Capítulo 13

A última hora de la tarde, el rey mandó buscar a Kamose. Éste había pasado varias horas meditando, sumido en profundos pensamientos en la azotea del viejo palacio, mientras el jardín se vaciaba y los lechos y catres de la casa y las tiendas se llenaban de personas que dormían. Se encontraba en camino hacia la celda que compartía con Ahmose para lavarse y cambiarse el shenti, cuando Yku-Didi lo paró en el corredor y le pidió que lo siguiera. Kamose obedeció. Estaba cansado. Había abrigado la esperanza de que Apepa emprendiera el regreso a Het-Uart sin pedirle una entrevista personal.

Lo condujeron a sus propios aposentos, donde Apepa estaba sentado en una silla junto al lecho con las sábanas arrugadas. Era evidente que acababa de levantarse de la siesta. Un pañuelo de lino blanco ocultaba su cráneo afeitado, tal como decretaba la ley. Sólo llevaba un shenti corto, también arrugado. Un sirviente sostenía el pie real sobre el regazo y le pintaba cuidadosamente la planta con alheña anaranjada. Apepa bebía agua. En la mesa, a su lado, estaban sus anillos y el sello real.

—El príncipe Kamose, majestad —anunció el heraldo, hizo una reverencia y se retiró.

Apepa hizo una señal. Kamose se adelantó con la espalda inclinada y las manos en las rodillas, y luego se prosternó. Apepa le dio permiso para levantarse.

—Deseo regresar al Delta mañana —dijo el rey—. Por desgracia, el río todavía está muy crecido para poder navegar sin peligro y no me quedará más remedio que soportar la litera y el desierto, pero no puedo esperar. Te mandé llamar para asegurarme de que hubieras comprendido cabalmente tu situación, antes de marcharme. —El maquillador dejó el pincel manchado con alheña y comenzó a abanicar el pie real para secar el líquido. Apepa miró intrigado a Kamose y su cara se arrugó al sonreír—. ¿Me quieres hacer alguna pregunta, príncipe?

—Majestad, te pido que reconsideres tu decisión de llevar a Tani contigo —contestó Kamose—. Todavía es muy joven y nunca ha estado separada de la familia. Ella…

Apepa lo hizo callar con un movimiento de la mano, cuya palma estaba recién teñida de alheña.

—Ya tiene dieciséis años, es una mujer capaz de comprender sus deberes hacia el rey —contestó. Su sonrisa se hizo más amplia. «Sabe muy bien que tengo claro cuál será la verdadera condición de mi hermana», pensó Kamose—. Mis consejeros me recomiendan que os haga ejecutar a todos —continuó diciendo el rey—. Pero tú no pareces agradecido por mi clemencia.

—Supongo que únicamente tus consejeros setiu te recomiendan que nos ejecutes, Divino Uno —contestó Kamose en voz baja—. También supongo que tus consejeros egipcios encontraron que la idea era espantosa y te advirtieron que por tu propia seguridad no lo hicieras. Fueron sabios y prudentes.

La sonrisa desapareció del rostro de Apepa.

—Invito a mis consejeros a ofrecerme sus opiniones porque valoro su sabiduría —replicó—, pero en Egipto sólo yo soy omnisciente. La decisión final fue mía. —Retiró el pie de las manos del maquillador y se inclinó hacia delante—. Tienes la arrogancia de creer que te temo, Kamose Tao, que una amenaza tuya me hará correr hasta Sutekh para rogarle que me conserve la vida. No es así. Tú y tu familia vivís en un mundo de viejos sueños y glorias muertas en el que los setiu todavía somos enemigos y vosotros todavía sois reyes.

Extendió una mano y se le aproximó un sirviente con una jarra de ungüento, dejó caer una gota en la palma de la mano del rey y se retiró. Apepa se frotó las manos, una contra la otra, se las pasó por la cara y el cuello y el perfume de loto inundó la habitación.

—Yo nací aquí —continuó diciendo Apepa con lentitud—. Mi padre, mi abuelo y el suyo antes que él, fueron todos dioses de Egipto. Pude haber dado muerte al hijo de Aahmes-Nefertari, el hijo de tu llamado hermano real, pero no es necesario que mate. Todo Egipto me adora, Kamose, porque soy el dios. Casi me conmueve la piedad que me inspiran tus ilusiones y tu pobreza. —Cerró los ojos y respiró hondo, lo mismo que Kamose quería hacer. El perfume floral era increíblemente fragante—. Mis antepasados reconocieron tu lugar de privilegio en el antiguo Egipto y sellaron tratados con tu familia en lugar de borrarla del mapa. Ahora yo también reverencio el pasado al darte un golpe en los nudillos en lugar de una puñalada en el corazón. —Los ojos reales de repente se abrieron y miraron con frialdad a Kamose—. Te prometo que jamás volverás a ver Weset. Pero también te prometo que Tani vivirá rodeada de todo el respeto y el lujo que merece por su condición de princesa, y aunque a tu otra hermana no se le pueda permitir casarse con un noble, elegiré con sabiduría el marido para que en su matrimonio no conozca necesidad alguna. ¡Heraldo! —La puerta se abrió e Yku-Didi hizo una reverencia—. Haz pasar al general. —Un hombre de físico poderoso que llevaba la cabeza descubierta entró e hizo una reverencia—. Éste es el general Dudu —dijo Apepa a Kamose—. Mañana, cuando yo y mi séquito nos retiremos, él permanecerá aquí con cincuenta de sus soldados. Elaborará un inventario de todas tus pertenencias para preparar la expropiación y me enviará informes semanales sobre ti hasta que hayan transcurrido los cuatro meses, momento en que su Segundo escoltará a Ahmose hasta Kush, mientras él te llevará a ti y a los otros al norte. Puedes retirarte. No volveremos a encontramos.

Kamose apretó los dientes, se echó al suelo, se levantó y salió retrocediendo de la habitación. «Tendría que haber sabido que dejaría un perro guardián —pensó con ira cuando le cerraron la puerta en las narices—. Apepa tiene razón. No soy más que un pobre iluso que vive de sueños, pero que todavía no son pesadillas. Todavía no».

Mientras caminaba furioso por el corredor estuvo a punto de chocar con Uni. El criado llevaba en los brazos ropas de lino almidonado y tras él iba un sirviente. Se inclinó ante Kamose y éste le cogió por el brazo mientras miraba a su alrededor. El guardia estaba a unos discretos pasos de distancia.

—Envía un mensajero a Wawat —susurró Kamose al oído de Uni—. Que Hor-Aha y el resto de los oficiales vuelvan. El rey parte mañana.

Uni asintió con la cabeza y se hizo a un lado. Kamose siguió caminando por el corredor.

En el jardín se estaban reuniendo los cortesanos, recién bañados, esperando a que comenzara la fiesta de la noche. Kamose miró el cielo. Ra bordeaba el horizonte, la roja esfera se veía descolorida y dilatada mientras Nut lo devoraba con lentitud. Su sangre cubría la hierba y caía sobre las paredes de la casa. Los cortesanos, conversando y riendo, se movían bajo una agradable luz del color del bronce. Kamose se abrió camino hacia las dos tiendas que temblaban movidas por la brisa de la tarde, casi sin darse cuenta de la manera en que la gente se apartaba a su paso. Llamó en voz baja al llegar a la tienda de Tani y ésta le contestó. El guardia apostado junto a la entrada asintió brevemente con la cabeza. Kamose entró.

Tani estaba sentada sobre cojines y tenía las piezas de un juego de tablero desparramadas en una estera. En el jergón en que dormía había varias túnicas desplegadas. Encima del baúl había una jarra y una copa, junto con dos lámparas que no se habían encendido. Ella levantó la mirada al oír entrar a su hermano. Mientras lo hacía, se escuchó una fuerte carcajada proveniente de los cortesanos que paseaban por el jardín.

—¡Escúchalos! —dijo Tani con desdén—. La única preocupación que tienen es saber si esta noche el ganso estará bien asado y si los melones estarán rellenos con bastantes dulces. ¡No puedo entender cómo es posible que Egipto esté gobernado por esta chusma!

—¿Por qué estás sola, Tani? —preguntó Kamose con suavidad—. No deberían haberte dejado sola.

—Estaban todos aquí —contestó ella con voz inexpresiva—. Nuestra abuela hablaba de venganza, nuestra madre me rodeaba con sus brazos, Ahmose se reía de Aahmes-Nefertari, que juraba que ocultaría su pánico y aseguraba que prefería morir a casarse con cualquier apestoso plebeyo. Yo les pedí que se fueran.

Kamose la miró, sorprendido. Seguía teniendo la palidez de un cadáver, pero ya no quedaban en ella señales del ataque de nervios que había estado a punto de estallar en el salón de recepciones.

—¿Les pediste que se fueran?

—Sí. No tiene sentido gritar, llorar y maldecir, ¿no es cierto, Kamose? Es mejor aceptar el destino, mi destino. —Sonrió y en la curva de sus labios había un escepticismo desconocido para Kamose, que lo impresionó—. Siempre he amado ese antiguo juramento que utilizamos con tanta libertad —continuó diciendo—: «Así como amo la vida y odio la muerte». Todo el mundo lo dice y ya casi ha perdido todo sentido. No cabe duda de que somos un pueblo que ama la vida y odia la muerte, con mucha más pasión de lo que los setiu puedan comprender jamás. He estado meditando sobre estas palabras, Kamose. Yo amo la vida. Amo la vida. Mientras esté viva puedo abrigar la esperanza de que los dioses me concedan un destino mejor. ¿No te parece?

Kamose asintió con seriedad, sobrecogido por la tranquilidad de su hermana menor.

—Así es.

—Pero lo que dijo sobre Ramose… —Se inclinó hacia delante con las manos unidas en el regazo—. Ramose me dijo que se negaría a tener en cuenta a ninguna mujer que su padre le propusiera; que esperaría hasta ver lo que el futuro nos deparaba. Ya no hace falta que siga esperando, ¿no crees?

Kamose percibió su dolor, pero admiró la claridad de pensamiento de su hermana.

—No, Tani, no tiene por qué esperar. A Khemennu muy pronto llegarán noticias del juicio del rey. Pero creo que de todas maneras esperará.

Ella le contestó con una sonrisa.

—Yo también lo creo.

Se produjo un breve silencio antes de que Kamose cogiera las manos de su hermana y comenzara a acariciarlas con suavidad. Cuando habló, lo hizo en voz baja. La sombra del paciente guardia se reflejaba en un costado de la tienda. El alegre bullicio del jardín crecía, pero Kamose no quería correr un riesgo innecesario.

—Quiero que comprendas algo, Tani —dijo—. Tú no viajas al norte sencillamente porque le has caído bien al rey. Te lleva como rehén para asegurarse de que nosotros no le crearemos problemas.

Ella no pareció sorprenderse. Sólo levantó las cejas con desgana.

—Lo sospechaba —contestó—. Si yo fuera Apepa haría lo mismo. —Su expresión se alteró y retiró las manos que su hermano cogía—. ¿Crees que es demasiado cauteloso, Kamose?

Kamose se echó hacia atrás. La miró directamente.

—No, no lo es —contestó con franqueza—. No puedo permitir que nos destroce y nos conduzca al olvido sin hacer un último intento.

—¿Qué piensas hacer?

—Todavía no lo sé. Espero el regreso de Hor-Aha. Tenemos cuatro meses de gracia, Tani, un regalo de Amón, y no los puedo desperdiciar mientras aprendo a aceptar mi destino. —Le rodeó el rostro con las manos, y palpó su piel olivácea, fresca y suave. Las pestañas de Tani le rozaban los pulgares—. Pero en este caso la que sufrirá serás tú —continuó diciendo—. Como rehén, la furia del rey caerá sobre ti si Ahmose y yo organizamos otra pequeña rebelión. Y sin duda será pequeña. —Puso las manos en los hombros delicados de su hermana—. No me hago ilusiones a este respecto. Si me lo pides, Tani, esperaré aquí con paciencia a que llegue la escolta para llevarme a Sile y no haré nada. Sería tu vida la que pondría en peligro y no estoy dispuesto a hacer nada sin tu permiso.

Le cogió las muñecas pero ella no lo miraba. Permanecía con el entrecejo fruncido en la oscuridad de la tienda.

—¿Crees que Apepa sería capaz de ejecutarme como venganza? —preguntó por fin.

Kamose suspiró.

—No lo sé. Su arrogancia oculta inseguridad y los hombres inseguros son imprevisibles. Pero Apepa también es extremadamente sensible a la opinión de sus subditos.

—¿De manera que existe la posibilidad de que vacile, de que tema la desaprobación de los nobles?

—Creo que sí.

Tani le pasó las manos por los brazos, en un gesto casi voluptuoso y le dio un beso trémulo antes de separarse.

—Entonces, corre el riesgo, querido hermano. Cuando esté sentada en el palacio de Het-Uart, preferiría pensar que estás muerto a que vives como un soldado raso, pasando hambre y sed, durmiendo en cualquier parte, rodeado de desconocidos, tratando de recordar nuestros rostros conforme transcurran ios años… —Tani tema la voz temblorosa.

—Yo pienso en vosotros, en todos vosotros, de la misma manera —replicó Kamose con voz dura—. Ahmose, castigado y quemado por el sol de Kush; nuestra abuela, cada vez más débil y obligada a amasar pan o tejer; Aahmes-Nefertari y su hijo rebajados a familia de un comerciante, y nuestra madre humillada y convertida en una simple sirvienta o, en el mejor de los casos, en una compañía no deseada por sus parientes, que apenas la tolerarán dentro de su propia casa. Podríamos hacerlo, Tani, todos nosotros; pero pensar en los recuerdos que se borran, en los pequeños cambios de cada día que se van haciendo más fáciles cada vez, hasta que empezamos a tomar el color de lo que nos rodea, perdidos en el olvido, en la resignación… No. Ese fin no es para nosotros. Es preferible la muerte.

Tani se había recuperado un poco.

—¿Cuándo parte el rey?

—Mañana por la mañana. Debes ser valiente, Tani. ¿Estás segura?

—Sí —contestó ella con una expresión sombría que conmovió a su hermano—. Estoy segura. Organiza otra guerra, Kamose. Tal vez el rey me llegue a tener un cariño sincero y no se atreva a hacerme matar. Tal vez tú ganes.

Kamose pensó que a pesar de que Tani afirmaba tener deseos de seguir viviendo, sin Ramose el futuro le resultaría muy duro y apenas soportable. Por lo tanto, lo que él hiciera no tenía mucha importancia para ella. «Ya ha sufrido tanto como cualquiera de nosotros, tal vez más —pensó, resignado—. El destino que le espera no es justo».

—Esta es mi última noche en compañía de todos vosotros —siguió diciendo Tani—. Quiero que cenemos juntos aquí, en mi tienda; que los del norte tengan para ellos el salón de recepciones. De todos modos, una tienda es más adecuada a los hijos del desierto.

Se puso de pie con torpeza.

—Lo arreglaré —prometió él—. Y, Tani, te pido que no hables con los demás acerca de mis planes. Hasta ahora eres la única que los conoce.

Tani asintió con la cabeza y comenzó a jugar con las piezas del juego de perros y chacales. Kamose salió de la tienda a la luz del anochecer.

No pidió permiso para cenar aparte de los demás. Sencillamente comunicó a Nehmen lo que pensaba hacer la familia; después de un momento de vacilación, el criado se dispuso a obedecer. Pidieron a Uni que les proporcionara comida y sirvientes y, una hora después de la puesta de sol, un pequeño cortejo salió de las cocinas con comida y vino y se dirigió a la tienda de Tani.

El jardín ya estaba desierto. De vez en cuando llegaban a la tienda ruidos de la fiesta del salón de recepciones. Pero Uni, Isis, Hetepet, Heket y otros sirvientes de la familia llenaron la tienda con aromas agradables y lámparas encendidas y se inclinaron a servir a sus amos. Fuera, el arpista se sentó en la hierba y tocó con suavidad.

Tani había pedido que permitieran que Behek se les reuniera. El perro, jadeando ruidosamente, se tendió junto a ella y aceptó los restos de comida que le fueron dando. De vez en cuando ella abrazaba su cuerpo gris y enorme. Tani no participó en las esporádicas conversaciones que tenían lugar a su alrededor, sólo escuchaba y sonreía, pero Kamose sabía que estaba fijando cada detalle en su memoria, para examinarlos después durante el largo viaje que haría hacia el norte. Una explosión de música estridente llegó desde el salón, silenciando durante algunos instantes la música, más suave, del arpa.

Tetisheri ordenó que se llevaran los restos de la comida. Kamose pidió después a los sirvientes que se retiraran a sus habitaciones y la familia se instaló en los cojines.

Durante largo rato nadie habló. Tani miraba fijamente, como hipnotizada, la luz de una lámpara, con la mano en el lomo del perro dormido. Ahmose, con las piernas extendidas, bebía sin cesar. Aahmes-Nefertari, sentada cerca de su madre, jugueteaba con los adornos de su cinturón. De repente lanzó una mirada a todos.

—Esta es la despedida de Tani —dijo en voz alta—. El resto permaneceremos aquí durante un tiempo más. Es insoportable. ¡Insoportable! Nuestro padre lo empezó todo, es suya la culpa. Él murió y está en paz, mientras nosotros tenemos que sufrir las consecuencias de su imprudencia. ¡Estoy muy furiosa!

Nadie la reprendió. Cuando terminó de hablar, la amargura de su voz seguía resonando dentro de la tienda.

—Olvidas lo que tuvo que soportar nuestro padre —dijo Tani con suavidad—. Olvidas la manera en que Apepa lo atrapó y lo acorraló hasta que no tuvo salida. Enfádate, Aahmes-Nefertari, pero no con él.

Al oír la voz de su ama, Behek se movió, pero continuó dormido. Movió las orejas.

—¿Qué será de mi hijo? —preguntó Aahmes-Nefertari con desesperación—. ¿Qué hombre que se case conmigo por orden del rey querrá adoptar como suyo al hijo de un noble muerto y caído en desgracia? Ahmose-Onkh es una criatura inocente. No lo merece.

—Depende de cómo lo mires —dijo Ahmose intentando razonar—. Desde cierto punto de vista somos todos traidores y hemos sido condenados sin demasiada severidad. Eso lo comprendo.

—Yo también —dijo Kamose—. Las recriminaciones son inútiles. Tal vez, después de todo, no estemos dentro del verdadero espíritu de Ma’at y nos hayamos estado engañando. —Todos lo miraron con desconfianza. Kamose siguió hablando con una sonrisa—. No debemos desperdiciar esta noche hurgando en una herida vieja y amarga —continuó diciendo—. Debemos estar alegres. Beberemos, reiremos, compartiremos nuestros recuerdos y nos abrazaremos unos a otros. Aahmes-Nefertari, los dioses esperan que los príncipes, lo mismo que los labriegos, se comporten con verdadero coraje. No los defraudemos.

Tetisheri lanzó un gruñido.

—Hablas igual que tu padre —dijo en tono cáustico—. Te pasas de orgulloso.

Estas palabras, viniendo de la Tao más orgullosa de todos, disiparon la tensión, y el grupo estalló en carcajadas. Después de mirarlos con cierto aire de desaprobación, Tetisheri también lanzó una risita.

La tarde se convirtió en noche. El vino pasaba de mano en mano y los recuerdos y las antiguas bromas de familia iban de boca en boca. «Nuestra unión no puede romperse con una separación —pensó Kamose al ver que Tani reía de algo que acababa de decir Ahmose—, es una cuestión de espíritu. Tras estas carcajadas todos estamos sufriendo, todos nos sentimos asustados y solos, todos deseamos volver a ser los de antes; pero sabemos que no somos más que piezas de un cuerpo más grande que sobrevivirá y que no puede disolverse con el destierro o la muerte».

Mucho más tarde, mientras se abrazaban, algo bebidos y ya sin nada más que decir, Kamose supo que tenía razón. Seqenenra y Si-Amón tal vez estaban allí con ellos, invisibles, flotando en el aire, pero sin duda vertían afecto en sus venas para renovar su recuerdo en la roja oscuridad del corazón de la familia, donde Osiris Mentuhotep-Neb-Hapet-Ra y los otros antepasados tenían también su morada. Era un pobre consuelo, pero también era todo lo que tenían.

Después de muchos abrazos, besos y lágrimas, se separaron. Ahmose se encaminó al río para dar su acostumbrado paseo por la orilla. Aahmes-Nefertari quería tener a su hijo en brazos. Aahotep pasaría la noche con Tani. Tetisheri y Kamose cruzaron la oscuridad del jardín perfumado para dirigirse a sus habitaciones; los guardias, aburridos y soñolientos, los seguían.

—No puedo creer que permitas que se la lleven sin luchar, sin oponerte públicamente —dijo Tetisheri a Kamose—. ¡Es casi como si quisieras que se la llevaran! ¿Y qué será de Aahmes-Nefertari? Cásate enseguida con ella, Kamose para que por lo menos su destino no sea tan cruel. ¿Qué te pasa?

Kamose luchó contra su ira.

—Me opuse abiertamente, abuela, ¿no lo recuerdas?

—Sí, pero no con suficiente energía —susurró Tetisheri—. Pídele tiempo, háblale de una dote, ¡lo que sea!

Kamose se volvió a mirarla y acercando la cara a la de su abuela le contestó, también en un susurro:

—¿Te has vuelto completamente loca? Te lo diré una vez, Tetisheri, y nunca más. Necesito tiempo. Tani debe ir al norte, hay que expiar nuestras culpas, por lo que debemos mostrarnos dóciles y aceptar. Apepa ha de creer que por fin nos estaremos quietos. ¡Necesito tiempo!

—¿Y la sacrificarás a ella?

—Si lo quieres decir así… Ella está al corriente.

Su abuela hizo una pausa. A pesar de que apenas podía verle la cara, Kamose notó que pensaba intensamente.

—Cuando tomemos Het-Uart la recuperaremos —dijo Tetisheri—. ¿Y qué haremos con el general Dudu?

Kamose sofocó una explosión de risa. ¿Tomar Het-Uart? ¿Recuperar a Tani? No tenía sentido que se irritara con Tetisheri, que le hiciera reproches, que se burlara de sus grandes ilusiones. Ella era quien era.

—Dudu será el primer problema que deberé afrontar una vez que el rey se haya marchado —contestó el príncipe mientras seguía caminando—. Supongo que de todas maneras comprendes que es inútil.

—Lo que yo piense no tiene importancia —contestó Tetisheri alzando la voz—. Lo que piense cualquiera de nosotros no tiene importancia. Lo que importa es lo que hacemos y lo que decimos. Siempre debemos comportamos como si ciertas cosas fueran a suceder realmente. Buenas noches, Kamose.

—Buenas noches, abuela.

«Está un poco loca, incluso la envidio», pensó mientras entraba en el silencio iluminado por las antorchas de la casa.

Ahmose fue a acostarse una hora más tarde.

—Hay mucha actividad más allá de los muros —comunicó a un Kamose adormilado—. Ya están empezando a levantar las tiendas y a cargar los burros. El rey quiere partir temprano.

—Me alegro —contestó Kamose antes de volverse—. Podré recuperar mis habitaciones siempre que no estén demasiado impregnadas por el olor del incienso setiu.

Dos horas después del amanecer, la familia se reunió en la parte posterior de la casa para ver partir a Tani. Heket se había ofrecido a acompañarla y en aquel momento estaba ocupada poniendo un manto sobre los hombros de su ama y asegurándose de que hubiera suficientes cojines en su litera, que ya esperaba en la arena con los porteadores en silencio junto a ella. El mismo general Pezedkhu, que estaba encargado de custodiar a Tani, observó a la familia mientras la abrazaban una vez más y a los soldados que formaban a su alrededor. La planicie que dejaban atrás, donde se había instalado la mayoría de las tiendas de los cortesanos, estaba sucia y llena de desperdicios, flores mustias, jarras rotas, el poste de una tienda destrozado. Algunos trozos de lino de colores eran llevados por la leve brisa de la mañana hasta el borde mismo del campo de entrenamiento. El cuartel estaba abandonado, sin vida.

La caravana se desplegaba rumbo al norte. Los asnos esperaban pacientemente, con las cabezas gachas. Entre sus patas corrían algunos perros que olisqueaban las literas ya ocupadas. Soldados y sirvientes comprobaban sus equipos e intercambiaban cortos comentarios. No había rastro del rey ni de su círculo más cercano. Nadie se había despedido de la familia ni había agradecido su hospitalidad. Se había dictado sentencia; pertenecían al pasado, serían olvidados.

A una seña de Pezedkhu, los porteadores de la litera de Tani se irguieron y se prepararon para alzarla. Uno por uno, sus familiares la abrazaron, le besaron los fríos labios y le sonrieron con fingido optimismo, pronunciando aquella frase de despedida tan antigua como los tiempos: «Que las plantas de tus pies sean firmes». Una vez hubieron cargado sus pertenencias sobre los asnos, todos le entregaron sus regalos, y por fin Tani se dio la vuelta y se instaló entre los cojines de la litera. Heket trató de seguirla, pero Pezedkhu se lo impidió.

—Tú no —dijo con aspereza—. Tú irás a pie.

—Ella viajará aquí conmigo —dijo Tani con vehemencia—, porque en caso contrario gritaré y montaré tal escándalo que tendrás que encadenarme a la litera.

Apretando los labios, el general retrocedió y Heket subió junto a su ama. Los porteadores levantaron la litera y los soldados se apresuraron a conseguirle un lugar en la caravana, que ya estaba en marcha. Tani sacó la mano para cerrar las cortinas; lo último que vieron de ella fue su cara sombría y el sol de la mañana que brillaba en sus anillos.

—¡Reza, Tani! —le gritó Ahmose cuando se alejaba—. ¡Rézale a Amón todos los días, pidiéndole nuestra liberación!

Los demás permanecieron en silencio. Los cascos de los animales y los pies de los caminantes ya levantaban polvo, por lo que Aahotep se tapó la nariz con el manto. Tani desapareció en el aire turbio.

Tetisheri emitió un sonido suave, mitad gemido, mitad exclamación, y se volvió hacia la cancilla trasera. Los demás la siguieron. Kamose vio que Dudu se les acercaba por el campo de entrenamiento y se volvió con rapidez. Hoy no —suplicó mientras observaba que Ahmose pasaba un brazo alrededor de los hombros de su hermana—. Hoy estamos apenados.

—Uni —dijo cuando el criado se les acercó—. Mantén al general lejos de mí hasta mañana.

Y se encaminó a la casa desierta, invadida por el eco.

Durante todo el día, los miembros de la familia permanecieron en sus habitaciones, mientras los sirvientes barrían la casa y la limpiaban después de la visita del rey. Kamose estuvo acostado en su lecho, con las manos detrás de la cabeza, escuchando la actividad que se desarrollaba a su alrededor y pensando con temor en los cuatro meses siguientes. Capitular estaba fuera de sus planes, pero ¿dónde encontrar más hombres, caballos, carros, armas, provisiones?

A mediodía, Akhtoy le sirvió una comida ligera, pero Kamose no pudo con ella. Se preguntaba cómo estaría Tani, dónde se habría detenido la caravana para comer, qué estaría pensando Apepa. «Tendré que matar al general Dudu —se dijo—, y falsificar los despachos que se envíen al norte, pero no quisiera matarlo, él sólo cumple con su deber. Y sin embargo, no puedo permitir que viva porque podría encontrar la manera de informar al rey de lo que planeo. Dejaré que envíe un primer informe y observaré cómo lo sella, cómo se dirige a Apepa».

Pero el pensamiento de Kamose no permaneció mucho tiempo fijo en el general Dudu. Volvió a considerar el problema de obtener tropas frescas y el oro necesario para equiparlas. Sin embargo, sentía el alivio que llega después de una gran tensión. Apepa se había marchado. Los ruidos y las voces de la casa le eran de nuevo familiares. En cuatro meses se podían hacer muchas cosas. Se quedó dormido.

Hacía mucho que no soñaba con la mujer, que con frecuencia había empezado también a introducirse en su conciencia cuando estaba despierto. En esas horas calurosas y lentas de la tarde, cuando aún tenía la mente ocupada por problemas militares, por sus sentimientos de pesar por la partida de Tani y las acusaciones de su abuela, se encontró caminando tras ella por el sendero que salía de Weset, pasaba por el templo de Amón y llevaba a los escalones del embarcadero.

Era verano. El río corría con lentitud y el sol brillaba sobre su cabeza descubierta, pero él apenas se fijó en lo que lo rodeaba, porque ella estaba allí, tal vez a diez pasos de distancia y casi a la altura de los pilones del templo, sus largas piernas se movían con seguridad en el suelo polvoriento. La cubrían luces y sombras producidas por las ramas que se agitaban sobre su cabeza. Sólo vestía un shenti corto de tela gruesa que se le arremolinaba alrededor de los muslos. Estaba descalza y tenía las plantas de los pies grises de polvo. En su espalda resplandecían gotas de sudor y sus hombros estaban cubiertos por una cascada de pelo negro. Lo sacudió un espasmo de deseo tan fuerte que lanzó un grito en sueños, pero sabía que no debía alcanzarla. Si corría tras ella, la mujer se iría con más rapidez y el sueño terminaría antes. Y él deseaba prolongar aquel maravilloso dolor. La siguió, descalzo. Empezaba a penetrar en las sombras del pilón.

De repente, la mujer comenzó a caminar más despacio y miró hacia el templo. Por no estar preparado, Kamose perdió la posibilidad de verle el perfil. Se maldijo y trató de seguir caminando, pero descubrió que no podía. Ella también se detuvo y esperó, con una de sus piernas morenas levemente flexionada.

Entonces Kamose se quedó sin respiración porque entre las altas y sólidas piedras del pilón surgía una alta figura. Dos cosas atrajeron la atención de Kamose. La figura que acababa de aparecer lucía una guirnalda de flores frescas de invierno alrededor del cuello, lotos, capullos de tamarisco, todas estremecidas de rocío a pesar de que estaban en pleno verano. También usaba una diadema de oro púrpura, aquella preciosa y rara amalgama, que terminaba en dos plumas suaves y temblorosas.

De repente Kamose tuvo miedo. Jadeando, atemorizado y sin embargo deseoso de que la figura se volviera y lo traspasara con sus ojos serenos y penetrantes, se quedó quieto, cautivado por la perfección de cada músculo de aquel cuerpo majestuoso que se acercaba a la mujer. «¿Se volverá para hacer una reverencia? —se preguntó Kamose—. ¿Le veré la cara?». El dios se detuvo. La mujer inclinó la cabeza, en un ademán reverente pero orgulloso, y extendió las manos a los costados. Sólo entonces notó Kamose que el dios sujetaba un arco y una daga en sus dedos teñidos de alheña, el arco del propio Kamose, el que empleó para defender a Seqenenra, y su daga con el mango de oro, que ya había derramado sangre setiu.

La mujer los cogió, se colgó el arco a la espalda y siguió caminando. Aliviado, Kamose la siguió dando traspiés, pero cuando llegó al pilón del templo, el dios había desaparecido. Al dirigir una rápida mirada al patio exterior, a Kamose le pareció ver el revoloteo de un shenti y un tacón dorados que desaparecían entre las columnas del patio interior, pero no tuvo tiempo de seguirlos. La mujer empuñaba su daga en la mano derecha, y el sol se reflejaba en el arma al caminar. Ya casi habían llegado a los escalones del embarcadero. Kamose vio a su derecha el final del emparrado, todavía con algunas hojas que colgaban de las vides.

La mujer se detuvo, levantó el brazo izquierdo en dirección al río y Kamose notó, fascinado, que en sus brazos brillaban las pulseras de plata de un jefe. Siguió con la mirada la dirección del brazo. El río estaba lleno de embarcaciones de todo tipo: barcas de heraldos, barcas de caza, pequeños botes de pescadores, barcazas, todas vacías navegando con suavidad contra la corriente. La mujer comenzó a volverse y a Kamose le temblaron las rodillas. Sintió que caía hacia ella, incapaz de respirar. Al instante siguiente se encontró sentado en su lecho, empapado en sudor, las piernas enredadas en la sábana húmeda. Jadeaba. Alguien llamaba a su puerta y la voz de Akhtoy decía con amabilidad:

—Príncipe, el general Dudu desea verte lo antes posible. Ha estado esperando toda la tarde.

Kamose tuvo ganas de destrozar la puerta. Si Akhtoy no hubiera llamado despertándolo, tal vez la habría visto. ¡La habría visto!

—Di al general que dentro de una hora estaré en mi despacho —consiguió decir con voz poco clara—. Tráeme agua para beber, Akhtoy, y un sirviente para que me bañe.

—Sí, alteza.

Kamose apartó la sábana de sus piernas y abandonó el lecho. Le costaba mantenerse en pie, se sentía mareado, tenía el cuerpo pegajoso y maloliente y la mente como si hubiera tomado drogas. Oyó otra llamada en la puerta y dijo: «Adelante». La lengua apenas le obedecía. Su sirviente personal se inclinó ante él con una jarra y una copa en las manos. El agua de la jarra estaba fresca, la acababan de sacar de la tinaja que siempre estaba preparada en el corredor, donde recibía las corrientes de aire que circulaban por la casa. Kamose se dio cuenta de ello porque la jarra rezumaba humedad. La miró como si no comprendiera.

—El agua, alteza —dijo el sirviente—. ¿Quieres que te la sirva?

Se acercó a la mesa baja y la puso encima. Kamose observó el vaivén del líquido transparente y en el acto se convirtió para él en lo más importante del mundo. Se puso tenso y deseó que por un instante el sirviente no se moviera, que ningún ave cantara, que ningún sonido turbara la revelación que sabía que estaba a punto de estallar en su conciencia. Agua. Agua. El arco y la daga. El río. Barcas, muchas barcas, y un gesto tan gracioso y provocativo como el de una bailarina. El río y barcas. Barcas. Se puso a temblar. ¡Por supuesto! ¡Barcas!

—¡Amón! —dijo en voz alta con una voz que más parecía un graznido—. Acabas de abrir la puerta. ¿Quién es ella, entonces, que apenas se inclina ante ti? ¿Hator? ¿Tu esposa Isis? ¿Una faceta de Sekhmet? Ella, la que lleva mi arco, mi daga… ¡Barcas!

—¿Alteza? —preguntó el sirviente.

Kamose se volvió a mirarlo, sonriente.

—Yo mismo me serviré —dijo—. Puedes retirarte.

El sirviente le dirigió una mirada preocupada y se marchó. Kamose se acercó a la mesa y levantó la jarra, tratando de servirse agua, pero le temblaban tanto las manos que la derramó en el suelo.

Una hora después, bañado y vestido con un shenti muy almidonado y con un aro de oro en la cabeza, se sentó en el despacho y recibió la breve inclinación del general. Todavía se sentía rodeado de un aura de irrealidad. Tenía los ojos enrojecidos y las manos hinchadas por efecto del sueño que había sido más que un sueño, pero se sentía feliz y recibió a Dudu con una corta sonrisa.

—¿Por qué deseabas verme? —preguntó.

Dudu pareció perplejo y después incómodo.

—Alteza, tengo el ingrato deber de insistir en que, durante los próximos meses, hables conmigo con respecto a cada decisión que tomes y que se refiera a tu familia y a las provincias. Todo debe ser comunicado al Uno.

—Un deber ingrato, sin duda —contestó secamente Kamose—. Hoy no tomo ninguna decisión, Dudu.

El hombre se inclinó ante él.

—Tal vez sea así, príncipe, pero también tengo la obligación de acompañarte a todas partes. Me temo que tendré que convertirme en tu sombra.

Kamose sintió compasión por aquel hombre.

—¿Quieres que haga poner un catre junto a mi lecho? —preguntó poniendo cara de inocencia.

Dudu suspiró, ofendido.

—No, alteza, eso no será necesario —contestó en tono severo—. Uno de mis soldados custodiará el sueño de tus noches | de tus tardes. Con respecto a tus soldados, los he liberado de los cuarteles y he formado pares con ellos y mis cincuenta hombres. Uno de los tuyos, uno de los míos. Mantenerlos encerrados durante cuatro meses habría sido poco práctico.

Durante un instante, Kamose admiró la estrategia del general.

—Sí, por supuesto —convino—. No habría sido nada práctico. Dudu, ahora voy a caminar hasta el templo. Si quieres, puedes acompañarme.

—¿Ahora? —exclamó Dudu.

Kamose pudo ver los pensamientos del general escritos en su rostro, antes de que Dudu hiciera un esfuerzo por controlar su expresión. Al general no se le permitía entrar en el santuario. Si desde allí Kamose quisiera enviar mensajes por mediación del sumo sacerdote, Dudu no podría hacer absolutamente nada por evitarlo, excepto poner guardias en todas las salidas e interrogar a los que pasaran. ¡Qué absurdo! De todos modos, ¿a quién se le ocurría ir a rezar a aquella hora del día?

—Ahora —afirmó Kamose, poniéndose de pie—. Los del sur somos un pueblo devoto. Amón recibe nuestro homenaje habitual, lo mismo que Osiris, Hapi y Ptah. Espero que tengas fuertes piernas, general, porque permanecerás mucho tiempo de pie en el patio exterior de los templos.

Dudu le hizo una reverencia sin contestar y Kamose pasó por su lado llamando a sus guardias. Pudo tomar una litera, pero tenía ganas de caminar; no por rencor hacia Dudu, sino porque poco tiempo antes había cubierto aquel mismo camino. El sueño seguía vivido en su mente mientras pasaba bajo la sombra espesa de las hojas nuevas, llenas de nidos de pájaros. El río corría a gran velocidad, pardo y fangoso. El sol era caluroso, pero no desagradable. Kamose tenía ganas de cantar. Su escolta, uno de sus propios guardias acompañado por un setiu, lo precedía estoicamente. Dudu lo seguía tres pasos detrás, con su propio guardia cerrando la retaguardia. Una mujer de Weset que llevaba a un niño de la mano y con la otra sujetaba la cuerda atada a un asno, se hizo a un lado al ver pasar a Kamose. Se inclinó sonriendo y Kamose la saludó.

Al llegar al pilón tuvo un instante de temor religioso y de vacilación al recordar la aparición majestuosa de Amón. Ordenó a los soldados que descansaran a la sombra de la enorme estructura de piedra. El príncipe y Dudu entraron en el patio exterior. Kamose detuvo a un joven sacerdote que iba hacia el almacén del dios, que se encontraba a un lado del templo.

—¿Dónde está el sumo sacerdote? Encuéntralo y envíalo al santuario. Quiero rezar.

El muchacho le hizo una reverencia, asintió y salió corriendo. Con un gesto decidido, Kamose ordenó a Dudu que esperara, y el general se detuvo mientras él cruzaba la portilla que conducía al patio interior.

Kamose permaneció de pie mientras un sirviente del templo se le acercaba con un paño y un recipiente lleno de agua del lago sagrado. Cuando terminó de quitarse las sandalias y de lavarse los pies, las manos y la cara, murmurando las oraciones de limpieza, Amonmose ya lo estaba esperando junto a las puertas cerradas del santuario. Kamose contestó a la reverencia del sumo sacerdote poniéndole una mano en el hombro y entraron juntos en el lugar sagrado.

El interior estaba oscuro y fresco. Amón estaba sentado con una sonrisa en su rostro benévolo, sonrisa que Kamose consideró de triunfante complicidad. «Eres un gran dios —le dijo mentalmente—. Mereces tener a todo Egipto en tus manos abiertas, y así será. Te lo prometo». Se aproximó al dios y se arrodilló, besó los suaves pies de oro y rodeó los firmes tobillos con las manos. Puso la mejilla en el pie de Amón, cerró los ojos y comenzó a rezar, agradeciéndole el mensaje oculto del sueño, algo sencillo y que, sin embargo, todos había pasado por alto; hasta Seqenenra, que marchó con sus hombres por el desierto y fue derrotado. Las posibilidades eran pocas, pero era mejor que no contar con ninguna opción, y el dios mismo se la había proporcionado; por lo tanto, la tarea no era imposible. El amor por su dios, protector de Weset, cuyos ojos iluminaban el desierto y que había vuelto su mirada hacia su hijo, sobrecogió a Kamose y junto con aquel amor sintió el correspondiente desprecio por el salvaje e indisciplinado Sutekh y su rey impostor. «Triunfaremos —le dijo al dios—. Tú y yo triunfaremos».

Por fin se puso de pie. Amonmose lo observaba en silencio. Kamose se le acercó.

—Sé cómo puedo vencer a Apepa —le dijo sin preámbulo alguno—, pero habrá que planearlo con mucho cuidado y necesitaremos mucho oro. Amón me enseñó en un sueño cómo hacerlo, pero necesitaré tu ayuda, Amonmose. Envía sacerdotes a todos los santuarios de Amón de las provincias y a los que conozcas más al norte. Trae a Weset todas las ofrendas, oro, plata, alhajas, cualquier cosa que se pueda utilizar para pagar a los comerciantes de granos y a los vendedores de verduras. Hazlo en secreto y almacénalo aquí, en el templo. —Amonmose asintió—. A mí me sigue a todas partes el representante del rey —continuó diciendo Kamose—. Este es el único lugar en el que no puede entrar; por lo tanto, con tu permiso me gustaría utilizar el santuario para pasar y recibir mensajes, contigo como intermediario. No será por mucho tiempo —explicó al ver la expresión vacilante de Amonmose—, y no comportará cometer ningún sacrilegio, te lo prometo. Dentro de alrededor de una semana podré encargarme del general Dudu. Mientras tanto, las noticias te llegarán a ti y no a mí, y yo vendré a buscarlas dos veces al día. —Hizo una pausa para pensar—. Ya he mandado buscar a Hor-Aha. Haz que un sacerdote levante una tienda en el desierto para que se detenga en el caso poco probable de que llegue antes de que yo haya conseguido librarme de Dudu. Puedes alojarlo aquí. Mañana te enviaré a Uni. Dile que quiero una lista de todas las embarcaciones que haya por los alrededores: botes de pesca, barcas, barcazas, todo, y también una lista de los constructores de barcas que hay en Weset.

Amonmose sonrió.

—¿Esto es todo, príncipe?

Kamose le devolvió la sonrisa al notar el dejo de sarcasmo en la voz de su amigo.

—Esto es todo por ahora. Asegúrate de que Uni te comunique aquí sus informaciones y no intente dármelas directamente. Te estoy muy agradecido, Amonmose.

El sumo sacerdote inclinó la cabeza.

—Me alegro de que Amón te haya proporcionado esa visión. Creo que tiene grandes planes para su ciudad. ¡Quién sabe! ¡Tal vez algún día Weset llegue a ser la principal y más sagrada ciudad de Egipto!

Kamose rio y su alegría despertó ecos en el techo de piedra.

—Sí, ¿quién puede saberlo? —dijo mientras pensaba en el laberinto de casas de adobe de la ciudad, en el ruidoso mercado y en el puerto adormecido—. Debo reunirme con mi carcelero.

Se prosternó ante el dios, abrazó a Amonmose y salió a la luz del sol, obligándose a contener una canción que subía a sus labios.

El informe del general Dudu a Apepa fue dictado la semana siguiente al escriba que había llegado con él. Kamose estaba con su madre, inspeccionando los nuevos bancales de flores recién plantados, cuando Ipi llegó con la noticia.

—Lo dictó en privado, en las habitaciones que tiene asignadas —explicó el escriba contestando la pregunta de Kamose—. Pero yo sabía que sucedería porque el escriba y yo estábamos conversando en el despacho cuando el general lo mandó buscar. Yo lo seguí, pero no pude oír el mensaje porque el general mantiene su puerta custodiada y me vi obligado a pasar de largo.

—¿Y dónde está el papiro en este momento?

—El escriba está en su celda, preparando una copia en limpio para enviar al norte.

Kamose pensó con rapidez. Era esencial que viera aquel informe, no por lo que decía, sino por el estilo de Dudu, el comienzo de la carta y la despedida.

—¿Puedes alejar al hombre de su trabajo durante algunos instantes? —preguntó a Ipi—. ¿Hay algún heraldo esperando para llevar el papiro al norte de inmediato?

—No, alteza —contestó Ipi—. El rey dejó una caja llena de despachos para que fueran enviados a Kush y algunos para los administradores del norte. El heraldo regresará de Kush esta noche y no saldrá hacia el norte hasta mañana.

—Bien. Habiendo cumplido con su deber, Dudu estará aquí en cualquier momento. Corre a ver a Uni. Dile que quiero que inspeccione el papiro con mucho cuidado y que no tendrá mucho tiempo para hacerlo. Lleva al escriba al río, ofrécele vino de mi propia bodega, o lo que sea.

Ipi hizo una reverencia y se alejó. Kamose lo vio inclinarse al pasar junto al general, que en aquel momento salía de la casa.

—¿Qué estás haciendo, Kamose? —preguntó Aahotep en voz baja.

Kamose le apretó el brazo.

—Todavía no te lo puedo decir. Es demasiado peligroso —susurró—. Dentro de algunos días, madre.

Aahotep asintió con la cabeza, apretó los labios y siguió observando los bancales de flores. A poca distancia, un jardinero en cuclillas y con la espalda desnuda metía las plantas nuevas en la tierra húmeda y oscura.

—Por supuesto que debemos continuar plantando y también debemos encargarnos de la cosecha —dijo Aahotep en voz alta mientras Dudu se les acercaba—. Tendremos tiempo de hacerlo antes de vernos obligados a abandonar esta casa para siempre. —Se volvió hacia el general con una sonrisa altanera—. Aunque el rey haya expropiado nuestra próxima cosecha, no podemos permitir que los labriegos queden desamparados. Vamos, Kamose.

Lo tomó del brazo y empezó a hablar de otros temas, mientras se encaminaba al emparrado y dejaba que Dudu los siguiera.

Cuando a la mañana siguiente Kamose se dirigió al templo para llevar a cabo los ritos, Uni ya había visitado al sumo sacerdote. Mientras Dudu permanecía sentado a la sombra de una columna del patio exterior, observando con actitud abatida el ir y venir de bailarinas y peticionarios, Amonmose entregó a Kamose el mensaje de Uni.

—El encabezado y las frases de despedida del informe son los habituales —dijo Amonmose—. Los títulos del rey, después del saludo y antes de la firma del general.

—¿Una firma?

—Sí —dijo Amonmose—. Al general le gusta garabatear él mismo su nombre y no pone «por mano de mi escriba fulano de tal».

—Es una mala noticia —dijo Kamose, frunciendo el entrecejo—. ¿Algún sello?

—El general prefiere cera incolora y usa un sello cilíndrico, que debe de llevar siempre encima. Uni asegura que la firma no es difícil de falsificar, príncipe, y ha tenido dos oportunidades de intentarlo. El nombre setiu del general no es largo, son dos sílabas que se repiten.

Durante un instante Kamose pensó en la cantidad de habilidades que debía tener un buen criado. «Esta es la única oportunidad que tendremos de lograr la firma —reflexionó—. Si espero hasta el próximo despacho, casi no tendremos tiempo. Debo confiar en la habilidad manual de Uni».

—¿Alguna otra cosa?

—Sí —contestó Amonmose—. Los despachos del general siempre van atados con tres vueltas de lino común, anudado una sola vez. La cera se pone en el nudo.

«Si salimos de esta, nombraré visir a Uni», pensó Kamose.

—Gracias, Amonmose —dijo en voz alta—. Ya me he quedado aquí bastante tiempo. Por favor, haz llegar un mensaje a Uni; dile que mañana por la noche, muy tarde, me las arreglaré para que Ahmose vaya a mis aposentos. Las habitaciones de los sirvientes que hay en el corredor sólo tienen dos guardias. Tal vez pueda fingir que me he puesto enfermo. Dile que intente persuadir a uno de los guardias, preferiblemente al setiu, de que permanezca frente a la puerta de Ahmose, mientras el otro escolta a mi hermano hasta mis habitaciones. Lo estaré esperando. Y si mañana por la noche no fuera prudente, que sea a la noche siguiente. ¿Podrás hacerlo?

—Por supuesto, alteza.

Kamose volvió a la casa con Dudu caminando detrás de la litera. Se encontraba en un estado de tensa concentración y aprensión creciente. Había matado antes, pero en el fragor de la batalla. Ignoraba si podría reunir la fortaleza necesaria para matar a un hombre a sangre fría. «Pero debo hacerlo —se dijo, recordando el rostro altivo del rey para reforzar su decisión—. Debo hacerlo. Es el primer paso, el más importante. Dudu debe morir». Pero en su interior lo que se susurraba era: «Apepa debe morir», y aquel pensamiento endureció sus músculos y aumentó su arrojo.

Dos horas antes del amanecer, cuando el sueño es más profundo y es más difícil mantenerse en guardia, Kamose abandonó el lecho, abrió la puerta y habló a los guardias. Se echaba hacia delante, con la cara retorcida de dolor.

—Necesito a mi criado —dijo—. No me encuentro bien. Por favor, dile que traiga consigo a mi hermano.

Los guardias se miraron. Su guardia personal lo tocó con discreción.

—¿También quieres que llame al médico, príncipe? —preguntó en tono solícito. El otro guardia observaba con cuidado a Kamose. Kamose se maldijo. No se le había ocurrido que le podían preguntar si debían llamar al médico.

—Muy bien —contestó—. Pero no quiero alertar a toda la casa, quizá sólo se trata de algo que me ha sentado mal.

—Yo iré —dijo el guardia local. El otro volvió a cuadrarse. Kamose retrocedió, cerró la puerta y escuchó los pasos que se iban perdiendo por el corredor. Estaba convencido de que el guardia setiu a punto estuvo de proponer que también avisaran a Dudu, pero ahora el hombre ya no abandonaría su puesto.

Instantes después oyó voces. La puerta se abrió y entró Uni con expresión soñolienta y sujetándose la ropa de dormir. Ahmose entró en el cuarto tras él. Detrás de Ahmose, Kamose alcanzó a ver tres rostros en las sombras y, por suerte, dos eran guardias locales. Kamose, jadeando, hizo señas al suyo de que entrara y cerrara tras él la puerta.

—¿Eres leal a mí? —le preguntó, enderezándose y dirigiéndose a su baúl—. ¿Me obedecerás sean cuales sean las consecuencias?

El soldado asintió con la cabeza.

—Sabes que lo haré, príncipe. ¿No he estado a tu puerta y a tu lado durante muchos años? —dijo en tono que parecía ofendido.

—Bueno —dijo Kamose—. Dentro de un momento, quiero que mates al setiu que monta guardia afuera, luego sigue a mi criado. Uni, debes reunir a los dos guardias locales e ir de inmediato a las habitaciones donde duerme el personal de Dudu. Si tienes la mala suerte de encontrarte con más setiu, mátalos sin perder tiempo. Pon soldados en la puerta de todos los dormitorios de sirvientes setiu para que ninguno pueda salir sin ser visto. No deben salir por ningún motivo, ni siquiera para caminar por el corredor. —Mientras hablaba revisaba el baúl con impaciencia, luego se irguió, con una daga en la mano. Durante un instante pensó que la última vez que la había visto la empuñaba la mujer de sus sueños. El soldado asentía—. Ahmose —continuó diciendo Kamose—, ahora nosotros iremos a matar a Dudu; espero que esté dormido. No te pido que lo apuñales, sólo que lo sujetes si se resiste. Todo debe hacerse en silencio. No puedo permitir que se conozcan mis intenciones hasta tener a los soldados bajo mis órdenes. Uni, ¿el heraldo partió ayer por la mañana?

—Tú sabes que partió, alteza.

Kamose tema una prisa febril y un miedo que no exteriorizaba.

—¡Entonces debemos ponemos en marcha!

Hizo una seña con la cabeza al soldado, que sacó el cuchillo y salió. Kamose, Uni y Ahmose esperaron con ansiedad. Oyeron algunas palabras, una exclamación de sorpresa y luego una breve lucha. Kamose se puso tenso. La puerta se abrió de par en par y vieron al guardia local y al setiu, que terna una expresión de espanto en el rostro, y luego su cuerpo flácido cayó contra el vano de la puerta.

—Éntralo y después vete. ¡Rápido! —dijo Kamose—. ¡Vamos, Ahmose!

Sabía que podía confiar en que Uni seguiría sus instrucciones. El corazón le latía con rapidez cuando él y su hermano corrieron por el pasillo y se introdujeron en el corredor que conducía a las habitaciones de huéspedes. Una vez allí comenzaron a caminar con naturalidad, porque Dudu había apostado varios guardias frente a su puerta y ninguno era local.

—¡Es una locura, Kamose! —le susurró Ahmose—. No es posible que podamos vencer a tres.

—Por el momento, no —contestó Kamose, haciendo un esfuerzo por calmar los latidos de su corazón y su respiración agitada—. No se negarán a permitimos entrar, y luego tendremos que hacer una jugada peligrosa.

De repente recordó que llevaba la daga en la mano. La ocultó dentro del shenti e instantes después doblaron una esquina del corredor y los tres guardias, sorprendidos, se pusieron en posición de firmes y los saludaron, extendiendo hacia delante las espadas.

—Salud —dijo Kamose—. Tenemos que hablar con el general. Debéis permitir que pasemos.

Los guardias lo miraron fijamente y luego uno se adelantó.

—¿Dónde están tus guardias, príncipe? —preguntó en tono amable pero con un dejo de desconfianza en la voz.

—En el extremo del corredor —contestó Kamose—. Ve a mirar, si quieres, pero apresúrate. Pronto amanecerá y el asunto que nos trae no admite demoras.

Notó la desconfianza en los rostros de los hombres. No eran tontos. Sin embargo vacilaron, temerosos de ofender a un príncipe de Egipto, a pesar de las circunstancias en que éste se encontraba. Kamose hablaba en un tono imperioso que nadie que no fuese noble se atrevía a desafiar; pero ¿no había dado el general órdenes estrictas de que ninguno de aquellos jóvenes señores debía caminar nunca sin escolta? ¿Qué asunto importante podía tener un príncipe caído en desgracia y arrestado en su domicilio, una hora antes del amanecer?

«Los he subestimado —pensó Kamose, furioso—. ¡Soy un imbécil!». Miró a Ahmose y notó que su hermano contraía los músculos. Durante un breve instante, los ojos de ambos se encontraron. Ahmose asintió con la cabeza. Ambos se abalanzaron sobre los hombres. Kamose cogió una de las espadas que empuñaban y la atrajo con violencia hacia sí. El guardia, sorprendido, cayó con ella hacia delante. Kamose le hundió una rodilla en la entrepierna. Haciendo un movimiento reflejo, el hombre se dobló y el puño de Kamose le golpeó la mandíbula. El soldado se desplomó sin ruido. Kamose se volvió y vio a su hermano pegar con el pie en el estómago a otro guardia y luego rodearle el cuello con un brazo. El tercer guardia en aquel momento sacaba su daga, preparándose para atacar a Ahmose. Kamose saltó y se le adelantó, se aferró a la espalda del hombre y le metió los dedos en los ojos. El guardia gimió y soltó la daga, pero a continuación quiso apretarle las muñecas a Kamose, aunque las soltó enseguida. Se deslizó hasta el suelo y Ahmose saltó a un costado, soltando el mango del cuchillo que acababa de hundirle en el pecho. Ahmose sudaba copiosamente.

—No está mal para un par de hombres que últimamente han descuidado sus prácticas de lucha —dijo con voz ronca-Uno muerto, tal vez dos. Creo que a éste le he roto el cuello, Kamose.

—Lo lamento —dijo Kamose—. Si no hubiesen sido tan desconfiados…

En aquel momento se abrió la puerta y apareció la cara de Dudu.

—¿Qué pasa ahí?

Kamose observó que se le iluminaban los ojos y los abría, sorprendido. Pero antes de que lograra reaccionar, Kamose se arrojó contra la puerta y le hizo perder el equilibrio. Dudu cayó al suelo, pero rodó sobre sí mismo y se puso de pie con agilidad. Sin embargo, no pudo hacerlo con la velocidad suficiente para esquivar a Ahmose, que se puso detrás de él y lo sujetó con los brazos. Kamose cerró la puerta y sacó la daga, sintiendo de repente frío y agotamiento.

Dudu comprendió inmediatamente la situación. Kamose lo notó en sus ojos. Pero el general no demostró temor, y Kamose le tuvo aún más respeto. Le habría gustado ofrecerle la vida a cambio de su cooperación, pero sabía que a la primera oportunidad que se le presentara, lo traicionaría. Dudu era setiu.

—Esto sólo te dará un breve respiro —dijo el general con voz ronca—. Sólo es una pequeña batalla. No podrás ganar la guerra, alteza.

«Estoy harto de las palabras “no podrás” —pensó Kamose—. Un breve respiro, una pequeña batalla, como si yo fuese una criatura que luchase junto al río con cañas y juncos en lugar de cuchillos y hachas».

—Nada de alteza, Dudu —dijo, empuñando la daga y acercándosele mientras estudiaba el pecho de Dudu para decidir cuál era el mejor lugar para clavársela—. Alteza no. Majestad.

Vio que Dudu respiraba hondo inmediatamente antes de que él le hundiera la daga entre la tercera y la cuarta costilla. De inmediato las manos de Kamose se cubrieron de sangre caliente. Arrancó la daga de la herida mientras Ahmose depositaba a Dudu en el suelo y se alejaba de él con rapidez.

—Estas cosas son necesarias pero terribles —dijo Ahmose, apresurándose a acercarse al lecho y arrancando de él la sábana—. Límpiate, Kamose. —Éste cogió la sábana y comenzó a limpiarse las manos y la hoja de la daga. Ahmose se inclinó y cerró con cuidado los ojos vidriosos de Dudu—. Ahora nos hemos comprometido —continuó diciendo— y aunque quisiéramos no podríamos volver atrás. Esta vez, si perdemos, significará la muerte para todos.

—Lo sé —contestó Kamose—. ¡Pero no puedo creer, me niego a creer que desapareceremos del curso de la historia sin dejar ni rastro! Será mejor que nos marchemos, Ahmose. Ra está a punto de salir y debemos tener a los soldados bajo nuestro control antes de que despierte el resto de la casa. ¡Ojalá Hor-Aha estuviera aquí!

En la luz gris del amanecer, una orden despertó a los soldados que dormían juntos en el cuartel. Se pusieron de pie, amodorrados, y se encontraron a los dos príncipes y dos guardias, de pie, con las piernas separadas y los arcos listos para disparar.

—Los soldados de la casa a la derecha —ordenó Kamose— y los del general Dudu a la izquierda. ¡Rápido!

Todavía medio dormidos, los hombres obedecieron dando traspiés y se agruparon frente a las paredes de adobe tal como él acababa de ordenar.

Kamose los observaba con una expresión pétrea, aunque estaba preocupado. El control que ejercía pendía de un hilo. Si alguno de los oficiales setiu daba la orden de atacar, los cuatro se encontrarían indefensos en un instante. Ahmose y su guardia se movieron lentamente, apuntando sus armas hacia la izquierda. Kamose estudió detenidamente a sus cincuenta soldados y no volvió a hablar hasta haberlos reconocido a todos.

—Sentaos —les gritó, y ellos de inmediato se dejaron caer al suelo—. No os mováis —continuó diciendo. Luego se dirigió al resto—: Quiero que me deis vuestro nombre, lugar de nacimiento, rango e historia familiar —ordenó—. Tú primero.

Los hombres de Dudu lo miraron como si se hubiera vuelto loco. En cambio, sus guardias presintieron lo que iba a suceder. Un murmullo recorrió sus filas como una ráfaga de brisa invernal.

El soldado al que Kamose acababa de señalar se adelantó y saludó.

—Ptahmose de Mennofer, alteza, soldado de infantería de la división de Set. Mi padre y antes que él los padres de mi padre fueron escribas en el colegio del pueblo, fuera de la ciudad.

Kamose hizo una cortante inclinación de cabeza.

—Siéntate. El siguiente.

Uno por uno, los cincuenta le proporcionaron sus datos. A algunos con nombres setiu, cuyas familias habitaban al este del Delta, les ordenó que permanecieran de pie. Al final quedaron veinte de pie. Ahmose se acercó a su hermano y le susurró al oído:

—Si vas a hacer lo que pienso que harás, ¿no puedes por lo menos ofrecerles la posibilidad de elegir? ¡Este es un acto de barbarie!

—No podemos arriesgamos, y menos con soldados —susurró Kamose—. Esto me desagrada más que a ti, Ahmose. Si fuesen labriegos o simples ciudadanos, no importaría tanto, pero no puedo permitir que haya sueltos por aquí militares entrenados, aunque me hayan jurado lealtad. Ya antes de empezar, todos creen que estamos vencidos.

Con rapidez eligió a veinte de sus hombres y les ordenó que tomaran sus armas.

—Llevad a esos veinte al desierto y matadlos —dijo—. Luego enterradlos en la arena. No los arrojéis al río. No quiero que sus cadáveres floten marea abajo y descubran lo que ha pasado.

Los soldados obedecieron, tropezando en su presteza. Los condenados miraban fijamente a Kamose, sorprendidos e incapaces de creer en el repentino giro que había dado su destino. Algunos se inclinaron a recoger el shenti y otras pertenencias, como si fueran a trasladarse a otro edificio. Ahmose les ordenó que soltaran todo lo que tenían en las manos. Kamose hizo una seña a su guardia personal y el hombre se encargó de hacer salir a los setiu y a sus verdugos.

Se produjo un breve silencio dentro del edificio. La orden de formar y marchar resonó claramente cuando ya la luz del día era más intensa, luego el rumor de pies descalzos que hollaban la tierra fue desvaneciéndose. «Ahmose todavía no lo comprende —pensó Kamose mientras examinaba los rostros muy pálidos de los soldados restantes—, pero esto es sólo el principio y algunas veces no podremos diferenciar amigos de enemigos. Que Amón me perdone». Tema un frío mortal.

—Vosotros, los que quedáis —dijo a los treinta soldados que en aquel momento lo miraban muy rígidos y cuya incertidumbre sólo se notaba en la expresión de los ojos—. No os he condenado a muerte sólo porque sois egipcios nativos, aunque militéis en el ejército de Apepa. Ahora debéis jurarme lealtad. Si lo hacéis, seréis bienvenidos en Weset. Si quebrantáis la promesa que vais a hacer, quedaréis sometidos a las cinco heridas y a la inmediata ejecución como traidores. Adelantaos.

Sus cincuenta soldados permanecieron observando con evidente alivio mientras los treinta, uno por uno, se fueron acercando a besar los pies y las manos de Kamose como prenda de su nueva lealtad.

Cuando el último hubo terminado, Kamose se dirigió directamente al capitán de los cincuenta.

—Estos treinta deben ser emparejados con aquéllos cuya lealtad no se puede poner en duda —ordenó—. No deben salir de los confines de la propiedad ni se les dará orden de hacer guardia dentro de la casa. Hazlos trabajar mucho en la práctica de armas y en las cuadras, y vigílalos. Espero que me hagas llegar informes periódicos sobre lo que dicen y hacen.

El hombre se inclinó en una reverencia, y aun antes de que levantara la cabeza, Kamose ya había salido del cuartel y volvía a la casa, llenándose los pulmones del aire fresco del amanecer. Ahmose corrió a reunirse con él.

—Pareces enfermo —dijo—. Y ahora, ¿qué?

Kamose se pasó cansadamente la mano por la cara. Sintió la piel flácida y áspera.

—Ahora sometemos a la misma prueba a los sirvientes de Dudu y les imponemos las mismas restricciones —contestó—. Me gustaría darles muerte a todos. Los sirvientes personales y los domésticos, por lo general, son los más leales. Pero no debe correr la voz de que soy tan cruel que mato a egipcios inocentes. Deben verme como un libertador, Ahmose, un egipcio que lucha al lado de otros egipcios para liberar a este país de los opresores extranjeros. La mitad de mi tarea se habrá cumplido si rumores favorables me preceden en las ciudades y los pueblos. Pero no todavía.

—¿Es así como te ves? —preguntó Ahmose con curiosidad. Acababan de llegar al jardín.

Kamose se detuvo y miró a su hermano con sus ojos perfilados con maquillaje negro.

—No —respondió con una sonrisa—. Soy el vengador de Seqenenra y dios de Egipto.

Antes de la comida del mediodía habían matado en el desierto a nueve de los sirvientes de Dudu; los demás se quedaron trabajando en la cocina bajo la mirada atenta y vigilante de Uni. El guardia personal de Kamose regresó con la noticia de la ejecución de los veinte soldados. Ahmose se había reunido con el resto de la familia para comunicarles que la casa era nuevamente suya, pero Kamose se negó a recibir a Tetisheri que, en cuanto se separó de Ahmose, se había apresurado a acudir a su despacho.

—Mantenlos alejados de mí —le ordenó a Akhtoy—. No estoy preparado para hablar con ellos. Necesito dormir.

Con amabilidad pero con firmeza, Akhtoy logró que Tetisheri regresara a sus aposentos.

Kamose mandó buscar a Uni y le pidió un informe sobre su petición de hacer una lista de embarcaciones y constructores de embarcaciones. Cuando Uni le recordó que hasta entonces no había tenido ni tiempo ni oportunidad de hacer más que dar órdenes a su asistente y enviar sirvientes a Weset, Kamose se puso furioso. Uni no se dejó impresionar por su ira.

—Necesitas dormir, príncipe, y también debes lavarte. Todavía tienes el shenti manchado de sangre.

Kamose miró el shenti arrugado y los rastros de sangre que todavía conservaba en los brazos.

—Tienes razón-admitió.

«Pero ¿ya estará todo? —pensó con ansiedad—. ¿La casa estará segura? ¿No despertaré con un cuchillo en el cuello?».

Permitió que su sirviente personal lo lavara y luego se dirigió a sus aposentos y se acostó en el lecho. Le pasaron por la mente vividas imágenes de la daga en el momento de clavarse en el pecho del general y de los rostros cenicientos de los sorprendidos soldados. «Tengo las manos manchadas de sangre —pensó—. Ha sido demasiado para poderlo olvidar; demasiado para retroceder». Se puso la palma de la mano en la mejilla y se quedó dormido.

A la semana siguiente recibió el informe de Uni sobre los constructores de embarcaciones. La mayoría de las embarcaciones que había en Weset y sus alrededores eran demasiado pequeñas para transportar más que a algunos pescadores. Pero Kamose expropió algunas barcas de comerciantes que recorrían el río comprando y vendiendo. Ordenó a Uni que encargara cien embarcaciones de junco con capacidad para cincuenta hombres cada una, cuya construcción debía comenzar de inmediato. Uni quedó horrorizado.

—¡Qué gasto tan enorme, alteza! ¿Cómo las vas a pagar?

—Cuando hayan terminado la obra, daré a los constructores media hectárea de mis tierras a cada uno.

—¡Pero alteza! —volvió a exclamar Uni—. Tus propiedades de Weset son necesarias para mantener abastecida la casa y para alimentar a tus sirvientes.

Kamose miró entre las columnas del pórtico a Aahotep y a Tetisheri que estaban sentadas en esterillas, en el jardín. No hablaban. Las manos de Aahotep estaban inmóviles sobre las cuentas que enhebraba. Tenía la mirada fija en su regazo. Tetisheri estaba apoyada en un codo, mirando fijamente las libélulas que volaban sobre la plácida superficie del estanque, con una expresión pensativa y triste. Kamose percibió el miedo de su abuela.

—Uni —dijo sin entusiasmo, con el rostro todavía vuelto hacia su madre y su abuela—, de todos modos, el rey ha expropiado todas mis pertenencias. Si yo no regalo la tierra, Teti pondrá en ella sus asquerosos pies, o los inspectores del rey la harán cultivar para beneficio de la corte. En cualquiera de los dos casos, sólo me pertenecerá durante cuatro meses más. —Esbozó una sonrisa sombría—. Ahora, poco menos de cuatro meses. Dudu tenía la misión de impedir que yo hiciera alguna barbaridad, pero como está muerto, haré redactar títulos de propiedad válidos y los firmaré, de manera que ni Teti ni Apepa podrán ignorar las reclamaciones de los constructores de embarcaciones sobre las tierras. Si gano, todo Egipto me rendirá tributos. Si pierdo, moriremos todos. Ya nada importa.

Uni se aclaró la garganta.

—Muy bien. Eres mi amo y haré lo que me pidas. Pero ¿de dónde sacarás hombres para llenar cien barcas? ¡Habrá lugar para una división completa!

Kamose respiró hondo y cerró los ojos. Cuando los abrió, regresó al interior y se sentó en la silla, frente al escritorio.

—Comenzaré con hombres de Weset y de las provincias. No reclutaré a los que no sean necesarios, intentaré reunir a todos los hombres de más de catorce años. No marcharé como hizo mi padre, sino que navegaré con rapidez de pueblo en pueblo y tomaré a los hombres bajo juramento o por la fuerza, no me importa el método. Si los soldados hacen el trayecto en barcas, no se cansarán como cuando deben marchar. Estarán frescos cada vez que nos detengamos en el camino. Si fuera necesario, degollaré al jefe de cada pueblo y al alcalde de cada ciudad, pero no creo que tenga que hacerlo, porque me jurarán obediencia y me prestarán ayuda. —Miró a Uni, que ponía cara de indignación—. Es lo que debió haber hecho mi padre.

—Alteza —dijo Uni, queriendo demostrar paciencia, aunque sin darse cuenta se daba golpecitos en la palma de la mano con un papiro—. Las embarcaciones pueden estar listas dentro de dos meses, pero los hombres y los muchachos que pretendes reclutar serán necesarios en la tierra. Faltan menos de dos meses para la cosecha. ¿Y además, con qué les pagarás?

Kamose dobló las piernas y cruzó los brazos.

—No se les pagará hasta que haya finalizado la campaña. Les prometeré un botín en el Delta y requisaremos grano a medida que avancemos. Tomaré las joyas y los adornos de las mujeres de mi familia, todo lo que haya de valor en la casa, y los cambiaré por víveres. No dejaré nada a Teti ni al rey. En cuanto a la siembra, que la hagan las mujeres.

—¡Alteza! —Uni se quedó sin palabras.

—¿Eso es todo? —preguntó Kamose, sin querer divertido por la afrenta del criado. Uni le hizo una reverencia—. Está bien. ¿Ipi? —El escriba se sentó a los pies de Kamose, con el pincel a punto—. Envía este parte al sur, a Nekheb. Me hacen falta navegantes y Nekheb tiene buenos marineros. Redacta el mensaje como quieras, pero que sea una orden. ¿Tienes el sello de Dudu, Uni? —El criado asintió con la cabeza—. Entonces ha llegado el momento de dictar un papiro para Apepa de parte del general, informándole de la excelente conducta que observan los salvajes de Weset y de lo resignadas que están sus mujeres.

Ipi mojó el pincel en la tinta negra y lo mantuvo sobre el papiro, pero de repente Kamose se hundió en sus pensamientos.

—Uni —dijo instantes después—. ¿Es difícil conseguir lapislázuli?

Uni parpadeó.

—Sí —contestó—. Hay que extraerlo de las minas del desierto y es muy raro. Hasta el rey paga un alto precio en oro por él, pero se comenta que él y la reina han hecho adornar con lapislázuli sus sillas, cajas y demás.

Kamose levantó la mirada.

—Envía a alguien al templo para que pregunte a Amonmose si lo hay en el almacén de Amón. Dile que se lo entregue a mi joyero. Tengo ganas de poseer un pectoral de lapislázuli.

—Pero, alte…

Kamose lo interrumpió golpeando el escritorio con la palma de la mano.

—Soy un rey —dijo en tono perentorio—. Soy el hijo de Amón, su encarnación, ¿verdad? La gente me verá con un pectoral de lapislázuli en mi viaje hacia el norte y lo recordará. ¿Debo explicarte todas las órdenes que te doy, Uni?

Uni le hizo una rígida reverencia.

—No, príncipe. Lo siento.

—Entonces haz lo que te he encargado. Y no te olvides de buscar un mensajero que pueda usar la insignia de heraldo, alguien de nuestra completa confianza para que lleve el papiro al norte. Puede decir que acompañaba al heraldo habitual, que cayó enfermo en Aabtu, por si en Het-Uart conocen bien al heraldo de Dudu. Elige a alguien que sea bastante culto, Uni. No me cabe duda de que Apepa lo interrogará. Envíalo a verme antes de que parta. Y ahora, Ipi, te dictaré.

El mensaje al rey era breve, pero Kamose no pudo resistir la tentación de incluir un comentario sobre Tani, aunque como si lo hubiera hecho el mismo Dudu, expresando la esperanza de que fuese bien tratada. No se atrevió a pedir que le enviaran noticias de ella.

Aquella noche en su lecho, donde yacía sin dormir, con la nuca contra el frío cabecero de marfil y la luz de la lámpara que parpadeaba reflejándose en las paredes de la habitación, pensó en su hermana con pesar. «No le dediqué tiempo suficiente —se dijo—. Ninguno de nosotros lo hizo. Siempre fue la pequeña Tani; a veces un encanto, a veces consentida, pero por lo general la dejábamos de lado. Sus esfuerzos pasaban desapercibidos bajo nuestras otras preocupaciones. Que Amón la cuide y le dé coraje». Estaba empezando a quedarse dormido cuando se oyó un pequeño golpe en la puerta y Uni se asomó a la habitación.

—Estoy despierto —dijo Kamose, sentándose en el lecho.

—Alteza, ha llegado el general Hor-Aha y desea hablar contigo.

Kamose se sacudió el sueño.

—Que entre —dijo, poniéndose de pie. Y cuando la figura alta y familiar entró, envuelta en su manto, Kamose sintió el corazón aliviado. Uni cerró la puerta. Hor-Aha se detuvo y empezó una reverencia, pero Kamose lo abrazó siguiendo un impulso poco común en él. El guerrero medjay olía a arena y a piedras. Tenía la larga trenza y el manto blanco cubiertos de polvo. Hor-Aha devolvió el abrazo de Kamose pero a continuación terminó la reverencia—. Bienvenido a casa —dijo Kamose—. No sabes el alivio que siento al verte. ¿Estás enterado de las noticias?

—Sí, príncipe. —Hor-Aha se quitó el manto y lo dejó caer al suelo. Llevaba puesto un taparrabos sucio y en el talle lucía sobre la piel desnuda un cinturón de cuero, del que colgaban una daga y un hacha. Kamose tuvo la sensación de que el general nunca se había marchado—. El sacerdote que me esperaba en el desierto me lo contó todo. La ejecución de los soldados setiu fue lamentable.

—¿Crees que había alternativa?

Los dientes blancos de Hor-Aha resplandecieron durante un instante.

—No, pero lamento el desperdicio de buenos soldados.

—¿Tienes hambre? ¿Y sed?

Hor-Aha negó con la cabeza.

—Estoy muy cansado, alteza, eso es todo. Compartí comida con el sacerdote antes de que el sirviente guardara sus pertenencias y regresaran al templo. ¿De manera que volvemos a hacer la guerra?

Kamose le señaló un banco y se sentó en el borde del lecho. Observó la delgada figura de su general al sentarse. Hor-Aha lanzó un suspiro de alivio. Kamose empezó:

—Así es. Déjame contarte.

Trazó su estrategia con rapidez, mientras estudiaba con cuidado el rostro de Hor-Aha en busca de señales de aprobación o de duda. Cuando terminó de hablar, el general se quedó en silencio, pensando. Después asintió con la cabeza.

—No tienes alternativa —dijo—. Se acerca el momento decisivo. En la batalla de Seqenenra murieron muchos medjay, pero si envío a uno de los de mi tribu en compañía de un oficial egipcio, es posible que se puedan reclutar más. Wawat desea que Egipto lo proteja de la siempre presente amenaza de una invasión kushita y Apepa hasta ahora ha hecho caso omiso de los medjay; prefirió firmar un tratado con Teti-en de Kush. Un triunfo tuyo en la guerra significaría la seguridad para Wawat. ¿Ya has comenzado el reclutamiento?

—Todavía no. Te estaba esperando.

Permanecieron un momento en silencio y Kamose se dio cuenta de que por primera vez en muchos días se sentía completamente relajado.

—Lamento el destierro de la princesa Tani —dijo entonces Hor-Aha—. Si yo estuviera en el lugar de Apepa habría hecho lo mismo, pero de todos modos me parece una crueldad.

Kamose se levantó y en el acto Hor-Aha hizo lo mismo.

—Ve a descansar —le aconsejó Kamose—. Mañana tenemos mucho que hacer.

Hor-Aha recogió el manto y lo sacudió con vigor antes de volver a echárselo sobre los hombros.

—Primero miraré los cuarteles —dijo—. ¿Sigue en pie la aldea de soldados que tu padre hizo construir en la orilla occidental, alteza?

—Sí.

—Me alegro. Hasta mañana, entonces.

En cuanto la puerta se hubo cerrado, Kamose volvió a acostarse. «Mañana —pensó con un estremecimiento de excitación o de aprensión, no sabía qué—. Mañana».

En el término de dos meses, sus cien barcas de junco se mecían ancladas a lo largo de la orilla este del río, grandes embarcaciones doradas, tan ligeras y con tan poco calado que podrían navegar por el menguante Nilo hasta bien entrado el verano. Kamose transfirió sus tierras a los constructores sin reparo alguno, pero su madre lloró cuando le dijo lo que pensaba hacer. Ella, Tetisheri y Aahmes-Nefertari reunieron sus joyas y se las entregaron con callada resignación como tributo a un destino que todas aceptaban, mientras la tierra empapada comenzaba a aparecer a medida que el nivel de agua descendía lentamente. Kamose comerció con las alhajas, las cambió por granos de la cosecha anterior, cebollas, cerveza y lino.

Armados con el edicto de leva, sus oficiales recorrieron docenas de pueblos, separando a los labriegos de sus tierras y ordenando que las mujeres se encargaran de la siembra. Hubo pocas protestas. Una vez más, los hombres comenzaron a cruzar el Nilo y a ocupar los cuarteles de la aldea de soldados, que por fin se vio desbordada e inundó el desierto de tiendas que crecían como hongos. Kamose no se preocupó de buscar carros de guerra ni caballos. Su plan de campaña se apoyaba casi con exclusividad en las embarcaciones, en las que todavía se afanaban los constructores que, subidos a las altas proas, aseguraban los últimos juncos y vigilaban la colocación de timones, remos y cabinas.

Los medjay regresaron en un número mayor del que tuvo Seqenenra, y Kamose llegó a la conclusión de que Hor-Aha debía haber hecho tratados con otras tribus de Wawat sin decírselo. Kamose se sentía agradecido. A los salvajes hijos del desierto no les gustaba el agua y sin duda se embarcarían con desconfianza, pero cuando comenzara la lucha recuperarían su confianza y su pericia.

Kamose continuaba enviando papiros con regularidad al norte, temiendo que alguna respuesta le llegara de manos de un heraldo u oficial setiu al que habría que detener o matar, pero Het-Uart permanecía en silencio. Tampoco tuvo noticias de Ramose; no las esperaba. Se preguntó si Teti y su hijo recibirían noticias de la capital, entre las que habría referencias indirectas acerca de si Tani se encontraba bien. Durante las horas anteriores al amanecer, cuando la noche se iba poniendo gris y él se paseaba sin dormir, pensando en los millares de eventualidades de que dependía el éxito de su empresa, se preguntaba qué haría una vez se hubiera abierto paso hasta Khemennu y cuál sería la actitud de Ramose. Teti debía morir, de eso no cabía duda, pero no quería tener que luchar con Ramose. Preocuparse ahora no tenía sentido. Ya habría tiempo en un futuro.

Pero Kamose descubrió que le resultaba imposible ordenar sus problemas de una manera coherente. Pensaba en que al día siguiente habría que realizar prácticas de tiro con los arcos que los artesanos construían febrilmente para suplir los confiscados por los setiu; pero también le preocupaban las órdenes vagas que tendría que dar referentes al sitio de Het-Uart, dentro de muchas semanas, y en su estado de ánimo Kamose no lograba separar ambas cosas. No era de natural propenso a rehuir los obstáculos que se oponían a su razonamiento, pero varias noches se acostó borracho de vino de palma y más de una vez invitó a una sirvienta joven a compartir su lecho, antes de rechazarla con una sensación próxima al disgusto porque no tenía una piel tan brillante como la mujer de sus sueños, y porque sus caderas no se curvaban y terminaban en aquellas largas piernas cuyos movimientos conocía bien.

«Esta mujer me ha hecho daño —pensaba cuando, sin emoción, veía desaparecer por la puerta la espalda desnuda de la sirvienta—. Esa amada desconocida que no se inclina ante los dioses y que me alcanza mi propia daga y mi arco como si fueran suyos me tiene obsesionado. Mi carne clama por ella, sólo por ella».

Amonmose le envió lapislázuli del almacén del templo de Amón, sin hacer comentarios. Kamose permaneció largo rato sosteniendo las piedras azules con destellos dorados bajo la luz blanca del sol que caía entre las columnas de su despacho, antes de enviárselas a su joyero. Sabía que entre los dedos tenía el valor de una barca con todos sus hombres, pero no lamentaba su vanidad. El lapislázuli era un símbolo de su derecho a vengarse y de una justificación divina.

Durante el tercer mes, Kamose invitó a los nobles egipcios de sus provincias a reunirse con él en Weset para ordenarles que capitanearan a los hombres que había reclutado. No quena hacerlo. Era costumbre que un rey reuniera un consejo de guerra compuesto por sus generales y los dos visires, pero Seqenenra no había tenido oficiales de alto rango y Kamose habría preferido delegar sólo en Hor-Aha y Ahmose. Le resultaba odioso ceder autoridad o poder, pero sabía que su familia había caído en una peligrosa sensación de autosuficiencia, que se volvía contra ella ante cada ataque que se le, hacía. Si la campaña crecía, sería peligroso no contar con hombres que pudieran tomar decisiones propias y obrar con independencia cuando friera necesario.

Kamose tenía intención de reservar a los oficiales que conocía para que dirigieran su guardia personal, los Servidores de Su Majestad, y destinar a tropas de asalto a los Valientes del Rey. Ofrecería buenos jefes a los príncipes, que estarían bajo las órdenes de Hor-Aha como general en jefe. El entrenamiento militar formaba parte de la educación de todos los jóvenes nobles. Sin duda ellos llevarían bien a cabo su tarea y a cambio él les ofrecería posiciones dentro de la corte. Ojos y Oídos del rey, portadores de abanicos de la mano derecha y de la mano izquierda, visir del sur, del norte…

Llegaron, respetuosos y desconfiados, Mesehti de Djawati, de ojos claros y piel tostada por el sol; Intef de Qebt, gran centro comercial del sur en los tiempos de los antiguos reyes; lasen de Badari, Makhu de Akhmin y el altivo Ankhmahor de Aabtu, cuya sangre era casi tan azul como la de Kamose. Al mismo tiempo llegó Paheri, alcalde de Nekheb, y con él los marineros que Kamose había pedido a Uni que mandara buscar, entre ellos Abana, que había servido bajo el mandato de Seqenenra como guardián de las embarcaciones, junto con su hijo Kay. Kamose los envió de inmediato a la orilla opuesta del río.

Tetisheri recibió a los príncipes con la pompa que sólo ella era capaz de organizar y Aahotep se encargó de que les prepararan habitaciones. Kamose les ofreció los mejores alimentos, consciente de que el orgullo de aquellos hombres era tan grande como el suyo. Los nobles le dedicaron palabras amables, miraron con recelo a Hor-Aha e inspeccionaron las embarcaciones y el ejército sin hacer comentarios.

Al cuarto día, Kamose los citó en su despacho y, con Hor-Aha a su derecha, les ofreció asiento alrededor del enorme escritorio de Seqenenra y les explicó sus planes. Durante la reunión su mirada iba de uno a otro. Cuando terminó de hablar se produjo un largo silencio, todos se hacían conjeturas. Los ojos pálidos de Mesehti miraban fijamente y sin expresión el follaje movido por el viento, más allá de las columnas; Intef daba golpecitos en la mesa con un dedo cubierto de anillos; el príncipe Ankhmahor estudiaba abiertamente a Kamose mientras bebía de su copa de vino, alzando las cejas. Ahmose, también presente, estaba recostado en el respaldo de su silla, aparentando indiferencia, pero Kamose notó lo tenso que se encontraba.

Por fin Ankhmahor depositó su copa de vino en el escritorio y se pasó con lentitud la lengua por los labios.

—Aquí somos todos nobles —dijo—. Yo, como todos sabéis, soy príncipe hereditario y erpa-ha de Egipto. Ninguno de nosotros niega tu superioridad, Kamose, como gobernador de las provincias de Weset, ni tu pretensión de ser dios por mediación de Osiris Mentuhotep-neb-hapet-Ra glorificado. Sin embargo, el mes que viene dejarás de tener control sobre las provincias y deberás ir al destierro. —Rodeó la copa con sus manos bien cuidadas y se inclinó hacia delante—. Durante algunas semanas más te asistirá el derecho a reclutar a nuestros labriegos y expropiar las provisiones que desees, y por ello no seremos culpables ante Apepa. Eres el gobernador. Pero nos pides mucho más. Mucho más. —Recorrió la mesa con la mirada y los demás asintieron con la cabeza—. Nos pides una activa cooperación en tu revuelta. Quieres que formemos nuevas divisiones a medida que reúnes hombres en tu camino hacia el norte. En otras palabras, quieres que elijamos entre tú y el rey, y no de una manera pasiva. ¿No crees que es pedirnos demasíado, príncipe?

Kamose dirigió una sonrisa a aquel hombre de rostro terso y exquisitamente maquillado. «Mantienes el control a la perfección —pensó—. Es muy probable que sepas exactamente dónde estás: sin duda, del lado de la sangre y déla historia. Sin embargo, con la gracia de un cortesano desafías no mi revuelta, sirio el que yo sea digno de empuñar el cayado y el mayal después dé tantos años de permanecer mi familia a la sombra. Ankhmahor no ha olvidado la debilidad de mis antepasados al entregar los emblemas del dios a un poder extranjero, a pesar de todos los motivos que tuvieron. ¡Qué bueno es comprender a uno de los de mi propia clase!».

—Creo que mi padre os insultó a todos vosotros al no reconoceros el derecho a ser incluidos en sus designios —contestó con voz segura—. Me disculpo por ello. No cabe duda de que os estoy pidiendo mucho. Os lo pido como vuestro dios, os lo pido como vuestro amigo; pero sobre todo, creo que os lo pido como un egipcio a otro.

—Tienes razón —dijo Mesehti en tono vehemente—. Seqenenra nos trató como si él fuese el único príncipe egipcio del sur. La afrenta fue su falta de confianza, Kamose. No confió en nosotros ni nos hizo el cumplido de poner su seguridad en nuestras manos. —Abrió las suyas ante Kamose en un ademán dramático—. Manos que siempre han trabajado para nuestro país y nuestros dioses.

—Sólo puedo repetir que lo lamento —repitió Kamose con tranquilidad—. La revuelta de mi padre fue la primera insinuación de intranquilidad que hubo en mucho tiempo. No acuso su silencio. Era imposible que confiara en nadie, como demostró el ataque salvaje que sufrió aquí.

—Podría haberse preguntado por qué elegimos quedarnos aquí, en el sur, lejos de las oportunidades que ofrece la corte, aunque como nobles podríamos estar ejerciendo nuestra influencia y aumentando nuestras riquezas en Het-Uart —replicó Intef—. Mi abuelo era el portador de sandalias del rey y lo atendía en todo momento. Ahora yo me pudro en las provincias, por más que ame el sur.

—Afirmo que se está desperdiciando vuestro talento y, si mi padre no lo reconoció, yo os demuestro que sí lo hago —dijo Kamose con idéntica firmeza—. ¡Necesito ese talento, príncipes! Os ruego que unáis vuestros destino mío.

—Repito que nos pides demasiado —dijo Ankhmahor con tacto—. Además de nuestras propiedades aquí en el sur, tenemos tierras de pastoreo en el Delta, como las tenías tú. Si somos vencidos, Apepa nos las confiscará. No corresponde que los príncipes de Egipto pierdan sus derechos de cuna, porque sus hijos los maldecirán, y se perderán en la oscuridad.

Kamose no pasó por alto el sutil «si somos». Lo reafirmó.

—Pero es que todos estamos cayendo en el olvido —señaló—. De una manera lenta pero segura, los ministros y los miembros de la aristocracia egipcia que respiran el aire de los setiu reúnen el poder que en un tiempo fue nuestro. Vosotros no tenéis nada que perder al luchar conmigo, y si triunfo, no seréis olvidados.

—Nuestros nobles hermanos han contenido la lengua antes de jurarle lealtad a Apepa —convino lasen—. Nosotros firmamos tributos de conformidad pero no le hemos jurado lealtad al rey. Supongo que si te prestamos apoyo, nuestro honor no se pondrá en duda.

«Tú honor reside en devolver Egipto a Ma’at», pensó Kamose. Decidió presionarlos.

—Si bien conozco a mis compatriotas, sé que sus juramentos a un extranjero no son más profundos que la piel. Mientras los setiu los enriquezcan, ellos se dirán que están conformes, pero creo que bajo esa aparente conformidad existe una profunda inquietud. Os hablo con sencillez, príncipes. Si logro enfrentarlos, con vosotros a mi lado, mi pretensión no sólo tendrá credibilidad, de la que por supuesto nadie duda, sino que también contará con la obediencia y lealtad de las líneas de sangre más antiguas de Egipto, y podré reavivar su devoción hacia un verdadero Ma’at y ganar su apoyo.

No tenía intención de elogiarlos gratuitamente, y ellos lo sabían. Los rostros desconfiados de los nobles se relajaron al percibir el respeto sincero que Kamose les tenía. El príncipe Makhu respiró con alivio. Intef miró de reojo a Mesehti y luego señaló a Hor-Aha.

—Este hombre puede ser medjay, pero no es egipcio. No es costumbre que príncipes de sangre deban obedecer a alguien de rango inferior, y menos aún de una nacionalidad inferior, ya sea en la batalla o en cualquier otra parte.

Ahmose lanzó una carcajada.

—En nuestra posición no podemos preocuparnos demasiado por el protocolo y las prioridades —dijo—. La capacidad es la reina suprema, Intef. Sin embargo, si alguien merece que se lo eleve al rango de noble por sus servicios, lealtad y capacidad, es Hor-Aha. ¿Qué dices, Kamose?

Kamose emitió un gruñido. «Tendría que haberlo hecho hace mucho tiempo —pensó—. Ahmose tiene razón. Hor-Aha no ha sido bastante ambicioso y yo no he sido generoso». Se volvió hacia el general y su mirada se encontró con sus ojos negros que tenían una expresión divertida y sonriente.

—¿Estás dispuesto a llevar un título, Hor-Aha? —preguntó con amabilidad—. Significa un compromiso definitivo conmigo y con este país, algo más fuerte que tus juramentos tribales.

Hor-Aha asintió con la cabeza.

—No necesito títulos para servirte, príncipe —contestó en el mismo tono, como si él y Kamose estuvieran manteniendo una conversación en privado—. Pero tu hermano tiene razón. Lo merezco. Más tarde tomaré las propiedades, los sirvientes y las prerrogativas que lo acompañan.

—Muy bien. Por favor, ponte de pie. —Hor-Aha lo hizo y Kamose se le acercó para tocarle con lenta solemnidad la frente, los hombros y el corazón—. Hor-Aha, general —dijo mientras lo hacía—, te convierto en erpa-ha, príncipe hereditario de Weset y de todo Egipto y lo serán después de ti tus hijos, para siempre. Yo, Kamose, rey de Egipto, amado de Amón, hijo del sol, te consagro.

Hor-Aha se arrodilló y besó los pies de Kamose.

—Trataré de ser digno de este honor, majestad —dijo.

—Levántate —ordenó Kamose—. Ya eres digno. Siéntate. —Ambos volvieron a sus asientos. Los otros príncipes habían observado la escena, impasibles—. ¿Y bien? —los apremió Kamose—. ¿De qué me sirve la fuerza si hay un usurpador en Het-Uart y otro en Kush, de manera que me encuentro entre un setiu y un kushita, ambos aprovechándose de la parte de Egipto que les ha tocado, y ni siquiera puedo pasar a Mennofer sin su permiso? Mi nuevo erpa-ha es un digno oponente para Pezedkhu. ¿Estáis conmigo?

Ankhmahor suspiró ostensiblemente.

—¡Ay, de mi ganado! —se exclamó—. Sí, estamos contigo. Pero cuando triunfemos, majestad, exigiremos de ti un buen regalo.

Kamose no les dio las gracias. Hacerlo habría sido impropio. De inmediato pasó a analizar el asunto de las responsabilidades de sus aliados.

—Antes de marchar hacia el norte, debemos encargarnos del asunto de Pi-Hator —dijo—. Como todos sabéis, aunque la ciudad está a ciento ochenta estadios al sur de Weset, se considera propiedad de Apepa. Los setiu siempre se han aprovechado de su piedra caliza y, lo que es más importante, de sus embarcaciones. Es el punto medio de la ruta comercial hacia Kush y representa el límite sur de los dominios del rey. Para nosotros es una espina clavada. —Se inclinó hacia delante—. La población de Pi-Hator está predominantemente compuesta por nativos de Egipto y no deseo gastar tropas, energías ni tiempo conquistándola, motivo por el cual intentaré negociar con el alcalde de Pi-Hator. No le pediré una ayuda activa, sería peligroso. Lo único que necesito es su juramento de que no atacará Weset, que no impedirá mi circulación por el río y que mantendrá conmigo una relación de neutralidad. Creo que se le podrá convencer. Por lo tanto, os pido a todos que me acompañéis al sur, para que Pi-Hator compruebe que me respalda el peso de un propósito serio. Saldremos mañana al amanecer. ¿Estáis de acuerdo?

Los nobles asintieron con la cabeza sin hacer comentarios y Kamose se recostó en el respaldo de la silla, dejando la conversación en manos de Hor-Aha, que no les tenía el menor temor. Kamose y Ahmose permanecieron en silencio, bebiendo vino, y escuchando hasta que en la habitación penetró la luz rojiza del ocaso y Uni pidió que entraran sirvientes con lámparas.

—¿No te resulta raro que te llamen majestad? —le preguntó Ahmose más tarde, mientras caminaban juntos por la orilla del río, cansados pero satisfechos. Hacía rato que el sol se había puesto, pero acababa de salir la luna llena, que producía reflejos plateados en la superficie quieta del río. Delante y detrás de ellos, los guardias caminaban en las sombras.

Las embarcaciones oscuras y vacías se balanceaban más allá de la orilla, tensando las amarras, y los hombres que las custodiaban no se veían en cubierta. Kamose inhaló el olor seco y dulzón de los juncos con que se elaboraron. Conmovido, respondió a la pregunta de Ahmose.

—No, extraño, no —dijo—. En realidad me pareció muy natural y hasta bastante después ni siquiera me di cuenta de que usaban el título.

—En cambio a mí me produjo una extraña sensación —contestó Ahmose en voz baja—. Durante un momento te apartó de mí, Kamose, pero sólo durante un momento. Nosotros nos queremos, ¿verdad? Y me recordó que si algo te llegara a suceder, sería a mí a quien llamarían majestad.

Algo en el tono de su voz hizo que Kamose se detuviera y se volviera a mirarlo, buscando el rostro de su hermano en la penumbra de la luz de la luna.

—Nada me sucederá —dijo con tranquilidad, tomando el brazo de Ahmose—. Amón mismo ha decretado que debo abrirme paso hasta Het-Uart. ¿Temes por mí, Ahmose?

Los ojos de Ahmose se veían hundidos bajo aquella luz débil y su expresión era sombría.

—No, no temo por ti —contestó con rapidez—. Eres la persona más autosuficiente que conozco, Kamose. No necesitas a nadie. La divinidad te hizo distinto de nuestro padre. Para los que no te conocen bien, eres frío e inabordable. Si es tu destino, no te importará morir solo, y a mí no me importará por ti. Es por mí por quien temo. No quiero ser rey, jamás. Prefiero con mucho ser príncipe. —Trató de sonreír a Kamose. «¿Será una premonición?», se preguntó éste—. ¡Deberías tener un hijo! —continuó diciendo Ahmose con insistencia—. Un Horus-en-el-Nido, de manera que si fuera necesario yo sería regente, pero nunca rey.

—Ahmose, hace mucho que tengo intención de hablarte de este asunto —dijo Kamose, que apretó el brazo de su hermano para luego soltarlo—. Quiero que te cases con Aah-mes-nefertari. Tú conoces los motivos. Pasas mucho tiempo con ella y parece confiar en ti. ¿Te resultaría molesto?

Ahmose comenzó a caminar de nuevo y Kamose lo alcanzó.

—En absoluto —contestó Ahmose—. La deseo, pero te pertenece a ti por derecho. No quise decir nada hasta saber si estabas o no dispuesto a cumplir con tus deberes dinásticos. Pero ya que no quieres cumplirlos, lo haré yo en tu lugar.

«Mi hermano lo comprende todo —pensó Kamose con alivio—. No es necesario que le diga más». Siguieron caminando en silencio, envueltos en la belleza de la noche, y avanzaron codo con codo hasta que comenzaron a vislumbrarse las luces anaranjadas de Weset.