El teniente Jonathan Stride se protegió los ojos cuando la puerta de vidrio le lanzó un rayo láser de luz solar a la cara, y al recuperar la vista se dio cuenta de que la mujer que había salido a la terraza era su difunta esposa, Cindy.
Durante un instante, el tiempo se ralentizó como en una larga caída, mientras a su alrededor proseguía el zumbido de las conversaciones. Se olvidó de respirar. La misma enigmática sonrisa que recordaba de hacía años. Cuando ella alzó las gafas de sol, sus ojos marrones le devolvieron la mirada con un destello familiar por encima de las cabezas del resto de comensales del restaurante. Rondaba la cincuentena, los mismos años que tendría ella si aún viviera. Menuda, como un hada, aunque atlética y fuerte. Piel bronceada. Un aura intensa.
Por supuesto, no era ella.
Habían pasado más de cinco años desde que Cindy murió de cáncer mientras él permanecía sentado junto a su cama del hospital. El sufrimiento por su pérdida se había replegado en un rincón de su alma y transformado en un dolor distante. Aun así, seguía experimentando momentos como ése cuando veía a una desconocida y algo en ella hacía que lo rememorara todo. No necesitaba mucho, sólo la forma de mirar o un ademán, para reavivar su recuerdo.
La mujer se volvió para mirarlo. Era de baja estatura, aunque un par de centímetros más alta que Cindy, quien apenas llegaba al metro cincuenta y cinco de puntillas. El cabello rubio le caía con gracia sobre los hombros y sus gafas de sol reposaban en la parte superior de la cabeza. Sus pendientes eran unas dormilonas de zafiro. Vestía una veraniega falda azul de flores que le llegaba hasta las rodillas, zapatos de tacón azul celeste, blusa blanca y una liviana chaqueta de piel color canela con flecos trenzados. Mantenía una mano posada sobre su estrecha cadera mientras lo observaba. Los flecos de la chaqueta le colgaban entre las piernas.
Le pareció que la conocía de algo.
—Tus cinco segundos se han acabado —le comunicó Serena Dial.
Stride apartó la mirada.
—¿Qué?
Serena dio un sorbo a su limonada y miró a la mujer de la chaqueta de piel mientras la acompañaban a una mesa de la terraza. Una ráfaga de viento azotó el lago e hizo susurrar su sedoso cabello oscuro.
—Tienes carta blanca para mirar a cualquier mujer durante cinco segundos. Si los sobrepasas, se convierte oficialmente en flirteo.
—Me ha recordado a alguien —explicó Stride.
—Seguro que sí.
Serena era ex policía e investigadora privada. Stride y ella llevaban casi dos años compartiendo cama.
Stride se giró hacia su compañera en el departamento de detectives, Maggie Bei, como si consultara una decisión con un juez olímpico.
—¿Eso de los cinco segundos es cierto? —preguntó.
—Desde luego —contestó Maggie guiñándole un ojo a Serena.
Stride sabía cuándo iba a salir derrotado en una discusión.
—De acuerdo, estaba flirteando —admitió.
Serena extendió un brazo perezosamente y con el dorso de la mano acarició la mejilla de Stride, áspera por la barba entrecana de varios días. Acercó con timidez sus largos dedos al pelo ondulado de él y se inclinó hacia delante para plantificarle un lento beso en los labios. Serena sabía a limón y azúcar.
—Muchos animales marcan el territorio con su orina —señaló Maggie con la boca llena de un gran mordisco de sandwich de carne.
Pestañeó inocentemente con sus ojos almendrados hacia Serena y sonrió de oreja a oreja.
Stride se echó a reír.
—¿Podemos volver al trabajo?
—Adelante —dijo Serena; luego birló una patata frita del plato de Maggie y le dio un mordisco, mientras mostraba sus dientes.
—¿Cuál es la última del voyeur? —preguntó Stride a Maggie.
Miró de reojo al otro extremo del restaurante, donde se encontraba la mujer, y se dio cuenta de que ella también lo observaba por encima de su carta.
—Volvió a actuar el viernes por la noche —informó Maggie—. Una chica de dieciséis años de Fond du Lac vio desde su dormitorio a un individuo entre los árboles mientras se desnudaba. Empezó a gritar y el tipo se largó.
—¿Pudo verle bien?
Maggie negó con la cabeza.
—Cree que se trataba de un hombre alto y flaco, eso es todo. Estaba oscuro.
—Es el noveno incidente en un mes —dijo Stride.
—Queda poco para el verano. La época en que los pervertidos salen a la luz.
El calendario marcaba el 1 de junio. A pesar de que era domingo a última hora de la tarde, el sol aún calentaba y brillaba en lo alto de la empinada ladera sobre la que se erigía la ciudad de Duluth, en Minnesota. No oscurecería hasta pasadas las nueve. Tras el consabido invierno largo y glacial, los turistas volvían a aparecer los fines de semana para contemplar el ir y venir de los barcos metalíferos por el estrecho canal que desembocaba en el lago Superior. El área de Canal Park, donde se encontraban los tres sentados en la azotea del Grandma’s Saloon, estaba repleta de enamorados y niños que alimentaban a las ruidosas gaviotas del paseo. Stride y su equipo tenían más trabajo a medida que los turistas y los lugareños empezaban a compartir espacio y la temperatura subía. La delincuencia se incrementaba sigilosamente al tiempo que avanzaba la estación, aunque, hasta el momento, lo único que había era la habitual sucesión de hurtos, robos, borrachos y drogadictos.
Además de un voyeur obsesionado por las rubias de instituto.
Stride llevaba más de una década al mando del departamento de detectives de la ciudad, encargado de los delitos mayores de Duluth, y había logrado acorazarse contra la conducta humana que desafiaba cualquier explicación racional. Abusos sexuales. Laboratorios de metanfetamina. Suicidios. Homicidios. El voyeur no había mostrado inclinación por la violencia, pero Stride no minimizaba la peligrosidad de alguien a quien le gustaba mirar a las jovencitas desvestirse en sus dormitorios. El camino a través del espejo hacia el acoso y la violación era muy corto.
—Ha estado acechando por la zona sur, ¿verdad? —preguntó Stride.
Maggie gruñó afirmativamente y se apartó el flequillo negro de los ojos. Era una policía china diminuta que trabajaba codo con codo junto a Stride desde que éste se hizo cargo de la unidad de delitos mayores.
—Así es; todas las denuncias proceden del sur de Riverside —informó Maggie—. Aunque también ha cruzado un par de veces el puente hasta Superior.
El gran lago que surgía imponente por encima del hombro de Stride se estrechaba en las bahías escarpadas y puertos del río St. Louis y serpenteaba hacia el sur entre las ciudades de Duluth y Superior. En el pintoresco recorrido a lo largo del río, Duluth se separaba en pequeñas poblaciones como Riverside, Morgan Park, Gary y Fond du Lac. Ninguna de ellas era lo bastante grande para tener su propio cuerpo de policía, así que la policía de Duluth extendía su cobertura por toda la ribera del serpenteante río.
—Ya sabes cómo son los pueblos del río —dijo Maggie—. La gente deja las persianas subidas y las ventanas abiertas. En un lugar así, un voyeur se siente como un gato con una pecera llena de peces de colores. Tiene mucho que mirar.
—¿Alguna pista sobre su identificación? —inquirió Stride.
—Nada, todavía. No tenemos ninguna descripción ni sabemos cuántos años tiene. Estamos repasando la lista de agresores sexuales, pero ninguno de ellos parece ser el sospechoso en cuestión.
—¿Qué hay del vehículo?
—En las denuncias se hace referencia a un todoterreno ligero, parecido a un CRV o a un Rav4, visto por los alrededores de tres de los lugares donde merodeó el voyeur. Puede que plateado, gris o arena. No pertenece a nadie de la zona. Eso es lo más cerca que he estado de tener una pista.
—¿Y en cuanto a las víctimas? —quiso saber Stride—. ¿Cómo las encuentra el tipo ese?
—La edad de las chicas abarca de los catorce a los diecinueve —respondió Maggie—. Van a institutos diferentes y no he hallado ninguna coincidencia en su círculo social. Sin embargo, todas son rubias. No creo que se dedique a ir casa por casa tentando la suerte. Si se hubiera limitado a lanzar el anzuelo en los patios traseros, a estas alturas ya lo habríamos atrapado. Cuando se acerca a una vivienda, ya sabe que hay una chica con el aspecto deseado.
—¿Ha hecho alguna intentona de colarse dentro? —preguntó Serena.
Serena no pertenecía a la policía de Duluth, pero había trabajado como detective de homicidios en Las Vegas. Además de ser su pareja, Stride la consideraba una de las investigadoras más sagaces con las que había trabajado. Maggie y él le habían pedido consejo extraoficial en casi todos sus casos.
—No, se limita a observar —contestó Maggie—. Las ventanas de las víctimas estaban abiertas en la mayoría de los casos, pero él siempre se queda fuera.
Serena birló otra patata del plato de Maggie.
—Sí, pero puede que se esté armando de valor. Y de otras cosas más. El voyeurismo es el umbral del delito.
—Eso es lo que me preocupa —repuso Maggie—. Quiero coger a ese tipo antes de que pase a mayores. —Echó un vistazo al otro lado de la terraza del restaurante y añadió—: Por cierto, jefe, estás a punto de averiguar por qué las mujeres adoptaron la norma de los cinco segundos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Stride.
Levantó la vista y lo comprendió.
La mujer de la chaqueta de piel con flecos, la que le recordaba a su difunta esposa Cindy, se acercaba hacia ellos.
—Es usted Jonathan Stride, ¿verdad? —preguntó.
Stride apartó la silla y se puso en pie. Medía más de metro ochenta y al bajar la vista por encima de la cabeza de ella, vio las raíces plateadas sobresalir sigilosamente de su melena rubia. Le cogió la mano que ella le tendía y se la estrechó. Sus largas uñas se le clavaron en la palma.
—Sí, así es.
—Estoy segura de que no me recuerda, pero fuimos al mismo instituto. Me gradué un año antes que Cindy y usted. Me llamo Tish Verdure.
Su voz era un susurro seductor y jadeante. Su ropa olía a perfume de violetas, que encubría el olor a humo de cigarrillo. Iba perfectamente pintada, pero bajo esa capa de maquillaje el paso de los años y la nicotina habían cincelado sendas serpenteantes en la piel que circundaba sus ojos marrones y en la frente. Aun así, era muy hermosa, con una nariz pequeña y puntiaguda, labios ovalados de un rosa pálido y barbilla afilada.
Stride recordaba su nombre y nada más, aunque eso explicaba por qué le había resultado tan familiar.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo él en tono de disculpa.
—No se preocupe; yo conocí a Cindy antes de que ustedes dos se conocieran.
—No recuerdo que Cindy la mencionara —repuso él.
—Bueno, por aquel entonces yo era la mejor amiga de Laura.
Al escuchar el nombre de Laura, Stride sintió que una oleada de recuerdos inundaba su mente. Cindy y él, desnudos en el agua, haciendo el amor. Ray Wallace revisando su arma. El negro gigantesco, Dada, escapando en un vagón de tren. Y, sobre todo, el sonido sibilante de un bate de béisbol en las manos de Peter Stanhope. Era como estar de vuelta en 1977.
Serena carraspeó estentóreamente. Stride salió del trance.
—Lo siento. Tish, ésta es mi pareja, Serena Dial, y ella es mi compañera en el cuerpo de policía, Maggie Bei.
Maggie saludó con la mano que sostenía su medio sandwich sin levantarse. Serena se puso en pie, empequeñeciendo a la mujer, y Stride sintió pasar una ráfaga de aire frío como el hielo entre Serena y ésta. No se conocían de nada, pero un simple vistazo le bastó para saber que no se habían gustado.
—¿Vive por aquí? —preguntó Stride.
Tish examinó el lago Superior con una mirada melancólica.
—Oh, no. Hacía años que no me pasaba por Duluth. La verdad es que no tengo un hogar fijo. Soy cronista de viajes, así que la mayor parte del tiempo estoy de un lado para otro. Cuando no, vivo en Atlanta.
—¿Y qué la ha traído de vuelta? —quiso saber Stride.
—Pues, en realidad, le estaba buscando —respondió Tish.
—¿A mí? —preguntó Stride, sorprendido.
—Sí.
Stride intercambió una mirada con Serena y Maggie.
—Quizá debería sentarse con nosotros y explicarme por qué.
Tish tomó asiento en la única silla vacía de la mesa para cuatro, encarada al lago. Deslizó el bolso de piel del hombro y lo depositó en la mesa, frente a ella. Sacó una cajetilla de tabaco abierta.
—¿Se puede fumar en las terrazas de los restaurantes?
—Preferiría que no lo hiciera —pidió Serena.
—Lo siento —contestó Tish—. Sé que debería dejarlo, pero fumar es una de las formas que tengo de mantener los nervios a raya. La otra es el alcohol. No es muy inteligente, supongo, pero qué se le va a hacer.
—Pues yo soy un fumador rehabilitado —informó Stride.
—Bien, no pretendía ser tan misteriosa —explicó Tish. Sonrió a Maggie y a Serena, pero las dos mujeres parecían haberse cubierto el rostro con máscaras de piedra. Tish las ignoró y se centró en Stride—. Antes que nada quiero decirle cuánto lamento la muerte de Cindy. Sé que el vuestro fue un verdadero matrimonio por amor.
—Hace muchos años de eso, pero se lo agradezco —contestó Stride.
—Hubiera debido asistir al funeral, pero por aquel entonces estaba en Praga redactando un artículo.
Stride sintió que la sospecha le aguijoneaba como un brote al emerger de la tierra en primavera.
—Muy amable por su parte, señora Verdure, pero sólo conocía a Cindy del instituto. Dudo que alguien hubiera esperado que acudiera a su funeral veinticinco años después.
—Oh, Cindy y yo manteníamos el contacto —respondió Tish.
—¿Disculpe?
—No muy a menudo, pero nos escribíamos de vez en cuando.
—¿De verdad? —No lo dijo a modo de pregunta. Lo dijo como lo que era: incredulidad. Añadió—: ¿Le importaría enseñarme su documentación?
—En absoluto. —Tish hurgó en su bolso en busca del billetero y sacó el permiso de conducir, que le alargó desde el otro lado de la mesa. El silencio de los otros tres comensales no parecía molestarle lo más mínimo—. Entiendo lo raro que parece esto, aparecer de repente después de todos estos años —prosiguió—. Cindy y yo nos enviábamos el correo al hospital donde ella trabajaba.
Sólo se trataba de postales esporádicas o felicitaciones de Navidad, ese tipo de cosas. Me resultaba agradable tener algún tipo de contacto, por mínimo que fuera, con mi antigua vida aquí. Abandoné Duluth después de graduarme y no regresé jamás, pero eso no significa que lo olvidara. Y, por supuesto, siempre que escribía a Cindy me sentía un poco más cerca de Laura. ¿Entiende lo que quiero decir?
Stride observó con detenimiento el permiso de conducir de Georgia y confirmó que el nombre de Tish Verdure y la fotografía coincidían con la mujer que tenía sentada enfrente.
—¿Quién es Laura? —preguntó Serena.
Stride sintió como si una costra se desprendiera lentamente de una herida profunda.
—Era la hermana de Cindy. —Serena arqueó las cejas, con una mirada que decía a las claras: «¿Por qué no me has hablado nunca de ella?»—. Laura fue asesinada —prosiguió Stride—. Alguien la golpeó hasta la muerte con un bate de béisbol. El día 4 de julio de 1977.
—¿Cogieron al tipo que lo hizo? —preguntó Serena.
—No; escapó. Por mi culpa.
Su afirmación no invitaba a hacer preguntas. Serena abrió la boca y la cerró de nuevo. Maggie empujó la comida por el plato sin levantar la vista.
—Quizá debería decirme por qué está aquí, señora Verdure —le pidió Stride—. Y qué quiere de mí.
—Por favor, llámeme Tish. ¿Puedo tutearle? —Se inclinó hacia delante con los codos apoyados en la mesa. Sus ojos marrones eran oscuros y graves—. De hecho, estoy aquí por Laura. Es obvio que su muerte aún te pesa. Pues bien, también a mí. Ella y yo estábamos muy unidas en el instituto.
—¿Así que…?
—Así que estoy escribiendo un libro que trata sobre el asesinato de Laura.
El rostro curtido de Stride se arrugó al fruncir el ceño.
—¿Un libro?
—Exactamente. No sólo acerca de su fallecimiento, sino también de las personas de su entorno. Sobre cómo cambiaron sus vidas. Es una novela de no ficción, algo así como A sangre fría, ¿sabes? Es decir, mírate. Eres el hombre que dirige la unidad de delitos mayores de la ciudad. A la hermana de tu esposa la asesinaron cuando tú tenías diecisiete años, y el caso no llegó a resolverse.
—Creo que esta conversación ha concluido —declaró Stride.
—Por favor, espera.
—No quiero formar parte de ningún libro sobre Laura —le dijo Stride—. No tengo interés alguno en sacar de nuevo a la luz esa etapa de mi vida.
—Sólo te pido que me escuches hasta el final. —Tish levantó las manos—. No se trata solamente del relato de la muerte de Laura. Hay más. Quiero que el libro sea el catalizador que reabra la investigación. Quiero resolver el caso. Averiguar quién asesinó a Laura.
Stride se cruzó de brazos.
—¿Usted?
—Así es. Mira, lo haré por mi cuenta si me veo obligada a ello, pero me gustaría que me ayudaras. Es más, creo que quieres ayudarme. Ésta es tu oportunidad para superarlo de una vez por todas. Cindy me contó la clase de persona que eres. Cómo cada muerte se lleva consigo parte de tu alma.
Él se enfadó.
—Señora Verdure, ¿no cree que habría reabierto el caso hace años de haber considerado que podía hacerse algo más? El asesinato de Laura nunca se resolvió. Sabíamos quién lo había hecho. Pero escapó. Desapareció.
Tish negó con la cabeza.
—No estoy segura de que fuera eso lo que ocurrió. Es más, no creo que lo fuera. Ni tampoco que tú lo creas. Ese verano sucedieron muchas más cosas en la vida de Laura. A la policía le resultó muy cómodo colgarle el muerto a un vagabundo anónimo, a un vagabundo negro. Estás hablando de vuestro estereotipo del hombre del saco. Sin embargo, nadie quiso asumir el hecho de que probablemente quien asesinó a Laura fuera alguien cercano a ella.
—¿Tiene algún sospechoso en mente? —preguntó Stride.
—Pues bien, podría empezar por Peter Stanhope.
La cabeza de Serena se giró tras la mención del nombre de Stanhope.
—¿Peter estuvo implicado? —preguntó a Stride.
—Sí, durante un tiempo se le consideró el principal sospechoso —admitió Stride.
—¿Por qué no me habías hablado de todo esto? —preguntó Serena.
Stride guardó silencio. Peter Stanhope era un abogado que pertenecía a una de las familias más influyentes de Duluth; aún más: era uno de los clientes de Serena en calidad de investigadora privada.
—He hecho mis deberes —prosiguió Tish—. Por aquel entonces, Randall Stanhope tenía a la policía en el bolsillo y no le habría costado mucho que su hijo dejara de ser el foco de atención. Alguien tiene que investigar a Peter Stanhope.
Serena apartó la silla con un chirrido metálico y se levantó de la mesa.
Maggie la observó mientras se alejaba y luego se inclinó hacia delante negando con la cabeza.
—Mire, Trish.
—Me llamo Tish.
—Tish, Lish, Pish, como se llame. Permítame que le ofrezca un análisis objetivo. No puede ir por ahí haciendo acusaciones sobre alguien sin pruebas, y mucho menos sobre un acaudalado abogado como Peter Stanhope. No puede esperar que la policía le preste su ayuda.
—A no ser que consiga algo nuevo que aportar a la investigación, no podemos hacer nada —añadió Stride—. Aunque quisiéramos.
—El caso es que tengo algo nuevo —dijo Tish.
El rostro de Stride se ensombreció, receloso.
—¿Qué?
—Sé que alguien estaba acosando a Laura.