En definitiva, Teti y Ramose se fueron con la promesa de cien cabezas de ganado, veinte cameros para el sacrificio y treinta utens de plata como dote de Tani. Mientras se abrazaban y Seqenenra los observaba subir a la barca por la rampa, durante aquel breve momento de transitoria afabilidad y antes de que Ra se alzara por el horizonte con su trémulo calor, se preguntó dónde obtendría la plata, pero como había solicitado que aquella parte del acuerdo se aplazara hasta un año después del matrimonio, decidió no preocuparse por el asunto. Tani, extática, se despedía de Ramose llorando de felicidad, luciendo con orgullo el pectoral que él le había regalado.
Poco después de desaparecer de su vista la estela dejada por la barca, llamó a su guardia personal y fue a visitar los hipopótamos. Aahotep, con los ojos todavía hinchados por el sueño, se apretó al cuerpo el manto que llevaba y volvió a la casa en busca de comida. Kamose y Ahmose se sentaron en los escalones del embarcadero, con los respectivos arcos a su lado, esperando la barca que les permitiría cruzar una vez más al otro lado del río, donde Hor-Aha ya estaba entrenando a los soldados. Uni y Mersu permanecían a unos pasos de distancia, inmóviles y recién aseados, mientras que Tetisheri tomó del brazo a Seqenenra y le hizo volverse con suavidad para que la mirara de frente. Sin galena en los ojos ni alheña en los labios y con el pelo gris y algunos mechones negros caídos sobre los hombros, parecía una anciana cansada, pero la mano con que sujetaba a su hijo era firme.
—¿Sospecha algo? —preguntó abruptamente. Seqenenra negó con la cabeza.
—No lo sé. Tal vez. De todas maneras, si sospecha, no podemos hacer nada por evitarlo; ya es demasiado tarde. Le dije que estaba alistando hombres para proteger las provincias. Sabe que no he contestado la carta de Apepa.
—¿Y cómo lo sabe? —Sus negros ojos, rodeados por una multitud de pequeñas arrugas, de repente adquirieron una expresión de alerta—. ¿Tiene un contacto más estrecho de lo que suponíamos con el Uno o simplemente lo simula?
De repente, a Seqenenra le irritó la mezcla de complicidad y codicia que veía en el rostro de su madre. Le apartó la mano del brazo.
—En nombre de Amón, ¿cómo quieres que lo sepa? —preguntó en tono tajante—. ¿Crees que soy adivino?
Se sentía atrapado por la voluntad de su madre, por el rey, por su propia pobreza y por su destino. Al oír el tono imperioso de su padre, Kamose y Ahmose habían dejado de conversar y lo miraban fijamente. Seqenenra tuvo ganas de disculparse, pero en lugar de hacerlo se fue hacia la casa.
—¿Adónde vas? —preguntó Tetisheri, imperturbable—. Quiero marchar dentro de tres días —replicó sin detenerse—. Hay mucho que hacer. ¡Uni!
El criado lo siguió. A una señal de impaciencia de Tetisheri, Mersu se le acercó, pero después de hacer aquel ademán, ella permaneció inmóvil, con el ceño fruncido. La barca llegó a los escalones del embarcadero y Kamose y Ahmose cogieron las armas y embarcaron. Los gritos del timonel volvieron a Tetisheri a la realidad y escuchó la alegre respuesta de Ahmose. Los nuevos rayos del sol ya acariciaban el agua quieta.
—Me vuelvo a dormir —dijo Tetisheri—. Mersu, tráeme cerveza a mediodía.
Seqenenra dedicó los dos días siguientes a conferenciar con Hor-Aha y a observar al detalle su pequeño ejército, que le daba lástima. De los tres mil trescientos soldados, sólo se podía decir que trescientos estaban en condiciones de luchar como fuerza de choque, los que entraban primero en el campo de batalla y recibían el grueso de una carga de carros; de ellos, apenas cien contaban con la ventaja de los arcos de los setiu. Construirlos era un proceso muy largo, y aunque los artesanos trabajaban febrilmente, no habían podido montar ni uno más.
Cincuenta hombres, los miembros de la guardia de Seqenenra, recibieron el nombre de Valientes del Rey. Sin embargo, Seqenenra insistió en que los nuevos arcos debían ser usados en el campo de batalla por las fuerzas de choque y no por sus defensores personales, que irían armados con los arcos antiguos y más pequeños. Los diez carros habían sido restaurados, pero tampoco hubo tiempo de producir más, ni de enseñar a los hombres a conducirlos. Los caballos eran escasos, y también la comida. Cereales, agua, cebollas y verduras desecadas se habían distribuido en sacos y en odres, esperando el momento de ser cargados en los asnos. Ninguno de los hombres iría armado con espadas de punta de bronce, ni con hachas o clavas de bronce. Ni Men ni Hor-Aha lograron obtener aquel nuevo metal.
«Al menos, Men hizo buenos cambios en el material, y todos podrán contar con escudos nuevos y con sandalias ajustadas —pensó Seqenenra mientras dejaba atrás la cara de desaprobación con que lo miró Uni en el despacho y, atravesando la arena caliente del campo de entrenamiento, acudía a pasar unos momentos con Aahotep en su lecho—. Y tal vez nuestras armas antiguas les sirvan más que el bronce, a cuyo peso no están acostumbrados. ¡Ojalá Amón lo quiera!».
Durante aquel tiempo, Kamose se mantuvo alejado de los demás, al parecer disfrutando de la precaria seguridad y de los últimos momentos de paz en la desordenada finca. Ahmose vagaba por la orilla del río con su lanza corta y Si-Amón no se apartaba del lado de Aahmes-Nefertari. Toda la familia rezaba pidiendo que el hijo de ambos naciera antes de que los hombres emprendieran la marcha, pero cuando llegó la noche del segundo día, ella todavía se movía con dificultad por sus aposentos, acalorada e incómoda, mientras Si-Amón la observaba con desconsuelo.
Seqenenra sabía que su hijo se había preparado con diligencia para marchar con Kamose. El criado le había empaquetado la ropa. Su jefe de guardias le afiló la espada y le limpió el escudo, y también el carro que conduciría estaba preparado. El altar de viaje dedicado a Amón estaba cerrado, con una caja de incienso al lado. Había algo lastimoso en los absurdos y minuciosos preparativos de Si-Amón, teniendo en cuenta su oposición a aquella aventura, y aquello dolía enormemente a Seqenenra. Le habría gustado decirle a Si-Amón que se quedara en casa, que gobernara las provincias y condujera la finca en su ausencia, pero sabía que con ello sólo aumentaría el malestar del muchacho. «Una cosa es morir por algo en lo que uno cree —pensó Seqenenra—, y otra muy distinta ir hacia la muerte contra todos los dictados del propio ka».
Había tratado de conversar con Si-Amón, pero éste se le había plantado delante, con los grandes ojos oscuros llenos de furia y de infelicidad, y le había rogado que ordenara a los soldados que regresasen a sus hogares. Seqenenra tema la impresión de que Si-Amón quería decir algo más, pero ante su negativa, el muchacho apretó los labios, giró sobre sus talones y se alejó. «Si hubiera sabido desde el principio que esto le afectaba tanto, lo habría obligado a alejarse —se dijo Seqenenra—. Podría haber ido a la finca de Teti y quizás hasta a la corte de Apepa. La falta de orgullo que le inspira su sangre me afecta profundamente, pero su angustia me duele aún más. No he sido un buen padre para mi apuesto y joven heredero».
Durante aquella última noche, Seqenenra no consiguió descansar. Hizo el amor con Aahotep y mientras se acariciaban intercambiaron palabras que de tanto usarlas resultaban tranquilizadoras. Pero al cabo de una hora, Aahotep cayó en un sueño profundo. Seqenenra seguía acostado a su lado, con los ojos doloridos de cansancio, irritado por la humedad de la sábana que se le adhería a las piernas y atormentado por sus incesantes pensamientos. Unas horas después, un ejército se pondría en marcha en la orilla oeste. Los carros de guerra resplandecerían bajo el sol. Los caballos con arreos azules morderían el freno, deseosos de partir. Amonmose y sus acólitos acudirían con incienso y con un carnero blanco a realizar el sacrificio para pedir buena suerte.
«Mañana dejaré de ser el príncipe Seqenenra Tao, gobernador de Weset —se dijo mientras se movía inquieto al lado del cuerpo blando y relajado de Aahotep—. Recibiré el amanecer como rey Seqenenra Tao, hijo del Sol, el poderoso toro de Ma’at, señor de los Dos Reinos, el Horus de Oro. Ya no seré un inexperto aprendiz de soldado. Me pregunto cuánto tiempo lograré retener estos títulos; hasta dónde lograremos marchar antes de que Apepa, con una simple señal de su dedo meñique, nos convierta en paja desmenuzada. Mejor es no pensarlo. Pensaré en los nobles y en los gobernadores que nos verán pasar, a lo largo del Nilo, y correrán a unírsenos. Pensaré en llegar a Het-Uart en medio de la niebla matinal del Delta, rodearé la ciudad, arrancaré la Doble Corona de la cabeza bárbara de Apepa, le arrebataré de sus manos inmundas el cayado y el mayal…».
Era inútil. Detrás de las imágenes de triunfo con que trataba de adormecerse, acechaba el miedo, una oscura vibración que latía como el sonido amortiguado de un remo en las aguas oscuras de los infiernos. Se sentó y se ciñó la cintura con el shenti, que yacía abandonado. Siguiendo un impulso, se acercó al lecho donde dormía Aahotep y se inclinó a besarle la sien y luego la mejilla. Ella gimió un poco y abrió los ojos.
—Seqenenra —murmuró—. ¿No puedes dormir? ¿Quieres que me retire a mis habitaciones para que tengas todo el lecho a tu disposición?
—No —le respondió en un susurro—. Creo que voy a caminar un poco y a rezar. Te quiero, Aahotep.
Ya completamente despierta, ella percibió la soledad en la voz de su esposo. Estiró los brazos, lo acercó hacia sí y lo besó en los labios.
—Si pudiera luchar a tu lado, lo haría —aseguró Aahotep—. Vuelve a casa sano y salvo, mi señor.
Volvió a dejarla sobre las almohadas con ternura.
—Duérmete —replicó Seqenenra.
El corredor estaba oscuro. Dos de las antorchas ya se habían apagado y sólo una continuaba encendida junto a la puerta de Uni, abierta por si su amo lo llamaba durante la noche. Al pasar junto a la puerta, Seqenenra lo oyó murmurar. No había ningún soldado de guardia en el lugar donde el corredor se abría. Todos los hombres dormían al otro lado del río. Seqenenra vaciló y, tras mirar a ambos lados desiertos del corredor, se dirigió al jardín y a la brecha de la vieja muralla, a través de la cual podía acceder al antiguo palacio. Pasó frente a la puerta de la habitación de Mersu. El criado de su madre vivía cerca de las habitaciones de las mujeres para que Isis pudiera despertarlo si Tetisheri lo necesitaba. La puerta estaba abierta de par en par. Seqenenra miró hacia dentro y vio un bulto en el lecho. Le resultó difícil imaginar al majestuoso y silencioso Mersu con los miembros desordenados y en pleno sueño. Seqenenra sonrió y siguió caminando.
La noche era silenciosa, calurosa y quieta. Mientras cruzaba descalzo el jardín, esquivando el cuadrado negro que formaba el estanque y agachándose bajo los árboles secos, dirigió una mirada al cielo. La luna ya se estaba poniendo, un redondel de plata blanco rodeado de estrellas cuyo fuerte brillo le obligó a contener el aliento durante un instante. Hizo una pausa para elevar una oración a Tot, dios de la Luna y de su alma, antes de pasar sobre los escombros apenas visibles que habían caído del muro del palacio y deslizarse por la abertura.
El palacio se elevaba por encima de él, una combinación de aristas agudas que se recortaban en lo alto del cielo aterciopelado. No tenía miedo. Muchos temían a la noche por los muertos, pero allí Seqenenra sólo sentía el saludo de épocas pasadas, tiempos habitados por personas de su propia carne y de su propia sangre. Tenía derecho a cruzar el patio y penetrar en el grande y oscuro salón de recepciones. Lo cruzó con rapidez, guiándose más por su instinto que por la débil luz grisácea que entraba por las ventanas de la galería. Una vez en la sala de audiencias, no miró hacia el estrado del trono. «Volveré a construir este palacio —pensó mientras continuaba su camino—. Traeré de Het-Uart el trono sagrado y lo haré instalar aquí».
Al pie de la escalera que conducía a las habitaciones de las mujeres, de repente se detuvo a escuchar. Tenía la sensación de haber oído un ruido a sus espaldas.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó en voz baja, pero la oscuridad siguió silenciosa—. Osiris Mentuhotep neb-ha-pet-Ra, si lo que oigo es el aleteo de tus alas, te suplico por favor que me bendigas y me protejas.
Volvió a invocar al dios. Si de verdad el ave con la cabeza de Mentuhotep había salido de su tumba y estaba explorando el antiguo hogar abandonado del rey, no se mostró. Sin embargo, Seqenenra se sintió reconfortado. Subió con rapidez la escalera y salió a la azotea.
Al inclinarse sobre los ladrillos todavía cálidos, sintió que su tensión desaparecía. Pensaba que se dirigía hasta allí para ordenar sus pensamientos, pero en definitiva no tenía en qué pensar. Sólo acudió a su mente un ensueño que calmaba y elevaba su espíritu. La casa estaba a oscuras, con excepción de una pálida luz que salía de las habitaciones de las mujeres; sabía que era Aahmes-Nefertari, incapaz de dormir. Un ave nocturna emitió su canto breve y acerado. Junto al río percibió el ruido de los cascos de los caballos atados y del agua que corría hacia el norte, en la misma dirección que él pronto tomaría, apenas iluminada por la luz de la luna. Como era habitual, se volvió un momento hacia el desierto, pero no alcanzó a distinguir el horizonte. «Hoy he hablado con Tani pero no con Aahmes-Nefertari. Quería ir a ver a mi hija, pero finalmente he temido que mi despedida no haría sino angustiarla. Será mejor darle un breve abrazo en medio del caos de mañana». El leve reflejo de la luz de la casa volvió a atraer su mirada y comenzó a rezarle a Amón.
Pidió valentía en la batalla, ser reconocido públicamente como encarnación de Amón, y salud para sus hijos. Acababa de empezar los agradecimientos cuando de nuevo creyó oír un ruido a sus espaldas, esta vez el golpear de un ladrillo suelto en la escalera. Las palabras murieron en sus labios. Lo sobrecogió un repentino presentimiento que le recorrió la columna vertebral, y tuvo la certeza de una amenaza terrible. Se volvió y comenzó a ponerse de pie torpemente, pero no llegó a completar el movimiento. Una sombra se interpuso entre él y el negro hueco de la escalera, y sólo alcanzó a ver el brillo apagado de la luna sobre un hacha y sintió el impacto de un golpe tan rápido y estremecedor que no tuvo tiempo de gritar ni de alzar los brazos para protegerse.
El sol ya había salido sobre el horizonte, ahuyentando las extrañas sombras grises del amanecer, cuando el sirviente personal de Seqenenra llamó a la puerta de Uni. Era costumbre del príncipe que lo despertaran, bañaran y vistieran antes de llamar a su criado para que le acompañara a las abluciones de Amón, y Seqenenra había dejado instrucciones de que aquella mañana lo despertaran un poco antes de lo habitual. Al amanecer, al entrar con reverencia en la habitación del príncipe, su sirviente personal sólo encontró a Aahotep, respirando con suavidad y perdida en la inconsciencia del sueño. La despertó tímidamente para preguntarle si el príncipe ya se había dirigido a la casa de baños. Aahotep murmuró que lo ignoraba y volvió a dormirse.
El sirviente se dirigió a la casa de baños para revisarla y luego, pensando que el príncipe podía estar gozando de un temprano desayuno, se encaminó al salón de recepciones. Kamose y Si-Amón estaban comiendo pan negro fresco y uvas secas, de pie y en silencio mientras los servían. El sirviente los interrogó con nerviosismo, pues sus deberes nunca iban más allá de las tareas del dormitorio. Ellos le contestaron distraídos. Tras recorrer la casa, el sirviente decidió pedir ayuda al criado de Seqenenra.
Uni ya estaba levantado y vestido, esperando que el príncipe lo llamara. Seqenenra le había dado instrucciones para que dirigiera la casa durante su ausencia; también había pensado en lo que Uni, junto con Mersu, debía hacer si llegaban las tropas del rey, pero siempre había asuntos de último momento para tratar cada vez que la familia emprendía viajes cortos, y Uni tenía un escriba sentado en el corredor, para que los acompañara a él y al príncipe hasta el templo y para que, si ftiera necesario, tomara notas en el camino.
—¿Has buscado en las habitaciones de las mujeres? —preguntó Uni después de oír las quejas del sirviente—. El príncipe tenía intención de hacer una breve visita a la princesa Aahmes-Nefertari. —El sirviente asintió con la cabeza—. ¿Y has ido a los canales? Ya sabes cuánto ama el príncipe a sus animales. El sirviente extendió las manos. —He buscado en todas partes, jefe. Uni se quedó pensativo. Tal vez en aquel día fatídico el príncipe hubiera ido solo y muy temprano al templo. Tal vez Hor-Aha lo hubiera mandado llamar a causa de algún problema militar. Uni mandó al sirviente que se retirara.
—Envía a Isis a la habitación de la princesa si ella aún no se ha levantado —le ordenó—, y luego puedes llevar la ropa a la casa de lavado y comenzar a limpiar. No te molestes en poner sábanas limpias en el lecho del príncipe.
El hombre se apresuró a salir y Uni lo siguió con lentitud.
En cuanto llegó al extremo del corredor se dio cuenta de lo alto que estaba ya el sol. De la otra orilla del río le llegó el ruido de gritos de soldados, relinchos de caballos y rebuznos de asnos. El ejército se aprestaba para marchar. Cuando Uni salió al jardín por el pórtico, Kamose y su hermano pasaron deprisa junto a él, con los arcos colgados del hombro y el carcaj lleno de flechas golpeando sus espaldas. En el jardín, Aahmes-Nefertari se volvió al ver acercarse al criado. Iba cubierta por una amplia tela de lino para ocultar con modestia su embarazo, pero llevaba un moño blanco atado al pelo y tenía los ojos pintados con galena.
—Uni, ¿has visto a mi padre? —preguntó—. Prometió que se encontraría aquí conmigo antes de que fuéramos todos al río a despedirnos. ¿Algo lo habrá detenido?
—No lo sé, princesa —contestó Uni—, pero lo encontraré. No deberías estar aquí al sol. Envía a Raa en busca de una estera y un toldo.
Mientras Aahmes-Nefertari hablaba con el criado, los ojos de éste se clavaron en la abertura de la muralla y en el antiguo palacio cuyas paredes adquirían un cálido tono beis bajo el sol de la mañana. Sonrió amargamente y se dirigió hacia allí. ¡Por supuesto! ¿A qué otra parte iría el príncipe para gozar de algunos instantes de paz antes de que lo reclamaran los deberes del día? «Debería haberse fijado bien en el sol —pensó con irritación, mientras cruzaba el patio desierto y bañado de una luz cegadora que lo obligó a entornar los ojos—. A esta hora el príncipe ya debería haber terminado sus rituales en el templo, haberse despedido de la familia y partido. No es normal que obligue a los soldados a esperarlo bajo el sol».
A Uni no le gustaba el viejo palacio. Al internarse en la penumbra más fresca, deseó llevar un amuleto colgado de una gargantilla. Tocó el que llevaba en el pecho, cruzó la sala de audiencias, como había hecho Seqenenra, y se dirigió a laescalera preferida de su amo. Una repentina agitación encima de su cabeza y luego un silencio lo obligaron a pegarse a la pared con expresión de disgusto. Murciélagos. Sería necesario hablar con el campesino encargado para que alejara a los animales todas las mañanas por si el príncipe tenía necesidad de subir aquella escalera.
Uni siguió subiendo hasta llegar por fin a la puerta medio destruida. El calor lo azotó al salir, y tuvo que parpadear y permanecer un instante inmóvil hasta que sus ojos se acostumbraron al sol.
—Príncipe, ¿te encuentras aquí? —preguntó con amabilidad. No obtuvo respuesta, pero tampoco le fue necesaria. Casi de inmediato vio a su señor.
Seqenenra estaba tendido boca abajo en el polvo y la arena, con la mejilla sobre un ladrillo y los brazos ocultos bajo el cuerpo. Sus piernas extendidas estaban a pleno sol y los erráticos soplos de brisa movían el borde de su shenti. Uni sintió que se le detenía el corazón y luego empezaba a palpitarle como enloquecido en el pecho. Se acercó tambaleándose y tocó a Seqenenra; entonces vio el cráneo hecho pedazos y la mancha de sangre oscura y seca que cubría el rostro gris.
—¡Ah, dioses, dioses! —susurró.
Se enderezó y miró a su alrededor, desesperado por conseguir auxilio. Los soldados de los cuarteles orientales se arracimaban bajo los árboles, junto al río, en una confusa aglomeración de piernas morenas, shentis blancos y espadas que resplandecían al sol, mientras esperaban embarcar hacia la orilla opuesta. Si gritaba, no lo oirían desde tan lejos. Nadie lo escucharía. Entonces notó un movimiento junto a la brecha del muro que rodeaba el jardín.
—¡Aquí! —gritó, pero su voz se perdía. Respiró hondo—. ¡Aquí arriba! —Siguió gritando. Por fin apareció en el agujero una figura que levantó la vista mientras se protegía los ojos con una mano. Era uno de los jardineros—. ¡Corre lo más rápido que puedas y vuelve con sirvientes y una litera! —ordenó—. Cuando ellos estén en camino, busca a los príncipes Kamose y Si-Amón. Los he visto acercarse al río. Envía enseguida al médico a las habitaciones del príncipe. ¡Enseguida!, ¡corre!
El hombre parecía aturdido, pero ante el tono histérico de Uni, desapareció.
Uni se arrodilló junto al cuerpo. No podía hacer nada más hasta que llegara la litera. Con gesto vacilante, pasó los dedos por los hombros de Seqenenra. La piel estaba muy seca y fría. «¿Estará muerto?», pensó Uni con una súbita sensación de náusea que lo hizo jadear. No alcanzaba a ver más que una parte del rostro del príncipe, pero el ojo aparecía vidrioso bajo un párpado a medias cerrado. El sol dispersaba con rapidez la sombra bajo la que el príncipe estaba tendido. Uni se sacó el shenti y lo extendió sobre la parte expuesta del cuerpo. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que uno no se abre el cráneo porque tropieza y cae al suelo, y que tampoco es posible caerse escalones arriba. Alguien había subido detrás del príncipe para cometer aquel acto horripilante.
—¡Uni! —oyó que gritaba una voz. Miró hacia abajo. Aahmes-Nefertari estaba asomada a la abertura del muro—. ¿Qué sucede ahí arriba? ¿Qué estás haciendo?
Uni sabía que debía convencerla de que volviera a la casa, para que no viera a aquel ser que estaba tendido a sus espaldas, pero algo en su comportamiento debió de alertarla. Antes de que el criado pudiera evitarlo, ella ya estaba forzando su cuerpo abultado a pasar por el muro.
—¡No, princesa! —gritó Uni—. ¡Dentro de un momento bajaré a hablar contigo! ¡Por favor, vuelve a la casa!
Pero Aahmes-Nefertari no le hizo caso. Detrás de ella llegaban apresuradamente los porteadores de litera. Uni bajó las escaleras para encontrarse con ellos. Pero no pudo soportar permanecer al pie de la escalera junto a una pálida y atormentada Aahmes-Nefertari. La dejó y regresó a la azotea para supervisar que el príncipe fuese trasladado con la máxima suavidad a la litera, operación que se hizo con el mayor cuidado posible aunque, por la expresión de los hombres, Uni percibió que éstos consideraban que aquellos cuidados ya eran inútiles. Seqenenra estaba muerto. Era probable que tuvieran razón. Los apremió a bajar la escalera, consciente de la presencia de la princesa junto a los escalones, y no pudo impedir que ella se acercara cuando la litera llegó abajo. Aahmes-Nefertari se inclinó sobre su padre, con expresión de evidente desconcierto, basta que comprendió de golpe lo que estaba viendo. Lanzó un grito y se tambaleó llevándose una mano a la mejilla; Uni la cogió por los hombros y con suavidad la obligó a sentarse en un escalón.
—Quédate aquí, princesa —pidió—. Te enviaré a Raa. Ella se envolvió el enorme abdomen con los brazos y lo miró con ojos muy grandes y aterrorizados.
—¿Está… muerto? —consiguió preguntar.
—No lo sé. Quédate aquí.
Sin darse cuenta de lo que hacía, Uni se inclinó en una profunda reverencia, un acto inconsciente, fruto de un largo hábito, y luego corrió tras los porteadores.
Por miedo a sacudirlo, condujeron a Seqenenra a través de la enorme abertura sin puerta del extremo del patio que en otra época estuvo lleno de adornos de cobre y había visto pasar el resplandor de reyes y de nobles. Al observar con ansiedad aquel cuerpo laxo, Uni no alcanzó a ver en el príncipe el menor signo de vida. Terna los ojos parcialmente abiertos pero sin brillo. Un rastro de sangre seca partía de la boca, le recorría el cuello y terminaba casi a la altura del pecho. La cabeza era una masa de piel arrugada. Uni comenzaba a sufrir los efectos de la gran impresión, le temblaban las piernas y estaba mareado. Cuando la litera entró en la sala de audiencias, le alivió mucho ver a Kamose y a Tetisheri caminando deprisa por el corredor en dirección al dormitorio del príncipe. El médico ya los estaba esperando. Mientras los sirvientes levantaban a Seqenenra para ponerlo en el lecho, Kamose cogió al criado por el brazo.
—¡Habla! —ordenó.
—Nadie podía encontrar al príncipe —dijo Uni, que había empezado a temblar—, por lo que pensé que tal vez estuviera en su lugar favorito, y lo fui a buscar allí. Estaba tendido en la azotea de las habitaciones de las mujeres del viejo palacio —señaló hacia el interior del dormitorio—, en este estado.
Kamose señaló el banco que había junto a la puerta.
—¡Siéntate! —ordenó—. Pareces alterado. Cuando te encuentres mejor, envía un sirviente en busca de Si-Amón y de Hor-Aha. Mi hermano está al otro lado del río atando los caballos a los carros. Debe venir enseguida. Hor-Aha debe hacer cruzar el río de nuevo a las tropas. Que hoy descansen y que Hor-Aha les ofrezca vino en abundancia. Después, ordénale a Mersu que me sirva. Tú quedas excusado por el día de hoy. Has actuado muy bien.
Uni miró con curiosidad el rostro duro de Kamose. Los labios eran una línea ñna, las fosas nasales estaban contraídas, los ojos se veían completamente negros. El criado conocía al príncipe desde el día de su nacimiento. Había sido un niño tranquilo, un muchacho melancólico y un joven reservado y dueño de sí. Podía conversar con facilidad sobre múltiples temas y su infrecuente sonrisa alegraba el corazón de muchos invitados. Uni vislumbraba que Kamose era un ser profundo, que su verdadera vida la vivía en su interior, oculta bajo el paso tranquilo y la conversación abierta. En aquel momento supo que Kamose estaba al borde de un ataque de furia incontrolable. Las palabras del joven príncipe tenían un tono de absoluta autoridad. Uni obedeció.
En el dormitorio reinaba un silencio tenso e incrédulo, sólo roto por los suaves movimientos del médico. Kamose y Tetisheri permanecían allí, uno junto al otro. Aahotep había entrado en el aposento mientras Kamose conversaba con Uni y se había arrodillado junto a la cabecera del lecho; las lágrimas corrían por sus mejillas recién pintadas, pero era evidente que conservaba el control de sí misma. Durante largo rato, todos permanecieron con las miradas clavadas en las manos del médico, que seguía examinando al herido; en un momento, Aahotep se levantó.
—¿Vive? —preguntó.
El médico se detuvo y la miró sorprendido.
—¡Por supuesto que vive, princesa! En caso contrario no estaría atendiéndolo así, habría mandado llamar a un sacerdote sem. Compruébalo tú misma.
Sacó un pequeño espejo de cobre de su caja de madera y lo puso cerca de la boca (te Seqenenra. El espejo se empañó con el aliento.
—¡Ah, Seqenenra! —dijo Aahotep suspirando—. ¿Quién te ha hecho esto?
Al oír la pregunta, los demás sintieron alivio. Tetisheri se acercó al lecho.
—¿Es grave Ja herida de mi hijo? —preguntó. El médico guardó el espejo.
—Cuando esté lavado, princesa, comprobarás que, aparte del rasguño de la mejilla, causado por su caída sobre algún objeto puntiagudo, tiene una herida producida por un terrible golpe en la cabeza. El hacha penetró tan profundamente que el contenido del cráneo ha quedado al descubierto.
—¿Hacha? —exclamó Kamose, muy tenso—. ¿Lo atacaron con un hacha? ¿Cómo lo sabes?
—Lo deduzco por la forma de la herida —contestó el médico—. También puedo decirte que era un hacha de bronce. Una de las nuestras no habría podido penetrar con tanta limpieza. Habría sido demasiado débil y el golpe habría producido una serie de astillas de hueso clavadas en el cerebro.
El médico habría seguido hablando si en aquel momento no se hubiera originado una conmoción en la puerta y la voz de Tani no se hubiera alzado a pesar de los consejos de Mersu.
—¡Padre! ¿Qué sucede?, ¿qué pasa? ¡Por favor, déjame pasar, Mersu!
Aahotep se puso de pie con rapidez. Apretó las manos temblorosas contra las sábanas.
—¡Perdóname Amón, había olvidado a Tani! —dijo.
Antes de que Mersu dejara pasar a la princesa, Aahotep ya había cruzado la habitación y estaba con su hija en el corredor. Kamose se volvió hacia el cirujano.
—¿Morirá? ¿Qué esperanzas le quedan?
El médico levantó los ojos y se encogió de hombros.
—Puedo raparle la cabeza, lavarlo y retirar las astillas, pero no tengo medios para hacerle recuperar la conciencia. Sugiero que llames a un sacerdote para que entone encantamientos de curación.
—Tú crees que morirá.
—Sí —contestó el médico con sencillez—. Los interrumpió la entrada de Si-Amón en la habitación, con el gorro azul enmarcándole la cara y un látigo en una mano.
—¿Qué sucede? —preguntó—. Hor-Aha ha recibido órdenes de hacer cruzar otra vez el río a las tropas y los sirvientes se echan unos sobre otros en casa, como gansos decapitados.
Por toda respuesta, Kamose se hizo a un lado. Seqenenra estaba boca abajo y cuando el joven se acercó, vio enseguida la horrible herida. Hubo un instante de silencio, y Si-Amón se tambaleó. Kamose extendió un brazo para sujetarlo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Si-Amón.
Kamose lo soltó.
—Alguien trató de matarlo con un hacha —explicó en tono sombrío—. Y no con cualquier hacha. Era un hacha setiu.
—¡No!
Kamose miró a su hermano con curiosidad. La cara de Si-Amón había perdido el color y temió que se desmayara. Hubo algo en el tono del grito de Si-Amón que puso los pelos de punta a Kamose.
—Tranquilízate, hermano —dijo sin vacilar—. Nuestro padre no ha muerto. No podemos decir cuánto tiempo seguirá con vida, pero…
No siguió hablando. Si-Amón acababa de salir del dormitorio.
Pero Seqenenra no murió. Durante todo aquel día el médico trabajó en su cuerpo flácido, lavándolo, rapando sus negros rizos, extrayendo trozos de piel destrozada y retirando las pequeñas astillas de hueso clavadas en la gruesa membrana que le cubría el cerebro. El herido ni siquiera suspiró, su respiración seguía siendo poco profunda y espasmódica. Kamose permaneció muchas horas a su lado, sin dejarse conmover por la horripilante tarea del médico, pero en determinado momento tuvo que salir a ayudar a Hor-Aha, que intentaba tranquilizar a los disgustados soldados. Los carros fueron devueltos a las caballerizas y los caballos se soltaron en la hierba casi seca que había al lado del cuartel de los guardias de la familia.
—¿Qué quieres que haga con los hombres? —le preguntó Hor-Aha a Kamose cuando por fin, cansados, sucios y desilusionados, ambos emprendieron la marcha hacia el despacho de Seqenenra—. ¿Quieres que les ordene que regresen a sus casas?
—No —contestó Kamose con voz inflexible—. Todavía no. Durante muchas semanas los hemos alimentado, y ello nos ha causado grandes inconvenientes, pero seguiremos haciéndolo durante algunas semanas más. Tengo mucho que pensar, Hor-Aha, y hasta que haya llegado a una decisión puedes seguir entrenándolos con batallas simuladas y cosas por el estilo. Por lo menos, esto nos dará tiempo para fabricar más arcos.
Hor-Aha esbozó una leve sonrisa, pero enseguida se contuvo.
—El principe se está muriendo, ¿no es verdad? —preguntó, volviendo su cara negra hacia Kamose—. Y si muere, ¿tú qué harás?
Kamose sabía lo que el general le estaba preguntando. Contestó con decisión.
—Mi padre no morirá. Nuestro médico es excelente. El mismo sumo sacerdote está entonando los encantamientos de curación. El lecho está rodeado de poderosos amuletos.
—Pero ¿y si muriera? —insistió Hor-Aha.
Kamose siguió caminando sin mirar al alto medjay.
—Entonces alguien lo pagará —afirmó en tono sombrío.
Si-Amón se alejó de Seqenenra con la cabeza convertida en un verdadero torbellino. Corría jadeando por la casa cuando Raa se encontró con él.
—Te ruego que me perdones, príncipe —dijo la mujer—. Pero tu esposa ha comenzado a tener dolores de parto y está muy angustiada. ¿Puedes venir?
Sorprendido y confuso como estaba, Si-Amón no vaciló. Sin molestarse en contestar, se dirigió a las habitaciones de las mujeres. Habían mandado llamar a una de las parteras de Weset, pero todavía no había llegado.
Aahmes-Nefertari se paseaba junto al lecho, con las manos en el abdomen, sollozando. Uno de los sacerdotes de la familia encendía incienso. Kares, el criado de Aahmes-Nefertari, esperaba en el corredor, junto a la puerta, listo para recibir órdenes. Cuando Si-Amón recuperó el aliento, se acercó a su esposa y la besó.
—¿Te duele mucho? —preguntó volviéndole el rostro para mirarla.
—No, todavía no —sollozó ella—. Lloro por mi padre, por el aspecto que tenía cuando los porteadores de la litera lo bajaron. ¡Estaba gris y con aquella horrible herida en la cabeza! ¡Abrázame, Si-Amón! —Él la rodeó con sus brazos y ella enterró la cara en su cuello—. Morirá —dijo con voz ahogada—. ¡Mi hijo nacerá bajo horribles presagios! ¡Tengo mucho miedo!
Si-Amón la consoló lo mejor que pudo, mientras detrás de ellos el sacerdote comenzaba a cantar y el olor dulce del humo sagrado los envolvía. Aahmes-Nefertari se tranquilizó.
—He rezado y he hecho ofrendas todos los días a Tueris —dijo, ya con voz más tranquila—. Sé que ella no me traicionará en este momento. Gracias por haber venido, Si-Amón. Ahora, por favor, vete y envía a nuestra madre. ¿La partera todavía no ha llegado?
Su tono de voz se había elevado hasta convertirse en estridente. Si-Amón le cogió el rostro con sus manos morenas, le besó los ojos húmedos y la boca trémula y le rogó que tuviera coraje. Por su voz no parecía en absoluto calmado.
—Kares, manda a buscar a esa necia de la partera —ordenó—. El resto de vosotros, dejad de estar con la boca abierta y haced algo útil. Tal vez convendría una música tranquila y un par de juegos de mesa.
Hablaba con severidad, convencido de que el desasosiego que reinaba en la habitación se debía al drama que tenía lugar en otra parte de la casa, cuyos efectos no quería que angustiasen a su esposa. Los sirvientes obedecieron de inmediato y él salió.
No podía permanecer en la casa. El impacto y la furia originados por el ataque a su padre se mezclaban con la ansiedad que le ocasionaba el estado de su esposa. Al final, abordó una barca acompañado por su guardia personal y ordenó que lo llevaran a los pantanos de cañas. Una vez allí, lanzó la cuerda de pescar y se recostó en el bote, con la mirada fija en los papiros que se mecían sobre su cabeza. Ya tenía veinte años, y Aahmes-Nefertari cuatro menos que él. Habían estado prometidos desde la infancia, siguiendo la antigua tradición por la cual el heredero del trono debía casarse con una princesa de sangre real, por lo general su propia hermana, para mantener la sangre completamente pura. El y Aahmes-Nefertari siempre supieron que se casarían a pesar de que los hombres de su linaje ya no se sentaban en el Trono de Horus y, por ello, Si-Amón siempre la había protegido a medida que ambos crecían. La quería, aunque se burlara secretamente de la insistencia de su padre en continuar con una tradición que ya carecía de validez. Si yo soy orgulloso y tengo la arrogancia de un príncipe —pensaba—, entonces mi padre lo es doblemente con ese sueño de que su familia vuelva a ser la cabeza del dios de Egipto. Lo es… era. Aahmes-Nefertari se pondrá bien, pero mi padre…
Lanzó un gemido y se sentó. Un pez picó el anzuelo, y Si-Amón sintió el tirón en la cuerda pero no hizo caso. Sabía que necesitaba pensar en las terribles consecuencias de sus momentos de debilidad con Teti. «¿Seré yo el responsable de lo que ha sucedido?», se preguntó, no pudiendo ya permitir que la preocupación que le inspiraba su esposa fuese un escudo contra aquella visión que tuvo de Seqenenra, acostado como un toro para el sacrificio, impotente y cerca de la muerte. «Si no le hubiera enviado el mensaje a Teti, si Teti no me hubiera traicionado con Apepa, ¿no estaría mi padre en este mismo momento marchando hacia el norte al frente de sus tropas? ¡Sin duda habrían llegado de todas maneras a oídos del rey las noticias del ejército! ¿Apepa había ordenado un crimen? ¿O mi padre fue herido por algún sirviente o soldado aterrorizado?».
Sabía que no hacía sino barajar palabras en su mente, mientras se llenaba de culpa y de odio hacia sí mismo. «¡Es como si yo mismo hubiera empuñado esa hacha maldita! —pensó, sintiéndose muy desgraciado—. Yo, Si-Amón, príncipe de Weset. Pero ¿quién habrá sido el que dio el golpe? ¿Mersu? ¿Mersu el de antepasados setiu, Mersu el pariente del criado de Teti? Ahora que lo pienso, no se mostró demasiado curioso con respecto al papiro que le pedí que enviara, como si estuviera esperando que se lo pidiera. Yo se lo mando a Teti. Teti se lo envía a Apepa. ¿Y el rey lo lee, piensa en él y decide castigar a su orgulloso súbdito del sur de una vez por todas?». Su ka respondió asintiendo débilmente. Angustiado, Si-Amón recogió la cuerda y dio una orden con voz apagada. La barca empezó a cruzar las cañas en dirección a la orilla.
Los sirvientes de la cocina prepararon una cena ligera, pero nadie se acercó al salón a comer. No había cambios en el estado de Seqenenra. Un manto lúgubre cubría la casa. Aahotep, aunque desesperada por estar con su marido, alentaba y reconfortaba a su hija. Tani, olvidada por todos en medio de la confusión y de la tragedia de aquel día, se acostó temprano y permaneció inmóvil sintiéndose infeliz, mientras Heket le contaba historias para que no pensara en el estado de su padre. Con la noche llegó un silencio desolado; sólo en la zona de las habitaciones de las mujeres se percibía ruido y actividad.
Si —amón regresó a su dormitorio y sacó una daga de su estuche. Estaba limpia y afilada, lista para llevarla en el cintu— rón durante el viaje hacia el norte. Se la colocó debajo de la camisa y se encaminó a la pequeña habitación de Mersu. No quería mandar llamar al criado de su abuela. Tal vez en el futuro alguien recordara que lo había hecho y se preguntaría por qué. Llegó al corredor, respondió al saludo que le hizo el guardia, se acercó a la puerta y la abrió.
La habitación de Mersu estaba desierta. Los muebles eran pocos pero suficientes. El camastro estaba junto a una pared y al lado había una mesa baja y un banco. Dos baúles que contenían las pertenencias del criado estaban al lado de la pared opuesta. En la mesa había una lámpara. Sonriendo tenebrosamente y con el corazón latiéndole con fuerza, Si-Amón cerró la puerta a sus espaldas y se sentó en el banco. Podría haber revisado los arcones y levantado el colchón, pero no lo hizo. Cruzó los brazos para poder sentir el consuelo letal del cuchillo, se apoyó en la pared y esperó.
Llegó y pasó la hora de la comida, pero Si-Amón no tenía hambre de alimentos; su único apetito era sentirse limpio, absuelto de sus pecados. A medida que la luz de Ra iba disminuyendo en la pequeña y alta ventana situada en una pared y la habitación iba quedando a oscuras, pensó en Seqenenra, que luchaba entre la vida y la muerte. En un momento determinado, Si-Amón se puso de pie, cogió una astilla de la mesa, salió al corredor y la encendió con el fuego de la antorcha que ardía junto al paciente guardia, volvió a entrar en la habitación y encendió la lámpara. Pensó en ordenar al guardia que se retirara, pero no lo hizo. A los soldados no se los educaba para que hicieran conjeturas sobre los movimientos de sus superiores. La luz de la habitación era uniforme y acogedora. Si-Amón estaba a punto de volver a sentarse cuando la puerta se abrió de golpe y apareció el rostro furibundo de Mersu. Si-Amón lo miró, estupefacto. Nunca había visto al criado con una expresión que no fuera de blanda y plácida obediencia.
—He visto luz bajo la puerta —empezó a decir Mersu—. ¡Cómo te atreves a entrar en mi…! —pero en aquel momento reconoció a Si-Amón y, de inmediato, como si una máscara cayera sobre sus facciones, Mersu volvió a ser el sirviente bien educado. Se inclinó en una reverencia—. Perdóname, príncipe —murmuró—. Pensé que era uno de los subalternos y que el guardia no lo había detenido. Lo lamento.
Si-Amón se acababa de volver para encararlo, con las manos apoyadas en los costados.
—Cierra la puerta —ordenó. Por un instante, le pareció ver una expresión de miedo en el rostro del criado, pero bien podía haber sido un parpadeo de la lámpara. Mersu obedeció en silencio—. Ahora, Mersu —continuó diciendo Si-Amón con tranquilidad, aunque la tensión le hacía un nudo en la boca del estómago—, quiero que me digas dónde estabas anoche.
Mersu agachó la cabeza.
—Supongo que la familia debe de estar interrogando a todos sus servidores —observó—. ¡Nunca ha sucedido nada tan terrible desde que estoy al servicio de la señora! —Suspiró—. Para responder a tu pregunta, príncipe, serví a la princesa hasta que ella cerró las puertas de sus habitaciones. Después fui a la cocina y comí con Uni. Estuve con él alrededor de una hora. Como la noche era calurosa, lo convencí de que viniera a bañarse conmigo y volví a mi celda alrededor de medianoche, poco antes de que resonaran los cuernos del templo. Bañarme me había cansado y me quedé dormido enseguida. Pero dejé la puerta abierta —añadió—. Si alguien hubiera pasado por el corredor me habría visto acostado.
La expresión del hombre no había cambiado. Al hablar, no mostraba más que deferencia y sus ojos parecían sinceros. «Sin embargo, sus palabras son demasiado confiadas —pensó Si-Amón mientras lo escuchaba—. No tengo la menor duda de que Mersu comió y fue a darse un chapuzón con Uni, ni de que se acostó poco después, pero estoy igualmente seguro de que no se quedó acostado. ¡Oh, dioses, si me equivoco y he ofendido al favorito de mi abuela, ella jamás me lo perdonará!».
—Mersu, ¿recuerdas el papiro que te entregué para que se lo hicieras llegar al criado de Teti? —preguntó. Mersu asintió con la cabeza—. Mi extraña petición no te causó la menor sorpresa. ¿Por qué?
Mersu pareció sobresaltarse. Extendió las manos.
—Casi no pensé en la orden que me acababas de dar —contestó—. De todos modos, no era asunto mío, ¿verdad, príncipe? Deseabas comunicarte con el primo de tu madre. Eso era todo.
«Me gustaría creerte —pensó Si-Amón durante el breve silencio que se hizo entre ellos—. Siempre me has agradado, Mersu. Eres un sirviente honrado y eficiente, con sentido del humor y con tacto. Quiero creerte… pero no puedo».
—No lo creo —dijo el príncipe con suavidad, y Mersu escondió las manos en las mangas de su manto—. Creo que Teti o su criado te advirtieron de que yo te pediría aquello. Creo que eres un espía de Apepa en esta casa.
Los ojos de Mersu se agrandaron por la sorpresa.
—Me siento profundamente ofendido, príncipe —dijo con voz severa—. He servido durante treinta años a la princesa Tetisheri y jamás se ha quejado de mí. ¡Mi lealtad a la casa de Tao nunca se ha puesto en duda!
Si-Amón dio un paso hacia él.
—Tal vez haya sido porque nunca hubo motivos para poner en duda tu lealtad hasta ahora, cuando mi padre decidió romper definitivamente con el rey —replicó el príncipe—. Tu alma es setiu, Mersu. —Mersu no contestó. Todo en él expresaba su desilusión y su mortificación. Si-Amón comprendía que acababa de causar un daño irreparable a la relación entre Mersu y la familia. Tragó saliva—. Vacía tus baúles —ordenó.
Cualquier otro sirviente habría preguntado por qué, pero Mersu, el criado perfecto, se dirigió enseguida a los baúles, levantó las tapas y comenzó a vaciarlos, amontonando en el suelo su contenido. Si-Amón se paró a su lado. Había seis o siete trajes largos y plisados de criado, una navaja, un par de sandalias, una sencilla caja de madera que el hombre abrió, a una señal de Si-Amón, para mostrar que contenía un frasco de aceite perfumado, otro de galena y varias pelucas. En el otro baúl había una bonita caja tallada en la que Mersu guardaba el oro que había ahorrado, varios amuletos, una pequeña estatua de Amón, otra de Sutekh, una serie de pulseras y collares, todos de cobre pero muy bien decorados con cornalina y turquesas. Tetisheri era generosa con su sirviente.
Si-Amón sintió que el corazón se le encogía. Se inclinó para revisar los baúles, manoseó las pertenencias de Mersu y finalmente asintió con un breve movimiento de cabeza. Mersu comenzó a guardar sus cosas. Allí no había ningún papiro, ningún mensaje para Mersu. «Pero si yo fuese Mersu —pensó Si-Amón—, por supuesto que no dejaría un papiro con una orden de muerte tirado en cualquier parte. Lo quemaría de inmediato». El hijo mayor de Seqenenra estaba sumido en la desesperación. «Sé que Mersu es culpable pero no lo puedo probar, y ahora este hombre maldito me tendrá rencor durante toda la vida».
Mersu estaba esperando con actitud amable, pero detrás de sus ojos humildes Si-Amón percibió el alivio. ¿Tal vez hasta una expresión de triunfo? Entonces a Si-Amón se le ocurrió otra idea. «¿Y si el mensaje no fue escrito en un papiro? Apepa es listo. No enviaría un costoso papiro a un sirviente, por temor de que fuera detectado». Sin duda, enviaría palabras desparramadas en un trozo de cerámica, como los trozos que usaban los estudiantes o los escribas que aprendían su oficio. En las grandes casas a cada momento se rompían ollas y macetas. Un sirviente que tuviera un trozo de cerámica en la mano no llamaría la atención de nadie.
Comenzó a pasearse por la habitación, levantando tierra con los pies. Los suelos de las celdas de los sirvientes no eran de cerámica sino que estaban hechos de ladrillos de barro lisos, cuya superficie se desprendía, por lo que el suelo quedaba cubierto de polvo. Notó que cuando él se movía, Mersu se ponía tenso, pero sus sandalias no toparon con nada. Desconcertado, miró la lámpara mientras pensaba. Mersu seguía en silencio.
Y entonces, de repente, Si-Amón lo supo. Lanzó un gruñido y se acercó a la lámpara, empujó hacia un lado la mecha que ardía en el aceite, y de él retiró un pequeño trozo de cerámica roja. Oyó que Mersu lanzaba un largo suspiro de derrota. Si-Amón limpió la cerámica con su shenti, atento por si el criado decidiese huir, pero Mersu siguió inmóvil, con las manos todavía escondidas en las mangas. La lámpara titiló y lanzó luces y sombras. Si-Amón acercó el mensaje a la luz. «Mata al traidor», decía. Estaba firmada «Itju» sobre un torpe dibujo de Sutekh. Itju era el jefe de los escribas del rey. Si-Amón lo miró fijamente y Mersu le devolvió la mirada.
—Debiste haber destrozado esto en cuanto lo recibiste —susurró Si-Amón por fin—. Entonces no se podría haber probado nada contra ti.
Mersu esbozó una leve sonrisa.
—No tuve tiempo de hacerlo —contestó—. Lo intenté. Si no hubieras estado aquí esta noche, lo habría hecho. Lo recibí ayer de manos de un heraldo que se dirigía a la segunda catarata. Tu abuela me tuvo todo el día ocupado y si me hubiera negado a comer y a bañarme con Uni, cosa que hago todos los días, éste habría empezado a sospechar. Lo oculté en la cocina, entre un montón de basura. Tendría que haberlo dejado allí. No pude volver a buscarlo hasta después de haber atacado al príncipe y entonces ya era tarde. Había consternación, tuve que transmitir mensajes de alarma… —Se encogió de hombros—. Amón me ha castigado por mi deslealtad. —Tragó saliva—. Créeme, príncipe Si-Amón, que amo a tu padre y a esta familia. Weset es mi hogar. Pero mi deber era obedecer al rey y debía llevar a cabo sus órdenes.
Si-Amón lo escuchaba horrorizado. Las últimas palabras que Mersu acababa de pronunciar podrían haber sido las suyas.
—El rey me utilizó —dijo en un susurro. Mersu agachó la cabeza—. ¿No tiene derecho el rey a disponer de cualquiera de nosotros, sus súbditos? —contestó. Si-Amón no pudo encontrar respuesta. Al ver que vacilaba, Mersu se le acercó—. Yo sé que tú compartes mi lealtad al Trono de Horus en Het-Uart —dijo en tono de apremio—. Lo que hice fue espantoso, príncipe, pero necesario. No se me debería culpar por ello. ¡Te suplico que no digas nada!
—¿Que no diga nada? —contestó Si-Amón con una fría carcajada—. ¡Por Amón! ¿Tratas de matar a mi padre y después me pides que no diga nada? ¡Te llevaré en el acto a Kamose y a tu señora y serás juzgado y ejecutado!
—Creo que no lo harás —contestó Mersu con suavidad—. Porque si lo intentas le diré a tu hermano cómo traicionaste los planes de tu padre ante Apepa. Te obligarán a suicidarte por haber manchado el honor familiar.
Si-Amón se puso rojo como la grana. Apretó los dientes.
—¡Gusano asqueroso! —exclamó.
Mersu se mantuvo impertérrito.
—Lo lamento, príncipe, pero es la verdad. Yo guardaré tu secreto si tú guardas el mío.
—¡No es lo mismo!
—Sí —respondió Mersu con firmeza—. Lo es.
«Debería matarlo ahora mismo —pensó Si-Amón sintiendo la presión de la daga contra el cuerpo—. Le puedo decir a Kamose que al descubrir la verdad lo maté en un ataque de dolor y de furia. Pero Kamose me preguntará cómo se me ocurrió revisar la celda de Mersu». De repente se sintió empapado por un sudor frío de miedo y de agobio. «Estoy atrapado —pensó con desesperación—. Ya no me queda elección posible. ¡Perdóname, Amón! Yo también merezco morir». Quería sacar la daga y clavarla en el pecho del sirviente, pero no tuvo el coraje de matar al hombre que se inclinaba sobre su cesto cuando él era un recién nacido, que le daba de comer con la mano y que estuvo a su lado para sostenerlo cuando dio sus primeros pasos vacilantes. Tampoco se veía capaz de afrontar las consecuencias de su acto.
—¡Pero juro por Amón, por Mut y por Montu —dijo en voz alta—, que si intentas completar tu horrible acción, revelaré tanto lo que has hecho tú como lo que he hecho yo! ¡Te odio, Mersu! ¡Te odio!
Salió trastabillando al corredor y, mientras corría a ciegas hacia sus habitaciones, se le ocurrió que el objeto de su odio no era Mersu sino Apepa. Pero también él mismo.