Antes de que acabara el mes, cuadrillas de campesinos de Weset estaban construyendo cuarteles en el desierto, detrás de las colinas del oeste. Hor-Aha y sus soldados regresaron, y muy pronto hombres veloces y de piel oscura comenzaron a cruzar el Nilo y a desaparecer entre las colinas. Seqenenra ascendió a oficiales a cincuenta soldados con experiencia, la flor y nata de su ejército, y los puso a cargo de los nuevos reclutas. No había tiempo suficiente para adiestrarlos debidamente. Tendrían que elegir entre hundirse o nadar. Los que ya poseían los nuevos arcos debían enseñar a los que recibían los que Hor-Aha trataba febrilmente de construir. Todos debían recibir instrucción militar y aprender a marchar y a utilizar la espada, el hacha y la porra. También había que alimentarlos y saciar su sed. Seqenenra no hizo el menor intento de contestar la carta del rey. Sabía que por lo menos transcurrirían dos meses antes de que Apepa comenzara a preguntarse por qué no había recibido noticias del sur.
Cuando ya no pudo ocultar a la familia lo que sucedía, les confesó su decisión.
—No tengo tiempo de organizar adecuadamente este asunto —le dijo al sorprendido grupo de familiares—. Tengo pocos oficiales de carrera, no poseo escribas de reclutamiento ni aurigas con experiencia. Os pido perdón por hacer lo que debo.
Tetisheri no había dicho nada, tampoco Aahotep. Kamose estaba lejos, recorriendo las provincias, pero Ahmose exclamó enseguida:
—Por supuesto que Kamose y yo lucharemos. Ma’at está de nuestro lado, padre. ¡Recuperaremos el Trono de Horus antes del próximo día de Año Nuevo!
Al mirar al muchacho de dieciséis años, Seqenenra se preguntó si Ahmose creía realmente que conseguirían arrojar a los setiu de Egipto, o si trataba de atenuar el desaliento que adivinaba en su padre.
Aahmes-Nefertari intentó contener sus lágrimas, pero le resultó imposible. Se puso de pie entre sollozos, echó los brazos al cuello de Seqenenra y luego abandonó la habitación. A una señal indicativa de su padre, Si-Amón fue tras ella. Tani se abrazó a su madre, con los ojos muy abiertos y asustada.
—Padre, esto es traición —susurró—. Los dioses te castigarán. ¿Qué haré yo sin ti? ¿Por qué me haces esto?
No había respuesta a sus preguntas. Para Tani, aquel suicidio debía parecer el colmo del egoísmo.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Tetisheri en voz baja.
—Mantén la casa como siempre, inventa excusas para mis ausencias, desvía las preguntas.
Se encogió de hombros. Iba a decir que, en definitiva, nada de eso importaba, pero el rostro desolado de Tani y su falta de comprensión lo obligaron a callar.
Cuando Seqenenra le explicó a Uni por qué necesitaba una cuenta completa y una revisión del presupuesto de su gobernación, éste empezó a protestar y a poner objeciones.
—¡Es una tremenda locura, príncipe! —gritó—. ¡Tendré que purificarme todos los días para que los dioses no me castiguen!
Cansado, Seqenenra lo escuchó sin amonestarlo por su insolencia.
—Uni, ya sé que tus antepasados eran setiu, como los de Mersu —dijo—. Eres libre de abandonar mi servicio y de hacer lo que quieras con la información que acabo de darte, pero quiero que sepas que te necesito.
Uni hizo una lenta reverencia y se apartó, contrariado.
—Haré un informe del estado de tus propiedades, príncipe —murmuró—. También redactaré una lista de nuevas fuentes de recursos, si las hubiera.
El sirviente se puso rígido de enojo, y Seqenenra permitió que se marchara. Aunque se había sentido ultrajado, acababa de darle a Seqenenra la respuesta que él esperaba.
No tuvo demasiado tiempo para pensar en su empresa. Pasó los días con Ahmose en medio del calor abrasador del desierto, detrás de las colinas del oeste, observando la manera en que Hor-Aha y los nuevos oficiales trataban de convertir a los reclutas en verdaderos soldados. Nuevos arcos salían continuamente de los talleres de los artesanos. Habían encontrado un sustituto para la madera de abedul, que era imposible de conseguir. Hor-Aha había experimentado sin éxito con varias posibilidades hasta que, en un acto de desesperación, aplicó cola a unos tallos de palmera. Los resultados fueron sorprendentemente buenos, y una vez que la producción estuvo en marcha, dejó la tarea en manos de los artesanos militares y volvió su atención a los reclutas.
Seqenenra y su hijo menor trabajaban como los demás, soportando las burlas y ofensas de Hor-Aha mientras se esforzaban por tensar los arcos. Ambos habían usado anteriormente los nuevos arcos, pero sólo para ocasionales competiciones amistosas. Pero en aquel momento trabajaban en serio, Ahmose fascinado con sus rápidos progresos, mientras Seqenenra fracasaba en sus esfuerzos y maldecía en voz baja, con la sensación de que el tiempo fluía como el río en plena inundación, y Ra le hacía hervir la sangre y le producía ampollas en la piel.
A veces, Si-Amón acudía al campo de entrenamiento y permanecía junto a su padre y su hermano, manejando el arco con silenciosa preocupación o disparando en su carro durante las falsas cargas que ordenaba Hor-Aha, pero no aparecía por allí con demasiada frecuencia. Seqenenra trataba de sobreponerse a la desilusión que le producía su hijo comportándose como si todo estuviera bien, pero Si-Amón se había refugiado en una gélida arrogancia. Durante las comidas, en el templo, en los momentos diarios de intimidad en que la familia se reunía junto al estanque, la mirada de Si-Amón rehuía la de sus parientes. Conversaba cuando los temas que se trataban eran generales, pero cuando se hacía la mínima mención de las actividades que tenían lugar más allá de las colinas, cerraba la boca y permanecía en silencio.
Seqenenra seguía dolido con él. La decisión de su primogénito de no hacer nada más que luchar junto a su padre, no parecía influir en la actitud que Aahmes-Nefertari tenía hacia él, cosa que Seqenenra le agradecía. En cambio, Tetisheri trataba a su nieto con evidente frialdad.
—Este muchacho oculta algo —le dijo en tono vehemente a Seqenenra una tarde mientras conversaban, tras la última comida del día, demasiado cansados para salir a caminar antes de acostarse—. Es comprensible que se muestre desafiante cuando está con nosotros, preparado para defender su postura, pero no reconozco a este Si-Amón de ojos esquivos y largos silencios. —Se echó hacia atrás y apoyó las manos en las rodillas—. Su comportamiento oculta algún sentimiento de culpa.
—Si-Amón ya no es un niño, madre —contestó Seqenenra—. Y por supuesto que no es de sorprender que se sienta culpable. ¡Qué lealtades en conflicto no habrá detrás de los rostros respetuosos de nuestros sirvientes, si así reacciona un miembro de la familia! La situación es terrible para todos. Y Si-Amón la padece profundamente.
Ella se dio una fuerte palmada en las rodillas.
—¡Culpable! Debería estar furioso, defendiendo acaloradamente su postura, discutiendo cada vez que se analizan planes. Conozco a mi nieto, Seqenenra. No es normal que se haya convertido en esta criatura boba y taciturna. No es el Si-Amón que yo conozco. —Bajó la voz—. Hazlo vigilar, príncipe.
Seqenenra se horrorizó.
—¡No es posible que pienses que mi propio hijo, mi heredero, sea capaz de traicionarme! A veces creo que eres una discípula de Set, Tetisheri. No haré vigilar a alguien de mi propia sangre.
Tetisheri no se dejó conmover.
—Algo lo carcome por dentro —insistió—. Yo lo quiero y tú también, pero te aconsejo que no confíes en él.
Seqenenra apartó la mesa y se puso de pie.
—Entre una discrepancia familiar y una traición hay mucha diferencia —dijo—. La red que teje tu mente es demasiado compleja, madre, demasiado oscura. Tus pensamientos son deshonrosos.
—¡Y los tuyos son imprudentemente inocentes! —exclamó ella mientras él se alejaba—. ¡Ámalo, Seqenenra, pero no confíes en él!
Más tarde, cuando Isis terminó de ponerle el camisón y le separó las sábanas del lecho, Tetisheri mandó llamar a Mersu. Cuando Isis regresó, con el criado tras ella, Tetisheri les habló a los dos.
—Soy una anciana llena de recelos —dijo—, pero dormiré mejor si vosotros dos lleváis a cabo la pequeña tarea que voy a encomendaros. Ambos sabéis que el príncipe Si-Amón está en contra de la guerra que se avecina. Ignoro si está o no tan en contra como para ser capaz de traicionarnos a todos. Por lo tanto, quiero que vigiléis sus actividades, adonde va, a quién ve y, sobre todo, a quién dirige su correspondencia. ¡Oh, no te escandalices tanto, Isis! —añadió con irritación al ver que la sirvienta la miraba con la boca abierta—. A vosotros os consta que quiero a ese joven idiota. Mersu, a ti no parece impresionarte mi orden.
Mersu hizo una pequeña reverencia.
—No permanezco impasible, alteza, y por supuesto que cumpliré con tu petición, pero me parece un poco excesivo.
Tetisheri los despachó con un ademán brusco.
—Lo que pienses no tiene importancia. Tú haz lo que te ordeno.
Sin embargo, cuando los sirvientes se retiraron y quedó sola entre las sábanas, con la miraba fija en las sombras del techo, pensó que, en parte, también estaba de acuerdo con Mersu. «A Si-Amón lo ha atraído siempre el poder, las influencias, todo lo que estuviera de moda —pensó—. No es por eso un ser débil, sólo inquieto y ocasionalmente envidioso. Su corazón es firme. Tal vez yo sea una vieja malvada». Se acostó de lado y cerró los ojos, pero el sueño no llegaba. Le avergonzaba espiar a su nieto, pero también estaba inquieta y no sabía de dónde procedía esa inquietud. Se preparó con resignación a pasar una larga noche en vela.
Seqenenra no volvió a pensar en el asunto, desoyendo las advertencias de su madre. Le preocupaba la lentitud con que se preparaba el alzamiento y, a medida que los preparativos iban llegando a su fin, se le ofuscaba la mente y sentía una continua aprensión que pocas veces podía evitar. Sin embargo, un incidente le produjo alivio. Una tarde estaba tendido en el lecho mientras su sirviente personal le masajeaba con aceite los músculos doloridos, cuando Uni le anunció que el alcalde de Weset solicitaba audiencia.
—El alcalde y sus auxiliares han sido escoltados hasta el salón de recepciones —informó Uni. Seqenenra hizo una señal al sirviente que lo seguía ungiendo y le ordenó que se marchara y se llevara consigo el aceite.
—¿Qué quieren? —preguntó.
—No lo dijeron —respondió Uni—. Les serví vino y los dejé.
—Muy bien. Envía a Ipi con su escribanía al salón de recepciones.
Uni asintió con la cabeza y Seqenenra se levantó, se dirigió con rapidez al corredor, contestó el saludo que le hizo el guardia situado a un extremo y se encaminó al lugar donde el alcalde y tres hombres, todos con aspecto de sentirse incómodos, lo esperaban, con las copas de vino llenas en las manos. Al ver que se acercaba, todos se inclinaron en una reverencia. Seqenenra se instaló en el sillón de audiencias y les pidió que se pusieran cómodos.
—Bueno —dijo, ocultando su inquietud—. ¿Qué puede hacer el príncipe por vosotros?
El alcalde se irguió, dejó la copa de vino y se cogió las manos en la espalda.
—Alteza, sabemos que nuestro señor Kamose está recorriendo las provincias y reuniendo hombres. Sabemos que tú, alteza, en este momento no tienes ningún proyecto de construcción. —Seqenenra ocultó una sonrisa de aprobación ante el tacto del alcalde. «No tengo arquitectos, y menos aún planos de monumentos. He hecho una sabia elección al nombrarte representante de la ciudad», pensó—. Por lo tanto —continuó diciendo el alcalde—, esos hombres no son necesarios para transportar piedras. Con todo respeto, desearíamos saber si nuestro príncipe está organizando un ejército, y de ser así, si intentará o no atacar Het-Uart.
Hubo una pequeña interrupción cuando entró Ipi, se sentó a los pies de Seqenenra y abrió la caja de pinceles. En pocos instantes, Seqenenra encontró la oportuna contestación.
—La respuesta a ambas preguntas es sí —dijo con tranquilidad—, aunque dudo que podamos avanzar hasta Het-Uart.
El alcalde sonrió. Sus acompañantes intercambiaron comentarios.
—Entonces, príncipe, queremos que sepas que no esperaremos hasta que su alteza Kamose nos ordene que le entreguemos reclutas. Te hemos traído una lista de todos los hombres que están en condiciones de portar armas, para entregarla a tu escriba de reclutamientos.
—¿Por qué, excelencia? —preguntó Seqenenra, verdaderamente sorprendido—. De todos modos, si yo decidiera alistar a tus ciudadanos, no te podrías negar.
—Porque, hace muchos hentis, Weset era una ciudad sagrada para todo Egipto. La encamación del dios gobernaba el país desde aquí. La gente de Weset te ama. Lleves o no la Doble Corona sobre la cabeza, tú eres la belleza de los amaneceres, el que hace que los corazones vivan, el hijo del Sol. Nosotros somos tu rebaño, majestad, pero compartimos el largo dolor de ta familia real. —Alzó los hombros—. ¿Puedo decir más? También ofrecemos los bienes que cada casa esté en condiciones de dar.
Seqenenra se sintió sobrecogido y emocionado. Las lágrimas le quemaban los párpados. «Parece que paso la mayor parte del tiempo gimoteando como las muchachas enamoradas, y sin embargo no me cabe duda de que hoy estoy perdonado. Hasta ahora nunca he oído que nadie me llamara “majestad”, no me resultaría más dulce esta palabra si la pronunciara el mismo visir en lugar de este digno hijo de Egipto».
—Acepto este gran ofrecimiento con el corazón agradecido —alcanzó a decir con voz ronca—. Hoy también habéis honrado a Amón, y si gracias a vuestra buena voluntad soy capaz de devolver el Trono de Horus al lugar que le corresponde en Weset, tanto yo como mi padre el dios os estaremos eternamente agradecidos. Ipi, toma la lista. —El escriba extendió la mano y cogió el papiro que le ofrecía uno de los hombres.
Ahora bebed el vino —dijo Seqenenra—. Os pido que volváis esta noche con vuestras esposas para ser mis huéspedes en la comida. No puedo ofrecer demasiado en lo que se refiere a hospitalidad, pero tal vez los entretenimientos os sean gratos.
Un rato después, los despidió y se dirigió al despacho, donde Uni lo esperaba impaciente, con el escritorio lleno de los asuntos urgentes del día. Cuando Seqenenra abrió la puerta y saludó a su criado, iba canturreando.
Poco después regresó Kamose, cansado y taciturno, y encargó a su hermano pequeño que organizara a los hombres que había reclutado y los hiciera cruzar el río y llegar a los cuarteles. Después salió en busca de su padre. Seqenenra había estado conversando con Tani, un placer para el que ya casi no tenía tiempo. La muchacha no comprendía bien los acontecimientos que habían llevado a la familia a ese punto y esperaba, aterrorizada, el justo castigo que, no le cabía duda, recibiría su padre de los dioses por haber alterado el equilibrio de Ma’at; pero se esforzaba por no expresar su ansiedad. Todavía estaba Ramose, cuya visita esperaban pronto, y sus mensajes, que ella releía varias veces para consolarse durante las largas y calurosas tardes. Sin embargo, sus esfuerzos por mostrarse alegre no engañaban a su padre. Acababa de cumplir catorce años, por lo que, siguiendo la costumbre, le habían cortado el pelo y quemado el mechón de juventud. Seqenenra deseaba con fervor no sólo que tuviera lugar un compromiso, sino que pronto se celebrara la boda entre ella y Ramose, para que su hija se alejara de Weset y, por lo tanto, del peligro.
Estaba buscando alguna manera de lograrlo, cuando llegó al final del corredor de las habitaciones de las mujeres, donde se encontró con Kamose. Se abrazaron. Kamose todavía no se había sacudido el polvo del viaje. Seqenenra ordenó a un sirviente que les trajera cerveza y salió con su hijo al jardín, donde se instalaron junto al estanque, bajo una tenue sombra. Kamose se quitó el arrugado gorro de lino y lo utilizó para limpiarse la cara y el cuello. Después de unas breves palabras sin importancia, dijo:
—Ahmose me dice que los nuevos cuarteles son muy estrechos y que las raciones son escasas. Tampoco hay bastantes burros para cargar agua hasta el desierto. Aparte de esto, el río comenzará a crecer dentro de apenas un mes y en dos meses la marcha será imposible. —Comenzó a sacudirse la arena de las piernas—. Todavía no es tarde para que cambies de idea, príncipe.
Seqenenra observó que su hijo se daba golpecitos con el dedo en sus piernas cansadas.
—Hor-Aha me dice lo mismo —contestó—. Pero no puedo esperar otro año, Kamose. Y lo sabes. Tengo intenciones de marchar antes de la inundación. ¿Cuántos hombres me has traído?
Kamose se apoyó en un codo.
—Mil trescientos. Podría haber traído más si no me hubiera visto obligado a enviar tantos hacia el norte a hacer las faenas del rey. Por supuesto que nadie hizo ninguna pregunta. ¿A cuántos medjay pudo convencer Hor-Aha?
«¡Sólo mil trescientos!». Seqenenra se sobrepuso a la oleada de pánico que le invadía el pecho.
—Dos mil, pero cada uno vale por dos hombres de Apepa y, por supuesto, también contamos con los quinientos de nuestro ejército. Tengo esperanzas de reunir más apoyo a medida que vayamos pasando por las ciudades y las provincias.
—Ni siquiera llegamos a una división —dijo Kamose con sequedad—. Para ello nos harían falta mil setecientos hombres más. Corren rumores de que Apepa dirige más de cien mil soldados setiu sólo en Het-Uart.
Seqenenra percibió el tono de reproche en la voz de su hijo, pero lo pasó por alto.
—Llamaremos a nuestra tropa una división, sin tener en cuenta el número —dijo—. La División de Amón. Los cincuenta guardias originales serán los Valientes del Rey; y Hor-Aha está entrenando a quinientos hombres de las tribus como tropas de choque. Será un ejército en miniatura, Kamose, pero un ejército a fin de cuentas.
—¿Tú los dirigirás en el campo de batalla?
—Por supuesto. Pero no quiero que Ahmose luche. —Kamose se irguió pero no hizo comentarios. Miraba con intensidad a su padre. Seqenenra continuó diciendo—. Nuestra línea de sangre no debe desaparecer, Kamose. Si yo caigo en la batalla, debe haber aquí un heredero para seguir gobernando. Si es inteligente, podrá convencer a Apepa de que sólo yo fui el responsable de esta locura y que él intentó detenerme.
—Comprendo que Ahmose no debe luchar —aceptó Kamose—. De ser posible, hay que conservar la promesa del futuro. Si nosotros morimos, Ahmose seguirá aquí.
—Sé que tú realmente no quieres luchar —dij o Seqenenra con suavidad—. Si la elección dependiera de ti, harías todo lo posible por mantener las cosas como están, para conservar nuestra sangre para el momento del futuro en que los setiu abandonen Egipto. Pero yo te aseguro que el tiempo es aquí y ahora. Además, Apepa procurará que, con guerra o sin ella, esta familia desaparezca y caiga en el olvido.
Kamose suspiró.
—Sí, tienes razón. Yo sólo quiero con todas mis fuerzas llegar a creer que no es así. ¡Lo odio! —Los ojos negros de su hijo, muy pintados con galena y rojos por el cansancio, de repente echaron chispas—. Odio el mal que sus estúpidas sospechas le están haciendo a Aahmes-Nefertari y a su hijo todavía no nacido. ¡Y sobre todo, lo que te están haciendo a ti! Necesito bañarme.
Su explosión de furia desapareció con tanta rapidez como había llegado. Se levantó, se quitó el shenti y se alejó. Instantes después, Seqenenra también abandonó el jardín y se encaminó hasta el río untuoso y poco profundo para que lo transportaran a la orilla oeste, donde pasaría revista a los reclutas. Todavía no había indicios de la inundación, cosa que agradecía. Una temprana inundación habría convertido un acto ya de por sí temerario en una fútil aventura.
Una mañana, más tarde que de costumbre, Seqenenra abandonaba el recinto del templo después de haber pasado varias horas con Amonmose, tratando de exprimir hasta el último recurso de todo aquello que al dios no le era imprescindible, para dedicarlo al conflicto que se avecinaba. El sumo sacerdote no dudó un momento en ofrecer su ayuda a Seqenenra cuando éste se la pidió. Después de todo, sería tanto la guerra de Amón como la del príncipe, por lo que Amonmose y su escriba vaciaron la tesorería del templo. Los sacerdotes tendrían que apretarse el cinturón y, aparte de la comida del dios, su ropa y el vital incienso, las arcas quedaron vacías.
—Es una pena que no podáis poner en venta parte de vuestro ganado del Delta, alteza, y también el de Amón —observó el sumo sacerdote—. Con las ganancias obtenidas de vender el ganado siempre se puede comprar mucho cereal y tal vez hasta un poco de oro. Pero el Uno preguntará por qué lo haces.
—De todos modos, pronto se hará esa pregunta —contestó Seqenenra.
Estaba preocupado porque de un momento a otro Apepa comenzaría a esperar respuesta a su carta. Habían transcurrido ya dos meses desde la llegada de la carta con la monstruosa exigencia del rey; a Seqenenra el corazón te dejaba de palpitar cada vez que veía una barca real en el río. Hasta entonces, siempre habían seguido su camino o se detenían tan sólo a entregar un papiro para Tani. Pero muy pronto llegaría una decisión definitiva. «Por entonces —pensó Seqenenra mientras salía de la sombra de los pilones del templo al fuerte sol de la mañana y se encaminaba hasta donde esperaban sus pacientes porteadores de litera—, ya estaré camino del norte, luchando con cualquiera que se interponga en mi camino. ¿Estará alertado Apepa? ¿Me encontraré con un ejército esperándome en Aabtu, en Akhmin o en Djawati?».
Estaba a punto de montar en la litera y sus porteadores se aprestaban a ocupar sus lugares, cuando oyó la voz de Tani.
—¡Padre!
Entornando los ojos bajo aquel sol, Seqenenra la vio correr hacia él, la fina tela de la túnica apretada contra el cuerpo bronceado, las sandalias levantando pequeñas nubes de arena. Llegó hasta donde estaba jadeando y riendo, los ojos oscuros encendidos bajo la pintura verdosa. Hacía mucho que no la veía tan excitada.
—¡Tranquilízate! —le dijo, sonriendo—. No se debe correr con este calor. ¿Qué sucede, Tani?
—¡Han llegado Ramose y su padre! —dijo ella, casi gritando—. Teti se encaminaba a inspeccionar Tynt-to-amu antes de la inundación y decidieron hacemos una visita.
—Ven, siéntate a mi lado —Seqenenra le hizo un gesto y Tani subió a la litera—. Creo que los hombres nos podrán llevar a los dos. Cierra las cortinas, hace demasiado calor para mirar hacia fuera. —Tani dejó caer la cortina y se volvió a mirarlo, con los ojos resplandecientes. Los porteadores los levantaron y comenzaron a cruzar la corta distancia que los separaba de la casa—. Y dime, ¿el grande y todopoderoso Ramose está tan espléndido como la última vez que lo viste? —bromeó Seqenenra—, comprendiendo que su buen humor se debía al alivio que sentía. «Podría haber vuelto del campo de entrenamiento con Hor-Aha, cargado con mis armas —pensó—. ¡Gracias a los dioses que hoy estaba en el templo!».
—¡Mucho más espléndido! —aseguró Tani—. Me ha traído el pectoral más bello que hayas visto; el contrapeso colgante de la espalda es de oro y turquesas, representa la corona de Mut para protegerme de los ataques de los malvados por la espalda. Pero mi madre me ha obligado a guardarlo por ahora. —Se inclinó con ansiedad hacia su padre, con los ojos como platos, y su aliento conservaba aún el olor a miel del panal que estaba lamiendo cuando vio acercarse la barca—. Creo que Teti trae un contrato matrimonial —susurró—. Querrá hablar de la dote. ¿Qué crees que debemos hacer?
El padre le alisó el pelo y le dio un beso en la mejilla.
—Eso no es asunto tuyo —la reprendió—. No te preocupes. ¿No eres una princesa, Tani? —«Tendrás tu dote aunque para ello tenga que vender toda mi hacienda. Por lo menos uno de nosotros logrará cumplir su mayor deseo», le prometió en silencio.
La litera avanzó con más lentitud y oyeron que los porteadores intercambiaban un cordial saludo con alguien. Al separar las cortinas, Seqenenra vio que avanzaban a lo largo de la calle polvorienta que lindaba entre sus dominios y los árboles que bordeaban el río. Dos hombres se habían apartado para dejarlos pasar. Uno era Mersu, el criado de Tetisheri, que saludó a Seqenenra con grave respeto; el otro, que seguía inclinado en una reverencia, era un desconocido.
—Creo que es el jefe de los escribas de Teti —le dijo Tani cuando él dejó caer las cortinas y la litera giró hacia la casa—. O tal vez sea su criado. De todos modos, creo haberlo visto en Khemennu. ¡Salud, Ramose!
Acababan de depositar la litera en el suelo. Tani asomó los pies y el joven le tendió la mano para ayudarla a bajar, al tiempo que se las arreglaba para hacer una reverencia a Seqenenra.
—Salud, príncipe —dijo—. Espero que los parabienes que he dirigido a Tani no te hayan hecho enfadar. ¡Tengo que asegurarme de que ningún apuesto hijo de noble la atraiga mientras no estoy con ella!
Seqenenra le puso una mano en el hombro.
—No me he enfadado —contestó con una sonrisa—. Estoy casi persuadido de que eres digno de mi hija. Ya lo veremos. —Se volvió hacia Tani—. Puedes ir ahora con él, pero asegúrate de que llegáis a tiempo al jardín para no perderos la comida de bienvenida.
No salieron corriendo como lo habrían hecho unos meses antes; se alejaron caminando de la mano por la calle, bajo la sombra de los árboles, con las cabezas juntas y el guardia tras ellos. A Seqenenra verlos así le hizo sentirse bien. Atravesó por la hierba casi marchita rumbo a la casa.
Teti se levantó del banco que ocupaba junto a Aahotep y se acercó sonriendo a saludarlo. Había aumentado de peso desde la última vez que se encontraron, pero no lo suficiente para decir que era un hombre gordo. Su aspecto sólo servía para remarcar su autoridad. Cuando le tendió la mano, sus pulseras de oro relucieron. Estaba espléndido, con un gorro de lino a rayas amarillas y blancas, un shenti blanco muy almidonado y una camisa también blanca de tela suave. Una cadena de plata pura salpicada de jaspe le daba varias vueltas al cuello. Los dedos que Seqenenra tomó entre los suyos estaban llenos de anillos.
—¡Teti! —exclamó Seqenenra, haciéndole señas de que se sentara y tendiéndose en la hierba, a su lado—. Qué placer inesperado. Tani me acaba de decir que vas a la primera catarata para inspeccionarla antes de la inundación.
Al mirar a Tetisheri vio en los ojos de la madre el reflejo de su propio alivio. Uni se inclinó ante él y le ofreció vino y una fuente de ciruelas pasas. Seqenenra aceptó el vino y dio un sorbo. Teti se sacó del cinturón el abanico de palma adornado con joyas y se puso a ahuyentar las moscas que se congregaban alrededor de su cintura.
—Lo hago en respuesta a una orden del Uno —contestó Teti—. Mi propio propósito felizmente coincide con el suyo, y consiste en ofrecerte un contrato de matrimonio entre Ramose y Tani. —Sonrió por encima del borde de su copa—. Creo que hemos tenido que escribirlo en el último trozo de papiro que quedaba en el escritorio. Ramose los ha utilizado todos para escribir a tu hija.
Todos rieron.
—Me satisface mucho, Teti —contestó Seqenenra—. Y sí, ya es hora de que unamos a estos dos. No cabe duda de que a quien Tani quiere es a Ramose.
—¿Así que celebraremos la boda? —preguntó Teti haciendo una seña para que le sirvieran más vino—. ¿Una boda en primavera, cuando Egipto esté de nuevo todo verde?
—De acuerdo. —Ambos alzaron sus copas a un tiempo—. Pero no discutamos ahora los detalles; lo haremos mañana por la mañana en mi despacho. Le daré a mi hija una buena dote, como corresponde a una princesa.
—¡No dudo que lo harás!
Volvieron a beber. Seqenenra sintió oleadas de una felicidad inducida por el vino, y durante un instante olvidó que más allá de aquel jardín, de aquella casa, Weset bullía de actividad militar.
Pero el siguiente comentario de Teti lo volvió a la realidad con un sobresalto.
—¿Qué ocurre al otro lado del río? —preguntó—. Vimos burros cargados que seguían un sendero hacia las colinas, seguidos por un contingente de soldados. Supongo que sólo los muertos habitan al oeste de Weset…
Seqenenra se quedó mirándolo; fue Tetisheri quien se encargó de contestar.
—Algunas tumbas han sido saqueadas —explicó con Maldad—, y cuando Si-Amón fue personalmente a inspeccionar los daños, descubrió que otras no sólo habían sido objeto de pillaje, sino que estaban en mal estado y requerían reparaciones. Se ha edificado un pequeño pueblo en el desierto para que las tumbas puedan ser reparadas y luego custodiadas.
—¿Encontraron a los ladrones? —preguntó Teti con interés. Seqenenra se encogió de hombros.
—Todavía no, pero los encontraremos. Obtenemos poca información de los campesinos cuando los interrogamos, pero son hombres simples y, tarde o temprano, los culpables tratarán de vender lo que hayan podido robar. Entonces los castigaremos.
Dejó la copa con cuidado sobré la hierba y se preparó para seguir hablando del asunto, pero la llegada de Tani y Ramose se lo impidió. Y en medio de la conversación general abandonaron el tema de las tumbas. Sin embargo, Teti preguntó dónde estaban Si-Amón, Kamose y Ahmose. Aahotep contestó que estaban dirigiendo las obras de la orilla oeste. Eso pareció tranquilizar a Teti. Poco después, Tetisheri mandó llamar a Mersu y se dirigió con Aahotep a sus habitaciones para ponerse de acuerdo acerca de la fiesta que debían preparar.
Teti, como huésped perfecto que era, obsequió a Aahotep con los patos que él y Ramose habían cazado la noche anterior entre las cañas, antes de fijar el campamento, así como con varios manjares que llevaban a bordo para el largo viaje a Tynt-To-Amu. El arpista de Seqenenra tocó y cantó. Tani bailó luciendo el pectoral que Ramose acababa de regalarle, y una cinta blanca bordeada en oro le rodeaba el pelo corto y ondulado. Hubo vino y cerveza en abundancia. Si-Amón, Kamose y Ahmose, advertidos con discreción por el siempre vigilante Uni, llegaron recién lavados a la caída del sol para apoyar la historia de Seqenenra. Aahmes-Nefertari, que se sentía muy pesada por el embarazo pero divertida, contó un cuento verde que Hetepet, su sirvienta personal, había oído aquel día en el mercado.
Sin embargo, Seqenenra no confiaba en que su pariente político hubiese caído en el engaño. Teti reía, comía y bebía, sin dejar de conversar un instante, pero en los ojos pintados con galena tenía una expresión vigilante. Ramose sólo tenía ojos para Tani. Hizo bromas sobre su pelo, que seguía creciendo después de que le cortaron el mechón de juventud, y le dio de comer con la mano, como si fuese una paloma.
A la mañana siguiente, Teti y Seqenenra se encontraron en el despacho para conversar acerca de la dote de Tani. El arreglo definitivo no se haría hasta que se hubiese redactado el contrato de matrimonio, pero era necesario hacer la oferta inicial y estudiarla. Al escuchar a Seqenenra, Teti se mostraba claramente incómodo. Durante un rato asintió, gruñó, volvió a asentir y por fin alzó una mano y Seqenenra calló.
—Discúlpame, príncipe —dijo—, no quiero que me consideres un mal educado pero pareces ausente, distraído, preocupado. ¿La fortuna de tu familia está algo disminuida? ¿El Uno ha elevado demasiado tus impuestos este año?
—No te disculpes —contestó Seqenenra para tranquilizarlo—. En esta ocasión tienes todo el derecho a interrogarme sobre la salud de mis finanzas. Es cierto que los impuestos han sido altos, pero también lo fueron los rendimientos. Hemos tenido una cosecha maravillosa. —En su interior bullía el orgullo y tenía ganas de negar que vivía al borde de la ruina y de decirle a Teti que se ocupara de sus asuntos. Pero como acababa de decir, Teti terna todo el derecho a asegurarse la dote y, en todo caso, los comentarios sobre su ejército debían estarse filtrando hacia el norte—. Mis provincias se han estado quejando de incursiones de los shasu en sus pueblos —explicó—. Decidí alistar un pequeño ejército para hacerme cargo de ellos. Cuando los hombres estén entrenados, los destacaré en los distintos pueblos, pero mientras tanto debo soportar el gasto que supone alimentarlos y armarlos. —Extendió las manos—. Es una empresa costosa.
—He oído rumores acerca de tu ejército —dijo Teti con lentitud y, al ver su expresión, Seqenenra se alegró de haber dado una explicación lo más cercana posible a la verdad—. Pero Seqenenra, ¿no sería más sencillo que le pidieras al Uno algunos destacamentos de Het-Uart? Él jamás permitiría que la seguridad de su gente se viera amenazada.
«¿Su gente?». Seqenenra se tragó la viva respuesta que las palabras de Teti merecían.
—No quiero llamar la atención del rey —dijo con franqueza—. Sé que lo pongo nervioso y sería una tontería correr el riesgo de que, con cualquier pretexto, me relevara de mi gobierno. El Uno podría decir que soy incompetente, que no controlé como era debido las provincias. O incluso podría decir que la situación es más grave de lo que en realidad es y poner un jefe a cargo de Weset.
De repente se sintió más acalorado. El shenii le rozaba los muslos y le parecía que tenía la boca llena de arena. Teti alzó sus negras cejas.
—De todos modos, el Uno se enterará —dijo.
—Sí, pero para entonces habré solucionado el problema —lo interrumpió enseguida Seqenenra—. Tal vez ya se haya podido licenciar a los reclutas. —«Estoy hablando como el vendedor de mercado que quiere regatear y persigue a un criado que ya ha decidido no comprarle», pensó con cierta desesperación. Se puso de pie, se pasó ambas manos por la cara y le dirigió una sonrisa a Teti—. ¿No me crees, verdad? —preguntó.
Sorprendido, Teti lanzó una risita.
—¿Por qué no te voy a creer? —preguntó—. Los shasu muchas veces se dedican al pillaje en pueblos alejados. Pero, príncipe, si con tus recursos no te resulta fácil organizar este ejército, te aconsejo que te tragues el orgullo y le pidas ayuda al Uno. Es muy peligroso que no le expliques la realidad de tu situación. —Durante algunos instantes, ambos se miraron a los ojos—. ¿Todavía no has contestado la última carta que te envió, verdad? —preguntó Teti con cautela—. Por eso no deseas dirigirte a él. Eres un insensato, Seqenenra.
Sintió que se aflojaba. Seqenenra no esperaba que Teti llegase a esta conclusión.
—No te preocupes por la dote de Tani —dijo Seqenenra, haciendo un esfuerzo para que no le temblara la voz—. Es posible que me haya empobrecido temporalmente por encargarme de mis soldados, pero sigo teniendo una importante fortuna en mi ganado del Delta. Tani es un ser precioso para mí, y si ella quiere a Ramose, lo tendrá.
Sabiendo que con su crítica solapada había estado a punto de traspasar los límites de la buena educación. Teti inclinó la cabeza.
—Que así sea —aceptó—. En tal caso pedimos que sean doscientas cabezas.
Seqenenra volvió a sentarse y puso objeciones a la cifra. Ipi, sentado en el suelo junto al escritorio, en silencio y sin molestar, cogió su pincel y el regateo volvió a comenzar.
Aquella noche, cuando Si-Amón iba a acostarse, Mersu entró en su dormitorio haciendo reverencias. El joven había soportado con incomodidad la fiesta, estando amable pero tenso, y en cuanto pudo, se refugió en sus habitaciones. Kamose lo fue a buscar y estuvieron jugando a los dados durante un rato. Luego Si-Amón se dirigió a la habitación de su esposa y se tendió a su lado en el lecho, apoyando la cabeza sobre su hombro, mientras Raa daba masajes a Aahmes-Nefertari en las piernas hinchadas. Pero cuando Aahmes-Nefertari empezó a dormirse, Si-Amón se apartó de ella con suavidad, dio las buenas noches a Raa y volvió a sus habitaciones. Tenía frío y estaba inquieto. Cuando Mersu asomó el rostro impasible por la puerta, encontró a Si-Amón sentado en el borde del lecho, convencido de que aquella noche no podría conciliar el sueño.
—Te pido perdón por molestarte tan tarde, príncipe —dijo Mersu—, pero tu pariente desea verte en privado en las habitaciones de huéspedes.
—Bueno, dile que venga —contestó Si-Amón en tono cortante—. Un príncipe no responde al llamado de un simple noble.
Mersu continuaba en la puerta, apartado de la luz que arrojaba la lámpara.
—Cierto —contestó con suavidad—, y Teti pide que disculpes su petición, pero considera que, si te llegaran a ver, hatea menos comentarios que si fuese él quien viniera a verte a ti. Yo estoy de acuerdo.
—¡No me digas! —contestó Si-Amón con sarcasmo.
Desde que le encomendase la carta para Teti, hacía unas semanas, alimentaba una gran aversión hacia el criado de su abuela. Tenía la impresión de que, tras los modales impecables de Mersu, crecía una taimada complicidad; pero era suficientemente sincero consigo mismo para suponer que tal vez fueran imaginaciones creadas por su propio sentimiento de culpa. «Soy yo el que ha cambiado —pensó Si-Amón poniéndose de pie a disgusto y calzándose las sandalias—. No cabe duda de que este hombre no me gusta, pero en realidad no puedo criticar su servicio ni su actitud».
—Está fuera de lugar que un criado dé su opinión —continuó diciendo, con cierta maldad—. Pero supongo que debo ver qué quiere Teti. Vete.
Mersu hizo una reverencia y se marchó. Si-Amón no oyó los pasos de sus pies descalzos por el corredor, se acercó a la puerta y espió. Gracias a la antorcha de la pared, vio que no había nadie, aparte de un guardia soñoliento en el extremo del corredor.
Las habitaciones de los huéspedes masculinos se encontraban en el mismo sector de la casa que las suyas y las de sus hermanos, de manera que Si-Amón no tardó mucho en llegar hasta la puerta de Teti. Llamó y entró sin esperar respuesta. Teti se puso de pie e inclinó la cabeza. Llevaba una delgada capa de lino amarillo de manga larga, que llegaba hasta el suelo y que, con la lámpara a sus espaldas, le marcaba las líneas del cuerpo.
—Fue una descortesía que te pidiera que vinieras aquí —dijo, antes de que Si-Amón tuviera oportunidad de hablar—. Te ruego que me perdones, pero era necesario que fuera precavido. Ramose y Tani están afuera, mirando las estrellas —explicó en respuesta a la mirada con la que Si-Amón recorrió la habitación—. No te voy a entretener mucho tiempo.
Si-Amón tuvo que tragarse el enfado, cerró la puerta y se le acercó.
—Esperaba recibir alguna respuesta a mi mensaje, Teti —dijo—. Empezaba a creer que se había perdido.
Teti le ofreció los higos secos y el vino que había junto al lecho. Si-Amón negó con la cabeza. Teti cruzó los brazos.
—No me pediste que te escribiera, sino que viniera —puntualizó—. Lamento haberte disgustado. Sabía que este año el Uno requeriría una inspección de la catarata porque no se hizo antes de la inundación, de manera que decidí esperar. Tii padre parece empeñado.
Si-Amón comenzó a deambular por la habitación, tocando las paredes y acariciando las lámparas de alabastro.
—¿Has hablado del tema con él?
—Sí, se lo mencioné brevemente. Le dije que hacia el norte se filtran rumores de la existencia de su ejército y que pronto llegarán a Het-Uart. Él me explicó que había reclutado soldados para defender las provincias contra los shasu.
—Eso es mentira. —Si-Amón se obligó a permanecer quieto y a mirar de frente a Teti—. Los guardias medjay de mi padre han estado reclutando shasus. ¡Teti, debes poner fin a esta locura! —Extendió los brazos—. ¿Qué sentido tiene que yo haya puesto en peligro mi conciencia, si no puedes hacer nada?
—¿Es eso lo que crees haber hecho? —preguntó Teti en voz baja—. ¿Qué me dices de tu conciencia hacia nuestro rey, joven príncipe?
—¡Ya sé! ¡Ya sé! —contestó Si-Amón con una impaciencia que no pudo contener—. Pongo en ti mi confianza, Teti, para que detengas todo esto e impidas que llegue a oídos del Uno.
—¿Y cómo debo hacerlo, si tu padre conduce su ejército hacia el norte? Te aseguro, Si-Amón, que él no se dejará persuadir. Lo único posible sería abortar su esfuerzo antes de que logre desarrollarse.
Si-Amón estaba tenso, tenía necesidad de moverse, de hacer algo. Con actitud resuelta, se llevó las manos a la espalda.
—¿Eso es posible?
Teti frunció el entrecejo y se envolvió más en la capa. Su cabeza calva relucía bajo la luz.
—Puedo escribirle al Uno y pedirle que ordene a Seqenenra que viaje al norte con algún pretexto, tal vez para organizar las provincias que rodean Ta-she, para reglamentar los impuestos, ¡cualquier cosa! El rey me hará caso. —Su mirada topó con el rostro preocupado de Si-Amón—. Tenemos ya casi encima la inundación, y un hombre no puede marchar sobre el agua.
—No hay tiempo.
—Entonces habrá que detener a tu padre en el camino. Es necesario decírselo a Apepa, advertirle. Seqenenra tendrá que aceptar las consecuencias.
—¡No! —exclamó Si-Amón, adelantándose—. Confié en que tú nos ayudarías, Teti. ¿De qué nos has servido? ¿Qué es lo que he hecho?
Teti se le acercó y lo cogió con fuerza por los hombros.
—Has cumplido con tu deber como egipcio leal que eres —insistió—. No desfallezcas ahora, Si-Amón. Tal vez la justicia de Apepa sea más benigna con tu padre gracias a tu lealtad. Lo conozco. Ahora no debes flaquear. Mantenme informado, envíame datos del momento de la partida del ejército, de la dirección de su marcha y de su primer destino. Si no lo haces, Apepa pensará que ya no le eres leal y te castigará con severidad. ¡No hay tiempo para hacer nada más!
Si-Amón se liberó de las manos de Teti.
—¡Vuelve a hablar con mi padre!
—Si lo hago, sabrá que alguien me ha informado de lo que sucede. Y sospechará de ti.
«Es cierto. Debí darme cuenta desde el principio —pensó Si-Amón con amargura—. Bueno, que mi padre sospeche de mí, que me trate con frialdad, que me odie. Me presentaré yo mismo ante él y le diré lo que he hecho». Pero sabía que no sería capaz de hacerlo. No creía que la rebelión de Seqenenra fuese justificada. «Todo ha llegado demasiado lejos —pensó con desesperación—. Yo también estoy comprometido».
—El rey ya sabe lo que sucede, ¿verdad? —susurró—. Le enviaste mi papiro. Me traicionaste.
—Sí, lo sabe. —Teti sirvió el vino y colocó una copa entre los dedos temblorosos de Si-Amón—. Sin embargo, esperará hasta ver lo que Seqenenra realmente decide hacer. Apepa tiene intención de ser benevolente si tu padre cambia de idea.
—¡Maldiga sea! —Si-Amón se quedó mirando absorto el líquido rojo de su copa—. ¡He vendido a mi propio padre!
—No, has salvado tu herencia. Piénsalo, Si-Amón. Si Apepa está al acecho para rodearlos, habrá poco derramamiento de sangre en el ejército de tu padre. En caso contrario, el daño que podría hacer antes de que lo detuvieran sería enorme. La revuelta será insignificante, sin importancia, y se olvidará con rapidez. Seqenenra será castigado y sus oficiales ejecutados; pero ¿no crees que esto es mejor que la pérdida y la destrucción de todo lo que tiene aquí?
Se dio cuenta de que Si-Amón apuraba el vino con largos tragos. Si-Amón puso la copa en la mesa con extremo cuidado.
Dirigió una inclinación de cabeza a Teti, se volvió y se encaminó con paso vacilante a la puerta, pero ésta se abrió y entró Ramose. Si-Amón estaba demasiado confuso para hacerse a un lado, y Ramose a punto estuvo de atropellarlo.
—¡Buenas noches, príncipe! —exclamó Ramose. Si-Amón lo empujó, pasó de largo y dio un portazo. Ramose miró a su padre—. ¿Qué le pasa a Si-Amón? —preguntó.
Teti se tendió en el lecho y se pasó una mano por el cráneo rasurado.
—Lo he hecho enfadar —contestó—. Pero no te preocupes, Ramose. Me alegro de que mañana podamos continuar el viaje.
—Parece grave —contestó Ramose, sonriendo—. ¿Tiene alguna relación con la dote de Tani?
Teti levantó la vista, sobresaltado.
—¡No! Seqenenra y yo hemos llegado a un acuerdo satisfactorio y te podrás casar cuando llegue el tiempo de la siembra.
—¡Estupendo! —Ramose bostezó—. ¿Dónde está mi sirviente personal? Quiero acostarme. ¡Me encanta la finca de Seqenenra! Es muy plácida. Aquí no tienen la rigidez con que vivimos nosotros. Pero debo confesar que convierte en negligentes a los sirvientes. ¿Te parece que lo llame?
—Como quieras.
Ramose esperó, pero al ver que su padre seguía sentado en el borde del lecho, con el entrecejo fruncido y la mirada perdida, el joven se encogió de hombros, pidió a gritos la presencia de un sirviente y comenzó a tararear la canción que había tocado aquella noche el arpista de Seqenenra. Se sentía muy feliz.