Capítulo 8

Aquel día avanzaron con rapidez. A pesar del intenso calor que hacía, la moral de la tropa era alta. Tres horas después de que Ra fuese devorado por Nut, acamparon cerca del río, en Kift. Seqenenra estaba extenuado. Se habían detenido un rato muy breve para comer, pero él, todavía atado al carro, apenas tocó el pan y bebió el agua. A pesar de la sombra que le proporcionaba el parasol, cuando se le acercó Hor-Aha para ayudarlo a bajar, se sentía débil y mareado.

—Ha sido un buen día, príncipe —comentó el general al entrar en la tienda. De inmediato se les acercó el sirviente personal de Seqenenra—. Si pudiéramos seguir recorriendo mil quinientos estadios por día, llegaríamos a Qes en otras diez o doce jornadas. Pero no será posible. Tenemos que pensar que puede haber caballos cojos, soldados enfermos y otros inconvenientes. Digamos, doce días.

Seqenenra le sonrió y se tendió aliviado en un catre de campaña.

—Necesitaré doce días para recuperarme —dijo con pesar—. Atiende a los hombres, Hor-Aha, y cuando hayan terminado de comer, tráeme a mis hijos. Según nuestro antiguo convenio con Het-Uart, Qes marca el límite de mi gobernación. Debemos decidir cómo proceder cuando lo hayamos dejado atrás.

El general hizo una reverencia y salió.

El sirviente personal de Seqenenra le quitó con suavidad el casco manchado de sudor y el shenti arrugado y comenzó a lavarlo. Seqenenra permanecía con los ojos cerrados para tratar de aliviar el terrible dolor de cabeza que lo asaltaba cada vez que se movía y para disfrutar del contacto de sus músculos cansados con aquella agradable agua fría. Oyó que los guardias ocupaban su puesto fuera de la tienda, tosiendo y murmurando algunas palabras en voz baja. Más allá, los soldados seguían llegando, rompían filas y se acercaban a sus respectivas hogueras, donde comerían entre risas y gritos. El sirviente cubrió a Seqenenra con una sábana y después de encender la lámpara que colgaba del poste central de la tienda, se fue a buscar la comida de la noche. Seqenenra se adormeció. Lo despertó el sirviente al poner a su lado una bandeja con pescado ahumado, pan y frutas secas, y él se esforzó por sentarse para comer. De repente tenía mucha hambre.

Sostenía una copa de vino en las manos cuando Kamose, Si-Amón y Hor-Aha entraron en la tienda. Seqenenra despidió al sirviente y les ordenó que se sentaran, cosa que ellos hicieron sobre el suelo alfombrado de la tienda. Si-Amón iba envuelto en una túnica blanca y descalzo. Terna la cara muy roja y la nariz llena de ampollas por haber estado muchas horas expuesto al sol. Kamose también se había cambiado, pero para ponerse un shenti y un casco limpios. Hor-Aha usaba su acostumbrado manto de lana, bajo el que se descubrían sus armas. Seqenenra Ies sirvió vino y bebieron con avidez.

—Kamose, dicta un mensaje para la familia —dijo—. Diles que estamos bien. ¿Ha habido alguna actividad en el río? Hor-Aha negó con la cabeza.

—No ha pasado ninguna barca —contestó—. Tengo exploradores que van mucho más adelante. Las cosas deben de estar tranquilas en Kush y, por supuesto, ahora que Apepa ha decidido edificar el templo en Weset, no tendrá necesidad de enviar más cartas hasta que lleguen los arquitectos y los albañiles.

—Si llegáramos a interceptar a algún heraldo, será necesario matarlo —advirtió Seqenenra—. Todavía no podemos arriesgamos a que nos detecten. Seguimos estando dentro de mis provincias, por lo que durante un tiempo estaremos a salvo.

—¿Qué piensas hacer cuando pasemos Qes? —preguntó Si-Amón—. ¿Seguimos adelante a toda velocidad hacia Het-Uart o conquistamos a medida que avanzamos?

—Tenemos que conquistar a medida que avanzamos —contestó Seqenenra con lentitud. Resultaba más difícil entender sus palabras que de costumbre, porque estaba muy cansado. Hablar era para él un gran esfuerzo—. No podemos convertirnos en una isla en medio de un mar de enemigos. Quiero que se sumen a nosotros todos los alcaldes o gobernadores a quienes podamos persuadir y que tengan guerreros a su disposición.

—Eso no es probable después de Qes —dijo Kamose—. A partir de allí todos los hombres con poder son setiu.

—Pero sus subditos no lo son, y tampoco los oficiales de menor rango. Los pueblos están aislados a lo largo del río. Tomaremos hombres a medida que avancemos. En las sedes de las gobernaciones nos reuniremos con los ministros e intentaremos persuadirlos, y si eso no fuera posible, los mataremos y luego nos apoderaremos de sus subalternos. —Seqenenra hizo una pausa para recuperar fuerzas. Le ardían los párpados—, ¿perdimos algún asno?

—No, príncipe —le aseguró Hor-Aha—. Las provisiones ya nos han alcanzado. Los hombres están comiendo y se han establecido las guardias. Podemos prever una noche tranquila.

Estas palabras fueron un bálsamo para los oídos doloridos de Seqenenra.

—Entonces podéis retiraros. Si-Amón, busca al médico. Necesito que me dé algo para calmar el dolor de cabeza.

Los tres lo miraron, comprobaron su angustia, les desearon buenas noches y se retiraron.

Poco después apareció el médico, que lo examinó y, sin hacer comentarios, vertió en la copa una poción de adormidera. Seqenenra la bebió con avidez. Durante un rato pensó en Aahotep, en Ahmose y en Tetisheri, que probablemente todavía estarían juntos rodeados de una montaña de papiros administrativos; y en Tani, tal vez insomne y sola, pero sus pensamientos se disolvieron en sueños y se durmió.

En Iunet y Quena lo recibieron los administradores de la ciudad, hombres nerviosos y preocupados que ya habían proporcionado campesinos para el reclutamiento de soldados de Kamose. No tenían noticias para Seqenenra. Por lo que sabían, todo estaba tranquilo hasta unos estadios al norte, hasta donde llegaban sus respectivas jurisdicciones. En el país reinaba el sopor del verano.

Seqenenra les dio las gracias y prosiguió la marcha. Cada día se sentía más débil, y sabía que aquel viaje era difícil incluso para los soldados endurecidos, acostumbrados al extenuante entrenamiento de Hor-Aha. El pequeño programa de ejercicios que seguía lo había salvado de desfallecer, pero comenzó a tener fiebres que aumentaban por la noche y que lo hacían sudar y temblar hasta el amanecer. El médico le rogó que no siguiera adelante, que dejara el ejército en manos de sus hijos, pero Seqenenra sabía que, a pesar de estar lisiado, los soldados comunes lo consideraban su talismán y que la confianza los abandonaría si regresaba a Weset con el rabo entre las piernas. No sabía cómo lograría llegar a Het-Uart, que todavía se encontraba a semanas de distancia. Trató de no pensar en ello. Concentró sus pensamientos en Qes.

En Aabtu todo el ejército acudió al templo donde estaba enterrada la cabeza de Osiris y rindió homenaje a la deidad más venerada de Egipto. El príncipe de Aabtu, Ankhmahor, había enviado muchos soldados a Kamose pero reunió doscientos más para Seqenenra.

—Pero éstos son buenos campesinos, alteza —le recordó a Seqenenra—. Una vez que ceda la inundación, harán falta en esta provincia. Te ruego que los envíes a sus casas en cuanto hayas tomado Het-Uart.

Lleno de gratitud y mareado por la fiebre, Seqenenra aceptó. Hacía cinco días que habían salido de Weset.

Los días siguientes pasaron como el lento y fangoso curso del río. Durante el día, Seqenenra soportaba con aire sombrío el calor y la tierra, las moscas siempre presentes, las sacudidas del carro. Por la noche estaban las hogueras, las tiendas, una breve charla y luego la grata liberación del sueño inducido por las drogas.

Había navegado por delante de aquellas ciudades: Thi-Nis, donde los primeros reyes de Egipto construyeron sus castillos; Akhmin, donde tema hectáreas propias en cultivo, y Ba-Dari, la de las palmeras ramosas. Había pasado frente a ellas innumerables veces navegando en su barca, cerveza en mano y bajo la sombra de los toldos, junto con Aahotep, camino de Khemennu. Pero recorrerlas en carro, estadio tras estadio, atravesando campos estériles, canales secos, arbustos secos y árboles pelados, era experimentar un Egipto diferente, un país despiadado, lleno de fealdad y de desperdicios. Sabía que sólo sucedía durante el verano, que sólo se trataba de la incomodidad y de la miseria de una tierra reseca que esperaba su renacer milagroso, pero más de una vez se preguntó si por aquello estaba arriesgando sus títulos, sus propiedades y hasta su vida; por aquella árida franja de terreno azotada por el sol junto a un maloliente curso de agua. Sólo el orgullo le permitía mantener la cabeza en alto, observando la sudorosa espalda de su hijo a medida que las horas transcurrían lentamente.

Llegaron a Qes sin incidentes, al undécimo día. Ninguna fortificación ni límite físico marcaba el fin del territorio controlado por Seqenenra; en realidad, Qes ni siquiera era un pueblo grande. La tierra cultivada, en la orilla occidental, daba paso a un extenso trozo de desierto, interrumpido por unos peñascos que había que atravesar por un estrecho desfiladero. El desierto continuaba al otro lado. Más allá de los peñascos se encontraba un pequeño pueblo.

Allí también había un templo en honor a Hator. Con sus cuernos de vaca cubiertos de oro y su sonrisa bovina y enigmática, la diosa presidía un silencio sólo roto por la gente del pueblo que iba a poner pan y flores a sus pies. Con la llegada de los setiu, gozaba de menos apoyo. Los sacerdotes se vieron obligados a buscar en otra parte su manutención y Hator siguió soñando sola. Seqenenra había prometido a Aahotep que visitaría el templo y que rezaría a la diosa en su nombre. En la tarde dorada y barrida por el viento, mientras el ejército se abría en la planicie, delante de los peñascos, y se reunía en grupos para limpiar las armas, comer o dormir, el príncipe se hizo conducir al patio del templo.

La decadencia se notaba por todas partes. La maleza se había abierto paso por las piedras del pavimento, para luego marchitarse. Los perros del desierto habían dejado suciedad y huesos esparcidos por el patio interior. Una de las paredes y parte de la azotea del santuario estaban hundidos. Pero la misma Hatoi seguía allí dentro, el hermoso cuerpo cubierto por una túnica blanca, el cuello decorado con lapislázuli y oro, y la mirada fija más allá de Seqenenra, que permanecía ante ella, coa vino y comida en las manos.

Si-Amón lo acompañó y ambos, Seqenenra manteniéndose torpemente en pie y Si-Amón postrado en el suelo agrietado, rogaron por Ja salud y la larga vida de las mujeres de la familia. No había ningún sacerdote para recibir las ofrendas. Las dejaron a los pies de la estatua, salieron del santuario y, con dificultad, Si-Amón logró cerrar las puertas de la pequeña habitación. No pasaría mucho tiempo antes de que el techo se desmoronara, permitiendo que cualquiera estuviese en presencia de la diosa, pero mientras tanto la puerta debía quedar cerrada para que nadie pudiese entrar a curiosear o quizás a blasfemar en el recinto sagrado.

Con el corazón apesadumbrado, Seqenenra volvió a subir a la litera y fue conducido al campo bajo la luz violácea de la tarde. «No existe destrucción capaz de igualar la tristeza de mi lenta desintegración», pensó, al notar la silenciosa preocupación de Si-Amón. La misma aura de patetismo los envolvía a ambos. «Los setiu nos conquistaron sin espadas ni arcos, no incendiaron los templos ni mataron a los sacerdotes y, sin embargo, con lentitud, con mucha lentitud, la cara de Egipto está cambiando. La desidia logra, con el tiempo, lo que no pueden lograr las espadas y las flechas».

Cuando bajaron de las literas, ya había oscurecido por completo. Seqenenra hizo sacar afuera su catre de campaña, en el que se recostó y comió su escasa comida mientras oía el barullo que lo rodeaba. Estaba terminando de comer cuando se presentó Hor-Aha, que se sentó en el suelo a su lado.

—He decidido doblar la guardia esta noche —dijo—. Puede que, a estas alturas, la noticia de nuestro avance haya llegado al rey. Puede que sus exploradores hayan salido ya a nuestro encuentro, aunque es pronto para que hayan llegado a Qes. La ciudad importante más cercana es Khemennu y allí hay tropas acuarteladas. En todo caso, conviene que estemos preparados.

La tristeza embargó a Seqenenra. Al día siguiente comenzaría el verdadero trabajo.

—¡Demasiadas «posibilidades», Hor-Aha! —admitió—. Mañana al amanecer, reúne a los oficiales. Sacaremos el altar portátil de Amón y haremos un sacrificio antes de iniciar la marcha. ¿Cuántos días crees que transcurrirán antes de que las tropas de Apepa intenten detenernos?

Hor-Aha frunció el entrecejo con aire pensativo.

—Necesita tres días para organizar las tropas. No más, considerando que el ejército permanente de Het-Uart es muy numeroso. Dos semanas para marchar hasta Khemennu, y podremos ir hacia el norte al encuentro de su ejército. —Levantó la mirada y sonrió con frialdad—. Es difícil decirlo, alteza, pero deberíamos estar listos para la batalla dentro de cinco días, y todos los días a partir de entonces.

—¿Qué dicen los exploradores?

—Hasta ayer todo estaba tranquilo. Pero hoy no han vuelto. —Alzó los hombros para esconder las manos en el manto, su gesto habitual de ansiedad—. Deberían haber estado aquí antes de la puesta del sol.

Seqenenra permaneció en silencio.

—¿Has enviado otros detrás?

El general asintió con la cabeza.

—Es posible que no tengamos noticias hasta la mañana. Príncipe, aconsejo que no nos movamos hasta que hayan vuelto.

Seqenenra no estuvo de acuerdo.

—Tú mismo dijiste que el ejército de Apepa todavía no puede estar cerca —le recordó—. No nos podemos permitir el lujo de alimentar a cuatro mil hombres inactivos.

Hor-Aha le dirigió una mirada sobresaltada y luego ambos estallaron en carcajadas.

—De todos modos —dijo Hor-Aha con cautela, dejando repentinamente de reír—, sería una tontería que nos expusiéramos sin necesidad.

Cuando Hor-Aha se retiró, Seqenenra dictó su carta diaria a Ahmose y a la familia, y dio instrucciones para el día siguiente a Kamose, Si-Amón y los oficiales. Avanzarían temprano en estado de alerta con los carros y los Valientes del Rey a la vanguardia, preparados para hacer frente a cualquier resistencia que pudieran encontrar. Había poco que añadir, ninguna estrategia compleja que planear. «Esta campaña —se dijo más tarde Seqenenra mientras su sirviente personal lo cubría con la sábana y él bebía el remedio enviado por el médico— es demasiado simple».

En algún momento de la noche lo despertaron voces de alarma fuera de la tienda. Luchó por despejarse la cabeza, embotada por la droga, y se sentó. Su sirviente personal ya se levantaba del suelo y comenzaba a llenar la lámpara de aceite.

—No puedo turbar el sueño del príncipe —oyó Seqenenra que decía uno de los guardias—. Si lo deseas, te puedo hacer escoltar hasta el general Hor-Aha.

—¡No! —exclamó alguien en tono irritado—. ¡Debo ver ahora mismo a Seqenenra!

—Es la voz de Ramose —le dijo Seqenenra al sirviente—. Diles que lo hagan pasar.

Se lamió los labios, resecos por los efectos de la adormidera. Tuvo la sensación de que la lengua tenía el doble de su tamaño habitual. Moviéndose con cuidado, se sirvió agua y bebió ávidamente. Acababa de dejar la copa cuando Ramose entró en la tienda.

Un guardia lo acompañaba con aire inseguro, con una mano en la daga que llevaba en el cinturón.

Seqenenra lo miró y asintió con la cabeza.

—Gracias por tu vigilancia —dijo—. Estoy completamente a salvo con este hombre. Puedes retirarte.

Ramose se acercó. Estaba tenso y descompuesto. Se inclinó sin decir nada y, ante la invitación de Seqenenra, se sentó en la estera junto al catre. Seqenenra estaba atónito por verlo allí, en la tienda, sin pintar y con aspecto enfermizo.

—¿De dónde vienes, Ramose? —preguntó por fin—. ¿Hacia dónde te diriges? ¿Ibas hacia el sur y te topaste con mi ejército?

Ramose negó con la cabeza.

—Te pido perdón, príncipe, pero me gustaría beber un poco de vino. Estoy algo turbado. —De hecho estaba temblando—. No debería estar aquí. Salí de la tienda hace casi dos horas y ordené a mi sirviente que dijera a quien preguntara por mí que no podían molestarme hasta la mañana. El pobre hombre está aterrorizado pero es leal. Si me descubren, me ejecutarán.

El sirviente de Seqenenra no necesitó ninguna orden; salió de la tienda y regresó instantes después con una jarra de vino y una copa. Ramose se lo agradeció, se sirvió y bebió. Cuando se limpió la boca con el dorso de la mano, ya estaba más tranquilo.

—¿Qué haces en Qes? —preguntó Seqenenra sorprendido. En su mente comenzaba a formarse una horrible sospecha—. ¿Has salido a cazar al desierto?

Ramose negó con la cabeza. Se pasó las manos lentamente por las rodillas.

—Príncipe, te han traicionado —informó con voz ronca—. Pezedkhu, el general del rey, está acampado un poco más allá de Qes. Tiene consigo una división y media. Apepa no sabía cuántos soldados marcharían contigo hacia el norte, de manera que ordenó que llevara gran cantidad, suficientes para derrotar a cualquier ejército que hubieras podido reunir. Si marchas más allá de los límites de tu jurisdicción, serás atacado. Si levantas el campamento y regresas de inmediato a Weset, evitarás un conflicto sangriento.

Seqenenra lo miró. La sangre fluía lenta y fría por sus venas.

—¡Pero eso es imposible! —exclamó, y la fuerza de la emoción le impedía articular las palabras. Se apretó la boca con un dedo—. A menos…

—A menos que alguien avisara a Apepa hace tiempo, antes incluso de que comenzaras a reunir a tus fuerzas —terminó diciendo Ramose por él—. Lo lamento, príncipe, pero esto es lo que ha sucedido. Mi padre se enteró en Khemennu de tus intenciones hace más de un mes y avisó a Apepa. Te juro que yo no sabía nada hasta el día en que mi padre rompió el sello de un papiro del rey en el que le informaba de que estaba en camino un ejército que te aplastaría en cuanto te encontrara, cuanto más al sur, mejor. —Ramose bajó la vista—. Quedé horrorizado. No podía creer que mi padre te traicionaría, a ti, su pariente político, su amigo. Pero nuestra familia también ha sufrido en el pasado. —Levantó la vista con expresión implorante—. Si Teti no te hubiera vendido a Apepa. sus motivos para permanecer callado habrían resultado sospechosos. Apepa creería que Teti te ayudaba, aunque mi padre sin duda lo habría negado. Estoy avergonzado, Seqenenra.

—Comprendo la traición de tu padre —contestó Seqenenra con tristeza—. ¡Hay tantas lealtades divididas, Ramose, tantas conciencias desgarradas! Pero ¿cómo supo Teti lo que se dijo en la intimidad de mi familia? ¿Todavía tengo un traidor en Weset?

Ramose asintió, sintiéndose desdichado.

—El mismo hombre que te atacó. Los papiros han sido escritos por Mersu.

Seqenenra lanzó una exclamación de sotpresa.

—¿Mersu? ¡Imposible! Mi madre confía en él por completo, la ha servido con diligencia durante años, Mersu… Mersu es… ¿Estás seguro?

—Sí —Ramose se aclaró la garganta—. Me lo dijo mi padre. En el Egipto de hoy no hay traición imposible, príncipe. —Se puso de pie—. Perdóname, pero debo marcharme. Te ruego que no me digas lo que harás, no quiero saberlo. Mañana debo luchar junto a mi padre, pero te juro que no te atacaré a ti ni a tus hijos. Tú eres mi amigo. —Permaneció quieto, angustiado—. ¿Cómo voy a hacer daño a la familia de Tani?

Seqenenra lo miró.

—Sé lo que te ha costado venir aquí esta noche —dijo—. Te lo agradezco, Ramose. Todavía no sé lo que haré, pero estaré eternamente en deuda contigo por tu lealtad.

Con una mano en la tela de la tienda, Ramose vaciló.

—Una cosa más, alteza. Tus exploradores fueron capturados por Pezedkhu ayer por la mañana. Los ejecutaron a todos, pero antes de morir, uno informó de las fuerzas de tu ejército y de que tú y tus dos hijos estaréis en el campo de batalla.

—Este Pezedkhu —dijo Seqenenra—. ¿Cómo es?

—Joven, atlético, un excelente táctico. Ríe mucho, pero su risa no es más que afectación; interiormente es un hombre muy frío. Buenas noches, príncipe, y que Amón te guíe en tu decisión.

Ramose hizo una reverencia y salió.

Durante largo rato, Seqenenra fue incapaz de moverse. Estaba sentado en el borde del catre, con el brazo sano apretando el que no tenía vida, balanceándose con suavidad, respirando con fuerza. «Mersu. Mersu». Hizo un gran esfuerzo para recordar a aquel hombre alto, digno, callado y sonriente, como un traidor, como su enemigo, como el que, a sus espaldas, levantó el hacha setiu y lo atacó; pero detrás de aquella imagen estaba Mersu, el defensor y protector de su madre, el consejero lleno de tacto, el criado que nunca pedía nada.

Con un estremecimiento, Seqenenra supo que la traición de Mersu no fue el acto de un hombre aterrorizado por las consecuencias de la rebelión. Mersu tenía nervios de hielo. Tampoco creía que se tratara de un asunto de lealtades divididas, entre las que ganó su fidelidad a Apepa. No. Mersu, el silencioso y eficiente, era setiu desde las puntas del pelo hasta las uñas de los pies, y probablemente despreciaba a la casa de Tao, si no la odiaba abiertamente. «¿Seré demasiado duro? —se preguntó Seqenenra, lamentándose interiormente—. ¿Alguien que no sea un dios puede llegar a conocer los secretos de un hombre en estos días terribles? Tengo que mandar llamar a Hor-Aha y a mis hijos, tengo que decidir lo que haremos. El conflicto inevitable sencillamente se ha adelantado, eso es todo. Lo tenemos encima ahora en lugar de que sea dentro de una semana o dos. En aquel momento no estaríamos mejor preparados de lo que estamos ahora».

Entumecido, encontró la muleta con mucha dificultad y fue cojeando hasta la entrada de la tienda. Al oírlo salir, el guardia se volvió hacia él.

—Trae enseguida a los príncipes Kamose y Si-Amón y al general Hor-Aha —ordenó—. Averigua cuántas horas faltan para que Ra vuelva a nacer.

El sirviente personal de Seqenenra, sentado fuera de la tienda, se puso de pie con expresión interrogante, pero Seqenenra le hizo señas de que se volviera a sentar y entró de nuevo en la tienda. Lo acechaba la fatalidad, pero no tenía miedo.

Entraron en la tienda, los tres muy despiertos y expectantes. Con rapidez, Seqenenra les informó de la visita clandestina de Ramose y de sus noticias, mientras miraba a uno y a otro bajo aquella tenue luz. Kamose suspiró y dejó caer los hombros. Hor-Aha asimiló el golpe con rapidez y Seqenenra descubrió qué nuevos planes y posibilidades se le pintaban en el rostro.

Pero en la expresión de Si-Amón no había soipresa. Su rostro perdió el color. Miró a su alrededor con ojos desorbitados, Seqenenra supuso que en busca de vino, a pesar de que no tocó los restos de la copa de Ramose. Luego, con visible esfuerzo, se cruzó de brazos y se quedó con la mirada clavada en el suelo.

—Si tuviéramos barcazas, esta noche podríamos hacer cruzar el río a los hombres y sencillamente marchar más allá de donde se encuentra Pezedkhu por Ja orilla opuesta —dijo Kamose—. Desde aJlí seguiríamos derechos hacia el delta, dejándolos atrás a él y a sus hombres. Tardaría mucho en cruzar con sus tropas.

—Pero no tenemos barcazas —señaló Hor-Aha—, y aunque Jas tuviéramos, la noche ya está demasiado adelantada para una empresa semejante. —Se volvió hacia Seqenenra—. Cerca de Qes hay un paso en los peñascos. ¿Podríamos avanzar por allí y marchar hacia el norte por el desierto? Seqenenra lo pensó.

—Desde aquí hasta el paso hay quince estadios, y no hay otro hasta DashJut, donde podríamos volver al río. Es probable que no noten que pasamos al desierto; pero ¿no nos tenderían una emboscada cuando intentásemos volver al río? —Observó los rostros tensos de Hor-Aha y sus hijos—. Sin embargo, tu sugerencia es la única que nos proporciona una pequeña posibilidad de evitar el encuentro. No hay tiempo para nada más porque estamos atrapados. Nuestro único camino abierto es el que conduce al sur, y no lo tomaré. Ya lo he decidido. —Hablaba con firmeza—. Si regreso corriendo a casa, nuestro destino se retrasará, pero tarde o temprano caerá sobre nosotros. No hemos hecho este esfuerzo supremo para que nos venzan sin haber disparado una sola flecha. Corred la voz a los oficiales. Levantaremos el campamento inmediatamente y en silencio. Nada de ruidos, nada de hogueras y nada de luces. Nos encaminaremos al desfiladero y rezaremos para que lo podamos pasar antes del amanecer.

Conversaron un rato más, pero no había mucho que añadir y finalmente se separaron para despertar a los agotados soldados y ordenar que las provisiones fueran cargadas sobre los asnos. Después de llamar a su sirviente, Seqenenra se sentó en el catre con una mezcla de preocupación y de extraño alivio. Transcurrió un rato antes de que se diera cuenta de que Si-Amón no había pronunciado una sola palabra.

Cruzaron los campos yermos y se introdujeron en la cegadora oscuridad del desfiladero rocoso que corría entre los peñascos, precedidos por los exploradores, a quienes seguían los carros y los Valientes del Rey. Kamose había dado la orden de que se amortiguara con tela el ruido de los arneses de los caballos y lo único que se oía eran sus cascos sobre el suelo duro y el crujido del cuero. La planicie junto al río fue quedando lentamente vacía. A medida que avanzaban, Seqenenra, atado detrás de Si-Amón, sentía que los músculos se le ponían tensos por la emoción. Más que verlo, presentía que el sol estaba a punto de alzarse. El aire estaba inmóvil, y él se estremeció, sin saber si era de frío o de calor. De vez en cuando, los cascos de los caballos lanzaban chispas al golpear las piedras pequeñas y angulosas que cubrían el camino entre los altos peñascos que él no alcanzaba a ver. Oyó que Hor-Aha daba en voz baja una orden lacónica y Si-Amón desvió los caballos hacia la derecha.

El desierto se abría ante Seqenenra, un flujo de arena pálida y revuelta que corría a encontrarse con un cielo negro y estrellado. Respiró hondo. El pueblo de Qes, un conjunto de chozas en la oscuridad, quedaba a su izquierda. Ya se iba perdiendo, y con él, el pequeño templo de Hator. Seqenenra tragó saliva. El carro tembló en el momento en que las ruedas se hundieron en la arena; pero enseguida los caballos encontraron terreno más firme y aumentaron la velocidad de su marcha. Una vez más, iban hacia el norte; acababan de dejar atrás los límites de sus regiones.

La oscuridad comenzó a ceder. Pronto Seqenenra pudo distinguir la silueta de las rocas que se alzaban a su derecha. El desierto dejó de ser uniforme y se convirtió en hondonadas y dunas, todavía de un gris sin vida pero que empezaban a arrojar sombras. Con dificultad, Seqenenra se volvió. Detrás, el ejército serpenteaba, los hombres caminaban con la cabeza gacha, sin apartar los ojos de los pies, ya que en un trecho el suelo era de arena fina y al siguiente, de tierra dura y apelmazada. Los veía como espectros, con formas poco claras, marchando en un silencio de otro mundo, como si la batalla ya hubiera tenido lugar, los soldados hubieran muerto y él mismo estuviera conduciendo un ejército de fantasmas hacia la eternidad. Sabía que sólo se debía a la proximidad de la Luz Sin Ra, pero no pudo evitar que una sensación de mal presagio se apoderara de él.

El cielo adquirió una tonalidad nacarada. Las estrellas se apagaron. Si se inclinaba bastante hacia un lado, a pesar de la arena que levantaban los cascos de los caballos, alcanzaba a ver delante los carros de los Valientes, que ya salían a desierto abierto. El desfiladero de Dashlut estaba a menos de quince estadios de distancia. Avanzaban con lentitud. Deberían llegar allí a primera hora de la tarde. Seqenenra se preguntó cuándo volverían los exploradores. Posiblemente no mucho antes de que el ejército redujera el ritmo de su marcha para tomar el sendero zigzagueante que los conduciría al Nilo. Se dijo que tenía que mantener la calma.

El sol ya había salido. El ejército marchaba sobre la cara oeste de los peñascos, bajo la grata sombra que iría disminuyendo a medida que avanzara la mañana. Los hombres estaban alegres, se había levantado la orden de silencio y, cuando cantaban, los blancos dientes resplandecían en sus rostros oscuros. De vez en cuando pasaba un oficial que, después de saludar a Seqenenra, inspeccionaba las filas mientras las plumas azules de su caballo ondeaban con la brisa de la mañana.

Poco antes de que desaparecieran las sombras, Seqenenra decidió hacer un alto. Los hombres rompieron filas y se arrojaron al suelo, esperando que se distribuyera agua y pan. Seqenenra hizo colocar el carro de espaldas a la roca, y comió y bebió sin desatarse. Empezaba a estar preocupado por los caballos; sin agua se cansaban con rapidez, no eran criaturas del desierto. Con suerte, llegarían al Nilo por la tarde.

Cuando terminó de beber su ración de agua tibia y comer su trozo de pan seco, ya no había sombra. Se oyeron órdenes y los hombres se desperezaron, cogieron sus espadas y volvieron a formar. Seqenenra se hizo poner el parasol sobre la silla. El sol acababa de asomar sobre los peñascos y de inmediato los alcanzó a todos; ya no se oyeron más cánticos; los hombres caminaban con tenacidad, sudorosos y sedientos. «Amón —oró Seqenenra mientras observaba que Si-Amón tenía la espalda empapada de sudor y el shenti transparente y pegado al cuerpo—, no permitas que tengamos que luchar en este estado. Si lo hiciéramos sería Ra y no Pezedkhu quien nos entregaría a la muerte».

Con inmenso alivio, cuatro horas más tarde, vio que la caravana se detenía por fin. Los caballos resollaban y temblaban, con los flancos empapados y cubiertos de arena blanca como espuma. Si-Amón se puso en cuclillas, con las riendas sueltas en la mano y recostó la cabeza sobre la parte delantera de la caja del carro. Pronto se presentó Kamose, que se apeó de su vehículo.

—Tenemos delante el paso que conduce a Dashlut —dijo—. Los exploradores regresaron hace alrededor de una hora y anunciaron que el camino está libre. El terreno entre la salida del desfiladero y el río parece desierto, pero no me gusta. No hay ningún campesino en la zona.

—Al amanecer, los exploradores de Pezedkhu deben de haber descubierto nuestro último campamento de Qes —dijo Seqenenra—. ¿Creerá que dimos media vuelta y regresamos a Weset o sospechará la verdad? Si yo fuera el general, enviaría exploradores hacia el sur para confirmar nuestra huida, pero también llevaría mis tropas a Dashlut para cubrir todas las posibilidades. Él puede moverse con más rapidez que nosotros. No ha tenido que luchar contra la arena. —Se protegió los ojos con una mano y miró a Kamose—. ¿Tú que crees?

—Creo que no se llega a general del rey a menos que se sea inteligente además de buen guerrero —contestó Kamose—. Debemos presumir que nos sigue de cerca. ¿Podemos continuar marchando hasta el final de los peñascos?

—No lo creo —contestó Seqenenra—. Los caballos necesitan agua. El paso siguiente se encuentra en Hor, más allá de Khemennu, y para alcanzarlo tendríamos que desviamos muchos estadios por el desierto y rodear los riscos que se alzan en la arena. Teti caza allí a menudo. Las rocas proporcionan buen refugio a los leones. —Resistió la tentación de levantar el brazo y frotarse la herida de la cabeza, que le escocía terriblemente—. Los hombres deben descansar. Podemo; acampar aquí, custodiando la entrada de Dashlut, en cuyc caso Pezedkhu tendría tiempo de llegar y cortarnos la salida o podemos atravesar el desfiladero y acampar brevemente junto al Nilo, el tiempo necesario para dormir un poco y proseguir viaje. Pero de ninguna de las dos maneras contamos con una ventaja suficiente para adelantarnos definitivamente a Pezedkhu.

—Entonces, crucemos hasta el río —opinó Kamose—. Tenemos comida más que suficiente en los burros, pero el agua se nos acaba a una velocidad alarmante; si nos alejáramos del río moriríamos de sed en muy poco tiempo. Sería mejor presentar batalla que proporcionarle a Apepa la satisfacción de vencemos sin necesidad de dar un solo golpe.

Seqenenra asintió con la cabeza.

—Que así sea.

Observó que Kamose saltaba al carro, y de repente tuvo ganas de correr tras él, de abrazarlo con fuerza, de sentir muy cerca su piel caliente y sus músculos tensos. Kamose hizo restallar el látigo y desapareció envuelto en una nube de arena. Si-Amón se agitó.

—¿Te ha hecho daño el sol? —preguntó Seqenenra, preocupado.

Si-Amón se puso de pie y tomó las riendas. Dirigió una sonrisa torcida y extraña a su padre.

—No —contestó—. Hace falta algo más que el poderoso Ra para amedrentarme. Me asquea tener que matar.

A estas palabras Seqenenra no tuvo nada que responder. Si-Amón silbó a los caballos y el carro comenzó a avanzar. La vanguardia de los Valientes ya había desaparecido por el desfiladero.

La franja de tierra que había entre los peñascos y el río, cubierta en invierno por verdes sembrados, y que en aquel momento parecía el fondo de un lago largo tiempo seco, era más ancha en Dashlut que en Qes. Al emerger del suave frescor de la sombra que daban los peñascos, Seqenenra miró con ansiedad hacia el Nilo. Estaba desalentadoramente lejos; además, la distancia parecía mayor a causa del calor, que producía un reflejo trémulo en el suelo.

Al oler el agua, los caballos alzaron las cabezas cansadas y aumentaron la velocidad. El ejército los seguía dando traspiés; la moral de los soldados era alta después de haber dejado atrás la amenaza del desierto. Seqenenra oyó la voz de Hor-Aha que se alzaba por encima del murmullo de excitación.

—¿Qué haces, imbécil? ¡No desates a los caballos! ¿Dónde están los caballerizos con los cubos?

La confusión no carecía de cierto orden. Los sirvientes se movían entre los carros, algunos dando agua a las bestias, otros revisando los arneses. Los aurigas estaban reunidos alrededor de Hor-Aha con las cabezas inclinadas para poder oír sus palabras. Ya había guardias que ocupaban sus lugares en la periferia. Los soldados sumergían cuencos dentro de los cubos de agua que los sirvientes llevaban de un grupo a otro. El sirviente de Seqenenra se le acercó trayendo agua, y él y Si-Amón bebieron con avidez.

El grupo que rodeaba a Hor-Aha se separó. Kamose se acercó a su padre.

—¿Cuáles son tus órdenes? —preguntó.

Seqenenra miró hacia el norte y luego al sur. Estaba inquieto, pero el panorama que vio era apacible. El río parecía solitario, la corriente era poco profunda y fluía bajo sus orillas. Los árboles cansados se inclinaban ante la fuerza del sol. En el terreno que ocupaba el ejército no había sombra alguna.

—Di a los oficiales que, si quieren, los hombres pueden dormir durante una hora —contestó, mirando a Kamose—. Pero deben hacerlo en formación de batalla y con las armas al alcance de la mano; los aurigas, en sus carros, con los caballos atados. Divide a los Valientes, sitúa la mitad al sur de donde estamos y el resto al norte. Esta tarde de verano no me gusta, Kamose. Tengo escalofríos por la espalda.

Cuando Kamose se fue, Si-Amón, subido al carro, se agachó junto a Seqenenra.

—Permite que te desate, padre, para que por lo menos puedas acostarte un rato —suplicó—. Me gustaría que el médico te viera.

Seqenenra vaciló. Era cierto que le dolía la espalda, por no hablar de la cabeza. Sería un alivio poder desentumecerse un poco. Volvió a mirar el terreno que los rodeaba, dormido bajo el influjo del sol. Muchos soldados se acababan de tender en el suelo, con los shentis levantados para que les cubrieran la cabeza.

—Muy bien —contestó instantes después—. Pero no llames al médico, Si-Amón. No puede hacer nada. —Si-Amón lo desató y con suavidad lo ayudó a tenderse en el suelo del carro, donde estaría protegido de los rayos del sol. Seqenenra se relajó con un suspiro. Poco después añadió—: Si-Amón, sé que te estoy exponiendo a un grave peligro. Deberías tener un guerrero a tus espaldas para que luchara mientras tú maniobras el carro. He dado instrucciones a uno de los Valientes para que nos siga de cerca, y si yo caigo debe ocupar mi lugar. Y tampoco debes protegerme arriesgando tu vida. ¿De acuerdo?

Si-Amón volvió la cabeza. Estaba tendido junto a su padre y los brazos de ambos se tocaban. Sonrió, y el aliento seco y caliente de ambos se mezcló.

—De acuerdo —dijo—. Estoy donde deseo estar, príncipe. Soy un buen auriga y un buen guerrero. Deja de preocuparte.

Seqenenra, medio adormilado, lanzó un gruñido; pero estaba demasiado cansado para seguir hablando, y cayó en un sueño intranquilo.

Lo despertó el relinchar de un caballo. Durante el instante que tardó en despertarse por completo, deseó, molesto, que Ahmose comprendiera que en ciertas épocas del año dos sementales no debían ocupar sitios vecinos en las cuadras. Se irguió con dificultad, mientras Si-Amón aferraba las riendas que había asegurado en la barra delantera del carro. El ejército, que en aquel momento se ponía de pie y tanteaba buscando las espadas, se hallaba rodeado por un mar de carros cuyos caballos lucían las plumas azules y blancas de la realeza. Detrás de los carros se encontraba la infantería real, con hombres terribles y dispuestos, y el sol del atardecer teñía de rojo el bosque de espadas, los gruesos escudos, las hachas que colgaban de los cinturones.

Si-Amón tomó a su padre con un brazo mientras con el otro trataba de controlar a los espantados caballos, pero Seqenenra se aferró al costado del carro y lo obligó a soltarlo.

—¡Aquí puedo conservar el equilibrio! —gritó—. ¡Debemos tomar la ofensiva! ¡Apresúrate, Si-Amón!

En el momento en que Si-Amón se volvió y fustigó a los caballos y el carro comenzó a rodar por el terreno caliente, Seqenenra escuchó una serie de órdenes dadas a gritos que resonaban en los riscos, y todo el ejército se puso en movimiento.

Vio que Kamose sacaba un cuchillo y degollaba a un caballo que acababa de ser herido por una flecha, antes de volver a saltar al carro y ponerse detrás del auriga, para desaparecer bajo la nube de polvo que levantaban los demás carros. Detrás de ellos, los soldados comenzaron a correr en filas ordenadas, las espadas preparadas, los escudos en alto. Seqenenra apretó los dientes, se aferró fuertemente con la mano sana a la barra del carro y miró hacia atrás.

Lo que vio lo hizo elevar una oración de acción de gracias a Amón por haber decidido dividir a los Valientes, porque Pezedkhu, previendo sus movimientos, había dirigido una parte de su división hacia el sur y la otra hacia el norte del risco de Dashlut. «Estamos atrapados —pensó Seqenenra mientras la espada le golpeaba en los pies—, a menos que de alguna manera logremos escapar entre los peñascos para volver a agruparnos en el desierto, donde tendríamos lugar para movernos. Fui un insensato al dirigir el ejército hacia el río. Teníamos que haber permanecido en la arena. Una carga para contenerlos y luego una retirada. Pero ¿habrá tiempo?».

Hor-Aha estaba al mando de las tropas encaradas hacia el norte. Su voz se alzaba, clara y confiada, por encima del rugido del primer ataque. Los carros se precipitaron sobre las fuerzas enemigas. Si-Amón lanzó un grito de advertencia, instantes antes de que el carro de su padre se detuviera en seco, casi arrancándole el brazo a Seqenenra. Entre tanto, Seqenenra gritó:

—¡Ordena una retirada por el sendero del risco! Los Valientes y los carros pueden cubrirnos.

Si-Amón asintió, dando órdenes a los que estaban alrededor de que difundieran el mensaje. Las flechas chocaban contra el carro y, de forma instintiva, Seqenenra se agachó y se inclinó con dificultad para coger su espada. A partir de aquel momento tuvo que permanecer de pie con la espalda recostada en el carro para mantener el equilibrio, empuñando la espada con la mano sana. Los otros carros lo rodeaban, con los aurigas tratando de maniobrar de modo que los guerreros pudieran disparar las flechas en dirección al enemigo; los hombres de Pezedkhu hacían lo mismo. Las espadas del primer asalto cubrían el suelo. Los soldados ya se atacaban unos a otros con hachas y cuchillos.

Seqenenra advirtió que un hombre acababa de clavar una daga en el estómago a uno de sus medjay. El soldado jadeaba y miraba a su alrededor, en busca de otra víctima a quien atacar. Seqenenra levantó la espada y la arrojó por el aire, pero un pequeño movimiento del carro la desvió de su objetivo, le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo del carro. Si-Amón lanzó una maldición, dejó caer las riendas y se volvió. El soldado corría hacia ellos, con el hacha en alto, listo para arrojarla. Con frialdad, Si-Amón se sacó un cuchillo del cinturón y lo arrojó; fue a clavarse en el pecho del hombre. Con expresión de sorpresa, el soldado cayó a poca distancia del rostro empapado en sudor de Seqenenra.

—¡Por favor, padre, quédate ahí abajo! —le gritó Si-Amón—. La lucha es demasiado feroz para que podamos iniciar una retirada.

Uno de los Valientes se dio cuenta de lo sucedido. Saltó al carro con el arco a punto y, montándose a horcajadas sobre el príncipe, comenzó a disparar flechas al enemigo. Seqenenra observaba. El corazón le brincaba dentro del pecho. Parecía que sus soldados resistían en el flanco norte de la batalla. Las líneas no habían retrocedido. Algunos de sus carros se habían liberado de la refriega y rodaban junto al río, disparando contra la periferia del ejército enemigo.

«El enemigo —pensó Seqenenra con amargura—. ¡Míralos! Pocos son setiu. Los demás son buenos egipcios matando a otros buenos egipcios. ¡Cuánto nos hemos alejado de la santidad de Ma’at!». A causa del calor y del terror del momento, el ojo izquierdo se le había cerrado del todo y tenía convulsiones en el párpado. Le palpitaba la cabeza por dentro. Oyó que el valiente gritaba:

—¡Están rompiendo las defensas del flanco sur, príncipe! —y durante un instante de delirio creyó que se refería a Pezedkhu, pero Si-Amón lanzó un quejido.

El carro cambió de dirección y comenzó a moverse, dando saltos al pasar sobre los soldados caídos. La perspectiva de Seqenenra se alteró. De repente, en la distancia, vio un carro con los costados resplandecientes de oro y con ruedas cuyos radios parecían arrojar fuego en la tarde tórrida. No prestó atención al auriga, porque detrás de él se encontraba un joven alto con los brazos cubiertos por las pulseras del jefe y cuyo casco azul y blanco tenía el borde dorado. Apuntaba y gritaba. Era Pezedkhu. A su alrededor se reunían sus Valientes y, detrás, las filas de la defensa del sur seguían avanzando con orden y disciplina.

Frente a ellos, los soldados de Seqenenra retrocedían, morían, luchaban con desesperación, bloqueando cualquier posibilidad de retirada por el sendero de las montañas. Era patético observar su coraje; al verlos, a Seqenenra se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero el enemigo los superaba en número. Desesperado, buscó a Kamose y lo vio; sus caballos habían caído mientras él luchaba cuerpo a cuerpo en la parte de atrás del carro, con el rostro, los brazos y el shenti cubiertos de sangre.

De repente, Seqenenra comprendió lo que estaba haciendo Si-Amón: trataba de rodear el conflicto y deslizarse dentro del sendero rocoso de los peñascos.

—¡Te lo prohibo! —trató de gritarle Seqenenra—. ¡No quiero que me salves, Si-Amón! ¡No quiero sufrir esta vergüenza!

Pero se dio cuenta de que estaba profiriendo sonidos ininteligibles. Con una tensión tan grande, su boca deforme ya no le obedecía.

Durante largo rato, Si-Amón trató de avanzar entre los grupos de hombres jadeantes y cubiertos de sangre, que se atacaban con furia, pero por fin tuvo que admitir su derrota. El camino estaba cortado por completo. Seqenenra lo oía murmurar, vio que miraba hacia el norte, luego hacia el sur, desesperado por encontrar un lugar donde ocultar a su padre, mientras Seqenenra permanecía acurrucado entre las piernas del valiente que lo defendía.

El carro se detuvo. Si-Amón se agachó para mirar el rostro de su padre.

—Poco a poco nos van cercando desde todos los extremos —informó. Tenía la cara empapada en sudor—. No puedo sacarte de aquí. Vamos a morir, príncipe. —Seqenenra asintió con la cabeza. No trató de hablar. Si-Amón se agachó y lo besó—. Todo esto ha sucedido por mi culpa —dijo—. Todo es culpa mía. ¿Puedo tomar el hacha y los cuchillos, padre?

Sin esperar respuesta, levantó la pesada hacha que colgaba del cinturón de Seqenenra y deslizó las dagas a sus manos. Después se puso de pie. Seqenenra trató de rezar, pero no podía. A su alrededor, el ruido alcanzaba proporciones ensordecedoras y en él había un pánico atroz. Su ejército estaba a punto de ser derrotado. De repente, el valiente que se encontraba sobre él lanzó un hipido. La sangre cubrió a Seqenenra, una lluvia roja y cálida, y el valiente desapareció de su vista. Con la mano sana, Seqenenra se levantó el shenti y se limpió la cara.

Si-Amón dio un grito. El carro brincó y comenzó a avanzar. Seqenenra trató de sujetarse, pero rodaba hacia un lado. Gritó y se retorció, pero Si-Amón no podía ayudarlo. Había desaparecido. Las riendas golpeaban, sueltas, en la delantera del carro. Seqenenra reunió toda sus fuerzas y trató de aferrarías, presionando con la pierna sana en el costado del carro, pero los caballos estaban desbocados. Las riendas se le escaparon de las manos.

De repente, el carro chocó con un obstáculo, se inclinó y Seqenenra cayó. Se sintió mareado, tenía un fuerte dolor en la pierna sana. Estaba tendido a la sombra del carro, volcado encima de él. Oyó gritar a Si-Amón.

—¡Ya voy, padre, ya voy!

«¿Dónde estará Kamose? —pensó Seqenenra—. ¿Y Hor-Aha? ¿Habrán muerto? Querido Ahmose, trata de seguir adelante, trata de mantener unida a la familia aun en el caso de que tengáis que huir…».

Tuvo una repentina y vivida visión de su jardín en el fresco silencio de una larga tarde de invierno, en la que el agua del estanque apenas se movía, las hojas de los árboles apenas temblaban. Aahotep estaba sentada en el borde del estanque con un pie dentro del agua.

—Ha sido una estación maravillosa —Seqenenra decía—. ¡Tan hermosa! Nunca habrá otra igual.

«¡Aahotep! —pensó Seqenenra con angustia mientras apretaba los dientes para luchar contra el dolor—. Sin duda esta vida mía fue gloriosa y terrible, y maravillosamente extraña; sin embargo, habría preferido nacer en cualquier otra época, una época más sencilla, en la que no me hubiera costado tanto aceptar mi destino».

Escarbando espasmódicamente en la tierra sucia con la mano, palpó el cabo de un cuchillo, que desenterró y empuñó con fiereza. Un hombre se alzaba a su lado, los pies descalzos, el shenti desgarrado, el hacha en alto y cubierta de sangre. Al notar el estado de indefensión de Seqenenra, sonrió con desgana. Cogió el hacha con ambas manos y la alzó sobre su cabeza. Rápidamente, Seqenenra le arrojó el cuchillo a los tobillos, pero el hombre lo esquivó. «Amón —pensó Seqenenra en el instante que precede a la muerte—, concédeme un peso favorable…».

Lo último que alcanzó a ver mientras el arma descendía fue el brillo de un rojo sombrío que arrojaba el sol.

El hacha golpeó a Seqenenra en el ojo derecho, rebotó, le destrozó la mejilla derecha y le arrancó la nariz. El soldado estaba cansado y no había golpeado con tanta fuerza como quería. Lanzó una maldición y la volvió a levantar, y esta vez le destrozó el pómulo izquierdo. Jadeante, el hombre la arrancó con torpeza y miró el cuerpo. El pecho todavía temblaba ligeramente. Cogió una espada perdida en medio del desorden que lo rodeaba, volvió con un pie la cabeza de Seqenenra y se la clavó en el cráneo, detrás de la oreja izquierda. El cuerpo tuvo una convulsión y luego quedó inmóvil. El soldado se alejó dando traspiés.

Si-Amón lo había visto acercarse a su padre y levantar el hacha. Lanzó un grito y se abalanzó hacia delante, pero un auriga de Pezedkhu que había perdido los caballos se le cruzó empuñando un cuchillo, y Si-Amón no tuvo más remedio que luchar con él. Cuando el hombre cayó a sus pies, ya era demasiado tarde. Horrorizado, Si-Amón vio la espada que salía del cuello de su padre. Una vez más trató de acercarse a él, y de nuevo le bloquearon el paso. Loco de dolor y de rabia, empezó a luchar, mientras las lágrimas le corrían por el rostro sucio. Los soldados enemigos lo fueron alejando cada vez más del cuerpo de su padre, que seguía aplastado bajo el cairo.