Capítulo 3

La primavera llegó a su fin y Weset se hundió en la somnolencia del verano. En el emparrado, las uvas surgían y se iban hinchando, verdes y duras. Los sembrados perdían ya su verdor y empezaban a amarillear. A menudo, en las orillas arenosas, se veían cocodrilos al sol, inmóviles y con los ojos cerrados. El nivel del Nilo bajaba con rapidez y sobre aquel plácido dominio el calor bochornoso e infinito de Shemu exhalaba su aliento abrasador.

Tendido en el lecho durante las tardes aturdidas, con el cuerpo empapado en sudor, o acaso vagando en la casi frescura del viejo palacio mientras la familia y los sirvientes esperaban lánguidamente la bendición del ocaso, Seqenenra supo que no deseaba cambiar aquella vida tranquila y apacible por el refinado bullicio de la finca de Teti. Se sentían contentos de la prometedora cosecha que había de llegar y esperaban confiados el momento de celebrar la anual Fiesta Hermosa del Valle, cuando llevaban a Amón a la otra orilla del río a visitar los templos mortuorios y las tumbas de los antepasados; los ciudadanos de Weset lo seguían con alimentos para comer junto a sus muertos. Aahmes-Nefertari haría aumentar la familia. Tani se comprometería con Ramose y, una vez que se ejecutara el contrato, su hija se iría a vivir a Khemennu. La madre de Seqenenra iría a reunirse con su padre antes de que transcurrieran muchos años, él mismo engordaría y envejecería, con Aahotep a su lado, y le entregaría las riendas de la gobernación a Si-Amón. «No pido nada más —se dijo con férvor, de pie bajo la sombra polvorienta de una palmera, desde donde observaba a los campesinos que hacían funcionar los cigoñales para verter el agua en los canales vacíos—, mis tierras, mi familia, mi vida».

Tani dictaba gran cantidad de cartas para enviárselas a Ramose y pasaba mucho tiempo en los escalones del embarcadero, con un Behek aburrido echado a sus pies, a la espera de que apareciese la barca del mensajero en la curva del norte. Algunas veces las barcas de Teti llevaban papiros de Ramose; otras, el joven confiaba sus mensajes para Tani a algún heraldo real que los entregaba en Weset al pasar rumbo a Kush. Seqenenra había dejado de temer que una de aquellas naves se dirigiera a su embarcadero, por el contrario, les daba la bienvenida porque alegraban a Tani.

Payni y Epophi llegaron y se fueron en medio de un calor insoportable que secaba las hojas de los árboles y quitaba energías tanto a animales como a seres humanos. Comenzó Mesore y de repente los días ociosos llegaron a su fin. Los jardineros llenaban cestos de verduras. Los sirvientes comenzaron a cosechar las uvas y en el blanco deslumbrante del gran patio que había al sur de la casa, los hombres las pisaban entre bailes y cantos.

Si-Amón, Kamose y Seqenenra pocas veces se encontraban en la casa. Día tras día recorrían los campos, observando a los inspectores que ordenaban el trabajo de los campesinos. Las hoces se alzaban y caían. La cosecha de lino merecía una especial atención porque gran parte de ella viajaría al norte, donde se vendería para cubrir las necesidades de la familia. El resto sería tejido por Isis y otros sirvientes para uso de Aahotep y sus hijas. La cebada se separaba para la nueva cerveza de la estación. La cosecha era abundante, y amos y campesinos trabajaban con alegría.

Hacia el fin de Mesore, cuando Si-Amón, Kamose, Seqenenra y Uni se encontraban encerrados juntos calculando los rendimientos y tratando de sacar en limpio la cantidad que debía viajar a Het-Uart en concepto de impuestos y tributos, Aahmes-Nefertari llamó a la puerta y se acercó al escritorio cubierto de papeles. Ya estaba en el octavo mes de embarazo, pero como era primeriza, su delgado cuerpo no estaba muy deformado. Sufría el calor más de lo habitual y ya no dedicaba mucho tiempo a recorrer los campos. Aquel día iba descalza y se había puesto una túnica que le llegaba a los tobillos, sujeta bajo los pechos por dos gruesas bandas de lino que le cubrían los pezones. Llevaba el amuleto Menat, regalo de su madre, colgando del cuello con un cordón de cuero. No llevaba adornos en los brazos, y en el pelo lucía unas cintas amarillas que se le pegaban a los hombros sudorosos. Al acercarse se echó hacia atrás el pelo también húmedo. Detrás de ella, Raa, su niñera de la infancia y compañera preferida, la seguía descalza con un gran abanico almidonado.

Los hombres levantaron la vista de su trabajo. Aahmes-Nefertari se sentó, con expresión muy seria, en el banco que Seqenenra le acercó.

—Gracias, padre —dijo—. Lamento molestaros, pero una barca real acaba de partir del embarcadero. El heraldo no pudo quedarse para hablar contigo, dijo que tenía asuntos importantes que tratar con el príncipe de Kush y me dio un papiro para ti. ¡No sabes lo desilusionada que está Tani!

Seqenenra lanzó una carcajada.

—Tani se está acostumbrando mal. Cree que todas las embarcaciones que navegan por el Nilo lo hacen para su provecho. Supongo que el papiro contiene la suma del impuesto que debemos pagar a Het-Uart. Será elevado, teniendo en cuenta que la cosecha ha sido abundante, y además Men asegura que en el Delta el ganado ha parido muchísimo. Bueno, supongo que debo leer ese papiro.

Aahmes-Nefertari se lo tendió.

—También ha venido el inspector de tierras con informes sobre la cosecha en nuestras provincias —continuó diciendo la muchacha—. Mi abuela le ha ofrecido vino junto al estanque. Te pide que te reúnas con ellos. En la provincia de Tchaus se quejan de que los campos rinden menos debido a que hay tizón en los granos.

Kamose no pudo menos que sonreír.

—La provincia de Tchaus siempre tiene alguna queja —dijo.

—Es mejor la queja que el silencio que la esconde —respondió su padre mientras rompía el sello del papiro—. Aahraes-nefertari, por favor, dile a tu abi remos con ella.

La muchacha se puso de pie y salió, seguida de Raa.

Seqenenra desenrolló el papiro. Si-Amón y Kamose esperaban, expectantes. Entonces Seqenenra exclamó con flaqueza:

—¡No, no, no! ¡Esto es increíble!

Puso en la mesa la mano con que sujetaba el mensaje. Kamose se incorporó y rozó el hombro de su padre. Seqenenra temblaba.

—¿Puedo leerlo? —preguntó Kamose.

Seqenenra asintió con la cabeza.

—Léelo en voz alta. Es posible que haya interpretado mal una parte del mensaje.

Kamose y Si-Amón intercambiaron una rápida mirada, luego Kamose cogió el papiro. Lo recorrió rápidamente con la mirada y se aclaró la garganta.

—A mi…

—¡Sáltate los preámbulos! —lo interrumpió Seqenenra—. ¡Qué hipócrita!

Uni se sobresaltó, pero pronto recuperó la compostura. Kamose siguió leyendo.

—Muy bien, padre. «Durante un tiempo dormí pacíficamente en mi palacio, sin más molestias que los gritos nocturnos de los pájaros, pero una vez más los bramidos de tus hipopótamos se han introducido en mis sueños hasta el punto de que mi voz se ha vuelto débil y mi mirada turbia por falta de descanso. Los bozales hechos por tus guarnicioneros no impiden que los animales atormenten a su rey. Por lo tanto, he consultado al sacerdote de Set el Todopoderoso, cuyos hijos son los hipopótamos, para preguntarle por qué motivo me siguen llamando los animales del dios».

Kamose hizo una pausa y casi perdió el control. Seqenenra estaba sentado rígidamente, la vista clavada en sus manos entrelazadas con fuerza. La inmovilidad de Si-Amón denotaba una paciencia tensa. Después de respirar hondo, Kamose siguió leyendo:

—«Los hijos del dios están irritados porque los hogares de su señor se encuentran lejos de Weset; y tristes porque no tienen sacerdotes que les rindan homenaje. Por lo tanto, yo, Awoserra Apepa, amado de Set, te recomiendo, Seqenenra, que edifiques un hogar en el sur para mi Señor el dios Sutekh a fin de que pueda ser adorado en Weset y sus hijos sean apaciguados. Cuando esta intención se conozca en las provincias del gobernador de Weset, la gente se regocijará y acudirá al hogar del dios para construirlo y dará tributos a los sirvientes del dios, que se encargarán de atenderlo. Si el gobernador del sur no responde a mi mensaje, que ya no sirva a ningún otro dios aparte de Sutekh, pero si contesta y hace lo que le pido, no le quitaré nada y no me prosternaré nunca más ante ningún otro dios en toda la tierra aparte de Amón, el rey de los dioses».

Kamose puso el papiro en la mesa con exagerado cuidado y cruzó los brazos.

—Me sorprende que haya tenido la inteligencia suficiente para enhebrar tantas palabras coherentes juntas y al mismo tiempo —masculló Seqenenra—. ¡Aatiinmundo!

La furia que sintió y que tanto lo había conmocionado durante la intensa y ya casi olvidada conversación con Teti, surgió de nuevo. Del esfuerzo repentino se le formó un nudo en el estómago que le obligó a hacer un gesto de dolor. Si-Amón se adelantó.

—Padre, estás blasfemando —dijo, con el rostro muy pálido—. ¡Piensa a quién estás llamando pestilente! Es cierto que no hay un templo de Set al sur de Khemennu; es posible que por ello el dios esté disgustado, y que le haya hablado al rey a través de sus criaturas y sus sacerdotes. —El sudor le empapaba la corta peluca negra y le corría por el cuello; el calor insoportable de la habitación parecía intensificarse—. Si quiere tener un hogar aquí, en Weset, debes cumplir sus deseos.

Seqenenra levantó la vista con lentitud para observarlo.

—Un hijo que osa decirle «debes» a su padre, se arriesga a ser castigado —replicó, aunque ya con más calma—. Es posible que el dios haya hablado con sus sacerdotes, pero no lo creo. ¿Kamose?

El joven comenzó a pasearse por la habitación.

—Yo tampoco lo creo, padre. Apepa está apretando el tornillo. El hecho de que haya un templo de Set en Weset significará que tendremos constantes visitas de los representantes del rey, y observarán todos nuestros movimientos. Tanto aquí como en las provincias habrá que reclutar a un gran número de agricultores para la construcción e imponer tributos elevados para hacer frente a los gastos de arquitectos, ingenieros y picapedreros. —Llegó al escalón con las columnas lotiformes que conducían al jardín, se volvió y regresó con paso mesurado—. Si aceptamos la orden velada del rey, nuestra vida cambiará definitivamente. Perderemos toda la libertad de que gozamos. Si nos negamos, le daremos una excusa para acusarnos de desobediencia a una orden divina y también de falta de respeto hacia Set. —Sonrió con frialdad—. No creo que esta vez puedas dictar una carta ingeniosa que nos libre de las intenciones del rey.

—Creo que tienes razón —contestó Seqenenra, muy rígido—. Me haría falta la complejidad de la mente de Tot para conseguirlo. —Giró en su silla—. Uni, tú eres mi mano derecha en esta casa; tú diriges el personal a mi servicio. ¿Cuál es tu opinión?

Uni le hizo una reverencia.

—Set no sólo es el dios de los extranjeros —respondió—. Es también el soberano de los desiertos. ¿Acaso no somos hijos del desierto tanto como de las tierras fértiles, oh, príncipe? Un templo de Set aquí, en Weset, sería muy apropiado.

Era evidente que estaba muy nervioso, tragaba saliva entre las palabras y su mirada pasaba del rostro atento de Seqenenra a la espalda húmeda de Kamose.

—¿Y crees que las provincias podrían soportar los trabajos y los gastos? —preguntó Kamose volviéndose al llegar a la puerta—. Apepa quiere que te niegues, lo sabes bien, padre. Quiere arruinarte.

Las palabras resonaron ominosamente en el espeso aire de la tarde.

—Su inseguridad es peligrosa —dijo Seqenenra en voz baja—. Le he servido fiel y honradamente, pero ante sus secretos temores, mi devoción no ha contado. —Se levantó con torpeza, puso ambas manos en el escritorio y trató de tranquilizar a Uni con una sonrisa—. No te avergüences de estar preocupado —le aconsejó en tono benévolo—. Eres leal a esta familia, pero también lo eres a nuestro rey, y cualquier palabra que se diga en su contra te llega al corazón. Yo no podría arreglármelas sin ti, Uni. Sé que si estuvieras en presencia del rey en el momento en que se dijera algo contra nosotros, te sentirías igualmente angustiado. No te ofendas.

El semblante de Uni se iluminó.

—Obedezco al Uno y te obedezco a ti —contestó—. Y ahora, señor, ¿no quieres reunirte con tu inspector, que ya debe de estar harto de comer y hasta mareado de beber?

Seqenenra rio al fin.

—Me había olvidado de él. Iré enseguida. Puedes retirarte.

Cuando Uni salió, después de inclinarse, padre e hijos se miraron. Si-Amón se acercó a Seqenenra.

—Debes hacerlo —dijo con inquietud—. Como bien dijiste, le has servido fiel y honradamente. La alternativa es impensable.

La mente de Seqenenra se llenó de imágenes de Tani y Ramose arrojándose cañas y riendo a gritos; de Si-Amón y su otra hija, caminando abrazados, sin hacer caso del resto del mundo; de Aahotep y de su adorada y soberana madre, bebiendo vino y comadreando a la sombra de los árboles. Sí, la alternativa que Si-Amón había comprendido con tanta rapidez e intuición era impensable y, sin embargo, todo su ser rechazaba la injusticia de las tortuosas manipulaciones del rey.

—Debo pensar en el asunto —dijo—, pero no ahora. Necesito una copa de vino.

Salieron malhumorados del despacho y se internaron en la ardiente blancura de la tarde.

Durante siete días, Seqenenra ocultó a las mujeres el contenido del mensaje del rey. No tenía intenciones de preocupar a Tani, pero sabía que a las demás mujeres debía decírselo. Temía que ello suscitara una discusión interminable. Sabía que la mirada aguda de su madre había notado su preocupación, a pesar de que ella, con tacto aunque también con cierta impaciencia, esperaba el momento de ser partícipe de su confidencia. Aahotep también estaba angustiada por su silencio, pero lo atribuía a un papiro secreto que había llegado poco después del primero, un papiro con la lista de impuestos y de tributos previstos para aquel año. Tal como Kamose había predicho, las cargas serían pesadas. Pero ya estaban habituados a aquella carga, hacía años que lidiaban con ella, y Seqenenra le pasó el papiro a Uni con algún vago comentario y se olvidó del asunto.

El príncipe no buscó el consuelo ni el consejo de Amón. Aunque asistía todas las mañanas al templo para llevar a cabo los ritos de lavar, vestir y alimentar al dios y permanecía con Amonmose cuando el sumo sacerdote cantaba las admoniciones, Seqenenra no se decidía a pedir el consejo del dios. Le atemorizaba lo que el oráculo de Amón pudiera decirle. La presencia de Set en Weset disminuiría el poder de Amón. Habría rivalidad entre ambos dioses y entre sus respectivos sirvientes. Set era imprevisible. En un momento era capaz de proteger a una caravana de los leones o de los saqueadores Sharu y, al cabo de un rato, mostrar los dientes como el lobo hambriento que era y destrozar aquella misma caravana. Era un dios al que Seqenenra respetaba, pero en el que jamás había podido confiar. Exigía una devoción que convertía a sus sacerdotes en cachorros de ojos feroces. Nunca perdonó a Horus, su sobrino e hijo de Osiris, por haberle quitado la mitad de Egipto y, aun en el caso de que Seqenenra hubiera decidido rendirle homenaje, Set no le haría favores a Horus-en-el-Nido. Y además resultaría infinitamente más ofensivo estar frente a aquella criatura, mitad Set y mitad Sutekh, que Apepa instalaría en el nuevo templo. Finalmente, con el corazón fatigado, Seqenenra se postró ante la benévola sonrisa y las plumas doradas de Amón.

No solía cruzar el río con frecuencia para visitar el templo mortuorio de su antepasado Mentuhotep Neb-Hapet-Ra porque se encontraba mucho más lejos que las tumbas de otros de sus antepasados y de su familia más reciente, en un valle bordeado por la escarpada pared rocosa de Gurn. Muchas veces se preguntaba por qué el Divino habría elegido un sitio así, lejos de la fertilidad de los lugares habitados; un paraje solitario, sin viento, que el sol azotaba con tanta intensidad | que ninguna sombra aliviaba. Pero una semana antes de hablar con Tetisheri sobre las exigencias de Apepa, había cruzado a la otra margen del Nilo para llegar hasta el valle secreto; allí, en su atormentada mente, creyó haber encontrado un motivo.

Mientras subía solo la rampa central de la terraza, protegiéndose con las manos los ojos que, a pesar de la galena, le lagrimeaban bajo aquel sol cegador, y al contemplar la pequeña pirámide que se alzaba contra el azul casi insoportable del cielo estival, comprendió la originalidad y el coraje de aquel hombre. Igual que el mismo Seqenenra, Mentuhotep fue un gobernador de Weset que pagaba tributos a un rey del norte, hasta que su sangre clamó justicia y se levantó en armas contra el usurpador.

«¿Por qué? —se preguntó Seqenenra, cegado y azotado por el sol mientras permanecía en lo alto del monumento de su antepasado—. El rey a quien servías era egipcio. Detuvo el flujo de extranjeros desde el este hasta el Delta; fortificó la frontera del este; elevó a Mennofer al poder que aquella ciudad venerable tuvo en una época; trajo consigo un nuevo comercio, una nueva paz, fue un buen rey. Pero no era divino, no gobernaba por el poder de Amón».

Seqenenra se sentó en la piedra caliente, lleno de angustia. «Y cuando no pudiste soportar más la humillación desataste una guerra desesperada y la ganaste, y por fin pudiste ceñirte la cabeza con la Doble Corona. Egipto volvió a ser un país unificado, el País Rojo y el País Negro, y Ma’at fue restaurada. Por eso elegiste este lugar inhóspito como tu última morada. El destino te marcó en vida; te cambió y te dio impulso. Y aun en la muerte te hizo distinto. ¡Oh, no permitas que un destino semejante se abata sobre mí!».

Se enderezó emitiendo un quejido, bajó por la rampa y caminó entre los restos de una arboleda de tamariscos. Las estatuas de Mentuhotep lo observaban pasar de las sombras que ellas arrojaban a la de un sicomoro y, mientras pasaba, Seqenenra tuvo la impresión de que las estatuas le hablaban en silencio tanto de sus deberes como de su dolor.

En el valle abrasado por el sol no podía pensar; sólo podía sentir. Buscó refugio en el palacio abandonado de Mentuhotep, donde encontró algo de frescor. Se paseó, caviló. Desplegó su toldo en la azotea de las habitaciones reservadas a las mujeres, se sentó con las piernas cruzadas en la breve sombra y contempló lo estériles que aparecían sus dominios en verano. Del Nilo apenas quedaba una procesión de gotas parduscas. Los campos se convertían en desiertos llenos de grietas tan hondas que si un hombre se metía dentro, le llegaban casi hasta las rodillas. Los árboles estaban marchitos; las palmeras, decaídas. No se veía ningún ser vivo. Y cuando miró a sus espaldas, donde el desierto temblaba tras la neblina sin aire y la arena dorada se fundía con un cielo azul infinito, Seqenenra se dio cuenta de que estaba mirando su propia alma.

Cuando comprendió que no podía encontrar solución, que no podía volverse hacia la izquierda ni hacia la derecha aunque la elección estaba tan clara como su reflejo en el espejo de cobre que su sirviente le tendía todas las mañanas, le llevó el papiro a su madre. Tetisheri estaba reclinada en el lecho. Era a media tarde. Isis le abanicaba el cuerpo y Mersu acababa de llenar la jarra de agua que tenía en la mesa. La habitación estaba en penumbras, pero las gruesas paredes de ladrillo no podían contener la fuerza de Ra, que ya ardía en su camino hacia el oeste.

Seqenenra pidió permiso para entrar y le fue concedido. Isis dejó el abanico y se retiró. Tetisheri se sentó con dificultad y dio una palmada en el lecho, donde Seqenenra se sentó a la vez que le entregaba el papiro. Ella lo leyó, alzó las cejas y lo volvió a leer. Seqenenra se sirvió agua. Tetisheri dejó caer el mensaje al suelo y lanzó un suspiro.

—La daga se nos ha ido acercando durante años —dijo—. Ahora nos pincha la piel esperando la orden definitiva para clavarse en nuestro corazón. He rezado pidiendo que se nos evitara este trance, pero de alguna manera mi ka sabía que era imposible. ¿Qué harás?

Seqenenra soltó una carcajada.

—Estoy en el patio de la Casa Hermosa —contestó—, y mi oponente ha arrojado el número que me hará descender a las aguas de los infiernos. No puedo saltar.

Ella se enjugó la cara con el borde de la sábana y dio una palmada en el brazo a su hijo.

—El juego de conos no se gana hasta que la última de las piezas desaparece. Tenemos que hablar de las alternativas.

Ambos sabemos cuáles son. ¿Estás dispuesto a sacrificar tu orgullo por el bien de la familia y dejar a Si-Amón sin nada, ni siquiera el título hereditario de gobernador? En ese caso, por lo menos nuestros seres queridos estarían a salvo. O contemplas…

—¡No! —exclamó Seqenenra, dando un golpe en las sábanas—. Es lo que él quiere. ¿Qué posibilidades de ganar tendría yo? ¿Con qué cuento? Con algunas cuadrigas de recreo y unas cuantas armas para mis guardias. Me vencerían antes de que me pudiera alejar de Weset.

—Tienes a los medjay —objetó su madre—. Los guerreros de Wawat son los mejores del mundo. No quieren en absoluto al príncipe de Kush. Son criaturas del desierto cuyo mayor temor es que algún día Kush se apodere de sus pueblos. Los pocos que tienes a tu servicio son leales y felices. Debes reclutar más. Conversa con Hor-Aha. Por algo le diste el sobrenombre de Halcón Luchador.

Escuchar sus propios pensamientos en boca de su madre sobrecogió a Seqenenra. Fue como si al oírlos pronunciar en voz alta ya se hubiera tomado una decisión y él hubiera adquirido un compromiso.

—¿Tan despiadada eres, madre? —preguntó en voz baja—. ¿Estarías dispuesta a sacrificarnos a todos para satisfacer tu propio orgullo? —Notó que la había herido. Por un instante, los ojos de Tetisheri se llenaron de lágrimas.

—No —ordenó ella alzando una mano al ver que su hijo estaba a punto de pedir disculpas—. No lo digas, Seqenenra. Hay un punto de verdad en tu acusación. Tengo mucho orgullo. Es el orgullo de una mujer que estuvo casada con un rey; un rey sin reino, lo sé, pero a pesar de ello, un dios. Pero ese orgullo no es un rasgo de maldad. Nunca sacrificaría las vidas de mis seres queridos.

—Lo siento, madre. Ya lo sé. Tú sólo hablas de una alternativa.

Tetisheri asintió con la cabeza.

—Y la otra es esta: edifica el templo de Set, y para hacerlo empobrece a tu pueblo. ¿Sabes lo que sucederá después?

Seqenenra sonrió con frialdad.

¡Oh, sí! Otra carta que exigiría… ¿qué? ¿Tal vez que rae encargara de la gobernación de otra ciudad? ¿De alguna situada más al norte, más cerca de Apepa, quizá?

—O tal vez que te incorporaras al servicio activo en un fuerte fronterizo. No hay salida, Seqenenra. Creo que nunca la ha habido.

Se hizo el silencio entre ellos. La casa estaba sumida en un completo silencio. Tetisheri se recostó en los cojines con los ojos cerrados. Seqenenra observó el ritmo regular de su respiración. Por fin dijo:

—Si lucho, me vencerán. Os condenaré a todos a la muerte.

Sin abrir los ojos, ella le respondió con frialdad:

—Durante largo tiempo hemos estado luchando desde la retaguardia y nos han vencido. No tenemos ningún lugar hacia donde huir. ¿Nos levantamos y luchamos, o recibimos la muerte más lenta? —De repente abrió los ojos—. ¡Maldito Apepa! Hemos obrado con buena voluntad, ¡con mucha! —Puso una mano en la rodilla de su hijo; al sentir el contacto, Seqenenra se inclinó y la tomó en sus brazos. Aquella madre suya que se erguía como una flecha y cuyo espíritu siempre había dominado aquel cuerpo delicado, era pequeña y frágil.

—Tetisheri —dijo, luchando por hablar con tranquilidad—. Tengo mucho miedo.

—Sí, yo también. —Se liberó de los brazos de su hijo—. No es necesario que tomes una decisión enseguida. Piénsalo un poco más.

—Lo haré. —Se puso de pie—. Pero sé que por más que lo piense no encontraré otra alternativa. Si vacilo demasiado, terminaré huyendo, me convertiré en un ser impotente. Tal vez Si-Amón y Kamose…

—Tal vez —Tetisheri movió la cabeza sobre los cojines, cansada—. Pídeles su opinión. La tarea más difícil consistirá en seleccionar a aquellos en quienes puedes confiar.

A Seqenenra le resultaba arduo respirar en aquella habitación calurosa y cerrada. Asintió con la cabeza y, volviéndose, se marchó.

Durante la tarde se dedicó a vagar por la casa. Al principio intentó dormir para mitigar su inquietud, pero el fuerte calor y sus pensamientos febriles lo obligaron a recorrer los pasillos, el salón de recepciones, las habitaciones de los hombres, donde encontró a Kamose tendido, ignorante de lo que sucedía, y a Ahmose sentado en el suelo de su habitación, arrojando dados. Seqenenra dio la vuelta a los silos de granos, cuidadosamente dispuestos al lado de la pared sur de la casa, sobresaltó a los sirvientes en la cocina, que estaba junto a los graneros, y se arrodilló junto a las perreras para sentir la gran cabeza de Behek en su cuello.

En el ocaso, mientras el cielo pasaba del rojo al azul más pálido y comenzaban a asomar las estrellas, claras y blancas, se sentó junto al río en una plantación de cañas oscuras que se rozaban produciendo el seco susurro de la muerte; tenía los pies cubiertos del polvo caliente. Una y otra vez comenzó a redactar mentalmente una carta conciliadora dirigida al rey, pero no logró pasar de la introducción. No existían palabras inteligentes que pudiera dictar. Apepa exigía un sí o un no. Era así de simple. «Recíbelos con paciencia y respeto, y cesarán», había dicho Teti refiriéndose a los papiros de Het-Uart, pero Teti se equivocaba. Seqenenra se había sometido con toda la paciencia y el respeto que podía a su rey, pero todo había sido en vano.

Se esforzó por mostrarse alegre durante la comida de la noche, escuchó la conversación de Tani, preguntó por la salud de Aahmes-Nefertari, aconsejó a su esposa que aislara a los niños de los sirvientes que estaban enfermos y con fiebre y, cuando ya no pudo soportar aquella conversación ociosa, se excusó y se dirigió al lecho. A una orden suya, Uni apagó todas las lámparas exceptuando la de la mesilla de noche y se retiró.

Extenuado, Seqenenra cayó en un sueño pesado en el cual soñó con Apepa. El rey tenía el cuerpo enorme de un hipopótamo y estaba hundido hasta el lomo en las fétidas aguas del Nilo, sus ojos relampagueaban furiosos encima de un bozal de cuero que le cubría buena parte del hocico tembloroso. Trataba de rasgar el cuero con la fuerza de los labios, pero no lo lograba. En el sueño, Seqenenra comenzó a pronunciar una serie de maldiciones: «¡Morirá de hambre! ¡Morirá de sed! ¡Se desmayará! ¡Enfermará!». Y Apepa lo seguía mirando y echando fuego por los ojos, de manera que por fin Seqenenra vaciló y se calló.

Despertó de repente, bañado en sudor y sintiendo que le faltaba la respiración. Se sentó jadeando en el lecho y miró a su alrededor. Las sombras estaban inmóviles; la habitación, solitaria. La casa se hallaba sumida en un profundo sueño. Se volvió a acostar y esta vez cayó en una saludable inconsciencia.

Al día siguiente, al regresar de cumplir sus deberes en el templo, envió a uno de sus guardias en busca de Hor-Aha. Seqenenra se encontraba una vez por semana con el jefe de sus soldados medjay para asegurarse de que las necesidades de sus hombres fuesen satisfechas, para saber si el entrenamiento militar de sus hijos progresaba como era debido y para tratar sobre los cambios en la disciplina. El jefe cumplía con eficiencia sus deberes, era deferente pero no obsequioso con su señor y, como todos los luchadores del desierto, no se mostraba excesivamente comunicativo acerca de la vida privada que llevaba fuera de los límites del campo de entrenamiento. Seqenenra le tenía simpatía y lo respetaba, pero sabía que no lo conocía del todo. Lo recibió a solas en su despacho.

Hor-Aha cruzó con tranquilidad la habitación, envuelto en el grueso manto que usaba tanto en invierno como en verano. En su negra frente brillaban unas gotas de sudor. Tenía el pelo largo, como casi todos los soldados, peinado en dos trenzas que le caían rígidamente sobre el pecho desnudo. Bajo los voluminosos pliegues del manto usaba un shenti y un manchado cinturón de cuero del que colgaba una pequeña daga. En sus muñecas tintineaban pulseras de plata. Seqenenra lo saludó con afabilidad. Hor-Aha correspondió a sus saludos y luego se quedó de pie, expectante, con una expresión de intriga en sus ojos de ébano. El corazón de Seqenenra comenzó a latir aceleradamente. «Hoy asumo un compromiso —pensó, tenso—. Y si Hor-Aha no merece mi confianza, también hoy habré fracasado».

—Hor-Aha, ¿a cuántos medjay tengo a mis órdenes?

Hor-Aha alzó las cejas.

—Son quinientos, príncipe. Cumplen sus deberes rotativamente de cien en cien, y el resto se reparte entre ejercicios, entrenamiento y licencias.

—¿Carros de guerra?

—Sólo diez, y veintidós caballos.

Seqenenra reprimió una carcajada. «¡Un ejército imponente!», pensó.

—¿Cuántos de esos hombres están armados con los nuevos arcos que utilizan los setiu?

Hor-Aha lo pensó un instante antes de responder.

—Muy pocos. Los arcos son caros, obtenerlos requiere arduas negociaciones y, como seguramente sabrás, alteza, su técnica no es la de nuestros arcos egipcios. Son más largos y más difíciles de manejar y hay que entrenar a los hombres para usarlos porque se necesita mucha fuerza para tensarlos. Pero son más potentes y más precisos que los nuestros.

—¿Tienes alguno?

Hor-Aha sonrió y sus blancos dientes resplandecieron.

—Sí.

—¿Crees que sería difícil fabricarlos?

Observó que el jefe entornaba los ojos para hacer un cálculo rápido. El hombre pasó el peso del cuerpo de un pie descalzo al otro y cruzó los brazos.

—Podrían fabricarse, pero el material principal es madera de abedul de Rethennu, y si deseas construir muchos arcos, te hará falta el permiso del Uno para comerciar con el país desde el que sus antepasados vinieron a Egipto y cuyos reyezuelos lo llaman hermano.

—Debe de haber una madera que sustituya a la de abedul —insistió Seqenenra—. ¿Qué más hace falta?

—Tendones de toro, preferiblemente de toros salvajes. Y cuernos de cabra; los de las cabras salvajes son más duraderos y fuertes que los de las domésticas. Además, el empalme y el modelado requieren la mano de un artífice militar.

—¿Tú podrías hacerlo?

—Tal vez. Siempre que consigas la madera.

Seqenenra le indicó que se sentara. Hor-Aha siguió su indicación y se cubrió las piernas con la capa. Seqenenra sirvió cerveza para ambos, le pasó una copa al jefe y se instaló en una silla. Había llegado el momento.

—Quiero aumentar en gran medida las tropas que están bajo mis órdenes —dijo el príncipe— y necesito armarlas con los nuevos arcos. También me hacen falta carros, muchos. Deseo reforzar la seguridad de mis provincias.

Bebió mientras miraba a Hor-Aha por encima de su copa. El rostro del jefe se tornó inexpresivo, y éste clavó la mirada en el líquido oscuro que todavía se agitaba entre sus manos.

—Como quieras, príncipe —dijo por fin—. Creo que bastarían otros cien soldados de infantería, con veinte en cada capital de provincia. Después de todo, en Egipto reina la paz.

Tenía la cabeza agachada, pero Seqenenra tuvo la clara impresión de que el hombre sonreía. Sin embargo, cuando Hor-Aha levantó la mirada, su rostro denotaba indiferencia.

Seqenenra dirigió una rápida ojeada al pórtico donde la luz del sol penetraba a través de las columnas y azotaba el jardín desierto. La puerta del otro extremo de la habitación estaba completamente cerrada. Tragó saliva dos veces y luego franqueó los límites de la prudencia.

—Tú eres mi Halcón Luchador —dijo con voz ronca—. Viniste a mí del desierto cuando yo tenía veinte años y te encargaste del entrenamiento militar de mi gente. Pusiste a mi disposición tu ojo certero y tu fuerza. Estoy a punto de ponerme de nuevo en tus manos. —Hor-Aha lo miraba fijamente—. Voy a reclutar un ejército —añadió Seqenenra con voz vacilante—. Marcharé con él hacia el norte y lucharé contra el Uno. Voy a cometer un sacrilegio, Hor-Aha, porque ya no puedo seguir soportando las afrentas que se me hacen, y si no pruebo este recurso desesperado, el Delta me quitará todo lo que tengo. No creo posible ganar; tal vez lo único que pueda hacer será sacrificarme ante Ma’at. Pero prefiero morir por Ma’at a vivir con los tormentos que ahora soporto. ¿Me ayudarás?

Hor-Aha bebió con aire pensativo, frunció los labios y depositó la copa de cerveza en el suelo. De repente ocultó sus manos en las mangas de su manto.

—Es posible que un príncipe vencido sea castigado, pero no es probable que lo maten —observó—; en cambio, a los oficiales los pasan por las armas. Si te presto mi apoyo, alteza, puedo perder la vida. —Seqenenra esperó. Entonces el jefe levantó sus negros ojos—. Desconozco todo lo que se refiere al rey —dijo—. Lo más al norte que he estado es Aabtu. Tú eres mi rey. Tus órdenes son juiciosas. Continuaré a tu servicio.

Seqenenra experimentó una repentina tranquilidad.

—Por ahora no te puedo prometer más que un título, el de general. Ni siquiera puedo concederte más pan y cerveza.

Hor-Aha se encogió de hombros.

—Tengo lo que me hace falta para cubrir mis necesidades, y el título de general me vendrá muy bien, por ahora. Más tarde, si Amón os sonríe, tal vez quieras convertirme en jefe de los Valientes del Rey.

Seqenenra le dirigió una leve sonrisa a la que Hor-Aha correspondió.

—Nada podría gustarme más —admitió Seqenenra—. Y ahora consideremos los aspectos prácticos. Quiero que reclutes todos los nuevos medjay que puedas. ¿Puedes confiar en tus hombres?

—Les agrada obedecer mis órdenes.

—Bien. Envíalos a las tribus del desierto. Me hacen falta muchos hombres jóvenes. Pero no podemos acuartelarlos aquí. Tengo que construir barracones en el desierto o tal vez en la orilla occidental, detrás de las tumbas de los muertos que la gente pocas veces visita, para que los puedas entrenar sin llamar demasiado la atención.

Hor-Aha extendió las manos, cogió la copa de cerveza, la vació de un trago y se lamió los labios cuidadosamente.

—Tal vez podrías pedir al príncipe Si-Amón que visite las provincias y reclute campesinos —sugirió—. Una empresa como esta no puede mantenerse largo tiempo en secreto, alteza, y de todas maneras, los campesinos son demasiado bobos para hacer correr historias. Harán lo que se les ordene. —Se adelantó a la siguiente pregunta de Seqenenra—. Yo hablaré con los artesanos. Descubriremos los secretos del arco. Pero, alteza, tú puedes ordenar que se fabriquen más carros, pero no puedes obtener caballos. Tendremos que irlos robando a medida que avancemos hacia el norte.

Conversaron un rato acerca de algunos asuntos fundamentales, incluida la posibilidad de obtener hachas y cuchillos de bronce, el nuevo metal que los setiu utilizaban con tan buen resultado, pero ninguno de los dos se refirió a la mayor preocupación de Seqenenra: ¿cómo pagaría aquella gran actividad? Cuando Uni pidió permiso para entrar y anunció que la comida del mediodía estaba lista, Seqenenra se sentía completamente separado de sí mismo, casi irreal, como si su ka hubiera hablado de traición y rebelión con Hor-Aha mientras en el mundo real se bañaba o revisaba las cuentas con su escriba o permanecía sentado junto al estanque con Aahotep. Despidió al jefe y siguió a Uni con paso inseguro.

Antes de que acabara la semana, Hor-Aha y la mayor parte de sus soldados habían abandonado discretamente Weset, dejando sólo unos guardias para la custodia de la familia. El verano era una época de letargo y sólo Kamose notó que todos los días veía las mismas caras en la entrada principal y en los corredores. Intrigado, fue en busca de Si-Amón. Juntos fueron a interrogar a su padre y se encontraron con una aseveración. Los dados estaban echados; Seqenenra les contó todo.

—Si-Amón, en calidad de heredero mío, quiero que viajes a las provincias y reclutes hombres —ordenó—. En este momento Hor-Aha está en el sur más lejano tratando de convencer a los salvajes Wawat de que si se unen a mi ejército se librarán por siempre de Teti el Apuesto, príncipe de Kush, y lograrán un importante botín de guerra. Ambos estaréis al mando del ejército, bajo mis órdenes.

A medida que su padre hablaba, Si-Amón palideció hasta que su tez adquirió un color grisáceo y los ojos se le agrandaron del estupor. Extendió una mano y la dejó caer.

—Padre —dijo en tono de apremio—. ¡No puedes hacer esto! ¡Por favor! ¡Por el amor que me tienes, por el amor que nos tienes, no lo hagas! Es una blasfemia. ¿No comprendes que significará nuestra muerte?

Acababa de alzar la voz, que de repente se le quebró. Temblaba. Se sentó en una silla.

—Ya hemos hablado bastante del asunto —dijo Seqenenra—. Sé lo que sientes, pero ha llegado la hora de que hagas a un lado tus opiniones personales y me apoyes. Eres mi hijo. Tu lealtad se la debes en primer lugar a Amón y luego a mí.

—¡No puedo! —Si-Amón se mordió los labios. Tenía las manos apretadas sobre las rodillas—. Como egipcio, mi primera lealtad es hacia el rey. Y tú tienes también el mismo deber. ¡Esto es traición, padre! ¡Perdóname, pero no puedo!

Seqenenra se le acercó y permaneció a su lado.

—¿Estás diciendo que no pelearás por mí?

Si-Amón levantó sus grandes ojos de largas pestañas y lo miró. Estaba al borde de las lágrimas.

—Si me das una orden directa, por supuesto que lucharé por ti, príncipe —dijo con voz ahogada—, pero me niego a ir a las provincias a ayudarte a acelerar el momento de nuestra destrucción. Me rebajo ante ti, me humillo ante ti. Pero no iré.

Seqenenra se debatió entre la irritación, el afecto y una sobrecogedora sensación de traición. Por fin pudo más el afecto. Levantó a Si-Amón.

—Muy bien —dijo en tono cortante—. Honro tu decisión porque sé que mi hijo no habla por cobardía. Sal de este cuarto.

Con expresión sombría, Si-Amón se irguió y, pasando junto a un Kamose silencioso, abandonó la habitación. Durante un momento, Kamose y Seqenenra no pudieron mirarse. Kamose echó atrás los hombros.

—Es muy valiente —le recordó a su padre—, un buen soldado. No debes culparlo. —Dolido, Seqenenra no respondió—. Yo iré a las provincias a reclutar hombres —siguió diciendo Kamose con actitud sombría—. Pero creo que se te ha nublado la razón, padre. ¿Cuánto tiempo crees que transcurrirá antes de que tu actitud impulsiva llegue a oídos del Uno? Tiene espías en la casa, de eso no me cabe duda. Desearía de todo corazón que pudieras construir un templo en lugar de formar un ejército. No quiero morir.

—Tengo miedo por todos nosotros —contestó Seqenenra—, pero tú posees una fuerza interior que jamás te traicionará. Es por Ahmose, y por Aahmes-Nefertari y Tani por quienes me preocupo.

Los labios de Kamose se habían reducido a una fina raya. Bajo su intenso bronceado, su piel estaba lívida.

—¿Cómo pagarás todo esto?

—Debo poner mi confianza en Uni. Y en Amonmose. Él rogará a Amón que nos conceda el mayor don que nunca haya concedido a esta familia.

—¿Y por qué tío subir a la azotea del santuario con una trompeta y anunciar nuestras intenciones a todo Weset? —replicó Kamose en tono cáustico—. De todos modos llegaremos a esto, padre, y lo sabes. Debes moverte con mucha rapidez si quieres dar el primer golpe antes de que Apepa envíe una parte de su horda al sur y nos destruya a todos.

—¿Tú me ayudarás?

Kamose cerró los puños.

—¡Por supuesto! La sangre del dios también corre por mis venas.

Seqenenra lo miró con curiosidad. Era la primera vez que Kamose se refería de una manera tan directa a su linaje. «Casi no te conozco —pensó Seqenenra—. Prácticamente no te conozco en absoluto».

Haciendo un esfuerzo para controlarse, Si-Amón se fue hasta sus habitaciones, contestando a su paso con afabilidad los saludos de los sirvientes. La cabeza le daba vueltas. «¿Por qué te sorprendes tanto? —se preguntó con severidad—. Sabías con seguridad que esto llegaría, porque en caso contrario nunca habrías hecho un pacto con Teti. Entonces, ¿por qué esta sensación de sorpresa y de incredulidad? ¿Creías que tu padre despertaría de su fantasía?».

Desde su regreso a casa, Si-Amón no había tenido ninguna comunicación con Teti. La vida aparentemente había adquirido un ritmo normal, y su padre había sido el hombre taciturno de siempre. Con una curiosa sensación de alivio, Si-Amón se permitió olvidar aquel almuerzo con Teti bajo el árbol, pero en aquel momento, al llegar a la puerta de su habitación y entrar, con las piernas temblorosas y el corazón palpitante, recordó todos sus espantosos detalles. «¿Por qué espantosos?», se preguntó mientras su criado se le acercaba y se inclinaba frente a él.

—Tráeme papiro y una escribanía —ordenó.

El hombre se alejó. Si-Amón se quitó el shenti, luego arrancó la sábana del lecho y comenzó a restregarse el cuerpo sudoroso. Espantosos porque dudas de las buenas intenciones de Teti. Por eso. Lo he dicho. No soy inocente ni estoy ciego. Es posible que Teti quiera que espíe a mi padre para beneficiarse él. Y sin embargo, tal vez tenga buenas intenciones.

Compartimos la misma sangre por parte de mi madre. Siempre ha sido un buen amigo de esta familia, y no puedo dejarme engañar por los recelos, sin duda sólo producidos por la sensación de culpa que me causa haber obrado a espaldas de mi padre. Es necesario detenerlo, y Teti es la única persona a quien puedo recurrir. Mi abuela, si pudiera, le sacaría los ojos a Apepa. Mi madre hace lo que mi padre quiere. Kamose también. A Ahmose sólo le importa su libertad. De mí depende la salvación de todos.

El criado regresó con la escribanía y el papiro.

—Busca a Mersu y pídele que venga —ordenó Si-Amón tomando los útiles que el criado le tendía—. Y luego dile a mi esposa que me gustaría pasear un rato con ella junto al río. Puedes retirarte.

Se sentó y cruzó las piernas en el suelo, puso la escribanía sobre sus rodillas desnudas, seleccionó un pincel fino y comenzó a escribir con cuidado en el papiro, con la esperanza de que no le temblaran las manos. «Mi padre ha recibido otro papiro —escribió—. Está reclutando un ejército. Te pido por favor que vengas antes de que vaya demasiado lejos. Yo no sé qué hacer». No lo firmó. Lo enrolló, lo ató con un cordel, selló el nudo con cera caliente y en ella dibujó con cuidado un tosco hipopótamo.

Cuando terminó, Mersu entraba ceremoniosamente en la habitación. Todavía desnudo, Si-Amón le tendió el papiro. Mersu lo miró intrigado y lo cogió.

—Sé que eres amigo del mayordomo de Teti —dijo Si-Amón. Mersu asintió con la cabeza.

—El y yo nos criamos en el mismo pueblo, en casas vecinas, príncipe —contestó con cautela—. Asistimos juntos a la escuela de escribas.

—Comprendo. —Si-Amón cruzó los brazos—. Quiero que te asegures de que este papiro llegue a sus manos. Es para Teti. Un asunto privado.

En un principio pensó mentir, pero si decía que el papiro era para Ramose, Mersu se preguntaría por qué no se lo había entregado a uno de los mensajeros que recorrían el río. Por más que lo intentó, Si-Amón no encontró ninguna excusa para su petición. El criado de su abuela lo miraba fijamente, con ojos interrogantes. Impaciente, Si-Amón le ordenó que se retirara.

No se molestó en lavarse. Revisó el cofre que contenía su ropa, sacó un shenti limpio, se lo puso y salió en busca de Aahmes-Nefertari. Tenía necesidad de que lo abrazara, para asegurarse de haber hecho lo acertado en algo que hasta ella ignoraba. Teti acudiría. Y su padre escucharía las palabras tranquilizadoras de su pariente. Todo saldría bien.