¿QUIÉN MATÓ A LAURA STARR?
Por Tish Verdure
4 de julio de 1977
Cuando llegué a casa, casi a medianoche, aún se oían los silbidos y estallidos de los fuegos artificiales del barrio. Por fin, la intensa lluvia había amainado hasta convertirse en llovizna y niebla, y las calles estaban animadas con celebraciones espontáneas. Los destellos de los fuegos artificiales se abrían como flores brumosas por encima de los árboles. Las bengalas silbaban. Los cohetes de botella aullaban. La noche de verano olía a caramelo y cerillas encendidas mientras yo permanecía de pie en el patio y contemplaba el arco iris de luces a mi alrededor. En la manzana de al lado se oían los chillidos alegres de unos niños que jugaban a ser indios sanguinarios. Yo estaba empapada y me sentía también como una salvaje.
Al levantar la vista vi la ventana de Laura, en el piso de arriba, a oscuras. No había signos de vida.
Entré sigilosamente en nuestra casa por la puerta mosquitera y seguí el rastro húmedo de unas pisadas desnudas a través del suelo de la cocina. Me movía en silencio. No quería que mi padre me oyera y me preguntara dónde había estado y qué había hecho esa noche. Mi boca podía mentir, pero mi cara no. Si me descubría allí, también me haría preguntas sobre Laura. ¿Dónde estaba? ¿Con quién estaba? No quería arriesgarme a que se repitiera lo de la noche anterior.
Papá y Laura. Una amarga discusión.
Subí las escaleras de dos en dos, me precipité en mi cuarto y eché el pestillo en cuanto entré. Me sentía confusa. Puede que así se sintiera uno cuando estaba bajo los efectos de las drogas. Con las luces apagadas me desprendí de la ropa empapada, que resbaló por mi piel sucia. Tenía los muslos magullados y doloridos. Estaban pegajosos por donde me había goteado eso. Me dolía el cuerpo por dentro, pero era un dolor agradable. El dolor de la primera vez.
Mi día de la independencia.
¡Oh, Dios, la píldora! No podía olvidarme, no esa noche. Rebusqué en el cajón de la ropa interior y encontré el envase de plástico rosa que ocultaba en el fondo. Pensé en tomarme dos, sólo para asegurarme, pero era una estupidez. También pensé en abrir la ventana de mi dormitorio de par en par y gritarle al mundo: «¡CINDY STARR YA NO ES VIRGEN!». Una verdadera estupidez.
Me puse unas bragas limpias, me metí de un brinco en los pantalones del pijama y me pasé por la cabeza una camiseta de Fleetwood Mac. No me duché ni me cepillé los dientes. Me tumbé sobre las mantas con los ojos abiertos como platos. De ningún modo iba a dormirme esa noche. Estaba demasiado llena de Jonny.
Lo había dejado en su casa después de marcharnos del parque. Su madre lo esperaba despierta. A ella no le gusto, pero sé por lo que ha tenido que pasar desde que perdió al padre de Jonny. Es lo mismo que le ocurrió a mi padre hace tres años, cuando mi madre murió. A la señora Stride le aterroriza perder a su hijo, puesto que Jonny es lo único que le recuerda a su marido. Y yo soy una amenaza. Ella sabe que le quiero. Vamos a casarnos; no sé cuándo, pero vamos a casarnos. Voy a alejarlo de ella.
¡Demasiadas cosas en la cabeza!
Me incorporé en la cama y me recogí la larga melena detrás de las orejas. Necesitaba hablar con alguien. No tengo precisamente un millón de amigas; siempre hay demasiado que hacer en casa para salir y pasar el rato con los amigos. Se me pasó por la cabeza bajar las escaleras y telefonear a Jonny de nuevo, sólo para escuchar su voz una última vez, pero lo más probable es que ya estuviera en la cama y fuera su madre la que respondiera, lo que, al fin y al cabo, no sería nada bueno.
Decidí hablar con Laura. La verdad es que no lo hago a menudo.
Lo cierto es que Laura y yo siempre hemos tenido una buena relación, pero no demasiado íntima. Yo tengo diecisiete años y ella dieciocho. Sólo estamos nosotras dos y, sin embargo, somos como imanes que se repelen entre sí. Yo soy la graciosa, la atleta, la coqueta, y Laura es la esquiva, la misteriosa y a la que le asustan los chicos. Ser lo contrario que tu hermana no resulta muy agradable. Siempre te miras en un espejo y piensas en lo que no tienes.
Laura lo ha pasado muy mal desde que mamá murió. Papá y ella se gritan constantemente. Casi siempre discuten sobre Dios. Laura dejó de ir a la iglesia después del accidente de mamá, como si Dios tuviera la culpa de que la perdiéramos. Papá dice que irá al infierno por haberle vuelto la espalda a Jesús. Oh, sí, de verdad que dice cosas como ésa. Papá siempre ha sido un cristiano-de-domingo-y-ca-misa-almidonada, sobre todo estos últimos años sin mamá. Afirma que Dios lo castigó por sus pecados. Yo creo que fue sólo un conductor borracho.
Y en cuanto a mí, después de que perdiéramos a mamá descubrí quién era yo. Sé cómo suena eso, pero tuve que tomar el mando, cocinar, limpiar, mantener el hogar unido. Decidí que había que elegir un rumbo en la vida y seguirlo, no hay más. Iré a la universidad, me casaré con Jonny, seré fisioterapeuta y ayudaré a la gente a recuperarse de heridas graves. Eso es, como mamá nunca pudo hacer. Laura tiene celos de que yo esté tan segura de adonde me encamino.
Me decidí a hablar con ella. Salí de la cama y me escabullí pasillo abajo hasta llegar a su cuarto. Imposible hacerlo en silencio, porque los tablones del suelo chirrían como brujas. Llamé con suavidad a su puerta.
—¿Laura?
La mayoría de noches la lámpara amarilla que había junto a su cama permanecía encendida hasta muy tarde, y lo más probable era encontrarla con un libro bajo la nariz. Esa noche no se colaba luz alguna por debajo de la puerta. Como no respondía, giré el pomo con cuidado y entré.
—¿Laura? —pregunté de nuevo.
No estaba allí. Aún no había vuelto a casa. Encendí la luz, lo que hizo que mis ojos se entrecerraran y parpadearan. Su dormitorio estaba como siempre. Laura era desordenada. Ropa en el suelo. Álbumes amontonados encima del tocador, junto al tocadiscos. Pósters de Carly Simón y Linda Ronstadt, combados en las esquinas clavadas en la pared. Libros por todas partes. Virginia Woolf. Sylvia Plath. Gail Sheehy.
¿Dónde se había metido?
Intenté recordar la noche en el parque. Laura y yo nos habíamos acercado juntas en coche hasta allí. Yo había quedado con Jonny después del partido de béisbol para bajar al lago a nadar. Sabía que esa noche iba a ser nuestra primera vez. Lo había estado planeando durante semanas.
Lo cierto es que, antes de que apareciera Jonny, Laura estaba rara. Hablaba de cosas espeluznantes y que yo no entendía. Luego me preguntó si era capaz de guardar un secreto. Le dije que por supuesto, que era capaz de guardar un secreto si tenía que hacerlo, lo cual es cierto. Sin embargo, no tuvo ocasión de explicarme de qué se trataba. Se marchó sola por el sendero. Era de noche. Llovía a cántaros.
Jamás debí dejar que se marchara.
Me dije a mí misma que todo iba bien. Laura tenía una cita con un chico. Igual que Jonny y yo. De ahí que esa noche se retrasara. Estaba a punto de salir de su cuarto cuando vi algo encima de la cama, y entonces supe que me había equivocado.
La carta era como los otros anónimos que habían llegado durante los dos últimos meses. Laura me dijo que se habían acabado. ¿Por qué me mintió? Desdoblé el trozo de papel y me quedé mirando la fotografía en blanco y negro granulada y los garabatos con tinta roja; casi me caigo de rodillas y me pongo a vomitar.
Mientras la sostenía en la mano, recordé algo más de la escena del parque. Antes de que estallara la tormenta, antes de que Jonny se reuniera con nosotras, Laura había dicho que había alguien escondido en el bosque.
Vigilándola.
Supe que tenía que volver allí.
Volé escaleras abajo con las llaves de mi coche. Aún llevaba puestos los pantalones del pijama y la camiseta. Era más de la una de la madrugada, y hacía mucho que la mayoría de los fuegos artificiales habían acabado y prendido el césped, salpicándolo de parches negros chamuscados. Conducía el Opel Manta de mi padre; las calles estaban vacías, así que atravesé a toda velocidad el resplandor grisáceo de la niebla. Tardé quince minutos en hacer el camino de vuelta al refugio del parque natural que hay junto a Tischer Creek. No reconocí ninguno de los automóviles que había en la maraña de maleza. El parque se extendía a mi alrededor, y estaba segura de que había chavales ocultos al amparo de la noche, haciendo lo mismo que Jonny y yo habíamos hecho poco antes.
No tenía ni idea de dónde encontrarla.
—¡Laura! —grité.
Creí escuchar un susurro. Empecé a asustarme y a sentirme como una mema por haber ido sola hasta allí. Me di impulso con los brazos, eché a correr hasta el centro del terreno embarrado que usábamos como campo de béisbol y empecé a dar vueltas en círculo intentando ver entre los árboles y los senderos a través de la neblina. Oí miles de grillos chirriando como locos. La hierba bajo mis pies era esponjosa y húmeda. Casi nunca llevaba zapatos en verano.
—¡Laura!
La oscura silueta de una garza con sus alas gigantescas y las patas extrañas y balanceantes pasó volando perezosamente por encima de mi cabeza. Mis gritos la habían enardecido. Descendió en picado hasta el agua fría del lago y desapareció. Tomé el mismo camino, en busca del hueco entre los árboles que llevaba a la playa sur, donde Laura y yo habíamos esperado a Jonny hacía pocas horas.
No llegué hasta ahí. A unos treinta metros me topé con algo en la hierba.
La zapatilla de Laura. Una Converse Flyer rosa.
La recogí, miré alrededor en busca de la otra y no la vi. Escudriñé el campo por si había algo más que fuera de ella, pero lo único que encontré fueron colillas de cigarrillo y botellines de cerveza. Sabía que tenía que adentrarme en el bosque si quería dar con Laura. Cerca de donde me encontraba con la zapatilla en la mano, vi un sendero que llevaba al norte a lo largo de la orilla del lago, entre los abedules. Una suerte de vínculo secreto entre hermanas me dijo que era por ahí por donde había ido.
El sendero me engulló en cuanto me adentré en él. La luna se esfumó. Caminaba con cautela, no quería hacer ruido puesto que desconocía lo que tenía delante de mí. No volví a llamar a Laura a gritos. El camino estaba cubierto por un lecho crujiente de pinaza. La lluvia goteaba a través de la envoltura de las copas de los árboles. El viento se reía por lo bajo entre los árboles y acariciaba mi nuca como un aliento cálido y húmedo.
Pasaron varios minutos. Habitualmente nunca tomaba esa ruta, así que el camino no me resultaba familiar. Mi mente recreaba historias de miedo sobre lo que se escondía en el bosque, a mi alrededor. No tenía ni idea de cuánto me había alejado ni de si debería haber tomado una de las intersecciones de los senderos que ascendían desde el lago. Si alguien hubiera estado a medio metro de distancia, ni siquiera me habría dado cuenta. Era la clase de sitio donde los monstruos parecen reales.
Vi un pálido claro en la oscuridad, allí donde los árboles eran más delgados. Una parte de mí deseaba darse la vuelta y regresar. No quería ver ese lugar secreto ni lo que ocultaba.
De alguna manera lo sabía. Simplemente lo sabía.
Oí el repiqueteo del agua sobre la arena mojada. Salí del bosque y fui a parar a un claro de unos veinticinco metros de ancho, una muesca en la vegetación allí donde el lago zumbaba por encima de una franja de playa que burbujeaba hacia los árboles en una media luna. Vetas doradas formaban ondas en el lago. Ahora veía con claridad, después de la oscuridad del sendero.
Mi mano salió disparada hacia mi boca y mi grito se quedó a medias.
Eché a correr.
—Laura —murmuré con voz ahogada.
Era peor de lo que había imaginado. Vi el bate de béisbol junto a su cuerpo, reluciente, brillante y pegajoso. Olí a cobre. Caí de rodillas, con los brazos extendidos y agitando las manos en el aire. Mis labios murmuraban como si pronunciaran una plegaria, y un quejido me retumbó en el pecho.
—Oh, no, no, no.
Estaba completamente roja. Roja por todas partes. Como si la hubieran ahogado en vino. Su hermoso cabello dorado presentaba el color de un pintalabios chillón. Colmillos carmesíes goteaban de las alas de la mariposa tatuada en su espalda desnuda. Tenía la piel cubierta de mosquitos, algunos vivos y otros muertos, atrapados en un charco de sangre e incapaces de despegarse del festín y emprender el vuelo. Su rostro estaba vuelto hacia mí, una mejilla en el lodo, pero allí ya no había una cara, ni una sonrisa, ni sus dulces ojos marrones, nuda de lo que había sido mi hermana. Le habían quitado la vida a golpes asestados a conciencia. Intenté imaginar la bestia que había hecho eso y no pude concebir a nadie con el corazón tan negro.
Puse una mano vacilante sobre su brazo. Tenía la piel anormalmente fría. La retiré como si la hubiera sumergido en pintura para dedos.
Entonces fue cuando lo oí. Un chasquido de ramas. Movimiento. Una respiración. No de Laura, sino procedente del negro bosque. Recogí el bate de béisbol del suelo y me levanté de inmediato. Clavé las uñas en el mango de cuero. Lo sostuve en alto ferozmente, dispuesta a blandirlo.
Había alguien detrás de mí…