Donna Biggs salió de la carretera 23 cerca del mirador del río con vistas al parque del lago Perch. Apagó el motor del automóvil y permaneció sentada en silencio junto al agua, bañada en el resplandor anaranjado de la puesta de sol. En esa zona, el río estaba dividido en estrechas espirales de tierra, como virutas de chocolate vertidas en una masa de tarta de vainilla. Desde la orilla de Fond du Lac había unos heladores treinta metros a nado con estrellas por encima hasta las playas y abedules de la isla más cercana. Donna recordaba las medianoches que se había bañado allí desnuda de adolescente, cuando una docena o más de chavales se escabullían del muelle de pesca para beber, fumar hierba y hacer el amor con torpeza en la arena. Clark y ella se habían enrollado por primera vez en una noche de ésas.
Mary le tironeó una manga en busca de atención.
—¿Mamá?
Donna sabía lo que quería su hija. Habían convertido esas paradas de las noches de los viernes en un ritual. Unos escasos momentos de paz juntas antes del solitario fin de semana.
—¿Te gustaría sentarte un rato a la orilla del río? —preguntó ella. Mary asintió con un vigoroso movimiento de cabeza—. Vamos pues.
Se hallaban a escasos kilómetros de la casa de Clark en Gary. Llegaba con retraso para dejar a Mary, y Clark ya la había telefoneado dos veces, extrañado de su tardanza. Normalmente, Dorna llevaba a Mary a su casa con tiempo suficiente para que los dos pudieran ir a cenar, pero esa noche había tenido que quedarse a trabajar hasta tarde, y se detuvo en el McDonald’s para comprarle a Mary unos nuggets de pollo y patatas fritas porque estaba hambrienta. Donna no había comido ese día; estaba cansada y tenía náuseas. Cuando acabó de hacer la bolsa de Mary y se lanzó a la carretera, ya eran más de las ocho de la noche.
Mary saltó fuera del coche y corrió desgarbadamente hacia el agua.
—Cuidado, cielo, no te acerques tanto —gritó Donna.
Estiró las piernas y tomó asiento en un viejo banco de madera. Al mirar a través del laberinto de árboles a su derecha, entornó los ojos ante el sol poniente. A su izquierda, un estrecho sendero de tierra subía alejándose del río. Las poco frondosas parras y algunas flores blancas colgaban por encima del sendero, arrojando su polen a la cálida brisa. Las abejas zumbaban cerca de su rostro, y las alejó de un manotazo.
Mary perseguía a una mariposa monarca de alas naranjas y negras. El insecto aleteaba de arriba abajo, y Mary extendió un dedo a la espera de que se posara allí. Corría de un lado a otro tras ella, hasta que la mariposa desapareció sobre el agua.
—Ven a sentarte conmigo, cariño —le dijo Donna.
Mary se dejó caer con pesadez en el banco. Donna pasó un brazo por encima del hombro de su chica mayor y depositó la cabeza de Mary en el hueco de su cuello. Besó sus rizos rubios y hundió un dedo en la mejilla de la muchacha. Mary se echó a reír. Eran una extraña e incongruente pareja de madre e hija. Mary había heredado la altura y la complexión de Clark. Donna era bajita, medía casi quince centímetros menos que Mary y pesaba casi veinte kilos menos. Sabía que parecía raro, esa adolescente grandota agarrada de la delgada mano de su madre. Mary aún era una niña. Donna era la única que se había hecho mayor y más consciente de la carga de ser madre. Una cosa era cuidar de un hijo cuando tienes veinticinco y otra muy distinta cuando tienes casi cuarenta.
Donna aún llevaba puesta la ropa de la oficina. Trabajaba como secretaria jurídica en una pequeña firma de abogados de Wisconsin, donde insistían en que vistiera trajes y llevara peinado a la moda su cabello rubio cobrizo. No obstante, el sueldo y los beneficios eran buenos y el bufete le permitía flexibilidad laboral cuando Mary precisaba cuidados especiales. Hacía cinco años que trabajaba allí, desde que Clark y ella se separaron. La seguridad era una compensación por las largas horas de trabajo y la soledad de su vida.
—¿Has visto eso? —preguntó Donna señalando un chapoteo en el agua y las amplias ondas—. Era un pez.
—¡Pez! —repitió Mary.
—¿Te gustaría ser un pez? —preguntó Donna—. Podrías nadar bajo el agua y ser amiga de las tortugas. Quizá también podrías ser una sirena con una larga cola de pez. ¿No sería divertido?
—¡Pez! —insistió Mary.
Donna sonrió. Tenía a Mary cogida de la mano, y ambas permanecieron sentadas observando los halcones que sobrevolaban en círculo sus cabezas y el perezoso ir y venir de los barcos. Contaron los pájaros de los árboles. Donna cogió una flor silvestre y dejó que Mary le arrancara los pétalos. Pasó media hora con tanta rapidez como el agua a sus pies, y el sol se acomodó bajo los árboles. Los destellos dorados sobre el agua se convirtieron en sombras.
Era hora de irse. Clark las estaba esperando y no estaba bien llegar tan tarde. Él echaba de menos a Mary.
Donna también echaba de menos a Clark. Aún esperaba que su amor por él acabara de extinguirse; sin embargo, era la amargura de su ruptura lo que había empezado a parecer algo distante y carente de importancia. Ambos se habían sentido desesperados, incapaces de cuidar juntos a Mary. Cuando lo veía ahora, se encontraba a sí misma arrastrada una vez más por su coraje y su dignidad. Incluso se había permitido quedarse a dormir una noche, de eso ya hacía unas cuantas semanas, y volver a acostarse en su cama. No habían hablado de ello. A la mañana siguiente se había escabullido antes de que Clark despertara, no porque lo considerara una equivocación sino porque tenía miedo de que Clark no sintiera lo mismo que ella.
—¡Eh! ¡Mary!
Alguien saludó con un grito desde la carretera que quedaba detrás. Donna se volvió a mirar y vio a un adolescente de la edad de Mary que bajaba volando en bicicleta por la abrupta colina. Las saludó alocadamente con la mano, su rostro con una sonrisa de oreja a oreja, su cabello negro ondeando con las ráfagas de aire. Ella lo reconoció, un vecino de sus años en Gary que vivía dos manzanas más allá de su vieja casa. Era un niño coreano adoptado, rechoncho y fuerte. Quería mucho a Mary y habían jugado juntos desde que eran pequeños. Al hacerse mayores, él se convirtió en uno de los pocos chicos que no se burlaba de su retraso mental.
Mary también lo vio.
—¡Charlie! ¡Charlie!
Charlie viró al cruzar la carretera. Su gran trasero gravitaba sobre el sillín banana de la bicicleta. Tiró hacia atrás de los manillares y levantó la rueda delantera del asfalto, exhibiéndose como hacen todos los chicos. Mary gritó de placer. Donna oyó el patinazo del caucho cuando Charlie frenó con brusquedad. La bicicleta redujo la velocidad y la banda de rodamiento quedó marcada en la carretera con una raya negra.
Con el chirrido del neumático, la bici se tambaleó y levantó gravilla del suelo.
Ella se quedó sin respiración antes de poder gritar una advertencia. El neumático delantero se levantó aún más, como una ballena saltando, y la rueda trasera derrapó por debajo. Al segundo siguiente, la bici volaba por los aires. Y Charlie también. La bicicleta rebotó, hizo un ruido metálico y empezó a dar vueltas tras estrellarse contra el pavimento; sus radios giraban como peonzas. Las manos y piernas de Charlie se estiraron formando una X en el aire. Planeó; primero se golpeó la cabeza, luego dio con sus huesos en el asfalto e, incluso a unos cincuenta metros, pudo oírse un sonido que estalló en el aire quebradizo como un petardo.
Se quedó tendido en medio de la carretera.
—¡Charlie! —gimió Mary.
Donna se quedó rígida. Estaba de pie, paralizada, su mirada iba de un lado a otro, de Charlie a Mary. Su instinto le decía que debía echar a correr y ayudarle, pero también que no debía dejar sola a su hija. Se agachó, cogió el rostro de Mary entre las manos y le hablo con suavidad y firmeza.
—Mary, quédate aquí sentada. No te muevas, ¿de acuerdo? No te muevas. Quédate aquí sentada. Por favor, cielo, necesito que lo entiendas. Demuéstrame que lo entiendes.
La mirada de Mary era confusa y vidriosa. No se movió.
—Eso es, cielo, tú te quedas aquí sentada, no te muevas.
Donna echó a correr hacia la carretera, manejando el móvil con torpeza y marcando el número de emergencias mientras corría. Su traje de chaqueta le impedía moverse con soltura. Se le salió la blusa de la falda. Perdió el equilibrio cuando sus zapatos de tacón la hicieron tropezar; lanzó una maldición y se los quitó. Las piedras le arañaban las medias y le laceraban los pies. Cuando llegó a donde estaba Charlie, murmuró una plegaria al ver el reguero de sangre que se extendía como un cáncer bajo la cabeza del chico. Estiró el cuello para mirar arriba y abajo de la carretera, que ahora estaba a oscuras debido a lo avanzado del crepúsculo. No se veía ni un coche acercarse en ninguna dirección. Distinguió un Rav4 plateado aparcado en el arcén a medio kilómetro en dirección norte, pero no había nadie dentro. Estaba sola.
Donna miró a Mary. Seguía sentada en el banco. Con el pulgar en la boca.
Escuchó a la operadora de emergencias a través del móvil y se sintió aliviada al oír la voz de otra persona. Respiró hondo y contuvo el pánico. Intentó recordar exactamente dónde se encontraba, pero a su mente no acudían los nombres de las calles y pueblos. Por un instante pensó que podría estar en cualquier lugar del planeta. Luego, la ubicación borboteó en su cerebro e intentó transmitirla mientras tartamudeaba. La operadora se mantenía insoportablemente tranquila y le hacía las mismas preguntas una y otra vez, obligando a Donna a repetirle las respuestas.
—¡Necesito ayuda! —insistía—. ¡Ayúdeme!
Finalmente, la operadora le dijo lo que quería escuchar. La policía estaba en camino. Una ambulancia estaba en camino. Todos iban hacia allá. Ella debía quedarse con él.
Donna oyó un lamento a sus pies. Charlie se esforzaba por incorporarse, intentaba mover las extremidades.
—No, no, quédate quieto —murmuró ella. No sabía si la oía. Se arrodilló en mitad de la carretera y le cogió una mano. Estaba flácida. No se la apretó—. Quédate quieto.
El chico tenía los ojos cerrados. Intentó girar la cabeza y ella acercó la boca a su oreja. Su mano estaba manchada de la sangre de él.
—No te muevas. Quédate quieto, Charlie. La ayuda está en camino.
Permanecía atenta por si oía el sonido de las sirenas. ¿Dónde estaban? Volvió a echar un vistazo a ambos lados de la carretera, temerosa de que los coches no los vieran ni a Charlie ni a ella en la oscuridad hasta que fuera demasiado tarde para esquivarlos.
Sonó su móvil. Respondió a la llamada con los dedos pringosos y escuchó la voz de Clark.
—¿Dónde demonios estáis? Esto es injusto, Donna, maldita sea.
A Donna se le atropellaron las palabras en la boca. Era incapaz de hablar más despacio.
—Clark, ven aquí ahora mismo. ¡Ven ahora mismo!
—¿Qué pasa? ¿Se trata de Mary?
—Ven rápido, estoy en la carretera del sur del pueblo. ¡Ven ahora mismo!
Gracias a Dios, no le hizo más preguntas. Había colgado. Ya había salido y estaba en camino. Clark siempre estaba ahí cuando lo necesitaba. Por eso ella lo había amado durante tanto tiempo.
Ahora todo lo que tenía que hacer era esperar. Esperar las sirenas. Esperar a Clark.
Donna se dio la vuelta. Arrodillada en el suelo, no podía ver el banco junto al río donde Mary estaba sentada. No quería gritar su nombre y arriesgarse a que se aventurara en la carretera. Depositó la mano de Charlie en el pavimento.
—Sigo aquí —le dijo.
Donna se puso en pie.
—¡Oh, Dios! —gritó.
En las sombras, se dio cuenta de que el banco de madera estaba vacío. No se veía a Mary por ninguna parte. Donna se mesó el cabello. Se manchó la cara de sangre. Miró por todas partes, en su coche, entre los árboles, en el sendero que se perdía en la orilla del río.
—¡Mary! ¡Mary!
Gritó una y otra vez, pero seguía sin ver a su preciosa hija.
—¡Oh, Dios, que alguien me ayude! ¡Socorro! ¡Mary!
Una cría de conejo no más grande que el puño de Mary asomó el hocico tras una vara de oro y se plantó dando saltitos en medio del sendero de tierra. Mary quería cogerlo para sentirse mejor. Ya había tenido la oportunidad de tomar en brazos a un conejo: había sentido su piel suave entre los dedos y su cuerpecillo cálido la había hecho feliz. Se levantó y se dirigió con sigilo hacia el sendero, poniendo los pies en el suelo despacio y sin hacer ruido. El conejo la vio venir. Su gran ojo oscuro le hizo un guiño. Su hocico la olisqueó. El animal dio un par de saltitos y mostró su cola a Mary. Empezaron a bailotear una breve danza, Mary daba un paso y el conejillo daba un salto, como si jugaran el uno con el otro.
—Conejito —ronroneó Mary—. Aquí, conejito.
Lo siguió por el sendero. Bajó la vista a sus pies, no hacia los árboles ni hacia el río, ni tampoco hacia la carretera, que pronto desaparecieron de su vista detrás de ella. No se dio cuenta de que empezaba a oscurecer. El conejito se la llevaba lejos, de brinco en brinco, y cuando finalmente saltó sendero arriba y desapareció, Mary echó a correr para darle caza. Llamó al conejito con un susurro y lo persiguió a través de la maleza. Se había marchado, pero cuando ella se precipitó hacia una parcela de flores silvestres, se enardeció con otra mariposa, que flotaba en el aire fuera de su alcance. Se olvidó del conejo y se puso a perseguir a la mariposa.
También se olvidó de Charlie. Y de mamá. No pensaba en que estaba sola porque la mariposa estaba con ella. No fue hasta que el insecto se elevó por encima de las copas de los árboles que Mary se detuvo, miró a su alrededor y se dio cuenta de que ya no había nadie junto a ella. Se quedó a oscuras entre los árboles. Veía el río más allá de la orilla que tenía debajo, aunque los topos danzarines de la luz del sol habían desaparecido y el agua parecía negra. Mary se quedó en medio del sendero sin saber qué hacer. Se mordió el labio y parpadeó. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—¿Mamá?
No se atrevía a hablar en voz alta. No sabía quién podía estar escuchándola. Quería que el conejito regresara. En algún lugar, por debajo de donde se hallaba ella, terriblemente lejos, creyó oír la voz de su madre. Mary no sabía cómo encontrarla, y temía que mamá se enfadara con ella por haberse alejado corriendo. Ya lo había hecho otras veces y mamá siempre se preocupaba, aunque luego le daba un fuerte abrazo.
Mary quería un abrazo en ese preciso instante.
Oía ruidos procedentes de los bosques. Abrió los ojos como platos. Esperaba que se tratara de su madre, o de Charlie, o de su padre, y que hubiera ido a buscarla y a llevársela a casa. Dio un paso hacia atrás y entrelazó los dedos sobre el estómago. Era difícil ver algo más aparte de las sombras que se parecían a la noche que se veía por la ventana de su dormitorio. Alzó la vista, esperando distinguir el cielo, pero las ramas de los árboles colgaban como brazos por encima de su cabeza, y eso no le gustó nada. Los ruidos se volvieron más fuertes. Se echó a llorar con fuerza y a gimotear.
—Lo siento.
Los árboles se movieron. Estaban vivos. Mary vio a un individuo salir de los árboles a menos de tres metros de distancia. Extendió sus brazos hacia ella tal y como lo haría un monstruo, pero no era ni Charlie ni papá; era un extraño, y ella no podía hablar, ni gritar, porque se suponía que no debía hablar con extraños. De ninguna manera. Nunca.
No quería mirarlo. Pensó que si cerraba los ojos, él se marcharía, como si fuera una pesadilla. Cuando así lo hizo y luego los entreabrió, aún estaba allí, y se aproximaba a ella. Se le acercó tanto que pudo verle la cara, y su boca se abrió en una terrible O, porque ese hombre era mucho peor que un extraño.
Era el señor de la ventana.
El señor que la había asustado.
—¡Él él él él él él él!
El hombre le dijo algo. Avanzó hacia Mary con sus brazos avariciosos extendidos.
—¡No no no no no!
Mary echó a correr, cayó mientras huía, se levantó y se puso a llorar. No miró hacia atrás. No quería volver a ver a ese hombre, no quería volver a verle la cara, no quería volver a sentir su presencia observándola, no quería volverlo a encontrar al otro lado de su ventana. Quería que mamá y papá hicieran que se fuese. Quería despertarse y encontrarse en su cama.
Apenas veía nada delante de ella mientras corría. No sabía dónde estaba. Sólo sabía que se le hundía el mundo, que las ramas y la maleza la asían como las manos de los monstruos, que oía la respiración y los gruñidos de los animales.
La tierra bajo sus pies se convirtió en un charco oscuro de arenas movedizas.
Agua.
Estaba en el agua. Estaba en el río.
Dejó de notar la tierra bajo sus pies y se hundió.