8

Tish llegaba tarde.

Stride estaba sentado en un banco de piedra en los jardines de rosas de Leif Erickson Park. Comía un sandwich de rosbif y aspiraba el perfume de las miles de rosas rojas, amarillas y blancas que le rodeaban. Cerca, había un cenador con vistas al lago, en un precipicio colindante al paseo entarimado que reseguía el borde del acantilado y bajaba a lo largo de la orilla hasta Canal Park. A mediodía, con el inmenso cielo azul en lo alto, el parque estaba abarrotado de gente que comía en el césped y admiraba las flores.

Vio a Tish aparcar al otro lado de London Road y salir de un Honda Civic azul marino. Ella esperó a que una camioneta de reparto pasara y luego cruzó la calle hacia el parque. Saludó a Stride con la mano y siguió el sendero de adoquines que atravesaba el jardín para reunirse con él.

—Hola —dijo sin aliento mientras se sentaba.

No había traído su almuerzo, pero sí llevaba consigo un vaso blanco desechable con café. Lucía gafas de sol, una camiseta blanca Georgia y pantalones de chándal grises. Calzaba unas Nike sin calcetines.

—Hola, Tish.

—Siento llegar tarde. Estaba en el departamento de ingeniería y he tenido que hacer cola en la fotocopiadora.

—¿Qué buscabas allí? —quiso saber Stride.

—Fotos aéreas de la ciudad de finales de la década de 1970.

—¿Para el libro?

Tish asintió.

—Quería ver cómo era exactamente el terreno por aquel entonces.

—En el periódico de Duluth de hoy sale un artículo sobre ti y tu libro —la informó Stride.

—Sí, creí que eso podría sacar a la luz a la gente que aún recuerda lo que sucedió por aquel entonces. No es que queden muchos.

—Habría estado bien que me advirtieras —dijo Stride—. Estoy recibiendo llamadas.

—Lo siento. Tienes razón. No pensé en ello.

Stride dio otro mordisco a su sandwich y no replicó. Vio la camioneta de reparto que había pasado por delante de Tish volver por London Road en la dirección contraria y detenerse frente a ellos en una zona donde estaba prohibido aparcar.

—Ya me han contado lo del robo en tu casa —dijo Stride.

—Los policías que vinieron creen que es cosa de críos.

—Es probable —contestó Stride—. Tal vez te vieron mudarte y supusieron que podían anotarse un tanto rápido. Esas viviendas frente al lago normalmente las ocupa gente con dinero.

Tish se encogió de hombros.

—No tengo esa suerte. Estoy escribiendo una doble columna sobre Duluth para una revista sueca y durante el verano los administradores de la casa me permiten usar un módulo que no se ha vendido. Ésa es una de las ventajas de ser una cronista de viajes.

—Aún estamos investigando el robo, pero parece como si no se hubieran llevado nada.

—Es verdad, mi portátil estaba en el coche —explicó Tish y añadió—: Sin embargo, no creo que hayan sido unos simples chavales.

—¿No?

—Creo que alguien trata de asustarme.

—¿Por tu libro?

—Sí. Supongo que creerás que soy una paranoica.

—Un poco sí —admitió Stride—. Han pasado treinta años, Tish.

Ella guardó silencio.

—Háblame de la vida de una cronista de viajes —pidió él cambiando de tema—. Suena bastante glamuroso.

—No tanto como se cree. A veces me siento permanentemente desarraigada. En cuanto le tomo cariño a un sitio, me tengo que ir.

—¿Cuál es tu lugar favorito?

Tish sopló el café y bebió un sorbo.

—El Tíbet. Adoro las montañas pero no podría vivir allí.

—¿Por qué no?

—Las alturas —contestó Tish—. No soporto las alturas. Nunca me han gustado. Tuve que cruzar un puente de cuerdas por encima de un cañón, y te juro que se vieron obligados a sedarme y a arrastrarme por el culo con los ojos cerrados.

Stride se echó a reír.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Tish—. ¿A qué le tienes miedo?

—¿Yo? No lo sé.

—Vamos, tiene que haber algo —dijo Tish—. ¿O los tipos duros como tú no le tienen miedo a nada?

—Me dan miedo muchas cosas.

—¿Cómo qué?

—La pérdida.

Ella lo miró.

—¿Quieres decir como perder a Cindy?

—Quiero decir como perder cualquier cosa. Aborrezco los finales, los adioses, los funerales y cualquier cosa que se le parezca. El final de un libro. El final de una película. El final de las vacaciones. Me gusta que las cosas tengan continuidad, pero eso nunca sucede.

—¿Qué me dices de Serena y tú? —preguntó Tish.

—¿Qué pasa con nosotros?

—¿Lo vuestro va a tener continuidad?

Stride frunció el ceño.

—¿Por qué te interesa eso? ¿Necesitas desarrollar nuestros personajes en tu libro?

—No, no se trata de eso. Pienso mucho en Cindy y en ti, y me preguntaba si Serena te hace feliz.

—Lo hace —respondió Stride con brusquedad.

—Lo siento, ¿es una pregunta demasiado personal?

Él se encogió de hombros.

—Soy de Minnesota. Aquí hablamos del tiempo y de los Twins, Tish. Y no entro en temas más personales.

—Oh, lo había olvidado —dijo Tish. Y añadió—: Bonito día.

—Sí.

—¿Y qué hay de esos Twins?

—Puede que éste sea su año.

—Tienes razón, este año van mucho mejor —contestó Tish, sonriendo.

Stride le guiñó un ojo y se terminó el sandwich. Arrugó el envoltorio hasta formar una pelota, se levantó y la tiró a una papelera situada a unos veinte metros de distancia. Volvió y se sentó de nuevo junto a Tish.

—¿Esperas algún paquete? —le preguntó a ella.

—¿Qué?

Él hizo un gesto en dirección a la camioneta de reparto aparcada indebidamente unos cuarenta y cinco metros más allá.

—El conductor de la furgoneta te está observando. Seguía tu coche cuando has llegado.

Tish lo miró fijamente.

Un rostro apareció por la ventanilla de la camioneta y luego desapareció. El hombre se ocultaba tras unas gafas de sol y llevaba la cabeza afeitada.

—¿Puedes hacer algo al respecto? —preguntó ella.

—Ponerle una multa.

Tish dejó a un lado la taza de café y se quitó las gafas de sol. La expresión de su rostro era tensa.

—¿Lo conoces? —preguntó Stride.

—No.

—Se ha dado cuenta de que lo hemos descubierto.

El motor de la furgoneta arrancó con un rugido de tigre. La camioneta de reparto se alejó bruscamente del bordillo en dirección norte por London Road. Tish siguió mirando hasta que desapareció detrás de una hilera de edificios de ladrillo.

—¿Aún crees que soy una paranoica? —preguntó.

Stride no estaba seguro.

—¿Habías visto antes esa camioneta?

—Ahora que lo pienso quizá la haya visto un par de veces estos últimos días.

—Puede que no sea nada, pero haré una comprobación con la empresa de reparto —dijo él.

—Gracias.

—No creas que te he estado ignorando estas dos últimas semanas —añadió él—. No quería telefonearte hasta que tuviera algo más de lo que informarte.

—¿Tienes los resultados de las pruebas de ADN?

Stride asintió.

—El laboratorio me los ha entregado esta misma mañana.

—¿Y?

Él negó con la cabeza.

—Lo siento. No hay coincidencias. Recogimos el ADN de la solapa del sobre de la carta del acosador enviada a Laura, y pudimos extraer una muestra. La comparamos con la base de datos estatal y del FBI, pero no obtuvimos ningún resultado. Quienquiera que sea, o fuera, no está en nuestros archivos.

—Maldita sea.

—Era una apuesta arriesgada.

—Deja que te haga una pregunta —dijo Tish—. ¿El ADN de Peter Stanhope está incluido en alguna base de datos?

—Lo dudo mucho.

—Así que si se tratara de su ADN no habría manera de saberlo.

—En efecto.

—¿Podemos acudir a los tribunales para obligarle a proporcionar una muestra de ADN? —preguntó Tish.

—No sin una causa probable —respondió Stride—. Necesitaríamos tener algo específico que lo relacionara con el crimen.

—Laura fue asesinada con su bate —protestó ella.

—Eso hubiera podido proporcionarnos una muestra de ADN si el crimen hubiera ocurrido la semana pasada y aún tuviéramos el bate. Después de treinta años, ningún juez nos concedería un recurso con lo que tenemos hoy.

—Y eso es porque Peter Stanhope está forrado.

—Si te soy sincero, sí. Lo lamento, Tish, pero tenemos que enfrentarnos a la realidad de la vida.

Tish contempló las aguas azules y calmas del lago. Una ligera brisa onduló su cabello.

—No puedo creer que no podamos hacer nada. Tiene que haber una forma de obtener una muestra de ADN de Peter.

—Hay algo más —añadió Stride—. Más malas noticias.

—¿Qué?

—Esto no puedes incluirlo en el libro.

—De acuerdo, ¿de qué se trata?

—Tenemos más material genético de la escena del crimen. Se encontró semen cerca del cadáver. La policía lo mantenía en secreto.

—¿Aún tienen la muestra? ¿Todavía está intacta?

Stride asintió.

—Mandé analizar el ADN del semen. No es la primera vez que lo hago, pues cada año añadimos a miles de personas a nuestras bases de datos. Aunque no ha servido de nada. No ha habido ninguna correspondencia.

—¿Puedes comparar el ADN del semen con el de la nota del acosador? —preguntó Tish.

—Ésas son las malas noticias.

—¿Qué quieres decir?

—Comparé las dos muestras. El ADN de la nota del acosador no se corresponde con el semen hallado junto al lugar donde se encontró el cuerpo de Laura.

—No son muy buenas, no —ratificó Tish con el ceño fruncido.

—No. Aunque pudiéramos encontrar una correspondencia con el ADN del acosador, eso sólo significaría que tenemos a «alguien más» en la escena del crimen. El fiscal del condado se negaría a imputar cargos a alguien si no podemos identificar a la persona que depositó allí esa muestra de semen.

—¿Tenéis el ADN de Dada?

—No.

—Así que podría ser de él. Sabemos que esa noche estaba en los bosques. Pudo haber visto al asesino de Laura.

—Lo más probable es que la asesinara él —le recordó Stride—. Recuerda que las huellas de Dada estaban en el bate de béisbol. Además, todo esto no son más que especulaciones. No sabemos quién era Dada ni adonde fue. Después de treinta años, puede que ya esté muerto. Las expectativas de vida de los vagabundos como él no son muy halagüeñas.

—¿Recuerdas algo que pudiera servir para localizarle?

—Sabes tanto como yo. Era un rastafari. Rastas, gorra, el equipo completo. Es probable que hoy en día su aspecto no se parezca en nada al que tenía por aquel entonces.

—Pero no era muy mayor, ¿no? —preguntó ella.

—No. Unos veinte años, quizá.

—Así que puede que aún esté vivo.

—Tendrías más posibilidades de encontrar a Amelia Earhart[3]. —Stride escuchó el sonido ahogado de un motor y echó un vistazo a la calle—. Ha vuelto —comentó.

—¿Quién?

—El de la furgoneta de reparto…

La misma camioneta que habían visto antes estaba aparcada al otro lado de London Road, cerca del Civic de Tish. Esta vez, la puerta del conductor se abrió y el hombre se apeó. Cruzó la calle y se dirigió directamente hacia ellos. Era alto y muy delgado, con piernas como palillos. Vestía el uniforme de reparto de la compañía: camisa de manga corta con botones en el cuello, pantalón corto y zapatillas de tenis blancas.

—¿Le conoces? —preguntó Stride.

Tish se mordió el labio.

—No.

A medida que se acercaba, Stride vio las huellas de la edad y la disipación en el rostro del conductor. Parecía el de un gran bebedor. Tendría unos cincuenta años, pero su piel estaba repleta de motas que le cubrían el cuero cabelludo, y los vasos sanguíneos rotos se extendían por las mejillas y la nariz como una telaraña rosada. Cuando se quitó las gafas de sol dejó al descubierto sus pálidos ojos azules enrojecidos. Llevaba las cejas rubias muy recortadas. Su cara era alargada y estrecha.

—¿Tish? —preguntó el conductor haciendo caso omiso de Stride—. ¿Eres tú?

Ella titubeó.

—Sí, soy yo.

—Había oído que estabas de vuelta en la ciudad.

—¿Nos conocemos? —preguntó ella.

—Soy yo. Finn Mathisen. Ya sé que ha pasado mucho tiempo. He cambiado mucho desde entonces, pero ¿quién no, eh? ¿No te acuerdas de mi gran melena rizada?

—Oh, Finn, desde luego, lo siento —dijo Tish. Sonaba como si de verdad lo hubiera reconocido—. ¿Cómo estás?

—Me las apaño como puedo. Le dije a Rikke que estabas en la ciudad y me contestó que estaba loco. Pero aquí estás.

—Sí, aquí estoy —dijo Tish.

—Me han dicho que estás escribiendo un libro.

—Pues sí.

—Me preguntaba si podríamos comer o cenar juntos algún día.

Ya sabes, para hablar de Laura y de los viejos tiempos. Me gustaría mucho.

Tish dudó.

—Claro, por qué no.

—¿Tienes un número de móvil o algo parecido?

—Por supuesto.

—Espera —dijo Finn. Sacó un boli del bolsillo y lo abrió con un clic. Stride le vio escribirse «TISH» en el dorso de la mano—. Dispara.

Ella le dio el número y Finn se lo garabateó en la mano.

—Te llamaré —le dijo.

—De acuerdo.

—Tienes muy buen aspecto, Tish.

—Gracias.

Finn regresó a la camioneta sin decir ni una palabra a Stride. Se alejó conduciendo mientras decía adiós con la mano a Tish a través de la ventanilla bajada. Tish le devolvió el saludo a medias.

—¿Un viejo amigo? —preguntó Stride.

—Más amigo de Laura que mío.

—Parece que ha tenido una vida dura.

—Sí, tampoco le iban muy bien las cosas por aquel entonces. Su hermana mayor, Rikke, era nuestra profesora de matemáticas. Le pidió a Laura que le diera clases particulares a su hermano. Finn estaba metido en drogas hasta el cuello. Completamente jodido. No tenían padres.

Stride asintió.

—Recuerdo a Rikke Mathisen. Una profesora noruega rubia, muy atractiva. Todos los chicos del instituto estábamos locos por ella.

—En realidad, a mí no me gustaba pero a Laura sí —dijo Tish—. Yo era bastante independiente, pero Laura aún necesitaba a alguien que le hiciera de madre. Yo creía que Rikke sólo se mostraba amable con ella para que ayudara a Finn, y eso me molestaba.

—¿Por qué?

—Ya lo has visto. Finn tenía grandes problemas. Laura quería salvar a todo el mundo, pero era muy inocente. Le dije que no perdiera el tiempo con él.

—¿Le dijiste lo mismo de Peter Stanhope? —preguntó Stride.

—Sí, así es.

—Pero ella no te escuchó.

Tish negó con la cabeza.

—Sí que lo hizo. Laura le dio la patada a Peter. Él miente al decir que se veían en secreto.

—No tenemos forma alguna de demostrar eso.

—Podemos demostrarlo con el ADN de Peter —insistió Tish—. Si lo consiguieras, podrías probar que acosaba a Laura tras compararlo con el de la nota.

A Stride no le gustó lo que vio reflejado en su rostro.

—Déjame darte un consejo, Tish. En calidad de policía. Si quieres escribir un libro, hazlo, pero si lo que pretendes es inmiscuirte en una investigación policial, entonces vas a buscarte un montón de problemas. Así que no cometas ninguna estupidez.