Tish Verdure sostenía un gin-tonic entre las manos y estudiaba la hilera de envejecidas fotografías deportivas de instituto que colgaban encima de las mesas del bar del centro de la ciudad. Una de ellas era una foto de grupo del equipo de hockey en un campeonato estatal. La otra era de una toma en movimiento de dos chicos blancos y altos que disputaban una canasta de baloncesto. En una tercera, una vitoreante sección de jugadores de béisbol en el banquillo de un estadio, con los bates desparramados por el suelo. Algunas de las fotografías eran de su promoción, de la década de los setenta, y algunos rostros le resultaban familiares. Por lo que ella sabía, alguno de esos chicos se encontraban en ese instante en el bar. Aunque no los hubiera reconocido.
La camarera, una aburrida estudiante de la Universidad de Maryland con una camiseta de los Rascal Flatts, le dijo que uno de los hombres que había en el bar quería invitarla a una copa. Tish la despidió con la mano sin molestarse en echar un vistazo al hombre en cuestión. No era la primera vez que le sucedía esa noche. Los hombres presuponían que lo único que buscaba una mujer sola en un bar era ligar, cuando lo que ella deseaba en realidad era emborracharse. Tish sabía que fumaba y bebía demasiado. Una manera más de matar los días y las noches.
Se preguntaba si no había cometido un error al regresar. Remover su vida no la iba a llevar a ningún sitio, aparte de que había mentido sobre su pasado. Stride lo sabía; lo vio en sus ojos cuando él la miró. Una parte de ella deseaba hacer las maletas y marcharse de allí antes de que las cosas fueran a peor, pero se lo debía a Laura. Y también a Cindy. Le había hecho una promesa alocada, y ya no podía postergar por más tiempo su obligación de cumplirla.
Pagó su consumición. Era la una de la madrugada. Salió del bar, atravesó la muchedumbre de fumadores que se agolpaba ante la puerta y paseó por delante de los oscuros escaparates de camino a su coche de alquiler. En lugar de entrar en el auto, pasó de largo y bajó por la empinada pendiente hacia la esquina de la Segunda Avenida. Se detuvo en el parquímetro del bordillo y miró fijamente en diagonal al otro lado de la calle, allí donde un retazo de periódico arrugado se elevaba volando por un edificio de ladrillo como una planta trepadora.
Los bajos del edificio albergaban una tienda de teléfonos inalámbricos tras sus grandes ventanales. Las luces de neón brillaban intensamente en el escaparate.
Cuando era niña, ese mismo espacio lo ocupaba una sucursal bancaria. El banco donde su madre trabajaba como cajera.
Tish estaba en el instituto cuando ocurrió. El policía que fue a buscarla tenía un lunar negro en la mejilla y el aliento le olía a café requemado. Se la llevó a la comisaría y la metió en una habitación blanca; después, una mujer con un vestido floreado entró y se lo contó. Eso fue todo. Esa noche durmió en compañía de extraños.
—Estoy en casa, mamá —murmuró Tish al aire.
Se dio la vuelta, de manera que el antiguo edificio del banco quedó detrás de ella, y se encaminó con paso resuelto hacia su coche. El aire fresco disipó parte del alcohol que le nublaba la mente. Condujo hacia el norte alejándose del centro a través de calles sin tráfico. Los semáforos estaban en verde. Giró a la derecha en la avenida Veintiuno, cruzó la autopista y tomó una curva pronunciada hacia la carretera del barranco que llevaba a la casa que había alquilado. Aparcó bajo los árboles del final de la calle y salió del coche. Encendió un cigarrillo y se quedó allí, fumando y dejando que el pitillo se consumiera. El lago titilaba a sus pies. Los abedules eran siluetas con miles de brazos, vivos y en movimiento. Detrás, el paso elevado de la autopista retumbaba en sus zancos como un gigante de hormigón. Se sentía rara. Como si unos ojos la estuvieran observando. Así es como Laura debió de sentirse. Tish se estremeció, pero se acabó su cigarrillo antes de aplastar la colilla en la calle y echar a andar hasta la puerta principal.
Se detuvo. Paralizada.
Uno de los minúsculos paneles cuadrados de la vidriera de la puerta estaba roto y dejaba salir un haz de luz blanca. El panel roto estaba cerca del pestillo.
Tish retrocedió y aguzó el oído. Todo estaba tranquilo. Miró detrás de ella con una punzada de pánico. La sensación de ser observada desapareció. Estaba sola, pero se sentía mancillada. Llamó a la policía desde el móvil. Le dijeron que enseguida llegaría un coche patrulla. Saber que la ayuda se presentaría al cabo de poco le proporcionó el valor suficiente para acercarse de nuevo hasta la puerta principal, que no estaba cerrada con llave, y abrirla con el codo. Dio un paso cauteloso hacia el recibidor tratando de escuchar algún sonido que delatara la presencia de un extraño. Tomó aire en un intento de detectar el rastro de quienquiera que hubiese estado allí, pero lo único que captó fue el persistente olor a pintura de las reformas que se habían llevado a cabo en la vivienda antes de su llegada.
Por lo que vio, nada parecía fuera de su lugar. No faltaba nada. No obstante, tan sólo hacía unos cuantos días que estaba en la ciudad, los suficientes para armarse de valor e ir a ver a Stride y para visitar la playa norte del parque. Una peregrinación para volver a sentir el espíritu de Laura.
Todo cuanto tenía se reducía a una maleta y algo de comida.
Tish aguardó durante un buen rato en la puerta delantera y, cuando se convenció de que estaba sola, se dirigió hacia el dormitorio. Sus papeles estaban esparcidos por la cama, pero no de la manera en que ella los había dejado. Su ropa estaba en parte dentro y en parte fuera de los cajones. El armario estaba abierto al igual que su maleta. Tish contuvo la respiración e inmediatamente después se acercó hasta la maleta y abrió la cremallera de la redecilla que había encima del compartimiento principal y dio con el bolsillo oculto de su interior. Rebuscó tan hondo como le fue posible y respiró aliviada.
La carta de Cindy aún estaba ahí. Sin tocar. Y también el recorte de prensa sobre el atraco.
Regresó a la sala de estar y se sentó a esperar a la policía. Obviamente, sin importar el poco tiempo que llevaba allí, alguien sabía que había vuelto.
Y ese alguien quería que se fuera.
Tendido boca arriba en la cama, Stride contemplaba el techo. La ventana del dormitorio estaba abierta y se oía el oleaje del lago Superior al abordar la costa desde el otro lado de la duna. La estrecha franja de playa se hallaba a escasos pasos de la puerta trasera de la vivienda. Tish tenía razón cuando decía que en los viejos tiempos casi nadie vivía todo el año en el Point. La gran mayoría de chalés como el suyo no se utilizaban más que para las escapadas de verano. En la actualidad, eran urbanizaciones de primera residencia. Las casas viejas se derruyeron y se sustituyeron por mansiones y chalés. Cualquier cosa en cualquier parte de la orilla del lago se convertía en oro. A él le gustaba más tal como estaba al trasladarse allí con Cindy, cuando la gente se preguntaba por qué a alguien le gustaría vivir en el epicentro de las tormentas del lago Superior. Tampoco Stride estaba muy seguro del porqué, pero el lago era tan vasto que a veces sentía como si contemplara la eternidad.
Serena se hallaba sentada con las piernas cruzadas, observándolo. Las luces estaban apagadas. En ocasiones él cerraba los ojos y esperaba ver al abrirlos a Cindy allí sentada, en la misma pose, con una sonrisa torcida en el rostro. Como si todo el tiempo pasado hasta ahora sólo hubiera transcurrido en su imaginación. Como si en realidad no se acercara a la cincuentena. Como si en realidad no hubiera sido lacerado por la muerte y la pérdida. Era un adolescente. Un policía. Un esposo joven. Todo lo que iba a ser estaba por llegar, no por concluir.
—¿Sabes qué es lo que recuerdo de aquella noche? —le dijo a Serena—. Aparte de Cindy y de mí, quiero decir. Recuerdo el bate de béisbol.
Serena guardó silencio. Lo veía como en un videoclip que se reproducía en bucle en su mente una y otra vez. En primer plano. El bate dando vueltas y más vueltas.
—Era el bate de Peter. Uno de ésos de aluminio. Plateado brillante. No dejaba que nadie lo utilizara. Lo recuerdo practicando lanzamientos y escuchando el zumbido del bate. Aún puedo verlo en sus manos. En lo único que puedo pensar es en que, no mucho después, alguien usó ese mismo bate para golpear hasta la muerte a una muchacha inocente. La chica que iba a ser mi cuñada. Alguien la atacó y la golpeó sin parar.
—Si era el bate de Peter, ¿cómo acabó en manos de otra persona? —preguntó Serena hablando casi en un susurro.
—Así que supones que fue eso lo que sucedió.
—Has dicho que se encontraron las huellas dactilares de otra persona en el bate.
—Sí, es verdad —admitió él—. Alguien más lo usó. La persona que asesinó a Laura. Ésa es la única explicación que durante todos estos años ha tenido algún sentido para mí.
—¿Cómo acabó el bate en la escena del crimen?
Stride recordó. Vio el bate de nuevo en su mente. En primer plano. En el terreno de juego.
—Empezó a llover —dijo—. Y echamos a correr. La tormenta era muy intensa. De repente todo se oscureció. Sonaba como un tren, como un tornado. Bajé por los bosques para encontrarme con Cindy y Laura en el lago. Peter estaba en la segunda base y se largó de allí en cuanto comenzó el aguacero. Mientras yo corría hacia el sendero vi el bate de Peter tirado en la maleza. Debió de olvidarse completamente de él. Así que cualquiera pudo haberlo cogido. Había muchos chavales con nosotros en el campo.
—¿Pero…? —preguntó Serena al verlo dudar.
—Pero recuerdo que pensé que Peter regresaría a por el bate.
Stride se distrajo viendo cómo Cindy y Laura se alejaban. Estaba ansioso por que el partido acabase de una vez. Aún sentía el sabor de sus labios, que siempre era el mismo: a polo de fresa. Cuando se besaban, cuando se entrelazaban, era como si la corriente pasara entre ellos. Tuvo una erección al pensar en lo que iban a hacer después. Si es que realmente iban a hacerlo. Si es que realmente ella quería. Él creía que estaba nerviosa. Se preguntaba si había traído a Laura consigo a modo de escudo protector, y tener así una excusa para no acostarse con él. Sin embargo, cuando las dos chicas desaparecieron entre los árboles, vio que Cindy se volvía a mirarlo, y su rostro le dijo que nada había cambiado. Ella le quería. Le estaba esperando.
Echó un vistazo al cielo oscuro. El tiempo apremiaba. Se golpeó con impaciencia en el hueco del guante. Dave McGill estaba en la meta y seguía lanzando bolas que driblaban hasta el borde del campo, donde Raymond Anderson, el catcher, tenía que recogerlas. Stride creía que suspenderían el partido enseguida. Olía a lluvia, y de inmediato sintió que el cielo le goteaba en la cara. Nadie más se dio cuenta.
Finalmente, McGill lanzó fuera. Peter Stanhope ocupó su puesto, balanceando el bate de béisbol de forma teatral con una arrogante sonrisa. En realidad, Stride apenas conocía a Peter, excepto por su reputación. No eran amigos. No salían juntos. Lo único que tenían en común era el béisbol. La conversación más larga que recordaba haber mantenido con él fue acerca de Rod Carew.
Peter bateó con fuerza y falló. Strike uno.
Stride vio un destello e imaginó el bate de Peter, suspendido por encima de su cabeza, atrayendo la corriente como un pararrayos. Menos de cinco segundos después, los truenos azotaban el terreno de juego con su redoble.
Peter bateó de nuevo. Strike dos. Su rostro se contrajo por el esfuerzo y la frustración. Sus mandíbulas mascaban chicle con furia. Era un buen bateador, aunque demasiado impaciente, siempre en busca de un cuadrangular con cada lanzamiento. Fallaba los golpes muy a menudo. Sin embargo, al tercer lanzamiento, su bate de aluminio azotó la bola con un sonoro «ting» y ésta salió propulsada por encima de la cabeza de Stride fuera del campo, donde cayó limpiamente. Peter trotó hasta la primera base. Se agachó, recogió media botella llena de Grain Belt, la vació de un trago y la arrojó a la maleza. Se limpió la boca con la punta de su camiseta sin mangas.
—Así que Cindy Starr y tú, ¿eh, Stride? —comentó.
—Pues sí.
—Ya sabrás que el premio gordo es su hermana. —Stride no replicó—. Las tetas de Laura son las mejores —continuó Peter—. La mitad de los tíos aquí presentes se han empalmado cuando ellas han pasado por aquí. ¿Por qué no lo intentas con Laura?
—Porque me gusta Cindy.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo es?
—¿Y a ti qué te importa? —contestó Stride.
—No me pone cachondo, si es eso en lo que estás pensando. Sólo me preguntaba si el papel de princesita es cosa de familia.
—¿Y eso qué diablos significa?
—Quiero decir que Laura se pavonea como si fuera la reina de las nieves —replicó Peter—. Y alguien tiene que bajarle los humos.
—Cierra el pico —dijo Stride.
—¿Y qué hay de Cindy? ¿También es una bollera frígida como su hermana?
Stride se quitó el guante de béisbol y le dio un empujón a Peter en el pecho con las manos desnudas. Peter trastabilló hacia atrás, perdió el equilibrio en el césped húmedo y aterrizó de culo en el fango. Stride se lo quedó mirando con los puños cerrados y levantados, dispuesto a pelear. Oyó los gritos de algunos de los chicos en el terreno de juego. El pitcher tiró la bola; el bateador arrojó el bate; todos se congregaron alrededor de Stride.
Peter se echó a reír mientras se levantaba, sacudiéndose la tierra de encima. Los apartó con la mano.
—Eh, no pasa nada. Me lo estaba buscando.
Stride lo observó con detenimiento a la espera de un golpe bajo.
—No te hagas mala sangre —continuó Peter—. Es que me gusta demasiado saber hasta dónde puedo pinchar a la gente antes de que me la devuelvan. Es una lección que aprendí de mi padre.
—Pídeme perdón —le ordenó Stride.
—Pues claro. Lo lamento. ¿Te vale? Necesitas tranquilizarte, Stride.
Stride le ignoró. El juego continuó. El bateador lanzó un golpe fuerte y otro ocupó su posición. Una entrada más y se acabó. Apenas distinguía las jugadas en el campo a medida que la noche caía y las nubes oscuras se reagrupaban.
—¿Has visto El abismo? —preguntó Peter.
Stride gruñó. Cindy y él habían ido a verla el fin de semana anterior.
—Yo la he visto tres veces —explicó Peter—. ¡Joder, cómo estaba Jacqueline Bisset con esa camiseta! ¡La hostia! Ya me gustaría que las actrices pomo se le parecieran. La semana pasada vi Teenage Sex Kitten en el centro. Menudo hatajo de fracasadas. Eso no eran tetas sino granos.
En la meta, Gunnar Borg le dio a una bola que pasó por delante del pitcher con un salto irregular al rebotar en una piedra medio enterrada en el campo. Stride saltó hacia su derecha y recogió la bola. La agarró del guante y se preparó para lanzarla a Nick Parucci a la segunda base en busca del out. Y luego vio las estrellas. Peter Stanhope se le echó encima, arrojándolo a tierra con el hombro izquierdo y haciendo que se le cayera la pelota de las manos. Stride se puso en pie rápidamente y volvió a recoger la bola de la hierba pero, mientras tanto, Peter ya estaba en la segunda base con una sonrisa de oreja a oreja, y el otro corredor permanecía en la primera.
El costado derecho de Stride estaba negro de tierra. Se sentía como si alguien le hubiera golpeado con una pala.
—No te metas conmigo, Stride —gritó Peter.
Stride volvió a lanzar la bola al pitcher, giró sobre sus talones y se marchó corriendo hacia la primera base. Gunnar Borg se echó a reír.
En ese preciso instante, al fin el cielo se abrió.
El viento empezó a soplar con fuerza y se puso a llover a cántaros. Las gotas les acribillaban como agujas. Comenzaron los relámpagos, como si reventaran bombillas, y los chicos echaron a correr hacia los coches aparcados de cualquier modo en la maleza. Stride también corría, pero en la dirección opuesta: hacia los bosques y el lago. El campo estaba inundado, como un río de lodo. Al pasar, Stride vio botellas de cerveza, un guante de béisbol tirado y bolsas de patatas vacías. El bate de aluminio de Peter Stanhope estaba donde lo había arrojado al correr hacia la primera base. Stride oyó un grito unos metros más allá y luego el rugido de los motores de los automóviles. Los faros se reflejaron a lo largo del terreno de juego. Sonaron las bocinas.
El chaparrón lo siguió hasta el bosque. La lluvia caía de lleno en un millón de hojas. La melena se le pegaba a la piel. Corría, y como estaba demasiado oscuro para ver lo que había en el camino, puso mal un pie, dio un traspié y se hizo un corte en la rodilla. Le escocía, pero la lluvia le limpió la sangre. Se apartó el agua de los ojos y se peleó con las ramas de un árbol torcido que se inclinaba sobre el sendero. Sus larguiruchas ramitas le devolvieron el golpe y le arañaron el rostro.
Olía a leña chamuscada y pensó que una parte de los bosques cercanos podía haberse incendiado. Cuando el siguiente relámpago retumbó, vio un reflejo anaranjado en la superficie del agua y una cortina de lluvia plateada más allá de los árboles. El lago no estaba lejos. Aceleró la marcha.
Entonces, Stride escuchó un extraño sonido.
Un silbido.
Lo oyó tan cerca como si alguien estuviera junto a su hombro. Se giró y apretó el paso a través de la maleza que cubría el sendero hasta llegar a un minúsculo claro. Alguien había prendido allí una hoguera. Unas cuantas brasas aún estaban calientes, y las que estaban empapadas por la lluvia humeaban. Ése era el olor a quemado que había olido. No vio a nadie en el claro, pero entonces una sombra lo bastante grande para tratarse de un oso se apartó de un abedul y se acercó a la hoguera agonizante. Instintivamente, Stride se retiró. El hombre no le vio enseguida. Era un negro enorme, de casi dos metros, con rastas hasta los hombros y una estrafalaria boina de colorines roja, verde y oro. Tenía las extremidades tan gruesas como los troncos de un árbol gigantesco y los músculos muy marcados. Vestía una camiseta blanca y unos pantalones negros holgados con las mismas rayas tricolores de la gorra.
Stride le reconoció. Le llamaban Dada. Era uno de los vagabundos que merodeaban junto a la vía férrea durante los meses cálidos. Dada estaba silbando, no como un tipo nervioso en un cementerio, sino como un pájaro cardenal al final del invierno. Libre. En voz alta. Stride dio marcha atrás en silencio, pero Dada ya le había visto. Sus ojos se encontraron. La música que emitían sus labios se extinguió. Stride vio cómo los labios del hombre se curvaban en una sonrisa, mostrando sus dientes blancos que contrastaban con su piel carbón. Dada no parecía ni asustado ni sorprendido. Se rió mientras Stride regresaba al sendero sin decir palabra. Su risa tardó en desaparecer de los oídos de Stride y se debilitó a medida que la tormenta la ahogaba.
Continuó andando hacia el lago, guiándose por el instinto mientras avanzaba trabajosamente a través de los árboles. El agua le resbalaba por la cara. Los mosquitos le atacaban y él los aplastaba con los dedos. No sabía cuántos minutos quedaban hasta que el camino desembocara en el claro de arena y sus ojos fueran capaces de ver lo que tenía delante.
Primero vio a Laura. Se había refugiado bajo un pino viejo; sus ramas extendidas formaban una techumbre verde por encima de su cabeza. Tenía la ropa empapada. Agarraba la mochila contra su pecho y miraba fijamente entre los resquicios del agua. Parecía inhibida, ansiosa. Cuando le tocó el hombro, gritó y se tapó la boca con la mano.
—Soy yo —dijo él.
—Me has dado un susto de muerte.
—¿Dónde está Cindy? —preguntó.
Laura señaló con un dedo. Él dirigió la vista hacia la playa, y allí estaba ella. Se había quitado los pantalones cortos y estaba en biquini, bailando bajo la lluvia. Ésa era Cindy. Una ninfa del agua. Un espíritu libre.
—¡Hola! —gritó Stride.
Cindy se detuvo al verle y subió dando saltos por la playa con los pies desnudos.
—¡Hola! —saludó ella.
Le pasó los brazos alrededor del cuello y lo besó. La piel de Cindy estaba mojada y era suave. La larga melena le caía por el rostro.
—¿Quieres irte a casa? —le preguntó Jonny—. No contábamos con la tormenta.
—No, no, quedémonos —insistió ella.
—¿Estás segura?
—Sí. De verdad. Quiero quedarme, Jonny.
Laura se colgó la mochila al hombro y se metió los pulgares en los bolsillos de los vaqueros. Les dirigió a ambos una extraña sonrisa.
—Portaos bien, ¿de acuerdo, chicos? Tengo que irme.
Cindy la miró dubitativa. Se mordió el labio inferior.
—No, mejor no lo hagas, Laura. Y menos sola.
—Estoy bien, hermanita.
—Quédate con nosotros. No pasa nada.
—Vosotros dos no necesitáis una carabina. Esta noche no. Te dije que me iría en cuanto viniera Jon.
—Nos iremos contigo —dijo Stride—. Los tres.
—Sí, nos vamos juntos —afirmó Cindy.
Laura abrazó a Cindy con fuerza.
—Quedaos. No os preocupéis por mí.
—Ni hablar. ¿Cómo vas a ir a casa? No te puedes ir en coche ahora. Estoy segura de que todos se han largado en cuanto ha empezado a llover.
—Puedo subir andando hasta la carretera y coger un autobús.
—No, no, no; eso es una locura. Vamos, nos iremos juntos.
Laura se apartó de su hermana y le puso una mano en el pecho.
—Mira, no te lo tomes como un acto de nobleza por mi parte. Te quiero, pero tengo que irme.
—Pero no sola —repitió Cindy—. No dejaré que te vayas sola.
—No estaré sola —contestó Laura.
—¿No iba a estar sola? —preguntó Serena—. ¿Tenía que encontrarse con alguien?
Stride asintió desde la cama.
—Eso fue lo que nos contó.
—¿Con quién?
—Peter Stanhope dijo que con él. Le explicó a la policía que Laura y él tenían una cita.
—¿Le creíste?
—Su historia coincidía con los hechos, pero Laura le había explicado a Cindy que había cortado con Peter porque él la presionaba para mantener relaciones sexuales. Y Tish me contó lo mismo.
—A no ser que Laura no quisiera que nadie supiera que aún se veían.
—Sí, es posible.
—¿Qué sucedió después? —quiso saber Serena.
Stride se detuvo a escuchar el oleaje tras la ventana. La vieja casona vibraba con el azote del viento.
—No lo sé. Ésa fue la última vez que vi a Laura. Algo le sucedió en el campo de béisbol, donde se encontró una de sus zapatillas. Pero no la mataron allí. Cogió otro camino al llegar al terreno de juego y fue a parar a una playa del lado norte del lago, a casi un kilómetro y medio de distancia. Allí es donde Cindy la encontró.
—¿Así que el bate de Peter no se encontró en el campo de béisbol donde lo viste por última vez? —preguntó Serena.
—No. Estaba en la playa junto al cadáver. Alguien cogió el bate, siguió el sendero que llevaba del campo de béisbol a la playa y allí mató a Laura. También se encontró algo más.
—¿Qué?
—Nadie sabe nada al respecto —dijo Stride—. Jamás se notificó a la prensa. Me enteré cuando al hacerme cargo del departamento de detectives revisé el archivo. La policía encontró semen cerca del cuerpo.
—¿Laura mantuvo relaciones sexuales esa noche? —preguntó Serena.
Stride negó con la cabeza.
—No se encontró en el cuerpo, sino cerca del cuerpo. En los bosques colindantes a la playa donde Laura fue asesinada. Pasara lo que pasase, allí había alguien mirando. O bien el que la asesinó o bien el que vio quién lo hizo.