En el fresco silencio del amanecer emprendieron viaje en la barca de Kamose, acompañados por Ipi y un contingente de guardias. El río corría con fuerza y al principio los remeros tuvieron que esforzarse para contrarrestar la rapidez de la corriente que golpeaba los costados de la barca, pero cuando la luz fue más clara empezó a soplar un viento del norte y el avance fue más fácil. Mesehti, Intef y los demás se instalaron juntos en unos cojines bajo el toldo, junto a la cabina; Ahmose estaba sentado a su lado con las piernas cruzadas, pero nadie hablaba. Kamose, en la borda, miraba la orilla del río que iba pasando, pero terna la atención fija en los hombres que estaban a sus espaldas. No creía que su silencio e inmovilidad fuesen el resultado del vino bebido en la modesta fiesta que les había ofrecido Aahotep la noche anterior. Tenían miedo y todos estaban concentrados en el análisis de su desesperada situación, tal vez pensando más en lo que podían perder que en las todavía imprecisas recompensas que la nueva alianza pudiera reportarles. Kamose también tenía miedo, pero el temor era su viejo compañero y se sentía capaz de darle la bienvenida y luego volverse para no ver su rostro gris.
Hor-Aha se encontraba de pie a su lado y su silencioso apoyo era un consuelo.
—¿Has avisado al alcalde de Pi-Hator de tu llegada, majestad? —preguntó por fin el general.
Kamose negó con la cabeza, sintiendo el cálido peso del pectoral de lapislázuli que le había entregado su joyero y que se movía sobre su pecho desnudo. Lo tocó y acarició sus curvas suaves. En la base, el dios de la eternidad, Heh, arrodillado sobre el signo heb. En sus manos extendidas sostenía la larga hoja de palma estriada que formaba los costados del ornamento y que representaba muchos años. Alrededor del cuello lucía la cruz ansada, símbolo de la vida. Sobre la cabeza de Heh, el cartucho real que incluía el nombre de Kamose estaba custodiado por las alas de la diosa Nekhbet, la señora de los muertos, buitre protector del rey del sur, y ella estaba enlazada en un abrazo con Uajat, la señora de las llamas, diosa serpiente del norte, la que escupía veneno a cualquiera que osara amenazar la santidad de la persona del rey. Todo el pectoral estaba hecho de lapislázuli engarzado en oro. A la espalda, colgado entre los omoplatos, lugar por el que los demonios podían atacar su cuerpo, el contrapeso del pectoral no contenía lapislázuli sino que era todo de oro, una forma oblonga en la que Amón y Montu estaban lado a lado, guardianes invencibles contra cualquier ataque de los dioses salvajes de los setiu. Sobre ellos se enroscaba la pluma delicada de Ma’at.
—No —contestó, poniendo la mano sobre los símbolos de su esperanza—. No quiero que esté informado de mis propósitos. Será mejor que lo cojamos desprevenido y lo deslumhremos con nuestra poderosa unión. No debemos fracasar en Pi-Hator. Si lo hiciéramos, los príncipes vacilarían aún más de lo que vacilan ahora, y lo que es peor, marcharíamos al norte con un posible enemigo a nuestras espaldas, lo cual sería preocupante. Pequeño quizá, pero hasta una espina puede causar una desagradable herida.
—Sin embargo, Pi-Hator me preocupa —confesó Hor-Aha—. Se encuentra demasiado cerca de Weset ¿Y si el alcalde decidiera atacar la ciudad mientras tú te encaminas al norte? Dejarás solas a las princesas para que se encarguen de la seguridad de tus dominios.
—Lo sé. —Kamose se volvió a mirarlo directamente, entornando los ojos para protegerlos del sol—. Es un riesgo calculado, amigo mío. Pero Pi-Hator no tiene guarnición de soldados. Allí los hombres son obreros de canteras y marineros. Si el alcalde quisiera marchar contra Weset, tendría que entrenar para la lucha a sus labriegos y esto, como bien sabemos, requiere su tiempo. Pondré un espía en la ciudad para que mantenga informada a mi madre durante nuestra ausencia. Eso tendrá que bastar.
Hor-Aha frunció los labios y asintió con la cabeza.
—Está todo en manos de los dioses, majestad. Si desean que triunfes, nada se interpondrá en tu camino.
Le hizo una reverencia, se alejó y se sentó en cubierta bajo la débil sombra que arrojaba la proa. Kamose permaneció donde estaba, observando el paso de Egipto.
Las dos colinas que se alzaban al fondo de Pi-Hator quedaron a la vista de los viajeros inmediatamente antes de la puesta del sol, cuando las últimas luces de Ra caían tras el horizonte y el cielo pasaba de un azul oscuro a un rosado sobre el que las colinas se destacaban, negras y rugosas. Entre ellas y el río se alzaba la ciudad, una confusión de edificios de adobe separados por calles angostas. En el centro se erguía el templo de Hator; sus pilones de piedra y su fachada de columnas arrojaban largas sombras hacia la orilla del Nilo, donde los escalones del embarcadero se extendían a lo largo de todo el pueblo. Kamose, sentado con los demás después de comer, se inclinó hacia delante y pudo ver con claridad la isla en la profunda bahía costera. En la ciudad reinaba una confusión distinta. Los muelles se internaban en el agua como los radios de una rueda de carro, y junto a ellos se alineaban embarcaciones de todo tipo, algunas de cedro, otras de junco, algunas a la espera de que las calafatearan, otras puestas en la arena de la bahía como monstruos marinos que mostraban sus flancos dañados. El humo de las hogueras lanzaba una leve neblina sobre la pacífica escena y se mezclaba con la alegre actividad reinante. Kamose se puso de pie.
—Encuentra un amarradero hacia el norte, lejos de las barcas que descargan a los obreros de la isla —ordenó al capitán—. Hor-Aha, selecciona cuatro soldados para que nos acompañen y ordena a los otros que custodien la embarcación. Ni ellos ni los marineros deben conversar con ningún ciudadano curioso que pase por aquí. Una cosa es venir a visitar al administrador de Pi-Hator —le explicó a Ahmose, que se había acercado C y otra muy distinta dar pie a un rumor prematuro que podría perjudicarnos. Si los príncipes han terminado de cenar, podemos prepararnos para desembarcar.
La embarcación rozó los escalones del embarcadero y, a una orden concisa del capitán, un marinero saltó a tierra, cuerda en mano, para amarrarla a uno de los postes hundidos en el río. Otros pusieron la rampa. Con una respiración honda y lenta, Kamose miró a sus acompañantes, pero no había nada que decir. La rampa quedó asegurada a los escalones del embarcadero y, uno a uno, todos fueron bajando.
Precedidos por dos guardias y seguidos por otros dos, recorrieron la calle que llevaba directamente del Nilo al templo. La multitud con la que se cruzaron se alejaba del centro, todos deseosos de llegar a sus casas después de un día de trabajo, y las conversaciones que llegaban hasta el grupo eran alegres. No dispensaron a Kamose y a sus acompañantes nada más que miradas amistosas. En Pi-Hator estaban acostumbrados a recibir visitantes de Kush o del Delta que iban por asuntos de los inspectores del rey.
Kamose sabía que los despachos del alcalde y de sus asistentes se encontraban detrás de los dominios de Hator, al borde del parque dedicado a reuniones públicas y celebraciones de la ciudad. Abrigaba la esperanza de que el hombre no se hubiera retirado ya a su casa, porque cuando él y los príncipes se acercaron al templo, ya se encendían las antorchas y las lámparas titilaban en los abiertos portales. La noche se acercaba. Bajo la negra sombra del alto pilón, doblaron a la izquierda, siguieron su camino junto a la pared exterior de Hator y por fin llegaron al parque. Lo cruzaron y Kamose notó con alivio que aún había luz en el despacho del alcalde y que un sirviente estaba sentado junto a la puerta de entrada. Al verlos llegar, el hombre se puso de pie y les hizo una torpe reverencia, y el grupo de recién llegados se detuvo.
—¿Tu amo está dentro? —preguntó Kamose.
El sirviente se aclaró la garganta.
—Sí, mi señor —contestó con incertidumbre—, pero ya ha terminado su jornada de trabajo.
Kamose hizo una seña con la cabeza a uno de los guardias.
—Lleva a este hombre a la taberna más cercana —ordenó—. Cómprale una cerveza y comida. No lo pierdas de vista hasta que te mandemos llamar.
—Pero, señor, yo no puedo dejar mi banco —protestó el sirviente—. ¿Quién eres tú? Permite que te anuncie.
—No es necesario —Kamose sonrió y a otra señal suya el soldado se adelantó y lo cogió del brazo con amabilidad pero con firmeza y se lo llevó mientras el sirviente no paraba de poner objeciones—. Ya nos hemos librado de un par de oídos —dijo Kamose—. Entremos.
El alcalde de Pi-Hator se levantaba entonces de su silla, detrás de un escritorio imponente que prácticamente ocupaba toda la habitación. Era un hombre encorvado y de corta estatura y tenía las manos manchadas, el rostro arrugado y el cráneo pálido. Su escriba también se levantaba del lugar donde había estado sentado, a los pies de su amo, con la escribanía en una mano y un rollo de papiro en la otra. Era evidente que acababan de completar un dictado. Ambos estaban cansados y con la ropa amigada, y un instante antes de que se dieran cuenta de su presencia, Kamose pensó en lo pesada que debía de ser la tarea de aquel hombre a causa de la doble naturaleza de la industria de la ciudad. No sería ignorante ni fácil de aplacar.
—¿Eres Het-Uy, alcalde de Pi-Hator? —preguntó con amabilidad. Het-Uy asintió, y en sus ojos oscuros había una expresión de perplejidad al ver a los hombres adustos que se alineaban ante él y después a los tres guardias que los escoltaban, uno de los cuales permanecía en la puerta.
—Sí, soy yo —dijo con lentitud—. Pero ¿quiénes sois vosotros y qué negocios tenéis conmigo? ¿Dónde está el sirviente que debía haberos anunciado? —Entornó los ojos—. Creo que me dirijo al príncipe de Weset, ¿verdad?
Su sorpresa inicial acababa de dar paso a la desconfianza.
—Así es —contestó Kamose sin vacilar—. Soy Kamose Tao. Me acompañan mi hermano Ahmose y los príncipes Me-sehti, Intef, lasen, Makhu y Ankhmahor. Éste es mi escriba, Ipi. Despide al tuyo, Het-Uy. Debemos conversar contigo de un asunto urgente y en privado. Puedes tomar asiento.
El alcalde hizo lo que le pedían, volviendo a instalarse en la silla detrás del escritorio. Puso las palmas de las manos en el escritorio y las dejó quietas. Kamose notó que no le temblaban los dedos, y tampoco la voz cuando le contestó.
—Mi escriba es discreto, como todos los buenos escribas —objetó—. Me perdonarás, príncipe, si te pido que se quede. Tú estás privado de tus derechos civiles y desterrado, y sería sabio que yo tuviera un testigo para cualquier negocio que desees tratar conmigo. Tu repentina aparición, que no ha sido precedida por el mensaje formal de un heraldo, en realidad sin advertencia alguna, no indica que este sea un asunto frívolo ni una visita social.
—Serás más sabio si haces lo que te ordeno —replicó Kamose con una irritación que estaba lejos de sentir. Het-Uy sería difícil—. El juicio del rey con respecto a mi destino no será efectivo hasta dentro de otras dos semanas. Por ahora sigo siendo príncipe de Egipto y tú, Het-Uy, no eres más que un alcalde. Ordena a tu escriba que salga. ¡Guardia! —El soldado apostado en la puerta se volvió—. Ve al otro despacho y trae sillas. Nos sentaremos todos.
Kamose volvió a mirar al alcalde. Alzando las cejas y a regañadientes, Het-Uy asintió en dirección a su escriba. Con una inclinación dirigida a su amo y otra a los recién llegados, el hombre salió, retrocediendo con la escribanía apretada contra el pecho. De inmediato, Ipi se sentó en el suelo, se puso la escribanía en las rodillas y se preparó para escribir. Aparte de los pequeños ruidos que hizo al abrir la caja de pinceles, destapar la tinta y desenrollar el papiro, en la habitación reinó un silencio total. Las manos del alcalde seguían inmóviles en el escritorio. Observaba con expresión inescrutable cada uno de los rostros solemnes que tenía ante sí. «¡Ojalá pudiera conquistar la lealtad de este hombre! —pensó Kamose—. Posee una gran fuerza interior, pero está toda dedicada a Apepa. La pena y la tristeza de estos días es que hombres como éste, inteligentes, honrados e incorruptibles, se hayan convertido en los enemigos del mismo país que creen defender. Se encuentran fuera de los límites de Ma’at y ni siquiera lo saben».
El guardia regresó con las sillas pedidas por Kamose y se produjo una distensión general cuando los príncipes se instalaron en ellas. El guardia regresó a su puesto, bloqueando la puerta. Kamose tocó el hombro de Ipi y cogiendo una de las lámparas que había en la mesa, se la alcanzó.
—Recita la oración de Tot —le indicó—. Toma nota. —Cruzó las piernas y miré directamente al alcalde—. He venido a pedirte que firmes conmigo un convenio de no intervención —dijo sin preámbulo alguno—. Mi familia se encuentra bajo un decreto de destierro de Apepa, pero he decidido no permitir que sus miembros sean diseminados y que se confisquen mis tierras. La sangre de los Tao es antigua y honorable y no puede sufrir tal ultraje final. Tengo intención de regresar esta misma noche a Weset y de comenzar dentro de dos días una campaña contra los invasores. Antes de la próxima inundación pienso sitiar Het-Uart.
Por fin había logrado que el alcalde perdiera la compostura. El hombre abrió mucho los ojos y sus manos se deslizaron hacia el borde del escritorio, al que se aferró como si la sorpresa le hubiera causado un espasmo.
—Estás loco, príncipe —dijo con voz ronca—. ¿Repetirás el grave error que cometió tu padre? Seqenenra fomentó la revuelta y murió. Por el bien de la Doble Corona y de Egipto, el Uno ha sido más indulgente contigo de lo que nadie creía en el país. Lo único que puedes conseguir es tu derrota y la ejecución de todos los de tu casa. ¿Qué quieres decir con eso de no intervención?
A pesar de lo que decía, miraba inquisitivamente a todos los acompañantes de Kamose y finalmente apoyó las manos en las rodillas.
—No te pido más que esto —siguió diciendo Kamose con seguridad—: Que jures que permanecerás aquí, en Pi-Hator, y que te ocuparás de los asuntos de la ciudad, y no harás la guerra a Weset mientras yo estoy ausente ni impedirás el paso de ninguno de mis mensajeros que se dirija más al sur.
—¡Es ridículo! —casi gritó Het-Uy—. ¡Mi deber es informar enseguida de esto a mi rey y luego sentarme a verte morir! Alteza, todos lamentamos la caída en desgracia de tu casa —continuó diciendo ya con más tranquilidad—. Durante años y años tu linaje ha estado enraizado en la tierra de Egipto. Sin embargo, tu padre cometió traición y ahora tú piensas hacer lo mismo. ¡Por tus antepasados, por tus descendientes todavía no nacidos, no permitas que una sangre tan ilustre se hunda para siempre en el fango de la ignominia!
—Mis antepasados fueron dioses de Egipto —dijo Kamose sin alterarse—. Fueron reyes. ¿Por qué no soy yo rey, Het-Uy? Respóndeme. —Apoyó los codos en el escritorio y se inclinó hacia delante para que su rostro y el del alcalde quedaran a la misma altura—. No puedes responder porque las únicas palabras que podrías pronunciar hablarían de la misma traición de que acusas a mi padre. Tendrías que decir que no soy rey porque los extranjeros han conquistado esta tierra y sus jefes se han proclamado reyes. ¡Niégalo, si puedes! —Pero Het-Uy sólo lo miró en silencio y Kamose lanzó un suspiro y se irguió—. Ya tengo cien embarcaciones en las aguas del Nilo en Weset —continuó diciendo con sinceridad—. También tengo una división de soldados esperando embarcarse en ellas. Si me niegas este acuerdo, me veré obligado a traer aquí a mi ejército y a destruir Pi-Hator antes de marchar hacia el norte. No he desperdiciado el tiempo que Apepa me concedió tan bondadosa y cándidamente, Het-Uy, y tampoco tengo intención de perder más tiempo aquí. ¿Sí o no? —El alcalde palideció y miró a Mesehti, que estaba sentado a la derecha de Kamose. Éste decidió presionarlo más—. Estos príncipes ya me han jurado su lealtad y han puesto sus propias huestes a mi disposición —explicó en tono agrio—. Pregúntales, si dudas de mi palabra. ¡Pregúntales!
Pero el alcalde negó con la cabeza.
—Eres valiente pero estás loco, príncipe —logró decir—. Y estos grandes hombres que te acompañan pagarán un alto precio por su llamada lealtad. Apepa os aniquilará a todos. Vosotros no parecéis comprender que si yo cumpliera con cualquier acuerdo que me obligarais a firmar, estaría buscando que se me atribuyera mi propia porción de la ira justificada del Uno.
«¡Ya lo tengo!», pensó Kamose con júbilo. Pero se cuidó de permitir que el alivio se le notara en el rostro.
—No es así —dijo—. No estoy pidiendo un apoyo activo a ti ni a tu ciudad. Lo único que quiero es la seguridad de que no atacarás Weset. De todos modos te resultaría difícil hacerlo puesto que no cuentas con soldados, sólo con hombres que trabajan en canteras y en embarcaciones. Si Apepa me venciera, eso te liberaría de toda culpa. Pero si yo lograra llegar hasta Het-Uart y le arrancara la Doble Corona, mostraré mi gratitud al hombre y a la cuidad que no impidieron mi victoria. De una o de otra manera, Pi-Hator no podrá ser acusada denada.
Se produjo otro silencio. Het-Uy parpadeó, suspiró, miró al techo y luego bajó la vista hasta su regazo. Ipi tenía el pincel preparado para escribir. Las sombras dejaron de danzar por la habitación; Luego el alcalde respiró hondo y soltó el aire con fuerza.
—Muy bien, príncipe —dijo airado—. Tendrás tu acuerdo: dos copias, una para ti y otra para que yo la esconda. ¡Pero no lo hago de buen grado!
—Por supuesto que no —dijo Kamose sonriendo—. Te lo agradezco, Het-Uy. Como contaba con tu cooperación, ya he dictado el documento del que Ipi ha hecho una copia. —Hizo una seña al escriba, que buscó dentro de su bolsa de cuero y le pasó dos delgados papiros al príncipe, quien puso uno en la mano que extendía el alcalde—. Como puedes ver —reiteró Kamose con tranquilidad—, no contiene nada de lo que no hayamos hablado. Ha sido redactado de una manera muy sencilla.
Het-Uy desenrolló el papiro, lo leyó y levantó la vista.
—No tienes ninguna garantía de que no romperé este acuerdo en el acto y se lo mandaré al rey con una advertencia —comentó—. Después de todo, me has amenazado y presionado para que cometa esta traición y mi conciencia no se ofendería si decidiera traicionarte.
Kamose lo miró a los ojos.
—Pero no romperás este acuerdo —dijo en voz baja—. Aunque sea sin desearlo, me has dado tu palabra y eres un hombre honorable. Lo respetarás tanto tiempo como puedas sin que tenga repercusiones, y eso es todo lo que te he pedido, Het-Uy. Sin embargo, todos los mensajeros y heraldos procedentes del sur que pasen por Weset serán detenidos e interrogados. En estos días oscuros, creo que se me perdonará por no confiar sólo en cosas escritas o dichas. Ipi, pásale un pincel al alcalde. —Het-Uy apretó los labios, convirtiéndolos en una línea delgada. Sin más comentarios, cogió el pincel que Ipi le alcanzaba. En aquel momento le temblaba tanto la mano que una gota de tinta negra manchó el escritorio. Kamose cogió el papiro que el alcalde acababa de firmar, se lo pasó a Ipi y le entregó el otro, observándolo mientras volvía a escribir su nombre—. Este debes guardarlo —ordenó, poniéndose de pie—. Y ahora no te insultaremos aceptando tu hospitalidad. Larga vida, Het-Uy.
Los demás también se habían puesto de pie. Het-Uy les hizo una reverencia forzada, pero sin devolver el saludo, y Kamose se apresuró a salir del despacho.
Envió a uno de los guardias a buscar a su compañero en las tabernas y se puso a caminar por la calle. Ya era de noche. De las puertas abiertas de las casas se proyectaba luz amarilla sobre el polvo, que parecía llevarse consigo las carcajadas y conversaciones que se oían y eran devoradas por la oscuridad. Leves cantos le llegaban desde el recinto sagrado del templo de Hator, pero la dulce y aguda voz femenina que oyó sólo le recordó que debía advertir a su madre que era necesario mantener una estricta vigilancia sobre el tráfico del río y que prestara mucha atención a los informes del espía que pondría en la ciudad de Pi-Hator.
—¿Crees que nos ocasionará problemas? —lasen tradujo a palabras los pensamientos de Kamose, pero fue Ahmose quien contestó:
—No. Het-Uy verá su problema como un asunto moral, no como una cuestión de conveniencia, y se sentirá atrapado entre sus obligaciones hacia Apepa y el compromiso que acaba de firmar. Este asunto le quitará el sueño, pero no hará nada. Es lo que les sucede a los hombres cuando deben escoger entre lo que está bien y lo que les está prohibido y se sienten impotentes cuando los brazos de la balanza están equilibrados.
—Es un buen hombre —comentó Intef al llegar a los escalones del embarcadero iluminados por antorchas, donde doblaron hacia la izquierda.
Kamose observó el perfil indistinto de la isla, y más allá, la línea de la orilla oriental. «Un buen hombre —pensó—. Muchos son buenos hombres. ¿A cuántos buenos hombres tendré que matar para lograr un bien mayor?». Se sintió invadido por una oleada de depresión, una sensación de inutilidad contra la que estaba cansado de luchar.
Contestó a la llamada del capitán y subió la rampa.
—Llévanos otra vez a casa —ordenó—. No tiene sentido pasar aquí la noche, a menos que esté demasiado oscuro para el timonel.
El capitán miró el cielo.
—La luna está en cuarto creciente —contestó—, y nos moveremos a favor y no en contra de la corriente. Creo que podemos emprender viaje, príncipe.
Kamose asintió con la cabeza. Los demás ya se habían instalado en los cojines, bajo la lámpara que colgaba a popa, y bebían con alivio evidente el vino que se les ofrecía, mientras el cocinero se inclinaba sobre el brasero. El aroma tentador del pescado asado llegó al olfato de Kamose. Uno de los marineros comenzó a cantar y su voz se escuchaba mezclada con las órdenes de navegar y hacerse cargo del timón y el golpe de la rampa al ser retirada. La barca tembló bajo los pies de Kamose.
Kamose se dirigió a la cabina y, una vez dentro, echó la cortina y permaneció un instante en la más completa oscuridad. No le gustaba lo que se había visto obligado a hacer con el alcalde de Pi-Hator, «pero esto —pensó sombríamente— es lo menos que me tocará hacer en nombre de la libertad durante los meses venideros. Amón, concédeme la resolución necesaria para ser despiadado sin destruir mi ka, la sabiduría necesaria para discernir al amigo del enemigo cuando ambos me hablan en el acento de mi amado país». Se sentó en el suelo con las piernas encogidas, puso la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Las voces alegres de sus amigos, sus aliados, le llegaron mezcladas con el entrechocar de las jarras de vino con las copas, el lento y rítmico golpear de los remos en el agua, los intermitentes cantos del marinero, todo lo cual formaba parte de la dulce realidad de una noche de Egipto que llenaba su ka con un fuerte deseo de recuperar lo perdido. Jamás se había sentido tan solo.
Poco después de medianoche el capitán hizo entrar la embarcación en una pequeña bahía para que los remeros pudieran descansar. No volvieron a avanzar hasta el amanecer, y la barca atracó en el embarcadero de Weset en la tarde de aquel mismo día. Las líneas bajas y elegantes de la barca quedaban empequeñecidas al lado de las enormes barcas de juncos que se mecían a su lado. De inmediato Kamose ordenó a Hor-Aha, Ahmose y los príncipes que cruzaran el río.
—Quiero que aprobéis el entrenamiento de las tropas —explicó—. Hor-Aha es mi jefe supremo y él y Ahmose han estado entrenando a los hombres, pero me gustaría que me dierais vuestra opinión con respecto a su preparación. Hor-Aha, busca a Baba Abana. Es un avezado navegante y nos dará su opinión con respecto a la forma en que nos conviene distribuir las tropas en las barcas. Debemos ocuparnos de todo lo que se refiera a nuestra eficacia en el río. El tiempo es ahora nuestro enemigo. Pase lo que pase, debemos iniciar nuestra ofensiva pasado mañana.
Se separó de ellos y fue andando hacia la casa en compañía de sus guardias, pero antes de que llegara lo recibió su criado con una mirada interrogante.
—Busca a mi madre y a Tetisheri —le indicó—. Me dirigiré a sus aposentos antes de comer. Quiero ver de inmediato al escriba de asambleas en mi despacho. Y trae cerveza, Akhtoy. Tengo mucha sed.
El despacho estaba fresco y silencioso. Kamose se hundió en la silla que tantas veces había ocupado su padre y durante un momento sintió la atmósfera de tranquilidad y orden que eran parte importante del carácter de Seqenenra, pero se negó a sucumbir a la tentación de cerrar los ojos y dejarse llevar por su paz. «¿Envío a los príncipes a sus provincias para que se me adelanten o los mantengo a mi lado? —se preguntó—. ¿Puedo confiar por completo en ellos o sólo hasta que mi campaña tropiece con dificultades? ¿Recibirán órdenes de Hor-Aha con humildad o su orgullo se alzará en discusiones y hostilidad ante un sencillo medjay? Los cinco mil medjays que trajo Hor-Aha son buenos guerreros, pero no tienen disciplina ni están acostumbrados a la vida militar. Hor-Aha sabe cómo hablarles, pero ¿podrá dirigir a soldados egipcios? Debo recordarle que no nombre oficial a ningún medjay por encima de los soldados nativos, por más capaces que aquellos demuestren ser. ¿Estaré equivocado? ¿Es más importante ascender a los buenos instructores que preocuparse por los sentimientos que puedan reinar en las tropas?».
Empezaba a dolerle la cabeza, y cuando Akhtoy se presentó con una jarra de cerveza, bebió agradecido. El escriba de asambleas llegó pisándole los talones al criado. Kamose recibió su reverencia, le pidió que tomara asiento y le acercó la jarra y una copa.
—Supongo que ya debes de tener un cálculo exacto de las provisiones que podremos cargar en las embarcaciones y del tiempo que nos durarán —dijo—. Dime cuáles son tus cálculos.
El hombre terminó de servirse la cerveza y bebió un trago comedido.
—Obedeciendo tu orden, alteza, he hecho vaciar los graneros y guardar en bolsas la fruta seca y las verduras conservadas. He calculado que serán distribuidos entre cinco mil medjays y veinticinco oficiales superiores, y éstos, por supuesto, tendrán derecho a un alimento mejor que el de los soldados rasos. Los hombres del desierto pueden subsistir con menos comida que los egipcios, pero no me pareció inteligente presuponer que tú esperarías que lo hicieran.
El escriba sonrió y Kamose le devolvió la sonrisa.
—Tienes razón —convino—. Tampoco quiero que mis oficiales y yo disfrutemos de festines mientras los hombres tienen que conformarse con pan y cebollas.
—Pero sin duda, alteza, un poco de vino, una sencilla fuente de pasteles…
Kamose alzó una mano.
—Un poco de vino, tal vez. Pero recuerda que no hacemos una marcha punitiva a Kush. Las antiguas reglas no se aplican.
El escriba suspiró.
—Es un detalle, alteza. Según mis cálculos, podremos alimentar al ejército con pan, queso de cabra y algunos higos secos todas las mañanas, y por la noche les ofreceremos pan, rábanos, ajo y cebolla, un puñado de garbanzos y un poco de miel. Al anochecer los remeros podrán pescar y los peces que obtengan se añadirán a esta dieta. Creo que hay aceite en abundancia y suficiente cerveza. Aparte del pescado, no será necesario cocinar nada, de manera que las comidas no demorarán la marcha.
—¿Cuánto tiempo durarán las raciones?
El escriba se encogió elocuentemente de hombros.
—Lo he mirado desde el ángulo más pesimista —contestó—, suponiendo lo peor. Sin añadir provisiones de las provincias de tus príncipes, lo que tenemos nos durará dos semanas. Ordené a mis hombres que sólo tomaran las reservas de granos y frutas de tus campesinos, para que las mujeres y los niños puedan sobrevivir durante los próximos dos meses hasta la cosecha.
—Dos semanas —repitió Kamose—. Y dos días después de salir de Weset estaremos en el amarradero de Qebt y luego en Kift, ambos pertenecientes a la provincia de Herui y ambos gobernados por Intef. Asegúrate de llevar contigo suficientes subalternos para poder organizar con rapidez la carga de provisiones en esas ciudades. Está bien, muy bien. Encuentra a Paheri, el alcalde de Nekheb, que está en la orilla occidental con el ejército. Dile, como escriba de asambleas, que mande a buscar a Nekheb todo el natrón de que la ciudad pueda prescindir. Se produce allí, de manera que seguramente nos proporcionará bastante. Tendremos que llevar; nos hará falta para lavarnos. —Las miradas de ambos se encontraron y Kamose supo que el escriba se hacía eco de su mismo silencioso pensamiento: «También nos hará falta para los entierros»—. Eso es todo —dijo finalmente—. Puedes comenzar a cargar las embarcaciones. Te queda un solo día más para completar la tarea. Gracias.
El hombre se puso de pie de inmediato, hizo una reverencia y salió del despacho. Kamose también se puso de pie y se estiró hasta que su espina dorsal crujió.
La luz de la habitación había adquirido un fulgor rosado. Ra caía con lentitud en la boca de Nut y había llegado la hora de hablar con las mujeres y mandar a buscar a los príncipes a la orilla opuesta. A Kamose le habría gustado bañarse y cambiarse el shenti, pero estos placeres tendrían que esperar. Bebió la cerveza que quedaba en la copa del escriba antes de cerrar la puerta del despacho y salir.
Tres cabezas se volvieron a mirarlo expectantes cuando fue admitido en las habitaciones de su abuela. Tetisheri estaba sentada, muy rígida, en una silla que había al lado del lecho y terna las piernas juntas y las manos cargadas de anillos sobre el regazo. Aahotep ocupaba el banco colocado frente al tocador de su suegra, vestida con una amplia túnica blanca. A sus espaldas, Isis, que sujetaba varias horquillas con los labios, ordenaba la abundante cabellera de su ama en un moño. Aahmes-Nefertari había dispuesto unos cojines en el suelo y estaba recostada en ellos. Al ver entrar a su hermano, se levantó y se le acercó con expresión preocupada. Kamose las miró a todas con expresión muy seria.
—Os quiero mucho —dijo—. Y sé que vosotras me amáis a mí. No, Isis. —Se volvió hacia la sirvienta, que se disponía a salir—. Puedes quedarte. —Volvió a mirar a las mujeres de su familia—. Ya sabéis lo que he planeado —continuó diciendo—. Pasado mañana parto de Weset con mi ejército. Ninguno de nosotros debe mirar atrás. Este es el mes del nacimiento de Apepa y también el aniversario de su Aparición. Habrá celebraciones en todo Egipto, pero sobre todo en el Delta. No puede haber un momento mejor para iniciar una guerra de reconquista. No sé cuánto tiempo estaré ausente. —Extendió las manos—. Todo está en la sabiduría de Amón y debemos confiar en él. Weset y sus provincias quedan en vuestras manos. Os estoy pidiendo que aceptéis una tremenda responsabilidad. En primer lugar, tendréis que organizar a las labriegas para que cosechen los campos y los viñedos. En segundo lugar, será necesario ejercer una observación constante del tráfico que llega del sur. Habrá que interceptar cada embarcación, cada papiro debe ser abierto y leído, sin excepción. Recordad que Pi-Hator apoya a los setiu y, a pesar de nuestro tratado, es posible que el alcalde intente hacer llegar mensajes a Het-Uart. Incluso existe la posibilidad de que intente atacaros. He prescindido de cien soldados para que permanezcan con vosotras. Lamento que sean tan pocos, pero si hacéis uso de ellos con sensatez, creo que podréis contener a un ejército de carpinteros y canteros.
Vio que el pánico se dibujaba en los ojos de su hermana, pero que su madre fruncía el entrecejo con expresión soñadora y Tetisheri continuaba mirándolo con fría inmovilidad.
—El sumo sacerdote y sus sacerdotes inferiores lucharán si es necesario —dijo la anciana—, y los jardineros tienen fuertes músculos. No hay tanta diferencia entre una espada y una azada. No te preocupes por nosotras, Kamose. Somos perfectamente capaces de dirigir esta provincia en tu ausencia y, si fuera necesario, de repeler a algunos descontentos.
—Debéis enviarme informes periódicos —pidió Kamose—. Incluid todo en ellos, desde los progresos de la cosecha hasta el olor que tiene el viento. Ofreced sacrificios a Amón en mi nombre todos los días.
Aahmes-Nefertari se movió, inquieta.
—¿Y Tani? —susurró—. ¿Tan pronto la has olvidado, Kamose?
Él se le acercó y la tomó por los hombros.
—¡No! —exclamó con vehemencia—. Pero Tani sabía lo que yo pensaba hacer y aceptó cualquier consecuencia que mis acciones pudieran tener sobre ella. Tani es una Tao, lo mismo que tú, Aahmes-Nefertari. —La soltó y le pasó los dedos con suavidad por la cabeza—. Tal vez te consuele saber que no creo que Apepa se vengue en ella. Eso pondría en su contra a muchos egipcios, que de otra manera tal vez lucharían a su lado. Una cosa es castigar a un príncipe; otra muy distinta, ejecutar a una princesa.
Tetisheri gruñó en señal de acuerdo.
—Apepa es bastardo y tiene la moral de un bastardo —declaró—, pero en lo que se refiere a su propia conservación es un lince. No hará daño a nuestra Tani.
Aahotep no había hablado todavía, pero en aquel momento, mientras Isis le ponía la peluca y tomaba la corona dorada, dijo:
—Ahora usas lapislázuli, Kamose. Te diriges al norte como un rey. La sucesión debe asegurarse en caso de que mueras. —Le había costado mucho decirlo y la boca generosa le temblaba cuando levantó la vista para mirar a su hijo—. ¿Firmarás un contrato matrimonial con tu hermana y lo consumarás antes de partir?
Kamose negó con la cabeza.
—Ya he arreglado este asunto con Ahmose —contestó—. Tú lo amas, Aahmes-Nefertari, y si vuelve será un buen padre para Ahmose-Onkh. No hay tiempo suficiente para las festividades que deberían acompañar un matrimonio real, cosa que lamento, pero mañana Ahmose y tú iréis al templo y recibiréis la bendición del dios, y mañana por la noche debéis acostaros juntos. ¿Lo aceptas?
La muchacha inclinó la cabeza.
—Pero ¿y tú, Kamose? —preguntó—. ¿Qué harás tú? ¿Quiere decir que nunca te casarás?
—No lo creo —contestó Kamose mientras se preguntaba qué pensarían ellas si les confesara que estaba enamorado de un fantasma que lo obsesionaba en sueños—. Siempre he sido una persona solitaria y agradezco que Ahmose esté tan dispuesto a cumplir mi obligación.
Al oírlo, Aahmes-Nefertari sonrió y él se encaminó hacia la puerta.
—Esta noche agasajaremos a los príncipes por última vez —dijo al llegar a la puerta—. Debemos llenarnos de buen vino, deleitar con música nuestros oídos y ponernos conos de aceites preciosos sobre la cabeza. Disfrutaremos de la vida.
Mientras caminaba por los corredores silenciosos hacia sus aposentos, mil preocupaciones luchaban por obtener su atención, pero Kamose se negó a pensar en ellas. «Ahora no —contestó a su clamor interior—. Es el momento del agua caliente y del lino real, de la pintura de ojos y de la alheña en las palmas de las manos, de un abrazo final que unirá el pasado con el presente antes de que el futuro extienda sobre nosotros sus alas sombrías».
De pie en la sala de baños, mientras lo lavaba su sirviente personal, obligó a su mente a someterse a los mensajes de sus sentidos: el gorgoteo del agua perfumada que corría por sus miembros y desaparecía por el desagüe del suelo, la fricción vigorosa de una toalla sobre el pecho, el repentino e intenso aroma de loto cuando el sirviente destapó un frasco de aceite.
A una petición susurrada del sirviente, Kamose tomó asiento en un banco y deliberadamente disfrutó de sus sentidos antes de relajarse bajo la frescura de las manos que le untaban el aceite. Entonces lo asaltó un pensamiento, agudo y doloroso como la herida de un cuchillo. «Es ahí por donde atacan los demonios, ahí, entre los omoplatos. También los sicarios, a menos que uno ignore completamente el peligro que corre, tal vez dormido o sumido en profundas meditaciones. ¡Oh, padre, que sin duda estás ahora sentado en paz bajo el sagrado sicomoro donde gobierna Osiris, ora por mí! Y tú, Si-Amón, hermano mío, muerto por tu propia mano, ¿dónde estás? Una oración de tu ka a los dioses, ¿me traería una bendición o una maldición?». Lanzó un quejido y las manos de su sirviente se detuvieron.
—¿Te he hecho daño, príncipe? —preguntó, solícito.
Kamose negó, con la cabeza sobre la angosta almohada. «Es mi corazón el que me hiere —contestó en silencio—, y por más que lo intente no puedo borrar esa angustia. ¡Ojalá que esta noche el vino sea bueno y fuerte!».
Aquella noche el salón de recepciones estaba casi lleno porque Kamose no sólo había invitado a los cinco príncipes sino a sus oficiales, al alcalde de Weset con sus administradores y sus esposas y a los sacerdotes de Amón. Las mesas pequeñas, esparcidas por el espacio de suelo de mosaico, estaban cubiertas de flores que temblaban a causa de las corrientes de aire y llenaban con su aroma la habitación. Todas las lámparas que Aahotep había reunido convertían la noche del salón en un día dorado. No había sombras. Los sirvientes se inclinaban con jarras de vino sobre los invitados, que alzaban sus copas con ansiedad. Otros servidores se abrían paso entre el bullicio con bandejas cargadas con los últimos manjares que le quedaban a la familia. Pato, pescado y gacela ahumados servidos con hojas de cilantro fresco; tallos de apio, hojas de perejil y montones de garbanzos dispuestos sobre escarolas. Se ofrecieron higos con miel, pequeños pasteles y cerveza sazonada con granadas y menta. Los músicos de Kamose tocaban con entusiasmo, aunque las melodías que ejecutaban casi se perdían en el clamor circundante.
La familia ocupaba el estrado. Las mujeres y los dos hermanos lucían los linos más coloridos y se adornaban con las escasas alhajas que les quedaban. Con los ojos teñidos de galena negra y los labios y las palmas de las manos de alheña anaranjada, con las pelucas trenzadas bajo los conos de aceite que se derretían, parecían estar separados de los invitados. A pesar de sus sonrisas, de sus miradas cálidas, de sus ademanes mientras comían o alzaban las flores hasta la cara, había un abismo entre ellos y la multitud que estaba a sus pies. Estaban marcados por la muerte o por la gloria, no Ja muerte anónima de un soldado común, ni la gloria de un triunfo simplemente temporal, sino una ejecución formal o la confirmación de la divinidad. Todos lo sabían y aquel conocimiento tejía un hilo de gravedad sobre el estruendo cada vez mayor.
Mientras comían, Ahmose mantuvo un brazo alrededor de los hombros de su hermana y, cuando terminaron de cenar, conversaron en voz baja. Tetisheri tenía ambas manos alrededor de la copa de plata, pero no bebía; su mirada tranquila permanecía fija en las cabezas de los invitados. Aahotep estaba inclinada sobre la mesa, con la cabeza apoyada en una mano, aún el entrecejo fruncido. Pero Kamose bebía sin cesar, aunque ya no le encontraba la gracia al buen vino que continuamente le servían. El aroma seductor del cono de cera que terna en la cabeza le llenaba las fosas nasales. En el salón, el aire era cálido y lleno de vida. El vino se deslizaba por su garganta, fresco y reconfortante, pero no lo consolaba. Entre las caras enrojecidas le pareció reconocer la mirada de su padre y el movimiento de cabeza de su hermano muerto, pero cuando volvía a mirar no había fantasmas, sólo Intef, que le dedicaba una breve sonrisa, y Ankhmahor que se volvía a responder a una pregunta de su vecino de mesa.
Antes de que se iniciara la fiesta había pedido a los príncipes que regresaran a sus provincias al amanecer, para poder preparar los almacenes y a los reclutas para su llegada. Un solo día no será suficiente —pensó, inmerso en una especie de bruma—. «No debí llevarlos a Pi-Hator. Ahora el ejército tendrá que esperar en Kift y tal vez también en Aabtu mientras se preparan las tropas y se embarcan los víveres. Sólo tengo cuatro meses antes de la próxima inundación. Cuatro meses para reconquistar Egipto y acorralar a Apepa en el Delta. ¡Oh, por amor de Set, Kamose! —se regañó en su interior—. Te volverás loco antes de poner un pie en tu embarcación si no controlas esta inútil preocupación por lo que ya no puede modificarse. Emborráchate y duerme». Bebió el vino de su copa y la tendió para que se la volvieran a llenar.
Al día siguiente despertó a mediodía con un terrible dolor de cabeza y la noticia de que, siguiendo sus instrucciones, los príncipes habían partido hacia el norte. Hizo a un lado la comida que Uni acababa de ponerle en el lecho y bebió varias copas de agua antes de dirigirse a la casa de baños para que con masajes le quitaran el veneno de los excesos cometidos. El aire estaba rancio por la atmósfera de silenciosa extenuación que muchas veces traía consigo una noche de algazara. Los sirvientes se movían en silencio, limpiando las sobras de la fiesta que cubrían el salón, los corredores de la zona pública y hasta el jardín. El aroma de pan recién hecho le produjo náuseas antes de entrar en la casa de baños y recibir el saludo de su sirviente personal; pero cuando salió, limpio y listo para que lo vistieran, recuperó el apetito y comió algunos bocados de pan con queso de cabra mientras le ceñían la cintura con el shenti y le pintaban la cara. Su mente, tan agotada como el cuerpo, permanecía por una vez en silencio.
Ipi lo esperaba en el despacho.
—La familia aguarda tu llamada, alteza —dijo éste en respuesta a la pregunta de Kamose—. El príncipe y la princesa están listos. El contrato está sobre el escritorio.
—Entonces tráelos —ordenó Kamose—, y que las literas estén preparadas fuera.
Se sentó detrás del escritorio con el papiro en las manos, pero no lo desenrolló. Era un sencillo acuerdo matrimonial en el que se habían anotado los nombres de Ahmose y Aahmes-Nefertari. Al mirarlo, Kamose se sintió asaltado por las dudas. «¿Es esto lo que debo hacer? —se preguntó—. ¿Entregarla a Ahmose en lugar de tomarla yo mismo? ¿Y si Ahmose muere en la batalla y yo sobrevivo para reinar? ¿Sería yo un buen regente para la criatura que nacerá de esta unión? ¿O en ese caso me casaría yo con Aahmes-Nefertari? ¿Dónde está ella, la bien amada de mis sueños? Ya hace tiempo que no la veo. ¿Me ha abandonado porque camino por el sendero acertado o porque, sin saberlo, me he perdido en el error? No. Ella está cerca, pero ya no hacen falta más señales. Estoy en los deseos de Ma’at».
La familia entró en silencio en el despacho y se puso frente a Kamose, la pareja en el centro, con la madre a la izquierda y Tetisheri a la derecha. Todos parecían pálidos y cansados, hasta Ahmose, que por lo general estaba alerta y alegre, a pesar de la noche que hubiera pasado. Ipi puso ante ellos la escribanía y destapó la tinta.
—¿Seguís dispuestos a ello? —preguntó Kamose. La pregunta era una formalidad y asintieron con la cabeza—. Entonces firmad con vuestros nombres y títulos. Madre, abuela, vosotras y yo seremos los testigos de la ceremonia. —Con solemnidad, en un silencio sólo roto por el murmullo del pincel sobre el papiro, Ahmose y Aahmes-Nefertari se inclinaron y firmaron. Kamose fue el último en firmar y ya todo estaba terminado. Le entregó el papiro a Ipi—. Guárdalo en los archivos —ordenó mientras se poma de pie—. Y ahora, vamos, las literas están listas para llevarnos al templo.
Durante aquellas primeras horas de la tarde el sol brilló anunciando el calor que Shemu les enviaría pocas semanas después. Kamose se dio cuenta de que su humor mejoraba a medida que los porteadores de la litera recorrían el camino que lo separaba de la casa de Amón. El Nilo resplandecía entre el verde frondoso de sus orillas. Una brisa intermitente levantaba el borde de las cortinas de la litera y revoloteaba alrededor de su pantorrilla desnuda. A izquierda y derecha, los guardias de la familia, los Servidores de Su Majestad, caminaban con paso ágil y sus sandalias levantaban una pequeña nube de polvo.
De repente, Kamose oyó la exclamación de su hermana. Se asomó por la ventanilla de la litera y la vio mirando al cielo.
—¡Mira, Ahmose! —exclamó—. ¡Mira hacia arriba! ¡Horus nos da su bendición! —Al mirar el vasto azul del firmamento, Kamose contuvo el aliento. Un gran halcón sobrevolaba el lugar con las alas de puntas rojas extendidas. Estaba tan cerca que Kamose pudo ver que el sol se reflejaba en sus ojos negros y brillantes y distinguió los pequeños orificios de sus fosas nasales. Tenía el pico abierto y mientras los miraba soltó un chillido y se lanzó hacia ellos. Kamose hizo una mueca involuntaria. Con un sonoro batir de alas y otro chillido agudo, el ave bajó en picado, planeó encima de la cabeza de Kamose, se detuvo sobre la litera de Ahmose y luego se elevó hasta perderse en el cielo brillante. Kamose se descubrió temblando, mientras los porteadores de las literas conversaban con excitación—. «Un gran presagio, sin duda —pensó mientras continuaban la marcha—. El dios del Horizonte ha hablado. Pero su sagrada aprobación no fue para mí. No para mí».
Dejando a los porteadores de las literas sentados a la sombra de los árboles que se alineaban a lo largo del canal de Amón, los miembros de la familia cruzaron el patio exterior, se quitaron las sandalias y entraron en el patio interior. Amonmose los esperaba junto a las puertas abiertas del santuario, los acólitos a su lado con incensarios encendidos cuyo humo formaba volutas casi invisibles en el aire límpido. Después de hacerles una reverencia, el sumo sacerdote los precedió al lugar donde el dios permanecía en la frescura del santuario, con los pies rodeados de flores y comida que aquella mañana le habían presentado sus servidores. Ahmose le llevaba el regalo de un amuleto y Aahmes-Nefertari un collar de electro, así como las habituales ofrendas de vino, aceite y alimentos que la costumbre prescribía. «Pobres regalos, sin duda —pensó Kamose mientras miraba a su hermano y a su hermana entregar los regalos a Amonmose y prosternarse ante el dios—. Pero Amón sabe que nos queda poco para ofrecerle hasta el momento en que yo pueda llenar este santuario con las riquezas de todo Egipto». Escuchó con atención las oraciones y respuestas de agradecimiento, la petición de felicidad y de la bendición añadida de hijos, y su espíritu se tranquilizó bajo la mirada dorada de su dios.
Cuando los ritos llegaron a su fin, regresaron a la casa, donde les esperaba una comida en el jardín. El alivio reemplazaba la sobriedad con que habían firmado el contrato de matrimonio, y brindaron por Ahmose y su esposa con muchas risas y no pocas bromas. El flamante matrimonio permanecía sentado, muy juntos bajo un dosel, de la mano y mirándose por encima de los bordes de sus copas, mientras Ahmose-Onkh, liberado del cuidado de la niñera, gateaba sobre ellos, parloteando en su lenguaje ininteligible. La felicidad de sus hermanos tranquilizó a Kamose. «He hecho lo que debía —se dijo—, los conduzca o no el futuro hacia la divinidad. Nacieron el uno para el otro».
A medida que transcurría la tarde, Tetisheri y Aahotep se refugiaron en sus lechos y Ahmose-Onkh, protestando a gritos, fue conducido otra vez a la casa. Kamose también se levantó.
—Esta noche si llego a comer, lo haré en el despacho —dijo mirando las caras coloradas de los novios—. No te preocupes por mañana, Ahmose. Yo me encargaré de los últimos detalles antes de partir. Te veré al amanecer en los escalones del embarcadero.
Vaciló porque quería decir más, aconsejarles que disfrutaran de los momentos que les quedaban, asegurarle a su hermana que haría todo lo que estuviera en su poder para devolverle a su marido sano y salvo, porque presentía que la sombra del triste destino de Si-Amón la cubría, pero no pudo hacerlo. Sus palabras sólo habrían contenido una promesa vacía. Sonrió ligeramente y se alejó.
Una vez en sus aposentos, llamó a Akhtoy.
—Quiero ver en mi despacho al escriba de reclutamientos, al escriba de asambleas y al general Hor-Aha, lo antes posible —ordenó al criado—. Que mi sirviente personal traiga agua caliente y ropa limpia. Me lavaré y me cambiaré.
Cuando terminó sus abluciones y cruzó la casa, los hombres a los que había citado ya lo estaban esperando. Parecían cansados. Kamose reparó sin hacer comentarios en sus shentis cubiertos de polvo y en sus rostros tensos, y les indicó que tomaran asiento.
—No tardaremos mucho, general —aseguró—. Quiero que los medjay hayan embarcado y estén a bordo de las embarcaciones antes del amanecer. ¿Es posible?
Hor-Aha asintió con la cabeza.
—Están listos —contestó—. Lo único que me queda por hacer es asignar una embarcación para cada quinientos hombres bajo el mando de los oficiales apropiados.
—¿El alcalde de Nekheb y sus ciudadanos te han sido de utilidad?
—Sí, por supuesto —contestó Hor-Aha inclinándose—. Paheri y Baba Abana han organizado a los hombres en turnos de remeros y han encargado a los oficiales de menor rango que sean los que marquen el ritmo de los remos. Este punto no lo había considerado lo suficiente; de hecho, a los guerreros del desierto les disgusta viajar por el agua. Ambos hombres de Nekheb han sido de una ayuda inestimable para familiarizarles con las embarcaciones y enseñarles a afrontar mejor la experiencia.
—Muy bien. —Kamose volvió su atención hacia los demás—. Escriba de reclutamientos, ¿están listos mis soldados?
El hombre asintió.
—Sí, majestad. Ha habido cierta indisciplina entre los muchachos más jóvenes, y muchos de los reclutas se quejan porque tienen que caminar mientras los medjay van sentados en las embarcaciones, pero el general ha hecho todo lo posible por explicarles por qué es necesario que sea así.
«Una tarea bien difícil —pensó Kamose—. Un general medjay tratando de explicar a labriegos y artesanos egipcios el motivo por el que los extranjeros viajarán cómodamente mientras ellos sudan bajo el sol. Yo mismo debí encargarme de eso». Las dudas que tenía con respecto a la suprema autoridad de Hor-Aha, que últimamente había tratado de descartar, volvieron a acosarlo y al volverse vio que los negros ojos del general estaban fijos en él. ¿Era un desafío lo que veía en ellos? Hor-Aha sonrió sin alegría.
—No fui yo quien les dio las explicaciones —dijo, y Kamose estuvo seguro de que el hombre había leído sus pensamientos—. Encargué esta tarea a un oficial que es egipcio nativo. Él aclaró a las tropas de las provincias que sólo se trataba de un asunto de táctica y no de una ofensa a la sangre egipcia. Los medjay son ante todo arqueros y tienen una vista excelente. Es imprescindible que disparen a una distancia mínima, cosa que podrán hacer desde las embarcaciones. Y me encargué de que el oficial egipcio destacara la superioridad de los soldados de las provincias en los combates cuerpo a cuerpo. —Sonrió—. Por supuesto que para la mayoría de las tropas de las provincias, aunque están bien entrenadas, esto no es así. Sólo los que lucharon con tu ilustre padre, majestad, han participado en alguna clase de acción. Pero el tacto del oficial parece haberlos tranquilizado.
—Lo que has hecho fue muy sabio —dijo Kamose—. Una vez que comience la batalla y el ejército luche como un solo hombre, todos olvidarán estas pequeñas diferencias. —Hor-Aha no tuvo respuesta. Inquieto, Kamose volvió a mirar al escriba de reclutamientos—. Entonces condúcelos a la otra orilla del río —ordenó—. Pueden dormir en sus esteras al borde del camino. De todos modos, las embarcaciones avanzarán a mucha más velocidad de la que ellos pueden conseguir marchando, de manera que tendrán ocasión de demostrar su condición de verdaderos soldados durante los primeros asaltos, antes de que haya una batalla campal. Escriba de asambleas, ¿se han dividido y almacenado las provisiones?
—Sí, majestad. Los guardianes y los cocineros están listos. Esta noche se cargarán los burros que acompañarán a los soldados de infantería.
—Muy bien —dijo Kamose—. Entonces, eso es todo. Yo no estaré disponible durante el resto de la noche, pero al amanecer me encontraréis en el río. Si hubiera algún problema, debéis acudir al general. Podéis retiraros.
Se pusieron de pie a un tiempo, hicieron una reverencia y se retiraron.
Kamose permaneció allí un rato más, tamborileando los dedos sobre el escritorio. «Debería ir a hablar con mi madre y con mi abuela —pensó—. Debería dedicar parte de la noche a tranquilizarlas, repitiéndoles las instrucciones, explicándoles lo que intento hacer. Y debería dedicar el resto de las horas a orar en el templo». Pero cuando salió del despacho y saludó a Akhtoy, que se acababa de poner apresuradamente de pie y esperaba instrucciones, Kamose pronunció palabras que no eran las que pensaba decir.
—Di a las mujeres que no podré estar con ellas esta noche. Envía un mensajero al templo para que pida al sumo sacerdote que al amanecer se acerque al río para bendecir las tropas. Pero ante todo, tráeme un manto abrigado y una lámpara de aceite, Akhtoy. Quiero ir al viejo palacio. No digas a nadie dónde estoy, a menos que se trate de un asunto de la mayor urgencia.
No sabía de dónde había surgido aquel impulso tan intempestivo, pero mientras cruzaba el jardín rumbo a la abertura de la muralla que separaba su casa de la de sus antepasados, con el manto en un brazo y la lámpara bamboleándose en la mano opuesta, supo que era lo indicado.
Aunque todavía quedaban vestigios de la luz del día mientras cruzaba el amplio patio, dentro del palacio ya estaba a oscuras. Un aire frío y húmedo lo salió a recibir, como un antiguo aliento de los pulmones de los muertos, cuando permaneció unos instantes en la entrada de lo que en un tiempo fue el majestuoso salón de recepciones. Se sacudió la extraña idea y poco a poco fue tomando conciencia de las hileras de columnas que se alejaban en la oscuridad, del espacio más claro que había a su izquierda, donde una parte del muro y del techo se había desmoronado hentis antes, cubriendo el suelo de ladrillos y polvo. Tenía intención de dirigirse directamente a la escalera que conducía a la azotea de las habitaciones de las mujeres, pero sus pies se movían como por voluntad propia, y Kamose comenzó a vagar por las grandes habitaciones desvencijadas, donde su lámpara sólo alcanzaba a proyectar un suave reflejo sobre el peso del silencio en la alta estancia. Aquí y allá lo recibía un resto de vida; el triste reflejo de un ojo mágico que lo miraba con hostilidad antes de sumergirse en la oscuridad mientras él seguía adelante; una mancha de amarillo desvaído, todo lo que quedaba de una escena pintada en épocas más felices; la figura sentada de un dios o un rey que parecía emerger de su rincón como si fuera a ponerse de pie, las facciones serenas observando la decadencia que lo rodeaba. Kamose tuvo la extraña idea de que si le hablaba, la figura le respondería, que hablarle desataría alguna fuerza que permanecía dormida en aquel sagrado hogar de sus antepasados. Ante tanto absurdo, sacudió la cabeza y con cuidado de no hacer ruido salió de allí.
Durante la infancia no le permitieron jugar en aquel viejo palacio. Seqenenra lo prohibió por considerar que era demasiado peligroso y, una vez que creció, Kamose no se sintió tentado de explorar sus secretos. Era severo y frío, de manipostería devastada, un hogar para murciélagos y ratas. Sin embargo, en aquel momento, mientras él avanzaba como un fantasma por habitaciones que se abrían a otras habitaciones, a lo largo de corredores cuyos suelos desiguales conducían a lugares oscuros y sin puertas, a terrazas agrietadas o a otra serie de recintos desiertos y ruinosos, se le ocurrió que el mayor peligro no residía en las piedras sueltas o en las paredes flojas. Agudizando los sentidos, le pareció escuchar susurros errantes, risas suaves, el destello de una prenda de lino cubierta de alhajas en los bordes de su campo visual. El verdadero peligro era más sutil, más seductor, un canto de sirena de glorias pasadas que conspiraron, junto con los insultos continuos de Apepa, para empujar a Seqenenra a una rebelión que finalmente lo llevó, inválido y destrozado, a su tumba. Kamose sintió que idéntico veneno le corría por las venas como un suave elixir, la promesa de purificación, restauración, restitución. No era una trampa. La causa era justa, era correcta. El palacio no encerraba una magia maligna. Su hechizo terna el aroma de Ma’at, el Ma’at de un Egipto desaparecido, de un Egipto que los antepasados que habitaban invisibles en aquel palacio esperaban que él devolviera a la vida.
Por fin Kamose se encontró en la sala del trono, de pie ante el estrado donde en un tiempo descansaba el Trono de Horus, aquel sagrado asiento en cuyo oro y electro se apoyaba ahora la espalda de un usurpador. Se volvió y quedó de frente al enorme salón de columnas.
—Escuchad todos vosotros —dijo en voz baja—. Juro que si Amón lo desea, regresaré victorioso y pondré otra vez el trono sagrado en este estrado y volveré a edificar este lugar para que en él vuelva a residir la gloria de Egipto. ¡Lo juro!
Los ecos le devolvieron sus palabras, pero con ellos llegó un largo suspiro y la llama de su lámpara se apagó como si la hubiera encontrado una corriente de aire. Kamose contuvo el impulso de huir y caminó con lentitud hacia las antiguas habitaciones de las mujeres.
Salió a la azotea y se sentó en el suelo, apagó la lámpara y se cubrió con el manto. «Este era el lugar adonde solía venir mi padre cuando quería estar solo —pensó—, y fue aquí donde Mersu lo atacó. Conviene que pase aquí mi última noche de certidumbre y de paz». Debajo de él, los salones del palacio seguían soñando en silencio, pero allí arriba, las estrellas y la luna casi llena le mostraron el vago perfil del jardín y de la casa dormida.
Su mirada pasó de allí al emparrado y a los arbustos situados delante de los escalones del embarcadero. Las antorchas, algunas en cada orilla, iluminaban la noche con sus llamas anaranjadas y sus reflejos temblaban en el agua. Le llegaron gritos y el rumor de muchas voces. El ejército se reunía obedeciendo sus órdenes, con la confianza de que dirigiría bien a los soldados. Al observarlo todo desde allí arriba le invadió la desesperanza y una sensación de impotencia. «Yo he hecho todo esto —pensó—. Yo, Kamose, príncipe de Weset. ¿Y quién soy yo para llevar a cabo lo que mi padre no pudo? Confían en mí mi madre y mi abuela, mi hermano y mi hermana, los oficiales de ahí abajo, los príncipes que en este momento se aprestan para dar el gran paso. Creen que soy capaz de llevar a cabo lo que he prometido. ¡Oh, Amón, ahora te necesito! Y tú, Osiris Seqenenra, querido padre mío, ¡acompáñame esta noche!».
Dobló las rodillas y cerró los ojos para resistir la confusión. Durante las largas horas que Ra recorrió el cuerpo de Nut, dormitó y rezó alternativamente, hasta que el cielo del este comenzó a palidecer y pasó la hora de la oración. Entonces se puso de pie, se frotó los miembros entumecidos, cogió la lámpara, bajó la escalera, y a través de los recintos silenciosos del palacio, salió hacia donde esperaba su destino.