12

Stride abrió un pequeño cajón de su escritorio. Lo único que contenía era una fotografía, que cogió por una esquina con el pulgar y el índice. La imagen tenía más de diez años. Mostraba a dos hombres, los dos vestidos con traje, de pie ante una chimenea de ladrillo en el Kitch, el club privado donde los peces gordos de Duluth bebían Martini, comían carne roja y decidían el futuro de la ciudad. Stride era el de la derecha de la foto. Junto a él estaba Ray Wallace, con un brazo por encima del hombro de Stride y una sonrisa tan ancha como el lago. La habían tomado la noche en que a Stride le adjudicaron el mando del departamento de detectives de la ciudad. Ray era jefe de policía.

Aún veía el orgullo paternal que se reflejaba en los ojos de Ray. Ese brillo no tenía nada de falso. Ray había guiado cada paso de su carrera desde sus primeros días en el cuerpo de policía. Esa noche en el Kitch, Ray le dijo que sólo volvería a sentirse tan feliz el día en que pudiera entregar las llaves del despacho de jefe de policía a Stride, en cuanto se retirase.

Dos años después, Ray le perforó el hombro a Stride de un disparo.

Usó el mismo revólver de cañón largo que conservaba en un estado inmaculado de sus días de detective, la misma arma que había empleado para dar caza a Dada. Mientras Stride observaba, sangrando, desde el suelo de la cabaña de Ray, éste cogió el revólver, se metió el cañón en la boca bajo su bigote pelirrojo y sus sesos salieron volando por la parte trasera del cráneo.

Al mirar atrás, Stride sabía que debería haber detectado los primeros indicios. Los que ahora veía en la fotografía que observaba en esos instantes. Ray era un gran bebedor. Tenía las mejillas enrojecidas de los cuatro whiskies que se tomaba con la cena. Los años le habían pasado factura. Mostraba símbolos de una riqueza que nunca debería haber poseído, como el reloj de su muñeca, la botella de champán para cenar, las vacaciones de primavera en Aruba y las perlas alrededor del cuello de su joven esposa. Por aquel entonces, Stride no quiso ver esos indicios. Se había negado a dejarlos anidar en su mente, hasta que un soplón de Stanhope Industries le mostró todos los documentos en el hotel Twin Cities, y Stride pudo contemplar veinte años de soborno y corrupción con sólo un nombre para ofrecer una explicación convincente a todo ello: Ray.

Stride contrató a un contable forense que siguió el rastro hasta Ray y un puñado de directivos de Stanhope. El alcalde y el fiscal del condado se habrían dado por satisfechos con que Ray dimitiera y se marchara sin hacer ruido. Pero los medios de comunicación querían hincarle el diente a la historia, porque Ray no sólo debía hacer frente a la vergüenza y la bancarrota, sino también a una posible temporada entre rejas. Cuando la mujer de Ray telefoneó a Stride desde la cabaña que tenían cerca de Ely, éste estaba amenazando con matarlos a todos. A su mujer. A sus dos hijos. Stride subió hasta allí solo; quería disuadir a Ray, de hombre a hombre, de detective a jefe de policía. Creyó que lograría que todo acabara pacíficamente cuando Ray dejó que su mujer y los chicos traspasaran el umbral de la puerta. Sólo más tarde se dio cuenta de que se trataba de un asunto entre Ray y él, de que su traición era como la un hijo que derrotara a su padre. Ray quería que Stride estuviera allí cuando se quitara la vida.

—No seguirás culpándote de eso, ¿verdad?

Stride vio a Maggie ante la puerta de su despacho. El resto del departamento de detectives estaba a oscuras a sus espaldas; era más de medianoche. Ella se paseó por la estancia y se sentó de lado en la silla tapizada que él tenía en una esquina. Sus cortas piernas quedaron colgando. Llevaba en una mano una lata de Coca-Cola Light.

—He recorrido ese camino demasiadas veces —dijo Stride—. No hay nada que hubiera hecho de otra manera.

Maggie y Cindy eran las dos únicas personas en su vida que le ayudaron a salir del pozo de la depresión en que se hundió tras la muerte de Ray. Sin Maggie, dudaba que hubiera podido volver al trabajo en cuanto su hombro sanó. Estaba dispuesto a dejarlo, pero Maggie le había dado tanto la lata con los casos abiertos que se dio cuenta de que aún quería ser policía, con Ray o sin él.

—Hay algo que no entiendo —comentó Stride.

—¿El qué?

—Aún me pregunto por qué Ray nunca intentó corromperme. Estuvo en el ajo durante todos esos años y no me pidió ni una sola vez que le hiciera un trabajo. Nunca me pidió ayuda.

—Él sabía que le dirías que no —contestó Maggie.

—¿Eso crees? Si Ray hubiera venido a mí cuando yo era un poli joven y me hubiera pedido que hiciera la vista gorda, ¿crees que no lo habría hecho? De ninguna manera le hubiera podido decir que no.

—Quizá se trata de eso, jefe.

—¿De qué?

—Tú eras lo único de lo que Ray se sentía orgulloso —le explicó Maggie—. No iba a malograrte como se había malogrado él. No quería que acabaras como él.

Stride dejó la foto en su escritorio.

—A lo mejor tienes razón. —Levantó la vista hacia ella y añadió—: ¿Qué haces aquí tan tarde?

—Vi luz en tu despacho.

—¿Alguna novedad del centro de adopción?

—No. Aún no he tomado una decisión.

—Ya sabes lo que pienso. Que lo vas a lograr.

Maggie se encogió de hombros y guardó silencio.

—¿Estuviste en el escenario de Fond du Lac? —preguntó.

Maggie bebió un largo sorbo de su lata de refresco. Dejó caer la cabeza hacia atrás y se quedó mirando el techo.

—Sí.

—¿Se salvó la chica?

—No. Ya estaba muerta cuando la sacaron del agua.

—¿Qué hay del muchacho? ¿El de la bicicleta?

—Tuvo más suerte. Sus constantes vitales están estables. Los médicos creen que saldrá de ésta.

—¿Cómo están los padres de la chica?

Maggie negó con la cabeza.

—Están los dos destrozados. Mary lo era todo para ellos. Hacerse cargo de ella destrozó su matrimonio, pero vivían por y para esa chica.

—Espero que la madre no se culpe por haberla dejado sola —dijo Stride—. Fue un terrible accidente. No podría haber hecho nada.

—No estoy tan segura de que se tratara de un accidente.

Stride apoyó los codos en su mesa.

—¿Qué quieres decir?

—Donna Biggs cree que el voyeur estaba allí. Que por eso Mary se asustó y salió corriendo. Y que él se largó cuando ella se metió en el agua.

—¿En qué se basa?

—Donna jura haber visto un automóvil aparcado más allá de la colina donde ella estaba. Dice que era un Rav4 plateado, lo que nos lleva a las denuncias sobre un todoterreno ligero visto cerca de bastantes de los lugares donde ha actuado el voyeur. Por supuesto, nadie ha visto la matrícula.

—Eso no es mucho.

—Donna también vio a un hombre meterse en el Rav mientras ella corría sendero arriba cuando oyó a Mary gritar.

—¿Podría identificarle?

—No.

—¿Alguna prueba física?

—Vamos a registrar los bosques que hay entre el sendero y el lugar donde estaba aparcado el coche.

—No quiero parecer pesimista, pero aunque encontréis a ese tipo, va a ser muy difícil probar que fuera responsable de la muerte de Mary.

—Si él intentó cogerla y ella acabó muerta como resultado de sus actos, podemos acusarlo de homicidio sin premeditación.

—Lo sé, pero ¿con qué prueba? —preguntó Stride.

—La denuncia de voyeurismo de la chica. El coche. Cualquier prueba física que podamos encontrar. El grito de Mary. Demonios, ¿quién sabe con qué recuerdos se queda ese tipo? Quizá cuando demos con él, encontremos fotos. Si logro juntar unas cuantas piezas, seguro que Pat Burns podría hacer que un jurado viera la luz.

—Hablas como si este caso fuera algo personal —dijo Stride.

Maggie asintió.

—Vi a la chica mientras dormía en su casa. Era un encanto. Le dije a su padre que no tenía de qué preocuparse, y resulta que ha acabado muerta. Pusimos vigilancia en la vivienda de Clark y en el apartamento de Donna, pero parece como si él se burlara de nosotros. Donna dice que se detenía en ese parque todos los viernes por la noche antes de dejar a Mary en casa de su ex marido. Debió de seguirlas.

—O puede que la madre esté equivocada.

—No creo que lo esté.

Stride confiaba en el instinto de Maggie.

—Pues adelante con tu intuición —dijo él.

Cogió la fotografía que antes había depositado en su mesa y volvió a examinarla. Le había llevado mucho tiempo superar el pasado.

—¿Sabes? Siempre he creído que la muerte de Ray fue parte del efecto dominó provocado por el asesinato de Laura —afirmó.

—¿Y eso?

—Creo que el contacto entre Ray y Randall Stanhope se inició a raíz de esa muerte —le explicó—. Que fue entonces cuando Ray se convirtió en un policía corrupto.

—Eso no lo sabes con certeza.

—¿No? Después de que interrogáramos a Peter, Randall le pidió a Ray que se quedara. Al cabo de un rato Ray salió de la casa y los dos fuimos a buscar a Dada. Pasaron muchos años hasta que me di cuenta de lo que pudo haber sucedido allí dentro.

—Crees que Ray y Randall hicieron un trato —concluyó Maggie.

Stride asintió.

—Exacto. Ray no me llevó allí para atrapar a Dada. Fue allí para matarlo.

Estaba oscureciendo. Ray conducía por el arcén de grava desde el que se veía el puente Arrowhead. Los dos tramos gemelos de carretera sobresalían como un par de alas en el arco del puente, y franqueaban el paso a uno de los barcos metalíferos rojo óxido procedente del Soo. El viento barrió el agua negra. Los dos salieron del Camaro de Ray y se apoyaron en el capó, cerca del parachoques. Frías gotas de lluvia estallaban contra el parabrisas. Unas nubes pálidas se concentraron encima de sus cabezas en su lento avance desde las altas colinas hacia el lago.

Ray le dio unos golpecitos a su cajetilla de tabaco y le ofreció uno a Stride, quien aceptó el cigarrillo. Tosió cuando el humo le llenó los pulmones. Ray le sonrió. La brisa susurraba en su pelo rojizo.

—¿Así que éste es el lugar donde viste a Dada?

—Sí.

—Mal lugar para que un chaval se dé un paseo. Deberías pensártelo dos veces antes de volver a bajar hasta aquí tú solo, ¿no crees?

—No pasa nada.

Ray hizo un gesto hacia las vías férreas.

—¿Conoces a esos tipos?

Unos cien metros más allá, Stride vio a una veintena de hombres en vaqueros, sin camisa; bebían cerveza y paseaban por el terreno embarrado, pateando tallos de trigo silvestre. Pirámides de taconita y troncos de árboles desnudos se erigían como montañas alrededor de los raíles. Uno de los hombres se acabó su botella de cerveza y la depositó de lado encima de la vía. Cuando llegara el siguiente tren, partiría la botella en dos. Stride había encontrado medias botellas tiradas por los alrededores. Algunos de ellos hacían servir las bases de las botellas como cuencos para la sopa.

—No. Nunca los había visto.

Ray apagó su cigarrillo en el suelo.

—Voy a hablar con ellos.

—Déjeme ir con usted —le pidió Stride.

—Lo siento, Jon. Si las cosas se ponen feas, no puedo tener a un adolescente en medio del follón.

—Pero yo conozco esta zona.

—Ya sé que la conoces. No obstante, lo que ahora necesito es que me dejes llevar esto a mi manera. ¿De acuerdo?

Stride se encogió de hombros.

—Sí, por supuesto. Estaré por ahí.

—Bien.

Ray se subió los pantalones y avanzó por el camino de tierra que llevaba hasta las vías. Stride se sentó en el capó del coche y vio cómo se alejaba. Ray se acercó a unos cincuenta metros de donde se hallaban dos de los hombres antes de que uno de ellos se girara y reparara en él. Se largaron los dos. Ray maldijo en voz alta y fue tras ellos, pero por culpa de su cojera no podía ni correr mucho ni llegar muy lejos. Los dos tipos sortearon una colina poco pronunciada y desaparecieron de su campo de visión. Eso fue cinco minutos antes que Ray coronara la misma colina y se perdiera de vista.

Stride se quedó solo. Sintió la tierra vibrar con el estruendo que provocó un tren al pasar a toda velocidad por la playa de maniobras. Un serpentín de vagonetas rojas y verdes, cubiertas de grafitos y hasta los topes de mineral ferroso, se estremecía a lo largo de las vías paralelas mientras se acercaba cada vez más. Stride se deslizó del capó del coche y cruzó la carretera de asfalto. En el otro lado, una pendiente poco pronunciada llevaba hasta un robledal, donde un riachuelo serpenteaba perezosamente hacia las aguas del puerto. Stride se escabulló colina abajo y caminó hasta las vías. Aguardó a que pasara el tren, que seguía el curso del agua mientras se dirigía al sur. El convoy era muy largo. Arrastraba docenas de vagonetas. Olió el polvillo del mineral, tan alquitranado como el humo de un cigarrillo en sus pulmones. Los vagones golpeteaban, traqueteaban, culebreaban y se sacudían.

El tren tardó diez minutos en pasar. Después de que el furgón de cola pasara frente a él traqueteando, el ruido disminuyó a medida que se alejaba. Lo vio marchar. Se dio cuenta de que tenía la piel mojada a causa de la lluvia.

—¿Quién es tu amigo?

Stride se sobresaltó. Miró a su alrededor y vio a Dada detrás de él. Un roble podrido se recortaba tras el hombre negro, y sus largas ramas parecían crecer de su cabeza. Dada le hacía parecer enano, y eso que Stride no era bajo.

—¿Es un poli?

Dada estaba a unos quince centímetros de él; Stride quiso retroceder, pero se contuvo. Al verlo de cerca, se dio cuenta de que Dada era joven. Tendría unos veinte años. No llevaba puesto su gorro de colorines. Sus rastas enmarañadas le brotaban de una frente despejada y le colgaban hasta el pecho como gusanos retorcidos. La esclerótica de los ojos contrastaba con su piel oscura. Tenía las cejas arqueadas como las de un demonio.

—He preguntado si es un poli.

La voz de Dada era sorprendentemente suave, casi hipnótica.

—Sí —contestó Stride.

—¿Es por lo de esa chica?

—Sí.

—¿Creen que yo la maté?

—Quieren hablar contigo —respondió Stride.

Dada hizo oscilar una cantimplora abollada cogiéndola por la cadena plateada de la tapa, y luego se la llevó a los labios y dio un sorbo. Se limpió la barba descuidada.

—¿Hablar? Matan a una chica blanca, ven a un hombre negro con ella, ¿y lo único que quiere la policía es hablar?

La lluvia caía ahora con más fuerza. El agua resbalaba por la cabeza y el rostro de Dada. Stride oía las gotas golpear contra la tierra.

—¿Lo hiciste tú? —preguntó Stride.

—¿Tú qué crees?

Stride se lo quedó mirando.

—No, no creo que lo hicieras tú.

—Entonces apártate de mi camino. Está a punto de llegar otro tren. Es el momento de que me vaya a otra parte.

—No puedo hacer eso —contestó Stride.

Volvió a sentir la sacudida del suelo ante el temblor de tierra que provocaba la llegada de un tren. Cada minuto, un largo dragón abandonaba el puerto.

—Eres un valiente al quedarte aquí, pero también eres un estúpido si te crees que me vas a detener.

—Al menos habla con él —le pidió Stride—. Dile lo que viste. Sin ti, nunca podrán resolver este caso.

—¿Conocías a la chica?

—Era la hermana de mi novia.

—Lo siento.

—Cuéntame lo que viste.

Se escuchó el silbido de un tren. Caía una manta de agua que goteaba por las pestañas de Stride.

—Esa chica tenía secretos —dijo Dada.

Le dio un manotazo a Stride en el hombro y de un empujón lo apartó sin esfuerzo alguno. Una locomotora rugía detrás de ellos, cargada con oxidados furgones de mercancías grisáceos. El rechinar de las ruedas de acero en las vías produjo un terrible chirrido. Stride había visto cómo castraban a las crías de cerdo. Sonaba igual.

Se arrojó contra Dada, pero fue como placar a un tronco. Dada dobló el codo con fuerza sobre el pecho de Stride y se lo clavó una sola vez, como un solo golpe de martillo. El aire se le escapó de los pulmones. Cayó de culo y quedó sentado en el lodo, esforzándose por respirar. Dada estaba a pocos pasos de los vagones traqueteantes. Stride se puso en pie como pudo y se abalanzó sobre él una vez más, apuntando bajo. Stride lanzó la parte superior de su cuerpo contra el tobillo del hombre negro. El pie de Dada se hizo un rasguño contra el suelo húmedo y luego el chico se vino abajo y se cayó. La cantimplora resbaló de su mano y salió rodando.

—¡Cuéntamelo! —gritó Stride.

Tenían el cuerpo cubierto de barro. Los vagones traquetearon al pasar a apenas tres metros de ellos, con un ruido ensordecedor. Stride intentó agarrar a Dada por la muñeca, pero éste se puso en pie arrastrando a Stride consigo. Éste le golpeó en el cuello, pero el golpe no le hizo nada. Dada lo ahuyentó como si fuera una mosca, empujándolo hacia atrás, pero Stride volvió a la carga y aguantó, golpeando los riñones del joven con el puño derecho. Los músculos nudosos de Dada eran como un saco de arena de boxeo: amortiguaban todos los golpes.

—Chico estúpido —dijo Dada.

Le propinó a Stride un puñetazo en la boca. Su anillo de plata le hizo un con e en la cara. Stride sintió como si una pala metálica hubiera dado contra sus dientes. Dio dos pasos tambaleantes y se hundió en la maleza. Tosió y notó el sabor de la sangre. Al apretar los dientes, las mandíbulas no se alinearon y una muela se balanceó como si pendiera de un hilo. Quería levantarse, pero sus ojos enviaban a su cerebro un revoltijo de imágenes de lo que tenía delante. El dolor era pulsátil y le amartillaba el cráneo.

Oyó algo. Un chasquido. Un agudo sonido metálico.

Una voz.

—¡Alto!

Era Ray. Estaba disparando.

Stride pugnó por ponerse a gatas. Tenía la boca abierta y la sangre le brotaba de las comisuras de los labios como a un vampiro. Sacudió la cabeza, intentando enfocar su visión borrosa. Cuando la imagen se aclaró, vio a Dada corriendo hacia el tren mientras éste aceleraba. En la carretera, cerca del Camaro, Ray sostenía su revólver con las dos manos y disparó una vez más.

La bala rebotó en uno de los furgones.

Dada se asió al travesaño de una escalera de acero y balanceó garbosamente su enorme pierna hasta el primer tramo de escalerilla. Los últimos vagones del gigantesco ciempiés serpentearon al pasar. Stride vio a Ray cojeando e intentando correr, pero fracasó. El tren los dejó a los dos atrás. Dada se encogió ante sus ojos, se perdió en la creciente oscuridad, se desvaneció, escapó.

Stride se arrastró unos cuantos centímetros, volvió a sentir que el mundo daba vueltas y luego se desmayó.

—Vaya, eres simplemente genial —le dijo Maggie a Stride con una sonrisa.

—No fue mi mejor momento —admitió.

—¿Cómo le sentó a Ray que Dada se le escapara?

—Visto en retrospectiva, creo que se sintió aliviado. Él sabía que Dada se largaría bien lejos en cuanto subiera a ese tren. Que nunca volveríamos a verle. Todos lograron lo que querían. Ray. El padre de Laura. Peter Stanhope y su padre. Todos ellos creían que sabíamos quién había matado a Laura y que se había largado de la ciudad para siempre. El asunto podía darse por muerto y enterrado. Y eso es lo que pasó.

—Pero ¿mató Dada a Laura? —preguntó Maggie.

—Ray mandó al laboratorio las huellas dactilares de la cantimplora de Dada, y las compararon con las del bate de Peter. Encontraron una coincidencia. Las huellas de Dada estaban en el bate, lo que concordaba con la historia de Peter. Y no aparecieron más testigos. —¿Y a Ray le bastó con eso?

—Le bastó a todo el mundo. Incluso a mí. Hasta ahora.