Aquella noche Si-Amón permaneció solo en su lecho, sin poder dormir, escuchando el dolor de la gente de Weset. Las mujeres entonaban en las calles cantos fúnebres por Seqenenra; sus voces agudas y sus quejidos lastimeros cruzaban el río y retumbaban en las paredes del viejo palacio. Acababan de comenzar los setenta días de duelo por el príncipe. Su cuerpo estaba tendido en la Casa de los Muertos, se le habían quitado las entrañas y era custodiado por sacerdotes sem que recitaban sobre él, a intervalos, las oraciones rituales, antes de volver a sus extrañas meditaciones.
Dos días después, regresó Amonmose. Mientras Si-Amón, recostado en una de las columnas del pórtico que desde el despacho de su padre conducían a los escalones, escuchaba la voz seca de Hor-Aha que le daba informes acerca de la disposición de los soldados supervivientes, observó que el sumo sacerdote se les acercaba por el jardín. Vestía un shenti hasta la altura de los tobillos, muy almidonado. Las sandalias eran de cuero rojo, el pectoral que lucía en el pecho era de oro y jaspe y tenía los ojos pintados con galena. Llevaba la piel de leopardo sobre un hombro, y el morro del animal casi rozaba el suelo. Lo flanqueaban dos acólitos, uno llevaba el bastón blanco con las plumas doradas de Amón y el otro, una pequeña caja de madera.
Si-Amón levantó una mano y Hor-Aha dejó de hablar.
—Reanudaremos después este informe —dijo al general—. Amonmose ha venido en visita oficial y creo que trae el nombre de mi hijo. Envía a alguien a avisar a Aahmes-Nefertari. Que le digan que se prepare para recibir la visita del sumo sacerdote.
Apenas se dio cuenta de que Hor-Aha se iba. Tenía la mirada clavada en la caja de aspecto inofensivo que llevaba el pequeño acólito mientras Amonmose se detenía y le hacía una reverencia; fue su manera de saludar al sacerdote e invitarlo a refugiarse bajo la relativa frescura del pórtico.
Amonmose subió los escalones con la frente cubierta de sudor.
—¡Valor, amigo mío! —exclamó Si-Amón sonriendo mientras le hacía señas de que entrara—. Faltan pocos días para la inundación. ¿Me traes el nombre de mi hijo?
Pero mientras hablaba, su mirada no se apartaba del acólito que, sumisamente, permanecía fuera, al sol. Al ver el ensimismamiento del príncipe, Amonmose volvió a hacerle una reverencia.
—¡Por supuesto que sí, príncipe! También te he traído lo que me pediste. Ten cuidado cuando lo manipules. Si una sola gota cae sobre la piel, produce quemaduras.
Si-Amón volvió la atención hacia el sacerdote.
—Antes que nada, hablemos de vida —pidió en voz baja a pesar de que un escalofrío de horror le recorría la columna vertebral—. ¿Qué dicen los astrólogos?
Esperó con ansiedad mientras pensaba en su primer hijo, el pequeño al que apenas llegó a conocer y que en aquel momento yacía en la tumba a medio construir. Amonmose sonrió.
—Creo que te sentirás satisfecho —dijo—. Han elegido el nombre de Ahmose-Onkh.
«Ahmose-Onkh». Si-Amón sintió un alivio en el corazón. Era un buen nombre, sólido, conservador y reconfortante; familiar y cómodo, como el paso de las horas de sueño en Weset. Era justo que la criatura llevara el nombre de Ahmose, el único entre los hombres de la familia que seguía siendo alegre y a quien no habían tocado directamente la guerra y la destrucción; y el sufijo onkh, derivado de ankh, la cruz ansada, símbolo de la vida misma, reforzaba la vitalidad del nombre. Si-Amón devolvió la sonrisa al sumo sacerdote.
—Me parece completamente aceptable —dijo—. Ahora ve a decírselo a Aahmes-Nefertari.
Pero antes de retirarse, Amonmose hizo una seña al pequeño acólito, que subió corriendo los escalones, se inclinó ant Si-Amón y le ofreció la caja.
—Un regalo de mi parte para tu hijo —explicó Amonmose para que lo oyera el acólito, y dirigiendo una mirada de advertencia a Si-Amón, añadió—: Es de gran valor, príncipe. Guárdalo bien.
Si-Amón cogió la caja, puso una mano sobre la negra cabeza del acólito, se despidió del sumo sacerdote y se volvió hacia el despacho vacío. La madera estaba caliente y despedía un fuerte olor a cedro. Temblando, levantó la tapa. En el interior había un recipiente de alabastro con la tapa sellada con cera. Después de mirarlo, Si-Amón cerró la caja y se la puso bajo el brazo, se encaminó a su aposento y la escondió debajo del colchón. Luego fue en busca de Aahmes-Nefertari.
Encontró a su esposa en la azotea, sentada entre cojines y bajo un toldo, con el niño dormido a su lado. Raa vertía esencia de loto en un cuenco de agua que contenía un trozo de tela en remojo. Al ver que el príncipe se acercaba por la azotea, hizo una reverencia y se alejó. Aahmes-Nefertari sonrió y le tendió los brazos. Iba desnuda y su túnica arrugada estaba en el suelo.
—¿Estás contento? —preguntó, sonriente—. Me parece un nombre precioso. Amonmose acaba de irse y decidí subir hasta aquí y pedirle a Raa que me bañara. ¡Qué calor hace esta tarde!
Si-Amón se arrodilló para que lo abrazara. La piel de su mujer estaba caliente y seca y despedía un leve olor a fruta. El pelo que rozaba la cara de Si-Amón también era cálido y suave, y ligero como la niebla del río. Si-Amón le besó los labios sin pintar.
—A mí también me parece un nombre precioso. —Sonrió—. Ahmose estará encantado. —Volvió su atención hacia la criatura. Ahmose-Onkh dormía con el abandono de la felicidad perfecta. Después de haber bebido demasiada leche, yacía con las piernecitas morenas sobre la sábana, las negras pestañas se movían sobre las mejillas mofletudas, la boca que parecía un capullo de loto estaba levemente abierta. Si-Amón acarició maravillado la aterciopelada piel del pequeño con el dedo—. ¡Qué perfección! —exclamó— y, emocionándose, tomó conciencia de todo lo que lo rodeaba.
La piel del niño parecía cubierta de rocío; la sábana sobre la que estaba acostado era de un blanco deslumbrante. Aahmes-Nefertari terna la mano apoyada en un cojín azul. Fascinado, Si-Amón se fijó en las marcas blancas que quedaban en los dedos de su mujer cuando no llevaba los anillos, las líneas de Jos tendones, el vello suave, casi invisible, que había entre los nudillos. Recorrió con la mirada la desnudez de sus piernas morenas y brillantes, el tobillo inclinado, los dedos del pie encallecidos, y luego levantó la vista para mirarle el resto del cueipo. Se había quedado sin aliento, como si hubiera corrido un largo trecho.
Las borlas rojas que se alineaban en el borde del toldo destacaban claramente sobre el aguamarina intenso del cielo de aquel día de verano. Más allá, las líneas del desierto y el templo, el complejo relieve de los edificios de Weset y los grupos de arbustos que veía junto a las plateadas ondulaciones del rio, impresionaron a Si-Amón como algo extranjero y exótico, algo ajeno a él, algo que no le pertenecía. Entre sus ojos y su corazón se había establecido un flujo de mensajes intensos pero ininteligibles, que evitaban su conciencia. Los colores del verano, beis, plateado y marrón, destacándose sobre un azul vivido, lo quemaban como una espada ardiente.
—Aahmes-Nefertari —dijo, apenas reconociendo su propia voz—, te propongo que nos quedemos aquí arriba durante el resto del día. Dile a Raa que se retire; yo te bañaré. Así podremos conversar. A la caída del sol pediremos que nos suban comida, en lugar de ir al salón.
Aahmes-Nefertari se volvió a mirarlo, sorprendida, preparada para hacerle una broma, pero algo en la expresión de su marido la contuvo.
—Muy bien —dijo—. Raa se puede llevar consigo al niño.
Pero Si-Amón se opuso.
—No, Lo cuidaremos nosotros.
Su esposa se recostó en los cojines y le sonrió.
—¡El sol te ha vuelto un poco loco, Si-Amón! ¿Así que nos dejaremos llevar por la pereza? ¡Perfecto! ¡Báñame!
Ordenaron a Raa que permaneciera dentro de la casa y, mientras el sol dibujaba con lentitud un arco hacia el oeste, conversaron. Si-Amón iba modificando la posición del toldo para que les diera sombra en cada momento. En dos ocasiones se quedaron adormilados, tendidos sobre los desordenados cojines. Si-Amón roció el cuerpo de su mujer con agua perfumada. La miró dar de mamar al hijo. Hablaron de Seqenenra, de la infancia compartida, pero como por un acuerdo silencioso, no se refirieron al futuro. A Si-Amón le habría gustado hacer el amor allí, en la azotea, bajo el sol cada vez más suave, pero Aahmes-Nefertari todavía estaba recuperándose del parto.
Al llegar la tarde aparecieron los sirvientes con cerveza, vino tinto, pasas e higos, granadas, pan y pasteles de miel. A medida que Ra era devorado lentamente y la marea roja de su lucha inundaba la tierra, los esposos se quedaron en silencio, tendidos uno al lado del otro en un abrazo fraternal, y lo observaron desaparecer.
Cuando la luz dio paso a la noche y las estrellas empezaron a brillar en el cielo, que todavía conservaba el más tenue matiz del azul, Si-Amón tomó en brazos al niño y acompañó a Aahmes-Nefertari hasta sus aposentos. Una vez allí, ella se volvió para mirarlo. Detrás de los dos, Raa encendió las lámparas, sirvió agua fresca para la noche y preparó el lecho.
—Ha sido una tarde maravillosa —dijo Aahmes-Nefertari, besando a su marido—. Si no estuviéramos de luto por nuestro padre, si no hubiera tristeza entre nosotros, habría sido perfecta. Pero tú no eres el mismio, Si-Amón.
Él le devolvió el beso y sintió que el pequeño peso de su hijo abandonaba sus brazos cuando Raa se lo llevó para acostarlo.
—Ninguno de nosotros es igual que antes —contestó—. Tal vez nunca volvamos a ser lo que fuimos. ¿Cómo vamos a serlo? El porvenir es muy oscuro, Aahmes-Nefertari. Te amo y eso es lo único que cuenta. —Durante un instante su mirada le recorrió el rostro, la piel bronceada por el sol, casi negra; los ojos castaños límpidos y suaves, sin pintar; la boca bien formada, sólo un poco más clara que el resto del cutis—. Duerme bien —dijo al fin.
Aahmes-Nefertari asintió sonriendo y cuando su marido hubo salido, cerró la puerta.
Aparte de los guardias, los corredores estaban desiertos cuando Si-Amón los recorrió camino de sus aposentos, la casa silenciosa y sus habitantes extenuados después de un día de calor intenso. Mientras escuchaba el sonido de sus sandalias en el suelo, Si-Amón se preguntó qué estarían haciendo los demás miembros de la familia. El impulso de averiguarlo, de volver atrás, era muy fuerte, pero se resistió por considerar que era un intento de su ka de alejarlo de su propósito. No ganaría nada con eso. Además, sabía dónde estaba cada uno. Eran de su carne y de su sangre, y sus caracteres y hábitos eran tan rutinarios como los suyos propios en aquella vieja y lúgubre casa. Tetisheri estaría en su cuarto orando o escuchando historias. Su madre debía de estar conversando con Isis… y evocando todos los recuerdos que tenía de Seqenenra. Aahmes-Nefertari… mejor no pensar en ella cuando levantaba los brazos para que Raa le pusiera la delgada túnica de dormir y luego caminaba hacia la cuna de su hijo para inclinarse por última vez sobre el niño dormido. Kamose, ya repuesto pero todavía tenso, estaría sentado solo en la oscuridad del jardín, sumido en pensamientos que ningún otro miembro de la familia compartiría, reacio a retirarse a sus aposentos. Y Ahmose posiblemente andaría vagando cerca del río, acompañado por un guardia. Tani estaría durmiendo.
Si-Amón devolvió el grave saludo del guardia apostado frente a su puerta y entró en la habitación. Estaba desierta, pero su sirviente había dejado una luz sobre la mesa del lecho. Abrió el pequeño altar de Amón y puso unos cuantos granos de incienso en el incensario. Luego encendió el carbón, arrojó encima algunos granos más y tras dejar el incensario sobre el altar, comenzó a recitar sus oraciones nocturnas. Antes de la muerte de su padre, pocas veces se molestaba en llevar a cabo aquel ritual, pero últimamente sentía la responsabilidad que Seqenenra puso sobre sus hombros y se había acostumbrado a acudir al dios todas las noches, como parte de su deber con la familia y con el cargo de gobernador. Oró con devoción y luego cerró el pequeño altar. Ignoraba si lo que se proponía estaría dentro de las leyes de los dioses que gobernaban Egipto, o si el monstruo terrible de Sebek, siempre esperando con la balanza, lo aniquilaría. «Pero esta es la única manera de limpiarme —pensó sombríamente mientras recuperaba la caja escondida bajo el lecho y la ponía en la mesa—. Debo ahorrarles a todos el sufrimiento de mi juicio».
Se acercó a la puerta y pidió a un sirviente que le alcanzara una escribanía. Hacía muchos años que no escribía nada por sí mismo, pero había sido un buen alumno y había dibujado los caracteres primero sobre piezas de cerámica y después, bajo la mirada vigilante del maestro, sobre hojas de papiro. Todavía no lo había olvidado. Cuando el sirviente regresó, Si-Amón cogió la escribanía, se sentó y se la puso sobre las piernas cruzadas. Murmuró una oración a Tot, cogió el pincel de junco y comenzó.
No tardó mucho en redactar la confesión a la familia de su culpa y su vergüenza, y lo hizo en una esmerada escritura hierática en negro. Resistió la tentación de justificarse porque en aquel momento, por fin, sabía que toda justificación sería una falsedad. Había obrado mal y lo debía pagar. Y firmó: «Si-Amón, príncipe y gobernador de Weset». El papiro absorbió con rapidez la tinta negra. Si-Amón lo enrolló, se acercó al arcón y cogió su cuchillo favorito, una daga con mango de marfil que le había regalado su padre hacía años. Se pasó el filo con lentitud por el dorso de la mano y vio brotar la sangre como la estela de una embarcación. Estaba bien afilada. Volvió a abrir la caja, sacó el frasco y salió al corredor. Le entregó el papiro al soldado.
—Cuando termines la guardia, entrégale esto al príncipe Kamose —dijo, y sin esperar respuesta se alejó por el corredor.
La celda de Mersu estaba próxima a las habitaciones de las mujeres. Si-Amón caminaba con paso seguro, la mirada fija en los pies, permitiendo que su mente se llenara de una sucesión de imágenes de su corta vida y evitando expresamente las emociones, excepto el convencimiento de la inutilidad de todo aquello.
Estaba casi frente a la puerta de Mersu cuando notó que alguien le tocaba el brazo. Se detuvo, sobresaltado; Tani apareció a su lado. Estaba descalza y se apretaba el manto contra el cuerpo. Si-Amón estuvo a punto de dejar caer el irasco de alabastro. El corazón le saltaba dentro del pecho.
—¡Tani! —exclamó—, ¿qué haces vagando sola por la casa?
—No puedo dormir —confesó ella—. Heket ya está roncando en su estera y las demás sirvientas están en sus habitaciones. He conversado un rato con el guardia que está junto a mi puerta, pero me he dado cuenta de que incomodaba al pobre hombre, de manera que he decidido caminar un poco. —Se mordió los labios—. Me siento sola, Si-Amón. No tengo con quién compartir mi soledad. A la abuela le gusta su aislamiento; nuestra madre se refugia en su dolor y no quiero preocuparla con el mío; Kamose todavía está herido y, ya sabes como es él, aun cuando habla contigo da la impresión de estar en otro mundo. Necesito a Ramose.
De repente advirtió lo que su hermano llevaba y su mirada pasó del cuchillo al frasco de alabastro y luego al rostro de Si-Amón.
—¿Qué haces con esto? —A Si-Amón no se le ocurrió ninguna respuesta. La aparición de Tani lo había conmocionado y se sentía desorientado. Mientras buscaba una respuesta, ella se le acercó más, con el entrecejo fruncido—. ¿Adónde vas, Si-Amón? —preguntó imperativamente y con un dejo de temor en la voz—. ¿Para qué necesitas una daga dentro de casa? —De repente, Si-Amón sintió que lo sujetaba; le había rodeado la muñeca con ambas manos—. ¿Vas a matar a Mersu, verdad? —susurró—. ¿Verdad que lo vas a hacer?
Si-Amón estuvo a punto de decirle que se ocupara de sus asuntos y luego mandarla a su aposento, pero no había nada infantil en la expresión de Tani, en su mirada intensa e inquisitiva. «Ya no es una niña —pensó con cierta sorpresa—. Tiene quince años, sólo dos menos que Aahmes-Nefertari. ¡Qué encerrado en mí mismo he estado!».
—Sí —contestó. Todavía sentía que las uñas de Tani se le clavaban en la piel—. Voy a matar a Mersu. Así es más limpio y menos angustioso que un juicio, Tani, y Amón sabe que merece morir.
Esperaba que ella gritara, que retrocediera, que tratara de impedírselo con una serie de argumentos, que diera rienda suelta a su indignación, pero Tani lo miró con tranquilidad. Poco a poco, una luz extraña apareció en sus ojos, una especie de fría aceptación. Lo soltó.
—Tienes razón —dijo—. Que sea él y no nosotros quien pague por la muerte de nuestro padre. Apuñálalo bien, Si-Amón.
Con una dignidad que nunca había visto en ella, Tani volvió sobre sus pasos, desapareciendo tras el recodo entre una nube de lino que flotaba a su alrededor. No miró atrás.
El encuentro dejó en Si-Amón una sensación de vaga ansiedad. «Mata a Mersu, pero decide seguir viviendo —le exigía una voz interior—. Tani está cambiando. ¿Quién aparte de ti se ha dado cuenta? La familia te necesita. ¡Weset te necesita!». Profirió un quejido, admitiendo la tentación, e instantes después se encontró frente a la puerta de la celda de Mersu.
El guardia saludó. Si-Amón le sonrió.
—¿Una noche tranquila, soldado? —preguntó.
El extremo de la espada del hombre rozó el suelo.
—Así es, príncipe —contestó.
—¿Y el prisionero?
—Hace dos horas comió pan y caldo. Al anochecer vino Hor-Aha para asegurarse de que todo estuviera bien y Uni envió una gavilla de juncos para que el prisionero estuviera ocupado.
A pesar de su estado de ánimo, Si-Amón no pudo menos que sonreír ante la imagen del orgulloso criado, sentado en el suelo tejiendo esteras de junco.
—Muy bien. Voy a entrar. Permanece en tu puesto y no respondas a nada de lo que oigas dentro. ¿Me has comprendido?
El hombre asintió con la cabeza.
—Soy el sirviente de mi señor —contestó.
Si-Amón le puso suavemente una mano en el hombro y entró. El guardia cerró la puerta y un aura de irrealidad envolvió a Si-Amón. Se inclinó para depositar el frasco de alabastro en el suelo de tierra, mientras sentía que cada uno de sus músculos respondía con solemnidad a los dictados de un oscuro rito religioso fraguado en el misterio. Cuando se irguió no le habría sorprendido verse envuelto en el shenti de lino de los sacerdotes y con el rostro cubierto por la máscara ceremonial de Set. Resistió el impulso de tocarse la cara.
Mersu estaba echado en su camastro con las piernas cruzadas y los brazos detrás de la cabeza. En un rincón de la habitación mal iluminada había un montón de juncos desordenados. Los restos de la sencilla comida del criado estaban en una bandeja en el suelo. Al oír que se abría la puerta, Mersu levantó la vista y al ver quién entraba, comenzó a levantarse. Se quedó de pie con los brazos caídos a los costados y Si-Amón, que lo observaba con atención, notó que al ver la daga, en el rostro inescrutable de Mersu por primera vez se pintó una expresión de incertidumbre. Si-Amón se pasó los dedos delante de los ojos, seguro de que palparía el morro gris y peludo de Set y sus afilados colmillos, pero al ver la expresión de Mersu lo sacudió una sensación exultante, la fría excitación del verdugo.
—Sí —dijo con voz tranquila y controlada—. He decidido evitarte y evitarme a mí la tensión de un juicio, Mersu. ¿No creíste que tendría valor, verdad? Este es tu juicio —le indicó Ja daga—, y este otro —añadió señalando el frasco de alabastro—, será el mío. Si por casualidad llegaras hasta el punto en que pesen tu corazón, no esperes que te reciban en presencia de Osiris porque he escrito un papiro dirigido a mi familia, y cuando lo lean, tu cuerpo no será embalsamado. Y tal vez el mío tampoco. —Mersu había palidecido. Si-Amón lo vio retroceder hasta el camastro, en el que se apoyó—. ¿Tu nombre sobrevivirá en alguna parte? —continuó diciendo Si-Amón—. ¿Crees que Sutekh, el dios de los setiu, te rescatará y te premiará por tu lealtad hacia Apepa? —Se estaba convirtiendo en vengador, y la amargura de su alma se alzaba como un torrente de odio hasta su lengua; pero era un hombre de sangre real, era un príncipe, y haciendo un esfuerzo sobrehumano recordó que Mersu no tenía la culpa de su propia falta de virtud—. ¿Deseas hablar antes de morir?
Mersu tragó saliva, se pasó la lengua por los labios y luego pareció reunir fuerzas. Su cara siguió estando gris como la de un cadáver, pero se irguió.
—No hay nada que decir. Tal vez sea mejor así, príncipe. Yo me libero de la humillación de una ejecución pública y tú, de la vergüenza y la censura de tu familia. En cuanto al destino de mi ka, bueno, los dioses de Egipto ya no son tan poderosos como las deidades de los setiu. Sobreviviré. —Se encogió de hombros, gesto cuya intención era provocar pero que a Si-Amón le impresionó por su patetismo—, de todos modos no sería capaz de tejer esteras de junco.
Calló y clavó la mirada en Si-Amón. Durante algunos instantes, ambos se miraron fijamente y Si-Amón tuvo la sensación de que en el silencio el criado recuperaba la confianza, volviendo a su insolencia, y que él mismo se debilitaba mientras tanto. La exaltación lo abandonaba y lo dejaba tembloroso, confuso y con una voluntad cada vez más débil. Sabía que si no asestaba el golpe enseguida, saldría huyendo y se hundiría para siempre en el deshonor. Notaba el mango de marfil de la daga cálido en la palma de la mano.
Sujetó la daga con fuerza y dio un paso adelante. Mersu lo vio llegar. Sólo las rígidas líneas del cuello y el espasmo de un músculo junto a la boca revelaron su creciente terror. Si-Amón respiró hondo y hundió la daga en el vientre de Mersu. Lanzando un gruñido, el criado se llevó las manos a la daga y se dobló sobre sí mismo. La sangre le empapó el shenti y comenzó a correrle por las piernas. Si-Amón la sentía húmeda y caliente en sus dedos.
—Esto es por mí —susurró—. Mersu tenía los ojos desorbitados. Si-Amón se apoyó en el pecho del criado, le arrancó la daga, cogió a Mersu por la nuca y hundió de nuevo el metal, esta vez debajo de la oreja hacia el interior del cráneo. Mersu tuvo un estremecimiento y cayó al suelo. Y esto por mi padre —dijo jadeando Si-Amón.
El príncipe se desplomó en el camastro y permaneció respirando pesadamente y mirándose las manos. Estaban cubiertas de sangre y los brazos tenían salpicaduras hasta los codos. El pecho y el shenti también estaban manchados de sangre. Mersu había quedado doblado sobre sí mismo en el suelo, con los ojos sin vida fijos en los pies. Si-Amón esperó a que su corazón dejase de latir con fuerza y decidió tomar conciencia sólo del paso de los instantes. Cuando su corazón recuperó la tranquilidad, lo compadeció y luego sonrió ante lo absurdo de su pensamiento.
El frasco de alabastro seguía donde lo había dejado casi hacía una eternidad. Se levantó, fue a buscarlo y lo llevó hasta el camastro. «Kamose será mejor gobernador de lo que yo hubiera podido ser jamás —pensó mientras quitaba el sello de la tapa—. Le importan poco las apariencias y mucho el bienestar de las provincias, mientras que yo sólo podría pensar en las glorias de Het-Uart y en obtener un lugar junto al rey. ¡Maldito sea! Kamose se casará con Aahmes-Nefertari, este es el camino que Ma’at nos señala, y adoptará a mi hijo». Cerró los ojos con ftierza ante la imagen de su mujer con el niño al lado, ambos desnudos y adormilados por el calor de la tarde. Después miró la botella con detenimiento; contema una pequeña cantidad de un líquido oscuro. Lo acercó a su nariz. No olía. Con cuidado, para no volcar ni una gota, lo alzó y bebió, haciendo una mueca de desagrado porque tema un sabor muy amargo.
En el acto comenzó a arderle la garganta y el sudor le empapó el cuerpo. Apretó los dientes para contrarrestar el fuego que se extendía por el estómago, volvió a tapar el frasco y lo puso en la mesa de Mersu, y enseguida descubrió que le resultaba imposible enderezarse. Se envolvió el cuerpo con los brazos, mientras se mecía y gemía, pero muy pronto, cuando el dolor fue excesivo, no pudo sofocar los gemidos. No podía pensar; su última sensación fue de increíble soledad.
Kamose estaba soñando. El sueño era tantas veces recurrente que, aun dormido, tema conciencia de una sensación de bienestar y de expectación. En la primera escena podía encontrarse en cualquier lugar de la finca, en sus habitaciones, en el jardín, junto al río, hasta en el salón de recepciones, pero allí donde estuviera lo envolvía la misma sensación de agradable expectación. Aquella noche soñó que estaba sentado en el jardín. Anochecía. Ra acababa de desaparecer en la boca de Nut y el estanque reflejaba el cielo tranquilo y rojizo. La noche comenzaba a lograr que la hierba, los macizos de flores, los arbustos y los árboles resultaran indistintos, y dentro de la casa empezaban a brillar algunas luces. Con la irracionalidad de los sueños, Kamose comprendió que todavía podía ver bien. Se encontraba en una estera, al borde del estanque, con una mano dentro del agua cálida. Grupos de lotos golpeaban en sus dedos y las flores despedían una fragancia embriagadora.
Durante un rato se complació en saborear la tarde en sueños, pero luego sus sentidos se pusieron alerta y aquella excitación familiar le recorrió el cráneo y le inmovilizó los dedos. Estaba frente al sendero que corría bajo las viñas hasta los escalones del embarcadero. Sabía que era invierno porque la lozanía de todo lo que crecía a su alrededor hablaba de una inundación terminada hacía poco. Las uvas todavía colgaban pesadas y negras de las vides y los racimos estaban maduros y cubiertos de polvo. «Ella se acerca —pensó en el sueño, mientras se le hacía un nudo en el estómago—. Se acerca». Algunas veces la mujer se alejaba de él caminando con lentitud y él corría y trataba de alcanzarla. Otras, aparecía de repente, siempre alejándose, y Kamose trataba de ponerse frente a ella antes de que el sueño terminara, pero siempre llegaba tarde. Durante muchos meses aquel sueño lo envolvió en su deliciosa languidez, pero nunca había visto más que la espalda de la mujer.
En aquel momento miró hacia el embarcadero, donde el sendero se introducía en la oscuridad del emparrado de las vides y sí, allí estaba, de pie, con una mano en alto, preparándose para arrancar una uva. Bajo la túnica transparente que le caía hasta los tobillos, su cuerpo moreno se afinaba en una cintura estrecha y se curvaba en la redondez de las caderas. Era alta. En su pecho, sobre la piel sedosa, colgaba un pectoral suspendido de una cadena de plata. Llevaba la cabeza muy erguida. Tenía el pelo espeso, negro y lacio, con el brillo de las alas del cuervo cuando las ilumina el sol, y Kamose se fijó en la cinta de oro que le rodeaba la frente y de la que colgaban minúsculas cruces ansadas; y sobre ellas, apenas visible, la espalda de una cobra. Pulseras de electro engarzadas con lapislázuli le rodeaban los suaves brazos, y los largos dedos que extendía hacia las uvas estaban cubiertos de anillos.
Kamose se sintió desfallecer de deseo y de algo más, puesto que aquel sueño no se parecía a los sueños agotadores y lascivos de la juventud. Aquella mujer desconocida era la suma de todos sus deseos. Cogió una uva entre el pulgar y el índice y al hacerlo se volvió ligeramente. Kamose contuvo el aliento y, con lentitud y en silencio, se puso de pie y comenzó a acercársele. La viña se estremeció cuando la mujer arrancó la uva y se la llevó a los labios. Al hacerlo, Kamose vio su mejilla inalcanzable y se movió con cuidado, sin atreverse a hacer el menor ruido. En sueños anteriores la había llamado, o había corrido tras ella dando traspiés, pero ante cualquier mido que hiciera, ella se desvanecía. Así que en aquel momento recurría al sigilo y se le acercaba cada vez más, los labios entreabiertos por la concentración, y los puños cerrados. El aura de mito que rodeaba a la mujer le producía un mareo fascinador. Hasta entonces nunca había logrado acercarse tanto a ella. Cuando se detuvo, el corazón le latía desbocado. Avanzó la mano para tocarle el hombro y durante un instante de delirio la pudo tocar con los dedos. Estaba fría y los dedos de Kamose se deslizaron por su piel como un aceite suave.
Pero en aquel momento sintió que lo aferraban por la muñeca y ya no estaba en el jardín. Tendido de espaldas en el lecho, a la débil luz de una calurosa noche de verano, alguien se inclinaba sobre él. Confuso, dolorido y desorientado, intentó sentarse.
—¡Kamose! —le susurró una voz junto al oído—. ¡Por favor, despierta! Estoy preocupada.
Kamose se sentó en el lecho temblando. La almohada estaba tirada en el suelo y había estado durmiendo con la cabeza en el colchón. Se frotó los hombros.
—¡Tani! —exclamó, sorprendido, mientras seguía luchando por retener el sueño, todavía desilusionado por la interrupción—. ¿Qué sucede?
Ella se arrodilló a su lado.
—Se trata de Si-Amón —masculló—. No podía dormir y vagaba por la casa cuando me topé con él en el corredor, cerca de la celda de Mersu. Llevaba una daga y un frasco en las manos. Confesó que iba a matar a Mersu y yo estuve de acuerdo en que sus razones para hacerlo eran válidas. Pero el frasco… —En su angustia volvió a cogerse a Kamose—. Estoy asustada, Kamose. Parecía frío e inalterable, pero terna una expresión extraña. No me di cuenta hasta un rato después. ¿Qué había en ese frasco?
Kamose le puso una mano tranquilizadora en la cabeza y bajó las piernas del lecho.
—No te preocupes —dijo, aunque él también se sentía inquieto—. A pesar de que Mersu merecía la muerte, Si-Amón no debió tomarse la justicia por su mano. No es fácil matar a un hombre, Tani, ni siquiera en el fragor de una batalla. No me sorprende que Si-Amón te haya parecido extraño. Espera fuera, me pondré un shenti e iremos a buscarlo.
—Gracias, Kamose, tú siempre me consuelas.
Tani se separó del lecho para dirigirse deprisa hacia la puerta. Kamose se puso de pie y sacó un shenti de un baúl. «¿Así que la consuelo? ¡Oh, Tani, deberías verme en mis sueños! Si-Amón, habría preferido que no perdieras la cabeza por este asunto de Mersu. Un juicio y una condena formales habrían estado más de acuerdo con Ma’at. La abuela te reprenderá, sin duda».
Kamose se reunió con Tani en el corredor. La noche todavía pendía pesadamente sobre la casa y las antorchas goteaban. Ambos se encaminaron a los aposentos de Si-Amón, que no estaban lejos de los de Kamose. Tani le cogió de la mano. En el trayecto pasaron frente a la puerta de Ahmose. El guardia los saludó. Estaban a punto de seguir su camino cuando la puerta se abrió y asomó el rostro agotado de Ahmose.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Hace un rato oí que el guardia saludaba a alguien y ahora aparecéis vosotros dos.
—Debe de haber sido Si-Amón —exclamó Tani—. ¿Volvió a pasar por aquí? —le preguntó al soldado.
—No, princesa —contestó el hombre—. Me dirigió unas palabras y siguió su camino. No he vuelto a verlo.
—Bueno, pero de todos modos miraremos en sus habitaciones —dijo Kamose—. Acompáñanos, Ahmose.
Kamose no podía comprender su propia ansiedad. Ahmose tenía en la mano una sábana y se la puso alrededor de la cintura.
—¿Si-Amón ha dado muerte a Mersu? —preguntó Ahmose mientras se apresuraban por el corredor—. ¡Qué extraño! Es muy estricto en cómo deben hacerse las cosas. ¡Me cuesta creerlo!
«Así es —pensó Kamose, sobresaltado—. Si-Amón, el amante del protocolo y defensor de las reglas según las que deben vivir los príncipes».
A los pocos instantes llegaron a la puerta de Si-Amón. Estaba cerrada. Kamose saludó al guardia.
—¿Está mi hermano en la habitación? —preguntó.
El hombre negó con la cabeza.
—No, príncipe, no está. Salió hace alrededor de una hora. Me pidió que te entregara esto cuando terminara mi guardia.
Kamose cogió el papiro. La ansiedad que crecía en su interior se convirtió en un grito apremiante. Quería correr hacia donde estuviera Si-Amón, pero ignoraba por qué. El mensaje no estaba sellado. Kamose lo desenrolló, lo puso bajo la luz de una antorcha y lo leyó con rapidez. Lanzó un grito y volvió a leerlo. Después dejó a Tani al cuidado del guardia.
—¡Quédate aquí! —ordenó—. No debes moverte, ¿me entiendes? Espérame. Cuídala —ordenó al soldado mientras corría por el corredor—. ¡Ven, Ahmose!
—¿Qué dice el papiro? —preguntó Ahmose, jadeando—. ¡Esto es una locura!
—Sí, lo es —replicó Kamose sombríamente—. Nuestro espía era Mersu, pero Si-Amón también había estado pasando información. Tiene intenciones de matar a Mersu y luego suicidarse. ¡Apresúrate!
—¡Dioses! —logró exclamar Ahmose. Doblaron hacia las habitaciones de las mujeres. Poco después se detenían ante la celda de Mersu. El guardia, pálido y visiblemente aliviado de verlos, los saludó tembloroso.
—¡Oh, príncipe Kamose, me alegro mucho de verte! El príncipe Si-Amón está dentro. Me ordenó que no entrara aunque oyera cosas extrañas y no puedo desobedecerle, pero algo terrible ha sucedido ahí dentro y él no ha vuelto a salir.
—¡Estúpido! —dijo Kamose—. ¡Un buen soldado algunas veces debe usar su propio juicio! Abre la puerta y entra.
El hombre abrió la puerta con torpeza. Dejó la espada en el suelo, sacó la daga y entró con cautela en la habitación. Kamose y Ahmose lo siguieron. La luz era muy débil. La lámpara que había junto al camastro ya estaba apagándose por falta de aceite y arrojaba sombras que oscilaban por la pequeña habitación. Kamose estuvo a punto de tropezar con el cadáver de Mersu. Se arrodilló con rapidez y sus ojos experimentados pasaron por alto la sangre ya casi seca y oscura y se detuvieron en la herida mortal que tenía bajo la oreja. Colocó el cadáver boca arriba. Tenía el abdomen destrozado.
Ahmose se había arrojado hacia el cuerpo tendido en el camastro. Se detuvo como herido por un rayo.
—¡Kamose! —exclamó en voz baja y ahogada.
Su hermano se puso de pie con lentitud, como si el peso de una sombría certeza entorpeciera sus movimientos. Pasó por encima del cadáver de Mersu y fijó la mirada en el camastro. Si-Amón tenía la cara contorsionada por los estertores de su agonía. Una espuma negra le rodeaba los labios. Sus facciones rígidas expresaban tanta pena y resignación que Kamose supo que aquella escena había quedado impresa de una manera tan vivida en su conciencia que jamás olvidaría ni un solo detalle.
—¡Si-Amón! —exclamó—. ¡Si-Amón! —Se lanzó sobre el camastro, abrazó el cadáver todavía tibio y comenzó a balancearse con la mejilla contra el cabello de su hermano gemelo. Ahmose los miraba, petrificado. Kamose tenía una vaga conciencia de que su hermano menor permanecía allí sin moverse. Aunque tenía ganas de gritarle que se marchara para poder dar rienda suelta a su amargo pesar, reflexionó sobre lo que se debía hacer—. Ahmose, despierta a las mujeres y tráelas, pero no permitas que entren. Guardia, ve en busca de ayuda y que por el momento lleven el cadáver de Mersu a los establos. Alerta a los sirvientes. Quiero que laven de inmediato este cuarto y que cambien las sábanas del camastro.
Ambos hombres salieron. Durante unos preciosos instantes, Kamose quedó a solas con su gemelo. Ni siquiera entonces le resultó fácil llorar, y continuó meciendo a Si-Amón y acariciándole la cabeza. En el silencio le asaltaron pensamientos coherentes que le hablaban con voz fuerte:
«En tiempos mejores, tus debilidades no habrían importado, Si-Amón —pensó, consumido por una cólera fría—. Si nuestro padre hubiera sido rey desde un principio, si no te hubiera importado más lo que es correcto que lo que está bien, si hubieras aprendido a ser temerario…». Besó la frente sin vida y al hacerlo sintió que comenzaba a desenroscarse dentro de su alma el germen del verdadero odio. Con rapidez germinó en él algo oscuro y malvado. «Apepa —pensó Kamose con rabia—. Tuya es la culpa. Primero mi padre y ahora Si-Amón. La familia ha quedado diezmada y la culpa la tienes tú. ¡Setiu miserable! ¡Peste extranjera!». Los insultos que lanzó al rey aliviaron su dolor, pero eran más que un consuelo; reforzaron las raíces de su nuevo odio y lo alimentaron para que fuese más firme y duradero.
Los sirvientes entraron corriendo y un silencio temeroso se mezcló con las órdenes que Uni murmuraba. Limpiaron la sangre, extendieron arena limpia en el suelo y se llevaron el cuerpo de Mersu. Uni y Kamose levantaron a Si-Amón para que pudieran sacar la sábana del camastro y poner otra limpia, y luego lo tendieron con suavidad sobre el lino perfumado. Alguien llevó un recipiente lleno de agua caliente y, al levantar la mirada, Kamose vio a Tani exprimiendo un paño. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¡Ahmose! —gritó Kamose, furioso—. ¡Te dije que mantuvieras fuera a las mujeres! Ahmose se asomó a la puerta.
—Pero ella insistió —dijo—. Aquí están nuestra abuela y nuestra madre. Aahmes-Nefertari ya viene. Esperaré hasta que nos digas que pueden entrar.
—No es una visión para ti —le dijo Kamose con brusquedad a Tani, pero ella sólo le sonrió, con el paño empapado en las manos.
—La culpa fue mía —explicó con voz quebrada—. Fui demasiado torpe para comprender lo que realmente sucedía cuando me lo encontré en el corredor. Si hubiera discutido con él, si hubiera corrido a buscarte enseguida… Permíteme hacer esto, Kamose.
—Tú no tienes la culpa —dijo él con dureza—. Si-Amón eligió este momento hace mucho tiempo.
Tani no contestó. Kamose retrocedió y la vio lavar con movimientos seguros el rostro atormentado de Si-Amón y la costra de sangre seca que le cubría las manos y el pecho. Y supo que nunca volvería a restarle importancia a su hermana menor.
Cuando Kamose dejó que las mujeres entraran en la habitación, Si-Amón estaba preparado, con los brazos pegados a los costados, cubierto por una tela de lino blanco. Sin embargo, no habían podido hacer nada para borrar el dolor y el terror de su muerte, que seguían reflejados en su rostro. Aahmes-Nefertari corrió hacia él, se arrodilló a su lado y apoyó la cabeza en su pecho.
—¡Ignoraba que estuviera sufriendo tanto! —sollozó—. ¡Me lo dijo todo y no hice nada! —Levantó la cara angustiada hacia Kamose—. ¡Yo quería que matara a Mersu y luego guardara silencio! —Siguió llorando.
Aahotep sencillamente se sentó en el camastro y puso una mano en las piernas de su hijo. Parecía aturdida. Tetisheri se acercó al camastro y permaneció con los brazos cruzados sobre la túnica de dormir, el pelo gris despeinado, el rostro consumido. Habiendo terminado su tarea, Tani se sentó en un rincón con la cabeza en las rodillas.
—He leído el papiro —dijo por fin Tetisheri—. Si-Amón hizo lo acertado. Fue débil, pero en definitiva la sangre de sus antepasados triunfó en su interior.
Kamose la miró. Parecía tranquila, pero inconscientemente se pellizcaba los brazos con tanta fuerza que ya empezaba a hacerse daño. Iba a acercarse a ella cuando Aahotep se puso de pie de un salto, echando chispas por los ojos.
—¿Esto es todo lo que puedes decir? —gritó—. ¡Éste es mi hijo, tu nieto! ¿Ni una palabra de amor, Tetisheri, ni una lágrima por los de tu propia sangre? ¿Cómo es posible que seas tan fría? Yo le habría ahorrado esto. Habría ocupado su lugar, de haber creído que podía resolverlo, ¡y sin embargo fue a su propio padre a quien traicionó! ¡Acude a Set con tu arrogancia, tu cruel aceptación de un código de conducta sin sentimientos! —Hizo un esfuerzo por controlar su agitación—. El no sólo es culpable de traición —dijo con voz entrecortada—; es un suicida. ¿Cómo va a ser posible embalsamarlo y enterrarlo? ¿Qué dios lo recibirá?
Tetisheri la escuchó con aire impasible. Luego rodeó el camastro y tiró de Aahotep para que se levantara.
—No dije que no lo quisiera —contestó Tetisheri con dureza—. No fue necesario. Esta familia es mi vida. ¡Mi vida! Dije que había hecho lo acertado; hice el mayor cumplido a mi pobre nieto. Weset es el único lugar de Egipto donde los hombres saben lo que está bien.
De repente su férreo control vaciló. Arrugó el rostro y extendió las manos en un gesto incontrolable. Aahotep la abrazó.
—Kamose, tú eres ahora nuestra autoridad —dijo Ahmose—. Mersu merece la aniquilación total, por supuesto, y ordenarás que su cuerpo sea arrojado al Nilo. Pero ¿qué harás con Si-Amón? ¿Su último acto no fue de valiente expiación? Su suicidio no fue la actitud de un hombre que trata de evitar sus responsabilidades o los obstáculos de la vida.
—Lo sé. —Kamose se inclinó y alejó a Aahmes-Nefertari del cuerpo de Si-Amón—. ¡Ya basta! —le dijo con rudeza—. Lograrás ponerte enferma. Piensa en tu hijo, Aahmes-Nefertari. Si-Amón se avergonzaría de tu actitud. —Ella contuvo sus fuertes sollozos y recostó la cabeza en el pecho de Kamose—. No puede ser embalsamado como corresponde —dijo Kamose a su hermano menor—. Permitirlo sería aprobar todo lo que ha hecho. Pero me niego a que pierda su alma. Que los sacerdotes sem conserven su cuerpo entero, sin extraer sus órganos, sin oraciones especiales, sin ceremonia. Después será envuelto en una piel de oveja y enterrado con rapidez.
—¿En una piel de oveja? —exclamó Aahmes-Nefertari—. ¡Eso no, Kamose! ¡Eso es una ignominia! ¡Es una vergüenza!
—Es tan sólo lo que merece —dijo Kamose, y el tono de su voz no admitía réplica—. Si pudiera, él mismo lo aprobaría, Aahmes-Nefertari.
Entonces intervino Aahotep.
—Tienes razón —dijo con tristeza—. Es justo, Kamose.
Kamose hizo una seña a Uni, que se encontraba esperando junto a la puerta.
—Trae a los sacerdotes sem y comunícales estas instrucciones —dijo. Uni le hizo una reverencia y desapareció—. Ahmose, por favor, di a Raa y a Isis que vengan. Madre, abuela, vosotras tenéis que descansar. Aahmes-Nefertari, te enviaré al médico.
Poco a poco fue atendiendo las necesidades de las mujeres de su familia, las sacó de la habitación, mandó buscar al médico; hasta que llegaron los sacerdotes sem a llevarse a Si-Amón. Kamose se sentía enfermo y tan cansado que las piernas ya no lo sostenían. Ninguno había tenido tiempo para los recuerdos. Esto vendría después, durante las largas horas de paz, cuando juntos aprendieran a hablar de Si-Amón sin dolor y a conjurar la vergüenza que había ocasionado a la casa.
Estaba a punto de salir de aquella habitación que parecía haber sido su prisión durante una eternidad, cuando recordó a Tani. Se volvió y la llamó, tendiéndole una mano. Ella se le acercó y la tomó, agradecida.
—Gracias por no haberte olvidado de mí —dijo.
Kamose consiguió sonreír.
—Ven —le ordenó, guiándola al corredor—. Te acompañaré a tus aposentos, Tani.
No le gustaba el aspecto que tenía su hermana. Sus ojos parecían sólo negras pupilas rodeadas de grandes ojeras. Los dedos que apretaba con su mano estaban muy fríos.
—Kamose —dijo ella vacilante, mirando con un estremecimiento la puerta todavía abierta de la habitación de Mersu—, por favor. ¿No podría dormir esta noche en tu habitación? No quiero estar sola.
—¿No preferirías estar con nuestra madre?
Tani negó con la cabeza.
—No —contestó en tono vehemente—. Tú me haces sentir segura. Quiero estar contigo.
Kamose ordenó a su criado que pusiera un catre al lado de su lecho y mientras Heket lo arreglaba obligó a Tani a beber un poco de vino.
—¡Tengo mucho frío! —se quejó la mujer.
—Es por la impresión que has recibido. Ven. Acuéstate. Heket ha traído más mantas y dormirá junto a la puerta. No tienes nada que temer.
—Sí, tenemos mucho que temer —susurró ella cuando él se inclinó a besarla—. Debemos temer al futuro, Kamose. Mira lo que la vida le ha hecho a Si-Amón.
Él quiso tranquilizarla, decirle que lo que Si-Amón había hecho tenía consecuencias inevitables, pero no tuvo fuerzas para hacerlo. A Tani se le cerraban los ojos. Kamose apagó la lámpara y se tumbó en el lecho, consciente de haber vivido toda una vida en unas pocas horas. Desde el momento en que Tani lo había despertado, se había convertido en un viejo. «Apepa lo pagará —pensó mientras se dejaba llevar por el sueño—. Con el tiempo se te hará justicia, Seqenenra, y también a ti, hermano. Yo me encargaré de ello».