Capítulo 7

Una mañana de mediados de Phamenoth, Ramose llegó en barca hasta los escalones del embarcadero y se dirigió con su escolta hacia la casa, después de ahuyentar a Behek y a los demás perros que acudieron a él. Cuando el joven se acercó a presentar sus respetos al príncipe, Seqenenra estaba sentado en el jardín, con Uni detrás y Tetisheri reclinada sobre una estera a su lado con los cojines amontonados a su alrededor. Isis y Mersu permanecían algo apartados. Isis arrojaba flores al agua del estanque para asustar a los peces que nadaban como destellos dorados en las fangosas profundidades. Ramose se adelantó e hizo una reverencia, seguido de dos guardias y de su criado. Luego se enderezó y esperó a que Seqenenra hablara. Éste sintió que los ojos del muchacho se fijaban en su boca y en sus ojos y le recorrían el cuerpo, pero su expresión era abierta y bondadosa.

—Salud, Ramose —dijo con cautela.

La mirada de Ramose voló a su rostro. Tardó un momento en entender lo que se le había dicho, algo a lo que Seqenenra ya se había acostumbrado. Le enseñaba a tener paciencia.

Entonces Ramose dijo:

—Te saludo, príncipe, en mi nombre y en el de mi padre, a quien angustia la noticia de tu desgracia. He de decir que esperaba recibir un papiro tuyo en que me pedirías que no viniera. Lo habría comprendido. —Se volvió e hizo una breve reverencia a Tetisheri—. Me honra volverte a ver, princesa.

Tetisheri sonrió y se resguardó los ojos con una mano para levantar la vista y mirarlo.

—¡Ramose! Cada vez que te veo eres más apuesto —contestó ella—. Tienes las facciones de tu madre y los grandes ojos de tu padre. ¿Cómo está tu madre?

—Está bien. Ha enviado un frasco de perfume para ti y otro para su prima. Es un perfume nuevo que elaboran en Asi. Espera que os guste. Lo haré desembalar más tarde porque también he traído muchos regalos para Tani.

Tetisheri lanzó una risita.

—¡Un nuevo perfume! ¿Y no me ha enviado un hombre para el cual me pueda perfumar? Gracias, Ramose. Es un regalo espléndido.

Seqenenra le hizo señas de que se sentara. Ramose ordenó a su escolta que regresara a la barca y, lanzando un suspiro, se sentó a la sombra del sicomoro.

—Tus heridas son graves, príncipe —dijo con franqueza mientras Tetisheri ordenaba a Mersu que trajera de las cocinas una comida de recepción—. Estoy asombrado. ¿Cómo pudo causarte tanto daño la caída de una piedra?

Seqenenra lo miró sin comprender y luego recordó la carta que Kamose había enviado a Het-Uart.

—El carro avanzaba con rapidez bajo el saliente —contestó, haciendo una pausa tras cada palabra para estar seguro de que Ramose lo entendía—. Yo sólo pensaba en el león que quería cazar. Por alguna razón se soltaron las piedras y sólo recuerdo el ruido que hicieron al desplomarse.

Ramose asintió con la cabeza.

—Mi padre desea saber si necesitas algo, cualquier cosa, otro médico, que te preste algún capataz…

Seqenenra se llevó la mano a la banda de lino atada alrededor de la cabeza. La palpó con aire distraído.

—Agradéceselo en mi nombre —contestó—, pero no necesito nada. Mi médico es el mejor que hay en Egipto.

Hubo un movimiento en la casa y Tani apareció con He-Ket, que la seguía obedientemente. Al ver quién era el recién llegado, abrió los labios en una ancha sonrisa y tendió ambas manos a Ramose. Él se puso de pie con presteza y las tomó entre las suyas.

—¡Qué hermosa eres, princesa! —exclamó, besándole una mejilla. Tani se apartó, lo miró unos instantes y luego se instaló junto a Tetisheri.

—¡Bueno! —dijo—. ¿Nos prometeremos en matrimonio durante esta visita, Ramose? Debo confesarte que estoy cansada de esperar. Mi padre ya es perfectamente capaz de escribir su nombre y el título en el documento, y si me dices que no traes la firma y el sello de tu padre, pienso hacértelo pagar.

«Sí —pensó Seqenenra—. Que se comprometan ahora mismo y luego se casen». Miró a Ramose, que había vuelto a cruzar las piernas.

—He traído el documento del compromiso —contestó—. Sólo hace falta la firma de tu padre. Pero el mío insiste en que esperemos seis meses antes de casarnos.

Tani levantó las manos. El sol brilló en sus dedos cubiertos de anillos.

—¿En serio? —resopló—. Como si fuéramos unos completos desconocidos. ¿Por qué? Teti siempre ha sido un seguidor entusiasta del protocolo. Le dirigiré una incisiva carta a mi futuro suegro y…

Siguió parloteando. Tetisheri la observaba, divertida, y los sirvientes sonreían. Pero Seqenenra estaba pensativo. De repente supo, sin el asomo de una duda, que Teti estaba esperando para ver qué hacía él. «No quiere aliarse con una familia manchada por la traición. ¿Sabrá que me atacó un sicario? La llama de la revuelta ardió en el seno de su propia familia, por lo que será doblemente cauteloso con respecto a este enlace. De alguna manera debo decirle a Tani que, a menos que yo venza y logre llegar a Het-Uart y me convierta en rey de Egipto, Teti no deseará tenerla más en su casa».

—¡Basta, Tani! —dijo de repente Ramose con aire severo y, sorprendentemente, Tani cerró la boca aunque se las arregló para encogerse elocuentemente de hombros—. Mi padre está de acuerdo en que el contrato del compromiso se firme y se selle ahora mismo. Prepararemos las festividades en Khemennu, y tú y tu familia vendréis dentro de seis meses para las celebraciones finales. No conozco las razones por las que nos impone esta larga espera, pero tú y yo ya hemos esperado muchos meses, de manera que no habrá gran diferencia. ¿Tal vez sea por el asunto de la dote?

Miró con amabilidad a Seqenenra, que no contestó.

En aquel momento aparecieron los sirvientes con vino y pasteles. Los seguía el resto de la familia, y Ramose se puso de pie para inclinarse ante Aahotep y abrazar a los tres hermanos de Tani. Todos se instalaron alrededor del estanque y la conversación versó sobre temas generales. Al rato, Ramose y Tani se pusieron de pie y Seqenenra les dio permiso para irse.

Ramose pasó un brazo alrededor de los delgados hombros de la muchacha y se encaminaron al río. Behek se levantó y los siguió, jadeando. El sonido de las voces pronto desapareció y fue reemplazado por el piar de las aves en las cañas y el zumbido de los insectos en los arbustos. Por encima de sus cabezas se unían las hojas de las palmeras proyectando sombra sobre el sendero blanco y polvoriento. En su avance, los dedos de los pies de Tani se hundían en la arena.

—Estoy muy enfadada con Teti —dijo—. Y supongo que mi padre se sentirá ofendido. Después de todo es un príncipe, Ramose. Merece ser tratado con más deferencia por tu padre.

—Mi padre tiene plena conciencia del honor que Seqenenra le hace al permitirte que te cases conmigo —contestó Ramose en tono vacilante—. No se trata de que mi padre tenga segundas intenciones, ni de orgullo, ni de la necesidad de poner a prueba la autoridad del tuyo. —Ambos se detuvieron. Él la hizo volverse para que lo mirara y le pasó un dedo por las cejas. Detrás y delante de ellos, el sendero zigzagueaba y se internaba en la oscuridad—. Debo ser sincero contigo, Tani —admitió él—. Te quiero mucho. Pero corren rumores de que Seqenenra fue herido por la mano de Apepa porque planeaba una rebelión. ¿Es verdad? Mi padre así lo cree.

—¡Me importa un rábano lo que crea tu padre! —exclamó Tani con rabia—. ¡Es un viejo gordo con más autoridad de la que se merece! ¡Cómo se atreve a dudar con respecto a mí, una princesa con sangre real en las venas!

Ramose dio un paso atrás para evitar el rostro enrojecido de Tani y su furia.

—Yo también estoy irritado —dijo sin inmutarse—. No me importa lo que tu padre o el mío hagan o digan. Pero somos hijos obedientes, Tani, y lo seguiremos siendo hasta que nuestros padres mueran. No has contestado a mi pregunta. ¿No confías en mí?

Ella lo observó, agachando la cabeza.

—Mi lealtad pertenece a mi familia —dijo en tono gélido—, y tú todavía no eres miembro de mi familia ni yo de la tuya.

Ramose alargó los brazos para sacudirla suavemente.

—Si me dices la verdad, juraré por Tot, protector de Khemennu, que no se lo diré a un alma viviente. Ni siquiera a mi padre.

Tani respiró hondo.

—Muy bien, Ramose. También estoy irritada con mi padre por haberse puesto en la situación en que se puso, y que desató sobre él la ira del rey. Lo quiero mucho y le tengo mucha lástima. Pero debes prometerme que no dirás una sola palabra. Esta noche pronunciaré una maldición que tendrá efecto si alguna vez lo cuentas.

Ramose asintió con la cabeza.

—Estoy de acuerdo.

—Entonces te diré que es cierto. Mi padre soportó las ofensas de Apepa todo el tiempo que pudo, hasta que recibió una carta en la que el rey le decía que tenía que matar a los hipopótamos. ¿Te imaginas algo más absurdo? Mi padre es inteligente y consiguió evitar un acto tan cruel, pero luego el rey quiso que edificara aquí un templo para Set. —Se mordió los labios y le dirigió una mirada de preocupación—. Supongo que podría haber pensado en construir un pequeño santuario, pero Weset pertenece a Amón. Era imposible. Mi padre reunió un pequeño ejército y cuando estaba listo para marchar hacia el norte, alguien trató de asesinarlo. Ignoramos quién fue. Es posible que no lo sepamos nunca. —Le tembló la voz—. Todos creemos que en esta acción estaba la mano de Apepa.

Ramose la tomó por la cintura y reanudaron el paseo.

—Lamento ocasionarte este disgusto —dijo él—, ¿pero comprendes, no es verdad, que mi padre debe cuidar su reputación? Hay que esperar seis meses para asegurarse de que Seqenenra ha aprendido la lección y que de ahora en adelante permanecerá quieto.

—¡Con cuánto tacto lo expresas! —farfullo Tani, muy estirada—. Hablas como si mi padre fuera un perro desobediente al que hay que castigar para amansarlo.

—Siempre te he hablado con franqueza —replicó Ramose—. No tiene sentido que andemos fingiendo en este asunto, Tani. De ello depende nuestro futuro.

—¿Supongo que crees que mi padre es un traidor y además un loco?

Acababan de llegar al embarcadero. Él la hizo bajar los blancos escalones. El agua los lamía, muy cerca de sus pies. Una familia de patos salió de las cañas y se elevó suavemente hacia una de las pequeñas islas situadas en medio del río. A lo lejos, los peñascos vacilaban, rojizos, sobre un cielo sin nubes.

—Creo que la causa de tu padre es justa, pero sus métodos son equivocados —contestó Ramose con los ojos entornados para protegerse del sol, y la mirada fija en los patos que en aquel momento subían de uno en uno a la orilla rocosa—. No comparto la actitud de cómoda sumisión de mi padre hacia nuestros amos setiu. Algún día me gustaría ver a un egipcio sentado en el Trono de Horus. Pero no sucederá durante nuestra vida. —La obligó a mirarlo—. Tu padre es un hombre valiente, pero confío en que su arrebato de furia haya cesado.

Tani no contestó. Le dirigió una breve sonrisa y apartó la mirada. «La furia de mi padre no ha cesado —pensó—. Nunca cesará. En cuanto al ejército, los soldados han regresado a sus casas. Espero con fervor que no se los vuelva a llamar, pero no me gusta ver a Kamose y Hor-Aha conversar durante horas con mi padre, ni ver discutiendo a Kamose y Si-Amón cada vez que están juntos. Se prepara algo más. Y tengo miedo. Nadie me dice nada. Como soy la menor, creen que todavía soy una criatura y que deben ahorrarme preocupaciones».

De repente, cogió los dedos de Ramose.

—¿Soy una mujer para ti, Ramose? —preguntó en tono urgente—. ¿O soy una muchacha bonita que ha conquistado tu afecto y a quien tratas con bondad y ligereza? ¿El nuestro es para ti simplemente un matrimonio ventajoso?

—Tani —contestó él—. En casa hay docenas de mujeres bonitas y a las que trato con bondad y ligereza. Te he visto crecer y convertirte en una hermosa mujer de pensamiento rápido y de temperamento impulsivo. Te quiero. Y en cuanto a eso de un matrimonio ventajoso, bueno —suspiró, irritado con sus propios pensamientos—. Tal vez seas una princesa, pero tu familia ahora vive bajo la amenaza de la desaprobación del rey, lo cual preocupa a mi padre. ¿Por qué esas dudas repentinas?

Ella apoyó la mejilla en el cálido brazo de Ramose.

—Quiero ser feliz —le susurró—. Quiero vivir para siempre contigo en Khemennu. Casi no soporto seguir mirando a mi padre, mostrarme alegre cuando estoy cerca de él, simular que lo aliento. ¡Era tan recto, tan elegante, Ramose! ¡Un señor! Cada vez que he de acercarme a él, me invade un odio terrible hacia el rey y un gran dolor al recordar las cosas tal como eran antes. ¡Por favor, te pido que me saques de aquí!

Ramose no tenía nada que decir. La atrajo hacia sí y la acarició en silencio hasta que sintió que se relajaba. Después hablaron de otras cosas. Pero cuando se reunieron con el resto de la familia para la comida de la noche, Ramose se descubrió observando con desapego y fastidio a los orgullosos Tao. La noche era calurosa, empezaba a notarse el aire irrespirable del verano.

Seqenenra, sólo vestido con un delgado shenti de lino, comió poco. La muleta estaba discretamente colocada a sus espaldas, junto a Uni. El paño que le cubría la cabeza destacaba claramente en el salón poco iluminado. El príncipe introducía con rapidez la comida en su boca deforme, como si abrigara la esperanza de que nadie lo viera, y recorriendo a los presentes con la mirada. Ramose pensó en su propio padre, ungido y cubierto de alhajas, haciendo grandes ademanes y hablando con su voz baja y cultivada con cada uno de los invitados que comían en sus mesas de marfil cubiertas de flores. Teti se parecía a un enorme buho, bueno y sabio. Seqenenra era un halcón herido, apaleado y sin embargo alerta, con una vigilante malicia detrás de aquellos ojos incisivos. Ramose sonrió ante el dramatismo de sus imaginaciones, y Seqenenra, al ver que lo miraba, de repente le sonrió. Ramose asintió con la cabeza y apartó la mirada.

La princesa Aahotep estaba al lado de Seqenenra. Era una mujer morena y hermosa cuyos movimientos tenían una gracia voluptuosa. «No se parece mucho a mi madre —se dijo Ramose—, a pesar de que son parientes». Su madre era una mujer ya madura. En cambio Aahotep, con sus labios generosos y su piel bruñida, era tan sensual como las concubinas del rey que se reunían y se echaban lánguidamente sobre los cojines colocados alrededor de las fuentes del harén durante las tardes de verano. La vio volverse hacia atrás para hablar con Hetepet, su sirvienta, y luego inclinarse hacia un lado para acercar la boca al oído de su marido. Sus movimientos eran gráciles y flexibles.

Ramose bebió vino y permitió que sus pensamientos vagaran igual que su mirada. Los gemelos Kamose y Si-Amón estaban sentados ante una misma mesa llena de restos de comida, pero no conversaban. La reserva que reinaba entre ellos era casi palpable. Aunque cuando se miraban era como si un solo hombre se estuviera mirando al espejo —ojos negros, rostro largo y delgado, nariz afilada y una masa de rizos negros—, había entre ellos un abismo que los separaba. «¿Qué será?» se preguntó Ramose. Se dio cuenta de que Si-Amón lo miraba, cosa que había notado con frecuencia durante la noche, mientras los músicos tocaban y bailaban y las sirvientas se movían de un lado a otro con guirnaldas de flores y conos de aceite perfumado. Lo ponía nervioso. Kamose se volvía con frecuencia para conversar con el guerrero medjay de aspecto salvaje que estaba sentado a su lado, un hombre de ademanes lentos y ojos rápidos y fríos. En cambio, Si-Amón parecía hundirse cada vez más en su estera, mientras manoseaba la comida con los dedos cubiertos de anillos.

Ahmose el alegre, ligero de ropas, terminó de comer mucho antes que los demás y se puso a vagar entre los comensales, honda en mano, metiendo ocasionalmente los dedos en la bolsa de cuero que colgaba de su cinturón, de la que sacaba pequeñas bolitas. El ruido de sus disparos punteaba la conversación y cantaba fragmentos de alguna melodía mientras apuntaba y tiraba. Nadie le prestaba la menor atención. Sin duda era tanta su puntería con la honda, que nadie se asustaba. La gran señora Tetisheri estaba un poco apartada, rodeada por su cortejo de criados, una anciana dama muy erguida y resplandeciente, cuya mirada aguda los observaba a todos y cuyos menores movimientos producían una rápida y obediente respuesta a su alrededor. Ramose se estremeció interiormente. Cuando era niño, Tetisheri siempre lo aterrorizaba, y aun entonces, ya todo un hombre, le inspiraba una especie de temor religioso. Mersu, su criado, respondió a una orden cuyas palabras se perdieron en el murmullo general, y se inclinó amablemente hacia ella. Ramose lo observó. Era pariente o amigo de alguien que estaba al servicio de su padre, tal vez su criado. Cuando los Tao iban a visitarlos, los dos siempre estaban juntos. Parecía un hombre muy tranquilo.

Su Tani estaba sentada en una estera junto a la hermana, con los brazos llenos de pulseras y las rodillas encogidas, cubiertas por el delgado lino rojo de su vestido; mientras hablaba, el pelo le rozaba el cuello. A Ramose se le derritió el corazón. Ignoraba qué era lo que despertaba aquellos sentimientos en él. Tani era muy distinta del resto de la familia y, sin embargo, lo había sorprendido el rapto de furia que había sufrido aquel día, y que él deliberadamente pretendió pasar por alto. Ella también poseía el abrumador orgullo de los Tao.

La hermana, Aahmes-Nefertari, era una versión más joven de la madre: morena, bien formada, penetrantes ojos negros y labios arrogantes. Ramose ya sabía que estaba embarazada. «Otro príncipe —pensó—. Otro Tao para escupirle al rey y soñar aquel eterno sueño del poder y del antiguo Ma’at. ¡Por Tot! ¡Los admiro! No conviene que lo sepan, puesto que yo también provengo de una familia venerable y soy orgulloso, pero me alegra estar sentado aquí donde el aire es más limpio y pienso en un Egipto menos complicado. Pero también son peligrosos: tan imprevisibles como toros, y en cierto sentido, incluso como mi Tani. Lo llevan en la sangre. Osiris Mentuhotep neb-hapet-Ra… Conozco la historia».

Percibió un movimiento y un susurro a su lado, que le hicieron interrumpir sus pensamientos. El príncipe Si-Amón se sentaba en el suelo. Ramose le sonrió sin ganas. En la mano sujetaba una copa con gran cuidado y al ver sus mejillas sonrosadas y los ojos brillantes, Ramose llegó a la conclusión de que ya estaba bastante bebido.

—Príncipe —dijo Ramose, agachando la cabeza.

Si-Amón le devolvió el saludo.

—Bueno, Ramose —dijo—. Solíamos acercarnos juntos a los cocodrilos en los pantanos de Khemennu y salir a cazar huevos de ibis. ¿Recuerdas esa vez que Kamose y yo te atamos a una barca y te arrastramos a lo largo del río? Estuviste a punto de ahogarte. Y ahora vas a convertirte en mi cuñado. Me parece bien. ¿Tienes alguna duda?

Bebió y extendió la copa para que se la volvieran a llenar. El sirviente que estaba a sus espaldas lo hizo y se alejó.

—Por supuesto que no, príncipe —contestó Ramose—. Amo a Tani y será una magnífica esposa. Se trata de un enlace respetable y conveniente.

—¿Incluso teniendo en cuenta los problemas que ha tenido mi padre? —Si-Amón acercó el rostro al de Ramose—. Tú sabes que la gente murmura que Apepa planeó el atentado que sufrió. No estamos precisamente en buenas relaciones con el rey.

Ramose se puso tenso. Más allá de las palabras que Si-Amón arrastraba a causa del vino, y tras sus ojos vidriosos, presentía que aquel era un interrogatorio intencionado.

—Los rumores siempre abundan en las fincas de los nobles y poderosos —contestó Ramose con cuidado—, y nuestro dios tiene una naturaleza dada a las sospechas. No creo que Seqenenra haya sido traidor, ni el rey vengativo. No hago caso de las habladurías, príncipe.

Una expresión curiosa, mezcla de desilusión y de alivio, cruzó por los ojos de Si-Amón.

—Así que no sabes nada del asunto —insistió.

Ramose extendió las manos.

—Solamente lo que pasa de boca en boca durante las tardes de ocio. ¡Es todo tan absurdo, Si-Amón! Pero supongo que preocupa a la familia. El accidente de caza es una verdadera tragedia.

Esperaba haber hablado en tono convincente. Si-Amón ignoraba que Tani le había dicho la verdad, y él no debía traicionar su confianza.

—¿Y tu padre? —insistió Si-Amón—. Teti es uno de los favoritos de Apepa. ¿Qué sabe él?

Lo preguntó en voz baja, en tono casi desolado. Ramose ocultó su sorpresa y presintió en el príncipe algo cercano a la desesperación.

—Si estás sugiriendo que mi padre estaba enterado de que se planeaba un atentado contra el tuyo, un ataque que el mismo Seqenenra admite que fue un accidente de caza, estás transgrediendo nuestros lazos de sangre —dijo—. De haber habido un ataque, y si mi padre lo hubiera sabido con antelación, se lo habría advertido a Seqenenra.

La indignación de Ramose era genuina. Si-Amón se quedó mirándolo fijamente durante un momento y luego lanzó una carcajada carente de toda alegría y en la que había un exceso de olor a vino.

—Lo siento —dijo, todavía atragantándose con el vino—. ¡Por supuesto que lo habría hecho! Perdóname.

Comenzó a ponerse de pie con una total falta de equilibrio. Ramose lo cogió por un brazo.

—Si-Amón —dijo en tono tajante—. ¿Estás enfermo? ¿Tienes algún problema?

Si-Amón permaneció largo rato mirándolo.

—Te envidio, Ramose —dijo por fin—. Antes yo era como tú. Le daría a Amón cualquier cosa que su corazón deseara con tal de poder volver a parecerme a ti. Tani es una muchacha afortunada.

Le dirigió un esbozo de sonrisa y se alejó. Mientras lo hacía, Ramose notó que Mersu, el criado, lo miraba con fijeza.

«En este salón hay corrientes ocultas muy desagradables —pensó Ramose mientras dejaba la copa de vino en la mesa—. ¿Qué podía saber mi padre sobre el intento de matar a Seqenenra? Sin duda se lo habría dicho a alguien, se lo habría advertido al marido de la prima de su esposa, pues es un hombre leal a las relaciones entre nuestras familias. ¿Verdad que sí?». Pero las frases irracionales de Si-Amón lo inquietaban.

Su mirada se encontró con la de Tani. Con un movimiento de cabeza le propuso que pidiera autorización de Seqenenra para salir al jardín. «¡Ojalá pudiera volver a casa llevándome a Tani! —pensó mientras se acercaba a la mesa del príncipe—. Me siento igual que una criatura en medio de un laberinto al caer la noche. Me iré mañana mismo, en cuanto se haya firmado el contrato».

Por la mañana, Seqenenra firmó con su nombre y título el contrato de matrimonio.

—Puedes decirle a Teti —le indicó a un Ramose nervioso que se esmeraba por comprender sus palabras casi ininteligibles pero pronunciadas en un tono vehemente que me siento afrentado y descontento por la demora de seis meses en la boda. He pagado una buena dote. El linaje de Tani es único. Si llegara a haber más problemas, retiraré mi consentimiento y exigiré compensaciones a tu padre.

El lado izquierdo del rostro del príncipe era una máscara inerte e inexpresiva, pero el derecho mostraba su profunda irritación. Ramose hizo a un lado el temor que le inspiraba aquel hombre formidable.

—Mi padre no me explicó con claridad los motivos —dijo—. Pero debo respetar su decisión, príncipe. Entonces, cuando dentro de seis meses venga a buscar a Tani, mi conciencia estará tranquila. —Quiso mirar a Seqenenra a los ojos—. Olvidas, señor, que a pesar del amor que siento por tu hija, estoy tan desilusionado como tú.

De repente, Seqenenra rodeó a Ramose con su brazo derecho y lo abrazó con fuerza.

—Me gustas —le dijo—. Aprecio tu valor. Veo que has traído regalos. Ve y entrégaselos a mi hija. Yo no estaré en los escalones del embarcadero cuando zarpes, pero te deseo buen viaje.

Se alejó renqueando, y Ramose lo observó antes de hacerle señas a un sirviente de que levantara la caja que tenía a sus pies y la llevara a los aposentos de las mujeres. «Si no supiera que no es así —pensó Ramose, preocupado—, imaginaría que esas palabras son una especie de despedida definitiva».

Tani aplaudió y lanzó exclamaciones al ver los regalos, y mandó llamar a su madre y a su hermana para que también los admiraran. Había piezas de lino de la mejor calidad y de muchos colores distintos, jarras de polvo de oro para rociar sobre la galena y la pintura de ojos, cucharas de ébano con incrustaciones de oro, plumas de avestruz de Kush teñidas, aros de plata y jaspe, y un pequeño hipopótamo de alabastro con negros ojos de obsidiana y dientes de marfil. Tani lo acarició encantada.

—¡Qué atento eres, Ramose! —exclamó, alegre y de repente vergonzosa—. Te has acordado de cuánto los quiero.

—No era fácil que lo olvidara, considerando la cantidad de veces que me has llevado a los pantanos para que los admirara —contestó él—. Ahora tengo que irme, Tani. Dentro de seis meses, cuando estén listos los preparativos de la boda, vendré a buscarte, y a partir de entonces no tendré que volver a despedirme de ti. —Le hizo una reverencia a Aahotep—. Gracias por tu hospitalidad, princesa. Haré una ofrenda a Tot para que la salud de tu esposo siga mejorando.

Aahotep lo miró con sus ojos de negras pestañas y puso una mano cálida en su mejilla.

—Saluda a la familia en mi nombre, Ramose —dijo con su voz ronca.

Bajó la mano, miró a Tani y luego volvió a mirar a Ramose, que se preguntó a qué se debería una expresión tan seria. El viajero se despidió con un beso de Aahmes-Nefertari, y él y Tani se encaminaron a los escalones del embarcadero, donde la barca de Ramose permanecía amarrada meciéndose sobre las aguas del río, con los gallardetes casi inmóviles por la falta de brisa. Una vez allí, él volvió a abrazarla mientras Tani contenía el llanto. Ramose subió la rampa y embarcó.

El capitán dio la orden de zarpar. Behek comenzó a ladrar furiosamente al ver que la barca se alejaba en busca de la corriente que fluía hacia el norte. Ramose se apoyó en la barandilla y vio desaparecer a Tani, una figura pequeña, muy erguida, que vestía una túnica de lino blanco y tenía al perro saltando a su alrededor. Se le hizo un nudo en la garganta. «Es muy valiente —pensó—. Valiente y leal». La fuerza de su emoción lo sorprendió. Saludó una última vez y entró en la cabina.

Los tres meses siguientes transcurrieron en la finca con la quietud que siempre precede al khamsin del desierto. Los campos cultivados pasaron del verde al dorado. Los inspectores de Seqenenra recorrían los campos, vigilaban la limpieza de los graneros y consultaban las listas de los rendimientos del año anterior. Pero el mismo Seqenenra no lograba interesarse por los asuntos de sus dominios.

Kamose y Si-Amón celebraron su cumpleaños, Kamose con alegría pero Si-Amón con un silencioso desconcierto que casi era mal humor. Seqenenra ofreció una recepción en honor de sus hijos, a la que invitó a los dignatarios de Weset y de las provincias. Observó con silenciosa preocupación los esfuerzos que hacía Si-Amón por mostrarse agradable. «Algo lo está consumiendo por dentro», pensó. Seqenenra intentó averiguarlo, pero Si-Amón se mostró amablemente evasivo. El problema sin duda no residía en la salud del joven ni en la de su esposa. Aahmes-Nefertari estaba sumida en la felicidad de su segundo embarazo.

Finalmente, Seqenenra se irritó. Con la cabeza latiéndole y la espalda y los hombros doloridos por la muleta, le dijo a su hijo mayor que si su problema se relacionaba con la lucha que se avecinaba, lo libraría de toda obligación de marchar. Si-Amón trató de contestar, con la boca temblorosa, pero en definitiva se volvió a hundir en su incómodo silencio y huyó.

Seqenenra interrogó a Kamose, pero éste estaba tan desconcertado como él.

—No lo sé —le contestó a su padre—. Si-Amón me evita; ya ni siquiera nos peleamos. A veces va a los pantanos con Ahmose. Ya sabes lo fácil que es estar con Ahmose. Y, aparte de eso, Si-Amón pasa gran parte de su tiempo con Aahmes-Nefertari en los aposentos de las mujeres.

Hacía tiempo que Tetisheri había perdido la paciencia con su nieto, y como le hablaba con dureza, él la rehuía. Pero Aahotep seguía preocupándose por su hijo y hacía todo lo posible por sacarlo de su estado de ánimo, sin conseguirlo.

Seqenenra se vio obligado a dejar de pensar en Si-Amón. Tenía sus propias preocupaciones. Sometía su cuerpo a extenuantes ejercicios, con la esperanza de que lo pondrían en condiciones de ocupar el carro y viajar hacia el norte. Se bañaba todos los días y no le importaba lo que pensasen quienes lo miraban. Sabía que su aspecto era ridículo. Se arrastraba por el campo de entrenamiento bajo un sol que parecía de fuego, sudando y maldiciendo, con los músculos doloridos. En el fondo de su mente pensaba que si tuviera bastante tiempo y trabajara con suficiente esfuerzo podría devolver la vida al brazo y la pierna. Pero, a pesar de todos sus intentos, los miembros seguían inertes, como un continuo reproche.

Varias veces ordenó que lo llevaran al valle donde se erguía el templo de Osiris Mentuhotep-Neb-Hapet-Ra, que ardía de calor en aquella zona del desierto, pero la presencia de su antepasado sólo lo enfurecía, y resolvió no volver a aquel lugar. El destino de Mentuhotep no se parecía al suyo. Mentuhotep no marchó hacia el norte a luchar, convertido en un inválido. Al contemplar el templo de su antepasado, se inspiraba una profunda lástima a sí mismo, y Seqenenra prefería cavilar en la oscuridad conocida de su viejo palacio. Ya no podía subir a la azotea donde, a pesar de que se había limpiado mucho, la mancha de sangre había quedado impresa en los ladrillos. Se instalaba en el estrado de la sala del trono, con la cara deforme vuelta hacia los frisos de las paredes, tratando de mantener el optimismo.

Durante la última semana de Payni, llegó una carta del rey llevada por el jefe de heraldos, que se dirigía exclusivamente a Weset, donde desembarcó escoltado por veinte guerreros que vestían el azul y blanco real, con un inmaculado traje de lino y un resplandeciente casco. Se protegía discretamente del sol bajo un palio dorado, y así se encaminó al salón de recepciones, llevando en una mano el bastón blanco de su rango y en la otra un papiro sellado. Inmutable, Uni lo condujo a un asiento y le ofreció un refrigerio, y luego salió para llamar a su señor, ignorando las espadas que se erguían a su alrededor y los cinturones de cuero con puñales que ceñían los fornidos pechos de la guardia.

—¡Tantos soldados! —murmuró mientras seguía a Seqenenra por el corredor—. ¡Es una ofensa!

—Por supuesto que lo es —contestó Seqenenra sin entusiasmo—. Pero ya estamos acostumbrados a eso, ¿no crees?

Entró renqueando en el salón. El heraldo se puso de pie, se inclinó en una reverencia y lo observó mientras se acercaba. Seqenenra no le permitió tomar asiento, y tampoco dijo nada, por lo que el heraldo no pudo hablar.

Al cabo de un rato, Seqenenra extendió la mano, y el heraldo le tendió el papiro. Con rapidez, Seqenenra rompió el sello y lo leyó, enseguida se lo pasó a Ipi, que estaba a su lado con la escribanía a punto.

—Archívalo —ordenó Seqenenra en tono cortante. Luego miró al heraldo, que se esforzaba por mantener el rostro inexpresivo, pero era evidente lo afrentado que se sentía al verse obligado a permanecer callado. Seqenenra cedió—. Te ofrezco mi hospitalidad —dijo—. ¿Quieres utilizar esta noche mis aposentos de huéspedes?

El rostro del heraldo se iluminó pero no perdió su frialdad.

—Te lo agradezco, alteza, pero vengo bien provisto de vituallas y como debo volver a Het-Uart al amanecer, suplico tu indulgencia. Comeré y dormiré en la barca.

—En ese caso —contestó Seqenenra con tranquilidad—, puedes retirarte.

Durante todo el día tuvo en la mente, como un mal funesto, el contenido del papiro: al realizar sus ejercicios, al echarse a descansar en el lecho y no poder conciliar el sueño, o al compartir la comida de la noche con su familia, que no mostraba apenas interés. Sólo Tani y Ahmose, que habían ido hasta el embarcadero para inspeccionar la barca dorada, le hicieron preguntas, pero el resto de los miembros de la familia sabían que Seqenenra hablaría cuando estuviera preparado para hacerlo.

Esperó hasta regresar del templo. Los amarraderos estaban desiertos. La barca ya no estaba. Entonces los mandó llamar a todos al salón de recepciones y los esperó sentado, con la muleta a su lado en el suelo e Ipi a sus pies. Todos parecían desconfiar, incluso su madre. Se pusieron delante de él y lo miraron con temor. La última vez que los había reunido allí había sido años antes, cuando Apepa les hizo una visita oficial. Seqenenra los miró en silencio.

—Apepa ha hablado —dijo, sin preámbulos—. Él mismo está planeando la edificación de un templo de Sutekh aquí, en Weset, que erigirá junto a la casa de Amón. Sus arquitectos y albañiles llegarán a inspeccionar el lugar dentro de dos meses, después de la cosecha. Luego seguirán viaje hasta Swenet para elegir la piedra. Nosotros debemos proporcionarles los obreros. Esta vez el motivo del papiro es perfectamente claro.

Nadie se movió. Seqenenra comprendió por las expresiones de sus familiares que habían comprendido perfectamente sus trabajosas palabras. Se llevó un dedo al labio caído.

—Aquí no habrá ningún templo en honor a Sutekh —dijo con énfasis—. Ni arquitectos ni albañiles ni extranjeros del norte. Somos egipcios, nuestro dios es egipcio, iniciaremos enseguida la guerra. Kamose, si tú, Hor-Aha y los oficiales os dividís, podremos tener las tropas aquí dentro de un mes. Uni —añadió, volviéndose hacia su criado—, prepara la lista de alimentos y de armas. Ipi, tráeme al escriba de coordinación. —Comprendió que hablaba demasiado rápido y que no entendían sus palabras. Respiró hondo y se dijo que tenía que mantener la calma—. Ahmose, tú no vendrás. Quiero que permanezcas aquí y que te prepares para llevar mi título si yo o tus hermanos no volviéramos.

Habría seguido hablando, pero Ahmose se adelantó, con aspecto de sentirse ultrajado.

—¡Eso es injusto! —protestó—. Soy el mejor tirador de las cinco provincias. Hace dos años que he llegado a la mayoría de edad. Pronto cumpliré los dieciocho. Sé conducir caballos mejor que Kamose o Si-Amón.

Aahotep hizo un ademán hacia su hijo, mezcla de protección y reprensión, pero Seqenenra la atajó.

—No habrá discusiones —dijo con severidad—. Lo lamento, Ahmose, pero ya sabes por qué es tan importante que por lo menos sobreviva un varón de la familia.

—¡Hablas como si todos fuéramos a morir! —exclamó Si-Amón—. ¡El suicidio es pecado, Seqenenra!

Hasta entonces jamás había llamado a su padre por su nombre de pila, y la palabra abrió de inmediato un abismo entre ambos. Kamose contuvo a su hermano.

—Cállate, Si-Amón —dijo en voz baja—. Ya hemos hablado de esto antes. Emprenderemos la marcha y no hay nada más que decir.

Si-Amón lo miró echando chispas por los ojos y se desprendió de la mano vacilante de Aahmes-Nefertari.

—Estoy cansada de tanta conversación —dijo Tetisheri—. Hazlo ya, Seqenenra, y termina de una vez.

Seqenenra consiguió sonreírle antes de volverse hacia Tani, que lo miraba con una expresión interrogante pero tranquila.

—Me temo que eso significa que tu matrimonio se postergará, tal vez indefinidamente, Tani —le dijo.

Fueron las palabras más difíciles que tuvo que pronunciar con su boca deforme. Trató de pensar en algo más que decir, algo reconfortante, pero ella le ahorró esa necesidad.

—Hace un año no habría podido soportar esta noticia —contestó con voz ronca—. Ahora ya puedo aceptar lo inevitable. Este es el motivo por el que Teti insistió en los seis meses de espera, ¿no es cierto, padre? Sospechaba de todos nosotros. Pero conozco mi deber. Sin embargo, si llegas a ser rey, esperaré que premies mi fidelidad.

Seqenenra ni siquiera pudo sonreír ante el fallido intento de su hija de mostrarse alegre, y el rencor se le instaló en el pecho como un frío lastre. Teti no se unirá a nosotros cuando pasemos por su territorio —pensó—, pero tal vez Ramose sí. ¡Ojalá consiguiera obligar a Teti a respetar el contrato matrimonial, para que así pudieran casarse enseguida y permanecer alejados de este trágico caos!

—Una cosa más —añadió—. Yo mismo dirigiré las tropas en el campo de batalla. No puedo luchar bien, pero sabré conducir a los hombres y fomentar su coraje.

Si-Amón respiró hondo. Habría gritado si Kamose no le hubiera apretado el brazo con la mano.

—Amón nos ayudará-dijo Kamose en tono terminante.

Seqenenra ya no podía resistir más y los despidió con un ademán. Cuando la familia terminó de retirarse, se volvió hacia Uni.

—Dame la muleta y déjame apoyar en tu brazo, Uni —ordenó—. Me siento como si hubiera ido y vuelto corriendo de Het-Uart. ¿Crees que regresaré con vida?

Era una súplica, una demanda de protección, algo muy poco común en él. Uni lanzó un gruñido.

—Pregúntaselo a Amonmose, no a mí —replicó—. Yo no soy profeta.

«Tampoco eres un sirviente con tacto», pensó Seqenenra, divertido, y por fin su tristeza desapareció. Ya no habría más golpes de sicarios en medio de la noche, se haría custodiar todo el tiempo hasta que iniciaran la marcha. Esta vez, sin duda, marcharían.

Si-Amón salió del salón de recepciones y ya casi se encontraba al final del corredor que conducía a sus habitaciones cuando Mersu surgió de las sombras y se inclinó ante él. Haciendo caso omiso del hombre, Si-Amón trató de seguir su camino, pero el criado de su abuela le bloqueó el paso.

—Bueno, ¿qué sucede? —preguntó Si-Amón en tono tajante.

Mersu volvió a inclinarse en una reverencia.

—Perdóname, príncipe, pero me gustaría saber lo que ha dicho tu padre. Es muy poco común que reúna a toda la familia.

El descontento de Si-Amón era tan grande que apenas podía mirar a aquel hombre.

—Eso no es asunto tuyo.

—Tal vez —contestó Mersu en voz baja mientras recorría con la vista el corredor desierto—. Pero quizá se trate de un asunto del rey.

—Apepa ha ordenado la construcción de un templo en honor a Sutekh, aquí, en Weset —contestó Si-Amón—. Y ahora, déjame pasar antes de que te golpee. Mersu no se movió.

—¿Y qué hará Seqenenra, príncipe?

—Todavía no lo ha decidido. ¡Sal de mi camino! Mersu se le acercó y le habló en voz aún más baja.

—Debo recordarte, Si-Amón, que si no confías en mí le contaré a tu padre cómo se produjo el ataque contra su persona. Como verás, no tengo nada que perder.

—¡Qué odioso eres! —estalló Si-Amón—. ¡No mereces vivir! Y si mi padre gana, te mataré con mis propias manos. ¡Traidor!

—¿De modo que Seqenenra ha decidido marchar? —dijo Mersu, sin dejarse conmover por las palabras de Si-Amón—. ¿Cuándo?

Si-Amón cedió.

—De inmediato. Ahora mismo está corriendo la voz. Nos reuniremos y marcharemos a fines del mes próximo.

—Epophi —dijo Mersu, pensativo—. Agradecido, principe.

La respuesta de Si-Amón fue una bofetada. El criado retrocedió, con una mano en el rostro, pero se recuperó con rapidez. Hasta sonrió. Si-Amón pasó a su lado, de repente con ganas de respirar aire puro.

En lugar de encaminarse a sus aposentos, corrió al jardín y se detuvo junto al estanque, jadeante y tembloroso. Al rato consiguió tranquilizarse lo suficiente para seguir su camino. «No tengo un solo amigo en quien confiar —pensó—. Nadie con quien compartir este peso de culpa y odio, nadie que me proponga una solución que ya sé imposible, que me ofrezca comprensión y simpatía. Espero que los guerreros de Apepa me maten en la batalla. Es lo único que merezco».

A finales de Epophi, todos los preparativos habían terminado. Los soldados estaban de nuevo en el pueblo del desierto. Los asnos permanecían en corrales junto al río, listos para recibir su carga de vituallas. Los caballos estaban entrenados y limpios. Los oficiales se encontraban reunidos con Kamose y Hor-Aha para recibir consejos de último momento.

Durante la noche anterior, Seqenenra, cansado, malhumorado y con un pésimo estado de ánimo, que la ardiente oscuridad intensificaba, mandó llamar a Ahmose. El verano se encontraba en su momento más caluroso y la tierra mostraba su otro rostro, ajado y estéril. En aquella época del año los dioses parecían hostiles. Ra, el supremo, abrasaba a sus súbditos. La sabiduría y la suavidad de Amón palidecían en aquellos días feroces y aquellas noches irrespirables. Hator, la de cabeza de vaca, estaba demasiado adormilada para responder a las oraciones de las mujeres que le pedían belleza y vigor en medio de aquel calor que arrugaba la piel y quitaba la energía.

Debido a las heridas, a Seqenenra no le gustaba andar desnudo como hacían tantos otros. Lucía el largo manto de un visir cuando Ahmose llamó a su puerta y entró en el aposento. El pelo del muchacho brillaba, estaba mojado. Cuando abrazó a su padre, tenía la piel húmeda y fría.

—Has estado nadando —observó Seqenenra, innecesariamente—. ¿Te gustaría beber un poco de cerveza? —Ahmose asintió con la cabeza y se sirvió de la jarra que había en la mesilla de noche de Seqenenra, luego se sentó en el suelo con la copa en las manos y allí se instaló, con un brazo sobre el lecho. Seqenenra estaba lo más cerca posible de las ventanas, pero el aire de la noche parecía inmóvil, como una cortina palpable y espesa—. No te sientas ofendido por tener que permanecer en casa —dijo Seqenenra con franqueza, mientras observaba que a su hijo se le movían los músculos por la tensión—. Alguien debe quedarse para mandar sobre las mujeres y ocuparse de los deberes de gobernador.

Ahmose tardó unos instantes en descifrar las palabras vacilantes; tenía los ojos fijos en la boca de su padre. Luego se encogió de hombros y sonrió con buen humor.

—Tal vez haya desperdiciado demasiado tiempo cazando —admitió—, pero como soy tu hijo menor, nunca he pensado que me convertiría por un tiempo en un activo príncipe gobernante. Me he divertido, padre, he amado la vida: comer, dormir, emborracharme bajo las palmeras durante las largas tardes del invierno, sabiendo que no se requería nada de mí, salvo que existiera. Todos los dioses me han mimado, por no hablar de mi madre y mis hermanas. Pero la vida es extraña, ¿no crees? —Seqenenra asintió con la cabeza y se le hizo un nudo en la garganta. Ahmose, con su alegría y su despreocupación, de alguna manera siempre era un alivio para aquella familia, hundida en los problemas y aflicciones que surgían con regularidad—. Durante la infancia di trabajo a mis ayos —continuó diciendo el muchacho—. Lo único que me importaba era pescar, cazar patos al vuelo y acechar hienas. Pero no creas que no me doy cuenta. Te preocupa dejar el gobierno en mis manos. —Bebió el resto de la cerveza, dejó la copa a su lado en el suelo y levantó la cabeza para sonreír a Seqenenra—. Me atrevo a decir que cometeré algunos errores, pero mis instintos son buenos. Después de todo, son los instintos de un miembro de una casa real. Además, está la abuela para aconsejarme si vacilo y Uni para alentarme si flaqueo. No te preocupes, padre, no te fallaré.

«No, no me fallarás —pensó Seqenenra al mirar el apuesto rostro de su hijo que resplandecía de vitalidad y buen humor—. Eres un hombre honrado y ya brotan en ti las semillas de grandeza que obligarán a los hombres a seguirte. ¡Ojalá pudiera vivir para verlas florecer!».

Conversaron un poco más, sin querer darse cuenta del paso del tiempo, y ninguno de los dos se refirió a la mañana siguiente hasta que Ahmose se puso de pie.

—Estoy sudando otra vez —dijo—. Creo que volveré a bañarme un rato antes de dormir. Cuando lo iluminan las estrellas, el Nilo es bellísimo, con el agua oscura y las ondas plateadas. —Incomodado, bajó la vista al suelo—. Padre, mañana no estaré en la asamblea para ver partir al ejército —murmuró—. Mientras estés fuera, Amonmose se hará cargo de los ritos en tu lugar, pero creo que mañana me gustaría acompañarlo.

—Comprendo. —Seqenenra se le acercó renqueando y lo besó con calidez—. Te quiero, Ahmose. Puedes retirarte.

—Que las plantas de tus pies sean firmes, príncipe.

Ahmose esbozó una sonrisa trémula y salió.

Seqenenra sabía que muy pronto llegaría Aahotep. Le causaba gran asombro el esfuerzo que hacía su mujer por mostrarse valiente, la suavidad de su contacto, el miedo y la aflicción que sus ojos no lograban ocultar. La amaba profundamente, pero aquella noche, la última, quería dormir solo. No podía afrontar la necesidad de ofrecer consuelo una vez más, cuando tenía necesidad de reunir los pocos recursos que le quedaban. Entró su sirviente personal, lo lavó y le ayudó a ponerse la bata de dormir. Soportó de una manera mecánica y ausente los servicios del hombre, frunciendo el entrecejo al pensar en los detalles del día siguiente. Acababa de tenderse en el lecho cuando entró Uni.

—Aquí está Si-Amón —dijo el criado—. ¿Quieres recibirlo?

Seqenenra sintió un peso en el corazón, pero asintió con la cabeza.

—Que pase. —Uni se retiró. Si-Amón cerró la puerta a sus espaldas y se acercó al lecho con paso vacilante. Tenía negras ojeras y la piel de un tono grisáceo. Seqenenra señaló la cama y Si-Amón se sentó a su lado—. ¿Estás enfermo? —preguntó abruptamente, mientras se preguntaba si no sería una treta de Si-Amón para no marchar a la mañana siguiente, pero su hijo negó con la cabeza.

—No, padre, no estoy enfermo. Sólo quería decirte… que… —Le temblaban los labios—… mañana habrá mucha confusión y durante los días siguientes tendremos poco tiempo para conversar. Es posible que no se me vuelva a presentar la oportunidad de decirte esto. —Miró a su padre a los ojos—. Te quiero, padre. Lamento profundamente todas las penas que te he ocasionado. Si pudiera soportar yo mismo tu enfermedad, lo haría. Créeme que lucharé a tu lado con todas mis fuerzas y con mucho gusto. Te agradezco la vida que me has dado.

Estaba tan angustiado que le costaba hilvanar las palabras. Seqenenra se emocionó.

—El único dolor que me has causado ha sido ver tu infelicidad y no poder ayudarte —contestó—. Aun en este momento sufres y te lo guardas. Comparte tu problema conmigo, Si-Amón.

Por las mejillas del joven comenzaron a correr las lágrimas.

—No puedo —contestó—. Cree lo que te acabo de decir, padre. Como hombre no valgo nada, absolutamente nada, pero alzaré mi brazo en tu defensa. Perdóname.

—Pero ¿por qué?

Si-Amón se volvió convulsivamente, con los dientes apretados y los puños cerrados.

—¡Perdóname!

—¿Cómo crees que podría no perdonarte algo? —Contestó Seqenenra, profundamente angustiado—. Tranquilízate, Si-Amón.

Por toda respuesta, el joven sonrió a través de las lágrimas, corrió hacia la puerta, la abrió de un tirón y desapareció en la oscuridad del corredor.

De repente, Seqenenra tuvo conciencia de un agudo dolor en la cabeza. Le palpitaba el ojo izquierdo.

—¡Uni! —gritó—. Busca al médico y tráeme extracto de adormidera. No puedo dormir con este dolor.

Le respondió Aahotep.

—Ya te ha oído, Seqenenra. —Se había deslizado dentro de la habitación seguida por el criado Kares, que llevaba un catre plegable que colocó junto al lecho. En cuanto terminó, Aahotep le hizo señas de que se retirara—. Hace meses que no hacemos el amor —dijo con aire decidido—. Comprendo los motivos, a pesar de que creo que estás equivocado. No he venido a discutir contigo. Sólo quiero pasar aquí la noche. Sólo Amón sabe cuándo te volveré a ver.

Permaneció tendido, sin hablar, mientras ella se quitaba el fino manto y extendía la mano para coger la bata de dormir. Sus contornos eran suaves; las caderas se estremecían y los pechos temblaban. A la luz de la lámpara de noche, su piel parecía de fino bronce. Con aire experto, se pasó un peine por el pelo negro y lacio, que sujetó con una mano mientras con el peine deshacía los nudos; tenía la cabeza inclinada hacia un lado. Luego se echó hacia atrás el pelo, que le cayó brillante y dócil sobre los hombros. Por fin se acostó y se cubrió con la sábana hasta la cintura.

—¡Qué calor hace! —exclamó—. Cuando venía, he pasado por el lado de Si-Amón, que salía de tu alcoba. Casi me tira al suelo. ¿Qué quería?

Seqenenra escuchó su voz. Se sentía incómodo y estúpido, impresionado como siempre por la natural sensualidad de su esposa y sin embargo maldiciéndose por su falta de fe en el amor que ella le tenía. ¿Qué pensaría Aahotep cuando lo veía desnudo, con la pierna inútil y el brazo que se balanceaba de aquí para allá por su propia cuenta, y con una boca incapaz de dar forma a un beso, el ojo cerrado en una especie de guiño permanente? Por más que ella proclamara su afecto, era una mujer madura acostumbrada a las atenciones del hombre fuerte que él había sido. Sin duda, detrás de aquellos ojos debía de haber un dejo de desprecio.

—No sé —contestó Seqenenra con lentitud—. Me dijo que se alegraba de luchar a mi lado, me pidió perdón y luego se marchó.

Se oyó un golpe apagado en la puerta y Uni entró con una bandeja en la que había un pequeño frasco. Seqenenra respiró, aliviado. Se llevó el frasco a los labios, sintió el sabor amargo del remedio y luego cerró los ojos. Uni salió. Aahotep estaba en silencio, sólo se oía su respiración acompasada. Seqenenra sintió que el lento bálsamo le recorría el cuerpo y con él notó que se adormilaba. El dolor cedió. Sus pensamientos se dispersaron y se quedó dormido.

Despertó en algún momento de la noche y se encontró con Aahotep tendida a su lado, besándole con suavidad el pecho. Él lanzó un gruñido de protesta, pero estaba demasiado adormilado para hacer más.

—Silencio —susurró ella—. Siempre te queda el recurso de simular que estás soñando.

—No soy tan cobarde —murmuró Seqenenra—, pero te pido que no me compadezcas, Aahotep.

Por toda respuesta, ella le dio un mordisco.

—No conozco a nadie menos merecedor de lástima que tú —susurró—. ¿Piensas dejarme con esta hambre insatisfecha? —Con la boca buscaba encenderle el deseo y él sintió que respondía—. Haz a un lado tu orgullo —suplicó—. Conmigo no lo necesitas. Te quiero, príncipe.

Con una profunda sensación de desesperanza, Seqenenra accedió a su petición, pero la pasión que lo embargaba no consiguió disipar su humillación.

Al amanecer lo llevaron en barca hasta la otra orilla y luego lo condujeron a la zona donde se estaba reuniendo el ejército. Aahotep viajaba a su lado en su propia litera. No hablaron, no había nada que decir. Seqenenra lucía un shenti azul y robustas sandalias de cuero y se cubría la cabeza con el casco de los aurigas. Tenía la espada al lado y de su cinturón colgaba un cuchillo, pero había renunciado a llevar el arco y las flechas.

Mientras la litera se balanceaba camino del campo de reunión, el distante sonido de voces se fue convirtiendo en un rugido; emergía de una nube de polvo, fina y blanca, suspendida en el aire por encima de los árboles polvorientos. Los porteadores redujeron la velocidad. Seqenenra vio a las mujeres de la familia reunidas bajo un toldo protector. Aahmes-Nefertari parecía tener sueño. Tani se había vestido con cuidado y lucía muchas de las alhajas que le regaló Ramose, pero su sencilla túnica era azul, el color del luto. Tetisheri estaba sentada con Isis a un lado y Mersu al otro, llevaba una peluca adornada con flores de oro y largos pendientes. Iba vestida de amarillo, el color del triunfo y de la esperanza, y al notarlo Seqenenra no pudo menos de sonreír. Entre todos sus familiares, su madre era la única que no tenía dudas acerca del resultado del conflicto.

La litera se detuvo. Kamose se apartó de los soldados, con Si-Amón a su lado.

—Tendréis que dirigiros a las tropas en mi lugar —les dijo Seqenenra mientras ellos lo ayudaban a ponerse de pie. Uni le puso la muleta bajo el brazo—. ¿Los carros están atados?

—Sí. ¿Quieres esperar aquí hasta que las tropas hayan terminado de formar? —preguntó Kamose—. Acaba de llegar el sumo sacerdote para darnos la protección de Amón. En cuanto termine de hacerlo, me dirigiré a los hombres.

Si-Amón no dijo nada. Como heredero de Seqenenra, era a él a quien correspondía hablar a las tropas, pero se limitó a apretar los labios y pidió que le acercaran una silla. Seqenenra se sentó en ella. Kamose y Si-Amón se alejaron, y pronto Seqenenra pudo oír las órdenes que los oficiales daban a las tropas.

—¡Capitanes de cincuenta! ¡Capitanes de cien! ¡Formad a vuestros hombres! ¡Jefes al estrado!

Seqenenra sintió una mano suave en el hombro. Las mujeres se habían reunido a su alrededor.

—Padre, cuando pases por Khemennu te pido por favor que le digas a Ramose cuánto lo amo y que trates de persuadir a Teti de que respete el contrato —suplicó Tani. Se inclinó y lo besó—. Ten mucho cuidado. Mantente lejos de la batalla. Tú eres el príncipe y, si quieres, puedes dirigir las tropas sin ponerte en peligro.

Le falló la voz. Seqenenra asintió y le acarició el rostro. Aahmes-Nefertari lloraba, con los ojos hinchados, igual que los de su madre, que también estaban llenos de lágrimas. Seqenenra le cogió la mano un instante; también tenía ganas de llorar. Aahotep estaba a su lado, pero en silencio. El lino de su túnica le rozaba las rodillas.

El ruido y los gritos de guerra que los rodeaban aumentaron y luego, con lentitud, fueron dando paso a un silencio expectante. Poco a poco el polvo se aquietó. Amonmose subía al estrado vestido con su larga túnica y la piel de leopardo, y a su lado, un acólito llevaba un incensario humeante. Comenzó a entonar las oraciones de victoria y protección. Cogió el incensario y lo movió sobre las cabezas de los soldados en formación. A su lado había un gran tazón de oro lleno de sangre de toro que sería rociada sobre los soldados a medida que éstos marcharan junto al estrado.

Seqenenra escuchó la voz clara y atronadora de su amigo con el corazón lleno de malos presentimientos, mientras se preguntaba si alguien, aparte de él mismo, se daría cuenta de lo inútil de su acción. Él era el elemento de destrucción para Tani, para Aahmes-Nefertari y su hijo todavía no nacido, y para su esposa. Ni siquiera se atrevía a pensar en los gemelos, ambos en el estrado, altos y pensativos, que empuñaban sus armas de combate. No osaba pensar en el rey, que estaba a cuatro mil estadios de allí. Lo único que le daba paz era pensar en su propio destino.

«¡Egoísta! —se dijo—. No tenía alternativa y, sin embargo, ojalá él y yo nos hubiéramos enfrentado en singular combate antes de que yo me convirtiera en el inútil que soy ahora».

Ra se había alzado al este del desierto para brillar como el oro en las puntas de los centenares de espadas que cubrían la planicie, y se deslizaba sobre los radios de las ruedas de los carros que rodaban de aquí para allá impulsadas por los nerviosos caballos. Más allá del río, los muros de la finca de Seqenenra se erguían altos y el templo brillaba imponente. Sobre las aguas mermadas del río, la luz se dispersaba en las suaves y constantes olas que lamían las orillas. Los peñascos del oeste empezaron a iluminarse, irregulares y hermosos. «¡Ah, Weset! —pensó Seqenenra—. Silencioso, caluroso y adormilado. Un lugar donde un hombre podía soñar toda la vida, absolutamente feliz. El dolor de perderte es como una cuchillada en el costado. Adiós».

Amonmose se había callado. Si-Amón bajó del estrado y se acercó a ayudar a su padre, que iba lentamente a su encuentro. Juntos subieron los pocos escalones, Si-Amón rodeando a Seqenenra con un brazo. Kamose comenzó su discurso, pero Seqenenra se balanceaba precariamente sobre la muleta y casi no pudo escuchar las palabras fuertes y entusiastas de su hijo. Sobre él flotaron palabras como Ma’at, majestad y causa. Inspeccionó la formación y recorrió con la mirada los rostros severos de los Valientes del Rey que se encontraban debajo, con el arco cruzado sobre las anchas espaldas, y luego, más allá, los carros con los caballos emplumados y los aurigas de cascos azules, y por fin su mirada se detuvo en las filas de los soldados de infantería, atentos y serenos.

Los medjay se destacaban del resto por su piel negra y porque eran una cabeza más altos que sus compañeros egipcios. Como a Hor-Aha, el pelo largo y trenzado les caía sobre el pecho desnudo. Los reclutas egipcios también se habían dejado crecer el pelo, siguiendo una superstición de los soldados para conseguir protección; un pelo oscuro y brillante que les caía sobre los hombros. «Hay más arqueros de lo que esperaba —pensó Seqenenra—. Eso es bueno. ¡Qué aspecto tienen, qué fiereza! Pero qué pequeña es mi división de Amón, que no llega ni a una división. ¡Amón, tú el de las Dobles Plumas, quédate con nosotros durante los próximos días y escúdanos con tu poder!».

Kamose ya había terminado de hablar. Hor-Aha dio una orden rigurosa y los hombres comenzaron a marchar delante del estrado mientras Amonmose sostenía en las manos la copa de sangre con la que los rociaba a medida que pasaban. Los ojos de los hombres iban del sumo sacerdote al príncipe que, con su rostro desfigurado, los miraba de uno en uno conforme recibían la bendición y se dirigían a formar en el camino del río. Si-Amón tocó el brazo de su padre, que dócilmente bajó del estrado y esperó la llegada del carro, en el marco del cual habían atado una silla de respaldo alto para que pudiera recostarse, con un parasol encima. Aahotep y las muchachas se acercaron a abrazarlo y sus manos lo siguieron mientras subía al carro y Si-Amón lo instalaba en la silla y lo sujetaba a ella. Al verlo así, inmóvil, con la espada en la mano, Aahotep subió al carro y se echó en sus brazos.

—¡Te quiero, Seqenenra! —exclamó, con el rostro contra el cuello de su marido—. ¡Es muy duro ver que te marchas así!

Durante un instante de delirio, Seqenenra inhaló el cálido aroma de su esposa y luego la separó suavemente.

—Ahmose te necesitará —dijo en tono tranquilo—, y debes reconfortar a las niñas. Ocúpate de que en la casa haya un altar abierto en honor a Montu y de que se le ofrezcan sacrificios. El dios de la guerra escuchará.

Aahotep se recuperó y bajó del carro. Sus hijas la rodearon. Seqenenra oyó que se daba la orden de iniciar la marcha. Si-Amón subió al carro y tomó las riendas.

El carro dio una sacudida y comenzó a rodar. Si-Amón saludó con la mano a su madre y blandió el látigo. Con dificultad, Seqenenra miró hacia atrás. Las mujeres permanecían en el lugar donde las había dejado, junto al sendero, en medio del polvo que los soldados levantaban con los pies al marchar tras el carro. Aahotep abrazaba a sus hijas por los hombros. Tetisheri, atrás y rodeada por sus sirvientes, se había puesto de pie para saludar. Parecían todos muy pequeños, con el río como fondo, con sus figuras enmarcadas por el pilón del templo de la orilla opuesta, donde las banderas se agitaban movidas por la brisa que acababa de levantarse. En la otra orilla del río se hacinaba un mar de ciudadanos silenciosos que habían salido a ver a su príncipe dirigirse a la guerra. No lo habían vitoreado. El estado de ánimo no era de júbilo ni de esperanza. Sus rostros teman una expresión inquieta y solemne.

Después de mirar largamente a su alrededor, Seqenenra se volvió. Delante de él veía las piernas abiertas y la espalda flexionada de su hijo y oía los cascos de los caballos sobre la arena dura. A sus espaldas, algunos hombres cantaban. Volvió a mirar hacia atrás, pero al doblar la curva, un grupo de árboles le impidió la vista. Sólo alcanzaba a ver la punta de las astas de las banderas del templo, que también se iban perdiendo entre hojas de palmera. Weset había desaparecido.