Maggie ya estaba despierta cuando el teléfono sonó a las tres de la madrugada.
Estaba sentada con los pies apoyados en una silla de la cocina y una taza de té oolong enfriándose junto a ella. Vestía una bata de seda floreada. Todas las luces del piso de abajo estaban encendidas, como si hubiera dado una fiesta hasta el amanecer y se hubiera olvidado de enviar las invitaciones. La luz era el único medio que tenía para calentar la casa. Maggie la llamaba Dark Shadows[1]. Le recordaba a la serie cursi de televisión de los sesenta cuya reposición había visto. Por fuera, la piedra color vainilla dominaba en las cuatro plantas, con molduras ornamentales a lo largo de los bordes del tejado como el oleaje de un océano. Un batiburrillo de arcos y entrantes hacía que se asemejara a un castillo de Lego diseñado por un niño. Por dentro, había pequeñas habitaciones por todas partes y encajes polvorientos colgaban de las ventanas.
Como cualquiera que viviera solo, se paseaba por la vivienda haciendo ruido. Incluso mientras estuvo casada, no soportaba la oscuridad de esa casa cuando anochecía. A Maggie le gustaban los espacios modernos, luminosos y abiertos, de cromo y vidrio. La casa estaba a la venta, y esperaba a que se animara el mercado inmobiliario para poner el precio. En cuanto se vendiera la casa, le echaría el ojo a un piso del centro.
A lo largo de la semana, Maggie se despertaba en numerosas ocasiones batallando con sus pesadillas en mitad de la noche. El año anterior había sido el peor de su vida: culminó con el asesinato de su marido en enero y ella se convirtió en la principal sospechosa de su muerte[2]. Se arrepentía de sus errores y secretos, los mismos que habían crispado temporalmente su relación con Stride y la habían hecho caer no sólo a ella, sino también a Serena, en las garras de un brutal acosador. De día era muy sencillo perdonarse a sí misma. Las noches eran otra historia.
Tenía un portátil delante, y se abría camino a través de las páginas web de adopciones. Durante meses había contemplado la posibilidad de adoptar un niño, pero el tiempo y la burocracia que precisaba el proceso formal la intimidaban. No estaba segura de poder soportar una espera de años para luego llevarse una decepción. Se había entrevistado con varias agencias de adopción internacional, pero sus respuestas fueron descorazonadoras. Ella era una ciudadana estadounidense naturalizada que había pedido asilo desde China tras el levantamiento de la plaza de Tiananmen, lo que descartaba de todas todas la posibilidad de adoptar a un bebé chino. Al mismo tiempo, como china, había tenido que soportar el racismo de países que no estaban interesados en entregar un niño blanco a una madre asiática. Además, también sus circunstancias personales se ponían en su contra, incluso en Estados Unidos. No estaba casada. Tenía más de treinta y cinco años. Su trabajo implicaba que su seguridad personal estuviera constantemente en peligro. La única cosa a su favor era que había heredado millones de dólares del negocio de su difunto marido. Y el dinero siempre es importante.
Maggie cerró el portátil cuando sonó el teléfono. Era Max Guppo.
—Lamento haberte despertado —dijo él.
—Ya estaba despierta.
—Dijiste que querías que te informaran en cuanto lo vieran de nuevo.
—¿Al voyeur?
—Exacto. He bajado hasta Gary. Una chica retrasada lo vio husmeando por su dormitorio. Estoy con el padre. Se llama Clark Biggs.
Maggie apuntó la dirección.
—Estaré allí dentro de una hora.
Se tomó cinco minutos para ducharse, se puso una camiseta negra, vaqueros y un par de botas de tacón cuadrado con cordones. No se molestó en secarse el pelo, sino que dejó que le cayera en mechones húmedos y alborotados. Cogió del armario una chaqueta de cuero color burdeos, salió de su casa y se metió en el Avalanche amarillo aparcado en el camino de entrada.
Maggie aceleró al bajar la colina y meterse en la I-35 y circuló entre el revoltijo de pasos elevados de la autopista que conducían por la ruta sur hacia las afueras de la ciudad. El puerto brillaba bajo una franja de luna a medida que las nubes se desplazaban por su izquierda. Aceleró hasta alcanzar los ciento treinta y cinco kilómetros por hora mientras atravesaba la zona industrial, donde columnas de vapor se elevaban en al aire formando dragones blancos contra el cielo negro. Las gotas de lluvia golpeaban el parabrisas con persistencia. Abandonó la interestatal en la carretera 23 y siguió el tramo de veinticuatro kilómetros de poblaciones desvencijadas que se extendían a lo largo del curso del río St. Louis. Unas montañas bajas aparecieron más allá de la carretera, abarrotadas de árboles de hoja perenne y abedules. Vio caminos verdes tallados en las colinas, que en invierno se volvían blancos debido a la nieve y se convertían en pistas de esquí. No es que fueran exactamente diamantes negros, pero si uno quería esquiar cuesta abajo, no había muchas alternativas en un estado tan llano como Minnesota.
Clark Biggs vivía en un pueblo llamado Gary, una de las muchas pequeñas comunidades que habían perdido comba en la generación de los hipermercados. Su calle principal parecía el escenario de una película de los años cincuenta. La mayoría de los edificios de ladrillo estaban abandonados. La pintura se había descascarillado en los viejos anuncios de Coca-Cola y cerveza Miller. Entre todos los bloques de pisos había un hueco vacío cubierto de maleza que crecía entre las grietas del cemento. Los bares eran el nuevo eje económico de esas poblaciones, y mantenían ocupada a la policía de Duluth todas las noches a partir de medianoche.
La pequeña vivienda de Clark estaba al oeste de la carretera y casi frente a la escuela primaria del pueblo. La urbanización se daba de bruces contra una densa área boscosa de zonas verdes. Maggie pasó con el coche por delante de la urbanización para explorar la escena del crimen y se encontró de repente en un camping para caravanas al otro lado de los bosques. El bosque invadía las casas móviles de la comunidad por todas partes, y no era difícil aparcar un vehículo sin que nadie se diera cuenta para después internarse entre los árboles y desaparecer.
Realizó un cambio de sentido y regresó a la urbanización donde vivía Clark Biggs. Las calles eran anchas y las parcelas, amplias y llanas, estaban ocupadas por cajas de cerillas de una o dos plantas, con garaje aparte. Los robles altos y frondosos daban mucha sombra. Era el tipo de vecindario donde los coches y las furgonetas no se aparcaban en el garaje; simplemente se dejaban en el césped, oxidándose. Muchas viviendas estaban rodeadas por vallas para impedir que entraran los ciervos, pero no así la casa de Biggs, abierta y de una sola planta. Estaba pintada de blanco, y tenía un tramo de cinco escalones de hormigón que llevaba a la puerta principal. Al tejado le faltaban unas cuantas tablillas rojas. En el amplio patio destacaban unos pinos de gran altura y un sauce llorón y, justo detrás, empezaba el bosque. La hierba estaba crecida.
Para un fisgón, era una elección excelente. Una zona tranquila. Ventanas en la planta baja. Una carrera corta hasta el bosque.
Se trataba de un vecindario donde la máxima preocupación era que el padre no perdiera su empleo en la fundición o que apuñalaran al hermano Jim en una pelea de bar después de medianoche. Nadie pensaba en cerrar persianas y cortinas. No había nadie que se dedicara a fisgonear.
Maggie aparcó en la calle y Guppo se reunió fuera con ella. Rondaba la cincuentena y no era mucho más alto que ella, pero los pantalones elásticos que debían dar cabida a su contorno podían usarse como paracaídas. Unos cuantos pelos negros y grasientos se esforzaban por estirarse a lo largo de su cráneo.
Guppo la puso al corriente enseguida.
—¿Qué hay de esas pisadas que encontró Biggs? —preguntó Maggie.
—Poca cosa se puede hacer con ellas —respondió Guppo—. Cuando llegamos la lluvia ya las había borrado.
—¿Se encaminó el voyeur directamente hacia los bosques?
Guppo asintió.
—Seguimos el rastro hasta los árboles y allí lo perdimos.
—Hay un camping de caravanas al otro lado —señaló Maggie—. Tenemos que interrogar a la gente que vive allí. También a los niños.
—¿Quieres que vaya por ahí despertando a la gente por un mirón?
—No, puedes hacerlo mañana. Quiero saber si alguien ha visto a algún extraño, coches, cualquier cosa fuera de lo normal. Averigua también cuántas personas conocen a esa chica. Quiero saber cómo las encuentra ese tipo. Se trata de otra rubia, ¿no?
—Sí.
—¿Guapa?
—Bueno, sí, pero no como una adulta. Parece una niña.
—De acuerdo.
Maggie subió los escalones. Sus grandes tacones resonaban como los cascos de un caballo. La mosquitera no estaba cerrada; llamó con los nudillos y entró. La casa olía a comida de McDonald’s. La alfombra de la sala de estar estaba desgastada y gris. El mobiliario mostraba los años que tenía a través de sus muescas y arañazos.
—¿Señor Biggs? —llamó en voz alta.
Clark Biggs emergió desde las sombras de un pasillo situado a la izquierda. Tenía un dedo sobre los labios para indicarle que no hablara.
—Mary se ha dormido al fin.
Maggie asintió y se presentó. Evaluó con un vistazo a Clark, quien parecía un obrero. Grande y fuerte, un adicto a la carne asada y la cerveza. Botas sin cordones. Ropa vieja. Pelo largo y rubio oscuro con la marca de haber llevado puesta la gorra de béisbol. También percibió la falta de sueño y la preocupación de su rostro.
Tomaron asiento en el andrajoso sofá.
—¿Cómo está ella? —preguntó Maggie.
—Muerta de miedo —respondió Clark con amargura—. ¿Qué tipo de monstruo puede hacer eso a una inocente criatura?
—Entiendo cómo se siente —se solidarizó Maggie—. Mi sargento me ha dicho que Mary es disminuida psíquica, ¿es verdad?
Clark asintió.
—Sufrió un traumatismo cerebral cuando era pequeña que le causó el retraso mental.
—¿Qué sucedió? —preguntó Maggie.
—Unos niños con los que estaba jugando la obligaron a permanecer debajo del agua demasiado rato; ¿no le parece increíble? Físicamente, es una chica normal de dieciséis años, pero su nivel de aprendizaje apenas es superior al del jardín de infancia.
—Lo siento mucho.
—No lo sienta por mí, señora Bey. Mary es lo mejor que me ha pasado en esta vida, y me importa una mierda si tiene una edad mental de cinco años en un cuerpo de cuarenta. Haría cualquier cosa por ella.
—Por supuesto.
Maggie se dijo que Clark Biggs le gustaba. Tenía debilidad por los hombres que se ocultaban tras una máscara de brusquedad. Mary era el centro del universo de Clark, a pesar del dolor, el gasto y las privaciones que su incapacidad debía de haberle causado con el paso de los años. Guppo le había dicho que Clark estaba divorciado, y ella imaginaba que cuidar de una chica como Mary había resultado ser más duro de lo que su matrimonio pudo soportar. No parecía un hombre que se compadeciera de ello. Se limitaba a seguir con su vida.
—El otro oficial de policía me dijo que ese hombre lo había hecho antes —comentó Clark—. ¿Es cierto?
—Creemos que se trata del mismo hombre, sí. Nos han informado de nueve casos de voyeurismo en el sur de la ciudad y en el suroeste de Superior. Todas las chicas son adolescentes rubias, corno Mary.
—¿Quiere decir que él las elige?
—Eso creemos, sí.
—¿Y quién es ese hijo de perra?
—Eso es lo que tenemos que averiguar. ¿Conoce usted a alguna de las otras víctimas?
Recitó la lista de nombres de memoria.
Clark se encogió de hombros.
—Katie Larson. Ésa es la hija de Andy, ¿no? ¿Los que viven en Morgan Park?
—Sí.
—Conozco a Andy de la iglesia. Katie hizo de canguro para Mary un par de veces. Eso fue hace dos o tres años. No sé nada de las otras.
Maggie tomó nota de la relación entre ambas. También había algún tipo de conexión entre algunas de las otras chicas. Dos de ellas jugaban en el mismo equipo de fútbol. Otras dos se cortaban el pelo en el mismo sitio. Tres iban al mismo instituto. Sin embargo, no había ninguna pauta establecida para el resto.
—¿Mary va a la escuela? —preguntó Maggie.
Clark asintió.
—Asiste a clase en un colegio particular de Superior para niños con discapacidades. Mi mujer la lleva durante la semana.
—¿Su esposa y usted están divorciados?
—Sí, yo tengo a Mary los fines de semana, y Donna entre semana.
Su rostro se contrajo en un tic nervioso. Se trataba de un asunto delicado.
—¿Podría facilitarme la dirección y el número de teléfono de Donna? Necesito hablar con ella.
Clark se los dio.
—No he telefoneado a Donna para explicarle lo sucedido. Tiene que venir por la mañana. Quiero contárselo en persona.
—No hablaré con ella hasta que usted lo haga. —Él asintió—. Estoy segura de que el sargento Guppo ya le ha preguntado algunas de estas cosas, pero, por favor, tenga paciencia conmigo. —Maggie prosiguió—: ¿Ha detectado últimamente la presencia de extraños merodeando por la casa? ¿Ha visto algún coche aparcado en el vecindario que no le resultara familiar?
—No que yo recuerde.
—¿Ha sucedido cualquier cosa fuera de lo corriente en relación con Mary? ¿O na mencionado su esposa algún problema surgido con ella a lo largo de la semana?
Clark negó con la cabeza.
—Nada fuera de lo normal.
—¿Se relaciona Mary con otras chicas fuera de la escuela?
—No, casi siempre está con Donna o conmigo.
Maggie asintió.
—Le agradecería que mañana hiciera Tina lista de las personas con las que Mary se relaciona de forma habitual. Hombres y mujeres. Gente del colegio. De su trabajo o del trabajo de su esposa, si es que ella va allí. Cualquier cosa. Debido a su condición, el mundo de Mary es sustancialmente más reducido que el de las otras chicas que han sido acosadas, lo que podría facilitarnos encontrar una conexión con el resto de víctimas.
—Le haré una lista —dijo Clark.
—Ésta es una pregunta delicada, señor Biggs, pero ¿podría decirme algo más en cuanto al grado de inteligencia de Mary? ¿Cree usted que ella reconocería al hombre que la estuvo observando? ¿Que lo identificaría en una rueda de reconocimiento?
—No es estúpida —espetó Clark—. Sólo discapacitada.
—No pretendía ofenderle. Solamente quiero saber si podría servirnos como testigo.
—No sé si vio la cara del tipo ese o no, pero Mary es capaz de recordar cosas. Si ella le vio, y ustedes le muestran un puñado de fotos, ella lo reconocerá. Pero no voy a permitir que asista a un juicio, si eso es lo que está pensando.
—Lo entiendo. ¿Le importaría que enviara a un oficial con un álbum de fotos de los delincuentes sexuales fichados en esta zona? ¿Para que Mary le echara un vistazo?
—No sé si quiero traumatizarla con algo así —respondió Clark—. Si lo reconoce, se asustará.
—Puede que ésa sea la única forma de encontrarle.
Clark suspiró.
—De acuerdo. Pero quiero estar presente.
—Por supuesto. —Maggie añadió—: Me gustaría volver y hablar con Mary, si a usted no le importa.
—Estará con Donna. Tendrá que pedirle permiso a ella. Aunque, si quiere que le diga la verdad, la idea no me vuelve loco de contento. No va a sacar nada en claro, y no me gusta que Mary hable con extraños.
—Le prometo que no le causaremos ningún trastorno.
—Ésa no es una promesa que pueda cumplir —repuso Clark—. Es una chica mayor, pero también es una niña. Le asusta todo lo que no comprende.
—¿Puedo verla? —preguntó Maggie.
—¿Qué? ¿Ahora?
—No quiero hablar con ella. Sólo quiero saber cómo es.
Clark frunció el ceño.
—Preferiría no despertarla.
—No haré ruido. También me gustaría ver su dormitorio.
Clark cedió y la condujo pasillo abajo. A pesar de ser un hombre corpulento, caminaba en silencio sobre los tablones del suelo. Abrió unos centímetros la puerta de la habitación de Mary, asomó la cabeza por la rendija y dejó que Maggie se escurriera dentro. Mary dormía y roncaba levemente. Su padre tenía razón: su apariencia era la misma que la de cualquier adolescente de su edad. Aparte del cabello rubio, Maggie no vio ningún otro rasgo físico que compartiera con las demás víctimas. Era más corpulenta que la mayoría de ellas y tenía el pelo más rizado. Yacía boca abajo, y las mantas dejaban al descubierto la mitad de su cuerpo. Tenía el camisón hecho un gurruño y las lumbares a la vista. Maggie reparó en el dibujo de una mariposa tatuado en su columna.
En silencio, comprobó las ventanas. Bajo aquella luz nocturna, no estaba segura de que Mary hubiera podido ver mucho ahí afuera. Maggie no confiaba en obtener resultado alguno del fichero fotográfico de los delincuentes sexuales locales.
Regresó con Clark Biggs al salón.
—He visto que su hija tiene un tatuaje —dijo Maggie.
—¿Y?
—Me ha sorprendido.
—A Mary le encantan las mariposas. Su madre pensó que le gustaría tener el tatuaje de una. Lo hicieron sin consultarme.
—¿Se hubiera opuesto?
Clark frunció el ceño.
—No, supongo que no, pero también yo tengo tatuajes, y sé que hace un daño de mil demonios. Aun así, Mary estaba encantada con la idea. Le gusta mostrarlo y para eso se levanta la blusa. Se lo enseña a todo el mundo. Y eso no me gusta.
—¿Qué quiere decir con «todo el mundo»?
—Si ella está en el patio mientras alguien pasa en coche, se levanta la blusa. Si alguien se acerca a la puerta, hace lo mismo. Me resulta imposible impedirle que lo haga.
—Comprendo. Creo que, de momento, eso es todo, señor Biggs.
—Espero que cojan a ese bastardo. Dormiré en el suelo de la habitación de Mary hasta que lo pillen.
—No es necesario llegar a ese extremo —le tranquilizó Maggie—. Sé que para Mary ha sido una experiencia terrible, pero se ha acabado.
—Hasta la próxima vez —afirmó Clark.
—No creo que tenga que preocuparse por una próxima vez. Ese voyeur cambia constantemente de objetivos. Intentamos atraparle averiguando cómo selecciona a sus víctimas.
—Chorradas —espetó Clark.
Maggie ladeó la cabeza, sorprendida.
—¿Perdone?
—Quiero decir que ya le había hecho antes eso a Mary. ¿Cómo sabe que no volverá?
—¿Me está diciendo que no es la primera vez que Mary ve a ese hombre?
Clark negó con la cabeza.
—Creo que le pasó lo mismo la semana pasada.
—¿Por qué no me lo ha contado antes? ¿Por qué no dio parte?
—No creí que fuera algo de lo que tuviera que dar parte —se justificó Clark—. Pensaba que Mary había tenido una pesadilla. Creía que se lo había imaginado. Pero ahora que pienso en ello, la forma en que gritaba: «¡Él! ¡Él!»… Creo que fue porque el tipo había vuelto.
«El tipo había vuelto».
Por lo que Maggie había descubierto hasta ahora, eso podía ser un punto de partida. Ninguna de las otras víctimas había sugerido que ese hombre las hubiera espiado antes. Por supuesto, también podía ser que él hubiera tenido suerte. O que ellas no se hubieran dado cuenta.
No obstante, Maggie no lo creía así. Se trataba de un nuevo patrón de conducta. Nuevo y aterrador.
Y eso no le gustaba nada.