Cuando el rojo sol se hubo puesto lentamente detrás de los peñascos, el campo de batalla estaba en manos de Pezedkhu. Los soldados del lastimoso ejército de Seqenenra que no estaban muertos ni yacían heridos sobre la tierra ardiente habían buscado refugio entre las rocas caídas, debajo de los riscos, y fue allí, junto al desfiladero por el que hacía tan poco habían marchado, donde Si-Amón se encontró a Hor-Aha y a Kamose junto con un grupo de oficiales. Estaban ocultos en un rellano arenoso que había a un cuarto de la altura del peñasco. Desde allí podían contemplar el caos del campo de batalla sin ser vistos y, si fuera necesario, bajar a defender sus posiciones. Si-Amón, que llegó trepando temerariamente entre las piedras, estuvo a punto de caer sobre ellos. Los saludó sin entusiasmo. Kamose tenía una herida en el costado y la mejilla abierta por un golpe de daga. Hor-Aha, con su habitual aire taciturno, se sujetaba el hombro roto con una mano.
—¿Dónde está nuestro padre? —preguntó Kamose, mientras Si-Amón se dejaba caer rendido en la arena cerrando los ojos—. Se suponía que tú lo tenías que defender, Si-Amón.
—¡No seas imbécil! —gritó Si-Amón—. Lo intenté, los Valientes también lo intentaron. Pero ¿qué podíamos hacer cuando la batalla ya estaba perdida? Me caí del carro cuando los caballos se desbocaron por el pánico, y nuestro padre quedó sepultado debajo del carro. Luché por abrirme paso hasta él, pero ya era tarde.
—¿Está muerto? —preguntó Hor-Aha en voz baja. Si— amón asintió con la cabe za. Kamose lo miró y se dio cuenta de los rastros que habían dejado las lágrimas en sus mejillas sucias de tierra y sangre.
—¿Tenéis agua? —preguntó Si-Amón con un hilo de voz.
Kamose negó con la cabeza mientras se tocaba la herida de la mejilla y hacía una mueca de dolor.
—Ni agua ni comida —contestó Hor-Aha—. Nos hacen falta ambas cosas, y también el médico, pero no sabemos dónde está. Si el dios Amón ha sido misericordioso, lo encontraremos todo cuando podamos entrar en el desfiladero, donde, con un poco de suerte, todavía estarán los burros con las provisiones. Hay mucha confusión a la entrada del sendero. Tenemos la esperanza de que los encargados de conducir los burros hayan sido lo suficientemente inteligentes para retirarse hacia el desierto y que los hombres de Pezedkhu estén demasiado cansados para explorar, sobre todo de noche.
Si-Amón trepó hasta una pequeña grieta vertical de la roca y miró hacia el río. Los últimos rayos del sol encendían la tierra con una especie de neblina de un rojo vivo. El aire estaba lleno de tierra y seguía haciendo mucho calor. Los soldados de Pezedkhu se movían entre los caídos, empuñando sus cuchillos. Algunos se dedicaban a recuperar los carros volcados y sin caballos y reunían los valiosos arcos, pero los más recorrían metódicamente los cuerpos y se arrodillaban para cortarles una mano a cada uno. Si-Amón retrocedió.
—Están recogiendo nuestros arcos y cortando manos para el recuento de muertos —dijo—. Me pregunto cuántos habrán muerto. Debemos recuperar cuanto antes el cuerpo de nuestro padre. Rogad a Amón que no lo encuentren para que no le amputen una mano.
Nadie contestó. Hor-Aha estaba sentado en una roca, el hombro convertido en un montón de carne despedazada; los ojos se le cerraban. Kamose estaba acostado con una capa en lugar de almohada, una mano apretando el sucio shenti contra el costado. Los oficiales permanecían sentados o tendidos en silencio, algunos apretándose las heridas, otros tratando de curarlas. Si-Amón, con la garganta hinchada de sed, se acurrucó dentro de un agujero que él mismo había cavado en la arena. No había nada que ninguno pudiera hacer.
Durmieron toda la noche. De vez en cuando, alguno despertaba y se arrastraba hasta la grieta de la roca para observar la actividad del enemigo. Las hogueras iluminaban el campamento, pero allá abajo apenas había movimiento. Los soldados de Pezedkhu también estaban extenuados.
Llegó el amanecer. Para los hombres muertos de sed y de dolor fue como si Ra subiera a increíble velocidad al cielo, y el lugar donde se ocultaban muy pronto se puso ardiente como un crisol. Abajo se reanudaron los trabajos. Quedaban pocos carros. Los cuerpos eran enterrados con rapidez y eficacia.
—Debemos encontrar pronto a nuestro padre —susurró Kamose—. Hay que embalsamarlo y llevarlo a la Casa de los Muertos. En caso contrario, con este calor…
Dejó la frase sin terminar. Hor-Aha tenía fiebre alta y desvariaba. Si-Amón encontró una capa y trató de protegerlo de la luz del sol.
El día se arrastraba con espantosa lentitud. Si-Amón se acercó a Kamose y se tendió a su lado. Kamose volvió la cabeza y le dirigió una débil sonrisa.
—No pudimos luchar codo a codo como yo quería —susurró—. Últimamente no hemos estado tan unidos como antes, Si-Amón. ¡Siento mucha cólera!
—La culpa no es tuya —le aseguró Si-Amón—. Ahora trata de dormir, Kamose. Así el tiempo pasará más rápido.
Con insolente lentitud, Ra llegó a su cénit y comenzó a desplazarse hacia el oeste. En la planicie, los soldados victoriosos cantaban y reían mientras preparaban con calma la comida de la noche, limpiaban las armas y se curaban las heridas. En el refugio, los hombres sintieron que se acercaba la bendición de la oscuridad y volvieron a la vida. En aquel momento Hor-Aha estaba débil pero lúcido.
Por fin, las hogueras se apagaron, se ataron los carros y los hombres formaron para marchar. Si-Amón observaba la actividad mientras el sol se ponía a sus espaldas. En la planicie reinaba el silencio. Bajo la última luz rosada, un carro rodó hacia los peñascos y se detuvo. Los costados del vehículo eran de oro bruñido y en él se había esculpido la figura de Sutekh, con sus altas orejas, largo morro, sonrisa de lobo y las cintas de los setiu. Junto al carro corría un soldado con una trompeta. Obedeciendo a una señal del hombre que iba en el carro, la levantó y la hizo sonar. El sonido estridente produjo un lúgubre eco entre las rocas. Pezedkhu alzó un brazo y Si-Amón vio sus ojos oscuros, pintados con galena, recorrer las rocas con la mirada.
—¡Orgulloso príncipe de Weset! —gritó el general en tono triunfante—. El señor de los Dos Reinos ha respondido con la muerte a tu acto de traición. ¡Él es poderoso!, ¡es invencible!, ¡es el amado de Set! Arrástrate a tu casa, si puedes, y lámete las heridas en medio de la vergüenza y la desgracia. ¡Vida, salud y prosperidad para quien, como Ra, vive eternamente!
Kamose gimió. Si-Amón miraba y escuchaba con el corazón saltándole dentro del pecho. Pezedkhu dejó caer el brazo y el carro se alejó. Detrás de él comenzó a moverse el ejército de Apepa, una poderosa serpiente que se internaba en el anochecer. Si-Amón los vio alejarse. Tardaron mucho tiempo en hacerlo. Había oscurecido por completo cuando la planicie recobró su acostumbrado silencio, sólo roto por el ulular de una lechuza que cazaba y por el susurro de los ratones en la orilla del río.
Durante largo rato, los hombres no se animaron a moverse. Después, Si-Amón se puso de pie y se desperezó. Tenía los labios agrietados y la lengua hinchada.
—Trataré de encontrar las provisiones y al médico —dijo—. Que dos de vosotros me acompañen —añadió, señalando a los oficiales—. Otro que vaya al río a traer agua. ¿Tenéis alguna botella? —Uno de los oficiales le mostró un odre—. Bien, pero moveos con cuidado. Es posible que Pezedkhu haya dejado exploradores para que caigan sobre nosotros cuando abandonemos este refugio, aunque en realidad creo que no sabe quién sobrevivió, y que obedecía las órdenes del rey cuando se dirigió a nosotros con tanta magnanimidad. ¿Estás despierto, Kamose? ¿Me escuchas?
De la oscuridad surgió la débil voz de asentimiento de su hermano. Si-Amón levantó la vista y miró al cielo. Muy pronto saldría la luna y el camino sería más fácil. Se movió con cuidado y empezó a bajar a la planicie.
La grieta que buscaba no estaba lejos, y mientras se abría camino a través de los restos que los soldados de Pezedkhu consideraron inútiles para llevarse, la luna se alzó sobre el horizonte extendiendo sus dedos invisibles hacia el río. Si-Amón susurró una oración de agradecimiento y poco después se hundió en la oscuridad del sendero entre los peñascos.
Durante más de una hora, sólo consciente de su sed y de la protesta de sus músculos extenuados, caminó dando traspiés por las rocas afiladas y resbalando hasta que, por fin, a lo lejos, oyó el rebuzno de un asno. No tardó en ver titilar una luz amarilla a su izquierda, al fondo de un sendero lateral. Demasiado cansado para ser cauteloso, empezó a correr y prácticamente cayó en brazos de uno de los soldados que custodiaban las provisiones. El hombre se negó al principio, pero ante la respuesta de Si-Amón, retrocedió.
—Necesito comida, literas y al médico —consiguió decir Si-Amón—. ¿Está aquí? ¿Tienes agua?
El hombre le pasó una botella, que Si-Amón le arrancó de las manos y de la que bebió. Era el agua más dulce que había probado en su vida.
—El médico llegó ayer por la tarde —le informó el soldado—. Dijo que la batalla estaba perdida. Lo buscaré y te traeré comida.
Ya más repuesto, Si-Amón se sentó en una roca.
—Mantén a los burros ocultos aquí —ordenó—. También necesitamos una luz.
El hombre se alejó y Si-Amón estuvo escuchando el silencio de la noche, consciente del peso de las rocas que lo rodeaban y del cielo oscuro. De repente, con un estremecimiento de horror, pensó en su padre, con la cabeza atravesada por una espada. «¡Ahora soy el gobernador de Weset! —se dijo—. ¡Gran Amón!, soy el príncipe. Y, por tanto, el verdadero rey de Egipto. En cuanto regrese a Weset debo enviarle un mensaje a Apepa, una disculpa, una expresión de obediencia. Nuestra familia no debe seguir sufriendo».
Al pensar en la finca de la familia recordó a Mersu, a Teti y al valiente Ramose. «No vi a Teti ni a Ramose en la batalla —continuó pensando—, pero estoy seguro de que estaban allí. ¡Ojalá los dioses hayan concedido a Teti una muerte rápida! ¿Cómo puedo volver a casa y hacer matar a Mersu sin un juicio previo? Porque ese hombre debe morir». Abrió los ojos. No. No podían volver a empezar de nuevo las mentiras, los engaños, la vergüenza. «En el campo de batalla me sentí limpio por primera vez en muchos meses. Se lo diré todo a Kamóse y aceptaré su juicio».
Guio al médico y a los sirvientes que llevaban literas y comida por el sendero hasta donde se ocultaban los heridos. El médico comenzó a trabajar de inmediato, desatando las cuerdas de su bolsa y sacando de ella las hierbas medicinales. Uno de los sirvientes encendió un fuego para que tuviera luz; otro puso una lámpara sobre la arena. Si-Amón retrocedió y observó, mientras sentía que volvía la normalidad gracias a los movimientos seguros del médico, a la eficacia y tranquilidad de los sirvientes y a la luz regular de la lámpara. Limpiaron el hombro de Hor-Aha y se lo inmovilizaron. A Kamose le pusieron hierbas sobre la herida del costado, se la vendaron y le cosieron la herida de la mejilla. Ambos muy pronto quedaron dormidos después de beber una poción de adormidera. El médico lanzó un suspiro, se puso en cuclillas y se volvió hacia Si-Amón.
—¿Dónde está el más importante de mis enfermos, príncipe? —preguntó.
Si-Amón apartó la vista.
—Mi padre ha muerto —contestó con voz neutra—. Cayó en la batalla. Por la mañana buscaremos su cuerpo.
El médico permaneció en silencio y sin perder tiempo siguió atendiendo a los heridos. Cuando apagaron la lámpara, se empezaron a ver las estrellas, que brillaban con fuerza creciente conforme se ponía la luna. Si-Amón se quitó la ropa, se envolvió en un manto y se quedó dormido.
En cuanto hubo luz suficiente, Si-Amón fue a la planicie con dos sirvientes y una litera. Recorrió el suelo durante largo rato, haciendo esfuerzos desesperados por recordar exactamente dónde había volcado el carro. Pezedkhu los había retirado todos y no se veía ni un solo caballo por los alrededores. Si-Amón y sus hombres tropezaban con espadas rotas, hojas de hachas empapadas en sangre, trozos de lino desgarrados e inútiles que antes fueran shentis, o arneses de cuero destrozados. De vez en cuando apartaban los ojos para no ver un miembro humano separado del cuerpo, negro y grotesco en medio del polvo grisáceo. Angustiado, Si-Amón pensó que a lo mejor se verían obligados a abrir las tumbas colectivas de los combatientes, porque no quería renunciar a encontrar el cuerpo de su padre. Ya era bastante terrible que lo hubieran dejado inútil y que luego lo mataran mientras estaba indefenso. ¿También se le negaría un lugar en el paraíso de Osiris porque su cuerpo no podría ser embalsamado?
Entonces un sirviente gritó y Si-Amón se apresuró a acercarse a donde estaba, al borde de una depresión del terreno, cerca del lugar por donde habían bajado del peñasco. El hombre estaba arrojando terrones a una hiena, que en aquel momento se alejó, gimiendo. Furioso y aterrorizado por el daño que el animal pudiera haberle hecho al cuerpo de su padre, Si-Amón se acercó corriendo. Seqenenra seguía tendido, tal como Si-Amón lo había visto por última vez. Los soldados que levantaron el carro y se lo llevaron no le habían prestado atención. No había nada que lo hiciera reconocible como señor de Weset. De alguna manera, la espada que le atravesó la cabeza se había roto cerca de la punta, y el cadáver se deslizó hacia abajo y cayó en la depresión del terreno, motivo por el que no lo vieron los hombres que cortaban manos para hacer el recuento de los muertos.
Si-Amón se arrodilló y, con cuidado, retiró los restos de la espada. Los ojos de Seqenenra estaban llenos de arena y tenía los labios abiertos en un rictus de agonía. Si-Amón recorrió el rostro mutilado con el dedo y lo sobrecogió la emoción. Se sentó, tomó en brazos el cuerpo de su padre y lloró, mientras lo mecía en medio de su dolor. Sus hombres permanecieron en silencio, con la mirada apartada.
El calor de la mañana comenzó a hacerse más intenso. Los buitres empezaban a congregarse sobre los peñascos y sus grandes alas dibujaban sombras en la planicie. Finalmente, Si-Amón dejó el cuerpo de su padre en el suelo y se levantó.
—Ya se está pudriendo —dijo con voz entrecortada—. ¿Cómo lograremos llevarlo a Weset para que lo entierren?
Hizo un ademán y los sirvientes acercaron la litera. Pusieron en ella a Seqenenra y lo cubrieron con un paño de lino.
—Llevadlo basta donde se encuentran los burros con las provisiones —ordenó Si-Amón—. Buscad una caja lo bastante larga para que sirva de ataúd provisional. Llenadla de arena seca y poned el cuerpo en el medio. Es necesario que nos apresuremos a volver a casa.
Le resultaba demasiado espantoso pensar en su madre y en su abuela. Lanzó una maldición y corrió hacia los peñascos.
Después de comer, Si-Amón ordenó que llevaran los asnos hasta el borde del río, y Kamose y Hor-Aha fueron puestos en literas y llevados hasta allí. Delante iba el ataúd provisional de Seqenenra, custodiado por Si-Amón, que caminaba a su lado. Mientras se alejaban con lentitud de Dashlut por el camino que bordeaba el río, se les fueron uniendo otros supervivientes, soldados que, igual que ellos, huyeron hacia los peñascos cuando comprendieron que todo estaba perdido. Si-Amón apenas prestaba atención a sus saludos mientras los hombres ocupaban posiciones en la retaguardia, pero Hor-Aha los seguía con la mirada cuando pasaban junto a su litera. Cuando la planicie de Dashlut desapareció de su vista, había contado más de doscientos hombres.
La desdichada y taciturna procesión tardó una noche y casi todo el día siguiente en llegar a Qes. Muchos de los soldados tenían heridas leves, y los que cargaban las literas de Kamose y de Hor-Aha tenían que caminar con cuidado para no perjudicar a los heridos. Si-Amón, que no pensaba más que en el cuerpo ya casi corrompido de su padre, avanzaba febrilmente. Mientras los sirvientes acampaban y el médico examinaba a sus pacientes, recorrió la orilla del río en busca de embarcaciones. Los asnos cargados con las provisiones cuidadosamente reunidas por Seqenenra para la marcha hacia el norte podían regresar a Weset con su habitual lentitud, pero Seqenenra debía ser rápida y apropiadamente embalsamado para que tanto los dioses como su ka pudieran reconocer al príncipe y otorgarle la vida en el otro mundo. La muerte de su padre pesaba de una manera insoportable sobre la conciencia de Si-Amón. Sabía que enloquecería si Seqenenra llegaba demasiado tarde a la Casa de los Muertos. Pero en Qes sólo había algunos minúsculos botes pesqueros de caña, y Si-Amón no tuvo más remedio que esperar, apretando los dientes con impaciencia, mientras los hombres comían y dormían durante toda la noche siguiente.
Por la mañana, Hor-Aha se negó a seguir siendo transportado en una litera.
—Estoy herido en un hombro, no en las piernas —le dijo tajantemente al médico—. Ya he descansado bastante. Caminaré.
Cuando volvieron a emprender la marcha, fue con Si-Amón a la vanguardia de la columna. Y para el príncipe, los pasos largos y decididos de Hor-Aha, las negras trenzas que se movían rítmicamente sobre los pliegues del sucio manto de lana gris y la mirada de sus profundos ojos negros cuando intercambiaban algunas palabras, fueron una especie de consuelo.
Tres días después, en la ciudad de Djawati, Si-Amón encontró lo que buscaba. Mientras los dignatarios del lugar se reunían alrededor de Kamose, espantados e incrédulos, y muchos se arrodillaban junto a la caja de Seqenenra y comenzaban a llorarlo, Si-Amón se dirigió al embarcadero y requisó dos barcazas que llevaban grano al Delta, y al mismo tiempo encontró timoneles y remeros. Hizo cargar a Kamose y a su padre en una de las barcazas, y al resto de los soldados y las provisiones necesarias en la otra. El río estaba llegando a su nivel mínimo y casi no tenía caudal.
Si-Amón dejó un par de oficiales para que se encargaran de vigilar el lento avance de los asnos por el camino del río y luego se acomodó, aliviado, en la barcaza. En cuanto se alejaron de la orilla, ordenó que pusieran toldos para protegerlos del sol. Sólo entonces lo venció la fatiga y se recostó. Los sirvientes empezaban a distribuir el agua de la tarde. Si-Amón los observó acercársele, pero se durmió antes de que llegaran a él.
A mediodía del décimo día del retorno, doblaron la curva del río que tan familiar era para ellos y apareció Weset. Si-Amón y Kamose, sentados uno junto al otro, estaban en silencio. Había barcas de todo tipo amarradas en las muelles. Las cabañas y las casas se levantaban juntas y desordenadas entre las palmeras, bajo cuya sombra se hallaban echados unos cuantos perros abandonados, y había niños desnudos sentados en el lodo. El pilón del templo, con sus costados lisos que resplandecían bajo el sol en el cénit, todavía sostenía los altos mástiles de los que colgaban las banderas triangulares, y más allá se alzaba el templo, con sus aristas destacándose contra el azul del cielo. En la orilla occidental, los peñascos, un horizonte irregular tan conocido y querido por Si-Amón como las formas de su propio cuerpo, temblaban en la neblina de polvo.
La barcaza redujo su velocidad y ante una orden del timonel comenzó a virar hacia el embarcadero. El viejo palacio todavía se elevaba, adormilado y misterioso, tras los muros desconchados; junto a él, queridos y preciosos, se veían los grupos de arbustos con flores, en aquel momento pelados; los sicomoros y las uvas de la parra que permitía caminar bajo la sombra desde el río hasta el jardín, el estanque y el pórtico que había sido el refugio de paz de Seqenenra, que quedaba fuera de la vista. Mientras observaba ávidamente cada detalle gastado o reconfortante, Si-Amón sintió que la garganta se le hinchaba por la emoción.
—Es como si volviésemos después de años de ausencia y hubiéramos envejecido más allá de lo imaginable —dijo Kamose. Si-Amón asintió, emocionado.
Descubrió una figura en lo alto de los escalones, alguien que ejecutaba una frenética y convulsionada danza de bienvenida. Era Tani, cuyas pulseras doradas subían y bajaban por sus brazos desnudos, mientras el viento pegaba la larga túnica blanca a sus piernas. Si-Amón deseó morir en aquel instante para no tener que mirar nunca los ojos inquisitivos de su hermana.
La barcaza golpeó en los escalones. Detrás de Tani aparecieron unos sirvientes que corrieron a sujetar la embarcación. Extendieron la rampa. Si-Amón se puso de pie y Tani se arrojó en sus brazos.
—Desde que dejaron de llegar los papiros he estado aquí, todos los días, esperando —exclamó—. La abuela se instaló en la azotea desde donde podía ver mejor el río. Nuestra madre dedicaba sus tardes a rezar. ¡Oh, Si-Amón!
Abrazó con fuerza a su hermano, todavía sin darse cuenta de nada más. Después de algunos instantes, él se separó.
—Tani —dijo—. ¿Dónde está Ahmose?
Al oír el tono de voz de su hermano, se puso seria. Recorrió el resto de la barcaza con la mirada, la detuvo en Kamose y se le acercó para arrodillarse a su lado. Tocó el vendaje manchado de sangre que tenía bajo el brazo y le acarició la herida de la mejilla. Se puso pálida.
—Nos vencieron, ¿verdad? —preguntó—. ¿Dónde está nuestro padre?
—Sí, nos vencieron —contestó Kamose con voz firme—. Creo que de todos modos habríamos perdido, querida Tani, pero nos traicionaron. Nuestro padre ha muerto. Su cuerpo está ahí. —Cuando Tani vio la tosca caja de madera, habría corrido hacia ella si Kamose no la hubiera cogido de la mano—. No —dijo—, no es una visión para ti. Ve a buscar a Ahmose.
Tani se puso de pie como si despertara de un letargo y abandonó la barcaza, desolada. Si-Amón comprendió que no había podido asimilar el golpe. Se dirigió a uno de los sirvientes que esperaban órdenes en los escalones.
—¡Corre a la Casa de los Muertos y trae a los sacerdotes sem! El resto de vosotros, ayudad al príncipe a subir los escalones.
Tendieron a Kamose con suavidad en la sombra, en los escalones, y Hor-Aha, después de intercambiar unas breves palabras con Si-Amón, se alejó para dispersar e instalar a los soldados supervivientes. Mientras tanto habían llegado Ahmose, Tetisheri y Aahotep, pero al principio Si-Amón no notó la presencia de las mujeres; permanecían en un segundo plano en el sendero, bajo el emparrado de las vides. Ahmose se quedó observando, Tetisheri tenía un aire regio y Aahotep a su lado se sostenía el manto bajo la barbilla.
Si-Amón ayudó a los sirvientes a descargar la caja y a ponerla con reverencia bajo un árbol. Luego dio la orden de soltar las amarras de la barcaza. El timonel se hizo cargo del timón y dirigió la embarcación hacia la orilla occidental. Sólo entonces Si-Amón se volvió para mirar de frente los rostros interrogantes de sus familiares. Corrió hacia ellos y se abrazaron, y por un momento se sintió rodeado del cariño de la familia, y el olor de la piel suave le hizo regresar a la infancia. Luego se separaron.
—Tenéis que ser valientes —advirtió. Ahmose parpadeó.
—La expedición estaba perdida desde el principio —dijo en tono vacilante—. Todos lo sabíamos. Pero tenía la esperanza de que nuestro padre conservara la vida. ¡Hemos rezado tanto…! —Tragó saliva convulsivamente—. Hice todo lo posible por salvarle la vida.
—Abre la caja —dijo Tetisheri con voz neutra. Si-Amón vaciló.
—Está muy malherido en la cabeza —advirtió, pero ella lo hizo a un lado. Aahotep la cogió del brazo y juntas se acercaron bajo un sol cegador. A una señal de asentimiento de Si-Amón, el hombre que custodiaba la caja sacó un cuchillo y desprendió la tapa. Ahmose se acercó a las mujeres, pero Si-Amón se dirigió a Kamose y se sentó junto a la litera, con la cabeza baja. Cuando volvió a mirar, su madre estaba arrodillada e iba apartando la arena que cubría el cadáver. No gritó, como Si-Amón supuso que haría. Cuando apareció la cara de Seqenenra con sus tremendas heridas abiertas, ella detuvo el movimiento de sus manos. Fue Ahmose quien profirió un gemido.
Durante unos instantes Aahotep permaneció de rodillas, tocando con la punta de los dedos la carne hinchada y negra; la sombra inmóvil de Tetisheri la cubría. Luego se levantó y puso los labios en la boca abierta en agonía de Seqenenra. Se enderezó y se llevó las manos temblorosas al escote de la túnica, la rasgó desde el cuello hasta la cintura, se dejó caer al suelo y comenzó a echarse tierra en la cabeza.
Tetisheri dio media vuelta y se acercó a los dos jóvenes, seguida por Ahmose. Tenía la cara petrificada de rabia. Detrás de ella, Si-Amón alcanzó a ver a dos sacerdotes sem que venían con paso rápido de la Casa de los Muertos, las cabezas gachas y las túnicas pegadas con fuerza al cuerpo para no contaminar a nadie que distraídamente se les acercara.
—¿Son graves tus heridas? —le preguntó Tetisheri a Kamose con los labios tensos.
—No, abuela —contestó él—. Un corte en el costado, hecho por una espada, y una cuchillada en la mejilla, eso es todo. Dentro de una o dos semanas volveré a estar como antes.
Ella asintió una vez y volvió su mirada terrible hacia Si-Amón.
—Aahmes-Nefertari todavía está en el lecho —dijo—. Ayer, a la caída del sol, dio a luz a un varón. Ve a verla en cuanto puedas. Todavía no sabe que has vuelto.
Y después de decirlo, los dejó y comenzó a caminar hacia la casa, la espalda erguida y los hombros derechos. Si-Amón sabía que ninguno la vería llorar. Se puso de pie y se acercó a la caja, donde los sacerdotes sem examinaban el cadáver.
—¿Es posible embalsamarlo? —preguntó Si-Amón en tono apremiante. Uno de los sacerdotes le contestó, volviendo la cabeza para no respirar en dirección al rostro del príncipe.
—Aún estamos a tiempo, príncipe —dijo—. La arena ha frenado el proceso de descomposición. Pero no podremos reparar sus heridas, porque la piel ya está demasiado seca para que podamos coserla.
Si-Amón se sintió aliviado.
—No tiene importancia —les dijo—. Haced todo lo que podáis. Lleváoslo.
Si-Amón no podía soportar más tiempo ver el rostro negro y deshecho de su padre. De pronto se acercó a Aahotep, que estaba arrodillada, con las manos llenas de polvo sobre el regazo. Tenía la cabeza cubierta de arena, que también se le había pegado a la pintura del rostro. Si-Amón se puso a su lado, pero ella apartó el rostro.
—Déjame sola, Si-Amón —susurró—. Ve a ver a tu mujer. No puedes hacer nada por mí.
Obedeció y se levantó. Su hermosa madre era fuerte. Lloraría a solas, guardaría los setenta días de duelo, pero sobreviviría.
La litera de Kamose en aquel momento se internaba en el jardín sombreado, seguida de Ahmose. Kares, el criado de su madre, pasó junto a él haciéndole una reverencia y se situó unos pasos detrás de Aahotep, con los brazos cruzados. Si-Amón se preguntó con ansiedad dónde estaría consolándose Tani. De repente, como si le hubieran arrojado un cubo de agua a la cara, recordó a Mersu y lo que era necesario hacer. Trató de superar el pánico que comenzaba a invadirlo y se encaminó a las habitaciones de las mujeres. «Haré cada cosa en su momento —pensó—. Primero son Aahmes-Nefertari y mi hijo».
En la habitación de su esposa se notaba cierto frescor, a pesar de que las paredes exteriores soportaban los rayos del sol. Por la ventana entraban ráfagas de aire rancio que movían las cortinas de paja y también los mechones de pelo que caían desordenados sobre las mejillas de Aahmes-Nefertari; ésta dormitaba recostada sobre varias almohadas. Si-Amón le hizo una seña a Raa, que estaba sentada en un banco junto al lecho y, esbozando una sonrisa, la mujer salió. Si-Amón se acercó y besó los pálidos labios de su mujer. Ella despertó sobresaltada, lanzó un grito de alegría y le rodeó el cuello con sus brazos, atrayéndolo hacia sí.
—¡Si-Amón! ¡No lo puedo creer! No sabes lo preocupados que hemos estado desde que dejaron de llegar los papiros. ¿Has visto al niño? ¡Es tan fuerte, tan robusto…! ¿Qué ha sucedido? ¿Nuestro padre está ya en Het-Uart?
Hizo callar a su esposa besándola con repentina vehemencia para reducir el dolor y la desolación que le impedían respirar y le oprimían el corazón.
—¡Estás llorando! —Si-Amón asintió, impotente, apoyando la cabeza en los pechos de su mujer, sin reprimir ya los sollozos que lo estremecían. Ella lo abrazó con suavidad y esperó hasta que se hubo desahogado, después le ofreció un extremo de la sábana para que se secara la cara y luego lo hizo sentar en el banco—. Una victoria era mucho pedir —dijo.
—Ya lo sé —respondió Si-Amón.
No se avergonzaba de haberse dejado llevar por el dolor; con ella, nunca. Aahmes-Nefertari lo miraba con desconfianza y con temor, y al ver sus ojos inquisitivos, Si-Amón supo que debía contárselo todo. Su sentimiento de culpa había empezado a levantar un muro entre ellos mucho antes de que abandonara Weset, y poco a poco había ido envenenando la relación entre ambos. Pero había llegado el momento de arreglar la situación.
Empezó a hablar con incoherencia, sin saber por dónde empezar: por la vida que llevaba en la finca, que no lo satisfacía; por el tedio y el desdén que le producía Weset, o por su visita a Teti durante la cual había sucumbido a la tentación de la soberbia. Así fue relatando poco a poco su historia, fría y terrible.
Aahmes-Nefertari no apartó los ojos ni un instante del rostro de su marido. De vez en cuando le miraba los labios o el pelo negro ensortijado, pero su mirada siempre volvía a los ojos. Si-Amón vio en ella incredulidad, conmoción, comprensión y dolor, pero hacia el final no vio lo que más temía, no había condena ni desprecio en el rostro de su mujer. Cuando terminó de hablar, ella se echó hacia atrás y miró al techo.
—¿Nuestro padre ha muerto? —preguntó con un hilo de voz—. Los sacerdotes sem…
—Sí —respondió Si-Amón, tragando saliva.
—Pero supongo que comprendes, Si-Amón, que habría muerto de todas maneras. En la planicie de Dashlut o en los canales de las afueras de Het-Uart, ¿qué diferencia hay? —Se sentó y se volvió a mirarlo con expresión de apremio—. La rebelión estaba perdida desde el principio, con o sin las cosas que has hecho en secreto. —Apretó los puños—. ¡No quiero perderte! No digas nada, hermano mío. Haz matar a Mersu. Convence a los demás de que no es necesario someterlo ajuicio. Ramose no estaba enterado de tu participación, ¿verdad? Entonces tampoco debe saberlo nadie más. ¡No quiero perderte! —Había alzado la voz.
Si-Amón permaneció en silencio. Aahmes-Nefertari hablaba sin pensar, obedeciendo a su instinto de conservación, tanto por ella como por su hijo, más allá de los problemas de conciencia, y él dejó que se expresara. Cuando por fin calló, con la cabeza sobre la almohada, Si-Amón se inclinó y le cogió ambas manos entre las suyas.
—No puedo —dijo—. Debo confesarlo todo y aceptar lo que la suerte me depare. ¿Crees que nuestra vida podría volver a ser como antes? Esto nos separaría, porque tú serías mi cómplice, y quizás hasta llegarías a odiarme. Y en cuanto a mí, el hombre que guarda un secreto deshonroso pierde poco a poco su orgullo y su virilidad. Y llega el momento, Aahmes-Nefertari, en que sólo quedan el secreto y la culpa. Así no podría vivir.
—¡Pero si te entregas a la justicia, la familia te hará ejecutar! ¡No les quedará otra alternativa! —Dobló las rodillas bajo las sábanas blancas y golpeó el lecho con los puños cerrados—. No recuperaremos a nuestro padre ni se calmará la furia del rey. —De pronto, tuvo un pensamiento y se volvió hacia él sentándose en el borde del lecho—. Eres el hijo mayor —insistió, y los ojos le brillaban encendidos—. Ahora eres el príncipe de Weset y gobernador de las cinco provincias. ¡Oh, Si-Amón, la justicia está en tus manos y sólo en tus manos! ¡Perdónate!
—Aahmes-Nefertari —dijo él con tranquilidad—. ¿Cómo crees que podría respetarme a mí mismo, dictar justicia para los demás? ¿Cuánto tiempo conservaría tu aprecio?
—¿Y qué me dices de mí? ¿Y qué de nuestro hijo? ¡Raa! —La mujer entró haciendo una reverencia—. Trae al niño para que Si-Amón lo coja. —Se volvió, muy tensa, hacia su marido—. Si tú insistes en destruirte, ¿qué será de nosotros? Te quiero, te necesito, tu hijo necesita un padre. ¡No nos dejes, Si-Amón!
Poco después de que terminara de hablar apareció Raa con una criatura en brazos cubierta con una sábana. Con un nudo en la garganta, Si-Amón se puso de pie y extendió los brazos. Su hijo abrió los ojos y lo miró con expresión adormilada. Una mano pequeña y roja aferraba las telas de lino que lo envolvían. Se emocionó al reconocer en aquel pequeño rostro los pómulos fuertes de Seqenenra y sus ojos un poco rasgados. El niño desprendía un dulce olor a leche y a carne cálida y tierna. Aahmes-Nefertari lo miraba con dolorosa ansiedad.
—Está muy indefenso —susurró—. Y yo también, Si-Amón. ¡Por favor!
Si-Amón besó la frente húmeda de su hijo y se lo devolvió a Raa.
—Perdóname, hermana mía —dijo—. Yo no puedo.
Trató de tomarla en sus brazos, pero ella lo apartó con una fuerza salvaje y escondió la cabeza entre las almohadas. Cuando Si-Amón llegó a la puerta, su mujer sollozaba. «La justicia está sólo en mis manos —pensó Si-Amón desesperado, mientras dejaba a su esposa llorando y echaba a andar por el corredor—. Aahmes-Nefertari acaba de hablar con más verdad de lo que ella misma cree. La justicia está sólo en mis manos».
Después de dejar a su mujer, fue en busca de Tani. La encontró en la azotea del viejo castillo, en el lugar donde habían herido a Seqenenra, con el vestido lleno de jirones por donde ella se lo había rasgado, meciéndose en silencio. Al verlo llegar, se arrojó en sus brazos y él la consoló lo mejor que pudo y la convenció de que volviera a sus habitaciones.
Mientras regresaba al palacio, vio que su madre todavía permanecía tendida sobre la tierra, aunque protegida del sol por un toldo, y tanto Kares como Hetepet permanecían cerca de ella esperando que terminara de desahogar su dolor. Si-Amón no la molestó. Ahmose había desaparecido, posiblemente estaría en los pantanos para poder sufrir en soledad. Muchos de los sirvientes que se inclinaban a su paso lloraban.
Si-Amón no deseaba más que encerrarse y reunir toda la energía que le quedaba, pero pensó que antes debía preguntar por Tetisheri. Por suerte, no vio al criado de su abuela. Isis atendió su llamada a la puerta y le informó de que Tetisheri estaba descansando y no deseaba que la molestaran. El humo del incienso se colaba en el corredor por la puerta abierta y a Si-Amón le pareció oír el canto del sacerdote de Tetisheri.
Se alejó de allí aliviado y buscó a Kamose, que había ordenado que pusieran su litera junto al estanque del jardín. Si-Amón se sentó en la hierba, a su lado.
—Aquí hay tanta paz… —dijo Kamose mientras Si-Amón doblaba sus largas piernas—. Después del desierto, este lugar tiene la virtud de cicatrizar las heridas y ajustar las cosas a sus proporciones reales. —Al ver que Si-Amón no hacía ningún comentario, preguntó—: ¿Están bien? ¿Cómo se encuentra Tani?
—La dejé en manos de Heket. Lo está pasando muy mal.
—Tani carga con un peso doble. —Kamose se movió e hizo una mueca de dolor mientras se tocaba la venda que tenía bajo el brazo—. Necesita a Ramose más de lo que nos necesita a nosotros. Dime, Si-Amón, ¿qué piensas hacer?
Si-Amón se sobresaltó.
—¿Con respecto a qué?
—Eres el heredero de nuestro padre. Ahora debes tomar tú las decisiones —respondió Kamose.
—¡Lo dices con voz demasiado solemne! —se indignó Si-Amón.
—Lo siento hermano, pero debemos hacer enseguida algo con respecto a Mersu. Si llega a sospechar que sabemos lo que ha hecho, desaparecerá, y muy pronto.
Si-Amón asintió a regañadientes.
—Ya lo sé. Tengo intención de hacerlo arrestar antes del anochecer. Pero estamos en pleno duelo, Kamose. Podemos juzgar a Mersu, pero no podrá ser ejecutado hasta que nuestro padre esté en la tumba. Sería más fácil degollarlo en la oscuridad.
Kamose volvió la cabeza para mirar a su hermano.
—Más sencillo pero en contra de todas las leyes de Ma’at —contestó—. Nos guste o no, Mersu debe ser juzgado como corresponde, ante la familia, el alcalde de Weset, y de Uni en calidad de jefe de criados de la finca. ¡Cómo se habrá reído Apepa de nosotros!
«Lo sabía —pensó Si-Amón mientras observaba el juego de sombras que se movían sobre las piernas desnudas de Kamose—, pero merecía la pena asegurarse. Tal vez Kamose hubiera accedido a que se matara en silencio a Mersu si pensase que un juicio sería demasiado humillante y doloroso para todos nosotros».
—¿Y qué hará ahora Apepa? —preguntó con suavidad.
—Apepa puede tomarse tiempo para reflexionar y después hacer lo que quiera con nosotros —contestó Kamose—. Si yo estuviera en su lugar, nos haría matar a todos como un ejemplo para cualquier otro posible rebelde, pero eso tal vez significaría ganarse las antipatías de toda la nobleza hereditaria de Egipto. Los setiu pocas veces han obrado así, y Apepa no es distinto de los demás. Creo que conservaremos la piel, pero perderemos todo lo demás. —Se volvió para mirar al sirviente que estaba a pocos pasos de distancia y el hombre se le acercó enseguida y le ofreció agua. Bebió con avidez y volvió a tenderse en la litera—. ¡Daría cualquier cosa por echarle mano a Teti! —gruñó—. Le administraría personalmente las cinco heridas antes de clavarle el cuchillo en su panza bien alimentada.
Si-Amón se sintió acongojado ante el tono amargo de su hermano. «Si supieras la verdad, querido Kamose», pensó.
—Sin embargo, logro comprender sus actos —dijo—. Hoy en día, la verdad de Ma’at es difícil de discernir. Le tengo lástima a Teti.
Kamose no se dignó contestar e instantes después cambió de tema.
—¿Qué nombre le pondrás a tu hijo? —preguntó.
—Los astrólogos no han terminado de deliberar —replicó Si-Amón—. Yo aceptaré lo que decidan. —«Siempre que no decidan que debo llamarlo Seqenenra; se ha convertido en un nombre empañado por el sufrimiento y la muerte. ¡Oh, mi padre, puro e implacable!», pensó. Se puso de pie—. Apepa respetará el período de duelo —aseguró—, pero podemos estar seguros de que recibiremos el castigo inmediatamente después. Mientras tanto debemos saborear cada día.
Kamose tenía los ojos cerrados. Caía en el sueño repentino de los convalecientes.
—Sí —murmuró—. Sí.
Aquella noche la familia se reunió en el salón para cenar; un grupo abatido, con los ojos hinchados y poco apetito. Si-Amón había enviado una invitación a Amonmose y al alcalde de Weset; cuando habían empezado a comer en silencio y la servidumbre se retiró, Si-Amón se preparó para hablarles. Al levantarse tenía muy presente en la conciencia la alta figura de Mersu. El criado ocupaba su lugar habitual detrás de Tetisheri, quieto pero alerta a cualquier necesidad que tuviera su ama. Uni, Kares, Isis y el resto de los sirvientes más antiguos también permanecían atentos para escuchar a Si-Amón, aunque fingiendo que no les afectaba; pero Si-Amón sabía que sólo gracias al entrenamiento que recibían podían mantener el rostro inexpresivo y el cuerpo controlado.
Aahmes-Nefertari no se encontraba presente porque todavía se estaba recuperando del parto. Kamose estaba acostado en un catre de campaña con Hor-Aha a su lado. Aahotep se había lavado y lucía ropa limpia, pero permanecía sentada frente a su mesa sin el adorno de ninguna alhaja. Ahmose masticaba pensativamente el asado de ganso y sólo el dolor en el rostro traicionaba su conducta serena. Únicamente Tetisheri asistió a la comida en todo su esplendor y completamente pintada.
«Es como las reinas antiguas —pensó Si-Amón al verla cuando se puso de pie para hablar—. Su arrogancia da fuerza a cada uno de los huesos de su cuerpo. Amaba con locura a su hijo y deseaba verlo sentado en el trono sagrado. Su sufrimiento es enorme, pero sólo los de más bajo rango social la verán llorar. ¿Qué pensaste hoy, Mersu, cuando tuviste que servir a una mujer destrozada? ¿Lamentas tan amargamente como yo lo que has hecho?». Vio a Tani sentada al otro lado de Kamose, con una mano sobre el brazo de su hermano. Si-Amón le sonrió y consiguió que ella le devolviera una débil sonrisa.
Todos se volvieron a mirarlo, expectantes. El silencio era tan completo que Si-Amón percibía el leve sonido que hacía el viento seco de la noche al pasar a través de las columnas. Su mirada se encontró con la de Hor-Aha y notó que el general estaba tenso y expectante. Respiró hondo y empezó a hablar.
Les habló de la marcha de Seqenenra, de la llegada a Qes, de la visita que les hizo Ramose en medio de la noche con su mensaje de traición. Por el rabillo del ojo notó que Tani se erguía, pero Mersu permaneció inmóvil. A Si-Amón le maravilló la frialdad de aquel hombre. Con la garganta cada vez más seca, describió el intento de Seqenenra de evitar el encuentro con Pezedkhu, su fracaso y su muerte cruel. Nadie se movía. Sólo las lámparas parecían tener vida, con las llamas que parpadeaban en las lámparas de alabastro mientras las sombras bailoteaban en las paredes.
Por fin Si-Amón hizo una seña y Hor-Aha se acercó.
—El hombre que atacó pérfidamente a Seqenenra y mantuvo informados a Teti y a Apepa está esta noche entre nosotros. —Si-Amón habló con más dureza—. Mersu, estás arrestado. Tu destino se decidirá cuando hayamos enterrado a nuestro padre.
Quería decir más, referirse a la naturaleza vil y traidora del crimen de Mersu, denunciarlo a gritos, pero su propia sensación de culpa lo contuvo.
Hor-Aha se acercó al criado y después de inclinarse ante Tetisheri, esperó. Mersu se puso a su lado, todavía sin perder su apariencia de dignidad. Sin mirar a nadie, abandonó el salón caminando muy digno detrás de Hor-Aha. Los que observaban la escena se sintieron aliviados de repente.
—No es un verdadero egipcio —dijo el alcalde—. Es setiu.
—¿Ramose te dijo todo aquello? —exclamó Tani—. ¿Arriesgó su vida para avisarte?
Si-Amón asintió, contento de ver una expresión que no fuera de dolor en su rostro. Ahmose se lavó los dedos en el cuenco de agua que el sirviente le ofrecía.
—¿Quién más oyó hablar a Ramose? —preguntó tajante—. Es necesario que haya testigos, Si-Amón. Esta es una acusación demasiado grave para aceptarla sin pruebas.
Si-Amón miró con sorpresa a su hermano. La acostumbrada expresión adormilada de Ahmose acababa de ser reemplazada por una mirada en la que brillaba la inteligencia.
—Sólo nuestro padre oyó las palabras de Ramose —tuvo que admitir Si-Amón—. Pero nosotros, Kamose, Hor-Aha y yo fuimos llamados a reunimos con él aquella noche, instantes después de que Ramose volviera al campamento enemigo. Todos podemos atestiguarlo.
—Todavía no es suficiente. —Ahmose se secó los dedos en el paño que le ofrecían y se puso de pie—. Mersu tendrá que confesar.
—¿Estás llamando mentiroso a nuestro padre?
Si-Amón había perdido la paciencia e hizo la pregunta a gritos. Ahmose alzó las cejas.
—No, por supuesto que no. Nuestro padre era un hombre honrado y además, ¿qué motivo podía tener para mentir? Se trata simplemente de que la vida de un hombre está en juego. Debemos ser cuidadosos. ¿Puedo retirarme, príncipe?
Si-Amón permitió que se fuera. Tani se alejó de Kamose y se acercó a Si-Amón.
—¿Por casualidad Ramose dejó algún mensaje para mí? —preguntó en voz muy baja para que solamente Si-Amón pudiera oírla.
Su hermano sintió ganas de replicarle: «¿En un momento como aquel? ¡No seas ridícula!». Pero se mordió la lengua y decidió ser benévolo.
—No, Tani, no dejó ningún mensaje para ti —contestó—, estaba muy deseoso de hablar con nuestro padre y volver lo más rápido posible a su campamento. Recuerda que si lo hubieran descubierto cruzando nuestras líneas lo habrían matado.
—Sí, por supuesto. —Se llevó una mano a la mejilla—. ¡Qué tonta soy! Sólo que…
Si-Amón la tomó por los hombros.
—Tú sabes que te quiere —aseguró—. Nos habría advertido de todos modos, porque es un hombre de honor, pero sin duda aquella noche, mientras se dirigía a la tienda de nuestro padre, tú estabas en su pensamiento. Tienes que ser valiente, Tani.
—Estoy cansada de ser valiente —contestó ella—. Quiero ser otras cosas. Quiero ser feliz.
Dio media vuelta y salió corriendo del salón. Aahotep, que no había pronunciado una sola palabra, se levantó y la siguió.
Si-Amón se acercó a su abuela. «Me siento una niñera —pensó, en un instante de desesperación—. Como la madre de cinco criaturas que lloran al mismo tiempo. ¿Por qué recurrirán todos a mí en busca de consuelo o valoraciones?». Encontró la respuesta a su pregunta en el momento en que se sentó frente a Tetisheri, inmóvil y esplendorosa con sus brillantes alhajas: «Porque ahora eres príncipe y gobernador. Eres el cabeza de familia».
—¿Abuela? —dijo.
Ella extendió una mano temblorosa. Si-Amón la tomó y sintió que estaba fría como la piel de una serpiente.
—Yo confiaba en él —dijo la anciana con voz temblorosa—. ¡Dioses! ¡Hasta lo quería! La vergüenza de ese hombre también me alcanza a mí. Me cuesta sostener tanto peso. —Volvió hacia Si-Amón el rostro, que más bien parecía una máscara—. ¿Es necesario que esperemos hasta que haya transcurrido el período de duelo?
Su control casi sobrehumano era más terrible y más patético que el estallido de Aahotep en el jardín o las lágrimas de Tani. En aquel momento, Si-Amón supo lo que debía hacer. Setenta días de duelo, un funeral y un juicio que de forma inevitable se convertiría en un asunto público, significarían una tensión insoportable para la familia, algo que costaría mucho soportar y que corroería su unidad y su ftierza, que ya eran frágiles y que todos se desesperaban por mantener. Y por encima de todo aquello, se cernía la perspectiva cierta del juicio del rey. Era demasiado. Si-Amón decidió que no permitiría que la familia se desmoronase, aunque no pudiera evitar que quedaran cicatrices.
—Tal vez no —contestó con suavidad—. Ve a tus aposentos, abuela. ¡Uni! —El criado se le acercó enseguida—. Escolta a la princesa a sus habitaciones y, por el momento, sé su sirviente.
Tetisheri se puso de pie con dificultad, apoyándose en el brazo de Uni. De repente representaba sus sesenta y dos años. Si-Amón miró al alcalde; él y Kamose hablaban con aire serio.
Si-Amón llamó al sumo sacerdote y Amonmose se apresuró a acercársele. Si-Amón lo llevó al jardín en aquella noche oscura. Fuera, más allá del alcance de las lámparas que daban una luz amarilla, los bancales de flores vacíos y la hierba estaban envueltos en una total oscuridad. Una luna pálida y delgada anidaba entre las cansadas estrellas y su luz era demasiado débil para reflejarse en la superficie turbia del estanque. Los arbustos desnudos eran apenas manchas negras en la pared del viejo palacio.
Si-Amón condujo al sumo sacerdote entre las columnas hasta los escalones de piedra y se detuvo cuando estuvieron a salvo de la luz interior, en plena noche.
—Amonmose —comenzó a decir en voz baja—, tú y yo no nos conocemos demasiado bien. Conversamos en los festivales de Amón y en las fiestas, pero los asuntos del dios eran cosa tuya y de mi padre, no mía.
Vaciló, buscando las palabras. Amonmose, interpretando mal el curso de sus pensamientos, intervino con preocupación.
—No debes temer que no haré todo lo posible por cumplir mis deberes para contigo, tal como hice con tu padre, príncipe. Ahora eres gobernador. El bienestar de los sirvientes de Amón y el privilegio de comunicarse directamente con el dios están ahora en tus manos.
Si-Amón sonrió sin ganas. Con aquella luz débil, el rostro de Amonmose aparecía pálido y preocupado.
—En ningún momento he dudado de tu probidad para llevar a cabo tus deberes —lo tranquilizó el príncipe—. El dios a quien servimos con la más sincera devoción aquí en Weset, tal vez sea casi desconocido en los centros de poder de Egipto, pero ningún otro dios tiene sacerdotes más leales que tú y tus asistentes. No, lo que quiero es pedirte un favor.
De repente dejó de hablar. Una voz interior acababa de despertar y le susurraba: «Esta es tu última oportunidad de hacerte a un lado. Pide algo que no cause daño alguno. ¡Eres tan joven, príncipe, y tienes tanto que perder…! ¿Qué será de tu esposa y de tu hijo?». De repente la brisa de la noche le produjo un estremecimiento. Amonmose lo observaba con mirada expectante. Si-Amón respiró hondo.
—Necesito que prepares un veneno —dijo, midiendo las palabras—. Sé que los sacerdotes de Set son más expertos en este tipo de cosas que los demás, pero no quisiera que en el norte se enterasen de mis intenciones.
—Señor —interrumpió Amonmose con voz ronca—, antes de hacer algo así tendría que conocer el propósito. Soy sacerdote de Amón. Me niego a quebrantar una ley de Ma’at o a arriesgarme a que mi peso en el Salón de los Juicios ante los ojos de Anubis no sea favorable.
Con el rostro tenso, sus arrugas parecían más profundas; bajo la luz incolora de la luna, su cara parecía la de un cadáver.
—Ya sabes que juzgaremos a Mersu por traición —explicó Si-Amón—. También sabes que la ejecución no podrá tener lugar hasta que no hayamos enterrado a mi padre. Tengo dos motivos para querer que se cumpla mi sentencia. —Al ver que Amonmose quería protestar, Si-Amón levantó una mano—. Escúchame antes de negarte, sumo sacerdote. En primer lugar, no enterraremos a mi padre hasta dentro de dos meses como mínimo; mientras tanto, Mersu deberá permanecer en la finca, a pesar de ser una fuente constante de dolor y de ira para los miembros de la familia, que ya soportan más de lo que pueden. Y en segundo lugar, no tengo intención de darle al rey el tiempo suficiente para que me ordene que deje en libertad a Mersu. Y creo que lo intentará si sospecha que hemos averiguado la verdad. Cualquier excusa le bastará: un trabajo en el norte, una llamada para una consulta con su propio criado, cualquier cosa. Y en ese caso, yo tendría que obedecer. Mersu no debe tener oportunidad de evitar el castigo que merece. Lo ejecutaré yo mismo.
Amonmose permaneció en silencio, con la cabeza baja. Si-Amón ya no podía verle la cara, sólo el leve reflejo de la cabeza rasurada y la forma de su cuerpo. Esperó con la paciencia necesaria. «Tú también serás mi juez —pensó—. Si me niegas lo que te pido, buscaré la manera de seguir viviendo, pero si aceptas, interpretaré tus palabras como un mensaje de los dioses de que también yo debo morir». Se sentía completamente tranquilo. El frío estremecimiento que tenía había cesado.
Por fin Amonmose levantó la vista y lo miró.
—Este asunto rebasa los límites de las leyes de Ma’at —señaló—, y el hecho de que sea bueno o malo depende por completo del carácter y la virtud de las personas que participen en él. Sin embargo, estás pidiendo más que una copa de veneno, príncipe; estás poniendo a prueba mi total lealtad.
«Supongo que sí —pensó Si-Amón, sorprendido—. Me alegro de no haberle ofrecido oro a cambio del veneno». Asintió con la cabeza.
—No lo había pensado —admitió—. En lo que a mí concierne, tu lealtad hacia esta familia nunca se ha puesto en duda. ¿Puedes darme una respuesta, Amonmose?
El sumo sacerdote asintió con la cabeza.
—Confío en ti, príncipe, y creo que, igual que tu padre, harás lo que es debido. Te prepararé el veneno. Mersu merece morir.
—Gracias.
Amonmose lo entendió como una despedida, hizo una reverencia y se alejó. Si-Amón permaneció mirándolo algunos instantes mientras el sumo sacerdote se dirigía a los escalones del embarcadero donde esperaban soñolientos los porteadores de la litera para llevarlo otra vez al templo. A continuación lo devoraron las sombras. Si-Amón se volvió y se dio cuenta de que le temblaban las piernas.
Antes de acudir a la protección de sus habitaciones y desmoronarse en soledad, decidió ir a la celda de Mersu. El criado estaba detenido en su propia habitación y al ver aproximarse a Si-Amón, Hor-Aha, que estaba sentado en el suelo (telante de la puerta, se levantó. Los guardias saludaron.
—No es necesario que te quedes aquí —le dijo Si-Amón a Hor-Aha, al notar que el general estaba pálido—. Que te vuelvan a vendar el hombro y luego ve a dormir. Estás extenuado.
Hor-Aha hizo una reverencia.
—Ya lo sé —contestó—. Después de haber cerrado la puerta con llave, me senté para esperar a que llegaran refuerzos y ya no tuve ánimos para levantarme. Ha sido un día extenuante.
—¿Ha hablado Mersu?
Hor-Aha negó con la cabeza.
—Mantiene una gran entereza. Tanto que desconfío, a pesar de saber que esta habitación no tiene otra salida.
Si-Amón se acercó.
—Quiero verlo. Puedes ir a descansar, general. Duerme bien y por la mañana tráeme un informe de lo que se haya podido salvar de la desastrosa campaña de mi padre. Pero que no sea demasiado temprano. —Hor-Aha volvió a hacer una reverencia y se alejó, tapándose el hombro hinchado con el manto y caminando a la luz de una antorcha. Si-Amón hizo una seña a uno de los guardias—. Abre la puerta.
En cuanto la abrieron, Si-Amón entró y la cerró con el pie. Mersu se levantó e hizo una profunda reverencia. Estaba sentado en su camastro haciendo rodar entre los dedos un par de astrágalos. Después de que Si-Amón entró en la habitación apenas iluminada, los puso sobre la tapa de un cofre y el príncipe, sorprendido por la tranquilidad del sirviente, notó lo gastados que estaban. Era un juego que gustaba a todos, pero nunca había imaginado a Mersu en nada tan frivolo. El pensamiento lo desconcertó durante un momento y el desconcierto dio paso a la ira. Haciendo un esfuerzo, logró dominarse.
—Se te ve notablemente tranquilo, Mersu —dijo.
El hombre se encogió de hombros.
—¿Para qué gastar energías y perder mi dignidad luchando contra el destino? —contestó—. He cumplido con mi deber hacia el rey y tengo la conciencia tranquila. Dormiré el sueño de los justos, príncipe.
Si-Amón buscó algún indicio de insolencia en el rostro tranquilo del sirviente, pero sólo descubrió atrevimiento en sus palabras firmes.
—Estás convencido de que el rey te dejará en libertad antes de que Seqenenra haya sido enterrado —dijo, hablando con lentitud—. Por eso no te preocupa tu arresto.
Mersu sonrió.
—Tal vez —reconoció—. Pero también confío en tu clemencia, príncipe.
—¿Qué? —exclamó Si-Amón, adelantándose con furia.
Pero Mersu no se inmutó.
—Si no me declaras inocente, o por lo menos abandonas mi caso por falta de pruebas, contaré a tus hermanos y a todos los que quieran escucharme que tú también tuviste parte en la derrota de Seqenenra. ¿Serás lo suficientemente valiente para permanecer a mi lado ante los jueces, oh, príncipe? —En aquel momento su tono era de burla y la sonrisa no se borraba de sus labios—. Dentro de dos meses espero estar en camino hacia Het-Uart. Mientras tanto, no me importa estar prisionero. He trabajado mucho y durante largo tiempo para tu abuela. Me hace falta un descanso.
Si-Amón se quedó sin palabras. Su sangre se rebelaba, no sólo contra la dureza del criado sino contra su grosería, la completa indiferencia que las palabras revelaban ante el rango y la categoría de Si-Amón. «Para él no somos más que señores advenedizos y provincianos —pensó con ira—. Se avergüenza de habernos servido. Sólo se siente digno de servir a un rey, y nuestra aspiración al trono también lo avergüenza. Bueno, ya veremos quién tiene el poder en esta región de Egipto, ¡vil gusano setiu!».
Si-Amón avanzó un paso y le pegó una bofetada en la boca.
—¿Cómo te atreves a hablarme así? —preguntó en tono tajante—. ¡No eres más que un labriego! Mientras esperas el momento del juicio puedes tejer esteras de juncos para las habitaciones de los demás sirvientes, así tal vez recordarás cuál es tu verdadera posición. Tetisheri te ha acostumbrado mal. Tu espíritu es menos noble que el del labriego más bajo que se afana en su trabajo.
—¿Y qué me dices de ti? —preguntó Mersu casi en un susurro. No hizo el menor intento de tocarse la cara, donde el golpe de Si-Amón había dejado una marca blanca—. ¿Qué eres tú, orgulloso Tao?
Si-Amón mantuvo la mirada del asesino, penosamente consciente del desagradable humo negro que salía de la lámpara, del suelo de tierra irregular que tema bajo los pies y de la sábana arrugada que cubría el camastro de Mersu.
—Que así sea —dijo con los labios tensos. Dio media vuelta y salió.