grandes espacios en blanco de los que no queda nada. Puede que sea mejor así.
Tish guardó silencio.
—He oído que estás escribiendo un libro sobre la muerte de Laura —comentó Finn.
—Es verdad.
—¿Por qué quieres hacer una cosa semejante? —preguntó.
—¿Perdona?
—Quiero decir que por qué quieres hurgar en el pasado. ¿No fue lo bastante malo como para dejarlo como está?
—Supongo que siento que se lo debo a Laura —contestó Tish.
A Finn le temblaban las manos. Echó una ojeada al bar, pero siguió sentado en el banco.
—Ya sabes que por aquel entonces yo estaba enamorado de Laura.
—No, nunca me lo comentó —murmuró Tish.
—No pasa nada. Yo sabía que ella no sentía lo mismo por mí. Nunca se lo dije porque no deseaba escuchar su respuesta. Pero, a pesar de ello, y como ya te he dicho, ella era la única persona a quien yo no le importaba un carajo. Aparte de Rikke.
Finn se puso las manos en la cabeza y se la apretó. Cerró los ojos y los abrió en un rápido parpadeo.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
—Sí. Tan bien como siempre. —Y añadió—: ¿Qué pasó entre vosotras dos?
—¿Qué quieres decir?
—Ese mes de mayo Laura pasó mucho tiempo conmigo. Tú no estabas por aquí. Se sintió realmente decepcionada cuando te fuiste. Ella necesitaba estar con alguien.
—Cosas que pasan entre amigas —respondió Tish.
Finn asintió.
—¿Te sientes culpable por haberla dejado? Quiero decir, quizá si te hubieras quedado, aún estaría viva.
Tish reaccionó como si la hubieran abofeteado. Abrió la boca para negarlo, pero no pudo.
—Sí, a veces pienso en ello.
—Yo también. Hubiera querido ser la persona que la salvara. Y, en vez de eso, mira cómo acabó todo.
—No fue culpa tuya.
—¿No? —Finn titubeó—. Necesito contarte algo. Hay algunas cosas que necesito sacarme de dentro.
—¿Sobre qué?
—Sobre el asesinato de Laura.
Tish contuvo el aliento.
—¿Qué cosas?
—Hay muchas cosas que he olvidado. Por completo. Sólo recuerdo fragmentos. Yo estaba colocado, medio ido, como siempre. Pero pensé que quizás esto te fuera de ayuda.
—¿Qué tratas de decirme?
—Yo estuve en el parque esa noche —le confesó Finn—. La noche que asesinaron a Laura.
Tish cerró las manos y apretó los puños.
—¿Y qué viste? ¿Viste a quien la mató?
—No.
—¿Por qué estabas allí? —le preguntó Tish.
—Cuando vi a Laura y a su hermana en el parque, me dediqué a seguirlas. Las espié mientras estaban allí abajo, en el lago.
«Marihuana», pensó Tish.
—¿Por qué seguías a Laura?
—Porque la amaba. Ya te lo he dicho.
—¿Eras tú el que acosaba a Laura? ¿Quien le envió todas aquellas cartas?
—¿Qué cartas? ¿De qué me estás hablando?
Tish estudió su rostro en busca de alguna pista que le indicara que mentía y no halló ninguna.
—No importa, ¿qué viste esa noche?
—La vi despedirse de su hermana y su novio en el lago. La seguí por el sendero hasta que regresó al campo de béisbol.
—Y luego, ¿qué?
—Alguien la atacó en el campo.
—¿Quién?
—No lo sé. Estaba demasiado oscuro. No pude verle. Lo único que vi fue al tipo ese abalanzarse sobre ella y tirarla al suelo. Laura se echó a gritar.
—¿Y tú qué hiciste?
Finn se miró los pies.
—Nada.
—Dios mío, Finn, ¿cómo pudiste? ¿Te limitaste a dejar que pasara?
—Pensé en pedir ayuda, pero no quería que nadie supiera que estaba allí. De todas maneras, tampoco importaba mucho.
—¿Qué quieres decir?
—Mientras miraba, oí a alguien detrás de mí. Alguien se acercó corriendo cuando Laura gritó. Me oculté en los bosques, y ese tipo llegó trotando hasta el claro. Un tío negro y grande. Yo no sabía quién era.
—¿Qué hizo?
—La salvó.
—¿Cómo?
—Cogió un bate de béisbol del campo y golpeó al otro tipo en la espalda. Luego se lo quitó de encima a Laura y le dio una paliza. Laura echó a correr en dirección opuesta, hacia los bosques, hacia la playa norte. Ya sabes, donde encontraron el cadáver.
—¿Qué hizo el tío negro?
—La siguió.
—¿Con el bate?
Finn negó con la cabeza.
—No. El bate se quedó en el campo.
—¿Estás seguro de eso?
—Estoy seguro. Vi cómo el negro lo tiraba al suelo.
—¿Y luego?
—Luego nada. No recuerdo nada más.
—¿Te fuiste a casa?
—Ya te lo he dicho, no lo recuerdo —insistió Finn con brusquedad.
—Es importante —dijo Tish—. Haz un esfuerzo.
El rostro de Finn se contrajo.
—¿Acaso crees que no me gustaría recordarlo todo? Después de eso, todo está en blanco. No sé qué pasó. No me acuerdo de nada en absoluto.