Capítulo 6

Tetisheri entró en el despacho de su hijo, donde Kamose estaba sentado de cualquier manera en una silla, con la cabeza recostada sobre el codo, mirando la habitación. Se encontraba solo. La lámpara del escritorio iluminaba una cantidad de papiros, la jarra todavía llena de vino y la copa vacía que Kamose pidió y luego había olvidado. Al oír el saludo de su abuela, levantó la mirada lentamente y se puso de pie para acercarse un escabel donde sentarse. Tetisheri se sentó en la silla. Parecía extenuada, tenía negras ojeras bajo los ojos y los labios descoloridos se acentuaban con las arrugas que los rodeaban.

—¿Hay alguna posibilidad? —preguntó Kamose. Tetisheri negó con la cabeza. Un mechón de pelo canoso había caído sobre su pecho y ella lo apartó, distraída.

—Ninguna, pero el médico dice que si logra sobrevivir otro día, tiene bastantes posibilidades de seguir con vida. No he sido capaz de preguntarle qué daño permanente puede dejarle una herida de esa magnitud. He enviado otra vez a Amonmose a su celda del templo. Necesita descansar. Los médicos tienen un jergón en el suelo de la habitación y, por supuesto, Uni también sigue allí, vigilante. No hay nada que yo pueda hacer.

Kamose sabía lo frustrante que debía de resultarle saber que nada de lo que ella dijera o hiciera podía alterar lo que tenía que suceder.

—¿Y qué pasa con mi hermana?

Tetisheri hizo un esfuerzo por sonreír.

—Ella es fuerte. Dará a luz sin más trabajo que el de una vaca al tener a su ternero. Rezo para que el nacimiento no le quite vida a Seqenenra. —Dejó caer sus brazos pecosos sobre el escritorio—. Debes empezar a interrogar a los guardias y a los sirvientes, Kamose —dijo con voz severa—. ¿Qué estaban haciendo todos anoche? ¿Y esta mañana temprano? ¿Y qué hacían los soldados? ¿Alguno tenía un hacha de bronce? ¿Esta es la obra de un desconocido, de un sicario del Delta enviado por el Uno para que eliminara con rapidez y en silencio a un súbdito rebelde? —Esbozó una fría sonrisa—. Un homicidio es mucho más fácil de llevar a cabo y causaría menos disturbios en Egipto que tener que enviar una división desde Het-Uart para vencernos.

—He estado pensando en ello —contestó Kamose—. Si el que atacó a mi padre fue un asesino a sueldo, el hombre debe de haberse marchado hace tiempo ya. ¿Estaría vigilando a mi padre? ¿Fue así como supo dónde estaba? Y si no fuera así, quiere decir que tenemos un espía entre nosotros, alguien que nos odia. ¿Habrá venido una orden del rey para alguien que vive entre nosotros? —Se movió inquieto en el banco y suspiró—. Haré interrogar al personal y le diré a Hor-Aha que ordene a alguno de sus hombres de confianza que se mueva entre los soldados y recoja cualquier comentario que oiga. A los soldados les gusta el chismorreo y muchas veces saben cosas que nosotros ni siquiera sospechamos. En caso contrario… —Se pasó los dedos por el pelo lleno de tierra—. Tenemos muy pocas posibilidades de atrapar al autor del asalto. Mejor para él. Me encantaría reventarle el cerebro y luego dormiría el sueño de los justos.

—No puedo soportar sentirme tan inútil —dijo Tetisheri—. Eso y la humillación que produce la impotencia de no ser capaz de proteger a uno de los nuestros o de encontrar al que lo atacó. Nuestro orgullo ha sufrido un golpe tan fuerte y tan cruel como el que ha sufrido nuestro ser querido. —Dejó de hablar en cuanto su voz comenzó a traicionarla, hizo una pausa, se sirvió un poco de vino que ni siquiera probó y luego continuó diciendo—: ¿Conducirás el ejército hacia el norte en lugar de tu padre, príncipe?

Kamose le dirigió una mirada serena.

—No —respondió con firmeza—. Sería arriesgado hacerlo, hasta que no sepamos con certeza si fue o no el rey quien ordenó la muerte de mi padre. Si no lo hizo, tenemos las mismas posibilidades que antes. —Sonrió con ironía—. Prácticamente ninguna. Y si lo hizo, esta es una advertencia para que no sigamos adelante. En cuanto a la venganza… —El tono con que habló hizo que Tetisheri se irguiera, impulsada por su malicia—. En cuanto a la venganza, creo que es, como se afirma, un plato que es mejor servir frío. Continuaré manteniendo a los soldados y esperaré. También interrogaré muy de cerca a todos los integrantes de nuestro personal que tengan antepasados setiu, entre ellos a Uni y a Mersu.

—Mersu hace muchos años que está con nosotros, lo mismo que Uni. Los ofenderás profundamente a ambos.

—¿Qué me importan sus sentimientos? Alguien se ha atrevido a atacar con violencia a un dios, y ese alguien lo debe pagar.

Sus palabras, pronunciadas con firmeza, causaban impresión.

—Si él muere —dijo Tetisheri—, Si-Amón será un dios. —Kamose no contestó. Simplemente se puso de pie y enderezó la mecha de la lámpara, que había comenzado a parpadear—. Tenemos que ganar tiempo —continuó diciendo Tetisheri algunos instantes después—. Te sugiero que dictes una carta para Apepa. Dile que tu padre fue alcanzado por unas rocas que se desprendieron mientras cazaba cerca del barranco del desierto. Dile que Seqenenra estaba decidido a llevar a cabo las órdenes que él le envió y que, por lo tanto, estaba demasiado ocupado para contestar al papiro. Tal vez convenga que añadas que quería sorprender y agradar al rey no contestándole hasta que los trabajos estuvieran bien adelantados.

Kamose terna la mirada fija en la llama de la lámpara.

—Muy bien, abuela —dijo—. Y pondré que mi padre consideró necesario aumentar el número de guardias debido a que los merodeadores del desierto estaban acosando a los pueblos de las provincias. Apepa sabe que es algo que sucede de vez en cuando. También le diré que hemos alistado a muchos hombres para que comiencen a trabajar en el templo de Set y que el Uno debería estar satisfecho ante el empeño de su fiel gobernador por honrar al dios.

Tetisheri asintió con la cabeza.

—Si tenemos un espía aquí, dentro de la casa, eso lo hará dudar. Apepa se preguntará si los informes del hombre eran correctos, y tendremos un tiempo para respirar.

—O los de la mujer —interrumpió Kamose—. El espía puede ser una mujer. ¡Dioses! Podría ser cualquiera. Mañana mismo dictaré la carta.

Ninguno de los dos hizo comentarios acerca de la creciente certeza que compartían, sin más fundamento que sus respectivos instintos, de que el atacante de Seqenenra era un espía que tenían dentro de la casa.

Mientras permanecían juntos y en silencio, Tetisheri hundida en la silla y Kamose cavilando y mirando fijamente la lámpara, se dieron cuenta de que la amabilidad que siempre se habían dedicado se estaba convirtiendo en complicidad. Kamose meditaba sobre su convicción, hasta entonces aceptada sin reparos, de que, más allá de los modales imperiosos de su abuela y su propia manera de ser introvertida y a veces hasta fría, ambos eran muy parecidos. Siempre disfrutaba con la compañía de Tetisheri. Ella nunca le pedía nada. Si él decidía no verla durante varios días, nunca se ofendía. Su franqueza le resultaba estimulante y era el espejo de la autoridad mental y sin compromisos que él pocas veces mostraba exteriormente, y Tetisheri nunca se incomodaba por sus largos silencios. De repente comprendió que, aunque Si-Amón se había convertido en la cabeza de la casa y el gobernador provisional de Weset, él, Kamose, tendría que ocuparse de los aspectos prácticos del cargo. «Por lo menos —pensó con fervor—, espero que sea algo temporal. Estos días Si-Amón parece encerrado en su propio mundo oscuro. Ahmose no me servirá de ayuda. Se mostrará fácilmente de acuerdo con todo lo que le proponga y luego retornará a su tiro al blanco, al carro y a los perros. Nuestra madre es querida por todos, y una pensadora atenta, pero la preocupación que le causa el estado de nuestro padre la deja sin fuerzas para hacer nada e influirá en todos los consejos que nos pueda dar. Tani es… bueno, es ella. Pero tú…,». Se acercó a Tetisheri y la ayudó a levantarse.

—Decididamente, querida abuela, esta noche se te ve cansada —dijo con suavidad—. Ve a acostarte.

La besó en la suave piel de la cara y luego la condujo fuera.

Pensaba en acompañarla, a pesar de tener los ojos nublados y las piernas cansadas, cuando un sirviente apareció en la oscuridad del corredor, arrebolado y excitado. Se inclinó en una reverencia.

—Te pido disculpas, príncipe, ya sé que es tarde —dijo cuando Kamose le preguntó qué quería—. Pero creí que te interesaría saberlo. Las marcas del Nilo han registrado una pequeña elevación en el nivel del río. Isis llora. Ha comenzado la inundación.

Al día siguiente, a la hora del crepúsculo, Aahmes-Nefertari dio a luz a un varón y luego se desplomó, acalorada y extenuada, en el lecho. Murmullos de aprobación y de felicitaciones surgieron de las mujeres, que estaban tan cansadas como ella, y se envió a un sirviente para que buscara al marido e hiciera correr la buena nueva. Raa la ayudó a tenderse en el lecho, donde ella se relajó, bebió agua con avidez y se sometió sumisamente a un lavado. El niño, ya limpio y envuelto en ropa nueva, fue puesto con delicadeza a su lado, y mientras ella lo contemplaba, apoyada en un codo, tuvo un fatal presentimiento. No había llorado mucho cuando la partera lo golpeó con cuidado; lanzó un sonido débil, parecido al maullido de un gato recién nacido, y luego quedó en silencio. Aahmes-Nefertari notó que tema la piel grisácea y las extremidades poco firmes. Cuando Si-Amón se abrió paso hasta ella, comenzó a llorar de fatiga.

—Lo lamento, querido hermano —dijo con voz ahogada—. Tener un hijo no me produce júbilo porque nuestro padre no puede verlo ni alzarlo en brazos. Perdóname.

Si-Amón la tranquilizó, con la mirada fija en su hijo y con el corazón apesadumbrado. La criatura no tenía el aspecto que debía tener un recién nacido, con la piel rosada y lleno de energía. Su esposa tenía razón. Todos los presagios de su nacimiento eran funestos.

—Ahora debes dormir —le aconsejó, acariciándole el pelo húmedo, apartándoselo de la frente y besándola—. Estoy orgulloso de ti y de mi hijo. Mañana consultaré a los astrólogos para que me digan el nombre que debemos ponerle, pero por ahora debes descansar y recuperar fuerzas.

—¿Y nuestro padre? —preguntó ella, medio adormilada. Él le cogió las manos y las metió bajo las sábanas, y subió estas hasta que le cubrieron la barbilla.

—No hay ningún cambio en su estado —le informó—. El río ha empezado a crecer, Aahmes-Nefertari. Pronto el calor será más tolerable. No te preocupes.

Cuando Si-Amón llegó a la puerta, ella ya se había quedado dormida.

Las noticias del nacimiento produjeron el habitual júbilo en Weset, pero fue una alegría vana y duró poco. En circunstancias normales, la respuesta del pueblo habría sido auténtica, pero en aquel momento la precaria salud del príncipe y el temor que albergaban por haberse sumado a la revuelta empañaron toda la alegría que podían sentir por Si-Amón y su hermana-esposa. El alcalde se presentó con pequeños regalos y preparó discursos. Eso fue todo. Si-Amón sabía que no tenían la culpa.

El astrólogo aconsejó que el niño también se llamara Si-Amón. Había nacido un día de auspicios poco afortunados, por lo tanto eligieron con espíritu conservador y lleno de prevenciones. Aahmes-Nefertari, que ya recuperaba su vigor, estuvo de acuerdo. Pero el pequeño Si-Amón no parecía muy interesado en la vida. Permanecía acostado en cualquier posición en que lo pusieran, llorar le costaba un gran esfuerzo y vomitaba la leche con gran facilidad. Si-Amón comprendió que moriría. De alguna manera, el mal que él había ayudado a conjurar infectaba la casa y había penetrado en el seno de Aahmes-Nefertari para destruir a su primogénito. También había logrado destruir algo dentro del mismo Si-Amón, algo demasiado frágil para que pudiera sobrevivir a los golpes. Si su esposa hubiera dado a luz antes del ataque sufrido por Seqenenra, habría adoptado una actitud vital y alegre, y vuelto a sus ejercicios militares, a sus luchas y a navegar. Pero pasaba gran cantidad de horas sentado junto a Aahmes-Nefertari mientras ésta se recuperaba, en silencio y con el niño en brazos.

El día en que Seqenenra abrió los ojos por primera vez desde el asalto, el pequeño Si-Amón murió. Fue poco después de mediodía. Al inclinarse sobre la cuna de paja, Si-Amón notó que el pequeño estaba acostado de espaldas con un puño apenas cerrado sobre la sábana, tal como lo había colocado la niñera. Tenía los ojos abiertos pero vidriosos, los labios flojos. Si-Amón no lloró. Puso un dedo vacilante en la sien de su hijo. No había pulso y la piel estaba fría.

—¿Por qué tardas tanto? —preguntó Aahmes-Nefertari desde la habitación vecina—. ¿Sucede algo? —Si-Amón se le acercó, y por su expresión ella se dio cuenta de lo que pasaba. Se levantó dejando caer el cinturón de lino rojo en el que estaba cosiendo borlas y se llevó ambas manos a la boca. Luego cogió la túnica por el cuello y la rasgó hasta la cintura, su primera muestra de dolor—. El sacerdote sem podrá llevarlo con una sola mano —dijo en tono neutro—. Con una sola mano. Mándalo llamar enseguida.

Una hora después, Aahotep estaba sentada junto a su marido, observando al médico y a su asistente que lavaban el cuerpo inmóvil del príncipe. Ya hacía dos semanas que permanecía acostado en el lecho. El corazón todavía le latía. Su respiración se había convertido en un tranquilo subir y bajar del pecho. Estaba muy delgado, tenía el estómago hundido, las piernas empezaban a perder su forma y los pómulos sobresalían como si estuvieran a punto de traspasar la piel del rostro. Uni lo alimentaba con leche y con sangre de toro mezclada con miel, y todos los días lo obligaba a abrir la boca y le vertía el líquido en la garganta, como si estuviera atendiendo a un ternero sin madre. Seqenenra tragaba. Una o dos veces había lanzado quejidos. Bebía agua. A veces hasta movía la cabeza y Aahotep, sobresaltada, en varias ocasiones creyó que despertaba.

Pero aquel día, mientras le pasaban un trapo húmedo por el cuerpo, abrió los ojos. Aahotep se puso de pie y lanzó un grito. El médico se inclinó de inmediato sobre el herido, se volvió a enderezar y se lo quedó mirando con detenimiento. Al principio, la mirada de Seqenenra estaba como vacía y clavada en el techo, pero poco a poco el enfermo comenzó a mover los ojos, como alguien que está mareado. Aahotep notó que no había abierto por completo el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba caído, como entornado. Se inclinó hacia delante. Con lentitud, Seqenenra clavó en ella la mirada.

—Ah… Ah… —musitó con voz ronca. Ella le cogió la mano y se la besó, con los ojos llenos de lágrimas.

—¡Sí! —exclamó—, ¡oh, Seqenenra, Amón ha escuchado mis plegarias! ¡Por favor, no vuelvas a cerrar los ojos! ¡No te duermas!

El enfermo movía la boca. Intrigada y luego apenada, Aahotep notó que al mover los labios, el costado izquierdo de la boca se inclinaba hacia abajo, y miró al médico aterrorizada.

—Ag… Ag ag ag —dijo Seqenenra.

—¿Agua? ¡Agua!

Aahotep llamó al asistente. El médico cogió la copa, te introdujo una paja y Seqenenra bebió con dificultad un sorbo de agua. El pequeño esfuerzo lo extenuó. Cerró los ojos y no volvió a hablar. Aahotep miró al médico.

—Dentro de unas cuantas horas habrá que despertarlo otra vez —dijo el hombre—. Creo que vivirá, pero ha quedado muy afectado.

Aahotep asintió con la cabeza. Estaba pálida.

—El ojo, la boca… Pero estoy segura de que me reconoció. —El médico no dijo nada. Hizo una reverencia pero no contestó—. Tengo que decírselo a los demás —dijo Aahotep, casi corriendo hacia la puerta.

Abrió la puerta de un tirón y envió a Uni en busca de Kamose y de Tetisheri, pero el escriba apenas se había marchado cuando llegó Raa corriendo por el pasillo. En aquel momento, Aahotep oyó los gemidos y los gritos que surgían de las habitaciones de las mujeres, los sonidos del luto ritual. Raa lloraba.

—¡El pequeño ha muerto! —exclamó—. El sacerdote sem acaba de llevárselo. El príncipe Si-Amón lo tuvo un momento en brazos. Tani está gritando…

Aahotep levantó una mano y la mujer se calló.

«Pobre Aahmes-Nefertari —pensó Aahotep—. ¡Oh, mi pobre hija! Y tú, Seqenenra, tu nieto nació y ha muerto mientras tú vagabas por oscuros lugares. ¿Hay alguna relación entre ambas cosas?». Se estremeció.

—Iré a buscar a Tani para ir con ella a consolar a Aahmes-Nefertari —dijo—. Mantón a las mujeres lejos de aquí, Raa. No quiero que molesten al príncipe. «Ella tendrá más hijos —pensó mientras se dirigía a las habitaciones de Tani—, pero ninguno ocupará en su corazón el lugar que ha tenido el pequeño Si-Amón. No será lo mismo».

Respetaron los setenta días de luto que correspondían por la muerte del recién nacido, y cuando lo llevaron a la orilla occidental y fue colocado dentro de la tumba que Si-Amón preparaba para sí mismo, Seqenenra ya era capaz de sentarse, comía y trataba de comunicarse con quienes lo rodeaban. La herida de la cabeza seguía abierta, y Aahotep ordenó que le ataran un trozo de tela de lino alrededor de la cabeza, para ocultarla. Le preocupaba que el príncipe no pudiera mover el brazo ni la pierna del costado izquierdo, pero disimulaba lo mejor posible el horror que ello le producía. Si Seqenenra necesitaba algo, lanzaba un gruñido y trataba de describirlo lo mejor posible con un ademán de la mano derecha, y Aahotep, que confiaba más en la expresión de los ojos de su marido que en sus dedos temblorosos, se convirtió en su intérprete. Seqenenra todavía no tema la fuerza necesaria ni para sostener un pincel de escriba. Muchas veces a Aahotep le resultaba un tormento mirar a su marido a los ojos, en los que veía una expresión implorante, indefensa y de irritación, además de la constante frustración que le producía no ser comprendido.

En una ocasión, ella mandó buscar un ramo de flores, convencida de que él acababa de pedir flores, pero Seqenenra las cogió y las arrojó al otro extremo de la habitación, cubriendo el suelo, el lecho y a su esposa, de pétalos. Ella se puso de pie y comenzó a recoger las flores del suelo, pero él le dio un golpe en el brazo y luego se lo agarró. En su mirada había gran indignación y furor, pero al ver la expresión de desconcierto de su esposa, se calmó y comenzó a sollozar en silencio. Le puso una mano en el hombro, la recostó en su pecho y por fin ella también comenzó a llorar con la cara entre las flores.

Por fin llegó el día en que permitieron que sus hijos lo visitaran. Kamose, después de besarlo, no hizo ningún comentario, sino que permaneció mirándolo con el rostro inexpresivo.

Ahmose no hizo más que sonreír y hacerle bromas. Aahotep sabía que Seqenenra había reconocido la figura delgada de Aahmes-Nefertari y advertido el hecho de que iba vestida de azul, el color del luto. Se maldijo por no haberlo previsto, pero Seqenenra consiguió, lenta y laboriosamente, hacerle un ademán de asentimiento a su hija, así Aahotep supo que se había tomado la noticia con tranquilidad. Seqenenra hizo señas a Aahmes-Nefertari de que se acercara, le puso una mano en el vientre, tiró de la túnica azul y luego indicó su propia herida decorosamente oculta bajo la banda blanca. «Ambos estamos sufriendo», decía con ello. Y juntos compartieron su aflicción por todo lo sucedido.

Tani sorprendió a su madre con su comportamiento. Empezó a visitar a su padre todas las mañanas, que era la hora en que él se sentía con más fuerzas. Se instalaba en un banco a su lado y charlaba sobre los pequeños incidentes que formaban parte de su vida. Teti y Ramose le enviaban sus deseos de un pronto restablecimiento. Ramose daba testimonio de su amor y su apoyo a Tani y prometía ir a visitarla en cuanto el río volviera a su cauce y las embarcaciones pudieran vencer la fuerza de la corriente. Los hipopótamos disfrutaban con él agua más profunda y una hembra había tenido cría. Tani describió el nuevo animalito con tanto entusiasmo que su padre no pudo menos de esbozar una sonrisa. También entretenía a su padre leyéndole papiros que había tomado prestados de la pequeña biblioteca, y que contenían las mismas historias que le habían contado cuando era niño y que luego le había leído a ella durante su infancia. Aahotep se dio cuenta de que su hija menor estaba madurando. Tani sería una joven fuerte y generosa.

Durante los meses de Paophi y de Athyr, el río continuó creciendo y se desbordó sobre la tierra seca, esponjándola, sus dedos fríos fluyendo entre las grietas, aflojando y revitalizando la tierra muerta. Los pequeños estanques de los campos se unían, formando lagos que reflejaban el cielo azul y el crecimiento de las palmeras, cuyas raíces volvían a recuperar la vida. El aire era límpido, las brisas no cortaban con el feroz cuchillo de Ra. Khoiak fue un mes para sentarse durante horas en la azotea y contemplar los campos quietos, pacíficos y sumergidos en las aguas.

Con la lenta disminución del caudal del río durante Tybi, las tuerzas de Seqenenra crecieron. El médico permitió que lo llevaran al jardín y que lo pusieran en un catre bajo los árboles, desde donde podía observar las ramas, llenas de brotes, que se agitaban contra el cielo. En aquella época del año, el jardín estaba lleno de delicias embriagadoras. El olor a tierra mojada se mezclaba con el perfume de las flores de loto recién abiertas en el estanque y con las nuevas verduras del huerto. Le llevaron a Behek, idea de Ahmose, y cuando Seqenenra estaba acostado junto al estanque, el perro se echaba a su lado con el hocico entre las patas o sobre la mano del príncipe.

Muy pronto Seqenenra pudo ya sentarse, reclinado sobre unos cuantos cojines. Tani le llenaba el regazo de flores e interpretaba para él los bailes que estaba aprendiendo, pues al cabo de unos meses debería ocupar su puesto como sacerdotisa de Amón en el templo. Pero Seqenenra estaba inquieto. Cuando por fin pudo sostener un pincel de escriba en la mano, y mientras Aahotep le aguantaba un trozo de cerámica, escribió: «Kamose. Hor-Aha».

—¡Todavía no, Seqenenra! —exclamó Aahotep—. No creo que estés lo suficientemente fuerte. Espera unos días más.

Seqenenra lanzó un gruñido, en señal de impaciencia.

—Ahora —dijo.

Aahotep levantó los ojos al cielo.

—¡Está bien! Id a buscar a Kamose y al general Hor-Aha. No es necesario que me hagas estas señas, Seqenenra. Entraré en la casa.

Lo besó con rapidez y se dirigió al pórtico.

Seqenenra no dejó de mirarla hasta que las sombras la ocultaron. Oyó que hablaba con voz imperiosa con alguien, y el ruido de sus sandalias en el vestíbulo. En el jardín resonaban los cantos de pájaros y cerca de donde él estaba, una abeja zumbaba sobre el capullo de una flor blanca. Behek, dormido, resoplaba como si corriese en sueños y Seqenenra deseaba poder despertarlo, imaginando que podía inclinarse hacia el perro, acariciarle el estómago y decirle: «¡Vamos, Behekl!, ¡no son más que los demonios de una pesadilla!», pero le resultaba imposible moverse.

Aquel día le dolía la cabeza. Le dolía casi todos los días y sentía un latido constante y apagado. A veces también le escocía la herida, pero el médico le había advertido que no la tocara más que para cambiar diariamente la tela que la cubría. No se acordaba del golpe, no recordaba haber entrado en el viejo palacio, ni siquiera lo que había dicho y hecho el día anterior al asalto. Tal vez fuese un olvido misericordioso. Su vida después del golpe fue totalmente distinta. No comprendía por qué no le habían permitido morir en la azotea del viejo palacio. No creía que fuese Amón quien se lo hubiera impedido; habría sido Set, el cruel y lobuno Set quien había infundido ánimos de venganza para que él, Seqenenra, fuese castigado por su sacrilegio.

«No —pensó Seqenenra, mientras se inclinaba hacia la izquierda para intentar levantar la pierna que se le deslizaba fuera del catre—. Set jamás cometería un acto tan horrendo contra un egipcio, a menos que alguien lo hubiera ofendido deliberadamente». Sin duda, su orgullo se rebelaba contra aquella progresiva unión de él con Sutekh que estaban provocando los setiu. «No —pensó—. Amón me ha salvado la vida para que termine lo que empecé. Dicen que no logran encontrar a mi atacante. No me sorprende. El brazo de Apepa es más largo de lo que yo imaginaba, dio el golpe y se retiró. He sido advertido y si ahora me quedo quieto, lamiéndome las heridas, y me porto bien, no sucederá nada más. ¿Debo admitir en mi interior que he fracasado, y no sólo que he fracasado sino que he sido vencido?».

Ante la imagen del rey disfrutando hipócritamente en Het-Uart, lanzó un quejido y su sirviente personal, que esperaba paciente a su lado, comenzó a espantarle las moscas. Seqenenra quiso reprenderlo pero no tuvo fuerzas ni ganas de hacerse entender.

«Mi cuerpo se ha convertido en una tumba viviente —se lamentó en silencio, resistiendo al horror que esperaba para asaltarle siempre en estos casos—. Ni la lengua ni los miembros obedecen ya a mis pensamientos. El camino que los urna ha sido cortado. Miro a Aahotep y veo sus ojos ansiosos, la soledad que se adivina tras su alegría forzada, y quiero tomarla en mis brazos y protegerla. Pero esos días ya no volverán, ni siquiera pienses en ellos. No te imagines sentado en un carro de guerra con la flecha dispuesta en el arco, mientras un león corre delante de ti por el desierto. Trata de no recordar la gloriosa tensión de los músculos ni la caricia del agua en la barbilla y los hombros cuando dabas brazadas en el río. Y no pienses, ¡oh, no pienses nunca más!, en Aahotep quitándose la bata de dormir, permitiendo que se le deslice por los brazos, los muslos, acercándose a ti con los párpados hinchados y una sonrisa perezosa».

El sudor le coiría por las sienes. Negó vigorosamente con la cabeza en dirección al sirviente y lanzó una exclamación de dolor. El hombre separó a un lado la hoja de palma, cogió un pañuelo y le enjugó la cara. «¡Dioses! —pensó Seqenenra—. ¿Tendré que sufrir estas indignidades durante el resto de mi vida?».

Oyó voces. Kamose, Hor-Aha y Si-Amón doblaron por el lado de la casa. Kamose y Hor-Aha caminaban juntos, Si-Amón un poco más atrás. Su hijo mayor había pasado muchos momentos junto a su lecho, sobre todo de noche. Seqenenra despertaba y lo veía sentado, una figura apenas distinguible bajo la débil luz de la lámpara de noche, con la barbilla hundida entre las manos, los codos sobre las rodillas, la mirada fija en la cama. Si Seqenenra se movía, Si-Amón se ponía de pie, se inclinaba sobre él, lo levantaba con suavidad para ahuecar los cojines y llamaba a Uni si él lograba demostrar que deseaba aliviarse, pero pocas veces se dirigía directamente a su padre, aunque sus manos revelaban preocupación. Su presencia allí, por la noche, a veces ponía nervioso a Seqenenra, aunque no supiera por qué. «Tal vez —se dijo mientras los miraba acercarse—, sólo sean las pesadillas. Mis sueños son terribles».

Sortearon el estanque, se introdujeron bajo la sombra de los árboles y se inclinaron ante él. Seqenenra les hizo señas de que se sentaran en la hierba. Kamose y Hor-Aha se sentaron uno junto al otro, pero Si-Amón se instaló al otro lado del catre, desde el cual, pensó irritado Seqenenra, tendría que volver la cabeza para verlo. Sofocó aquel impulso quejumbroso de inválido.

—Ya estoy lo bastante bien para enterarme del estado del ejército —dijo lenta y trabajosamente, obligando a sus labios deformados a hacer movimientos forzados. Ante el somdo de su voz, Behek despertó, se sentó y le lamió un brazo antes de volver a echarse en la hierba—. Quiero saber cómo está.

Kamose y Hor-Aha le miraban la boca con expresión absorta. Se produjo un silencio interrogante. Luego Kamose puso una mano en el tobillo de su padre.

—Lo siento, padre, pero no logramos entenderte. ¿Quieres que mande buscar a nuestra madre?

Una oleada de furia invadió a Seqenenra, seguida por una sensación de desamparo que se negó a aceptar. Luchó por sentarse y le hizo señas a Ipi, que permanecía inmóvil a una distancia desde la que no podía oír la conversación. El escriba se acercó, puso la escribanía sobre las rodillas de Seqenenra y la sujetó para que no se moviera. Seqenenra cogió un pincel con la mano derecha, lo hundió en la tinta y escribió «Cómo está ejército» antes de lanzarle el trozo de cerámica a Kamose.

—Quieres tener noticias del ejército —dijo Kamose—. Todavía seguimos alimentando a los soldados, lo cual nos resulta muy oneroso, padre, y Hor-Aha sigue entrenándolos. Si-Amón y Uni ya han comenzado a calcular la siembra de este año, para saber si bastará para continuar alimentando a los hombres.

—Las cosas no tienen buen aspecto —interrumpió Si-Amón, y Seqenenra tuvo que volver la cabeza para mirarlo—. La inundación fue abundante y ya ha empezado la siembra, pero, como sabes, el año pasado tuvimos que recurrir a la tesorería personal de la familia para ayudar a mantener a los soldados, a pesar de que la cosecha había sido fabulosa. ¿Tenemos que seguir empobreciéndonos de esta forma?

Seqenenra volvió a coger el pincel e Ipi puso otro trozo de cerámica frente a él. «La salud, disposición y capacidad» escribió, cansado de repente y deseando dormir. Se acostó, ayudándose con el brazo derecho, se puso el izquierdo sobre el estómago y se quedó en esta posición. Ipi le pasó el trozo de cerámica a Kamose; éste, tras mirarlo, se lo entregó a Hor-Aha.

—La salud de los soldados es buena, siempre que los oficiales los mantengan trabajando continuamente —contestó el general con expresión pensativa y con las largas trenzas que se movían sobre su pecho desnudo—. Sin embargo, príncipe, parece un desperdicio mantenerlos continuamente dispuestos para el combate. Los entrenamos todos los días, y cada vez son más los que saben manejar los arcos que siguen fabricando los artesanos, pero se quejan y muchas veces pelean entre ellos. Si no hay guerra, quieren regresar a sus casas.

Seqenenra pensó en la respuesta, mientras observaba una mariposa roja que volaba sobre la cabeza de Behek antes de alejarse, errática, en dirección a los capullos de loto que había sobre la límpida superficie del estanque.

—Mándalos a casa, padre —aconsejó Si-Amón. Se acababa de poner de pie y estaba junto a Seqenenra; su sombra se añadió a la que cubría al príncipe—. Tus sueños de rebelión no han llegado a nada. Los dioses juzgaron y se pusieron en tu contra. Están satisfechos con Apepa y si llevas tus planes al límite, el justo castigo que te impondrán será definitivo. Temo que caiga una maldición sobre todos nosotros, temo que Apepa pierda la paciencia. Además —dirigió una mirada a su hermano y a Hor-Aha—, no nos podemos permitir un ejército permanente. En realidad, nunca pudimos permitírnoslo. Cada día que pasa disminuyen nuestras reservas. Yo respiraría tranquilo si Weset volviera a su estado de pacífica somnolencia.

Kamose lanzó una carcajada, divertido.

—Jamás imaginé que te oiría, nada menos que a ti, suplicar una vida apacible —bromeó—. Sin embargo, lo que dices es cierto. Deberíamos consultar a Amonmose acerca de los deseos de los dioses.

—Él sólo conoce los deseos de Amón —intervino Seqenenra—, y creo que la opinión de este dios será que no debemos aflojar las riendas.

Ante las expresiones atentas y expectantes de los demás, se maldijo interiormente, cogió otro trozo de cerámica y escribió con furia, al tiempo que sentía que el rostro se le ponía rojo de fastidio y de frustración. «Enviadlos a sus casas para la siembra, pero que regresen a finales de Pharmuthi», escribió, y arrojó el mensaje a Si-Amón.

—No —dijo el joven, pasándoselo a Kamose—. No, padre, ¡por favor! —Se arrodilló junto al catre, sobre la hierba, y levantó las manos para coger el brazo de Seqenenra. Éste se volvió a mirarlo con dificultad. Si-Amón tenía el entrecejo fruncido, los labios apretados y una expresión preocupada en los ojos—. Nos hemos arriesgado a perder nuestra fortuna, y a ganar la ira del rey y la desaprobación de los dioses —continuó diciendo Si-Amón con apasionamiento—. A ti te han malherido, tal vez de manera definitiva, y yo he perdido un hijo. Todo esto por tratar de corregir algo que consideras que está mal. —Miró a su hermano gemelo, pero casi de inmediato apartó la vista. Kamose lo miraba con aire inexpresivo, Hor-Aha tenía la mirada clavada en sus rodillas—. El destino ha respondido con la mayor severidad a tus sueños, no nos ha dejado más que sufrimiento. Vuelve atrás y no sigas luchando, ¡por favor!

Kamose lo interrumpió.

—Fue más que eso, Si-Amón —dijo—. Las cartas, el hecho de saber que estábamos, estamos siendo manipulados. Eso no ha cambiado.

Todos se volvieron hacia Seqenenra. De repente éste se sintió demasiado fatigado para empuñar el pincel. Reunió todas sus energías y dijo:

—No. Seguimos.

Esta vez le entendieron. Kamose se puso de pie, seguido por Hor-Aha.

—Lo lamento, pero ten por seguro que te obedeceré —dijo Kamose—. Enviaré a sus casas a los soldados y a los hombres de Wawat, y cuando termine la estación de la siembra, los oficiales podrán volver a reunirlos. Tal vez al enterarse de que hemos despedido a los soldados, el rey se tranquilizará y dejará de sospechar de nosotros.

Kamose sonrió a su hermano, y Seqenenra, tendido junto a ellos, notó que Si-Amón trataba de corresponder al optimismo de Kamose. Durante algunos instantes permanecieron inmóviles: dos perfiles idénticos que se destacaban sobre las hojas del sicomoro y ante el cielo brillante, como dos figuras pintadas en la pared de algún palacio. Luego Si-Amón dijo en tono cortante:

—El que atacó a nuestro padre no ha sido atrapado. Ignoramos quién hizo esta cosa horrible; si hemos sido advertidos y no prestamos atención a la advertencia, es posible que lo vuelva a intentar. ¡Por lo menos yo no quiero que la sangre de mi padre pese sobre mi conciencia!

Lo dijo con tanto fervor que Seqenenra quedó sorprendido y volvió a experimentar la inquietud de las noches.

—Pero es él quien ha tomado la decisión, no nosotros —objetó Kamose—. De todos modos, nosotros no seremos responsables de su muerte, porque él permanecerá aquí y tú y yo dirigiremos la lucha, Si-Amón. Suponiendo que hayamos recibido una advertencia de Apepa, ¿crees que eso modifica algo? Está decidido a destruimos, tanto si emprendemos la guerra como si no.

Si-Amón contestó con acaloramiento y ambos comenzaron a discutir por encima de la cabeza de Seqenenra, con las barbillas casi juntas, los cuellos estirados y los puños cerrados. Kamose hablaba con voz controlada, pero la de Si-Amón fue subiendo de tono. Hor-Aha permanecía con las cejas levantadas, los gruesos brazos cruzados y el manto suelto. Seqenenra esperó unos instantes pero luego, incorporándose, dio sendos bofetones a sus hijos en la mejilla. Kamose retrocedió.

—Lo siento, padre —dijo—. Olvidamos dónde nos encontrábamos. ¿Podemos retiramos?

Seqenenra se sintió ligeramente ofendido por esa formalidad en su hijo Kamose. Les hizo señas de que se retiraran.

A partir de aquel momento tuvo todo el jardín para sí. Sabía que no pasaría largo tiempo antes de que alguien se presentara, Tani tal vez, que se sentaría en el escabel que tenía a los pies y conversaría con él como si lo hiciera con una amiga; o quizá sería Aahotep, asistida por Isis o por Mersu, o quizá Tetisheri. A aquella última hora de la tarde, Ahmose estaría en el río con la red y la lanza corta, luego llevaría su pesca para mostrársela con sonriente orgullo a su padre. Me estoy convirtiendo en algo parecido a un dios familiar —pensó Seqenenra con ironía—. Vienen a mí con el regalo de sus palabras, de sus pensamientos, pero ya no dependen de mí. Muy pronto seré capaz de mantenerme en pie, pero a pesar de todo, cuando consiga caminar por la casa será ocasión de gran bullicio y de proclamaciones, como si se tratara de un viaje divino. Tendría que haberles dicho que intentaran avanzar con el ejército durante el verano. No los puedo enviar a luchar, y tal vez a morir, mientras yo deambulo por la finca como un caballo cojo. Ya no puedo soñar con el Trono de Horus, con poseer su fuerza y su poderío, ni con la unificación de Egipto bajo mi mano poderosa, pero puedo terminar con honor este tormento y rezar para que Si-Amón llegue a lucir la Doble Corona.

Estaba cansado e incómodo. Le hizo señas al sirviente de que deseaba acostarse y ya empezaba a volverse hacia un lado cuando vio que Aahmes-Nefertari surgía de las sombras del pórtico y se le acercaba con rapidez.

—¡Ah, veo que estás cansado! —dijo la muchacha mientras se sentaba en el suelo a su lado y le cogía la mano inerte. Su túnica clara de lino flotó a su alrededor sobre la hierba y sus pulseras tintinearon. Al recibir su beso, Seqenenra notó que parecía tensa bajo la pintura azul de los ojos y la boca cubierta de alheña—. No trates de hablar conmigo —pidió—. Desde el salón de recepciones donde mi madre y yo tejíamos guirnaldas de loto, alcancé a oír los gritos de Si-Amón y Kamose. Me pareció una desconsideración que te agobiaran así. —Seqenenra sintió que comenzaba a palpitarle el ojo izquierdo, como le sucedía siempre que se exigía demasiado. Se llevó un dedo al ojo y los latidos cesaron. Levantó la mano derecha y Aahmes-Nefertari asintió con la cabeza—. Sólo he venido a decirte que estoy de nuevo embarazada, padre. Eres el primero en saberlo. Ni siquiera se lo he dicho a Si-Amón. —Hizo una pausa—. Creo que se alegrará. Hoy en día muy pocas cosas lo alegran.

Seqenenra se sintió invadido por el júbilo, pero a la vez por la inquietud. Sabía que su hija todavía lloraba por aquel pequeño cadáver bienaventurado que yacía solo en la tumba de Si-Amón. Sin duda Aahotep la había instado a tener otro hijo para ayudar a borrar pasados recuerdos. Pensó en sí mismo cuando lo bajaban de la azotea del viejo palacio, en Aahmes-Nefertari al pie de la escalera, y en lo terrible que debió de ser el espectáculo. Kamose se lo había contado. En cambio, ella ni siquiera lo había mencionado.

Seqenenra le tendió la mano derecha y apretó la de ella, esbozando su irregular sonrisa. Ella se la devolvió.

—No debes preocuparte por mí —siguió diciendo—. Somos una familia resistente, todos somos muy fuertes. Y ahora debo irme. ¿Quieres que despida a Ipi y diga a los sirvientes que te lleven a la cama?

Seqenenra asintió con la cabeza, agradecido. Había olvidado por completo al escriba, que permanecía detrás de él, sentado con las piernas cruzadas. Aahmes-Nefertari dijo algunas palabras, volvió a sonreír a su padre y se alejó.

«Soy culpable —pensó Seqenenra, mientras Ipi le hacía una reverencia antes de alejarse, y otros sirvientes se apresuraban a acercársele con una litera—. Ella cree que todo ha terminado, pero no es así. En realidad, sólo es el comienzo». Sentía el latido en la cabeza y aunque los sirvientes lo trataron con reverente cuidado, no pudo reprimir una exclamación de dolor cuando lo levantaron del catre para pasarlo a la litera. Antes de que lo pusieran en su lecho, ya estaba medio dormido.

Más tarde insistió en que lo llevaran a los campos para ver a los labriegos que terminaban de sembrar, mientras él permanecía tendido bajo un toldo, con Uni a su lado y rodeado de sus sirvientes, que vigilaban que la litera no se inclinase, y él cayese al barro. Algunas veces lo acompañaba Ahmose, que corría a lo largo de los diques y entraba y salía del bosque de palmeras con Behek detrás. Para Seqenenra era un consuelo comprobar el vigor y la innegable alegría de vivir de su hijo menor.

A medida que recuperaba fuerzas, trató de volver a sus antiguos hábitos: que lo despertaran temprano para que pudiera asistir al templo para los ritos matinales, donde Amonmose le hacía de asistente, llevando a cabo las ceremonias que él ya no podía realizar; darle la bienvenida a Men cuando llegaba del Delta con el informe semestral de su ganado y el de Amón, y recibir a los heraldos y otros funcionarios del rey que recorrían el río entre Het-Uart y las amplias propiedades de Teti el Apuesto, príncipe de Kush y amigo de Apepa. No trató de ocultar su estado ante aquellos hombres. Convenía que lo vieran incapacitado y desfigurado, que volvieran a Apepa con historias que hablasen de la boca deforme y del ojo caído del orgulloso Seqenenra; de su pierna y de su brazo, que parecían los de un muñeco de paja. «Que disfruten con eso —pensaba durante las noches en que permanecía sentado en el salón de recepciones, rodeado de cojines y con el brazo inerte sobre las rodillas—. Que Apepa se entere de que he sido castigado, de que aprendí la lección».

En el salón, las risas y las conversaciones fluían a su alrededor. El arpista interpretaba la música, las fuentes humeaban en manos de los sirvientes, las mujeres lucían sus mejores prendas de lino y sus mejores joyas. Seqenenra presidía la fiesta callado, con Aahotep a su lado y Uni a su derecha para estar atento a cualquier necesidad que él pudiera tener.

Los soldados habían regresado a sus pueblos: los medjay de Hor-Aha, a ocuparse de sus asuntos tribales en Wawat, y los egipcios, a arar y sembrar sus pequeñas tierras. Seqenenra sabía que también esa noticia había llegado al norte.

Pero los arcos continuaban surgiendo de las manos de los artesanos militares y se amontonaban en el arsenal; en los graneros se separaba el grano del año anterior para tenerlo preparado para los asaltos del año siguiente. Hor-Aha había enviado un explorador a comprar caballos, algunos aquí, otros allá, y también se estaban construyendo carros. «Esta vez estaremos preparados —pensó Seqenenra, sombríamente—. Los hombres estarán mejor entrenados, las reservas de alimentos serán más abundantes. Kamose y Si-Amón serán mayores y más fuertes». Sin embargo, cuando permitía que Aahotep lo acompañara a su lecho, siempre lo consumía una desazón que había logrado ocultar a todos.

La herida de la cabeza, que había llegado a mirar con un disgusto y horror crecientes, cicatrizaba con lentitud. Sobre la vieja herida irregular crecía nuevo hueso. Sin embargo, para él la herida era un símbolo de aquello en que se había convertido, un objeto de preocupación y de lástima para su familia y una afrenta para sí mismo. Se negaba a permitir que Aahotep lo besara en los labios^ y que nadie, aparte de su sirviente personal, le tocase la cara. Por la noche, con la cabeza latiéndole y el corazón angustiado, deseaba que el sicario de Apepa, fuera quien fuese, le hubiera clavado el hacha un poco más hondo.

Pasaron los meses de Mekhir y de Phamenoth. En los campos, los cultivos comenzaron a brotar, muy verdes y densos. Los canales, todavía llenos de agua tranquila y estancada, se convirtieron en campo de juegos para los hijos de los campesinos, que saltaban y se salpicaban en ellos con inocente abandono. Las noches eran suaves y las estrellas, amables en el cielo negro.

Aahmes-Nefertari había anunciado su embarazo a la familia y una vez más honraron a Tueris; pero Seqenenra, que la miraba ir y venir, a veces con el brazo enlazado en el de Si-Amón, pero con mayor frecuencia seguida por Raa, presentía la infelicidad de su hija. Aahmes-Nefertari tenía miedo. Él no trató de infundirle confianza; las palabras no la aliviarían. Sólo un hijo saludable restauraría su fe en la vida.

Seqenenra luchaba por caminar. Uni le fabricó una muleta que le dolía en la axila del brazo sano y le formó ampollas en las palmas de la mano, ampollas que pronto se convirtieron en callos. Pero por lo menos podía ir, aunque fuese tambaleándose, de su habitación al jardín, arrastrando tras de sí la pierna izquierda. Dedicó largas horas a aprender a subir y bajar los escalones del pórtico. También le resultaba menos difícil hacerse entender, a pesar de que las palabras seguían saliéndole confusas. Tani le dijo, muerta de risa, que siempre parecía que estaba bebido. Pero por lo menos lograba comunicarse, mal que tuviera que hacer un gran esfuerzo y exigir concentración por parte de quien lo escuchaba. Se imponía a sí mismo vencer la fatiga, las desilusiones, la honda depresión que todos los días lo asaltaba a la puesta del sol. Quería estar preparado para marchar cuando llegara el momento.

El tercer día de Phamenoth se celebró su cumpleaños. Acababa de cumplir treinta y siete años. Ya podía permanecer de pie en el templo para hacer la ofrenda de un toro en acción de gracias, mientras observaba a Tani bailar con orgullo en su honor junto con las otras bailarinas del templo. Ya tenía quince años. Al cabo de dos meses más, los gemelos cumplirían veintiuno, y en el verano Ahmose tendría dieciocho. Al ver a Tani inclinándose en medio de las guirnaldas de flores, con un sistro en la mano, sintió cierta aprensión ante el veloz paso del tiempo. La vida era un sueño que pasaba deslizándose mientras él permanecía durmiendo, siguiéndolo con los ojos, incapaz de extender un brazo para sujetar el espectáculo imparable, lograr que fuese más lento, obligarlo a detenerse para que él pudiera pensar en la parte que le tocaba representar.

Un mensaje público llegó de Her-Uart y fue leído en la plaza del mercado de Weset a la multitud inquieta y polvorienta. En el mes de Mesore, el rey cumpliría sus cuarenta años y para festejar su aniversario los impuestos se reducirían. Los ciudadanos de Weset, de una casta independiente y altiva, no vitorearon ni alzaron un clamor. Sencillamente, esperaron hasta que el heraldo terminara de leer y luego se alejaron, conversando entre sí. Les interesaba más saber que su príncipe había podido permanecer de pie durante las ceremonias realizadas en el templo en celebración de su propio aniversario, y que había recibido al alcalde para obsequiar con dos días de fiesta a los trabajadores y cincuenta hectáreas más que serían cultivadas para ellos durante un año.