Ray Wallace.
Durante años, había sido el mejor amigo de Stride. Su mentor en el cuerpo de policía. Era como si, en los agitados meses que siguieron a la pérdida de su padre, hubiera estado esperando encontrar a alguien que pudiera proporcionarle una nueva orientación. Más adelante, Stride descubrió que cuando pones a alguien en un pedestal, es casi seguro que se romperá al caer.
Stride aún recordaba la primera pregunta que le formuló a Ray mientras cruzaban la puerta de la casa de Cindy el 5 de julio de 1977.
—¿Y esa cojera?
Ray se detuvo con la mano en la puerta del conductor de su Camaro.
—Vietnam —respondió—. Me pegaron un tiro en la rodilla.
—¡Oh, vaya!
—Sí, fue una putada pero ¿sabes qué? Después de una cosa así, es difícil que te preocupe cualquier nadería con la que te tropieces en la vida.
Stride recordaría durante años ese comentario.
Hasta el momento en que Ray le disparó.
—Me ha gustado la forma en que has defendido a tu novia, Jon —dijo Ray mientras ponía el coche en marcha.
—Cindy no ha hecho nada malo —le respondió Stride.
—Creo que tienes razón, a pesar de que no me lo ha contado todo.
—No es una mentirosa.
—No he dicho que lo sea, pero hay una diferencia entre mentir y omitir parte de la verdad, ¿sabes?
Stride guardó silencio.
Ray conducía con una mano, con el codo apoyado en la ventanilla abierta de su Camaro. Con la otra, sorbía café frío bajo su mostacho panocha.
—¿Cree que descubrirá quién mató a Laura? —preguntó Stride.
—Eso espero. Te lo diré en cuanto lo haga; sin embargo, no va a ser fácil. Por lo que me has contado, había mucha gente en los bosques. Y eso significa muchos sospechosos y un montón de mierda que cualquier abogado defensor estaría dispuesto a arrojar en un tribunal. A no ser que alguien viera algo, puede que jamás sepamos la verdad. Y lo cierto es que a veces la verdad es tan escurridiza como el hielo.
La cálida brisa veraniega se colaba por las ventanillas bajadas. El motor del vehículo rugía mientras Ray aceleraba.
—Tengo que parar un momento —dijo.
Condujo a lo largo de la orilla del lago por London Road hasta llegar a Glensheen Mansión, donde se adentró en el camino de entrada de la colosal finca. Stride vio bastantes coches patrulla aparcados allí. Ray apagó el motor, salió del coche y se inclinó sobre la ventanilla abierta del Camaro.
—Espera aquí un par de minutos, ¿de acuerdo?
Stride vio a Ray acercarse a otro agente que se hallaba con dos o tres oficiales de uniforme en medio del camino de entrada. La enorme mansión de ladrillo rojo con sus tres picos inconfundibles era visible entre los árboles. Ray encendió un cigarrillo. Stride podía oír el murmullo de la conversación pero no descifrar las palabras. Se imaginaba de qué hablaban. Una semana antes, habían encontrado asesinadas en el interior de la mansión a la heredera de la fortuna minera Congdon, Elisabeth Congdon, y a la niñera interina. Una estrangulada y la otra apaleada. La prensa afirmaba que el móvil había sido el robo, pero Stride había oído los rumores que pululaban por la ciudad de que entre los asesinos podía haber un miembro de la familia Congdon, y que el móvil era una herencia de decenas de millones de dólares.
Quince minutos después Ray regresó al coche.
—El dinero —afirmó— es lo que mueve el mundo.
—¿Ha arrestado a alguien?
Ray guiñó un ojo y se mostró complacido.
—Echa un vistazo a la prensa.
Dio media vuelta al Camaro.
—No es un buen año para los obscenamente ricos —dijo Ray—. En mayo, encontraron a esa mujer de Indianápolis, Marjorie Jackson. Un disparo en el estómago y cinco millones de pavos escondidos por toda la casa. ¿Te imaginas guardar el dinero en la bolsa del aspirador? Y ahora hemos perdido a la señora Congdon. A veces te preguntas si vale la pena tener toda esa pasta.
—Como Randall Stanhope —sugirió Stride.
Ray asintió.
—Aja.
—Creo que fue Peter quien mató a Laura —le dijo Stride.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
—Era su bate. Creo que la atacó en el campo de béisbol, que ella se las arregló para escapar y que él la atrapó en la playa norte.
—Imaginemos que es verdad —dijo Ray—. ¿Cómo lo pruebas?
—Puede que alguien le viera.
Ray se salpicó los pantalones de café y se frotó la mancha con los dedos.
—Puede, pero antes necesitamos encontrar un testigo, y ese testigo debe estar dispuesto a testificar contra el hijo de uno de los hombres más ricos de la ciudad. No te hagas ilusiones. La mayoría de testigos no haría eso.
—¿Así que me está diciendo que es intocable?
—Yo no he dicho eso. Pero a veces uno sabe que alguien es culpable y, sin embargo, no se pueden presentar cargos. Ah, y guárdate tus opiniones para ti, fon. Cuando entremos en la casa, no hables si no te lo pido. ¿Entendido?
—Entendido. ¿Y por qué quiere que lo acompañe?
Ray sonrío.
—Por tres motivos. Primero: quiero que Randall crea que Peter es un simple testigo, y no un sospechoso, y yendo contigo me aseguro de que se trague el anzuelo. Segundo: creo que Peter no se atreverá a mentir contigo en la misma habitación, porque no está seguro de lo que viste.
—¿Y tercero? —preguntó Stride.
—Tercero: no quiero que nadie crea que he hecho la vista gorda con Peter por el dinero de su padre. Eres mi as en la manga, fon. Bienvenido al cuerpo de policía.
Era el tipo de finca que apestaba a rancio abolengo. Dinero de magnate amigo de lo ajeno. La casa y su jardín estaban circundados por una cerca de alambre de espino y columnas de piedra intercaladas, a conjunto con las piedras de cantera moteadas de la mansión. La amenazante finca de quinientos metros cuadrados se hallaba rodeada de pinos, y era casi invisible desde la carretera. Ray se detuvo en la casa de dos plantas del guarda y se anunció por el intercomunicador. Un minuto después, una verja de hierro se abrió en silencio. Condujo a través de la arboleda y aparcó bajo la entrada cubierta de la mansión.
Stride nunca la había visto de cerca. Atisbo unas fuentes en la parte de atrás. Arbustos recortados con forma de esfera. Una pista de tenis vallada. La vivienda estilo Tudor se alzaba por encima de él con picos puntiagudos, docenas de cañones de chimeneas y piedra roja de Duluth. La mayoría de las ventanas de las alcobas estaban cubiertas por tupidos cortinajes.
—¿Randall construyó todo esto? —preguntó Stride.
Ray negó con la cabeza.
—No, todo esto es de finales del siglo pasado. Antes del impuesto sobre la renta, si sabes a lo que me refiero. En aquel tiempo, el puerto de Duluth movía más tonelaje que el de Nueva York. Éramos los número uno. Un puñado de familias como los Stanhope y los Congdon se hicieron muy, muy ricas.
—¿Y ahora?
—Ahora hacen cuanto pueden para no perder su fortuna.
Una sirvienta los recibió en la puerta y los acompañó hasta una biblioteca situada al otro lado del vestíbulo abovedado. Stride se sentía cohibido por los pantalones cortos y la sudadera blanca de béisbol que llevaba puestos. Sus zapatillas de deporte resbalaban sobre el mármol. En el interior de la biblioteca, reparó en las vigas cuadradas que se extendían a lo largo del techo, los revestimientos trigueños de las paredes y la alfombra oriental que cubría el suelo de madera maciza. En uno de los muros había todo un desplegable de estanterías talladas a mano, repletas de antiguos libros de bitácora del siglo XIX. También vio retratos de ancianos trajeados.
—Será mejor que me marche —dijo Stride.
—No te dejes intimidar —replicó Roy—. Esta gente eructa, se tira pedos y tiene mal aliento como cualquier otra persona.
Escucharon unas risas desde la entrada y olieron a humo de cigarro puro.
—¿Ah, sí? Supongo que no tendría que haber pedido pasta a la puttanesca para comer.
Quien hablaba era Randall Stanhope.
Stride nunca lo había visto en persona, sólo en televisión y en fotos de prensa. Era más bajito de lo que él esperaba: no debía de medir más de metro setenta. Llevaba el cabello gris bien cortado, unas gafas cuadradas negras y, como los retratos de las paredes, también él vestía un traje oscuro de tres piezas. En la mano izquierda sostenía un vaso bajo con hielo y un líquido ambarino. Con la derecha, sujetaba un habano entre el pulgar y el índice.
—Usted es Ray Wallace, ¿verdad? Su superior me ha hablado mucho de usted. Dice que es toda una promesa en el departamento. Eso me gusta.
—Gracias, señor.
—¿Y quién es el chico? —preguntó Stanhope clavando sus ojos azules en Stride.
—Éste es Jon Stride —dijo Ray—. Estaba anoche en el parque con Peter. Me está ayudando a reconstruir lo que ocurrió para que muriera esa jovencita, y he pensado que Peter podría ofrecerme algunos detalles que Jon no conoce por no haber estado presente.
Stanhope sonrió.
—Eres jugador de béisbol, como mi hijo.
Stride asintió.
—Así es.
—Muy bien. —Stanhope se volvió hacia Ray—. He oído que están a punto de detener al yerno de Elisabeth Congdon por los asesinatos de Glensheen. Un trabajo rápido.
—Aún no se ha hecho público, señor.
—Oh, ya lo sé, pero el mayor me telefoneó. Un asunto muy desagradable.
—Sí, señor.
—Pero usted no ha venido hasta aquí por eso.
—No, señor. ¿Está Peter en casa? Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.
—Por supuesto. Me horroricé al enterarme del asesinato de esa joven. Una brutalidad. Como es natural, Peter le explicará cuanto sabe. Esa chica era amiga suya, y está deseando ayudarle a encontrar a quien la mató.
—Se lo agradezco —dijo Ray.
—Contésteme honestamente, detective. Usted no habrá pensado ni por un instante que mi chico es sospechoso, ¿verdad?
—En realidad, no dispongo de la información suficiente para considerar a nadie sospechoso de nada, señor —replicó Ray.
Stanhope sonrió. Ray le devolvió la sonrisa.
—El sheriff tenía razón al decir que era usted un tipo listo, detective.
—Gracias, señor.
—Ya he hablado en detalle con Peter sobre este incidente. Creo que puede ayudarle a identificar al culpable.
Ray arqueó las cejas.
—¿Vio quién mató a Laura?
—No vio cómo se cometía el crimen, pero cuando escuche su relato de los hechos, creo que será de la misma opinión.
—Me gustaría hablar con él.
—Por supuesto. ¡Peter!
Peter entró tranquilamente en la biblioteca. Estaba esperando fuera. Se había lavado y peinado la mata de pelo rubio. Se acababa de afeitar. Llevaba unos pantalones de vestir, camisa blanca, corbata y un blazer de tweed. Stride detectó unos rasguños profundos en su rostro ancho y pecoso, y un morado púrpura en la frente. Los andares de Peter eran artificiosos e impostados. Tenía las manos metidas en los bolsillos y una mueca de dolor en el rostro.
Detrás de Peter, la misma sirvienta que les había atendido en la puerta entró en la biblioteca sin hacer ruido y entregó a Randall Stanhope una caja de cartón grande. Salió de la estancia y Stanhope le dio la caja a Roy.
—La ropa que Peter llevaba puesta anoche —explicó Stanhope—. Sin lavar. Repleta de manchas de lodo y hierba aunque, como podrá comprobar, sin rastros de sangre, excepto, quizás, unas gotas de la suya. Me imaginé que ésa sería una de sus máximas preocupaciones, así que me he asegurado de conservar las pruebas.
Roy hizo un gesto con un dedo hacia Stride, quien miró el interior de la caja. Echó un rápido vistazo a las prendas y asintió. La ropa de la caja era la misma que Peter llevaba puesta la noche de antes.
—¿Qué te ha pasado, Peter? —le preguntó Roy.
—Alguien me dio una paliza de cajones, ¿qué aspecto tengo? —soltó Peter.
—¡Peter! —le interrumpió su padre con severidad. Stanhope se volvió hacia Ray—. Lo lamento. Peter está muy alterado por lo sucedido.
—Por supuesto.
—¿Sabe? Peter y Laura eran novios.
Stride abrió la boca para protestar y luego decidió mantenerla cerrada. Ray se cruzó de brazos y estudió a Peter, que se apoyaba incómodo en la estantería.
—¿Es eso verdad, Peter?
Peter se encogió de hombros.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Un par de meses.
—Su hermana me ha dicho que Laura rompió contigo después de un par de citas. Dice que presionabas a Laura para que se acostara contigo y que ella te dijo que no.
—Me han dicho que sí más veces que no.
—Eso no es una respuesta.
—Laura quería mantenerlo en secreto. Lo suyo conmigo. No quería que nadie lo supiera.
—¿Y eso por qué?
—¿Quién sabe? Las chicas son así de raras. Puede que no quisiera que nadie le pidiera favores, ¿sabe a lo que me refiero? En cuanto la gente oye mi apellido empieza a pedirme de todo.
—¿Y qué pasó anoche?
Peter miró a Stride.
—Cayó una fuerte tormenta. Tuvimos que cancelar el partido y me fui corriendo hasta mi coche. Me quedé allí hasta que casi dejó de llover y luego volví al campo.
—¿Por qué?
—Sabía que Laura estaría allí.
—¿Habíais quedado? ¿Teníais una cita?
—No habíamos planeado nada, pero la vi en el campo con su hermana. Me lanzó una mirada. Y supe qué significaba eso: que quería quedar conmigo para estar juntos.
—¿Una mirada?
—Sí, una mirada.
—De acuerdo, continúa.
—La oí llegar, así que la sorprendí. Me acerqué a ella por detrás. Se quedó flipando un rato porque no sabía que era yo. Y ahí fue cuando me arañó —dijo, tocándose la cara.
—¿Te arañó sin querer?
—Exactamente.
—Y luego ¿qué?
—Empezamos a hacerlo. Quiero decir que cuando se dio cuenta de que era yo, se arrepintió mucho. Dijo que había oído a alguien antes en los bosques y que estaba asustada. Entonces empezamos a besarnos, nos tumbamos en la hierba y… bueno, ya sabe.
—No, no sé —dijo Roy.
—Empezamos a hacer el amor.
—Allí mismo, en el campo de béisbol.
—Así es.
—¿Y lo hicisteis?
Peter negó con la cabeza.
—No. Nos revolcamos en la hierba y empezamos a quitamos la ropa y entonces es cuando pasó.
—¿Qué pasó?
—Ese tipo nos atacó.
—¿Qué tipo?
—No sé quién era. Un tipo negro y grande.
—¿Qué hizo ese tipo?
—Me golpeó con mi bate de béisbol.
—¿Cómo se hizo con tu bate?
—Lo había dejado en el campo. Debió de cogerlo. Me golpeó en la espalda. El médico dice que tengo unas cuantas costillas rotas. Luego me separó de Laura. Quiero decir que me agarró como si yo fuera un muñeco de trapo. Ese tío era muy fuerte. Laura gritó y la vi correr hacia los bosques, intentando escapar. Él fue detrás de ella. Aún llevaba el bate en la mano. Me levanté e intenté golpearle y él me dio un puñetazo en la cabeza. De repente perdí el sentido y caí de espaldas. Eso es todo lo que recuerdo.
Roy lo miró.
—¿Qué sucedió cuando recobraste-el conocimiento? ¿Cuánto tiempo estuviste desmayado?
—No lo sé. Quizás unos quince minutos.
—¿Dónde estaba Laura? ¿Dónde estaba ese tipo negro?
—Los dos habían desaparecido.
—¿La buscaste?
Peter reacomodó los pies.
—No.
—Esa chica era tu novia, un tipo la persigue por el bosque ¿y tú te limitas a levantarte del suelo y largarte?
—Estaba aterrorizado. Muerto de miedo.
Randall Stanhope lo interrumpió.
—Disculpe, detective. Como es obvio, mi hijo debería haber comprobado que su novia estaba sana y salva. Su comportamiento me ha decepcionado profundamente.
Los ojos de Peter destellaron con rabia.
—¡Eh! ¿Qué querías que hiciera? Si hubiera ido tras él, también yo estaría muerto. ¿Es eso lo que quieres?
—Cállate, Peter —le ordenó su padre.
—Volvamos al hombre que te atacó —prosiguió Ray~. ¿Qué más recuerdas de él?
Peter se encogió de hombros.
—Era grande. Como un oso. Creo que llevaba rastas.
—¿Le habías visto antes?
—No.
Ray asintió.
—Jon vio anoche en los bosques a un hombre negro que concuerda con tu descripción.
—¡Ah! —exclamó Randall—. Bueno, eso está bien. Otro testigo. ¿Cree que será capaz de encontrarlo?
—Jon dice que es un vagabundo que vive en las vías —dijo Roy.
—Oh, ¿así que lo habías visto antes? —preguntó Randall a Stride.
Stride asintió.
—Menuda suerte —dijo Randall—. Detective, espero que puedan detenerlo. Por supuesto, ya sé que la mayoría de esos individuos son trotamundos desesperados. No me sorprendería que en estos momentos ya estuviera lejos de aquí. Puede que sepa que la policía va tras él.
—Sin duda —contestó Roy.
—¿Necesita algo más de Peter?
Roy negó con la cabeza.
—De momento no.
—Está bien. ¿Tiene un minuto, detective? Me gustaría hablar con usted en privado.
Roy se acarició el bigote y asintió en dirección a Stride. Le añojo las llaves del Camaro y éste las cogió al vuelo.
—Espérame fuera, ¿de acuerdo, Jon? No tardaré mucho. Pon la radio, si quieres.
Stride y Peter salieron juntos de la habitación. La macilenta luz del sol se agrupaba a través de los altos ventanales en la bóveda del vestíbulo, pero allí donde se hallaban los dos jóvenes la estancia estaba cubierta de sombras polvorientas. Stride escuchó el tictac de un reloj. Un fuerte olor a carne dé ciervo subía de la cocina del piso inferior. Peter lo escoltó en silencio hasta la puerta principal y Stride sintió una tirantez helada entre los dos.
—Tú no tenías una cita con Laura —dijo.
—¿Y qué eres tú, un poli? No te metas en lo que no te importa.
—¿La has matado tú?
—No, no he sido yo, gilipollas. Lárgate de aquí de una puta vez.
Peter abrió la pesada puerta de par en par. Stride le empujó al pasar y oyó el portazo de la puerta en cuanto traspasó el umbral. Pateó la grava suelta, se agachó, cogió una piedra y la arrojó a un estanque de patos ovalado. Pasó por delante del Camaro de Roy y encontró un banco negro de hierro forjado donde se sentó con sus largas piernas estiradas. Esperó. Las siluetas de los pájaros revoloteaban en los abetos. En el exterior, la atmósfera era húmeda y empezó a sudar. Veinte minutos después, la puerta principal volvió a abrirse y Roy salió solo. Encendió un cigarrillo y se acercó paseando hasta el banco.
—Hola, fon, siento haber tardado tanto.
—No pasa nada.
Ray exhaló una nube de humo blanco.
—¿Qué crees?
—Creo que Peter miente.
—Quizá —dijo Ray—. Pero su historia del tipo ese, Dada, concuerda con lo que tú viste. No te encontraste con ese tío hasta que cayó la tormenta y abandonaste el partido de béisbol, ¿verdad? —Verdad.
—¿Es posible que Peter lo viera merodeando por allí antes del partido?
—Ni hablar —dijo Stride—. Yo ya estaba en el campo de béisbol cuando Peter llegó y no vi a Dada por allí.
—Así que Peter tuvo que verlo después que tú. Después de la tormenta. Cuando Laura volvió al campo de béisbol.
—Eso creo —respondió Stride.
—¿Crees que Laura podía estar ocultando su relación con Peter?
Stride frunció el ceño.
—Creo que Cindy lo habría sabido.
—Las hermanas no siempre se lo cuentan todo.
—Bueno, sí, es verdad. Cindy y Laura no eran las mejores amigas ni nada así. Pero no me pareció que Peter tuviera una cita con Laura cuando habló conmigo durante el partido.
—Puede que lo mantuviera en secreto.
—Quizá —respondió Stride, aunque no parecía muy convencido.
—Por cierto, ¿puedes quedarte conmigo un rato? Podrías serme de ayuda una vez más.
—Claro —contestó Stride.
Ray metió una mano en el interior de su abrigo y sacó un revólver de cañón largo. Abrió la recámara y la comprobó. Stride vio el recubrimiento plateado de las balas cargadas en su interior. Ray la hizo girar, la cerró con un fuerte clic y volvió a meterla en la cartuchera que llevaba al hombro.
—Pues muy bien —dijo Ray—. Vayamos por Dada.