¿QUIÉN MATÓ A LAURA STARR?

Por Tish Verdure

20 de mayo de 1977

Hoy Laura me ha enseñado la carta. La pillé leyéndola en la cama cuando entré en su dormitorio, y vi lo que era antes de que pudiera esconderla. Se notaba que estaba alterada. Me pregunté cuánto rato llevaba estudiándola antes de que yo entrara.

La nota estaba escrita en papel blanco rayado, del que utilizamos en el instituto. El borde estaba dentado por donde se había arrancado de una libreta. Alguien había empleado pintalabios para garabatear el mensaje.

¿DÓNDE LO QUIERES, ZORRA?

—¿Qué demonios es esto? —le pregunté—. ¿De dónde ha salido?

Laura me arrancó la nota de la mano.

—Alguien me lo dejó en la taquilla.

—¿Quién?

—Ni idea.

Quería verla otra vez, pero Laura la escondió en el cajón de la mesilla de noche antes de que me diera tiempo a pedírselo.

—Tienes que explicárselo a alguien —dije.

Laura me ignoró. Empezó a tararear una canción de Hall and Oates que sonaba en su tocadiscos. Sara Smile. Su cabello rubio y sedoso se movía mientras sus hombros se balanceaban y se frotaba el dedo índice con el pulgar, con impaciencia, como si intentara borrar una mancha. Se comportaba como si al ocultar la nota ésta hubiera dejado de existir.

—Laura —la regañé—. Esto es serio. Si no quieres hablar con nadie de ello, lo haré yo.

Me amenazó con un dedo.

—Oh, no, no lo harás, hermanita. No quiero hacer una montaña de un grano de arena. Ya sabes cómo son los chicos. Sólo es una broma. Sería mucho peor si me comportara como si tuviera miedo.

Yo no creía que se tratara de una broma.

Me dejé caer en el puf blanco de Laura. Sabía que no lograría hacerla cambiar de opinión, porque sólo me llamaba «hermanita» cuando se empecinaba en algo. Sin embargo, a Laura le gustaba que fuera yo quien estuviera al mando de la casa. Y casi siempre podía mangonearla, al menos con las tareas domésticas; a ella no le importaba. Era como un velero a la deriva en un lago: dejaba que el viento decidiera adonde ir sin importarle dónde acabaría. En cuanto a mí, aceleraba el motor y bordeaba la orilla.

La miré mientras ella seguía sentada en su cama. Llevaba puesta una camiseta blanca de cuello de pico y unos pantalones cortos con un cinturón negro ancho. Era mucho más guapa que yo. Tenía las curvas, las tetas y el pelo de la gran Farrah Fawcett. La semana anterior Jonny me había dicho que mi cara era mucho más interesante que la de Laura, porque no era tan simétrica y perfecta como la suya. Él creyó que era un cumplido. Le dije que tenía que esforzarse más.

Mi pelo es tan oscuro que casi parece negro, y tan lacio como el palo de una escoba, con una raya perfecta en medio. Tengo la nariz puntiaguda y angulosa, como una pequeña aleta de tiburón que sobresale de mi cara. Mis iris son tan grandes y oscuros que desbancan el blanco de mis ojos. Tengo dos melocotoncitos por pechos.

Está bien, yo sabía por quién se entusiasmaban los tíos. Por Laura, no por mí. Puede que por eso Laura se sintiera menos cómoda con ellos que yo. Mantenía las distancias. Apenas tenía citas. Durante el invierno, fue unas cuantas veces al cine con Peter Stanhope, pero le dejó cuando él quiso meterse en sus vaqueros. Por lo que sé, Laura aún era virgen. Aunque tampoco me habría contado una cosa así.

—Últimamente no se te ve mucho el pelo —dije.

Hacía más de una semana que Laura desaparecía al salir del instituto. Llegaba tarde o se pasaba toda la noche fuera de casa. Actuaba de forma sigilosa y crispada. En dos ocasiones la había oído llorar en su habitación.

—¿Y?

—Que si estás bien.

Laura se encogió de hombros. En realidad no esperaba que me lo contara todo. No nos confesábamos nuestros secretos. Pero aun así, no iba a permitir que aquello se quedara en agua de borrajas. Podía fingir cuanto quisiera, pero yo sabía que algo iba mal. Con Laura había que fijarse en los pequeños detalles. Cuando nuestra madre murió, la única pista de lo que le pasaba por la cabeza la tuve cuando encontré una figurita de cerámica de Jesucristo hecha trizas bajo su ventana.

Busqué un indicio. Algo diferente. No me llevó mucho tiempo darme cuenta de que había puesto boca abajo una fotografía en su mesilla de noche. Cuando vi que aún se tironeaba del dedo, también me di cuenta de algo más: en el índice no llevaba el anillo de plata, sólo había una marca pálida en la piel. Laura vio hacia dónde se había dirigido mi mirada, y se sentó encima de las manos para ocultarlas. Yo sabía que era inútil preguntarle por eso, así que probé otra cosa.

—¿Con quién has estado saliendo? —pregunté.

Otro encogimiento de hombros.

—Casi siempre estoy en casa de Finn.

—Tú y tus causas perdidas —le contesté.

Eso fue lo peor que pude decirle. Sus ojos echaron chispas. Aun así, yo estaba en lo cierto. Laura sentía debilidad por la gente maltratada. Creía que podía encontrar la manera de mejorar su autoestima. Era una de sus mejores cualidades, pero Laura también era demasiado ingenua, demasiado confiada. Puede que yo tenga genes cínicos, porque no creo que las personas lleguen a cambiar de verdad.

Finn era un buen ejemplo de ello. Vivía al otro lado del puente, en Superior, con su hermana mayor, Rikke Mathisen, la profesora de nuestro instituto preferida de Laura. Yo conocía a Finn porque Laura le echaba una mano de vez en cuando. Era un adicto. Siempre iba drogado. Sus espeluznantes ojos se clavaban en ti cuando creía que no lo mirabas. La señorita Mathisen sabía que Laura era un alma cándida y pensaba que podía ayudar a Finn a luchar contra sus demonios. Así pues, Laura se pasaba horas allí. Yo consideraba que era un error, pero no podía decirle nada.

Abrí la boca para insistir una vez más y que Laura me contara lo que iba mal, pero me interrumpió con una pregunta. Como llovida del cielo.

—¿Así que ya te has acostado con Jon? —quiso saber.

Me aseguré de que la puerta de su dormitorio estuviera cerrada para que mi padre no pudiera escuchar.

—No.

—Pero vas a hacerlo, ¿no?

—Sí, en verano, creo. Él sabe que quiero hacerlo. Pero le dije que no me apetecía tener relaciones sexuales con él hasta que nos sintiéramos tan unidos que pareciera que ya nos habíamos acostado juntos.

—Me gusta.

—Además, tengo que empezar a tomar la píldora.

—Podéis usar condones —sugirió.

Era la conversación más extraña que habíamos mantenido hasta ese momento, porque se trataba de una charla normal entre hermanas. Nosotras nunca habíamos hablado así. Sin embargo, sabía lo que pretendía. Había desviado el tema hacia mí.

—No quiero hacerlo ahora —dije—. Si voy a hacer el amor, quiero sentirlo de verdad, ¿sabes?

Laura se rió.

—No, no lo sé.

—¿Tomas la píldora?

—No la necesito.

—Oh. —No supe qué más decir—. He encontrado un trabajo para el verano.

—¿Ah, sí? ¿Haciendo qué?

—De camarera en ese sitio nuevo del puente. En Grandma’s.

—Me alegro por ti.

—Necesitan gente. Puedo conseguirte algo si piensas quedarte.

Eso fue lo más cerca que estuve de preguntar a Laura de una vez por todas si planeaba marcharse de casa después de graduarse el mes siguiente. Se había pasado meses diciéndole a papá que iba a largarse en cuanto acabara el instituto. Viajar. Trabajar. Ver mundo. Pero yo no estaba tan segura. No desde que había visto que no llevaba su anillo.

—Aún no sé qué haré —contestó Laura.

Me levanté del puf.

—Me voy a dar una vuelta —dije.

—Que te diviertas.

Decidí seguir metiendo la nariz en sus asuntos.

—Oye, de verdad creo que deberías contarle a alguien lo de la nota. Sea quien sea ese salido, parece peligroso.

Laura abrió el cajón de la mesilla de noche y echó un vistazo a su interior. La carta estaba encima de todo. Vi la marca de pintalabios a través del fino papel.

—Sólo es un pirado —afirmó—. Voy a tirarlas a la basura.

Cogió la nota, la rompió en pedazos tan pequeños como el confeti y espolvoreó con ellos el interior de la papelera.

Me inquieté.

—¿Tirarlas? ¿Es que hay más?

Laura se encogió de hombros.

—Sí.

—¿Cuántas?

—No sé. Puede que diez.

—¿Diez? ¿Cuándo empezó todo esto?

—Hace unas cuantas semanas.

—¿Aún las guardas?

Asintió.

—Quiero verlas —le pedí.

Laura suspiró teatralmente, como si yo estuviera haciendo una montaña de un grano de arena, y empezó a hurgar en el cajón. Sacó un pequeño fajo de papeles atados con una goma, la soltó y los desparramó encima de la manta.

No podía creer lo que veían mis ojos.

Algunas notas estaban escritas con pintalabios, como la otra. Todas eran obscenas y violentas.

Te voy a follar.

Cierra bien la puerta.

¿Vas a estar sola esta noche, puta?

También había fotografías. Quienquiera que hubiera hecho eso, las había recortado de revistas porno. Vi fotos en blanco y negro de hombres con penes enormes y mujeres complaciéndoles con la boca. Muchos de los anónimos estaban garabateados en las fotografías.

Tú también vas a chupármela.

¿Tu culo aún es virgen?

—¿Estás loca? —le espeté casi a gritos—. Tienes que llevar todo esto a la policía.

—No quiero empeorar las cosas. Las clases acaban dentro de poco y se acabará todo.

—Eso no lo sabes.

—Venga, no ha hecho nada. Sólo intenta asustarme. Es un simple fisgón que pretende molestarme. Y no pienso permitírselo.

—¿Tienes idea de quién puede estar haciendo esto? —le volví a preguntar.

—No. He hablado con algunos tipos, ya sabes, para ver si habían oído algo. Pensé que a lo mejor había estado fanfarroneando con sus colegas. Pero nadie pudo decirme de quién se trataba, y si lo sabían, no me lo dijeron.

—¿Se lo contaste a papá?

—¿Bromeas? Habría flipado. Y no se te ocurra chivarte, hermanita. Encima parecería que ha sido culpa mía.

Mientras la observaba, Laura empezó a romper todos los anónimos y las fotografías. Quise detenerla. Le dije que estaba cometiendo una gran equivocación, pero Laura siguió haciendo tiras, pedazos y trizas hasta obtener una montañita de restos que arrastró por encima de la cama y arrojó dentro de la papelera.

—Asunto concluido —dijo.