¿QUIÉN MATÓ A LAURA STARR?

Por Tish Verdure

5 de julio de 1977

Aquel martes por la tarde estábamos los tres en el salón. Mi padre, Jonny y yo. La casa nunca me había parecido tan pequeña. No había dormido nada, y daba la sensación de que las paredes se acercaran por momentos y de que el techo fuera a caerme encima. No podía respirar. La habitación parecía un horno y hacía tanto bochorno que sudabas sin ni siquiera moverte. Allí estábamos los tres sentados, sin decir una palabra, contemplando los rayos de luz solar que entraban por la ventana delantera, Jonny me cogía de la mano y yo tenía enterrada la cabeza en su hombro. Lágrimas de rabia y reproche resbalaban por el rostro de mi padre. Tenía la cara roja como un tomate. Había maldecido a Laura por vivir cuando mi madre murió, y ahora la maldecía por morir de la forma en que lo había hecho. De nuevo había perdido a alguien.

Mi padre. Nunca fue un hombre corpulento y parecía encoger con el paso de los años. Su pelo oscuro, tan espeso y fuerte cuando yo era pequeña, ahora casi había desaparecido. La ropa ya no le quedaba bien, pero no me dejaba comprarle otra, así que sus camisas blancas se le abullonaban en los hombros. Por las noches, se sentaba en su sillón reclinable y leía la Biblia encuadernada en piel bajo una luz mortecina. No tenía ambiciones. Tan sólo sueños desastrados y un tira y afloja con Dios. Recuerdo que solía llegar a casa de su trabajo en Wahl’s con sus trajes de raya diplomática marcada, como un hombre en la cima del mundo, un hombre de éxito. Algún día dirigiría esos grandes almacenes. Eso es lo que le decía a mamá. Y ahora otros hombres estaban por encima de él, y mi padre escribía los anuncios de prensa de las ofertas. A los cincuenta, parecía tener sesenta. Nunca llegas a darte cuenta de hasta qué punto una persona depende de otra, y cuando ésta ya no está, es como caerse de un puente y no llegar nunca al suelo.

Yo había ido a casa de Jonny. Después. En mitad de la noche. Él mismo me abrió la puerta; yo parecía un poema, llorando y llena de salpicaduras de sangre. Telefoneó a la policía porque yo no podía. Vinieron y nos llevaron de nuevo allí, y los guié a través de los bosques hasta el cadáver, pero no pude bajar hasta la playa. No me sentía capaz de verlo otra vez. Ni siquiera los policías corpulentos y forzudos podían creer lo que le habían hecho. Cosas como ésa no pasan. No aquí, en Duluth.

Me hicieron un montón de preguntas en un coche patrulla aparcado en la maleza y me hicieron repetir una y otra vez todo lo que había hecho y visto. Creo que hubieran sido capaces de seguir durante horas, pero Jonny se encaró con ellos e insistió en que me llevaran a casa. Necesitaba contárselo a mi padre. Necesitaba meterme debajo de la ducha y quitarme la sangre. Me hicieron fotos; las bombillas del flash estallaban en mi cara, allí, en los bosques. Me rasparon la sangre de la piel. Me di cuenta de que pensaban que a lo mejor lo había hecho yo. Que yo la había matado. No entendía como alguien podía pensar eso. Les dije que era inocente. No estoy segura de que me creyeran.

—Lo siento, papá —murmuré.

Sentí la imperiosa necesidad de encargarme de eso yo sola, por su propio bien. Jamás tendría que haber dejado que se marchara sola.

Mi padre no me miró.

—El castigo de Dios es algo terrible.

—Ya sabes que no me gusta oírte decir eso.

—Advertí a Laura que vivía en pecado —dijo él.

Quería gritarle, pero no lo hice. Me mordí la lengua. Así era como él manejaba el dolor, como se explicaba las cosas horribles y aleatorias. Con el paso de los años se había vuelto duro e inflexible. Como si permanecer erguido pudiera suponer alguna diferencia cuando te encontrabas en la trayectoria de un tornado. Como si el rayo distinguiera de alguna manera entre lo bueno y lo malo.

Papá inclinó la cabeza y empezó a llorar una vez más. Suspiré y alcé la vista para mirar en el interior de los ojos oscuros de Jonny. Me besó en la cabeza. Esa noche los dos nos habíamos hecho mayores, en muchos aspectos.

Escuché un golpe en la puerta principal.

—Ya voy yo —dije.

El hombre que había en los escalones de la entrada tenía una tupida mata de pelo pelirroja y un bigote del mismo color. Cubría sus ojos azul cielo con unas gafas descomunales de montura metálica. Supuse que tendría unos treinta y tantos. De altura mediana, aunque corpulento y fuerte, con unos dedos como salchichas. Vestía un abrigo deportivo de cuadros escoceses y una camisa blanca que le apretaba por encima del cinturón. No llevaba corbata. El cuello estaba desabotonado y el pecho, cubierto de una pelusa rojiza. Vaqueros acampanados y zapatos de vestir embarrados. Vi unos churretes de suciedad en su calzado. Me pregunté si sería sangre.

—Soy el inspector de policía Ray Wallace —me informó—. De la policía de Duluth.

—Pase —contesté.

Wallace entró cojeando. Me siguió hasta el salón y yo volví a sentarme junto a Jonny. Wallace se presentó a mi padre, quien no se levantó de la butaca. Los ojos del inspector barrieron la habitación mientras cogía una silla del comedor y se sentaba. Se ve enseguida cuando alguien es un tipo listo, y Wallace lo era.

—Lamento profundamente su pérdida, señor Starr —empezó.

Mi padre se sonó la nariz con un pañuelo y luego lo dobló y se lo guardó en el bolsillo. Colocó las manos sobre sus rodillas y no contestó.

—Intento averiguar qué fue exactamente lo que le sucedió a su hija, señor —prosiguió Wallace.

Mi padre seguía sin hablar. Continuaba con la mirada perdida en las motas de polvo.

—Yo no lo hice —espeté, rompiendo el silencio.

Para cualquier policía eso era como una enorme señal iluminada que dijera: «¡He sido yo! ¡He sido yo!».

Wallace sonrió con los labios, no con los dientes. Su bigote se retorció como un gusano rojo.

—Nadie dice que lo hicieras tú, jovencita. —Miró a Jonny—. ¿Y éste quién es?

—Yo soy Jon Stride. El novio de Cindy.

—Encantado de conocerte, Jon. ¿Por qué no te vas a casa, en?

Jonny se levantó del sofá y estrechó la mano de Wallace. En ese momento vi en él algo diferente, algo en lo que no había reparado hasta entonces, como si fuera más maduro y atractivo. Los dos midieron sus fuerzas como hacen los hombres.

—Si Cindy dice que no lo hizo, puede darlo por seguro. Y además, me quedo. También yo estuve allí anoche.

Los ojos de Wallace chispearon.

—Como quieras.

Jonny volvió a sentarse.

—Ellos se pusieron a hacerme fotos —dije— y yo tenía sangre porque la toqué y cogí el bate porque creí oír a alguien en los bosques.

—¿Cogiste el bate? —preguntó Wallace.

—Sí.

—Así que ¿encontraremos tus huellas en él?

Oh, maldita sea.

—Sí, supongo que sí.

—Muy bien, pues; es bueno saberlo. Tú eres Cindy, ¿no?

—Sí.

—¿Te llevabas bien con tu hermana, Cindy?

—Sí, claro. Me llevaba bien.

—Porque ya se sabe que las hermanas discuten de vez en cuando.

—Pues sí, a veces, pero nunca por nada importante.

Mi padre despertó de su letargo y le interrumpió.

—¿De qué va todo esto, Wallace? Si está acusando a mi hija es que se ha vuelto loco.

Wallace se ajustó las gafas a la cara con el pulgar y el índice.

—No estoy acusando a nadie, señor Starr. Me limito a recabar información. —Se volvió de nuevo hacia mí—. Cindy, ¿aún tienes la ropa que llevabas anoche?

—Sí.

—¿La has lavado?

—No, está en la cesta de la ropa sucia.

—Vamos a necesitarla, ¿de acuerdo? Tengo que llevármela.

—Sí, claro.

—Y los zapatos.

—No llevaba zapatos.

—Ah. —Wallace sacó una instantánea Polaroid del bolsillo de la camisa—. Ésta eres tú anoche, ¿verdad?

—Sí.

—Tienes restos de sangre en las manos, las piernas y los pies.

—Sí, lo sé. Ya se lo he dicho, la toqué…

Wallace negó con la cabeza.

—No pasa nada. No te preocupes. Los del laboratorio me han dicho que quienquiera que lo hiciera estaría cubierto de sangre. Y quiero decir cubierto. De pies a cabeza. No unas cuantas salpicaduras. —Dirigió la mirada hacia William Starr—. Lo siento, señor, no pretendía ser tan gráfico. Lo que trato de explicar es que ya hemos establecido que es muy improbable que Cindy esté implicada. Pero me gusta verle la cara a la gente antes de sacar mis propias conclusiones.

—Si quiere culpar a alguien, cúlpeme a mí —anunció mi padre.

Wallace se agitó en su asiento y la silla de madera crujió. Le miró con curiosidad.

—¿Qué quiere decir, señor?

—Quiero decir que primero fue mi mujer y luego mi hija. Las dos están muertas. No importa quien blandiera ese bate. Fue Dios quien la mató.

—No creo que Dios se dedique a matar a jovencitas de dieciocho años —respondió Wallace.

—Se equivoca. Lo hace constantemente. Todos los días. Los pecadores reciben su castigo.

—Ya veo. —La voz de Wallace se volvió inexpresiva y fría—. Señor Starr, sus vecinos oyeron gritar a Laura la noche anterior a su asesinato.

Vi cómo los dedos de papá se aferraban a la Biblia que tenía en el regazo.

—Sí, a veces discutíamos.

—¿Y cuál fue el motivo esta vez?

—Yo quería que siguiera la senda del Señor.

—¿Y ella no lo hacía? —preguntó Wallace.

—No siempre.

—¿En qué sentido?

—Eso era un asunto entre Laura y yo —espetó papá—. ¿Cómo se atreve a preguntarme eso cuando Dios está decidiendo en este preciso momento el destino de su alma?

A Wallace no le gustó la respuesta.

—Señor Starr, ¿usted sabía que Laura no estaba en casa anoche?

—Sí. Fui a su dormitorio hacia las diez y no se encontraba allí.

—¿Qué hizo entonces?

—Nada. Me fui a la cama.

—¿Sabía adónde había ido Laura?

—No.

—¿Se quedó despierto esperándola?

—Sí, pero me dormí.

—¿Estuvo toda la noche en casa?

—Por supuesto, se lo acabo de decir.

—¿Habló con alguien?

—No.

Wallace asintió.

—Señor Starr, ¿ha pegado alguna vez a su hija?

Mi padre se levantó de sopetón de la silla; temblaba, y su camisa blanca ondeaba. Hacía años que no lo veía moverse tan deprisa.

—¡Cómo se atreve!

Wallace ni se inmutó.

—Ya ha oído mi pregunta, señor.

—Jamás —insistió mi padre.

—A veces las discusiones se salen de madre.

—Jamás le he puesto una mano encima.

Wallace me miró. Era como si, aun sin decirlo a viva voz, quisiera que le contestara sí o no. Que le transmitiera el secreto en silencio. Quería saber si era verdad, si papá había golpeado alguna vez a Laura. O a mí. Me enfrenté a su mirada.

—Mi padre jamás haría una cosa así —afirmé.

Wallace asintió. Por ahora ya tenía suficiente. Me dije que había dicho la verdad, porque mi padre nunca me había levantado la mano, y no creía que se la hubiera levantado a Laura. A pesar de todo, no podía quitarme de la cabeza las palabras de Laura.

«¿Y si te dijera que papá abusa de mí? ¿Lo matarías?».

No comenté nada al respecto.

Wallace mantenía su atención centrada en mí.

—Cindy, ya has repasado con mis hombres lo que sucedió anoche. Ahora tengo que pedirte que me repitas a mí algunas de esas respuestas.

—Claro —contesté.

—Sé que has vivido una pesadilla, y sé lo duro que ha sido para ti.

—Gracias.

—Por favor, cuéntame exactamente una vez más qué hiciste anoche y todo lo que sucedió hasta que la policía atendió vuestra llamada. Sin omitir ni un solo detalle.

Y eso hice.

Bueno, no del todo. Algunas cosas tas omití. Como lo mío con Jonny aquella noche. Y otras, también, Jonny se inmiscuyó en la conversación y le contó lo de Peter y el partido de béisbol, lo de la tormenta y lo del bate tirado en el terreno de juego. Podía ver la mente de Wallace trabajando a mil por hora cada vez que salía a relucir el nombre de Peter Stanhope; una parte de él estaba con nosotros y otra, en otro lugar. Yo no era estúpida. Prácticamente estábamos acusando de asesinato al hijo de uno de los hombres más ricos de la ciudad. En cuanto un poli oye algo así, se pone a buscar como un loco hacia dónde echar a correr. Wallace lo supo enseguida: hacia un hombre negro que estaba en los bosques.

—Así que Laura y tú tuvisteis la impresión de que alguien os vigilaba —comentó cuando acabamos.

Nada sobre la nota del acosador. Nada sobre las citas de Laura y Peter, ni de que luego ella rompió porque él le exigía que se acostaran. Nada sobre el bate ni sobre las amenazas que lanzó contra Laura durante el partido.

—Sí.

—Sin embargo, no podía tratarse de Peter Stanhope, ¿verdad? Porque él aún estaba en el campo de béisbol con el aquí presente Jon cuando oísteis a alguien.

Jonny y yo nos miramos. Ambos asentimos.

—¿Estás segura que era marihuana lo que oliste?

Miré a mi padre.

—Nunca he fumado, pero sé cómo huele.

—¿Viste a ese tipo negro del que habló Jon?

—No vi a nadie.

Wallace desvió la vista hacia Jonny.

—Puede que vieras a ese tipo, a ese vagabundo, en el mismo lugar en que estaban las chicas, ¿no es así?

—A unos noventa metros de ellas, más o menos —contestó Jonny.

—Muy bien, cuéntame más cosas del tipo ese de las rastas.

—Lo llaman Dada.

Wallace se relamió los labios con la lengua.

—¡Vaya! ¡Qué tenemos aquí! ¿Sabes quién es ese individuo? ¿Lo habías visto antes?

Jonny asintió.

—Deambula por las vías del puerto. Las de los trenes que van al sur.

—¿Y qué hacías tú por ahí abajo?

—Es un lugar como cualquier otro para ir —contestó Jonny.

Yo sabía por qué iba allí. Era su escondrijo secreto, su vía de escape, su lugar para pensar, Jonny me había contado que le gustaba dar un paseo hasta ahí abajo, entre los trotamundos que iban y venían, eludiendo a la policía y refugiándose en la seguridad de las vías férreas. En su imaginación, también él se sentía un viajero. Un vagabundo.

—Muy bien; así pues, ¿quién es ese tipo?

—Lo vi por primera vez hará cosa de un mes. Estaba en los bosques que hay bajando por la calle Raleigh, la que desemboca al otro lado del puente Arrowhead. Los otros le tienen miedo por su tamaño. Creen que es una especie de fantasma.

Wallace resopló.

—Un fantasma.

—La mayor parte de los tipos que hay ahí abajo están algo tarados. Así que cuando ven a alguien como Dada, es fácil creer cualquier cosa.

—¿Es violento?

—No lo sé. Sólo le he visto un par de veces.

—¿Podrías mostrarme dónde le viste?

Jonny asintió.

—Sí, eso creo. Aunque va de un lado para otro. Todos lo hacen.

—Si ha matado a una chica, probablemente habrá cogido el primer tren en dirección sur —dijo Wallace—. Supongo que ya debe de estar muy lejos.

Se levantó. La pierna derecha, de la que cojeaba, parecía agarrotada. Se restregó la rodilla y vi en su rostro una mueca de dolor.

—Creo que de momento eso es todo —concluyó. Después miró a Jonny—. Puede que necesite tu ayuda, Jon. ¿Tienes tiempo para venir conmigo?

Jonny me miró y yo asentí.

—Por supuesto.

Wallace se acomodó los pantalones por encima del estómago. Yo estaba decepcionada. Él se aferraba a la idea de que lo había hecho un extraño, a pesar de que Laura llevaba meses recibiendo amenazas. A pesar de que la habían matado con el bate de Peter Stanhope. Poderoso caballero es don dinero.

—¿Así que va a perseguir a ese hombre, Dada? —preguntó mi padre.

También él se lo creía. Como todos. Nadie quería pensar en la otra alternativa, porque era demasiado complicada. Demasiado escalofriante.

—No —respondió Wallace—. Quiero decir que lo haremos, pero aún no.

Me lo quedé mirando, sorprendida. Quizá no debería haberme sorprendido tanto. Al fin y al cabo, era muy listo.

—Lo primero que quiero hacer es sacarle la verdad a Peter Stanhope —afirmó Wallace.