Despertó cuando comenzaba a amanecer y permaneció acostado, totalmente consciente, con las manos detrás de la cabeza, escuchando la respiración regular de Tani y observando la primera luz sin color que penetraba en la habitación. Sabía que los sirvientes de la cocina y de la casa ya debían de estar levantados porque, por lo general, comenzaban sus tareas bastante antes de que se levantara la familia; pero no oyó ni un hablar alegre, nadie entonaba canciones en el corredor ni se oían los golpes de sandalias en el suelo. «Debo reunir energías y levantarme —pensó—. Es necesario hacer frente a la tragedia. Hoy mi madre, Tetisheri y todas las mujeres querrán hablar y llorar, y se dirigirán hacia mí porque ahora soy el cabeza de familia. Esperarán que sea fuerte, que tome decisiones, cuando no existe ninguna decisión que pueda tomar para tranquilizarlas. ¿Cuándo llegará a Het-Uart la noticia del suicidio de Si-Amón? ¿Qué hará Apepa?».
Con el corazón apesadumbrado, se levantó del lecho y fue descalzo hasta la puerta. Fuera, su criado esperaba pacientemente en el banco.
—Akhtoy —dijo Kamose—. Envía a alguien al templo. Mándale decir a Amonmose que esta mañana lleve a cabo los ritos en mi nombre. Encárgate de que Ipi esté preparado en el despacho de mi padre cuando me haya bañado y vestido. —Cuando volvió a entrar en la habitación, notó que Tani estaba despierta. Le sonrió—. ¿Te sientes mejor esta mañana?
—Sí —contestó ella, sin devolverle la sonrisa—. Pero tuve malos sueños, Kamose. ¿Qué sucederá con nosotros?
Se oyó un discreto golpe en la puerta y Kamose besó a su hermana en la punta de la nariz.
—Mi sirviente está listo para lavarme —contestó—. No debes preocuparte por el futuro, Tani; permanece oculto en los deseos de los dioses y también está en mis manos. ¿No tienes confianza en tu hermano mayor?
—¡Por supuesto que sí! —replicó ella mientras se sentaba y bostezaba—. Es sólo que…
Kamose levantó un dedo para hacerla callar.
—No sigas. Te enviaré a Heket, hoy quiero que vayas a consolar a nuestra madre. Eres mucho más fuerte de lo que crees, pequeña Tani. ¿Recuerdas cómo conversabas con nuestro padre cuando se estaba reponiendo de su herida? ¡Nadie lograba hacerlo sonreír como tú!
—¡Ya no soy la pequeña Tani! —respondió ella con indignación—. Pronto cumpliré dieciséis años. ¿Te parece que tener veintiuno es ser muy viejo, Kamose? De todos modos, era distinto cuando nuestro padre estaba sólo herido y recuperándose. No sabré qué decirle a nuestra madre.
Lo dijo con voz temblorosa. Kamose se sentó en el borde del catre de su hermana y le cogió las manos.
—Nada de lágrimas —dijo con severidad—. Te pido por favor que seas fuerte por mí, Tani. Hoy me hace falta tu ayuda. Trata de ver también a Aahmes-Nefertari. Ayer, quien más perdió fue ella.
—Es cierto —contestó Tani con cierta falta de interés—. Pero tú te casarás con Aahmes-Nefertari porque ahora eres príncipe y ella es la hermana mayor. Te tendrá a ti para confortarla y consolarla.
Kamose la escuchó sorprendido. No había pensado en aquel deber.
—Haré todo lo que pueda para consolaros y confortaros a todas —replicó—. ¡Vamos, Tani, levántate! Ni nuestro padre ni Si-Amón nos perdonarían que permitiésemos que el dolor nos convirtiera en seres débiles.
Mientras él iba a la puerta en busca de un sirviente para ordenarle que llamara a Heket, oyó que su hermana se levantaba del catre. Una vez bañado y vestido con un shenti, Kamose se encaminó al escritorio. No tenía hambre, a pesar de que el aroma de pan recién horneado llenaba la casa. De sólo pensar en comida se le hacía un nudo en el estómago y se sentía indispuesto. Tenía necesidad de alejarse de allí, de coger un carro y salir al desierto donde, en medio del calor y el silencio, pudiera tratar de cicatrizar sus heridas, como hacía siempre que tenía necesidad de estar solo; pero aquella solitaria complacencia tenía que esperar.
Cuando entró en el despacho, Ipi se puso de pie y se inclinó ante él. Más allá del escriba, la luz temprana del sol pasaba entre las columnas, iluminando el suelo de baldosas; desde el jardín se oían las voces de los sirvientes. Kamose vaciló en la puerta, y por un momento el coraje lo abandonó al ver la sencilla silla de cedro de su padre detrás del escritorio y un montón de papiros dejados por Si-Amón poco tiempo antes sobre la tapa del baúl donde se archivaban los documentos. Después cruzó hacia el escritorio y se apoyó en él. Ipi ya estaba sentado en el suelo con la escribanía en las rodillas y una expresión expectante en el rostro.
«¿Cómo empezar? —pensó Kamose, deprimido—. ¿Qué debo decir?». Dio un suspiro.
—Lo vamos a intentar —dijo. El escriba inclinó la cabeza y Kamose notó que murmuraba la oración a Tot mientras cogía el pincel—. «Para Ramose, mi hermano, salud. Tú conoces las desgracias que han caído sobre nosotros aquí, en Weset, y si la respuesta a esta carta es el silencio, lo comprenderé; pero te ruego que antes de alejarte de nosotros recuerdes los años de amistad y reciprocidad que ha habido entre tu familia y la mía. También te pido que recuerdes el lazo que te une a mi hermana Tani. Si en realidad la amas, no la abandones ahora. Sigas o no pensando en hacerla tu esposa, ven a visitarla. Ha perdido a su padre y recientemente a un hermano».
Hizo una pausa. ¿Debía contarle todo a Ramose? No. Sin duda alguna, Teti leería el papiro. La noticia de la muerte de Si-Amón inevitablemente debía estarse propagando hacia el norte, y no tenía sentido que le proporcionara a aquel canalla la satisfacción de leerla directamente, para que pudiera solazarse con los problemas que tenían.
—«En este momento te necesita —continuó dictando—. Pon las condiciones que quieras para hacer esta visita; no me opondré a nada de lo que exijas. Sólo te pido que vengas». —Lo pensó un instante y luego asintió con la cabeza—. Eso es todo. Pon la fecha y cuando tengas una copia en limpio, la firmaré personalmente.
—¿Quién la llevará, alteza? —preguntó Ipi.
—Entrégasela a Uni. Yo le daré las instrucciones necesarias. Podemos prescindir de él durante una o dos semanas.
Una vez despidió al escriba, se sintió tentado de salir al jardín, pero se resistió. Aquel día el dolor reinaba en Weset y él debía participar de aquel dolor, compartirlo, a pesar de sus ganas de alejarse y gemir a solas. Aunque no le apetecía, se encaminó a las habitaciones de las mujeres.
Las semanas del luto parecían arrastrarse con lentitud, un día daba paso a otro igual, de manera que Kamose comenzó a creer que siempre habían estado afligidos; que Seqenenra y Si-Amón habían muerto hacía hentis, y que con la muerte de ambos el tiempo había dejado de fluir. Todas las mañanas acudía al modesto templo de Amón para homenajear al dios, orar y escuchar a Amonmose cantar las admoniciones. Atendía los asuntos de administración que se le presentaban; se reunía con el resto de los miembros de la familia ante el santuario de Anubis, dios de la bienaventuranza y los ritos funerarios, para rezar por un adecuado embalsamamiento de Seqenenra y un peso favorable para su corazón, y secretamente incluía a Si-Amón en sus oraciones, como sabía que hacían los demás. Día tras día hablaban de sus muertos con lágrimas en los ojos, pero gradualmente las lágrimas se secaron y los recuerdos se hicieron más llevaderos.
La inundación se retrasaba. El verano tórrido continuaba, y en medio de su angustia, la familia de Seqenenra no podía creer que el Nilo alguna vez fuera a aumentar su caudal para volver a fertilizar la tierra. Era como si el mismo Egipto hubiese muerto junto con el más leal de sus hijos.
Ra se alzaba y descendía a pesar del ensimismamiento en que se había hundido la familia. Pero un día llegó un heraldo del Delta. El hombre no se dignó poner sus pies en los escalones del embarcadero, sino que lanzó el papiro a Uni, que regresaba de Khemennu y se acercaba a Weset, le dirigió un altivo saludo y volvió a embarcarse. Uni corrió en busca de Kamose. Él y Ahmose habían estado inspeccionando las caballerizas en compañía de Hor-Aha. Varias yeguas estaban a punto de parir y Kamose estaba preocupado por ellas. Los tres hombres acababan de cruzar el campo de entrenamiento y entraban en el jardín cuando Uni se les acercó con una reverencia.
—Un mensaje del norte —dijo, tendiéndoles el papiro.
Los tres hombres se miraron y por un instante Kamose pensó que no sería capaz de coger el papiro. De repente el periodo de luto acababa de finalizar. El oasis de dolor que era la casa había sido invadido y el mundo exterior se colaba por la brecha abierta.
—Gracias, Uni —consiguió decir por fin mientras cogía el papiro—. Puedes retirarte.
El criado se inclinó y se alejó.
—Este año no se nos han exigido impuestos —dijo Ahmose con voz tensa y rostro solemne—. Lo había olvidado. ¿Crees que…?
Kamose miró con aire pensativo a su hermano. Ahmose tenía el pelo castaño cubierto de tierra y la boca entreabierta.
—Yo no lo había olvidado —contestó Kamose—. Sencillamente no pensé en ello, no me pareció importante.
—Ordéname que me retire, alteza —dijo Hor-Aha, pero Kamose lo retuvo.
—No —dijo—. Quédate, general. No tenemos secretos contigo. —Se tocó la cicatriz de la herida de la mejilla—. Rezo por que sea nuestro gravamen, pero lo dudo. —Rompió el sello, desenrolló el papiro con rapidez y lo leyó—. No se trata de eso. Apepa viene a Weset. Trae consigo el Trono de Horus para poder sentarse en él a juzgar a esta familia. Dice: «Por respeto al dolor de esa gran señora Tetisheri, postergaremos nuestro viaje hasta que su hijo haya sido enterrado, pero esperamos ser recibidos pasado ese día con toda la pompa y d respeto que merecemos. Si Isis ha comenzado a llorar, viajaremos por los caminos del desierto».
Ahmose hizo una mueca.
—De manera que ni siquiera la inundación nos permitirá ganar tiempo —dijo—. ¡Bueno, por lo menos nuestro padre no vivió para ver el día de nuestra humillación!
Hor-Aha observaba con atención a Kamose. Éste sintió que los ojos negros del general lo miraban con expresión especulativa.
—¿Qué bienvenida prepararás al rey, príncipe? —preguntó con tac to. Pero Kamose negó con la cabeza.
—Nada me gustaría más que recibir a nuestro dios con una bienvenida especial de todo Weset —dijo, apretando los dientes—. Pero es imposible. Nuestro ejército se ha dispersado, los soldados están en sus granjas, los medjay han vuelto a sentarse alrededor de hogueras a muchas noches de distancia. Además —añadió, dedicando una sonrisa triste a Ahmose—, en la familia no queda el afán de luchar. Al menos por ahora. Es demasiado pronto.
Ahmose asintió.
—Debemos aceptar nuestro castigo —dijo—. Tengo la seguridad de que Apepa comprenderá la torpeza que representaría ejecutar a príncipes de sangre real egipcia. Por eso me pregunto qué nos tendrá preparado.
—No quiero ni pensarlo —replicó Kamose—. ¿De qué serviría? Hor-Aha, quiero que reúnas a todos tus oficiales y los lleves a Wawat. Y no regreséis hasta que yo os mande buscar. Apepa no se atreverá a quitamos la vida, pero a vosotros querrá veros muertos.
—¿Crees que será lo bastante inteligente? —Hor-Aha lanzó un bufido.
—No lo sé —contestó Kamose con aire pensativo—. Para nosotros siempre ha sido una presencia invisible, a veces amenazadora, siempre adversa, una especie de misterio. Nuestro padre lo conoció; vino una vez, cuando yo era niño. Tú no puedes recordarlo, Ahmose. Ni siquiera yo lo recuerdo bien. Prefiero creer que es un vago y un inepto.
—Hasta eso carece de importancia —señaló Hor-Aha—. Lo que cuenta es el carácter de sus generales y de sus consejeros.
—Debemos convencerlo de que hemos aprendido la lección —dijo Ahmose, con aire inquieto—. ¿No es cierto, Kamose?
«¿La aprendimos? —pensó Kamose, mirándolos a ambos alternativamente—. No estoy seguro de si la hemos aprendido. Lo único que sé es que a Apepa le convendría aplastarnos hasta el punto de que no pudiéramos volver a levantarnos».
La noticia del viaje del rey produjo una oleada de resentimiento y de aprensión en la casa. En cierto modo despejó la tristeza que les ocasionaba la pérdida sufrida; además, la idea de que Apepa mismo se personaría en Weset les ayudó a olvidar temporalmente los recuerdos del pasado. A pesar del odio que sentía hacia el rey, Tetisheri tenía intención de recibirlo con toda la pompa de la que Weset fuera capaz. Su orgullo no le permitía otra cosa; Aahotep y ella se hicieron cargo de los preparativos.
Tani pasaba gran parte del tiempo con Kamose, y éste se acostumbró al rostro vivaracho y bonito de su hermana apoyado sobre su hombro. En realidad, nunca supuso que Ramose respondería a la carta y a medida que transcurría el tiempo, dejó de esperarlo. Le indignaba la inconstancia de aquel hombre, aunque comprendía que la palabra de Teti era ley en su propia casa; y le dolía por Tani, que pocas veces se dejaba llevar por la compasión de sí misma y siempre trataba de ayudarlo.
A medida que se acercaba la fecha del entierro de Seqenenra, Kamose estaba cada vez más tenso y retraído, porque aquel día sería el último día de paz para la familia. Apepa llegaría y Kamose, como administrador de Weset, sabía que toda la atención del rey recaería sobre él. Se le atribuirían todas las decisiones finales; se sopesaría cada una de sus palabras y se tendría en cuenta cualquier expresión de su cara. Se sentía solo y cada vez más apartado de la vida de la casa que, con lentitud, volvía a la normalidad.
El día que oyó reír a Aahmes-Nefertari, que estaba jugando con Tani y el niño, supo que el dolor que los afligía acababa de llegar a su fin. Sólo seguían conmovidos. Nada de lo que pudiera hacerles Apepa sería tan desgarrador como la angustia en que habían vivido. Sólo él se sentía definitivamente cambiado y separado de todos los demás. «De manera que esto es la autoridad —pensaba con frecuencia—. Estas son las posibilidades que ofrece el poder. ¿Cómo lo conducía mi padre con tanta soltura?».
El día en que enterraron a Seqenenra, el río estaba al límite de su caudal. Tras la aparente solemnidad de los que se reunieron para escoltar el ataúd a su lugar de descanso definitivo, se adivinaba cierto alivio. Mientras Kamose esperaba con su hermano en los escalones del embarcadero y Uni recorría el lugar, asignando asientos en las barcas que los llevarían a la orilla opuesta, el príncipe miraba con tristeza el lecho fangoso del río. A pesar de saber que aquel día era para Seqenenra y que debía recordar los cuidados y la sabiduría que le dedicó su padre durante años, no podía dejar de pensar en el norte. ¿Ya habría partido el rey? ¿Cuántos días quedaban antes de que el heraldo que anunciaría la llegada de Apepa desembarcara en los escalones que en aquel momento brillaban, antiguos e indiferentes, bajo el caliente sol?
Ahmose se movió a su lado.
—Las narrias están listas —dijo, señalándolas con el dedo.
Kamose lo siguió con la mirada. En la otra orilla del caudaloso río, cuatro bueyes esperaban pacientemente atados a dos rastras rojas. En el último momento, Tetisheri se acercó a sus nietos.
—Veo dos narrias. ¿Qué estás haciendo, Kamose? —preguntó sin rodeos.
Su nieto le sonrió mirándola a los ojos pintados con galena.
—Los sacerdotes sem me informaron de que el cuerpo de Si-Amón también está listo para ser enterrado —explicó—. Me pareció excesivo tener que liberar mañana de su trabajo a los sirvientes para que lo llevaran al otro lado del río y sellaran su tumba, cuando hoy tenemos narrias, barcas y sirvientes. Me parece bien que Si-Amón haga el viaje con nuestro padre.
Tetisheri parpadeó.
—Hago un esfuerzo por no llorar —dijo con vehemencia—. Las lágrimas echarían a perder la pintura de mi rostro. Eres un hombre de carácter, príncipe, y compasivo además. Cuida de no poner en peligro el destino de tu propia alma al reconocer en voz alta lo que está sucediendo hoy.
Se alzó en las puntas de los pies y lo besó antes de alejarse, seguida por Isis.
—Ahí llegan las barcas —observó Ahmose con voz temblorosa—. ¡Mira! Una de las dos ya se aleja de los escalones de la Casa de los Muertos. Es nuestro padre.
Kamose observó la barca plana que se movía con lentitud hacia los escalones del embarcadero de la orilla occidental, empujada con pértigas por uno de los sirvientes de los muertos. En ella descansaban dos ataúdes, uno grande y brillantemente decorado. Kamose distinguía el negro ojo de Horus en un lado y los jeroglíficos con cruces ansadas de color dorado y con el símbolo de la eternidad. El otro ataúd era más pequeño, una sencilla caja de madera colocada a la sombra de la mayor. Kamose no tuvo tiempo de pensar en su decisión de permitir que Si-Amón compartiera los ritos de Seqenenra, porque Uni se acercó y le hizo una reverencia.
—Por favor, embarca, príncipe —decía—. No se debe tener a las princesas de pie bajo este sol.
Asintiendo con la cabeza, Kamose volvió al presente, y ya había comenzado a bajar los escalones cuando percibió un movimiento a sus espaldas. Mientras Ahmose continuaba andando hacia la barca, Kamose sintió que alguien le tocaba levemente el brazo, miró hacia atrás y se encontró cara a cara con Ramose. Se quedó embobado mirando al joven, incapaz de pronunciar una sola palabra. Ramose se inclinó ante él.
—He venido en cuanto he podido —dijo—. Mi padre me lo prohibió y hemos tenido algunas duras discusiones, pero la autoridad de mi padre ya no me importa demasiado. —Miró a su alrededor, como arrepentido de sus palabras—. Perdóname por haber llegado en este momento —suplicó—. No lo sabía.
Kamose sintió que se le aflojaban los músculos, de alivio.
—A pesar de todo, eres bienvenido —dijo—. Ve a la casa y refréscate mientras regresamos. ¿Estás enterado de lo de Si-Amón?
El rostro de Ramose se nubló.
—Sí —replicó—. La noticia corrió por los mercados de los pueblos que bordean el río. No puedo decirte cuánto lo lamento. —Kamose tenía ganas de preguntarle cómo había reaccionado Teti ante la noticia, pero comprendió que aquel no era el momento indicado.
—Más tarde conversaremos —prometió Kamose.
Ramose asintió, se abrió paso entre la multitud que esperaba el momento de embarcar y desapareció. No se detuvo a hablar con Tani, sólo le sonrió al pasar, pero Kamose vio que la expresión de incredulidad del rostro de su hermana se convertía en júbilo antes de que bajara la cabeza y se cubriera la cara con las prendas azules, el color del luto. «Es un rayo de esperanza en la oscuridad de nuestra situación —pensó Kamose mientras bajaba los escalones y embarcaba—. La semilla del renacer está enterrada a nuestro alrededor en las cenizas de la muerte». Se instaló junto a una silenciosa Aahmes-Nefertari y esperó a que embarcaran los demás.
El viaje a la orilla opuesta no era largo. Cuando el último de los sirvientes de la casa subía a la última barca, la familia ya se acercaba caminando a las narrias. Kamose, al oír que comenzaban los gemidos, miró hacia atrás. La orilla oriental estaba llena de ciudadanos de Weset que habían comenzado a llorar a Seqenenra. Una vez más, Uni se afanaba por formar la procesión que seguía los dos ataúdes. Aahmes-Nefertari, que iba delante, al lado de Aahotep, comprendió de pronto por qué ocupaba esa posición, y comenzó a llorar. Kamose y Ahmose escoltaban a Tetisheri, con Tani inmediatamente detrás. Sacerdotes y sirvientes formaban la retaguardia y las mujeres que había entre ellos ya comenzaban a rasgar sus vestiduras de lino azul y a verterse arena en la cabeza. A una señal de Kamose, la procesión se puso en movimiento. Las narrias se deslizaban por la arena seguidas por hombres del templo de Amón que llevaban las visceras de Seqenenra en cuatro vasijas de alabastro. Kamose pasó un brazo alrededor de los hombros de su madre y se entregó al dolor.
Llegaron al pie de los peñascos donde Seqenenra había mandado levantar muchos años antes su tumba y se reunieron alrededor de la entrada. Amonmose se adelantó para iniciar los ritos funerarios y los acólitos se colocaron a ambos lados con incensarios. La multitud quedó en silencio, sólo las pequeñas bailarinas susurraban brevemente mientras ocupaban sus lugares para la danza. Muchas miradas de soslayo se dirigían al sencillo ataúd de Si-Amón, situado en las cercanías, pero nadie hacía ningún comentario. Amonmose, que se comportaba como si la caja no estuviera allí, pasó al lado mientras ponían el ataúd de Seqenenra en alto sobre la roca y lo abrían para la ceremonia de la Apertura de la Boca. Kamose observó el cuchillo sagrado tocar las vendas de la boca del cadáver, en los ojos, nariz y oídos, liberando así los sentidos de Seqenenra para que pudiera volver a disponer de ellos.
Cuando el sumo sacerdote hubo terminado, dudó un momento y miró inquisitivamente hacia Kamose, señalando hacia la otra caja. Kamose pensó con rapidez. ¿Cómo era posible que los muertos no pudieran volver a oler, o a paladear la dulzura del agua fresca, o a contemplar la gloria verde del enorme sicomoro que custodiaba la entrada del paraíso de Osiris, a menos que se realizara la ceremonia? A continuación negó con la cabeza. Era necesario continuar fingiendo que el cadáver de Si-Amón se encontraba allí por casualidad, camino a su propio lugar de descanso; y que haberlo llevado aquel día era una cuestión de conveniencia, a pesar de que todos los presentes comprendían las verdaderas intenciones de Kamose.
Amonmose indicó que comenzara el rito siguiente. Uno por uno, los familiares se arrodillaron para besar los pies del muerto, tan rígido en su envoltura de vendas, tan difícil de reconocer como aquel hombre cuya presencia había llenado la casa durante muchos años. Luego las bailarínas comenzaron a tejer la magia del movimiento a su alrededor para mantenerlo a salvo de los peligros del viaje. «¡Qué maravillosa es esta gente!», pensó Kamose al ver que una mano pequeña tocaba con aparente indiferencia la caja de Si-Amón y que otra se inclinaba hacia un lado para que su pelo perfumado rozase la tapa de la caja. «La lealtad de esta gente es más grande que su miedo a quebrantar las leyes que se refieren al suicidio; el solo hecho de considerarlo avergonzaría a muchos nobles».
La mañana se fue convirtiendo en tarde. Se levantaron toldos y se distribuyeron cojines sobre la arena, pero muchos de los presentes prefirieron permanecer cerca de la tumba mientras se ultimaban los ritos. Por fin, algunos sirvientes acompañaron el ataúd de Seqenenra mientras bajaba los escalones que conducían al oscuro frescor de la bóveda y lo pusieron dentro de un sarcófago de piedra antes de disponer sus pertenencias al rededor. Al mirar a las mujeres de la casa que, llorando en silencio, ponían flores sobre la tapa del sarcófago, Kamose también vio los muebles, los recipientes con comida, vino y aceites, las alhajas de su padre y su caja de cosméticos. Sirvientes tallados en madera rodeaban el sarcófago para atender a las necesidades del muerto, y en la pared había un carro desarmado junto con el arco de Seqenenra y unas flechas. «¿De qué le sirve todo esto sin nosotros? —pensó Kamose, encolerizado—. Todas estas cosas sólo servirán para recordarle a su familia, ahora separada de él por un barranco que ni él ni nosotros podemos cruzar. ¿Podrá volverlas a tocar con placer?».
Tomó a Tani de la mano y la condujo arriba, hacia la cegadora luz blanca exterior. Parpadearon un instante, gozando de la repentina visión del cielo y de la tierra resplandeciente; luego se encaminaron a los toldos bajo los cuales se servía la comida. Aahotep y Tetisheri ya estaban allí, juntas pero sin hablar. Aahmes-Nefertari estaba sentada en una estera lo más cerca posible de la caja de Si-Amón y ya comía, pero Kamose no tuvo ánimo para regañarla. Compartía con su marido, no con su padre. Kamose, Ahmose y Tani se reunieron con las dos mujeres, y Tetisheri hizo una seña a Uni. Los sirvientes comenzaron a servir más comida.
«Nada podría sustituir jamás todo esto —pensó Kamose mientras partía un trozo de pan y cortaba una tajada del melón que habían puesto frente a él—. Nada en presencia de Osi-ris podría compensarme por la pérdida de este cielo, de esta luz, de este aire caliente con olor a desierto, de esas palmeras cansadas que se sacuden sobre el río poco profundo». Las voces de los presentes tenían el sonido del ritmo de la vida misma, una suave confusión que, sin embargo, era muy reconfortante. Pensó en Si-Amón y se llevó un trozo de melón a la boca.
A última hora de la tarde todo había terminado. Los sirvientes del templo habían sellado la puerta de la tumba de Seqenenra, anudando las cuerdas y cubriéndolas con barro en el que dejaron la huella del sello de la Casa de los Muertos, con el chacal y los nueve cautivos. Amonmose entonó oraciones tutelares. Las barcazas se mecían en el pequeño oleaje formado por la leve brisa, y la familia y el duelo por fin subieron a bordo cuando el sol del anochecer lanzaba sus destellos, mientras los sirvientes, como de costumbre, se ocupaban de enterrar los restos del festín.
La caja de Si-Amón, todavía en la narria, fue arrastrada en silencio hacia la pequeña tumba que permanecería eternamente sin terminar. Aahmes-Nefertari corrió tras él, y al ver que lo depositaban sin ceremonia alguna en el suelo de roca, perdió el control y arrojó sobre el ataúd un manojo de flores, antes de que Kamose pudiera alcanzarla, y alzándola, la llevara con rapidez hacia el río.
—¡No debes hacer eso! —dijo con severidad alzando la voz sobre los gritos de su hermana, pero no pudo reprenderla más.
Kamose también estaba pensando en su hermano ciego, sordo y mudo dentro de la caja puesta en el suelo, entre los trozos de piedra dejados por los albañiles cuando recibieron la orden de abandonar aquella obra. Así que él y su hijo pequeño permanecerían allí juntos sin que hubiera ninguna constancia de su vida en las paredes, y las acciones de Si-Amón nunca serían conocidas por los dioses. Era terrible, pero no tanto como un cuerpo que se corrompía, hundiendo el alma en la nada.
—Tiene consigo al pequeño Si-Amón —dijo Kamose para tranquilizar a su hermana mientras la obligaba a subir a la barca y a refugiarse en los brazos de su madre—. Por lo menos no está solo. Haré que graben su nombre en las rocas del desierto, Aahmes-Nefertari. No te preocupes. Los dioses lo encontrarán.
Sabía que era un pobre consuelo, y se sentó junto a Tani a observar pasar el agua en pequeñas ondulaciones de color rojo mientras se encaminaban a la orilla oriental. Más allá del jardín y de los árboles, la casa se alzaba como un bastión de seguridad y de cordura y más adelante, a lo largo de la orilla, se extendía Weset, desordenado, mientras el sol teñía de rosa las casas al caer Ra hacia el oeste.
Había alguien en los escalones, con los brazos cruzados en actitud paciente. Tani apoyó la cabeza en el cuerpo de Kamose.
—Ya terminó —susurró—. Ahora podemos volver a empezar a vivir, aunque esto signifique más dolor. Pero es mejor que la paz de la muerte, ¿no te parece, Kamose?
—Sí —asintió Kamose, abrazándola mientras miraba la figura de Ramose—. Sí.
Kamose tuvo que esperar para poder conversar con Ramose. Tani le había pedido permiso para ver a solas al joven noble y Kamose no pudo negárselo.
—No está bien —protestó irritada Tetisheri cuando ella misma mandó llamar a Ramose y le dijeron que él y Tani se habían internado en los pantanos en barca. Tetisheri entonces fue en busca de Kamose y lo encontró sentado en los escalones que conducían al jardín, con la barbilla apoyada en la mano.
—No somos labradores —le dijo la anciana mientras él la ayudaba a sentarse a su lado—. Tenemos reglas estrictas que gobiernan la conducta de nuestras jóvenes.
—Tani lo necesita —contestó Kamose con firmeza—. No hará ninguna tontería, y lo sabes muy bien. Ha sufrido mucho. Además, abuela, ahora soy el jefe de esta casa y mi palabra es ley.
Tetisheri lanzó un gruñido de desagrado, pero se dio por vencida.
—Entonces, como jefe de esta casa y príncipe de Weset podrías tener en cuenta el resto de tus deberes —continuó diciendo Tetisheri con aspereza—. El período de luto ha terminado, la vida reanuda su curso habitual. Ahora tienes la responsabilidad de tomar como esposa a Aahmes-Nefertari y de adoptar como propio a su hijo. Este linaje debe conservarse intacto para el futuro.
—¿Para qué futuro? —replicó exasperado Kamose, volviéndose, con lo cual la luz de la lámpara cayó sobre los dedos cruzados de Tetisheri, que resplandecían de anillos, sobre sus finos hombros y sobre sus facciones delicadas y huesudas. Estaba decidida a no mirar a su nieto y tenía los ojos fijos en la oscuridad—. Dentro de pocos días, dudo que tengamos un futuro. ¿Qué sentido tiene seguir simulando que tal vez algún día volvamos a conquistar la Doble Corona? A medida que una generación sucede a la anterior, este sueño se convierte en algo más nebuloso, más ridículo. Yo ya he tomado la decisión de no casarme con mi hermana.
Lo dijo para ponería a prueba, o tal vez para ponerse él mismo a prueba, no sabía cuál de las dos cosas. Recordó a la mujer que se le aparecía en sueños, por la cual cerraba los ojos todas las noches con una secreta expectación mezclada con ansiedad y que durante los últimos años había impedido que le interesara ninguna otra mujer.
Justamente la noche anterior la había visto, de pie sobre una roca del desierto, vestida de un rojo brillante, de lino entretejido con oro. Sus brazos levantados estaban cubiertos de oro y del brillo más apagado del jaspe, y llores de oro y jaspe se enredaban en su pelo negro barrido por el viento. Había una hermosura salvaje en su espalda sinuosa bajo la túnica que flotaba a su alrededor como el humo, y Kamose casi tuvo miedo en lo más profundo de su fascinación.
Pero a pesar de desear a aquella mujer, Kamose no se dejaba subyugar por un fantasma hasta el punto de estar ciego a las diarias obligaciones de la realidad. No. Su negativa a casarse con Aahmes-Nefertari surgía de un sentimiento interior profundo, un violento disgusto que le impedía apropiarse de la persona a la que su hermano había amado, robándosela, gozando de lo que Si-Amón ya nunca podría volver a disfrutar. La sola idea lo hacía sentir el más abyecto de los ladrones, y su fe en la herencia no era lo bastante fuerte para llevarlo a reclamar lo que perteneció a Si-Amón.
—¡Pero debes hacerlo, Kamose! —exclamó Tetisheri, mirándolo por fin—. Y debes hacerlo antes de que llegue Apepa. Entonces ya no importará lo que te haga. Si tu sentencia es el destierro, Aahmes-Nefertari podrá ir contigo. Si te envía de asistente del gobernador en alguna provincia menor, no podrá separarla de ti. De esta manera, a pesar de todo, la sangre de tus antepasados seguirá siendo pura.
La mirada de Kamose se encontró con la de su abuela y el príncipe lanzó una sonora carcajada.
—Querida abuela, Weset ya es una región sin importancia —señaló—. Los cortesanos de Het-Uart se estremecen al pensar en nuestras provincias, que ellos llaman los braseros del sur de Egipto. No olvides que tu propio hijo se casó con una plebeya.
Tetisheri se irguió.
—Eso sucedió porque no tuvo una hermana. Además, Aahotep no es plebeya, procede de una familia antigua y noble.
—Una familia que ha producido a un hombre tan poco honorable como Teti —replicó Kamose—. Esperemos, querida abuela. Por supuesto que Aahmes-Nefertari tiene derecho a recibir toda la protección que yo pueda darle. ¿Por qué no preguntar a Ahmose si quiere casarse con ella?
Tetisheri se inclinó y entornó los ojos, alrededor de los cuales aparecieron infinitas arrugas.
—Porque tal vez cambiarás de idea. Eres un hombre reflexivo, Kamose. No me sorprendería que lo hicieras.
—He dicho que nunca me casaré.
—¡Y yo nunca te he creído!
Se miraron con los ojos encendidos, hasta que finalmente Tetisheri puso una mano en el hombro de su nieto, se levantó y llamando a Isis, desapareció en la oscuridad. Kamose siguió sentado, pensando. «Hacían falta las frases directas de mi abuela para aclararme la mente —se dijo—. Ya no me interesa la calidad de mi sangre. Lo único que me interesa es la venganza, pero ignoro cómo llevarla a cabo».
Ramose se quedó con ellos una semana, dedicando casi todo el tiempo a Tani, pero también adaptándose de una manera admirable a los hábitos de la familia. Para su sorpresa, Kamose empezó a estar a gusto en su compañía. Se veían poco durante las mañanas, porque Kamose, una vez cumplidos sus deberes en el templo, se retiraba al escritorio en compañía de Ahmose y de Ipi; pero a veces, por la tarde, él y Ramose salían en carros al desierto a hacer carreras o a cazar. El calor del verano poco a poco iba cediendo el paso a la placidez del invierno, a medida que el río iba cubriendo los campos resecos. Los dos hombres se sentaban en la arena, al abrigo de un toldo, y bebían cerveza mientras sus caballos descansaban y se refrescaban.
Ramose apenas mencionó la desavenencia entre él y su padre; sentía verdadero pesar por el suicidio de Si-Amón y la muerte prematura de Seqenenra. Al ver la paz de Tani, Kamose preguntó a Ramose sobre las inciertas perspectivas de que se celebrara un matrimonio. Ramose entornó los ojos, clavó la mirada en el desierto y durante un rato no contestó. Después suspiró.
—Tuve que contrariar a mi padre para venir —dijo—. Me avergüenzo de él, príncipe, pero sigue siendo mi padre y el jefe de nuestra familia. El asunto del matrimonio ha quedado postergado hasta que el rey decida lo que sucederá con vosotros. —Dirigió una mirada de angustia a Kamose—. Estoy enamorado de Tani —dijo con aire sincero—, pero no puedo arriesgarme a perder herencia ni futuro. Si me casara con ella en este momento, mi padre me desheredaría por temor a la ira de Apepa. Tani es una princesa y, lo piense ella o no alguna vez, está acostumbrada a cierto estilo de vida y tiene derecho a él. Debo ofrecerle algo más que mi persona. Así están las cosas en mi vida.
—Te aseguro que lo comprendo —contestó Kamose, asombrado al comprobar que Ramose no le despertaba ningún resentimiento—. Si estuviera en tu lugar, sentiría lo mismo. Pero es difícil que Tani lo acepte. ¿Has hablado con ella?
—¡Por supuesto! —contestó Ramose enseguida—. Ella ya no es la inocente criatura de Hator a la que cortejé. Esperará hasta que el rey emita su juicio, pero sabe que tal vez no sea suficiente para mi padre. Para decirlo con franqueza, todos vosotros habéis caído en desgracia. Mi padre ya anda buscando hijas de cortesanos de Her-Uart. Le he dicho que no pierda el tiempo. —Volvió a clavar la mirada en el desierto—. Si fuera necesario esperaría otros seis o siete años antes de permitir que me obliguen a tomar una esposa para perpetuar nuestro linaje. En ese tiempo pueden suceder muchas cosas.
Las palabras del muchacho hicieron que Kamose se estremeciera sin querer por la expectación y la angustia que sentía, que rayaban en el pánico. Quería correr a destruir a Apepa, tomar Egipto por asalto, forzar de manera brutal el futuro para poder controlarlo por el bien de Tani, y por Ramose, y por los miembros de su familia que volvían los ojos hacia él en busca de seguridad y de una garantía que no podía darles.
—Eres un buen hombre, Ramose —dijo con voz ronca—. Confío en ti. Dime, si por algún milagro comenzara a soplar a mi espalda el viento de la fortuna, ¿estarías de mi lado?
Ramose permaneció largo rato en silencio antes de contestar:
—Yo también te respeto, príncipe, pero perdóname. Llevar una advertencia a Seqenenra no es lo mismo que luchar a su lado. No puedo responder a tu pregunta.
En los escalones del embarcadero, cuando Ramose por fin se despidió y luego se quedó en la cubierta de su barca, saludando a Tani hasta que la curva del río la ocultó de su vista, Kamose lo sintió. Echaría de menos la tranquila amabilidad del muchacho. Ramose tenía una firmeza que había servido para calmar los temores y los malos humores de los habitantes de la casa. Su presencia apartó a la familia de sus preocupaciones y de su aislamiento y les ayudó a ver los problemas desde una perspectiva diferente.
Tani no lloraba cuando abandonó el embarcadero y se encaminó a sus habitaciones. Kamose notó que en el rostro tenía una expresión resignada y supo que estaba dispuesta a aceptar lo que el destino le impusiera.