Capítulo 2

Mientras la primavera se convertía en verano y comenzaba la estación de Shemu, Seqenenra delegó el gobierno en Kamose durante su ausencia y llevó a Aahotep y al resto de la familia a Khemennu, ciudad situada al norte de Weset. Tetisheri declinó la invitación porque prefería ordenar su tiempo conforme a sus deseos. Kamose estaba más que feliz de encargarse de los asuntos de las provincias, cazar un poco en las colinas del desierto y disfrutar de la paz de su solitaria rutina. Seqenenra no insistió en que Si-Amón tomara a su cargo los deberes de heredero. El bullicio de la finca de Teti le produciría mucho más placer que a Kamose. Ahmose se alegró de no tener que elegir. Se sentía feliz en cualquier lugar. Los cultivos crecían, densos y prometedores, en los campos. Los canales que los bordeaban estaban llenos de agua, contenida por diques de barro, mientras que el caudal del Nilo había descendido tras la última inundación. En las huertas ya crecían los puerros, las cebollas, los rábanos, la lechuga y los melones, y junto al estanque las flores rosadas, azules y blancas, se estremecían. Los monos trepaban a las palmeras que se alineaban a lo largo del río y de los canales y dirigían su balbuceo a todos los transeúntes. Entre los densos papiros se ocultaban los cocodrilos jóvenes, observando con perezosa codicia los saltos de los polluelos recién nacidos.

La inundación había sido generosa. Isis lloró copiosamente, inundando a Egipto de fecundidad. Seqenenra sabía que, si bien de las cosechas resultantes habría que pagar los impuestos correspondientes al Uno, dejarían su tesorería personal bien llena para otro año. Si-Amón y su hija mayor se presentaron ante él, inmediatamente antes de la partida, ambos solemnes y llenos de orgullo, con la noticia de que Aahmes-Nefertari estaba embarazada y daría a luz a su primer hijo. Encantado, Seqenenra los felicitó. Aahotep le dio a Aahmes-Nefertari un amuleto Menat, para que le brindara especial protección, y toda la familia quemó incienso ante Tueris, que se alzaba, gorda y sonriente, con su gran cuerpo de hipopótamo orgulloso de lo que llevaba en su seno, a la entrada die las habitaciones de las mujeres. Tani siempre había tratado con feliz dedicación la estatua de la diosa, y le acariciaba el amplio vientre cada vez que entraba en su cuarto o salía de él, pero de un tiempo a esta parte, Aahmes-Nefertari le había llevado cada día una o dos flores, que ponía a los pies de la diosa, y con asiduidad recitaba allí sus oraciones de la mañana y de la tarde.

Fue un grupo alegre el que se despidió de Kamose y de Tetisheri. Aahotep esperó hasta que se perdieron de vista la casa rodeada de árboles y los escalones del embarcadero, bañados por el sol. Detrás de su barca navegaba la que conducía a Si-Amón y Aahmes-Nefertari. Ahmose y Tani compartían la tercera. Los precedían los sirvientes que todas las tardes instalarían el campamento para la familia a la orilla del río. Aahotep hizo una señal, se dirigió a la estera tendida bajo el toldo, en la pequeña cabina donde Seqenenra ya estaba sentado, y en cuanto se instaló a su lado, Isis le alargó una taza de agua.

Weset ya se alejaba, con sus grupos de casas de adobe enjalbegadas, las estrechas callejuelas llenas de asnos y las mujeres que lavaban la ropa a la orilla del río, arrodilladas junto a la superficie del agua; y el Nilo corría plácidamente a través de pantanos de cañas que, al este, daban paso a campos sobre los que se inclinaban los labriegos, y al oeste, a matorrales de papiros que crecían de forma espontánea, y más allá, a la arena que cubría el pie de los peñascos.

—Lamento que Tetisheri no haya querido acompañarnos —comentó Aahotep mientras bebía el agua—. Le iría bien alejarse por un tiempo de Weset.

—Khemennu se encuentra bajo el control directo del Uno —le recordó Seqenenra—. A mi madre le gusta abrigar la ilusión de que todos somos libres o, por lo menos, no le gusta tener que tragarse sus palabras o morderse la lengua. Ella y Kamose se entienden muy bien. Tendrán oportunidad de discutir sobre asuntos menores de la administración.

—Supongo que tienes razón. Y estoy segura de que dedicará mucho tiempo a llevar ofrendas al santuario de tu padre y a orar en él. Casi no lo menciona, y sin embargo sé que lo echa mucho de menos. Mientras estemos allí, yo también iré a la tumba de mis padres en Khemennu y prepararé una comida conmemorativa. Seqenenra, ¿podrías hablar con los sacerdotes para asegurarte de que se haya hecho un buen uso de las sumas de dinero que enviamos? Kares se escribe con él, pero en estos tiempos nadie sabe… ¿Seqenenra?

El príncipe volvió al presente con un sobresalto.

—Lo lamento, Aahotep. Me estaba preguntando si debería visitar a mis alcaldes y a mis gobernadores en nuestro camino hacia el norte o acaso cuando volvamos. A veces conviene que hablen directamente conmigo en lugar de hacerlo con uno de mis inspectores.

—No, no era eso en lo que pensabas —dijo Aahotep mientras le cogía una mano—. Pensabas en el futuro hijo de Si-Amón.

Seqenenra levantó la vista hacia la tela del toldo, cuyas borlas se movían impulsadas por el viento, y luego miró más allá. El cielo era de un azul muy intenso, y al mirar al sol con los ojos entornados vio un halcón en lo alto, las alas extendidas e inmóviles, una mancha negra en la inmensidad del cielo. Oyó que el timonel daba una orden y que uno de los marineros respondía. Bajó la mirada con lentitud y la fijó en Isis y en Kares, inclinados sobre la borda y conversando en voz baja, con la actitud vigilante que caracterizaba a todos los buenos sirvientes. Se inclinó y besó los labios generosos de Aahotep, pintados con alheña, y mientras lo hacía, le apartó del rostro un mechón de pelo negro.

—Tienes razón —admitió—. Me alegro por ellos dos, y sin embargo…

—Y sin embargo desearías poder convencer a Kamose de que se casara con Tani para que ellos también te dieran nietos y tu herencia estuviese doblemente asegurada.

Seqenenra se apartó con expresión sombría; estaba sentado con una pierna extendida y otra doblada, que abrazaba por la rodilla, como pudiera hacerlo cualquier invitado en su jardín. Aahotep esperó y al ver que su marido no contestaba, continuó diciendo en voz baja:

—Por línea de sangre y por nacimiento eres el rey de estas tierras. Te habrías casado con tu hermana si no hubiera muerto tan joven. Por eso te sientes tan indefenso. Me entregaron a ti porque mi familia es también antigua aunque no lleva sangre real en sus venas. El verdadero Ma’at de Egipto pende de un hilo. Kamose resiste todos los esfuerzos que haces para lograr que se case con Tani el año que viene, cuando ella llegue a la mayoría de edad, de manera que te preguntas si no tendrás que obligarle a hacerlo. Sin embargo, la vida que parece tan prometedora y resistente puede tambalearse y desaparecer en cualquier momento, querido hermano. El hijo de Si-Amón será de estirpe real. Kamose puede morir mañana, el mes que viene, el año que viene. —Para conjurar el maleficio que pudieran ocasionar sus palabras, Aahotep tocó la cruz ansada de plata que llevaba colgada al cuello y el amuleto de Sekhmet que lucía en el brazo—. No sabemos nada. Siéntete orgulloso de tu hijo. Si Kamose decide entrar en razones y él y Tani tienen hijos, tanto mejor. En caso contrario, todavía queda Ahmose.

—Tienes razón —dijo Seqenenra—. Me aflijo por mí, por mi padre y por un Ma’at herido. Me lamento porque me iré a la tumba, y Si-Amón a la suya, sí, y también Kamose, siendo gobernadores de segunda categoría. Nunca llegaré a tener en mis manos el cayado y el mayal, Aahotep.

—Sin embargo, siempre has obrado bien ante los ojos de los dioses —le recordó ella—. Cuando pesen tu corazón, ya nada importará. ¡Isis! —La mujer dejó de contemplar el panorama y se le acercó haciendo reverencias—. Trae el juego de conos. Mira, Seqenenra —señaló la orilla—. Da la impresión de que en este pueblo sólo viven niños y bueyes. Supongo que los han metido en el río para refrescarlos. ¿Quieres poner los conos o lo hago yo?

Jugaron varias partidas; comieron, bebieron y volvieron a jugar. Aahotep procuró no derribar el cono de Seqenenra en la casilla que indicaba el agua fría y negra de los infiernos, donde los muertos clamaban por la luz de Ra. El estado de ánimo de Seqenenra pronto mejoró. No era un hombre que se dejara llevar a menudo por la autocompasión; al igual que todos, se sabía adicto a la lucha mágica entre los conos y los carretes. Al aumentar el calor de la tarde, Aahotep llamó a Isis para que la abanicara y luego se retiró a descansar.

Seqenenra se levantó, desperezándose, y se encaminó a la borda de la barca. Al principio quedó hipnotizado por la estela que dejaba tras de sí y luego fijó la mirada en la orilla del río. Pueblos, palmeras erguidas, canales en los que se reflejaba un cielo de bronce, de vez en cuando un labriego desnudo que llevaba un asno; todo aquello aparecía de pronto, se imprimía en su conciencia alterada por la cálida neblina y se alejaba como cuando se sueña despierto. Todo le era conocido. Ya en su juventud había viajado arriba y abajo por el Nilo, desde Weset al sur hasta Swenet y hasta Qes, al norte, límites de la región de Egipto que se le permitía administrar, y a su padre antes que a él. Año tras año había sido testigo de la aparente inmutabilidad de sus dominios. La inmutabilidad era un aspecto de la justicia de Ma’at, el orden eterno impuesto por los dioses cuando Egipto surgió de Nun, las aguas primitivas, y Osiris todavía era un dios de los vivientes.

Cuando era joven y viajaba con Senakhtenra, aquella familiaridad le resultaba tranquilizadora. Sin embargo, en aquel momento sabía que la inmutabilidad de los pueblos era lo único de Ma’at que quedaba. La barca pasaba junto a un santuario en ruinas y cubierto por la hierba, y cuando Seqenenra volvió la cabeza para no perderlo de vista, observó que de sus puertas abiertas salía una jauría de perros que corría hacia el río. Los setiu que gobernaban Egipto habían llevado consigo a sus propios dioses, deidades incultas y de nombres difíciles; entre tanto, los hogares de los dioses de Egipto se desmoronaban.

«¿Cómo es posible que no lo haya notado antes?» se preguntó Seqenenra, profundamente angustiado. «Khentiamen-Tiu, chacal de Aabtu, tu templo y centenares como el tuyo no han permanecido inalterados, no. Se desmoronaban mientras yo navegaba, año tras año, y Set y Sutekh lentamente se iban convirtiendo en uno, y Hator e Ishtar se mezclaban. Horus y Horón…». Se estremeció. «Mi cuerpo vive a la sombra del viejo palacio. Mi ka habita en el pasado, de manera que puedo sin esfuerzo mantener a raya el presente. ¿Y por qué no?».

Fatigado, se alejó de la borda y se sentó en los cojines. Uni se le acercó de inmediato, pero Seqenenra, alzando el brazo sobre los ojos, le indicó que se alejara. «Que Kamose se case con quien quiera y cuando quiera. Que Ahmose continúe con su vida salvaje y desenfadada. Dentro de cinco o diez hentis es posible que ocurra un cambio, pero no durante mi vida, ni durante la de mis hijos. Este es el Ma’at de la actualidad. Esta es la ley del Uno, Apepa, amado de Set, usurpador extranjero de Het-Uart». No sentía irritación, sólo lo sorprendía haber comprendido en aquel momento la situación de su país, precisamente aquel día, durante un corto viaje de poca importancia. Pensó en ello, pero el calor le produjo un agradable cansancio y se durmió.

En Khemennu eran huéspedes de Teti, el primo de Aahotep, un hombre de gran fortuna que había obtenido del rey el cargo de inspector y administrador de diques y canales. Teti era dueño de muchas propiedades y su ocupación consistía en recorrer las provincias que estaban bajo su jurisdicción después que la inundación se retirase, a fin de encargarse de la reconstrucción de los diques y de reparar los canales de mayor irrigación del Alto Egipto. Su esposa Nefer-Sakharu era sacerdotisa del templo de Tot, deidad reverenciada no sólo como dios de la sabiduría y de la escritura y, por tanto, como patrono de todos los escribas, sino también como esencia de la luna. Khemennu era su ciudad y Aahotep, devota de Tot desde siempre, pasaba muchas horas en el templo cuando no se encontraba visitando parientes. Khemennu era un bello paraje, rodeado de espesas higueras, en cuyas calles de tierra se alineaban las palmeras datileras y cuyos puertos eran muy activos.

La finca de Teti se encontraba en el límite norte, junto al templo de Set, edificado cincuenta años antes. Él dirigía a muchos funcionarios menores, y los escalones de su embarcadero estaban por lo general llenos de gente.

Seqenenra se sentía fuera de lugar cuando caminaba con Teti por la ciudad, cuando juntos subían a una barca e iban a algún lugar donde se acababa de originar una disputa sobre los límites de un campo cuyas marcas habían sido borradas por la inundación, o cuando se sentaba a su lado durante la comida y el salón de recepciones de Teti estaba lleno de dignatarios de Khemennu y de ruidosos músicos y acróbatas. No se debía tanto a que su pariente político tuviera un ritmo de vida más agitado cuanto al aire inconsciente de alegría y satisfacción que observaba en Teti. Adoraba a Tot como al protector de su provincia y a Set como al señor de su rey; organizaba las cuestiones de la familia y del personal a su servicio; recibía cordialmente y con aplomo a los heraldos que frecuentemente llegaban del Delta, y hasta charlaba con Seqenenra con el equilibrio justo entre deferencia y camaradería a que obligaba la superioridad de la sangre de éste y que por otro lado permitía su posición de inferioridad respecto al Uno. A Seqenenra le pareció que Teti era un hombre al que no acosaban los sueños funestos ni los remordimientos. Lo envidiaba.

Con el permiso de Seqenenra, Teti puso a Tani al cuidado de su hijo Ramose, un joven de dieciséis años al que le encantaba cazar aves y que prometió cuidar de su prima segunda como si se tratara de la misma Hator. Para sorpresa y secreta diversión de su padre, Tani se ruborizó ante las palabras del joven, y ambos reunieron sirvientes y, armados de lanzas cortas, desaparecieron en los pantanos.

—Esos dos parecen llevarse muy bien —comentó Teti una tarde.

El y Seqenenra estaban sentados junto al lago artificial de Teti, que era pequeño pero estaba espléndidamente decorado con azulejos azules, bebiendo vino de granada mientras Ra descendía hacia la boca de Nut más allá de las colinas del oeste.

—Ramose es un hijo responsable y sin duda Tani se acerca a la edad del casamiento, ¿no? —Seqenenra le dirigió una mirada de sorpresa y Teti lanzó una risita—. ¿No has pensado en ello, príncipe? Es posible que pertenezcamos a la nobleza menor, pero soy un hombre rico, gozo de los favores del Uno y sería una bendición poder cimentar aún más la unión de nuestras familias.

—Tal vez —respondió Seqenenra con lentitud—. Sin embargo, Tani todavía es muy joven y no la forzaría si lo que ella y Ramose sienten no es más que amistad. «Además está Kamose —pensó—. El muchacho puede cambiar de idea. Tal vez a Tani su hermano te resulte más seguro y familiar que la perspectiva del ruido y el ajetreo de Khemennu».

—Yo tampoco querría que la forzaras —contestó Teti—. Después de todo, no sería un casamiento real ni de necesidad. —Hizo una seña para que les sirvieran más vino y dirigió una sagaz mirada a Seqenenra—. Los hijos de Si-Amón y Aahmes-Nefertari mantendrán pura tu línea de sangre. A Tani podría irle mucho peor si se casa con alguien distinto de mi hijo.

Seqenenra se inclinó hacia delante, como si quisiera disculparse.

—Teti, mi vacilación no es fruto de la arrogancia. Lo lamento. La idea no se me había ocurrido, eso es todo.

—Supongo que no —replicó Teti, entornando los ojos—. Pero piénsalo un poco, príncipe. El Uno estaría más que satisfecho.

Seqenenra se puso rígido y miró a Teti directamente. En aquel momento éste levantaba su copa de oro y bebía, pero tenía la fría mirada clavada en él.

—¿Este casamiento es idea del Uno?

Teti bajó la copa y arrojó el resto de su contenido al agua del lago, que los últimos rayos del sol teñían de rojo. Los sirvientes ya iban de un lado para otro del jardín con lámparas.

—No directamente. Pero en los últimos tiempos, en varias ocasiones, cuando me concedió audiencia en Het-Uart para hablar de las nuevas tierras que hay que inundar, mostró interés por mi hijo y por tu hija, aunque por separado dentro de la misma conversación, creo que como una forma indirecta de manifestar sus deseos.

—Pero ¿por qué?

Seqenenra no quería ser él quien pronunciara las palabras. Allí, en una ciudad donde las propiedades del gobernador setiu estaban a sólo un tiro de piedra de distancia, era más seguro que surgieran de labios de Teti.

—Tú sabes por qué —contestó Teti en tono cortante—. El Uno tiene tu juramento de obediencia y el papiro firmado por tu abuelo, pero Weset está muy lejos de Het-Uart y creo que a veces el sueño divino se interrumpe por el temor de que ambos hijos de Seqenenra Tao terminen casándose con las hijas de Seqenenra Tao. Porque, en tal caso, se habría creado un potencial para la traición.

Seqenenra lanzó una carcajada, aunque una sensación de frío le recorría el cuerpo.

—Pero tú me conoces, Teti, y conoces a mis hijos. Vivimos silenciosamente, servimos a Amón en paz, administramos nuestras provincias honradamente. Las sospechas del Uno son injustas.

—Todavía no son sospechas —le aseguró Teti—. Estoy seguro de que son sólo momentos de inquietud. Pero aparte de eso, Seqenenra, ¿no crees que Ramose y Tani harían buena pareja? ¡Mírate a ti con mi prima!

Acababa de oscurecer por completo. La noche calurosa se llenó de repente del perfume de los lotos, los brotes del granado y el olor a ganso asado que salía de la cocina, situada más allá del patio de arena. Las lámparas arrojaban una luz amarilla sobre los cojines abandonados y sobre los restos del refrigerio de bienvenida a base de fruta y vino, que no permitía a los presentes distinguirse el rostro unos de otros.

—Tienes razón —consiguió decir Seqenenra, mientras luchaba contra el rechazo que la idea le producía—. Pero esperemos hasta saber lo que Tani y Ramose dicen sobre el asunto cuando llegue la hora de volver a casa.

—Me parece justo —Teti se levantó haciendo un ademán y Seqenenra lo imitó—. Ahora entremos a ver lo que han hecho las mujeres durante todo el día. Esta mañana, mi esposa ordenó que prepararan las literas, de manera que es probable que hayan visitado a los comerciantes. De todos modos, me alegra que Aahotep y tus hijas estén aquí. Ojalá vinieran con más frecuencia. Mi esposa les tiene un enorme cariño. ¿Sabes? Debo juzgar una riña terrible que se produjo en el Delta entre un grupo de labriegos y el inspector de tierras de Set. Parece que este año uno de los diques que separaba dos campos vecinos fue completamente erosionado por la inundación y el inspector reclama más tierras que las que originalmente pertenecieron al dios, o por lo menos eso es lo que dicen los labriegos. Debo consultar los títulos de las tierras y la inspección original y espero encontrar en ellos algo que me permita emitir un juicio. El Uno dice que…

Seqenenra lo escuchaba con amabilidad, aunque algo ausente, mientras cruzaban el jardín y recorrían las columnas del vestíbulo de entrada y el corredor pintado con colores alegres. De repente tuvo la sensación de que acechaba algún peligro, y se sintió inquieto y abandonado.

—¡Teti! —exclamó.

El hombre cesó de hablar y se volvió a mirarlo.

—¿Sí?

—En una época, tu abuelo fue príncipe erpa-ha y gobernador de las provincias de Khemennu, ¿verdad?

Teti se le acercó, y cuando habló lo hizo casi en un susurro.

—Sí, lo fue. ¿Y qué importancia tiene?

«¡Oh, dioses! —pensó Seqenenra, desolado—. ¿Qué me pasa? Las heridas de Teti, mis heridas, cicatrices son ya, secas y curadas. ¡Amón, impide que vuelva a tratar de abrirlas!». Detrás de Seqenenra, la lámpara del vestíbulo parpadeaba y las lenguas de luz cruzaban espasmódicamente el rostro de Teti, haciéndole brillar los ojos.

—¿Por qué no eres gobernador de Khemennu? El título de erpa-ha es hereditario.

Sabía que acababa de transgredir con gravedad los límites de la hospitalidad y del afecto familiar, pero no lo pudo evitar. Teti se mordió los labios.

—Creí que lo sabías, príncipe —murmuró con voz ronca—. Mi abuelo encabezó una insurrección contra Osiris Se-kerher, el abuelo de Apepa. No llegaron más allá de Henen-Nesut, al sur de Ta-She. Mi abuelo fue perdonado, pero le arrancaron la lengua y le quitaron el título por traidor. Sin embargo, nuestro rey y su padre fueron misericordiosos. Mi padre, Pepi, se redimió luchando en el primer ejército de Apepa, y yo estoy agradecido por lo que tengo. —Se introdujo en las sombras más profundas, pero Seqenenra siguió viéndole los ojos, velados y cautelosos—. Me dejo mecer por el viento para no quebrarme —continuó diciendo Teti, ya con más confianza—. Te sugiero que hagas lo mismo, Seqenenra Tao. Sin duda siempre te he considerado un hombre templado y dúctil. No hay otra opción.

Se miraron en silencio. Al final del corredor, donde se abría al salón de recepciones y donde los invitados y otros comensales ya estaban conversando y riendo, la luz brillaba con fuerza pero sin llegar hasta ellos. Por fin, Seqenenra se humedeció los labios.

—¿De verdad no la hay? —exclamó—. ¿Estás enterado del asunto de los papiros, Teti?

Teti se adelantó un paso, cogió a su amigo por los brazos y lo sacudió una sola vez, con violencia.

—¡Sí, lo sé! ¡Todo Egipto lo sabe! Recíbelos con paciencia y respeto, y cesarán. No sé qué demonio te ha poseído, príncipe, pero te aconsejo que recurras a los magos para que te exorcicen.

—¿No hay otra opción? —Seqenenra pronunció las palabras con tanta suavidad que no pudo saber con seguridad si Teti las había oído. Entonces Teti lo soltó y se lo quedó mirando durante algunos instantes; lentamente, en sus facciones apareció una expresión de tristeza y de pena.

—No —replicó.

Giró sobre sus talones y entró en la grata algarabía del salón.

Aturdido y con el corazón palpitante, Seqenenra lo siguió. «Esto es el final», pensó mientras Aahotep lo veía y corría a su encuentro. Seqenenra se inclinó para que una sirvienta le atara un cono de cera perfumada en la cabeza y otra, con palabras sumisas, le pusiera alrededor del cuello una guirnalda de lotos azules. Aahotep le dio un beso.

—Pareces enfermo —comentó—. Ven a sentarte. ¿Has bebido demasiado vino generoso, príncipe?

Seqenenra se esforzó por dirigir una sonrisa al rostro maquillado de su esposa y se dejó conducir a la mesa cubierta de flores que los esperaba. El resto de los invitados estaba detrás de sus respectivas mesas, y los músicos, con arpas y tambores bajo el brazo, se dirigían al estrado. «¡Es el fin, el fin! —pensaba Seqenenra intensamente—. Mañana me disculparé ante Teti. Ni siquiera tengo la excusa de que estaba borracho. Los invitaré a él y a su familia a Weset. Enmendaré lo sucedido». Pero cuando se sentó junto a Aahotep y se dispuso a saludar con amabilidad a la mujer que estaba a su otro lado, la rebeldía surgió en su interior como una corriente roja y enfermiza. «Soy un rey —pensó febrilmente—. Soy Horus. Y Horus no rectifica».

Aquella noche bebió demasiado, cantó con los cantores, bailó con las mujeres desnudas que daban vueltas alrededor de las mesas. No era el único. Cuando la fría luz del amanecer se introdujo en el salón, el suelo estaba cubierto de invitados demasiado borrachos para subir a sus literas y volver a sus casas. Aahotep, Uni e Isis tuvieron que alzar y arrastrar a Seqenenra hasta su lecho de las habitaciones de huéspedes donde, tras murmurar y quejarse, cayó en un sueño profundo.

Despertó cerca del mediodía con una sed abrasadora y un dolor de cabeza que amenazaba con partirla en dos. Se dio la vuelta en el lecho, se sentó y esperó a que la habitación dejara de girar. Oía voces en el jardín y, más a lo lejos, chapoteos y risas. Los perros ladraban. Oyó que llamaban a la puerta y entró Uni con una bandeja. Seqenenra le dirigió una leve sonrisa.

—Supongo que la mayoría de los sirvientes están atendiendo a los invitados que esta mañana deben darse tanta lástima como me doy yo —dijo—. ¿Hay agua, Uni?

El hombre puso la bandeja en una mesa que había junto al lecho.

—Sí. La serví yo mismo de un cántaro que hay en el corredor. Es fresca. También hay pan e higos, aunque temo que estén verdes. Si no los quieres, te puedo traer puerros tiernos.

Seqenenra cogió la taza y bebió el agua.

—Los higos me bastarán. Ve a la casa de baños y asegúrate de que dentro de un momento haya agua caliente para mí. ¿Dónde están los demás?

—La princesa Aahotep y Aahmes-Nefertari están en el jardín con el resto de las mujeres, observando a los tejedores. Tani y Ramose están nadando. Ahmose ha salido a pescar. Teti y su criado han ido a Khemennu y creo que Si-Amón se encuentra con ellos.

—Gracias. Puedes irte.

Uni hizo una reverencia y se marchó.

Seqenenra mordisqueó algunos higos aunque sin apetito. Después de haber calmado su sed, el dolor de cabeza disminuía. Repasó la extraña y espeluznante conversación que había tenido con Teti; era culpa suya, por supuesto, y descubrió que el vino que había bebido en abundancia había surtido, sin saber cómo, el efecto de una purga. Sentía la mente limpia, la desolación y la ansiedad habían desaparecido. Podía regresar a su casa en paz.

Recorrió descalzo el corredor para sacar más agua de una tinaja, bebió, y luego, envolviéndose en la sábana, se dirigió a la casa de baños. De pie en la losa, mientras el sirviente de los baños lo aseaba, se dijo que la vida merecía la pena. Con la piel todavía húmeda y fresca, se encaminó a su habitación, abrió el pequeño altar de Tot y agradeció al dios que le hubiera concedido la sabia capacidad de aceptar con alegría lo que era imposible de modificar. Uni no volvió a aparecer. Malhumorado, Seqenenra se puso un shenti sencillo, una cadena de plata y las sandalias. Luego se aventuró a salir a la tarde luminosa.

Atravesó sin ser advertido el jardín, donde su esposa y su hija, sentadas sobre esteras bajo un toldo, conversaban animadamente con la esposa de Teti, que se encontraba en un banco. Cruzó los enrejados cubiertos de vides y el patio pavimentado y llegó a los escalones del embarcadero. Varios perros yacían jadeantes a la sombra de un grupo de acacias que se inclinaban sobre el agua, y el babuino preferido de Teti se le acercó, lo inspeccionó con curiosidad y le tendió una mano cubierta de pelo. Divertido, Seqenenra la tomó y la acarició, y el animal, por lo visto satisfecho, sonrió de manera grotesca y desapareció entre los arbustos.

Seqenenra bajó hasta los escalones. Tani y Ramose estaban apartados de la orilla, corriendo y forcejeando entre gritos y risas. Seqenenra los observó satisfecho. Instantes después, Tani lo vio y lo saludó con la mano, y ella y Ramose nadaron hacia los escalones y salieron del río, chorreando y jadeando.

—Salud, príncipe —dijo Ramose inclinándose—. Si aún no lo he hecho, te agradezco la compañía de tu hija.

—¡Ah! Creo que ya lo has hecho —le aseguró Seqenenra, sonriendo.

Ramose pareció confuso pero enseguida también sonrió.

—Ahora debo practicar un poco el tiro al blanco —anunció Ramose—. Disculpadme, por favor. Tani, más tarde le preguntaré a mi padre si podemos subir en un carro de guerra.

Y con esas palabras se alejó, pisando con seguridad el suelo de arena y con el sol que se reflejaba en las gotas de agua que cubrían su cuerpo. Tani se escurrió el pelo y se friccionó la cara para que se secara.

—¡Qué joven tan amable! —comentó Seqenenra—. Te gusta estar aquí, ¿verdad, Tani?

La joven separó de su piel morena la túnica de lino empapada. Seqenenra observó lo transparente que era cuando la tela estaba mojada, cómo moldeaba las curvas y líneas del cuerpo de su hija. Aquella hija suya era preciosa, y en pocos años tendría la seguridad que da la madurez y una clara conciencia de su propio atractivo. De repente se sintió orgulloso de ella. Orgulloso y posesivo.

—Sí —contestó Tani—. Me gusta mucho. Aquí siempre pasan cosas. ¡Oh, padre! —se apresuró a corregir—. No se trata de que me aburra en casa. El hogar es mi lugar predilecto. No quiero faltarte al respeto, pero estar aquí es divertido.

—Me parece recordar que durante nuestra última visita estuviste de mal humor y no veías la hora de volver a Weset.

—Sí, bueno, pero eso fue hace cuatro años. Por entonces Ramose me arrojaba arañas y me hacía bromas, de manera que me negué a acompañarte durante los viajes siguientes. Pero ahora es distinto. Ahora Ramose es un hombre.

—¿Ya no te hace bromas?

—Sí, me hace bromas, pero sin maldad. Y también cuida de mí. —Por segunda vez notó que su hija se sonrojaba. Tani se puso a enjugarse el pelo—. Quiero que venga a pasar unos días con nosotros. ¿Lo invitarás, padre?

«Hay momentos en que pareces una persona adulta, Tani —pensó él antes de contestar—. A mí también me gustaría ver a Ramose en un ambiente distinto del de esta finca tan opulenta».

—Sí, lo invitaré —prometió—. Su padre está hablando de un compromiso matrimonial entre vosotros dos.

Ella no pareció sorprenderse. Se puso las manos entre las rodillas y observó el Nilo teñido por el sol.

—Nadie me ha comentado nada —respondió—, pero podría ser. Creo que es un gran muchacho y me parece que yo también le gusto. —De repente dirigió una mirada astuta a su padre—. Pero ¿qué me dices de Kamose?

En su interior, Seqenenra abandonó aquel sueño sin sentido y descubrió que no lamentaba que se disolviera en la nada.

—Si tú y Kamose hubierais demostrado el menor interés sexual el uno por el otro, insistiría en el matrimonio entre vosotros —confesó—. Pero Tani, nunca te obligaré a hacer algo que te resulte aborrecible. Si tú y Ramose continuáis aprendiendo a quereros, haréis feliz a mucha gente.

Ella besó la mejilla de su padre.

—Gracias, padre. Eres realmente maravilloso. Kamose no se casará hasta dentro de mucho tiempo, y lo sabes. Es demasiado serio con respecto a todo. Creo que iré a ungirme.

Seqenenra no la observó mientras se alejaba; permaneció sentado, con la barbilla apoyada en una mano y la mirada tija en la orilla opuesta, a la que el calor daba un reflejo üémulo. «Tani sólo tiene razón en parte —pensó—. No cabe duda de que Kamose es un hombre serio, pero su carácter está lleno de profundos sentimientos y de pasión. Si alguna vez conoce a una mujer que lo emocione, se dedicará a ella toda la vida».

Si-Amón disfrutó de su estancia en Khemennu. Se sentía como en su casa con los representantes del rey, que eran elegantes y amables, y que iban y venían por el salón de recepciones de Teti. Vibraba de curiosidad al charlar con los mercaderes y comerciantes de Rethennu, Keftiu y Zahi, y sus preguntas en tono de confianza delataban una ávida excitación. También disfrutaba de las atenciones de las abundantes sirvientas de Teti. Era alto, tenía buen cuerpo, era apuesto y un príncipe. Recibía todas las deferencias como si las mereciera por derecho propio.

El y Teti siempre se habían tenido una especial simpatía. Teti era tan afable y abierto como su padre altivo y distante y, aunque Si-Amón quería a Seqenenra y tenía plena conciencia de la realeza que había en su sangre, muchas veces habría preferido ser hijo de Teti. Al pensar en aquello sentía vergüenza, pero no disminuía el placer que experimentaba. Había ido con Teti y con su padre a hacer la visita obligatoria al gobernador de Khemennu y sus provincias. Seqenenra se comportó con efusiva amabilidad, probando todos los platos de la comida de bienvenida, preguntando por la salud de la familia del gobernador y alzando su copa con palabras de alabanza al rey en sus labios, pero Si-Amón sabía que, más allá de tantas exquisitas convenciones, su padre se odiaba por su falta de sinceridad.

Aquel día, Si-Amón y Teti habían vuelto a la finca del gobernador y pasaron una mañana entretenida, contemplando los perros de caza, probando un vino raro de palma y escuchando los últimos chismes provenientes de Het-Uart. Si-Amón lamentaba tener que despedirse. Después, él y Teti montaron en sus literas y fueron conducidos a un paraje rocoso del desierto donde había algunas tumbas antiguas que habían sido abiertas y saqueadas. Si-Amón poseía el ávido interés de sus conciudadanos por los monumentos del pasado. Pronunció palabras de exclamación al ver las pinturas de las paredes y también sintió tristeza por aquellos lugares profanados. Después de rezar por el ka de quienes antaño yacieron allí, y de pedirle a Anubis que los recordara, ambos regresaron a la orilla verde y cultivada, donde los sirvientes del anfitrión extendieron esteras, instalaron toldos y les ofrecieron cerveza, pan y fruta para almorzar.

—Eres un hombre muy generoso, Teti —dijo Si-Amón mientras permanecían bajo una higuera sentados con las piernas cruzadas y bebían con placer su cerveza—. No nos visitas con suficiente asiduidad en Weset para que podamos corresponder a tu hospitalidad.

Teti le sonrió.

—Los dioses y el rey han sido buenos conmigo —contestó—. Y además, me encanta recibir visitas, Si-Amón. El resto de mis parientes no son personas muy agradables.

—¡Mi padre estuvo bastante agradable anoche! —replicó Si-Amón, riendo—. No es frecuente que se emborrache ni que se divierta tanto. Creo que le resulta relajante estar aquí. En casa toma con excesiva seriedad sus obligaciones.

En cuanto hubo pronunciado estas palabras se preguntó si no habría sido desleal. Miró a Teti con inquietud, pero Teti había terminado de beber su copa de cerveza y sonreía con los ojos entornados.

—Como príncipe de este reino, tu padre debe mantener cierta dignidad —contestó—. Sin embargo, no creo que haya bebido porque estaba relajado ni por placer, Si-Amón. Desde su llegada se notaba que tenía muchos problemas y ha permanecido encerrado en sí mismo. Es a causa de los papiros que le envía el Uno, ¿verdad? Ojalá confiara en mí como un viejo amigo y permitiera que lo ayudara. —Si-Amón vaciló, deseando no haber hecho aquella observación con tanta libertad, pero Teti continuaba sonriendo. Se inclinó y puso suavemente su mano cálida sobre la de Si-Amón—. No es necesario que hables si no quieres —añadió—. Pero me gustaría que supieras, Si-Amón, que profeso gran cariño a tu padre, a ti y al resto de tu familia. Nosotros tenemos la misma sangre, por lejana que sea la unión. Los parientes deben ayudarse unos a otros.

Ahora Si-Amón se sentía desleal con Teti. Resultaría grosero dejar pasar aquel momento, y era verdad que experimentaba una urgente necesidad de confiar en aquel hombre. Su padre oiría las dudas que lo afligían, de hecho las conocía ya, pero escucharlas no implicaba que estuviera de acuerdo con él. Teti sería diferente. Teti lo comprendería.

—Sí, así debe ser —contestó Si-Amón. Teti le soltó la mano—. No se trata de nada realmente importante, Teti —continuó diciendo—. Pero los papiros contienen exigencias que parecen muy arbitrarias, ¡muy insensatas! Cada vez que llega alguno, mi padre se pone tenso y furioso.

Levantó la mirada. La expresión de Teti era de conmiseración y de comprensión. El hombre asintió.

—Y tú temes que llegará el día en que tu padre se cansará de ser leal a un rey que no parece agradecérselo y emprenderá alguna actitud temeraria que hará caer la desgracia sobre todos vosotros.

Si-Amón asintió con la cabeza; se sentía muy desgraciado.

—Creo que ya hay rebeldía dentro de su corazón. ¡Es injusto! —explotó—. Nuestra casa ha sido fiel a Het-Uart durante hentis. ¿Por qué el Uno nos acosa tanto?

—Tranquilízate —dijo Teti para calmarlo—. ¿Has comido bien? Me alegro. Beberemos un poco más de cerveza y luego continuaremos el viaje a casa. —Si-Amón observó el líquido oscuro que le servían en la copa—. Tú no eres una criatura, Si-Amón —le reprochó Teti con suavidad—. Conoces los temores del rey. Los dejará a un lado si tu padre se esmera en obedecer. —Bebió, lanzó un suspiro y se secó los labios con un pañuelo de lino que un sirviente le entregó con discreción—. Tú y yo debemos asegurarnos de que Seqenenra navegue en paz por esta tormenta. Te lo repito, pasará. Yo soy tu amigo, joven. Y también soy amigo de tu padre. —Dirigió una mirada solemne a Si-Amón—. Me disgustaría que algo os sucediera a alguno de vosotros dos. Permíteme que os ayude.

Si-Amón miró con agradecimiento el rostro lleno y maquillado del anfitrión.

—Eres muy bondadoso, Teti —dijo con voz ronca—, pero no sé qué podrías hacer.

—Puedo hablar en favor de tu padre en Her-Uart. El Uno sabe que es imposible dudar de mi lealtad. Puedo convertirme en intermediario y, con tacto, derramar aceite sobre esas aguas encrespadas. También puedo ir a ver a tu padre y convencerlo de que actúe con sensatez y se contenga cuando su ansiedad le resulte insoportable.

De repente, Si-Amón supo lo que se avecinaba. Se retorció por dentro, deseando no haber sacado el tema y luego preguntándose si no habría surgido de todas maneras. Había caído en una trampa. No era posible desdecirse después de haber expresado la preocupación que le ocasionaba su padre. Parecería una falta de sensibilidad. No podía rechazar el ofrecimiento de Teti porque daría la impresión de que el problema era algo frívolo y de que sus palabras habían sido exageradas. «Pero esas palabras no salieron de mí, pese a que las tenía en el corazón —pensó mientras Teti lo miraba con cariño—. El que las expresó en voz alta fue Teti, no yo».

—Pero si quieres que os ayude, debo saber todo lo que le ocurra a Seqenenra —siguió diciendo Teti—. Alguien de confianza debe mantenerme informado para que pueda acudir a Weset en cuanto sea necesario. —Al ver la expresión de Si-Amón, negó vehementemente con la cabeza—. ¡No, no, no, mi leal joven! ¡Por favor! ¿Crees que te pido que espíes a tu padre? —Alzó las negras cejas—. Bueno, supongo que en cierto sentido es lo que te estoy pidiendo, pero mi petición se basa en el cariño, Si-Amón. ¡No permitas que Seqenenra caiga bajo los talones de Apepa! ¡Ayúdame a ayudarlo!

«Es una petición razonable —pensó Si-Amón—, aunque arriesgada. Si comienza a haber un exceso de correspondencia entre Weset y Khemennu, el Uno puede considerar que Teti mismo conspira con mi padre. Pero ¿qué puede tener de malo esta expresión de preocupación familiar?». Sin embargo, vacilaba.

—Muy bien —dijo a regañadientes—. Pero mi padre se pondría furioso si creyera que no confío en su juicio en lo que se refiere a este asunto, y que recurro al tuyo. Tienes razón al decir que debe ser vigilado por su propio bien, pero…

Teti se sacó un anillo del dedo y se lo mostró a Si-Amón.

—Este es el sello de mi familia —dijo—. Sellaré con él las misivas que te envíe. A tu vez tú me escribirás… ¿con qué sello?

—Con un hipopótamo —dijo Si-Amón lentamente.

—Muy bien. —Teti se volvió a poner el anillo—. ¿Estás enterado de que Mersu, el criado de tu abuela, creció en el mismo pueblo que mi mayordomo? Le puedes entregar cualquier mensaje que quieras hacerme llegar. Tú y Ramose os conocéis desde que erais niños. Puedes decir que las cartas son para él. O puedes no decir nada y permitir que Mersu saque sus propias conclusiones. Pero, teniendo en cuenta su lealtad hacia tu familia, estoy seguro de que comprenderá.

Se levantó e indicó a los sirvientes con un ademán que podían comenzar a enrollar las esteras. Los encargados de llevar las literas se aprestaron a ello. Si-Amón también se levantó.

—Pero ¿hablarás con el rey? —preguntó—, ¿le asegurarás a Apepa la buena fe de mi padre?

—¡Por supuesto que lo haré! —Teti se adelantó y abrazó al joven—. Te juro que todo irá bien, Si-Amón. Tal vez tú y yo nos estemos dejando llevar por tonterías. —Soltó a Si-Amón y ambos se encaminaron a sus respectivas literas. Al salir de la sombra, los azotó el calor del sol—. Quizá todo esto se resuelva y lleguemos a reírnos de nuestra propia solemnidad.

Si-Amón no respondió. «Siempre me queda la posibilidad de volver a casa y no hacer nada —pensó mientras se instalaba en la litera y cerraba las cortinas—. Puedo hacer caso omiso de todo». Pero sabía que no lo haría. El odio secreto que su padre le tenía a Apepa debía ser calmado de alguna manera, convertido en algo inofensivo, porque si no los destruiría a todos.

Permanecieron un mes en Khemennu, comiendo, bebiendo y durmiendo, conversando con los visitantes de Teti y asistiendo con regularidad al templo de Tot. En una ocasión, Seqenenra se encaminó al templo de Set llevando consigo ofrendas de un vino poco común y tres bandas de oro, convencido de que el rey se enteraría y se sentiría tranquilizado y más seguro. Pero no le permitieron entrar en el santuario. Sólo el rey y los sacerdotes mayores de Set podían saludar frente a frente el rostro del dios, a pesar de que en su casa, donde Amón era el protector de su hogar y de su familia, a él le asistía el derecho de comunicarse directamente con su dios. Pero tampoco lamentó demasiado que le negaran el acceso a Set. No le apetecía ver al hermano renegado de Osiris, el dios de pelo y ojos rojos que reinaba en el desierto, por más salvaje e imprevisible que fuera, representado como lo veían los setiu al fundirlo con Sutekh, su propio dios bárbaro.

Seqenenra y Teti recuperaron enseguida la familiaridad de su relación. Habiendo decidido no disculparse, Seqenenra simuló que la conversación en el corredor no había tenido lugar, y Teti tampoco se refirió a ella. Entre abrazos y renovadas invitaciones a visitarse con mayor frecuencia, Seqenenra, su familia y la comitiva partieron hacia Weset. El viaje fue lento. Seqenenra se detuvo en cada pueblo de que era señor y conversó con los sacerdotes y los alcaldes, con los inspectores y con los oficiales de menor rango, y la familia no llegó al embarcadero hasta finales de Phamenoth.

Todo estaba bien. Kamose había llevado a cabo sus deberes en silencio y con eficacia. Tetisheri interrogó brevemente a Aahotep acerca de la salud y el bienestar de sus parientes, pero no pareció demasiado interesada en las respuestas de su nuera.