Clark Biggs observaba a su hija arrodillada en el suelo del salón. Mary cogió unos bloques de colores y amontonó diez de ellos uno encima del otro hasta levantar una torre multicolor. Cuando terminó, sonrió a Clark con la sonrisa más amplia y hermosa jamás vista, la clase de sonrisa que hacía que le doliera el corazón cada vez que la veía. Entonces ella derribó la torre con un soplido como si fuera el lobo malo del cuento, dedicándole una risilla, y empezó una vez más a apilar los bloques. Podía hacerlo una y otra vez sin llegar a cansarse del juego. Se comportaba como cualquier niña de cinco años.
Excepto que Mary tenía dieciséis.
Para cualquiera que la viera, era una adolescente típica. Tenía una mata de pelo rubio y rizado y unos ojos que a Clark le recordaba el azul del Caribe. Su rostro era redondo y lleno de vida. Medía un metro ochenta y era corpulenta. Una chica grande. Podría haber sido corredora o luchadora. Parecía incorrecto e improcedente que siguiera creciendo como una joven atractiva mientras permanecía atrapada en la mente de una niña. Clark se pasaba las noches en blanco culpándose a sí mismo y a Dios por aquel accidente en el agua. Se consolaba con la creencia que Mary sería eternamente feliz, eternamente inocente, sin la torpeza, el dolor, la duda ni la timidez que conlleva convertirse en una adolescente de verdad. Al menos eso le servía de consuelo.
—Hora de ir a la cama, Mary —murmuró.
Ella fingió no haberlo oído. Siguió jugando con sus bloques y canturreando una cancioncilla entre dientes. Clark se dio cuenta de que era el tema musical de un programa de televisión que habían visto aquella misma tarde. Siempre le sorprendían las cosas que asimilaba su cerebro, cuando no podía hacerlo con tantas otras.
—A la cama, Mary —repitió sin entusiasmo.
Mary se detuvo y frunció el ceño. Sus labios se curvaron hacia abajo como los de un payaso. Él se rió y ella también.
—Cinco minutos más —dijo él.
Clark odiaba los domingos por la noche. A las diez, Mary se iría a la cama y él se quedaría solo en la pequeña vivienda durante otra hora mientras miraba la tele y se servía una última cerveza. A la mañana siguiente, su ex esposa Donna se pasaría por casa y harían el intercambio en silencio. Mary se echaría a llorar y se marcharía con ella, y Clark lloraría y la observaría partir. Después llenaría un termo de café, envolvería en silencio un sandwich de pavo para comer y se encaminaría a la obra en el puerto de Duluth, sabedor de que la casa estaría vacía cuando regresara a su hogar. Le quedaban por delante cinco largos y solitarios días. Durante la semana, era como si estuviera en trance, esperando a que llegara el viernes por la noche, a que el todoterreno ligero de Donna se detuviera frente a su puerta y Mary subiera corriendo el camino de entrada para enterrarse entre sus brazos. Su hermosa chica. Su niña. Vivía para esos fines de semana con ella, pero éstos se terminaban tan pronto como habían empezado y lo dejaban igual que antes, temiendo la hora en que ella debía irse a dormir, sintiendo que su alma se ensombrecía ante la idea de una semana de soledad.
—Vamos, cielo —le dijo con voz quebrada.
Clark se levantó del sofá. Mary había heredado su osamenta. Él era fornido y fuerte. Había trabajado en la construcción desde los dieciocho, y tras veinte años al aire libre con un frío glacial y veranos a treinta y cinco grados, se levantaba todas las mañanas con su musculoso cuerpo agarrotado por los nódulos. Cuando tenía veinte años, podía darse una ducha caliente y salir a la calle fresco y ágil. Pero ya no. El dolor le atenazaba día tras día.
Mary se levantó de un salto y le tendió la mano. Él se la cogió para acompañarla hasta su dormitorio. Su piel era suave y rosada; la de él era como el cuero. Ella sabía que por las noches se ponía triste e intentaba animarlo haciendo muecas. Él sonreía y le dejaba creer que surtían efecto, cuando lo cierto era que, en esos momentos, nada podía sacarlo de su depresión.
—Los bloques, papá —dijo ella.
—Sí, cielo, cuidaré bien de tus bloques. Estarán aquí esperándote la semana que viene.
Su dormitorio estaba en la parte trasera de la pequeña vivienda y tenía dos ventanas que daban a los bosques que había tras la parcela. Mary bailoteaba en el cuarto de baño detrás de él mientras se cepillaba los dientes. Estaba oscuro, y Clark se acercó a las ventanas y estudió su reflejo en el vidrio. Bolsas hinchadas y marrones se combaban bajo sus ojos. Llevaba el cabello rubio oscuro demasiado largo; necesitaba un corte de pelo, algo que hacía él mismo para ahorrar dinero. Los vaqueros estaban deshilachados. Podía meter un dedo por el bolsillo izquierdo y tocarse la pierna. Vestía una camiseta NASCAR y una gorra de béisbol de camuflaje.
—¡Yooooooo! —gritó Mary volviendo a entrar con grandes aspavientos en la habitación y dando un brinco encima del chirriante armazón de la cama.
Dormía en una cama individual conseguida en una subasta y que era demasiado pequeña para ella, pero a Mary no le importaba que le colgaran los pies. Apenas había sitio para ella entre tantos pufs de animales allí acumulados. Llevaba puesto un camisón con volantes que le llegaba a las rodillas. Había algo que preocupaba a Clark cuando Mary salía al mundo sin él: desconocía el concepto de sexualidad, aunque su cuerpo decía lo contrario. Tenía la apariencia de una chica normal, saludable y atractiva. Carecía de vergüenza, y a menudo se quitaba la ropa y se paseaba desnuda por la casa sin entender por qué Clark insistía en que se vistiera.
—¡Qué rapidez! —dijo Clark—. ¿De verdad te has cepillado los dientes?
Mary asintió con gravedad.
—¿De verdad? —insistió él.
Ella se cruzó de brazos con fuerza y volvió a asentir, temblando como si su cuerpo fuera de gelatina.
—De acuerdo —dijo él.
Clark apagó la luz del techo pero dejó encendida la lamparilla que había junto a su cama. A Mary le gustaba que la habitación estuviera iluminada de noche. Clark revisó las ventanas y las cerró para que no pudiera saltar afuera y echarse a correr por los patios traseros del vecindario. Ella no dormía bien. Podía cerrar los ojos durante una hora para después levantarse, momento en que Clark la escucharía botar su pelota contra la pared del dormitorio. Cuando no estaba demasiado cansado, se levantaba y jugaba con ella, hasta que por fin volvía a adormilarse. A veces simplemente se ovillaba en el suelo y él quitaba las mantas de la cama y la tapaba.
La arropó en la cama. Tenía los ojos brillantes.
—Buenas noches, Mary.
—Te quiero, papá.
—Yo también te quiero, cariño.
El dolor que sintió en el estómago al pensar en su partida a la mañana siguiente fue tan intenso que no pudo decir nada más. La besó en la frente y mientras cerraba la puerta la vio agitar las manos hacia el techo, como si pudiera ver las estrellas y dirigirlas como una orquesta.
Clark regresó al sofá, se acabó su cerveza y abrió otra. Pensaba ver a Donna a la mañana siguiente, cuando viniera a recoger a Mary. Donna vivía al otro lado del puente, en Superior, y trabajaba como secretaria jurídica. Clark estaba en Gary, y vivía en la casa blanca de hormigón que antaño había pertenecido a sus padres. Llevaba cinco años compartiendo a Mary con Donna desde la distancia, y durante esos cinco años había odiado tanto ese acuerdo que le parecía como si fuera una enfermedad.
No era culpa de Donna. Hacía mucho que el rencor entre ellos se había extinguido hasta convertirse en soledad. Se habían casado muy jóvenes y se habían esforzado por salir adelante, pero la presión de criar a Mary juntos había podido con ellos. Los dos amaban a su hija, pero Mary exigía tanto que apenas les quedaban energías para amarse el uno al otro. Donna pensaba que podían intentarlo de nuevo. Había armado mucho ruido para que volvieran a empezar. Dos semanas antes, cuando llegó a su casa para dejar a Mary, se quedó a pasar la noche, los tres juntos como en los viejos tiempos. Después de que Mary se fuera a la cama, bebieron vino, rieron y acabaron acostándose juntos. Volvían a ser unos niños, como antes de que Mary naciera, antes del divorcio. El sexo fue cálido y familiar. Pero cuando él se despertó, estaba solo. Donna no era capaz de enfrentarse a él. Y con eso le dijo todo cuanto necesitaba saber.
Sabía que debía irse a la cama, pero era incapaz de levantarse del sofá. Estuvo mirando la tele hasta que los ojos empezaron a cerrársele y la cabeza se le cayó sobre el pecho. Se quedó profundamente dormido, como si el agotamiento y el alcohol lo hubieran drogado, y perdió la noción del tiempo.
Clark se despertó al escuchar a Mary gritar.
Un terrible aullido de pesadilla.
Se despertó al instante, aunque desorientado, no muy seguro de que fuera real. Al final del pasillo, en sombras, la puerta de Mary se abrió de repente y golpeó contra la pared. La silueta de su hija apareció recortada contra la pálida luz de su habitación.
—¡Él él él él él! —gritó.
Clark saltó por encima del respaldo del sofá y se dio impulso con las rodillas mientras sacudía la cabeza para quitarse el sueño de encima. Extendió los brazos de par en par. Mary corrió hacia él y lo agarró con tanta fuerza que Clark a punto estuvo de caer en la alfombra. Su hija tenía la piel húmeda por el sudor y el miedo. Sus ojos azules sobresalían de las cuencas y las aletas de la nariz se dilataban a medida que llenaba los pulmones de aire. Clark notaba sus uñas clavadas en la espalda como cuchillas. Lo sujetaba con una fuerza tan intensa que apenas podía respirar.
—Mary, ¿qué pasa? ¿Qué sucede, pequeña?
—¡Él él él él él él él él!
—Eh, Mary, tranquila, tranquila, aquí no hay nadie.
—NO NO NO NO NO.
Clark le acarició el pelo y le cantó en susurros. Ella temblaba como un pajarillo. Había sucedido lo mismo el fin de semana anterior. Había tenido una pesadilla e imaginado que había alguien en su dormitorio y se negó a volver al cuarto en lo que quedaba de noche. Mary no diferenciaba entre lo que era real y lo que no. Cuando imaginaba algo, era como si realmente estuviese allí.
—Shhh —murmuraba él una y otra vez.
Ella se echó a llorar en su hombro. Clark cogió una manta de lana del sofá y la envolvió en ella. Sus lágrimas le humedecieron el cuello.
—Vamos, te demostraré que no pasa nada —le dijo—. Te demostraré que aquí no hay nadie.
—No, papi, no, él él él él.
—Oh, lo sé, lo sé, pero no ha sido más que un sueño, tesoro, eso es todo.
Mary negó con la cabeza enterrada en el pecho de su padre y alzó la mirada con una expresión de pánico, acercó la boca a su oído y susurró una palabra con tanta claridad que le provocó un estremecimiento.
—Ventana.
Clark se quedó de piedra.
Apretó los puños y la adrenalina lo mantuvo alerta. Su mirada se dirigió velozmente hacia las ventanas del salón, que había dejado abiertas, orientadas a las oscuras cuadrículas de la noche. Las cortinas respiraban al compás del viento. Olió a pino y lluvia. No comprendía lo que había sucedido, pero para Mary usar una palabra como aquélla era de gran importancia.
Clark cogió en volandas a Mary. Pesaba mucho, pero ella le pasó los brazos alrededor del cuello y dejó que la llevara hasta el sofá. La tendió entre los cojines, la besó y la miró profundamente a los ojos, intentando comprenderla, hacer que se comunicara con él. Clark siempre había acariciado la idea de que hubiera un lugar en sus mentes donde pudieran reunirse y borrar el abismo que su discapacidad había puesto entre ellos. Lo único que deseaba era poder encontrarlo.
—Ahora voy a cerrar las ventanas, Mary. No saldré de la habitación.
Ella se tapó la cabeza con la manta. Su padre se acercó a las cuatro ventanas que daban al patio delantero, las cerró de golpe y echó el pestillo. Vio salpicaduras de lluvia en los vidrios. Regresó junto a ella y poco a poco le bajó la manta hasta dejar al descubierto la mitad del rostro de su hija.
—¿Has soñado que alguien estaba en tu cuarto, cariño?
—Ventana —repitió ella.
—¿Has visto a alguien fuera?
—Él él él él él —insistió Mary, y se cubrió de nuevo la cabeza con la manta para esconderse.
—Aquí estarás bien, cariño. Papá irá a echar un vistazo.
Clark volvió a atravesar el pasillo oscuro que llevaba al dormitorio de su hija. Era más de medianoche. Apagó la lamparilla de noche y, con el cuarto a oscuras, se acercó a la ventana y miró hacia fuera, hacia el patio trasero y los bosques que había unos metros más allá. No vio nada. Permaneció allí unos minutos, observando, pero nada se movía en el exterior.
Cuando regresó al salón, encontró a Mary dormida con su cabello rubio desparramado por la manta. Veía la mitad de su rostro, con una expresión tranquila y angelical. El corazón le latió aceleradamente; sabía que dentro de unas pocas horas tendría que levantarse. Se sentó junto a ella, le acarició la mejilla con un dedo calloso y fue recompensado con un suspiro. Mary emitió unos nudillos de felicidad.
Clark se acomodó de nuevo en el sofá sin molestarla. Se notaba nervioso y no estaba seguro de por qué. Los niños tenían pesadillas, eso era todo. Aun así, jamás había escuchado a Mary pronunciar una palabra tan concreta. «Ventana».
Cogió una linterna potente de la cocina, fue hasta la puerta principal y salió afuera. Cerró la puerta detrás de él. Al bajar los escalones del porche, la lluvia le escupió en la cara. Las hojas murmuraban con la brisa nocturna. Encendió el haz de luz amarillento y lo hizo oscilar alrededor del patio para ver todo lo que debería estar allí y nada más: el sauce llorón, el columpio atado al árbol, los tres coches viejos desguazados a piezas, la hierba alta que había que cortar. Caminó en silencio y con sigilo hacia la parte trasera de la vivienda. Sostuvo con fuerza la linterna y con el haz de luz se orientó para girar en la esquina.
Clark examinó el patio trasero con detenimiento. No solía permanecer mucho rato allí, excepto para pasar el cortacésped cada pocas semanas. Apenas había una estrecha franja de césped y, tras ésta, la densa arboleda de abedules cuyas cortezas blancas se desprendían como pintura. Observó los bosques y tuvo la extraña sensación de que alguien invisible le devolvía la mirada.
Se encogió de hombros. La mente le estaba jugando una mala pasada.
Clark inspeccionó la ventana de Mary y enfocó el alféizar con la linterna. Se dio cuenta de que podía quedarse allí con medio cuerpo por encima de la altura de la ventana y que, si la luz del dormitorio estaba encendida, se podía ver claramente el interior de la estancia.
Dirigió el haz de luz hacia los pies.
Cerca de sus botas halló unas hendiduras húmedas en la hierba y, detrás de él, vio un rastro de pisadas que se alejaban y desaparecían al amparo de los árboles.