Capítulo 12

Dos días después de la partida de Ramose, un heraldo real bajó de un carro frente a la entrada trasera de la casa, entregó las riendas a un sirviente que se le acercó corriendo y se encaminó a la casa. Ahmose lo vio llegar y se acercó a recibirlo, ofreciéndole una estera a la sombra del jardín y una bebida fresca, pero el hombre las rechazó.

—Traigo un mensaje para el príncipe Kamose y su familia —dijo—. Mañana a mediodía el rey honrará esta casa con su divina persona. Tiene la intención de pasearse por Weset con las cortinas de la litera descorridas para que el pueblo pueda rendirle homenaje. Después espera ser recibido por esta familia en el camino del río, que no está inundado. El rey y su personal más cercano dormirán en la casa, pero para el resto de su comitiva hará levantar tiendas más allá de la línea de la inundación, en las afueras de Weset. Eso es todo.

—Eso es todo, ¿qué? —preguntó Ahmose con indignación.

El hombre tuvo el buen sentido de mostrarse azorado. Hizo una leve reverencia.

—Eso es todo, alteza.

—Gracias —dijo Ahmose en tono tajante—. Puedes retirarte.

«Un punto a nuestro favor —pensó mientras iba en busca de Kamose—. Supongo que es una mezquindad de mi parte, pero por mucho que hayamos caído en desgracia, los sirvientes del rey todavía deben mostramos respeto. Me pregunto si Ramose se habrá cruzado con la comitiva real. No, supongo que no. La inundación que lo lleva con rapidez a su hogar ha obligado a nuestro rey a marchar por el desierto o lejos de la línea del agua, por caminos que pocas veces se usan y que son blandos o rocosos, según el lugar. Eso no habrá mejorado su humor y tal vez nos haga sufrir por ello, pero no puedo menos de alegrarme al pensar en su frustración e incomodidad».

Concentrado en sus pensamientos, se había alejado tanto de la entrada del despacho como del salón de recepciones y encontró a Kamose al doblar una esquina de la casa. Se apresuró a transmitirle la noticia.

—No podré ayudarte —añadió—, y las mujeres tampoco me querrán tener cerca. Nuestra madre y la abuela se dejarán llevar por un frenesí de limpieza y de preparativos, y el resentimiento les producirá mucho mal humor. Con tu permiso, me gustaría sacar mi barca y echar una mirada a los hipopótamos. ¿Me acompañas, Kamose?

Kamose miró un poco indignado a su hermano. Ahmose esperaba una respuesta, sonriendo con la cabeza inclinada mientras la brisa le despeinaba los rizos castaños. «A veces me exasperas —pensó Kamose—. Te comportas de un modo ingenuo e irreflexivo, como si todavía tuvieras doce o trece años, y en cambio, en otros momentos has mostrado mucha más madurez de la que corresponde a tus diecinueve años. Tal vez sea sencillamente que envidio tu capacidad de no preocuparte por nada hasta que llega el verdadero motivo. ¿Por qué me voy a quedar en casa? Tienes razón. No tengo obligaciones que cumplir y lo único que haría sería cavilar».

—Sí, creo que te acompañaré —contestó Kamose en voz alta—. Enviaré un mensaje a los demás y me reuniré contigo junto al río.

Instantes después, Kamose y Ahmose partieron. Ahmose, de pie y con las piernas separadas, impulsaba la barca al mismo tiempo que conversaba. Haciendo un esfuerzo, Kamose se entregó a la brillante promesa de la tarde. Los hipopótamos dormitaban con el lomo al sol, por encima del agua, sin moverse. Durante unos instantes los hermanos los observaron y Kamose les envidió aquella actitud de completo abandono.

—¿Por qué no nos bañamos? —sugirió Ahmose a su hermano—. Los animales no nos ofrecerán ningún espectáculo especial, de manera que lo lógico será que nos entretengamos nosotros mismos.

«Entretenernos —pensó Kamose con ansiedad—. ¿Qué tenemos para entretener al rey, aparte de nuestros músicos?». Pero enseguida sacudió la cabeza y siguió a Ahmose, deslizándose en el agua fresca y rojiza con un suspiro de placer.

Estuvieron chapoteando y nadando tal vez durante una hora, hacia un lado y hacia el otro. Luego Ahmose se zambulló y salió a flote con un puñado de barro en la mano que arrojó a Kamose, sonriendo. Kamose estaba a punto de protestar cuando, de repente, se sintió invadido por un excesivo júbilo. No pensó conscientemente en aquel momento como el último de su libertad, ni tuvo un deseo irrefrenable de volver a los años dorados de su infancia; sólo sabía que el sol era caliente, que el agua parecía de seda al rozarle la cara y que hacía demasiado tiempo que estaba sobrio. Se hundió y se llenó ambas manos con barro del fondo. Salió a flote, apuntó hacia Ahmose y luego saltó hacia él para embarrarle la cara. Muy pronto gritaban y aullaban ambos como criaturas enloquecidas, riendo a carcajadas y cubiertos de barro. Era la manera que tenía Kamose de desafiar al rey, al futuro y a su destino, y disfrutó de ello, sin tomar conciencia de nada, aparte de aquel momento. Al final su locura desapareció con la misma rapidez con que se presentó, y ambos se lavaron lo mejor que pudieron y emprendieron regreso al embarcadero; pero Kamose se sentía feliz y en su interior volvió a sentir valor.

Al día siguiente se levantó antes del amanecer, como era su costumbre, y se encaminó tranquilamente al templo, donde lavó y vistió al dios con manos seguras antes de ponerle comida y vino delante, mientras Amonmose pronunciaba de forma entrecortada las palabras del ritual y los sonidos que producía el sistro de los cantores eran desiguales y ligeramente descompasados. Sólo durante las admoniciones, la voz del sumo sacerdote fue más segura, mientras recordaba a Amón la fidelidad de los príncipes de Weset y le pedía al dios que reconociera tantos años de confianza. Luego, ya en el patio exterior, Kamose invitó a Amonmose a participar de la fiesta que tendría lugar en la casa todas las noches hasta la partida del rey:

—Estamos orgullosos de nuestro Dios de las Dobles Plumas —dijo— y queremos que el rey sepa que también honramos a sus servidores. Tú has sido nuestro apoyo, Amonmose, y si no temes la ira del rey, por favor representa al protector de Weset.

Amonmose estaba nervioso pero no era cobarde, de manera que aceptó. Satisfecho, Kamose envió un sirviente a la ciudad para que estuviera atento a la llegada de Apepa y luego volvió a reunirse con la familia, que ya estaba sentada en el jardín, con aire sombrío y vestidos con sus mejores galas mientras esperaban la llegada de Apepa. Kamose comprendió que no valía la pena tratar de alegrarlos. Con una palabra de saludo, se echó en la hierba fresca y permaneció en silencio.

Durante largo rato no se oyó más que el constante canto de los pájaros y el murmullo de las hojas de los arbustos movidas por el viento. Las lagartijas corrían de un lugar de sombra al otro. Una rana saltó al borde del estanque, observó el agua y se arrojó sobre un grupo de lotos.

—No me siento muy bien —dijo Tani.

Kamose iba a contestarle cuando el sonido de muchas voces que se aproximaba lentamente comenzó a ahogar el del canto de los pájaros y terminó convirtiéndose en una estruendosa ovación. En aquel mismo instante, el sirviente se acercó a la playa y les hizo una reverencia.

—¡Ya viene, ya viene! —dijo. Y toda la familia se puso de pie a un tiempo.

—¡Mi espejo! —exclamó Tetisheri, e Isis le pasó el disco de cobre. Tani se llevó las manos a las mejillas. Ahmose se puso al lado de Aahmes-Nefertari, con una mano apoyada en su brazo. Aahotep y Kamose intercambiaron una mirada.

—Weset lo ovaciona —dijo ella.

Kamose se encogió de hombros.

—Nuestra gente es realista —replicó—. Saben que unos cuantos gritos no significan nada y que tal vez agraden al hombre contra el que nos ayudaron a luchar. ¿Estamos listos?

Kamose los fue mirando uno a uno. Vestían prendas del lino más fino, lucían pelucas, llevaban la cara pintada e iban cubiertos de alhajas. «No podríamos pasar por cortesanos —pensó Kamose con un nudo en la garganta—. Llevamos demasiado tiempo alejados de las modas del Delta. Pero poseemos y compartimos algo eterno e inconfundible, y que hoy noto en la espalda rígida de mi abuela, en la inconsciente dignidad de Aahmes-Nefertari y en los ademanes majestuosos aunque no estudiados de Tani. Los setiu no pueden imitarlo. Es algo único».

—Estoy orgulloso de todos vosotros —consiguió decir Kamose—. Hoy, suceda lo que suceda, no debemos avergonzar a nuestro padre. Tendremos valor. ¿Vamos?

Entraron en la sombra del emparrado, precedidos por Uni y Akhtoy, que aquel día iban ataviados con las vestimentas largas y plisadas de su rango. Detrás de la familia iban los sirvientes con la comida formal de bienvenida, fruta seca, pan y vino, en fuentes de oro para ofrecer al rey. Después de largas deliberaciones, Kamose había decidido no hacer regalos a Apepa; daría la impresión de que buscaban congraciarse con él. Y si el rey interpretaba su actitud como orgullo… bueno, tanto peor. Además, ¿qué podían ofrecer los príncipes de Weset al dios que todo lo tenía? «Y se lo diré —se prometió Kamose mientras la agradable frescura del emparrado daba paso al sendero pavimentado y a la zona de los escalones del embarcadero—. Se lo diré si nos pregunta por qué no le regalamos nada. No tenemos nada que perder».

Sin embargo, detrás de su actitud desafiante había una incertidumbre que aumentó cuando se detuvieron frente al camino del río y sobre ellos se desplegó un amplio toldo. Los vítores disminuyeron, se comenzó a ver una pequeña nube de polvo. Kamose se dedicó un instante a mirar la otra orilla del río, hacia la Casa de los Muertos, donde Seqenenra yacía en la oscura frialdad de su tumba, más allá de los peñascos. «¿Tu ka flota cerca de nosotros, padre? —se preguntó—. ¿Y se angustia al vernos reunidos como gacelas desconfiadas y desafiantes a las que se habrá de perseguir y abatir?». Ahmose le dio un codazo en las costillas y Kamose, poniéndose tenso, se volvió para encarar la vanguardia del rey.

Aparecieron dos carros cuyos caballos lucían plumas azules y blancas, y cuyos aurigas llevaban cascos también azules y blancos. Entornando los ojos para ver a través de la nube de polvo que levantaban los caballos, Kamo se advirtió que los dos hombres que iban detrás de los aurigas lucían pulseras de plata e insignias de guerra, empuñaban espadas, llevaban arcos colgados a la espalda y hachas y dagas en la cintura. Se preguntó si alguno sería el general Pezedkhu, el vencedor de Seqenenra. Detrás de los carros marchaban dos columnas de soldados de infantería de los Valientes del Rey, unos veinte en total. Los rostros eran solemnes; las espadas, una advertencia. Todavía lejos, Kamose alcanzó a ver la litera cuyas cortinas corridas resplandecían con el brillo del hilo de oro. El corazón le saltó dentro del pecho.

Los carros se detuvieron y los soldados se dividieron en dos columnas para flanquear el camino. Varios servidores administrativos bajaron de dos amplias literas, permanecieron unos instantes hablando y sacudiéndose la tierra de las sandalias y luego uno se apartó del grupo y se adelantó. Era un hombre alto, de expresión tranquila y ojos grises y vivaces. Puso las manos en las rodillas e hizo una profunda reverencia en la que, de alguna manera, incluyó a toda la familia.

—¿Príncipe Kamose? —preguntó, después de recorrerlos con la mirada. Kamose asintió con la cabeza. El hombre volvió a hacer una reverencia, esta vez dirigida directamente a él—. Soy Nehmen, el mayordomo de su majestad. —Lo dijo en una voz baja y deferente que tampoco era obsequiosa, y Kamose admiró el entrenamiento y el control que necesitó para adquirirla—. Soy responsable de que las necesidades del Uno estén cubiertas durante su estancia aquí. Si tuvieras la bondad de indicarme quién es tu mayordomo, me gustaría conferenciar con él.

—Muy bien. —Kamose hizo señas a Uni y a Akhtoy de que se acercaran—. Akhtoy, mi criado, y Uni, el administrador de asuntos domésticos de mi abuela, están a tu disposición.

Nehmen les sonrió y volvió a mirar a Kamose.

—Gracias, príncipe —dijo. Se volvió, dio una orden, chascó los dedos y el pequeño grupo que todavía rodeaba las literas se separó y sus componentes se apresuraron a pasar frente a la familia, haciendo reverencias a su paso, hasta que desaparecieron en dirección a la casa. Nehmen, Akhtoy y Uni los siguieron.

El camino estaba abierto. La litera del rey se aproximaba transportada a hombros por seis soldados musculosos y precedida de acólitos que aspergían agua bendita procedente del lago sagrado del templo de Sutekh y agitaban incensarios cuyo humo aromático apenas se veía al sol. Delante de ellos iba un sumo sacerdote con la cabeza afeitada rodeada por una cinta roja. Se sujetaba la piel de leopardo con una mano, en la que lucía una pulsera de oro. En la otra llevaba un bastón cuya empuñadura era una cabeza de plata de Sutekh, con su hocico de lobo, que mostraba los dientes en advertencia para quienes lo observaban. Iba flanqueado por sacerdotes we’eb que entonaban alabanzas al dios y al rey. Ninguno dio muestras de haber notado la presencia de la familia.

Los que aspergían agua bendita llegaron donde el camino se ensanchaba y empezaba el pavimento, y mojaron una por una todas las piedras del suelo. El mismo Amonmose, que lucía las insignias de su rango e iba rodeado de acólitos, se acercó a saludar al sumo sacerdote. La litera real ya se encontraba casi encima de ellos. Kamose percibió la expectación y la tensión que había en el ambiente. Los porteadores se detuvieron y bajaron la litera con cuidado, luego se apartaron.

Los sirvientes se apresuraron a descorrer las cortinas de damasco y cuando lo hicieron todos los que rodeaban la litera se echaron al suelo, menos un hombre que se adelantó y se detuvo junto a la familia. Iba íntegramente vestido de blanco, con el shenti, el casco y las sandalias blancos, y el largo bastón que alzó en aquel momento también era blanco, con bordes dorados. «El jefe de heraldos —pensó Kamose, mientras llegaba a su olfato una ráfaga del perfume del hombre—. ¿Cómo se llamaba?». Oyó que el hombre respiraba hondo y en ese mismo instante un pie moreno calzado con una sandalia cubierta de alhajas salió de la litera y pisó el suelo.

—¡El poderoso toro de Ma’at, amado de Set, amado de Ptah, el que da vida a los corazones, el Uno glorioso de la Doble Corona, señor de los Dos Reinos, Awoserra Aqenenra Apepa, que vive por siempre! La voz fuerte y vibrante del heraldo retumbó en las paredes de la casa y volvió al río. El rey había bajado de la litera y se les acercaba. Los portadores de abanicos se apresuraron a situarse a ambos lados de él, manteniendo en alto, sobre la cabeza del rey, las blancas plumas de avestruz, símbolos de la divina protección.

Durante el largo instante que tardó en doblar la rodilla, Kamose observó al rey. Apepa era más alto que la mayoría de los hombres que lo servían. Tenía piernas largas y bien formadas; los hombros parecían anchos bajo la camisa blanca y suelta de manga corta y el pectoral de oro y lapislázuli. El cuello era quizás demasiado largo para una cara tan delgada y le daba un aspecto precario, como si en cualquier momento pudiera perder el equilibrio.

Kamose no tuvo tiempo de estudiar su rostro. Al hincarse de rodillas y prosternarse, un solo pensamiento lo dominaba y una oleada de indignación le recorrió el cuerpo. En cualquiera de los rasgos del rey estaban escritas sus raíces extranjeras; no tema derecho, ningún derecho, a usar lapislázuli. El pelo de los dioses estaba hecho de esa preciosa piedra de un azul oscuro con destellos de oro, y sólo los divinos, los reyes dioses y sus familias, tenían derecho a lucirlo en su cuerpo.

«¡Pastor!», exclamó Kamose, indignado, para sus adentros. Era el mayor de los insultos que un egipcio podía proferir. Notaba las piedras todavía húmedas de agua bendita, calientes junto a la cara y puntiagudas en el estómago. Escuchó la respiración rápida y entrecortada de Tani a su lado y abrigó la esperanza de que Tetisheri, sin duda enfurecida por tener que prosternarse ante alguien, mantuviera la boca cerrada.

Un silencio cayó sobre todos. Luego una sombra cubrió a Kamose, pero no se atrevió a moverse. Veía el pie del rey, con el empeine pintado de alheña que sobresalía de las sandalias de cuero, y una fila de turquesas y de cuentas de oro en los dedos. El pie era delgado. Finalmente Apepa habló.

—Levantaos —ordenó.

La familia se puso de pie, sin osar sacudirse el polvo que les cubría la ropa. Kamose miró la cara del rey. No lograba recordar aquel perfil, que ya conocía de la visita anterior, quizá porque de joven Apepa llevaba barba, pero de todos modos comprendió que tenía algo que le resultaba familiar. «Habría hecho mejor conservando la barba», pensó al inspeccionar los pómulos altos y las mejillas hundidas que prometían en vano una barbilla contundente.

La barbilla de Apepa era algo puntiaguda, los ojos estaban demasiado juntos, las cejas eran espesas y negras. La parte superior del rostro era sin duda digna de un rey, gracias a los ojos grandes y oscuros, que en aquel momento se encontraban con los de Kamose y lo estudiaban tranquilamente. La ancha frente estaba ceñida por una banda de oro y la cabeza cubierta por el casquete de lino a rayas blancas y amarillas. Su boca se curvaba en un arco, los extremos hacia abajo, dándole un aspecto hosco, pero las líneas de expresión no indicaban una naturaleza insatisfecha; eran arrugas formadas por la risa.

—Baja la mirada, Kamose Tao —ordenó Apepa y Kamose obedeció—. ¡Tetisheri! —exclamó el rey, y ella se acercó y le hizo una reverencia—. Tengo buenos recuerdos de mi última visita a esta casa, en el año de mi Aparición, cuando recorrí mis dominios. Me sentí cómodo aquí. Tuve la impresión de que tú y tus hijos vivíais una vida de perfecta alegría y comodidad. Pero entonces éramos todos mucho más jóvenes y tal vez menos insensatos.

Tetisheri le dedicó una gélida sonrisa.

—Su Majestad es bondadoso —respondió—. Pero considerando que sólo eres un hombre de cuarenta y un años, podemos orar para que vivas muchos más, durante los que puedas desarrollar aún más sabiduría.

El rey no reaccionó ante el velado reproche. Se volvió hacia Aahotep y le dijo que lamentaba la muerte de su marido, como si Seqenenra hubiera perdido la vida en un accidente en lugar de hacerlo a manos de sus soldados, después de haber sido atacado por orden suya. Habló brevemente con Ahmose, preguntó a Aahmes-Nefertari cuántos hijos tenía, tomó la barbilla de Tani y le alzó la cara con dedos delicados. El rostro de Tani perdió todo color, pero no se amilanó y miró resueltamente hacia delante.

—Hermosa, muy hermosa —murmuró Apepa—. Te recuerdo como a una niña de cinco años, Tani querida, pero ahora veo en ti la apostura de tu padre y la belleza de tu madre. Estás comprometida con Ramose de Khemennu, ¿verdad?

—Sí, majestad —susurró Tani. Apepa la soltó. Siguió un breve silencio.

Kamose hizo una seña y un sirviente se acercó con una fuente que contema la comida de bienvenida. Kamose la tomó y se arrodilló, sosteniéndola en alto. Apepa la inspeccionó con curiosidad, separó los alimentos con un dedo y luego, por amabilidad, eligió una pasa y se la llevó a la boca.

—¡Pezedkhu! —llamó enseguida, y uno de los soldados de los carros se le acercó y se inclinó ante él.

—¿Majestad?

Kamose lo miró fijamente. Era moreno, de nariz larga y facciones burdas. También era muy joven, tal vez tuviera poco menos de treinta años. «Debe de ser un genio militar», pensó Kamose, desalentado.

—Pezedkhu, haz salir a todos los soldados locales de la casa y de los terrenos y enciérralos en el cuartel mientras yo esté aquí. Pon centinelas en el desierto y en las orillas del río. Asigna guardias a todos los miembros de esta familia. —Se volvió y sonrió con dulzura a un indignado Kamose—. Jamás me lo perdonaría si llegara a sucederle algo a alguno de vosotros durante mi estancia —explicó—. No temas, mis guardias están bien entrenados. Vigilarán vuestras puertas durante la noche y os protegerán durante el día. ¡Yku-Didi! —El jefe de los heraldos se acercó—. Despeja el camino hasta la casa. Deseo comer y luego retirarme a dormir la siesta. ¿Dónde está Itju?

El escriba que le seguía se inclinó.

—Aquí, majestad.

—Anota instrucciones para Nehmen. El trono se colocará en el salón de recepción y será custodiado en todo momento. Haz que mi lecho de viaje se instale de inmediato en las mejores habitaciones de la casa. Quiero que el custodio de las insignias reales duerma junto al trono, con la caja en brazos; que el tesorero envíe asistentes a la ciudad y que distribuyan oro a la multitud. Abre mi altar de viaje; rezaré a Sutekh antes de retirarme. —Miró al sumo sacerdote, que estaba enfrascado en una conversación con Amonmose—. Que Nehmen revise los aposentos de las mujeres para comprobar si hay o no lugar para mis esposas. Si no lo hubiera, instala tiendas para las señoras en el jardín. —Hizo un ademán en dirección a Aahotep y las demás—. Todas menos Tetisheri. Ella no debe ser molestada. Eso es todo por ahora.

El escriba, que había estado tomando nota a toda velocidad, recogió la escribanía y se alejó.

Apepa se volvió hacia Kamose.

—Tienes razón —dijo el rey—. No confío en ti, pero no debes sentirte afrentado por ello. Vosotros los Tao tenéis demasiado orgullo. —Kamose trató de no temblar. Sin duda había estado pensando con rabia en las condiciones restrictivas del rey—. Espero estar bien alimentado y entretenido esta noche —continuó diciendo Apepa—. Hasta mañana no hablaremos del asunto que me ha traído hasta aquí, alejándome de mis agradables jardines. Entonces conocerás tu destino.

No esperó una respuesta. Yku-Didi llamaba a su personal. Los sirvientes ya estaban postrados con la cara en el suelo cuando Apepa comenzó a avanzar hacia la casa. Detrás de él marchaba una larga procesión de literas, porteadores y cortesanos.

—Aquellas deben de ser sus esposas —le dijo Aahmes-Nefertari a Tani en voz baja mientras pasaban las literas—. O por lo menos, algunas.

Kamose apenas miró los lujosos vehículos, porque al final del cortejo, custodiada por otra serie de soldados, llegaba una litera en la que se distinguía una forma que sólo podía ser el Trono de Horus. Kamose tragó saliva y pensó en su padre mientras el trono pasaba frente a él. El Trono de Horus, en el que nadie podía sentarse a menos que fuera dios de Egipto. A su lado caminaba un hombre con un inmenso cofre en las manos: la Doble Corona, el mayal y el cayado, ante los que Kamose se inclinó con reverencia antes de reunirse con el resto de la familia.

—¡Cuánta gente! —exclamó Aahotep, maravillada—. ¡La casa es muy pequeña para tantos!

—Y no podemos alimentar a todos esos parásitos —añadió Tetisheri con rabia—. Tengo muchas ganas de conocer la sentencia para que regresen de nuevo a Het-Uart antes de dejamos sin nada. ¡Son la peste!

—El rey parece tenerte cariño, abuela —dijo Ahmose—. No cabe duda de que te trata con respeto.

—¡Eso espero! —replicó Tetisheri—. Por algún motivo hace once años, cuando estuvo aquí, encontramos que teníamos cosas en común. Creo que lo fascinan las mujeres fuertes. Eso, o es que tiene el debido respeto por las mujeres de edad.

—Es difícil saber qué cosas respeta —dijo Kamose con aire pensativo—. Creo que su orgullo altanero oculta una inseguridad, tal vez hasta una envidia hacia nosotros, que lo convierte en alguien doblemente peligroso. Si es así, nuestro castigo será duro.

—Sin embargo, se afeitó la barba —señaló Aahotep—. Conoce la aversión de los egipcios al vello corporal. No es inmune a la opinión de la gente, como debería serlo un rey.

—Eso es porque en realidad no es rey —contestó Ahmose—. ¿Por qué no entramos en la casa a ver lo que ocurre? ¿Os habéis fijado en la manera de hablar de esos cortesanos? Pronuncian las palabras de una manera muy cortante, como si tuvieran la lengua cansada. Debemos mezclamos con ellos, Kamose, y mantener los oídos bien abiertos. Tal vez escuchemos algo útil.

—Yo no quiero tener ningún contacto con ellos —dijo Tani—. Y espero que nos toque dormir en tiendas en el jardín.

—Debemos comportamos como si no sucediera nada —dijo Kamose con decisión—. No permitamos que nos desairen ni que nos intimiden. Aquí están representadas las familias más nobles de Egipto, junto con los consejeros setiu del rey. No tenemos animosidad alguna contra ellos.

Sin embargo, nadie se movió ni abandonó la sombra del entoldado. Pasaban todavía los últimos rezagados de la comitiva real, pero casi nadie prestaba atención al pequeño grupo. Algunos se inclinaron ante los príncipes, Kamose no sabía si en son de burla o sinceramente. Permaneció allí, con un brazo sobre los hombros de Tani y de repente deseó oír la voz de su padre.

Nehmen se había apropiado de los aposentos de Kamose para el rey. Aquellos aposentos eran los de Seqenenra y anteriormente habían sido los de su padre. Las habitaciones, amplias y bien ventiladas, estaban sencillamente decoradas con pinturas de colores vivos que representaban hechos cotidianos. Los visires se instalaron en las habitaciones de Si-Amón, y Ahmose se encontró desalojado por Nehmen y por Yku-Didi. Él y Kamose decidieron dormir en el cuartel, con los soldados expulsados de la casa, pero el rey les hizo llegar por medio de Nehmen una orden en que se lo prohibía, de manera que no tuvieron más remedio que instalarse, muy apretados, en la celda de un sirviente. Por suerte no era la de Mersu.

Para alivio de Tani, alzaron grandes tiendas de lino basto para ella y su madre junto al estanque del jardín. Aahmes-Nefertari aceptó la invitación de su abuela de poner un catre en su dormitorio y allí se instaló, con el pequeño Ahmose-Onkh junto a ella en el cesto.

De repente, la gran casa con sus numerosos corredores se convirtió en incómoda y apretada. Kamose y su hermano, al aventurarse a salir seguidos por sus corpulentos y silenciosos guardias, encontraron todos los rincones ocupados por funcionarios y cortesanos que se entretenían conversando, o con juegos y apuestas, mientras esperaban a que el rey abandonara sus aposentos. Los sirvientes se empujaban y daban codazos en sus idas y venidas de las cocinas o del bosque de tiendas que había aparecido de golpe en la parte trasera de la casa, lugar que se les había asignado. Kamose percibió oleadas de perfumes exóticos, pasteles calientes y costosos aceites de Ret-Hennu. Las joyas centelleaban en las manos cubiertas de alheña, en la bien cuidada piel de brazos y cuellos o en las orejas de hombres y mujeres pintados que lo miraban pasar con curiosidad. Hasta los sirvientes lucían aros de oro en las orejas y parecían mirarlo con un desdén altanero cuando se hacían a un lado para permitir que él y Ahmose pasaran.

—¿Por qué no vamos al despacho? —propuso Ahmose.

Pero tampoco allí encontraron un oasis de tranquilidad. Cuando los dos jóvenes abrieron la puerta fueron recibidos por un repentino silencio y la mirada sorprendida de varios pares de ojos. Yku-Didi y los tres heraldos se encontraban allí, conferenciando con el tesorero, con sus respectivos escribas sentados en el suelo, rodeados de frascos de pintura y papiros. Se apresuraron a ponerse de pie e inclinarse ante el príncipe, y Kamose les dedicó un cortante saludo con la cabeza y retrocedió, cerrando la puerta.

—El jardín —sugirió.

Kamose y Ahmose volvieron a recorrer el corredor en sentido contrario. En el camino escucharon trozos de conversación inquietantes.

—… el impuesto sobre mis árboles de dátiles. Mi criado jura por Baal-Yam que no es cierto.

—… pero ella los encontró en los tamariscos, ya sabes dónde, en ese lugar tan sombrío y agradable que hay detrás de los muros del templo. Él dice que no es lo que parece, pero yo sé…

—… las negociaciones han sido muy largas. ¿Quiénes se creen que son los keftiu? El asunto está produciendo montañas de documentos pero ningún resultado. El rey…

—… es un conjuro para ayudarte a recordar dónde lo pusiste, pero el costo es alto, diez utens, y tal vez prefieras encargar una pulsera idéntica con la esperanza de que esté lista antes de que ella pregunte dónde está…

—¡Silencio, son ellos! ¡Qué guapos son, a pesar de tener la piel oscura! Si el rey quiere desterrarlos, los puede enviar directamente a mi dormitorio…

Kamose tardó unos instantes en comprender que la mujer que acababa de hablar, de hermosos ojos almendrados y hojas de oro en su peluca negra, se estaba refiriendo a su hermano y a él. Con una sonrisa irónica se volvió hacia el salón de recepciones, con Ahmose tras él.

Allí reinaba una paz reverente. Algunos cortesanos estaban reunidos en grupos silenciosos, bebiendo vino y hablando en voz baja. A la derecha de Kamose, bajo un alto dosel de tela de oro, se alzaba el Trono de Horus. Como si se hubieran puesto de acuerdo, ambos se dirigieron hacia él. Era de oro macizo y los extremos de los brazos terminaban en hocicos de león; los costados eran un prodigio de talla de turquesa y lapislázuli donde Isis y Neith, la hermana de Osiris, extendían los brazos para proteger y abrazar al dios, sentado en el trono. El respaldo exhibía una talla compleja, el oro tenía incrustaciones de jaspe y cornalina, y había numerosas cruces ansadas, símbolo de vida, colgadas del bastón de la eternidad y del banco de la fortuna. A los costados, composiciones a base de pequeños trozos de marfil y de ébano representaban a un rey que avanzaba con el cayado y el mayal, seguido por Hapi, el dios del Nilo, y precedido por Ra. En la parte trasera brillaba un gran Ojo de Horus. Kamose se acercó al trono, y un sentimiento de orgullo y de posesión lo cegó.

—No lo toques, príncipe —le advirtió una voz.

Kamose bajó la mirada. El custodio de los símbolos reales estaba sentado al pie de los tres escalones del estrado. Kamose sonrió.

—No tengo la menor intención de hacerlo —respondió.

—Mira, Kamose —susurró Ahmose—. En el asiento. Es Horus en su personificación del Dios Halcón del Horizonte. ¡Qué espléndido es!

—Y mira el escabel —le contestó Kamose, también en susurros—. El rey pone los pies sobre los enemigos de Egipto, los nueve arqueros, pero no figuran los setiu.

Ambos hermanos intercambiaron una sonrisa y aquel momento de malicioso buen humor eclipsó todo lo demás.

—Es improbable que alguien pueda borrar del mapa a sus antepasados —dijo Ahmose, estremeciéndose de risa—. ¡Oh, Kamose! Casi le tengo lástima a nuestro rey advenedizo.

—¡Calla! —Kamose señaló al custodio de los símbolos reales—. No debemos quedamos aquí, Ahmose. Nuestros guardias se están inquietando.

Los dos soldados efectivamente movían los pies con inquietud y miraban a su alrededor. Kamose y Ahmose continuaron a través del salón. Mientras lo hacían, un hombre se separó de su grupo y se les acercó inclinándose varias veces.

—Príncipes —dijo cuando ellos se detuvieron—. Soy el príncipe Sebek-Nakht de Mennofer, erpa-ha y señor hereditario. Es un honor conoceros.

Su sonrisa era franca y amistosa. Kamose y Ahmose también se inclinaron ante él.

—El príncipe de Menfis pertenece a un linaje ilustre —observó Kamose—. Por el momento mi casa no me pertenece, Sebek-Nakht, pero te doy la bienvenida a Weset. Estamos a tu disposición.

—Gracias —dijo el príncipe—. Soy sacerdote de Sekh-met, diosa leona de Mennofer. También soy uno de los arquitectos del rey y mi padre es visir del norte. Si os puedo ser útil en algo, sólo tenéis que pedírmelo, altezas.

—Te lo agradezco —contestó Kamose, emocionado por las amables palabras del príncipe—. En este momento no estoy en condiciones de pedir favores, pero aprecio tu ofreci miento.

—Los príncipes de Mennofer siempre han sido hombres muy poderosos —comentó Ahmose mientras ambos hermanos salían del salón y se internaban en el cálido sol de la tarde—. ¿Crees que tenemos en él a un amigo, Kamose?

Kamose se encogió de hombros.

—Nosotros no tenemos amigos —contestó en tono cortante—. No necesitamos un sacerdote ni un arquitecto, y en este momento el apoyo del hijo de un visir no significa nada. Es demasiado tarde. ¿Dónde estaba el poderoso príncipe erpa-ha cuando Seqenenra lo necesitaba?

Pero bajo sus amargas palabras había un dejo de alivio. Los hijos nativos de Egipto se reconocían unos a otros. Los nobles del país no podían hacer mucho más de lo que hacían, pero Kamose ya no se sentía solo en medio de tantas personas hostiles. Detrás de aquellos rostros del norte en los que se evidenciaba la habilidad de los maquilladores, bien podía existir una simpatía más secreta y menos explícita que la del príncipe de Mennofer. Kamose se preguntó si, después de todo, el rey setiu no estaría sentado sobre una casa hecha de frágiles cañas.

La fiesta que tuvo lugar aquella noche fue la más suntuosa que se había visto jamás en Weset. El rey ocupaba el estrado, sentado sobre cojines tras la mesita dorada y rodeado de flores de primavera rosadas y verdes. El electro brillaba cada vez que el rey se inclinaba a conversar con la reina, sentada a su derecha, se llevaba comida a la boca o hacía una pausa para observar a la concurrencia. Sobre su cabeza cubierta por una peluca, el feroz ureo, la cobra dorada, y el buitre de ojos de cuentas y fija mirada, se alzaban en actitud protectora.

Al pie se encontraba el jefe de heraldos con los hombres a su servicio. Los portadores de abanicos, que llevaban las plumas de avestruz, flanqueaban el estrado junto con los generales y guardias.

La reina era una joven delicada y de piel oscura que vestía una túnica plateada, en sus brazos tintineaban pulseras de plata y tenía los dedos cargados de anillos de oro. Detrás de ella, tres de las otras esposas conversaban y reían, vestidas con el mejor lino y cubiertas de flores.

Era grande la multitud de comensales que se arracimaban detrás de las pequeñas mesas, hasta tal punto que ocupaban el pórtico y los escalones que bajaban al jardín. Docenas de sirvientes sudorosos se movían de un lado para otro, con bandejas de manjares calientes y con jarras de vino. Otros ofrecían a los cortesanos guirnaldas de flores azules y rosadas de loto, collares de cuentas azules y conos perfumados para que se los sujetaran a la cabeza. El ruido de centenares de voces era ensordecedor; la mezcla de olores de comida, de flores y de los conos que se derretían resultaba embriagadora. De vez en cuando entraba en el salón la brisa del jardín, que sólo servía para remover el aire cargado. Los sones de las melodías que interpretaban los músicos del rey quedaban ahogados por la algarabía reinante.

Kamose y la familia se sentaron atrás, junto a una pared, frente a un mar tumultuoso de gente que reía, cortesanos que bebían y que no les hacían caso. Comieron en silencio. A pesar de que lucían sus mejores ropas, se sentían incómodos, fuera de lugar y anticuados. Pronto terminaron de comer y permanecieron en la mesa, con las copas delante, mientras el aroma dulce de sus guirnaldas de loto se mezclaba con el perfume del aceite que les resbalaba perezosamente por el cuello.

—¿Qué es ese instrumento tan extraño? —preguntó Tani, señalando el lugar donde en vano los músicos tocaban—. Reconozco las arpas y los tambores, y por supuesto también los címbalos.

—Se llama laúd —contestó Tetisheri—. Los setiu los trajeron consigo. Cuando comience el baile podrás oírlo. Tiene un sonido más fuerte que el del arpa, pero no tan melodioso.

—Este vino es Chara —intervino Ahmose, mientras se relamía—. Es el mejor vino del mundo.

—Y el perfume de los conos es de mirra —añadió Aahotep—. ¿Somos niños para dejarnos impresionar por esas cosas? El oro todo lo compra y eso no significa nada.

—Sin embargo, es difícil mirar, más allá del oro, las manos por las que pasa —dijo Aahmes-Nefertari que tenía la mirada clavada en la reina que escuchaba a su marido con la barbilla hundida en la mano teñida con alheña.

—Lo debemos intentar —dijo Kamose—. No somos personas poco importantes, Aahmes-Nefertari. Todo esto —y señaló con un ademán la ruidosa multitud—, todo esto sucede por nuestra causa. El rey está aquí, a cinco mil estadios de Het-Uart, porque nosotros somos más importantes que cualquier otro noble que esté en este salón. Recuérdalo.

—Yo habría preferido la visita de un heraldo con un papiro —se quejó Tetisheri—. Esta gente come más en un solo día de lo que comemos nosotros en un mes. Uni está sufriendo por nuestras existencias de harina y miel, porque todavía falta mucho para la cosecha.

Nadie tuvo el ánimo necesario para recordarle que seguramente para ellos la cosecha ya no tendría ninguna importancia. Permanecieron en silencio. Formaban un pequeño grupo sobrio y preocupado en medio de una congregación cada vez más ruidosa.

Por fin, el rey hizo una seña y el ruido disminuyó hasta convertirse en un murmullo expectante. Los sirvientes retiraron las mesas y los comensales se colocaron alrededor del salón, junto a la pared. Los músicos se tomaron un momento para beber cerveza y enjugarse los rostros. Luego comenzaron los entretenimientos.

Más tarde, Kamose, al dejarse caer rendido sobre el camastro de la estrecha celda, recordaría aquel momento de la noche como un destello de colores, de cuerpos desnudos y de música exótica. Prisionero de la multitud, con la cabeza latiéndole, sofocó el loco impulso de levantarse y correr hacia el desierto donde soplaba un viento fresco y donde brillaban las estrellas. Tetisheri estaba echada en sus cojines con los ojos cerrados, adormilada. Aahotep rodeaba con un brazo los hombros de Aahmes-Nefertari. Tani, sentada con las rodillas encogidas, observaba en silencio la actividad que la rodeaba. Ahmose había desaparecido, pero algo más tarde, Kamose lo vio conversando con el príncipe de Mennofer y los hombres que lo acompañaban. Todos sonreían. Y con un golpe de tambores y el sonido agudo de los címbalos, comenzó el baile.

Kamose, aunque no desconocía los encantos y dificultades de este arte, le prestó poca atención. A todo el mundo le gustaba bailar; los acompañantes del rey lo hacían muy bien. El aceite brillaba en la piel de los bailarines, y sus cabelleras, cubiertas de cuentas de plata, se mecían agradablemente. Los cuerpos ágiles se inclinaban y mecían. Los últimos bailarines eran negros y lucían plumas de aves exóticas en el pelo y taparrabos de pieles de animales. Mientras bailaban lanzaban gritos roncos. Con sus ojos vivaces vagaban entre los allí reunidos mientras agitaban extraños instrumentos. «Son kushitas —pensó Kamose—. Supongo que un regalo a nuestro rey de Teti-en, príncipe de Kush, el gobernador que se precia de gozar de la aprobación de los setiu y que está tan unido por tratados a Het-Uart que el rey lo llama Ahermano».

Los bailarines fueron reemplazados por magos que convertían palos en serpientes que se retorcían, negras y amenazadoras, en el suelo y hacían gritar a las mujeres, hasta que se las cogía por la cola y volvían a convertirse en palos. Los magos eran capaces de prenderse fuego, de sacarse pájaros cantores de la boca, y otras maravillas. Pero Kamose lo observaba todo con frialdad. Fuera, la luna se ponía y el cielo palidecía; se acercaba el alba. El río dilatado corría con rapidez y la hierba crecida y nueva de sus orillas estaba cubierta de oscuridad.

Sintió que alguien lo miraba y levantó la vista. Por encima de los aplausos y los gritos, desde el estrado, Apepa lo miraba con rostro fijo e inexpresivo, ininteligible. Kamose le devolvió la mirada, preguntándose qué pensamientos pasarían por la mente del rey, tocado con el rígido casco, cuyas bandas caían hasta los hombros reales. Entre ambos todo estaba cantado: Apepa era la ley y Kamose el criminal. Sin embargo, mientras pensaba en la mirada fija de Apepa, Kamose presintió que tras ella había una mezcla de temor y desafío. «Esto es entre tú y yo —pensó, mientras la reina tocaba la mano de Apepa y éste se volvía a prestarle atención—. Por irracional que parezca, tú lo sabes. Tú y yo».

A la mañana siguiente, Kamose se levantó temprano, se bañó, se vistió y se encaminó al templo seguido por los soldados encargados de custodiarlo. Cumplió con sus deberes hacia Amón, conversó brevemente con Amonmose y luego regresó a la casa en medio del aire fresco. La inundación estaba en su punto máximo. El agua le lamía los pies y se extendía más allá de él hasta el pie de los peñascos, reflejando el cielo pálido. Dos halcones colgaban inmóviles en el cielo por encima de su cabeza, como aturdidos por el sol y por el reflejo del agua que cubría la tierra. La presencia de las aves aligeró el corazón de Kamose, que las saludó en silencio mientras se aproximaba a la casa. Ya se oía el ruido de la comitiva del rey y cuando se acercó al jardín lo asaltó el olor a pan recién horneado.

En el camino se le acercó Yku-Didi.

—El rey ha ordenado que te presentes ante él en el salón de recepciones dentro de una hora, príncipe —dijo con una inclinación—. No se te permitirá usar joyas ni sandalias. Un sencillo shenti será suficiente.

Kamose luchó contra sus aprensiones. Los criminales que se presentaban a escuchar sentencia debían ir descalzos y sin adornos, pero de alguna manera él creyó que su rango lo protegería de semejante humillación. Asintió por toda respuesta, despidió al heraldo y regresó a la celda de los sirvientes donde se alojaba. Akhtoy se levantó del banco que ocupaba frente a la puerta.

—Busca al resto de los miembros de la familia y diles que dentro de una hora nos reuniremos en el jardín —dijo a su criado—. ¿El rey ya se ha levantado?

—Sí, príncipe. El y sus acompañantes ya han terminado las oraciones matinales a Sutekh y están desayunando.

—Gracias. Puedes marcharte.

Por primera vez, Kamose deseó que el tiempo se detuviera, que algún enorme cataclismo los hiciera desaparecer a todos antes de que él y sus seres queridos tuvieran que permanecer de pie ante Apepa, bajo las miradas de toda aquella gente del norte. Imaginaba cuáles serían sus pensamientos: confianza en que el juicio no cayera sobre ellos, ávida excitación cuando se pronunciara la sentencia, pasto de murmuraciones durante muchas semanas.

Entró en la habitación y se quedó con los ojos cerrados, respiró hondo y conjuró los rostros de su padre y de Si-Amón en un esfuerzo por aumentar su valor; pero recordarlos sólo le produjo una mayor turbación. «Estoy irritado con ellos —pensó, sorprendido—. Me dejaron solo para que afrontase esto y estoy furioso». Orientó sus pensamientos hacia Amón, cuya imagen dorada sonreía desde el templo, rodeado de sus hermosas plumas. Amonmose estaría presente aquel día en el salón, con toda su pompa, orando en silencio por aquéllos a quienes el dios debía lealtad. «Los príncipes de Weset te han servido con fidelidad durante generaciones —le dijo en silencio al dios—. Ahora ha llegado el momento de la reciprocidad. Toma nuestra causa, tu causa, y castiga a los setiu».

Sus pensamientos se fueron difuminando y sus palabras perdieron convicción. Todo esto ya se le había pedido millares de veces a Amón y Kamose no quería rezar más. Se sentó en el duro camastro que los atareados sirvientes no habían tenido tiempo de preparar con sábanas limpias, cruzó los brazos y se dedicó a esperar.

Poco antes de que transcurriera la hora, Kamose abandonó la celda y salió al jardín donde ya se había reunido el resto de la familia, un grupo unido y sombrío de personas que miraban con altivez a los cortesanos que paseaban por allí mientras esperaban a que los heraldos anunciaran que podían entrar en el salón. Con rapidez, Kamose besó a las mujeres. Su madre y sus hermanas lucían largas túnicas hasta los tobillos. No se habían puesto peluca ni alhajas. Las trenzas resplandecientes de Aahotep le caían hasta los hombros, las hebras plateadas de sus sienes brillaban al sol. Con excepción de Tetisheri, ninguna iba pintada. La anciana se erguía resplandeciente, con peluca, collar de plata, pendientes y pulseras. Sus sandalias eran de cuero blanco suave. Llevaba los párpados pintados de azul y la galena perfilaba sus ojos. Tani había estado llorando, tenía los ojos enrojecidos e hinchados.

—¿Dónde está Ahmose? —preguntó Kamose con ansiedad, sin hacer caso de las conversaciones que había suscitado su aparición.

—No lo sabemos —contestó Tetisheri.

Kamose la observó y, al mirarla, su estado de ánimo pasó de un miedo profundo a una tranquilidad que hacía mucho que no experimentaba. Su abuela lo miró con su acostumbrada altivez. Los demás también lo miraban expectantes; confiaban en que él conjuraría alguna suerte de magia que los salvaría. Pero Tetisheri nunca se apoyaría en nada que no fuera su sangre y su posición en la vida, por poco reconocida que esta fuese. Era la esposa de un rey, la madre de un rey, y eso le bastaba.

—No me cabe duda de que aparecerá en el último momento —continuó dicíendo Tetisheri—. Alcánzame un trozo de ese pastel, Uni. La espera me ha abierto el apetito.

En aquel momento llegó Ahmose, caminando con rapidez desde la casa, con las piernas mojadas y los rizos brillantes por el agua.

—Decidí salir a cazar esta mañana con el príncipe Sebek-Nakht y sus amigos —dijo a guisa de explicación—. Los pantanos están llenos de patos. Sebek-Nakht tiene buena puntería con la lanzacorta y nos divertimos mucho. Pero he vuelto a casa muy lleno de barro.

Aahotep iba a responderle, furiosa, pero la interrumpió el sonido del bastón de Yku-Didi que golpeaba los escalones que llevaban al salón.

—¡Entrad libremente! —gritó—. La multitud que esperaba entró en avalancha en la sala. Ahmose sonrió como para dar ánimo a la familia; Kamose apretó la mano de Tani. Siguieron a la muchedumbre hacia el salón en penumbra.

Habían hecho colocar a los cortesanos a ambos lados del salón para que Kamose, al caminar entre las columnas, pudiera ver el trono. Estaba vacío. Un guardia le cortó el paso y otro se puso detrás del grupo familiar. Durante unos instantes la atmósfera estuvo cargada de excitación y de expectativas. Luego reapareció Yku-Didi, esta vez junto a las puertas del otro extremo de la sala, que acababan de abrirse, y comenzó a recitar a gritos los títulos del rey.

El cortejo real entró y las esposas se instalaron en los escalones del estrado. Detrás de ellas subió Apepa, que se sentó en el trono. Con la respiración agitada, Kamose observó que el rey lucía la Doble Corona, la blanca y lisa del Alto Egipto encima de la roja, que simbolizaba el Bajo Egipto. Sobre la frente lucía el ureo. Aquel día la cobra y el buitre tenían aspecto de predadores, sus ojos de ébano miraban con avidez. Kamose se estremeció. Atada a la barbilla, Apepa llevaba la barba real de cuero plisado.

Con expresión impasible, el rey contempló al gentío. Yku-Didi terminó de recitar’y ocupó su lugar debajo del portador del abanico de la mano derecha. Itju abrió su caja de pinturas y revisó los pinceles. Los cortesanos se mantenían en absoluto silencio, tanto que se podía oír a un pájaro que entonaba su canción de invierno entre las columnas parcialmente iluminadas por el sol.

Apepa señaló hacia el centro del salón. De inmediato, los guardias hicieron avanzar a Kamose y a los demás, que caminaron con la cabeza erguida. Delante del trono se detuvieron, se hincaron de rodillas y luego se prosternaron con la cara en el suelo.

—Lee los cargos —ordenó Apepa en voz baja.

Yku-Didi se aclaró la garganta. Kamose oyó el ruido del papiro al desenrollarse.

—Kamose Tao, príncipe hereditario de Egipto, erpa-ha, smer, gobernador de Weset y sus provincias, tú y tus parientes de sangre sois acusados de conspirar para cometer traición junto con Seqenenra Tao; de levantaros en armas contra el divino y soberano de los Dos Reinos, Awoserra Aqenenra Apepa, y de quebrantar los tratados de confianza y ayuda mutua sellados entre tu abuelo Senakhtenra y el rey. Se te acusa de intentar quebrantar el equilibrio de Ma’at en Egipto y de blasfemar contra Sutekh, el supremo protector de Egipto. Se han entregado copias de estos cargos a Sutekh, Ra y Tot para que los juzguen. Tu culpa ha sido determinada. Vida, salud y prosperidad al Uno que reina, como Ra, eternamente.

Hubo una pausa. Kamose cerró los ojos y apretó la mejilla contra el suelo tibio.

—Podéis levantaros.

La voz de Apepa flotó sobre ellos, todavía inexpresiva. Se pusieron de pie. Ahmose miró fijamente y sin disimulo al rey. A su lado, Kamose observaba, mientras el guardián de los símbolos reales, a un movimiento perentorio de la mano real, subió al estrado pasando entre las esposas, con la caja abierta en brazos. Apepa se inclinó y cogió el cayado y el mayal. El guardián se retiró.

—¿Alguno de vosotros tiene algo que decir antes de que yo pronuncie la sentencia? —preguntó el rey.

Kamose miró sus ojos bordeados de negro y su mirada impenetrable.

—Sí, yo tengo algo que decir —contestó. Su voz resonó en la quietud de la mañana—. No estaría a la altura de un hijo de Amón si tratara de justificar la rebelión que mi padre planeó y en la que mi hermano y yo participamos; por lo tanto, no lo haré. Pero, majestad, suplico clemencia para las mujeres de mi familia. Ellas no instigaron la rebelión ni nos apoyaron activamente. Son inocentes.

—¿De veras? —preguntó Apepa con amabilidad, mientras fijaba sus ojos en Tetisheri, de pie, muy rígida, en todo su esplendor—. Pero ¿quién puede saber qué palabras de aliento se susurraron en secreto, príncipe, qué sediciosos deseos se formaron al calor de una tarde de verano? Aquí, en el sur, no existe la moderación. Ni en el poder de Ra, ni en la aridez del desierto, ni en la sangre caliente y temeraria de sus habitantes, algunos de los cuales, se me ha dicho, tienen más de una gota de sangre Wawat en las venas. —Ahmose sofocó una exclamación indignada—. La sangre Wawat fomenta las guerras, o por lo menos así se me ha dicho —continuó diciendo Apepa—. Tu súplica ha sido escuchada. —Se inclinó hacia delante, sujetando con fuerza el cayado y el mayal contra su pecho—. ¿Dónde están los oficiales de tu padre, Kamose Tao?

—No eran muchos, como sin duda debes saber, majestad —contestó Kamose con tranquilidad—. Murieron todos en la batalla.

Apepa miró a Pezedkhu que estaba de pie junto a la pared, con los otros generales. El general negó casi imperceptiblemente con la cabeza. Apepa volvió a mirar a Kamose.

—Justificarse puede ser indigno de un hijo de Amón —dijo el rey secamente—, pero veo que mentir no lo es. Sin embargo, no pienso gastar las energías de mis soldados buscando a los oficiales desaparecidos. En todo caso, no se lucieron en la batalla. Procederé. —Se puso de pie. Kamose sintió que la mano de Tani apretaba la suya cuando el rey extendió sobre ellos el cayado y el mayal—. Escuchad el juicio de la sabiduría del rey —dijo Apepa alzando la voz, que resonó fuerte y vibrante entre el gentío—. Kamose Tao, por el crimen de traición se te ordena que dentro de cuatro meses comparezcas ante el jefe de nuestra fortaleza del este, Sile, donde servirás indefinidamente como uno de los defensores de Egipto. Tus provincias ya no estarán bajo tu control. Tus propiedades y todos tus bienes se declaran inexistentes y pasan a pertenecer a la Corona. Ahmose Tao, tú te debes presentar ante el príncipe y gobernador de Kush, Teti-en, que te asignará un puesto activo en la lucha contra las tribus que se niegan a aceptar la jurisdicción de Egipto. Tetisheri, he preparado una habitación para ti en mi harén de Ta-she. Allí podrás retirarte y harás los pequeños trabajos que la guardiana de la puerta te encomiende. Aahmes-Nefertari, tú también quedas desterrada de la vista de tu familia. Tú y tu hijo os encaminaréis al Delta, donde yo mismo concertaré un matrimonio conveniente para ti, al margen de la nobleza de Egipto. Tani, tú viajarás conmigo hacia el norte como mi huésped de honor. Vivirás en Het-Uart con todas las bendiciones. No deseo que seas infeliz.

De repente las uñas de Tani se clavaron en la palma de la mano de Kamose y a pesar de sus esfuerzos por controlarse, éste no pudo menos de hacer una mueca de dolor.

Apepa se sentó. Los presentes se removieron inquietos.

—Tal es la sentencia —añadió Apepa con menos severidad—. He sido indulgente. Merecéis la muerte, pero en honor del antiguo linaje del que procedéis, os concedo la vida. Sin embargo, bajo pena de muerte os prohibo volver a veros o comunicaros. Recibiré informes regulares del comportamiento de cada uno.

—Majestad —dijo Kamose, que sentía temblar con violencia la mano de Tani en la suya—. Tal vez ignores que mi hermana está prometida a Ramose de Khemennu. Ya se han comprometido. Ni siquiera un rey puede romper tal vínculo.

Apepa parecía inconmovible ante la osadía de Kamose. Sonrió débilmente.

—La posibilidad de celebrar este matrimonio se esfumó hace mucho tiempo y tú lo sabes —replicó—. Ramose es un hijo leal de Egipto que no desea aliarse con una familia de traidores como vosotros. Teti le ha encontrado otra esposa. Por su lealtad hacia mí, he concedido a Teti la gobernación de Weset y sus provincias, esta casa y los terrenos que vosotros poseéis. Dentro de cuatro meses, él y los de su casa abandonarán Khemennu y se instalarán en Weset. Aahotep, tú permanecerás aquí para servir a tu pariente en lo que desee.

Kamose soltó la mano de Tani.

—¡No! —gritó el príncipe, adelantándose—. ¡No es justo, no está bien! Mátanos si debes hacerlo, pero no entregues nuestros derechos de herencia a alguien como Teti. Es una ofensa para todos y cada uno de los nobles de Egipto. Esta casa es nuestra, ¡lo ha sido desde que nuestros antepasados abandonaron el viejo castillo y la construyeron!

Tuvo ganas de decir más, de lanzar maldiciones a aquel rostro arrogante que lo miraba con las cejas en alto bajo el peso de la Doble Corona, pero la prudencia pudo más. Jadeando, con los dientes apretados, Kamose se calló.

—Habéis perdido todos vuestros derechos —señaló Apepa—| y también al dios protector de la familia. Sé que el sumo sacerdote de Amón os dio su apoyo y Amón su bendición. El dios será mudado a un pequeño santuario en el centro de Weset, pues no deseamos privar a la gente de su consuelo. Pero el templo de Amón se dedicará a Sutekh, cuya imagen residirá allí. Esta audiencia ha terminado.

La multitud se puso enseguida de pie y un murmullo de conversaciones excitadas llenó el salón. El rey ya había bajado del trono y se dirigía a la puerta, precedido y seguido por oficiales. Las esposas bostezaban en los escalones del estrado, esperando que llegara la hora de la comida del mediodía y de conversaciones más entretenidas. Kamose miró a su alrededor. Los cortesanos salían al jardín, todos menos Sebek-Nakht, que se les acercó con aire comprensivo.

—Lo lamento, príncipe —le dijo a Kamose—. Ten la seguridad de que trabajaré todos los días para que se suavice la sentencia de toda tu familia. ¡Es un ultraje tratar así a príncipes, a pesar de lo que habéis hecho!

Kamose no tenía mucho que decir. Dio las gracias al joven, que se alejó en busca de sus amigos. Pronto en el salón sólo quedó la familia y sus guardias.

Tani se arrojó en brazos de Kamose.

—¿No permitirás que me lleve, verdad, Kamose? —suplicó con visible agitación—. Podrás hacer algo, ¿verdad? ¿Verdad que sí?

Kamose se liberó de los brazos implorantes de su hermana. Aahotep intercambió con él una mirada y atrajo la cabeza de la muchacha contra su cuello.

—Tani, debes comprender que no puedo hacer absolutamente nada —explicó Kamose—. Él es el rey, su autoridad es absoluta. ¡Madre, por el amor de Amón, llévatela! Aahmes-Nefertari, ve tú también.

La joven también vacilaba, con la cara blanca hasta en los labios. Ahmose se inclinó hacia ella y la besó.

—Haz lo que te pide, Aahmes-Nefertari —la apremió—. Más tarde iré a verte. Tenemos mucho de que hablar, pero no en este momento. ¡No desesperes!

Ella asintió, aturdida, se volvió con torpeza y siguió a su madre y a su hermana.

—Apepa espera que nos suicidemos —dijo Tetisheri con frialdad, mientras miraba al pequeño grupo que se retiraba con las cabezas gachas, seguido de los guardias—. Nos ha concedido cuatro meses para que comprendamos la gravedad de la sentencia y para que sintamos la humillación. Si nos diéramos muerte por nuestra propia mano, le ahorraríamos muchos problemas. —Miró con tranquilidad a Kamose—. ¿Qué vas a hacer? —preguntó—. Me parece increíble que a Teti se le permita vivir en mi casa y dirigir nuestras provincias, Kamose. Es necesario hacer algo.

Kamose se volvió hacia ella, furioso.

—¿Qué pretendes que haga? —estalló—. ¿Pedirle a Ra que nos envíe su fuego para destruir al rey? ¡Despierta, abuela! ¡No soy mago y de mi boca no pueden salir embrujos de salvación! No se puede hacer nada, ¡nada!

Ella observaba con aire imperturbable el pecho agitado de su nieto y sus ojos de expresión furibunda.

—Sin embargo, lo intentarás —contestó—. Te conozco, Kamose Tao. Conozco tus sentimientos como nadie.

Dirigió una seña a Uni, que esperaba donde no podía oírles y se alejó con aire majestuoso.

—Tani no sólo será una más entre las invitadas de Apepa —musitó Kamose sin darse cuenta de que acababa de expresar sus pensamientos en voz alta—. Será el rehén para que no nos rebelemos. Por supuesto. Por eso se la lleva al norte consigo en lugar de mandarla a buscar después.

—A mí se me había ocurrido lo mismo —dijo Ahmose. Kamose se volvió a mirarlo, sobresaltado. Sólo entonces comprendió que acababa de compartir sus pensamientos—. ¡Qué astuto es! —continuó diciendo Ahmose—. Con esto ha atado nuestras manos con más fuerza que con ninguna otra cosa. Ahora ni siquiera podremos huir.

—¿Huir? —Kamose frunció el entrecejo—. ¿Hacia dónde, Ahmose?

—A cualquier parte —contestó Ahmose enseguida—, con tal de poder seguir juntos. —Kamose comenzó a alejarse, distraído—. ¿Adónde vas? —preguntó Ahmose.

Kamose alzó los hombros, como si con ello pudiera aliviar el peso de la desesperanza que acababa de caer sobre él.

—Necesito pensar —dijo—. Ve a tranquilizar a las mujeres, Ahmose, eres bueno para eso. Te veré más tarde.

Cuando Kamose abandonó el salón y bajó al jardín sintió el impacto del sol del mediodía. El aire formaba remolinos a su alrededor. Notaba bajo sus pies descalzos la hierba blanda. El piar de los pájaros y el murmullo de los insectos animaba los arbustos y los macizos de flores. Del río llegaban los gritos de los timoneles y el chapoteo de las maniobras. De repente la realidad se le presentó con toda su dureza. Con los ojos entornados, fue rápidamente al muro trasero, en dirección a la cancilla que daba acceso al campo de entrenamiento, al cuartel y a la extensión de tierra sin cultivar que había al pie de los peñascos. Tenía la mano en la cancilla cuando el guardia lo detuvo.

—No se te permite visitar el cuartel, príncipe.

Kamose miró a los soldados que estaban sentados en el suelo sin hacer nada. Buscó a Hor-Aha con la mirada hasta que recordó que el general se encontraba en alguna parte de las profundas tierras salvajes de Wawat.

—No quiero visitar el cuartel —contestó—. Quiero pasear un poco junto a los peñascos.

Empujó la cancilla, pero el hombre se interpuso de nuevo en su camino.

—Perdón.

—Muy bien.

Kamose se volvió y se encaminó al agujero del antiguo muro que lo llevaría al viejo palacio. El guardia lo seguía observando con desconfianza.

El palacio estaba desierto, silencioso y fresco. Kamose respiró hondo al ir pasando por las estancias abandonadas hacia la escalera que había junto a las habitaciones de las mujeres. Subió por ella, salió a la azotea y, con toda deliberación, se sentó en el suelo en el mismo lugar donde su padre solía descansar a menudo y donde sufrió el cruel ataque. Aún no había sombra, pero el sol de invierno era tolerable. Por encima del muro podía ver el jardín, animado por las multicolores vestimentas de lino de los incansables cortesanos. Sus conversaciones llegaban hasta él como un sonido poco agradable. El sendero que iba del jardín a los escalones del embarcadero estaba lleno de heraldos y funcionarios que iban y venían del río.

Directamente debajo del lugar donde él se encontraba, donde un muro se juntaba con el otro y proporcionaba una pequeña sombra, un joven con taparrabos y sandalias cubiertas de tierra devoraba su comida del mediodía sin tener conciencia de ser observado. Al verlo, Kamose no pudo menos de sonreír y su estado de ánimo mejoró. «Ahora me hace falta tu sabiduría, padre —pensó, dirigiéndose al fantasma del hombre que se sentaba allí a menudo y cuya presencia parecía seguir en aquel lugar—. Muéstrame las alternativas que tengo. ¿Debemos vivir separados y llenos de angustia? ¿Debemos morir? ¿Qué opciones tenemos?». Kamose apoyó la cara en las manos y cerró los ojos. El guardia real se sentó, resignado, entre los escombros y recostó la espalda en el muro casi en ruinas. No le gustaba nada la tarea que se le había encomendado.