¿QUIÉN MATÓ A LAURA STARR?
Por Tish Verdure
4 de julio de 1977
Escuché el rugido del trueno más allá de los árboles, como si la tormenta fuera un animal acercándose. El camino estaba oscuro, y eso significaba que el cielo sobre nuestras cabezas se había ennegrecido, impidiendo que la luz pasara a través de los árboles. Sentía el aire denso como un peso en el pecho cada vez que respiraba. Casi podía verse la húmeda neblina colgada de una nube por encima del sendero. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y la larga melena adherida a mi piel como una enredadera. Llevaba puesta la parte de arriba de un biquini y pantalones cortos, e iba descalza.
Laura estaba muy nerviosa mientras caminaba a mi lado. Pateaba con impaciencia la tierra del camino con sus Flyers rosas. Su mirada revoloteaba de un lado a otro entre los árboles, como si esperara pillar a alguien espiando. Llevaba unos vaqueros y una blusa azul a cuadros con las mangas arremangadas hasta los codos. Una mochila le colgaba de un hombro. Hacía girar el anillo de plata que lucía en el dedo.
—Espero que la lluvia amaine para los fuegos artificiales —dije.
Laura alzó la vista hacia las copas de los árboles. Hizo un ruido con la garganta y no replicó.
Yo sabía que los festejos del Cuatro de Julio serían un fracaso. Apenas faltaba una hora para que anocheciera, pero aun antes volvería a diluviar. En ese momento el aire estaba totalmente en calma. Nada se movía. Los pájaros pardos que solían brincar a nuestro alrededor a lo largo del sendero, en busca de migas, se habían puesto a cobijo. Parecía como si cada abedul y cada pino contuviera el aliento.
Las tormentas de verano siempre caían de repente. En un momento todo parecía sereno y, al instante, el viento cobraba vida y doblaba a los árboles jóvenes. Densos nubarrones se combaban y se abrían, dejando caer el agua a raudales. La noche se convertía en día con destellos de luz cuando las ramificaciones de los relámpagos restallaban de la tierra al cielo.
Laura se detuvo en el camino. La miré interrogativamente. Le temblaba el labio inferior y su mirada reflejaba miedo.
—¿Qué pasa?
No me contestó. Los árboles que había a nuestro alrededor parecían un desfile militar de color negro. Seguí con los ojos su mirada pero no vi nada entre las sombras.
—¿Qué? —repetí.
—Hay alguien ahí —dijo Laura.
Miré de nuevo. Me acerqué un par de pasos a los árboles. Sólo olía a pino, como si en lugar de en julio estuviéramos en Navidad.
—¿Estás segura?
—He oído a alguien —insistió.
Pensé que se equivocaba, pero en el parque era muy fácil creer que no estabas solo. Ahí estribaba su grandeza. Parecía algo primitivo, como si estuviéramos a kilómetros de la ciudad. La gente iba hasta allí para hacer cosas secretas. Nunca sabías quién podía haber por ahí.
—¡Venga, sal! —grité—. ¡Eh!
Un violento crujido sacudió la maleza y me quedé helada, completamente sorprendida. Ante mí, un urogallo salió del bosque dando tumbos y aleteando con gran excitación. Era un manojo tembloroso de plumas pardas a rayas con un pescuezo rojo cereza; batía las alas de un lado a otro del sendero y se enterraba en la maraña de frondosos arbustos.
Laura y yo dimos un bote y nos pusimos a gritar. Nos alejamos dando tumbos y a punto estuvimos de caer al suelo. Laura se abrazó a la correa de su mochila y la apretó contra su cuerpo. El corazón me latía a galope tendido. Era ridículo, pero también una de esas cosas que te hacen bombear adrenalina y te ponen histérico. Cuando el urogallo se marchó, continuamos caminando, aunque Laura se daba la vuelta cada pocos pasos y miraba nerviosa por encima del hombro.
Oí las voces de los chicos delante de nosotras a medida que nos acercamos al campo de béisbol. Hacía una hora que habíamos aparcado el coche cerca del campo. Yo quería sentarme y ver jugar a Jonny, pero Laura no estaba dispuesta a perder el tiempo con chicos, y no la culpaba por ello. Tenían cerveza en todas las bases, y muchos de ellos ya estaban borrachos. Éramos las únicas chicas que había por allí, y no nos quitaron los ojos de encima desde que llegamos. Algunas se hubieran alegrado y pavoneado con semejantes atenciones, pero Laura se hizo la víctima y quiso largarse.
En ese preciso instante, cuando llegamos al final del sendero que daba al campo, dio un paso atrás.
—Bajemos al lago —propuso.
—¿Por qué no esperamos a que acabe el partido? Así Jonny podrá venir con nosotras.
—No, ya sé que queréis estar a solas.
Era cierto. Me hacía sentir mal, pero esa noche quería a Jonny sólo para mí. Él y yo. En el agua y luego juntos en la orilla. No obstante, no quería dejar sola a Laura.
—No pasa nada. Puedes quedarte con nosotros.
—Al menos dilo como si realmente lo pensaras —replicó Laura, y luego sonrió.
—No, es sólo que…
—No te preocupes, me iré en cuanto te reúnas con él. Vamos.
—Tengo que decirle a Jonny dónde nos encontraremos.
Me dirigí hacia el camino que se alejaba de los bosques. Laura cruzó los brazos por encima del pecho y me siguió con paso vacilante. Las voces y las risas se oían más cerca. Había una veintena de chicos en un tosco rombo dibujado en medio del campo; algunos jugaban, otros permanecían sentados en el sendero de tierra que había junto al aparcamiento. Los vehículos estaban aparcados de cualquier modo en la maleza que había detrás de ellos, junto a un camino serpenteante que bajaba desde la carretera. El terreno de juego no era más que césped y maleza, lo bastante pequeño como para lanzar la bola al cenagal con un golpe fuerte. Por encima de las espadañas, vi un arroyo que zigzagueaba en dirección al lago.
Hacia el oeste, el cielo estaba negro como el carbón. Ráfagas de rayos hacían resplandecer a las nubes, y olía a lluvia. Desde algún lugar cercano, uno de los senderos que formaban una telaraña a través del extenso parque, escuché el sonido de los petardos.
Jonny estaba jugando en la primera base. Los árboles se acababan en el linde del campo de béisbol, y al salir Laura y yo nos encontramos detrás de él. Se giró al ver a los otros chicos saludarnos con la mano. Algunos nos silbaron. Había botellas de cervezas vacías tiradas por todas partes.
Jonny tenía una expresión seria, pero sus rasgos se suavizaron al verme. Me había acostumbrado a volverme invisible siempre que estaba con Laura, pero en cambio Jonny me miraba como si no viera a nadie más. Me gustaría poder explicar qué clase de conexión había entre nosotros o por qué ésta se produjo con tanta rapidez. La verdad es que no tengo ni idea. Por supuesto que es un chico atractivo. Alto y delgado, aunque aún falto de carne y músculo, como la mayoría de chicos. Y también tiene esa mata de pelo larga y ondulada que parece indomable. Y esos ojos extraordinarios. Eso fue lo primero en lo que me fijé: en sus ojos, oscuros y profundos. En ellos puedo verlo todo. Dolor. Pérdida. Humor negro. Intenciones serias. Es tan intenso que de vez en cuando tengo que bajarle los humos, y a él no parece importarle que le lastime el ego.
En este momento está buscando. Lo comprendo, porque también yo lo hice después de que mi madre muriera. Tenía catorce años y pasé mucho tiempo buscando, preguntándome adonde iría, qué haría, en qué me convertiría. Ahora me siento como si hubiera hallado las respuestas, pero Jonny perdió a su padre hace tan sólo nueve meses, y aún está buscando su camino. Creció deseando echarse a la mar como su padre, pero ya no lo desea. Su madre no permitirá que otro Stride vuelva a embarcarse en un barco metalúrgico. Tampoco creo que Jonny quisiera hacerlo ya. Como si el lago le hubiera traicionado al llevarse a su padre. Ahora el lago es el enemigo.
No sé qué hará, pero sé que cuando lo averigüe, se volcará en ello en cuerpo y alma. Como se vuelca en cuerpo y alma en mí.
Jonny gritó algo al pitcher, que agarró la pelota y le esperó. Salió de la base y se acercó corriendo hasta nosotras. Llevaba pantalón corto y zapatillas de deporte, y el pecho desnudo. Me besó.
—Hola.
—Hola.
Nos comportábamos con torpeza el uno con el otro porque sabíamos lo que estábamos pensando en ese momento. Resulta excitante, inquietante y desconcertante saber que vas a hacerlo.
—Vamos a bajar hasta el lago —le dije—. Nos encontramos allí, ¿vale?
—Vale.
—¿Tardarás mucho?
—No, casi hemos acabado, y de todas maneras la lluvia nos va a estropear el partido dentro de unos minutos.
—Bien. Te quiero.
—Yo también te quiero.
Jonny volvió a besarme. Saludó a Laura con la mano y vi que se preguntaba si podríamos estar los dos a solas. Una parte de mí quería que Laura se quedase porque estaba nerviosa por lo que estaba a punto de suceder. Pero otra parte de mí no podía esperar a dar el gran salto.
Seguimos caminando por el borde del terreno de juego hasta llegar a otro sendero que bajaba a lo largo del arroyo hacia el lago. Los chicos nos seguían con la mirada. Hacían bromas. Laura se quedó a mi izquierda y clavó la vista en el suelo.
Me di cuenta de que entre los chicos también se encontraba Peter Stanhope. Era el siguiente en batear. Tuvimos que pasar a escasos metros de él, que agarró el bate y se nos quedó mirando todo el rato, con la cabeza vuelta para seguirnos el rastro con los ojos brillantes. Laura no levantó la vista en ningún momento, aunque diría que sabía que él estaba allí. Era a Laura a quien él quería. No dijo ni una palabra a ninguna de las dos, pero sentíamos su presencia. Peter tenía mucho aplomo porque estaba muy seguro de sí mismo. No era tan alto como Jonny, pero sí de complexión robusta y fornida. Tenía una espesa mata de pelo rubio, peinado con la raya en medio y echado hacia atrás en dos ondas. Mascaba chicle implacablemente y sus labios siempre estaban curvados en una perpetua sonrisa de suficiencia que formaba unos hoyuelos en sus mejillas. Su piel era rubicunda y pecosa.
Muchas chicas le iban detrás. Querían que las llevara en su Trans Am. Nadar en la piscina de dimensiones olímpicas que su padre tenía en el jardín trasero. Peter iba de chica en chica, haciendo lo que había hecho con Laura: presionarlas para que se acostaran con él. La mayoría decía que sí. Se rumoreaba que hasta se había encamado con un par de profesoras casadas del instituto. Ésa es la clase de vida que uno lleva cuando se apellida Stanhope. La palabra «no» no existe en tu vocabulario. El padre de Peter, Randall, es propietario de un gran negocio minero en el puerto. La gente le tiene miedo. Es el tipo de hombre que obtiene cuanto quiere con una llamada de teléfono. Así que también Peter vive de esa manera. Apoderándose de cuanto desea.
Yo le guardaba rencor porque en casa no había tanto dinero; me imaginaba que cualquiera que poseyera esa fortuna la habría conseguido pisando a quien hiciera falta. Tampoco me gustaba la forma en que trataba a Laura. Nunca acabé de entender por qué Laura salió con él. Aunque a él poco le importaba lo que pensara yo. Yo no era nadie. Miraba a través de mí y yo veía cómo en su mente calenturienta le arrancaba la ropa a Laura.
—Vamos —le dije a ella.
Nos alejamos deprisa del terreno de juego. Al internarnos en el bosque el cielo volvió a oscurecerse. Laura miró hacia atrás, como si Peter nos estuviera siguiendo.
—Es un asqueroso —dije.
Laura no abrió la boca.
El arroyo lamía las piedras que había al lado del sendero. Caminamos junto a él durante unos diez minutos, hasta que el riachuelo se dispersó entre los árboles y llegó a un nido marrón de espadañas, desde donde podíamos ver el agua azul medianoche del lago reunida en la orilla más allá de la maleza. Corrimos hacia la playa. Mis pies levantaban la arena a medida que me acercaba al agua, donde chapoteé en la espuma. Un puñado de patos alzó el vuelo ruidosamente.
—¿Quieres nadar? —le pregunté a Laura.
—No he traído traje de baño.
—¿Y qué?
Ella negó con la cabeza.
Salí del agua y me senté en la arena. Laura dejó caer la mochila de su hombro y tomó asiento junto a mí. No hablamos. Contemplé la mancha negra del cielo que crecía como si se acercara cada vez más. La parte norte del lago estaba oscurecida por el anochecer, y la línea donde el agua se transformaba en árboles era imposible de distinguir. En ese lado había otra playa y más senderos que descendían desde el otro lado del parque.
La cálida brisa se volvió más fresca. Laura estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas, y miraba fijamente el agua.
—Anoche papá y tú tuvisteis una buena —dije.
Las peleas no eran nada nuevo entre ellos, pero ésa había sido peor que de costumbre.
—No quiero hablar de ello —contestó Laura.
—¿Por qué ha sido esta vez? —insistí.
—Por nada.
Apartó la mirada para que me callara. Movía las piernas con nerviosismo. Torció el cuello para mirar por encima del hombro y pensé que iba a levantarse y salir corriendo.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—No pasa nada —respondió.
—¿Estás segura?
Laura se encogió de hombros.
—La vida es extraña.
—¿Por qué?
—No sé. Sólo es extraña.
—También tú eres bastante extraña —le dije sonriendo.
No me devolvió la sonrisa.
—Lo siento —me disculpé—. Era una broma.
—No pasa nada.
La lluvia me salpicó la piel.
—En serio, ¿qué pasa?
—Sólo pensaba en cosas.
—¿Como qué?
Laura se abrazó las rodillas. La llovizna caía como lágrimas sobre sus mejillas.
—¿Crees que serías capaz de matar a alguien? —preguntó.
La miré fijamente.
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Quiero decir, ¿crees que sólo un demente podría hacer algo así?
Intenté descifrar la expresión de su rostro, una máscara de sombras. Entonces me di cuenta de que lo que había en su rostro no era lluvia, sino lágrimas.
—Me estás asustando, Laura. ¿De qué va todo esto?
—¿Y si te dijera que papá abusa de mí? —preguntó—. ¿Lo matarías?
Me estremecí.
—¡Oh, Dios mío! ¿Ha pasado algo entre vosotros?
Laura negó con la cabeza.
—No, no se trata de eso.
—Pues entonces, cuéntamelo.
—Ahora ya no importa.
Temía que Laura hubiera llegado al límite de su capacidad para abrirse a mí.
—Laura, por favor.
—Sólo desearía que las cosas no fueran tan complicadas —contestó.
—¿Qué cosas?
—No sé. Todo. —Laura me miró—. ¿Puedes guardar un secreto?
—Desde luego.
—¿Incluso con Jon?
—Si tuviera que hacerlo, por supuesto que sí. ¿De qué se trata?
No me lo dijo. No tuvo ocasión. Esta vez, lo oímos las dos. Algo crujió en los bosques que teníamos detrás. Nos giramos y escuché a Laura aspirar hondo. No vimos a nadie, pero allí había alguien.
—¿Jonny? —grité.
Nadie respondió.
—Quédate aquí —dije.
Esta vez no chillé. Arremetí contra los bosques: corrí a toda velocidad sobre la arena hasta el sendero, donde derrapé y me detuve. Presté atención pero tan sólo escuché el viento mientras se deslizaba con frenesí, devolviendo el bosque a la vida. Di una vuelta sobre mí misma con los ojos entrecerrados mientras trataba de penetrar en la oscuridad. Observé el lugar donde creía haber oído una rama romperse; me quedé allí clavada.
Sabía que no estaba sola.
Oí a Laura gritar, y en cuanto me giré a mirar hacia la playa, me di cuenta de que volvía a llover. El agua caía a raudales. Los relámpagos chisporroteaban y los truenos sacudían el bosque. El ruido se extendía por todas partes. Quienquiera que estuviera cerca de allí, podía servirse de la tormenta para escapar.
Aguardé unos segundos más y después me llegó el olor de algo raro y empalagosamente dulzón por encima del frescor de la lluvia.
Marihuana.