Stride y Tish abandonaron juntos el Grandma’s Saloon. Tish encendió un cigarrillo cuando se quedaron solos en el embarcadero de hormigón que se adentraba en el lago Superior. Relajó los músculos. Echó la barbilla hacia atrás y exhaló una voluta de humo como un suspiro. La brisa la atrapó y la dispersó, aunque Stride aún pudo saborear el rescoldo del humo en el aire, y tuvo que meterse las manos en los bolsillos para contener la ansiedad de fumar.
Tish se apoyó en el muro que bordeaba el canal. Stride estaba junto a ella. El canal, profundo y angosto, discurría desde el lago hasta las dársenas de Duluth y Superior. Un centenario puente levadizo, de resplandeciente acero gris, se alzaba y descendía por encima del canal con la llegada de los botes. Al otro lado del puente se hallaba el área conocida como el Point, un dedo minúsculo de tierra que sobresalía corno un refugio natural del puerto. Stride y Serena vivían allí, en un chalé a orillas del lago que databa de la década de 1890. La parte de la ciudad que daba al puente se conocía con el nombre de Canal Park, y se había convertido en un paraíso para restaurantes y hoteles durante los últimos veinte años. Los turistas recalaban en Canal Park para contemplar las enormes embarcaciones: era como observar los dinosaurios vivientes del pasado de la ciudad. En otro tiempo, Duluth había sido una ciudad con un floreciente desarrollo industrial, cuya economía estaba unida al destino de cientos de imponentes barcos que transportaban mineral ferroso. El centro de la ciudad estaba repleto de antiguas mansiones victorianas, recordatorio de una época en que la villa era rica gracias a las minas y el tráfico marítimo. Ahora ya no era así.
—Es increíble lo que ha cambiado este lugar —comentó Tish—. Cuando era pequeña, lo único que había ahí abajo eran fábricas viejas. Y ahora se parece a Coney Island.
—Sí, hay mucho dinero en Canal Park, pero no fluye —le contó Stride—. Están construyendo apartamentos para que la gente suba de Minneapolis y, mientras, la ciudad pasa apuros. Como siempre.
—¿Vives en el Point? —preguntó Tish.
Stride asintió.
—En los viejos tiempos nadie vivía allí. El Point era el sitio donde los críos iban a fumar marihuana y a hacer el amor en la playa.
Stride se echó a reír.
—Y aún lo es.
Tish se subió la cremallera de su chaqueta de piel. La temprana brisa vespertina procedente del lago era fresca.
—Había olvidado que aquí los veranos no son calurosos.
—Tenemos que empezar a dar importancia al calentamiento global —señaló Stride—. Dentro de unos cuantos años esto será la nueva Florida.
—Eso ha sonado un poco cínico.
—No se puede vivir toda la vida en Duluth y no ser un poco cínico —dijo Stride—. Aquí todo el mundo busca hacerse de oro, y nadie quiere admitir que se nos ha pasado la oportunidad. Cuando tú y yo éramos pequeños el transporte marítimo ya estaba de capa caída. Y nada pudo reemplazarlo. Los políticos siguen vendiendo sueños, pero la mayoría de nosotros hemos aprendido a no prestarles atención y a seguir adelante.
—Hay un mundo enorme ahí fuera —afirmó Tish.
—Sí, bueno, no me malinterpretes. Amo este lugar. Una vez intenté marcharme y tuve que volver.
Tish asintió.
—Lo sé. He hecho mis averiguaciones. Has sido policía toda tu vida. Llevas más de diez años al mando del departamento de detectives, y probablemente podrías ser jefe de policía si quisieras, pero te gusta estar en la calle. Hace un par de años, durante la investigación de la desaparición de una adolescente, dejaste tu cargo y seguiste a una policía llamada Serena Dial hasta Las Vegas. Pero no duró mucho. Unos meses después, estabas de vuelta en Duluth, y Serena se vino contigo.
—¿Y todas esas averiguaciones son para tu libro? —preguntó Stride.
—Sí —admitió Tish—. Aparte de que sentía curiosidad. Era como si a través de Cindy ya te conociera. Me preguntaba qué había sido de ti después de que ella muriera.
—Vamos a dejar las cosas claras —le dijo Stride—. Todo lo que te cuente será extraoficial. ¿De acuerdo? Tan sólo acepté hablar contigo porque tienes razón: la muerte de Laura aún me preocupa. Pero nada de cuanto te explique saldrá en ningún libro hasta que yo le dé luz verde.
Tish frunció el ceño.
—Eso me deja las manos atadas.
—Tienes razón; así es. Puede que no trabajes con fuentes de información cuando escribes artículos de viajes, pero así es como funciona en el mundo real. Si quieres mi ayuda, tendrás que esperar a que te diga que sí.
—No te fías de mí, ¿verdad? —preguntó Tish.
—No.
Ella arrojó el cigarrillo a sus pies y lo aplastó.
—Entiendo —contestó—. He sido una ilusa al venir hasta aquí, al imaginar que te abrirías a mí. Siempre se me olvida: Cindy me conocía, pero tú no.
Stride guardó silencio. No sabía qué pensar respecto a Tish. No había detectado nada sospechoso en su voz, pero no creía que Cindy hubiera mantenido una relación con una mujer desde la adolescencia y nunca le hubiera hablado de ello. No obstante, Tish le caía bien. Puede que fuera porque le recordaba a Cindy, o porque intuía que su interés por Laura no era fingido.
No se trataba sólo de un libro. Para ella era algo personal. Y él quería saber el porqué.
—¿Qué puedo hacer para que confíes en mí? —quiso saber Tish.
—Puedes empezar por contarme tu historia —respondió Stride.
—¿Y qué más puedo hacer? —insistió ella sonriendo.
Él no le devolvió la sonrisa.
Tish suspiró y contempló las colinas de la ciudad, donde las calles ascendían desde el agua como terrazas en la pared de un acantilado.
—Tienes razón, la ciudad no ha cambiado mucho en treinta años. Aún se mantienen en pie todos esos viejos edificios y casas. Si cierro los ojos volveré a ser la niña que fui.
Stride percibió un temblor en su voz.
—¿Y eso no es bueno?
—Pues no. En la mayoría de sitios adonde voy la gente se queja de los constantes cambios. Nada es como antes. Supongo que esperaba que Duluth fuera diferente. No estaba preparada para que los recuerdos me abofetearan en pleno rostro. —Él esperó a que ella siguiera hablando—. En aquel entonces, no veía el momento de marcharme de Duluth —prosiguió Tish—. Dejé la ciudad el día después de graduarme en el instituto.
—¿En qué año fue eso?
—En junio de 1977, un mes antes del asesinato de Laura. Me trasladé a St. Paul, conseguí un empleo y un apartamento. No quería volver a Duluth nunca más.
—¿Por qué ansiabas tanto marcharse?
Tish titubeó. Stride la observó atentamente y se preguntó si estaba a punto de contarle una mentira. Se había pasado años interrogando a sospechosos, y la mayoría tenía esa misma expresión en el rostro cuando inventaba una historia. Era como si necesitaran unos segundos para orquestar una falacia y asegurarse de que era creíble. Esperaba una mentira genérica de Tish que no le dijera nada sobre su vida. «Yo era una niña». «Un culo inquieto». Algo semejante.
Ella le sorprendió.
—Verás, yo estaba desquiciada. A mi madre la asesinaron cuando yo tenía once años. Desde entonces, pasé unos cuantos años dando tumbos por la ciudad en casas de acogida. Estaba enfadada con el mundo. Me sentía como una vagabunda. No culpo de ello a ninguno de mis padres de acogida. Hicieron cuanto pudieron, y yo no se lo puse fácil.
—¿Y qué hay de tu padre? —quiso saber Stride.
—Desaparecido del mapa. Mi madre se quedó encinta con sólo veintidós años. Por aquel entonces vendía perfumes en unos grandes almacenes, así que conocía a un montón de hombres casados. Cuando yo era pequeña, me explicó que había tenido una relación con un marinero finlandés que un día llegó a la ciudad en un barco metalífero. A mí me parecía muy romántico. No se molestó en contarme la verdad. No fue hasta mucho después que me di cuenta de que tenía a un cobarde por padre.
—Lo lamento.
—No lo lamentes por mí —respondió Tish—. Mi madre era la única que lo tenía difícil. En los cincuenta, ser madre soltera era como tener la peste. La expulsaron de su iglesia. La despidieron del trabajo. Estuvo meses sin trabajar hasta que consiguió un puesto de cajera en un banco. Hacíamos malabares para llegar a fin de mes. Pero era una mujer sensacional. Muy orgullosa. Muy independiente.
—Estoy seguro de que debió de ser muy duro perderla.
—Lo fue.
Stride sabía hasta cierto punto cómo se sentía. También él había vivido como un vagabundo cuando su padre falleció. Stride tenía dieciséis años. Si al cabo de unos meses no hubiera conocido a Cindy, que de algún modo le rescató, puede que hubiera acabado siendo un niño perdido, como Tish. Amargado. Solitario. Buscando una vía de escape.
—De todas maneras, trato de no pensar demasiado en el pasado —afirmó Tish—. Las cosas van como van. He disfrutado de una vida increíble, y eso no hubiera sucedido de haber tenido una infancia normal. Todos tenemos que pagar nuestras deudas.
—¿Qué hiciste después de abandonar la ciudad? —se interesó Stride.
Tish se apoyó en el muro del embarcadero y bajó la vista para contemplar el agua marrón chocolate.
—Si uno decide largarse de Duluth, St. Paul no está lo bastante lejos para escapar, así que decidí ir a algún lugar más cálido. Me marché al Caribe y trabajé de forma esporádica, de isla en isla. De vez en cuando escribía un artículo sobre mis experiencias y lo vendía a una revista de viajes del Reino Unido. Así fue como empecé. Luego comencé a escribir más artículos y contacté con otras revistas europeas. Me pagaban para que viajara por todo el mundo, y eso es lo que hice.
—Suena bien.
—Sonaba. Lo hice durante bastante tiempo. Luego conocí a alguien, un fotógrafo que trabajó conmigo en un artículo sobre Talín, en Estonia. Nos enamoramos. Y así fue como acabé en Atlanta. Ambos conseguimos un empleo en el Journal-Constitution. Estuvo bien durante una temporada, pero la cosa no funcionó. Bueno, aún somos amigos, pero después de muchos años nos dimos cuenta que no estábamos hechos el uno para el otro. Así que empecé a viajar de nuevo, pero ya no ponía en ello todo mi empeño. Por eso decidí darme un descanso. Y cuando lo hice, me di cuenta de que pensaba demasiado en Laura.
—Hace mucho que Laura murió —comentó Stride.
—Lo sé, pero algunas heridas nunca acaban de cicatrizar. —Tish deslizó una cadena de plata por su cuello y ésta susurró al entrar en contacto con la seda blanca de su blusa. Tocó el aro delgado que pendía de la cadena—. ¿Ves este anillo? Laura tenía uno igual. Los compramos juntas en el auditorio de la feria estatal. Eso fue el verano anterior a su muerte. Es una baratija, pero me gusta llevarlo conmigo.
—¿Erais amigas íntimas?
Tish asintió.
—Inseparables.
—Entonces, ¿por qué no recuerdo haberte visto en casa de Cindy?
—Oh, eso. Cosas de chicas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tuvimos una discusión. Puede que fuera por la época en que Cindy y tú salíais juntos. Estuvimos unas cuantas semanas sin hablarnos. Fue en mayo, no mucho antes de que acabaran las clases en el instituto. Después de eso me fui directa a las Cities.
—¿Cuál fue el motivo de la discusión?
—No lo recuerdo. Alguna tontería.
En esta ocasión, Stride pensó que estaba mintiendo.
—¿Cómo os conocisteis? —preguntó.
—Las dos estábamos en la clase de geometría de Rikke Mathisen en nuestro penúltimo año —explicó Tish—. Laura y yo nos sentábamos juntas. Éramos como almas gemelas. Laura era una persona inquieta, como yo. También ella había perdido a su madre y su padre era un mierda, así que entendía cómo me sentía yo en esos momentos. —Titubeó—. Lo siento. Supongo que no debería haber dicho eso. Era tu suegro.
Stride se encogió de hombros. William Starr y él nunca habían congeniado. El hombre había capeado las tragedias de su vida desquitándose de su ira y su culpabilidad puritana con todos cuantos le rodeaban. Menos con Cindy. Él sabía que era mejor no liarla con su hija menor. Cindy había dirigido más o menos la vida de su padre durante los quince años transcurridos desde la muerte de su esposa hasta que William Starr sucumbió a un cáncer. Como también haría la propia Cindy diez años después. Stride comprendía lo fácil que hubiera sido acabar como su suegro, pues también él había perdido a su mujer en la flor de la vida.
—Creo que en esa época Cindy estaba celosa de mí —prosiguió Tish—. Sabes tan bien como yo que Cindy y Laura nunca fueron las mismas desde que su madre murió. Cindy se hizo con el control de la situación y Laura lo consintió, pero eso no es lo mismo que ser hermanas. Así que cuando aparecí yo, fui como la hermana que Laura había estado buscando. Cindy nunca dijo nada, pero no creo que eso le gustara. Yo estaba allí constantemente. Me quedaba a dormir casi siempre. Laura y yo lo compartíamos todo. Pensábamos irnos juntas de Duluth, ver mundo, ¿lo entiendes?
—Pero tú te marchaste y Laura no —señaló Stride.
El rostro de Tish se ensombreció.
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—Ya te lo he dicho, nada importante.
—No, me has dicho que no lo recordabas —repuso Stride.
Tish lo miró a la cara.
—Tienes razón, no lo recuerdo.
Mentía.
—De todos modos, lo superamos —continuó Tish—. Le escribí cuando me trasladé a St. Paul y ella me contestó, y volvimos a ser amigas como antes. Laura iba a reunirse conmigo en las Cities. Sin embargo, nunca tuvo ocasión de hacerlo. La asesinaron antes de poder marcharse. Supongo que eso es lo que me ha estado corroyendo todos estos años. Se suponía que las cosas no tenían que acabar así. Se suponía que teníamos que escaparnos juntas. Y, en cambio, dejamos que una estúpida discusión se interpusiera entre nosotras y ella se quedó. Y nunca logró salir de aquí.
Hizo que sonara como si Duluth fuera una zona de guerra y Laura, un soldado atrapado tras las líneas enemigas.
—¿Cuándo empezaron a acosarla? —preguntó Stride.
—En primavera. A finales de abril o principios de mayo.
—¿Sabía Laura quién lo hacía?
Tish negó con la cabeza.
—No, pero puede que fuera alguien del instituto. La mayoría de las notas las encontró en su taquilla. Ella creía que todo acabaría después de la graduación.
—¿Y no fue así?
—No, después de acabar el instituto las cartas y las fotos empezaron a llegar por correo. Laura me lo contó cuando me escribió a las Cities. Yo tenía miedo por ella.
—¿Por qué has mencionado el nombre de Peter Stanhope? ¿Tienes algún motivo para creer que era él quien la acosaba?
—Él fue una de las últimas personas que la vio con vida. Sé que se le consideró sospechoso de asesinato. —Y añadió—: ¿Tu novia tiene algún tipo de relación con Peter Stanhope?
—Él es cliente suyo —contestó Stride.
No le dijo que su relación con él iba mucho más allá. Stanhope le había ofrecido a Serena un puesto de detective a tiempo completo en su firma de abogados, y Serena estaba sopesando la propuesta. Stride creía que acabaría por aceptar el trabajo.
—¿Y eso puede ser un problema? —preguntó Tish.
—Peter es rico y poderoso. Y eso siempre es un problema.
Tish se encogió de hombros.
—No me da miedo. Mira, sé que Peter iba detrás de Laura. Salieron unas cuantas veces esa primavera. Peter buscaba una nueva conquista. Si Laura se hubiera abierto de piernas, ahí se habría acabado todo.
—Pero ¿ella no lo hizo? —preguntó Stride.
—De ningún modo. Peter sólo buscaba sexo, pero Laura no quería, así que rompió. Él se lo tomó mal. Ya sabes cómo pueden llegar a ser los gamberros jóvenes y ricos como Stanhope. Creen que pueden obtener cuanto quieran porque sus papas tienen dinero. Él deseaba a Laura y se puso hecho una furia cuando ella lo rechazó. Las cartas empezaron a llegar no mucho después.
—Pero eso no basta para establecer una conexión —argumentó Stride.
—Bueno, pero yo sé cómo era Peter. Fue por mí antes que por Laura, y no quise nada con él. Se puso muy desagradable cuando le dije que no.
Tish se estremeció cuando el sol se ocultó tras la cima de la colina. Sombras alargadas acompañaban el frío húmedo procedente del agua.
—Escúchame, Tish —dijo Stride—. Voy a contarte un par de cosas, pero como ya te he dicho antes, extraoficialmente. ¿De acuerdo?
Tish asintió con tristeza.
—Necesito que lo digas en voz alta —le pidió Stride.
—Sí, esto es extraoficial.
—Bien. Debes recordar que yo conozco este caso por dentro y por fuera. Por aquel entonces lo viví con Cindy y Ray Wallace, el policía a cargo de la investigación. Cuando tomé el mando del departamento de detectives, revisé el archivo página a página. Repasé todas las declaraciones, porque también yo tenía mis dudas. No encontré nada nuevo que señalara a Peter o a cualquier otro aparte de Dada, el hombre a quien me enfrenté cerca de las vías del ferrocarril.
—¿Y qué encontraste? —preguntó Tish.
—En primer lugar, había un informe de huellas dactilares. Se encontraron huellas en el bate de béisbol que coincidían con las de Dada.
—Pero ese bate era de Peter Stanhope —dijo Tish—. Lo leí en la prensa. También debieron de encontrar sus huellas en el bate.
—Sí, pero las de él tenían una explicación. Y las de Dada, no.
—A Laura la estaban acosando —insistió Tish—. Alguien llevaba semanas persiguiéndola. Y no se trataba de un extraño; era alguien que la conocía.
Stride puso con suavidad una mano en su hombro.
—La policía estaba al tanto del acoso.
—¿Estás seguro?
—Cindy se lo contó. Yo estaba allí cuando habló con Ray. Mira, Cindy era de la misma opinión que tú: creía que quien acechaba a Laura era el mismo que la mató. Incluso tenía en su poder una de las notas que le envió ese tipo. Una fotografía porno con una amenaza garabateada en ella.
—¿Y?
—Pues que no había huellas dactilares en la foto —explicó Stride—. Por lo que no fue de ninguna utilidad.
—Pero eso era antes. ¿No tenéis ahora mejores técnicas para obtener huellas? Puede que aún encontréis algo.
Stride asintió.
—Tenemos técnicas mucho más sofisticadas para ese tipo de cosas, pero lo que no tenemos es la fotografía. Ha desaparecido, junto con las otras fotos de la escena del crimen que se tomaron por aquel entonces. Y también el bate. En algún momento del camino la mayor parte de las pruebas físicas del caso se perdieron.
—¡Qué hijo de puta! —exclamó Tish—. ¿Y no crees que eso es sospechoso?
—Estás hablando de un caso de hace treinta años. Las pruebas se traspapelan.
No le contó que tenía la sospecha de que Ray Wallace era quien había hecho desaparecer las pruebas.
Tish echó a andar. Estaban cerca del faro que había al final del embarcadero. Subió los peldaños y se recostó en la agrietada pintura blanca de la torre del faro con los brazos cruzados. El bolso le colgaba del hombro. Stride la siguió por la escalera.
—Lo siento —se disculpó Stride.
Tish alzó la vista hacia él.
—¿Puedo confiar en ti?
—¿Qué?
—Tú has dicho que no confiabas en mí. ¿Puedo confiar yo en ti?
—Creo que sí. Siempre habrá datos que tendré que considerar confidenciales, pero no te mentiré.
Tish abrió la cremallera del bolso. Sacó una bolsita de plástico transparente que contenía un sobre amarillento. Stride vio que estaba escrito a mano con letra de molde e, incluso sin cogerlo, pudo leer el nombre que había escrito en la parte delantera del mismo.
«LAURA STARR».
—Ten —dijo Tish—. Una prueba física.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó Stride.
—Una de las cartas anónimas que Laura recibió. Me la envió cuando yo vivía en St. Paul.
—¿Has estado en posesión de esta carta todo este tiempo y nunca se lo has dicho a nadie?
—En aquel entonces no pensaba que tuviera importancia —dijo Tish—. Y después la guardé y me olvidé de todo eso. La encontré de nuevo hace tan sólo unos meses, mientras revisaba unas cajas viejas en Atlanta antes de mudarme del apartamento de mi pareja. ¿No te das cuenta? Esto lo cambia todo. Por eso volví a darle vueltas a la idea del libro, porque sabía que tenía algo que podía reabrir el caso.
Stride sí se había dado cuenta.
La carta dirigida a Laura no era una nota dejada en la taquilla de un instituto. Quienquiera que se la hubiese enviado la había echado al correo, tras pegar un sello y humedecer un sobre. Incluso treinta años después, eso significaba algo.
ADN.