Capítulo 1

Seqenenra, jadeando un poco por el esfuerzo, salió por fin a la azotea y se sentó con la espalda apoyada en lo que quedaba del desmoronado antepecho. Encogiendo las rodillas, suspiró con íntima satisfacción. Aquel era su santuario, un rincón lleno de escombros debajo del cual se encontraban en otra época las habitaciones de las mujeres del antiguo palacio. Allí se podía sentar a pensar, a soñar despierto o simplemente a dejar que su mirada vagase sobre el río y los campos, sobre su finca o sobre la desordenada ciudad de Weset, que se extendía junto a la orilla rodeando los dos templos. A menudo, durante las tardes soñolientas, mientras su mujer dormía o cotilleaba con las demás mujeres, y los niños se bañaban en el río vigilados por sus guardias, él se ausentaba disimuladamente, cruzaba el amplio y silencioso patio del hogar que el dios había abandonado, y entraba en aquellas estancias misteriosas y solitarias. De sus antepasados, pocos recuerdos materiales quedaban. Aquí el fugaz brillo de la pintura amarilla de una columna; allí el chocante negro y blanco de un ojo mágico y un cartucho con el nombre indescifrable de un faraón, que hechizaba persistentemente las desiertas sombras en vestíbulos y pasillos. El viento silbaba a través de las cámaras privadas y las amplias antesalas de tristes columnas, multiplicando los sonidos cuando él las cruzaba.

El edificio se volvía cada vez más peligroso. Los adobes con que había sido construido se pudrían, paredes enteras ya no eran más que montones de tierra y por los techos abiertos se colaban rayos de luz cuyo brillo en muchas ocasiones le parecía un sacrilegio. Algunas veces se dirigía a la sala principal de audiencias, en cuyo estrado antes descansara el trono de Horus, y escuchaba el silencio, observando los cuadrados de luz que penetraban por las altas ventanas y avanzaban imperceptiblemente en el suelo lleno de arena. Pero no era capaz de soportar mucho tiempo aquella atmósfera de triste solemnidad.

Aquel día no se había retirado a considerar un problema administrativo, ni siquiera para poder hilar sus pensamientos sin ser interrumpido. Príncipe de Weset y gobernador de las Cinco Provincias, Seqenenra era un hombre ocupado, con obligaciones previsibles y regulares, y había aprendido a valorar las escasas horas que podía pasar a solas, allí en lo alto, donde las preocupaciones y responsabilidades de su posición y de su familia adquirían sus verdaderas dimensiones, bajo la influencia del paisaje que se extendía a sus pies. Era primavera. El Nilo fluía con una lentitud pesada y poderosa. En sus orillas se formaba un tejido verde de cañas y frondas de papiros que se inclinaban movidos por la suave brisa. Más allá, hacia el oeste, las áridas colinas pardas se estremecían bajo el cielo azul. Algunas pequeñas embarcaciones con los mástiles desnudos se balanceaban acosando a los ánades y a alguna garza que blanca y lánguidamente alzaba el vuelo.

Seqenenra dirigió su mirada hacia el norte. El río describía una curva y desaparecía, si bien en la orilla este, su orilla, los negros campos cruzados por canales de riego, a cuyos lados se alineaban las palmeras, permanecían mojados y en barbecho, todavía demasiado blandos para que los pisaran los labriegos que muy pronto los sembrarían.

Más cerca, detrás de la muralla partida que en otro tiempo rodeaba por completo el palacio, veía a sus sirvientes plantar verduras en cuclillas, y el brillo de sus espaldas morenas. Alcanzaba a oír sus voces mientras trabajaban, un murmullo discontinuo y agradable. Un poco por debajo de donde estaba, podía ver con claridad la azotea de su casa. Los cojines y los lienzos extendidos eran brillantes y fugaces manchas de luz entre las ramas de los sicomoros y de las acacias que daban sombra al jardín. A lo lejos vio las banderas ondear frente a los pilones del templo de Amón y, más allá del recinto sagrado, un rincón del santuario de Montu que se alzaba hacia el cercano horizonte como el dorado filo de un cuchillo.

Seqenenra empezó a sentirse relajado. La inundación había sido generosa y brindado a la tierra sus dos necesidades: agua y limo. Si los sembrados crecían sanos y fuertes, la cosecha también sería abundante. Si bien aún era pronto para recibir el informe del inspector de sus viñedos del Delta occidental, presumía que aquel año sus uvas colgarían pesadamente en las vides. Las del emparrado que daba sombra a una parte del sendero que corría desde los escalones del embarcadero hasta la casa, nunca se habían usado para hacer vino sino mosto. «El ganado está libre de enfermedades y mi gente podrá llenarse el estómago —pensó con satisfacción—. Por supuesto que una parte importante de mi riqueza partirá hacia el norte en forma de impuestos, pero no me quejaré; por lo menos mientras permitan que me valga de mis propios recursos».

Al darse cuenta de repente de que tenía un trozo de ladrillo entre la planta del pie y la sandalia, se removió, y al inclinarse para sacarlo, una leve ansiedad impregnó su estado de ánimo. «Me engaño cuando creo que se han olvidado de mí, que Apepa sólo me recuerda cuando envía a sus superintendentes al sur a cobrar los impuestos —pensó—. La distancia que nos separa no garantiza mi seguridad. Me gustaría que así fuera, pero yo soy para él como este pequeño trozo de ladrillo en la sandalia, que lo molesta e incomoda en los momentos en que no tiene nada más que le haga olvidar mi existencia. No puedo modificar mi línea de sangre, fundirme en el anonimato de una nobleza menor. Para él soy el recuerdo de sus raíces extranjeras, ¿y qué son ellas comparadas con los dioses que fueron mis antepasados? Bueno, hoy no pensaré más en ello. No he subido para revolver en el pasado de Apepa ni en el mío. ¡Cuán espléndido es mi rincón de este hermoso Egipto!». Se echó hacia atrás y entornó los ojos.

Durante casi una hora se dejó llevar por la somnolencia, disfrutando de la brisa suave pero constante que mitigaba el caliente sol de la tarde. Acababa de pensar que ya había permanecido bastante tiempo allí y que debía bajar de la azotea, cuando un grito lo obligó a ponerse en pie. Se acercó al borde de la azotea y miró hacia abajo. Por una grieta de la muralla semiderruida se asomaba Si-Amón con su gemelo Kamose detrás. Los dos jóvenes sólo iban cubiertos con un taparrabo.

—Pensé que estarías por allá, padre —exclamó Si-Amón, señalando hacia el norte—. Mientras nos bañábamos vimos una barca real en el meandro del río. Están arriando la vela, de manera que supongo que van hacia nuestro embarcadero. ¿Tú qué crees?

Seqenenra miró en la dirección que le indicaba su hijo. Una estrecha barca maniobraba hacia ellos en aquel momento, arriando la vela triangular. Insignias azules y blancas flameaban a popa y a proa. Había varios hombres en cubierta que vestían idénticos colores. No había duda de que se trataba de una barca real. «Seguirá su camino —pensó Seqenenra—. Casi todas prosiguen hacia Kush para llevarse el oro de las minas, esclavos, plumas de avestruz y otras fruslerías exóticas. Si-Amón probablemente confía en que fondee aquí. Nada le gustaría más que la visita de algún representante del rey, al que interrogaría acerca de todos los detalles de la vida en Het-Uart, aunque su lealtad hacia mí le impidiera expresar la alegría que sentiría al tener esa oportunidad. Pero en cambio, yo respiraré más tranquilo cuando la vea pasar, seguir su camino y perderse de vista».

—Creo que sólo tratan de aprovechar el cambio en la dirección del viento —le contestó a su hijo.

Si-Amón se encogió de hombros, resignado.

—Es posible que tengas razón —dijo alzando la voz—; hoy será un día aburrido.

Saludó a su padre con la mano y volvió hacia la casa. Seqenenra lo observó un momento, pero enseguida fijó de nuevo su atención en el río. Esperaba que la barca volviera a desplegar las velas, pero observó con consternación que acababan de sacar los remos y que la barca se dirigía ya al embarcadero. Alarmado, bajó los escalones apresuradamente.

Salió al patio y cuando llegó a la abertura de la muralla se encontró con Kamose, que lo esperaba.

—Si-Amón tenía razón. No prosiguen viaje —dijo el muchacho con voz tensa—. Se dirigen hacia aquí.

Kamose se hizo a un lado y ambos miraron hacia el río.

—¿Qué querrán? —se preguntó Kamose, preocupado—. Ya hace cinco meses que pasó el día de año nuevo. Los tributos han sido pagados, los regalos enviados y agradecidos, y es demasiado pronto para que hagan la valoración de nuestros impuestos.

Seqenenra negó con la cabeza y observó el bello rostro de su hijo mientras ambos se dirigían hacia la casa.

—No me imagino lo que querrán —respondió con desgana—. Pero te aseguro que no será nada que nos beneficie.

—Oremos para que sólo quieran una jarra de vino, una buena comida y pasar la noche bajo tu techo antes de seguir su camino hacia Kush —observó Kamose—. Creo que nos consideran el último bastión de bienestar civilizado que se encuentra antes de encarar los rigores del sur. ¡Cómo temen al desierto y lo desprecian! ¡Ahmose! ¿Adónde vas?

El hijo menor de Seqenenra acababa de pasar junto a ellos con el shenti arrugado y cubierto de tierra.

—Tengo que encontrarme con Turi en el campo de entrenamiento para un torneo —gritó Ahmose por encima del hombro—. Hemos hecho una apuesta.

—¡No puedes faltar en la comida, Ahmose! —le respondió el padre, también a gritos—. Tenemos invitados. —El muchacho hizo un ademán de conformidad.

—¡Invitados! —repitió Kamose con amargura—. No los hemos invitado, pero no nos queda más remedio que recibirlos.

Seqenenra respondió al saludo del soldado que estaba de guardia en la puerta principal. En el momento en que él y Kamose entraban en la casa, Uni salió de la oscuridad y se les acercó con presteza. Kamose desapareció en dirección a sus habitaciones en el sector de la casa destinado a los hombres.

—Una barca real está a punto de echar amarras junto a los escalones del embarcadero —dijo Seqenenra a su criado—. Envía una escolta para recibir a quienes vayan a bordo. Dile a Isis que se lo comunique a la señora Tetisheri y a mi esposa, y dispón todo lo necesario para que haya fruta y vino en el jardín. Quiero rezar y cambiarme el shenti. —Y sin esperar la respuesta de Uni, se dirigió a sus aposentos—. ¡Agua! ¡Rápido! —ordenó al sirviente, que acudió a su llamada y se inclinaba ante él—. Necesitaré ropa limpia. Tenemos visitas del Delta. —«No busques problemas donde no existen, se dijo con severidad mientras se desataba las sandalias y cogía la jarra de agua—. Conserva la calma. No te ganes la hostilidad del mensajero de Apepa. ¡No destruyas el equilibrio actual de Ma’at, oh príncipe de Weset!».

Luego abrió su altar doméstico, tomó el incensario que había junto a él, encendió el carbón con una vela que permanecía siempre encendida para tal fin y añadió un poco de incienso. Se inclinó ante la imagen de Amón, señor y protector de Weset, hizo una reverencia y se postró sobre el frío suelo.

—Ayúdame a no dejarme llevar por la ira —rogó—. Concédeme el don de la sabiduría para escuchar sin impaciencia ni desprecio lo que hasta aquí ha traído al heraldo del rey. Contén mi lengua para que no lo ofenda, creándome así problemas y poniendo en peligro a mi familia. Vela mis pensamientos para que él sólo vea amabilidad en mis ojos.

No había nada más que decir. Se puso de pie e inhaló durante un instante la dulzura del humo antes de apagar el carbón, cerrar el altar y someterse a los cuidados de su sirviente personal, que acababa de regresar con una palangana de agua tibia y una muda de lino.

Recién vestido, apareció una hora después en su fragante y luminoso jardín. Llevaba los ojos pintados con galena. En la frente lucía una sencilla corona de plata y alrededor del cuello, cruces ansadas y ojos mágicos de plata. Contra la piel casi negra, los anillos resplandecían en sus manos. Junto al estanque, bajo la sombra de los árboles, habían dispuesto esteras, y el visitante real y sus dos acompañantes estaban sentados, con las piernas cruzadas, escuchando la voz suave y mesurada de Aahotep. Kamose, también pintado para la ceremonia, se hallaba un poco apartado, con las manos unidas apoyadas sobre los blancos pliegues del shenti.

Al ver acercarse a Seqenenra, todos se pusieron de pie e hicieron una reverencia. Un sirviente se le acercó para ofrecerle un vasija con fruta, él la rechazó con la cabeza y aceptó el vino que Uni le servía. Tomó asiento e invitó a sus huéspedes a hacer lo mismo, y todos se sentaron con él en la hierba.

—Salud —dijo con amabilidad—. Nos honra poder brindar hospitalidad a los servidores del Uno. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

—Soy Khian, heraldo del rey —respondió uno de los hombres. Era delgado y tenía la piel clara y los párpados teñidos abundantemente con galena para protegerlos del sol del sur. Su shenti era finísimo, el cinturón de cuero tenía incrustaciones de cornalina y las dos cadenas de oro que llevaba en el pecho resplandecían a cada respiración—. Estos son mis guardias. Agradezco tu saludo, príncipe. Tengo el placer de transmitirte los buenos deseos del señor de los Dos Reinos para toda tu familia y en particular para la señora Tetisheri, tu madre, a quien desea fervientemente vida, salud y prosperidad.

Seqenenra asintió con la cabeza.

—Estamos agradecidos. ¿Te diriges a Kush, Khian?

El heraldo bebió delicadamente un sorbo de vino.

—No, príncipe —explicó—. He venido expresamente para transmitirte el saludo del Uno y darte una carta.

La mirada de Seqenenra se encontró con la de Kamose y luego se dirigió a su mujer. Aahotep observaba con detenimiento los saltos que daban los gorriones entre las hojas recién brotadas de los árboles.

Se produjo un breve e incómodo silencio. El heraldo volvió a beber. Kamose quitó una invisible mota de polvo del dátil que sostenía en la mano y luego lo mordió con cautela. Seqenenra iba a hacer el comentario inane que exigían los buenos modales cuando percibió una sombra sobre él. Al volverse, vio a Si-Amón y a Aahmes-Nefertari a sus espaldas, cogidos de la mano. Seqenenra lanzó un suspiro de alivio. Ambos se inclinaron sonriendo, besaron a Aahotep, dieron amablemente la bienvenida a Khian y se instalaron en la estera que se encontraba al lado de la de Kamose.

La conversación se inició en los asuntos generales, sobre las perspectivas de la siembra de aquel año, sobre la nueva vida que bullía en las preciosas viñas y sobre el número de terneros nacidos en el Delta. Khian era un labriego entusiasta que intervenía personalmente en la dirección de su pequeña finca de las afueras de Het-Uart, y todos olvidaron el breve silencio que había seguido a la mención de la carta. El sol se movía con lentitud hacia el oeste, cubriendo el jardín con una luz anaranjada, y la llegada de legiones de mosquitos hizo que los peces asomaran en la superficie del estanque de Seqenenra. Uni distribuyó hojas de palma, que con su suave crujido fueron punteando la conversación.

Tani fue la última en llegar, cruzando el parque en compañía de los perros, que jadeaban tras ella. Uno de los perros, Behek, se dirigió a Seqenenra y apoyó su pequeña cabeza en el regazo de su amo. Seqenenra lo acarició con ternura.

—Lamento haber llegado tan tarde —se disculpó Tani, mientras se servía fruta y se instalaba junto a su madre—. Pero a los perros les hacía falta correr un rato. Los he llevado hasta el desierto y luego hemos cruzado la ciudad hasta llegar al borde del río para que pudieran refrescarse. ¡Qué día tan hermoso el de hoy!

Seqenenra hizo una seña al guardia de su hija menor, y el hombre silbó y sacudió las traillas que tenía en la mano. Los perros obedecieron a regañadientes. Pero antes de irse, Behek lamió la mano de Seqenenra. Aahotep se puso de pie.

—Puedes lavarte si lo deseas antes de la comida —le dijo a Khian—. Uni te enseñará los cuartos de huéspedes y luego te escoltará hasta el salón de recepciones. Tus hombres pueden reunirse con nuestros sirvientes. —Después, dirigiéndose a Tani—: Ven conmigo, te conviene un buen baño.

La muchacha sonreía, y Seqenenra se maravilló de su compostura. En su rostro no se traslucía la menor tensión y tampoco había vacilación en sus ademanes. En el acto, Khian y sus soldados se levantaron y siguieron al criado. Si-Amón pasó un brazo alrededor del cuello de Aahmes-Nefertari.

—Más se parece a un labriego que a un heraldo —comentó a su mujer—. Aunque sin músculos no le resultaría fácil arrancar malezas. ¿Por qué nos envía el rey a un ser tan inferior? ¡Por lo menos mereceríamos la atención del jefe de los heraldos! ¿Qué querrá de nosotros?

Seqenenra sabía que su hijo bromeaba, pero tras el tono de broma había un dejo de afrenta. «Tienes demasiado orgullo, Si-Amón —pensó—. Preferiría que no te ofendieras con tanta facilidad por insultos mezquinos que, si tú no lo permites, jamás podrán amenazar tu virilidad ni la nobleza de tu sangre».

—Nos ha traído otra carta de Apepa —dijo Seqenenra—. Todavía no la he leído. Prefiero hacerlo con el estómago lleno.

Kamose se acercó a su padre.

—¡Siempre cartas, siempre inútiles exigencias! —musitó en voz baja—. La vez pasada fue porque debíamos sembrar más cebada que lino, cuando la cosecha de cebada ya prometía ser abundante, y luego nos llegó aquella petición de informes sobre el número de sandalias existentes en la casa. ¿A qué estupideces está empeñado en jugar el rey?

Seqenenra observó la tranquila superficie del estanque. Los peces nadaban en círculos monótonos y retrocedían al llegar junto al borde de piedra. Largas sombras se extendían en la hierba. Los sirvientes iban enrollando las esteras y recogían las sobras de la recepción.

—No lo sé ni me importa —contestó por fin—. Hacemos lo que se nos dice y a cambio de nuestra obediencia podemos gobernar nuestras provincias y nuestra vida conforme a los deseos de Amón. Hay muchos que no tienen tanta suerte.

Kamose se puso de pie con una mueca y se alejó.

—Si quieres, iré yo mismo a conversar con el heraldo, padre —dijo Si-Amón—. Creo que podría sonsacarle alguna información útil.

—¡Te lo prohibo! —dijo Seqenenra con severidad—. Un heraldo no es más que un mensajero. El amo no le pide consejos ni opiniones; interrogarlo significaría rebajarte, Si-Amón. No concedas a ese Khian más respeto del que exigen las leyes de la hospitalidad. Más aún, es el servidor de un rey que no nos quiere bien. No lo olvides. Y ten cuidado con la manera en que te diriges a él.

Si-Amón se ruborizó.

—Perdóname —dijo—. Tienes razón. Pero es muy duro para mí saber que soy hijo de reyes y tener que refrenar la lengua en presencia de un simple heraldo. —Se balanceó sobre las rodillas y luego se levantó, atrayendo hacia sí a su esposa—. Pasará bastante tiempo antes de que podamos tener celebraciones —terminó diciendo—. Acompáñame a caminar junto al río, Aahmes-Nefertari.

Seqenenra los vio desaparecer en la creciente oscuridad. Si-Amón terna diecinueve años, había nacido instantes antes que Kamose y, por lo tanto, era el heredero. Físicamente era idéntico a su hermano y resultaba difícil distinguirlos, a no ser por el pequeño lunar que Si-Amón tenía a un lado de la boca; sin embargo, sus personalidades eran muy distintas. La confianza en sí mismo de Si-Amón rayaba en la arrogancia. Era listo, buen estudiante y tiraba muy bien al arco, pero le hastiaba vivir en aquel lugar de provincias. Quería viajar al norte, servir al rey, estar en el lugar donde residía el poder de Egipto. Seqenenra esperaba que, al madurar, su arrogancia se convirtiera en aptitud para ser príncipe y que sus inquietudes se canalizaran en el ejercicio de una auténtica autoridad.

En cambio, Kamose parecía haber heredado de su madre un aura de serenidad. Poseía la tranquila confianza en sí mismo de un hombre que le doblara la edad, y estaba lo suficientemente seguro de su madurez para ocuparse de sus propios asuntos. A sus dieciséis años, Ahmose, el hijo menor de Seqenenra, era un volcán. Joven precipitado, vigoroso, feliz y hábil en el manejo de las armas, excelente luchador que sólo le pedía a la vida que siguiera igual, bajo la bendición de los dioses.

«Tengo todo lo que un hombre puede desear —se dijo Seqenenra—. Soy un príncipe de Egipto. Tengo una familia unida que se quiere. No sufro privaciones. A diferencia de las responsabilidades de un rey, mis deberes son agotadores pero no difíciles». Levantó la vista y, casi sin quererlo, su mirada se detuvo en el antiguo y sólido palacio, que ya se hallaba bajo la oscuridad de la noche cercana. Desde que podía recordarlo, el edificio dominaba la finca que había heredado de su padre, Senakhtenra, y a su vez, éste del suyo. La mayoría lo consideraba una antigualla. La familiaridad les hacía mirar con indiferencia aquella mole que se desmoronaba lentamente. Pero de niño su madre le había contado al dormir historias de sus antepasados que vivieron en él, un dios tras otro, reyes del Alto y el Bajo Egipto, del País Rojo y el País Negro, monarcas luchadores cuya sangre feroz contenía la semilla de los antepasados del desierto, divinizada por el legado del mismo Ra. Vivían gloriosos en sus tumbas. Navegaban en la Barca Sagrada con los dioses, mientras que él…

De repente la brisa de la noche le produjo un escalofrío, se levantó y echó a andar hacia la casa. No era más que un príncipe leal al rey que se sentaba en el Trono de Horus en Het-Uart. El poder de los antiguos reyes había disminuido. Egipto estaba dividido en dos. Los príncipes habían luchado contra los nobles. Los ejércitos privados hicieron estragos en el país, y el último dios verdadero, débil ya e incapaz de resistir, cedió su autoridad a extranjeros que durante muchos años invadieron Egipto desde Occidente y que gradualmente fueron apropiándose de un país sumido en el caos. Los setiu gobernaban Egipto por entonces. Así era la época en que Seqenenra nació, y en la que moriría.

Se encontraba tan absorto en sus pensamientos que a punto estuvo de tropezar con su criado, que lo esperaba en la creciente penumbra del corredor. No sin esfuerzo, Seqenenra volvió su atención al presente.

—¿Khian tiene todo lo que necesita? —preguntó. Uni asintió con la cabeza—. Me alegro. Encárgate de que se enciendan las antorchas, Uni. Hoy parece haber oscurecido más temprano.

Se encaminó sin prisa a sus aposentos, diciéndose que no le apetecían los manjares cuyo aroma se extendía por la casa, ni los juegos de palabras que una vez más se vería obligado a componer para su rey.

El banquete se celebró en un ambiente de tensa alegría. Tanto la familia como los huéspedes fueron ungidos con aceites perfumados y rodeados de guirnaldas de flores silvestres delicadas y frescas. El arpista de Seqenenra tocó su instrumento y luego Tani abandonó el lugar que ocupaba junto a su abuela y bailó, meciéndose entre la multitud con toda la gracia de sus trece años.

Aparte de Khian, se hallaban presentes un comerciante de Weset, inspector de los rebaños de Seqenenra, que acababa de llegar, antes de lo previsto, de las tierras del Delta en las que se permitía que pastase el ganado del príncipe, y también varios sacerdotes del templo de Amón, cuyas cabezas afeitadas brillaban a la luz de las antorchas. Tetisheri, majestuosa y encantadora, ataviada con una túnica blanca ceñida y coi el pelo canoso oculto bajo una peluca negra terminada en una corona de hojas doradas, intercambió unos distantes saludos con el representante de Apepa, respondió con amabilidad al mensaje que le enviaba el rey y luego se refugió en su comida y en la conversación que mantenía con su criado Mersu.

Cuando la noche refrescó, se encendieron los braseros. El comerciante, borracho y agradecido, hizo una reverencia y emprendió el regreso a su casa. Los sacerdotes se retiraron. Mirando a su alrededor desde el estrado inferior donde se encontraba, Seqenenra contempló el salón vaciarse y comprendió que ya no podía postergar el momento de aceptar la carta. Los sirvientes acabaron de retirar los restos de la comida y se marcharon. Khian estaba jugueteando disimuladamente con la pulsera que cubría su fina muñeca; la familia miraba a Seqenenra con expectación. Este hizo una seña a Ipi, su escriba, que en el acto se acercó a Khian y tomó el rollo en sus manos. Por invitación de Seqenenra, rompió el sello y empezó a leer en voz alta.

—Un mensaje de Awoserra Aqenenra Apepa, señor de los Dos Reinos, amado de Set, amado de Ra, el que permite que los corazones vivan, para Seqenenra Tao, príncipe de Weset. ¡Salud! Me desplace tener que dar esta orden a mi amigo Seqenenra, pero el pantano de los hipopótamos que se encuentra en Weset debe desaparecer. El ruido de los bramidos que los animales profieren día y noche molesta mis regios oídos y me impide dormir. Vida, salud y prosperidad para ti y tu familia. Que Sutekh el Magnífico te sonría y que Horón te conceda buena suerte. Espero que tu respuesta será favorable.

El papiro volvió a enrollarse con un susurro seco. Sin pronunciar palabra alguna, Seqenenra extendió una mano e Ipi se lo tendió enseguida, como si le quemara en los dedos.

—Estoy seguro de que debes de estar cansado, Khian —dijo Seqenenra con tranquilidad—. Puedes retirarte a tu lecho.

Con evidentes muestras de alivio, el heraldo hizo una reverencia.

—Gracias, príncipe —contestó—. Considerando que tendré la corriente del río en contra, debo partir a primera hora si quiero regresar enseguida a Het-Uart. Agradezco tu benevolencia.

Con una inclinación de cabeza saludó al resto de la familia y salió.

Durante largo rato todos permanecieron inmóviles. La luz de las lámparas había disminuido y las sombras penetraban en la sala abierta y se insinuaban en el suelo. Los braseros chisporroteaban y el fuego se iba extinguiendo. Entonces Tani habló con voz temblorosa.

—¿Verdad que no matarás a los hipopótamos, padre? —suplicó—. ¡Estoy segura de que el rey no hablaba en serio! Sin ellos, los pantanos serían como desiertos.

—No hay ninguna necesidad de hablar extensamente sobre este tema —dijo Tetisheri con aire decidido—. Apepa está loco, y a lo mejor ya ha olvidado que dictó esta insensatez. Arroja el papiro al brasero más cercano y vayámonos a dormir.

Seqenenra colocó el papiro con mucho cuidado junto a los pétalos de flores secas que cubrían su mesilla y lo miró con expresión pensativa.

—No está loco —aseguró—. Si se hubiera puesto bajo la protección especial de los dioses, todo el país lo sabría, pero este no es el caso. No. —De repente sintió una pesadez, como si en lugar de carne de ganso hubiera comido piedras—. Este no es más que otro intento de intrigarnos y asustarnos, para empujarnos hacia algo o alejarnos de algo, y no sé qué es.

—Tal vez sólo quiera recordarnos que tiene autoridad sobre nosotros y al mismo tiempo humillar a Weset —opinó Kamose—. Conoce nuestro linaje. Nos encontramos lejos de Hert-Uart, nos separan más de cinco mil estadios. ¿Se despertará tal vez durante la noche preguntándose si estaremos tramando algo aquí, tan lejos de su alcance? No son los gritos de los hipopótamos lo que le asusta.

—Pero nos une un tratado legal —dijo Aahotep—. Le pagamos tributo. Durante generaciones hemos sido súbditos leales. El padre de Apepa no atormentó así al tuyo, Seqenenra. Nosotros no conspiramos en su contra, Kamose, nos limitamos a gobernar nuestras cinco provincias y ocuparnos de nuestros propios asuntos.

—Creo que desea que violemos nuestro antiguo convenio mutuo —contestó Seqenenra bajando la voz—. Quiere que le demos una excusa para traer aquí su ejército, enviarnos al destierro o, lo que es peor, instituir un gobernador sin una gota de sangre real en las venas. Entonces podrá dormir tranquilo.

—Pero ¿por qué precisamente ahora? —preguntó Tetisheri—. Recuerdo la terrible plaga que asoló Het-Uart hace cuarenta años, cuando Sekerher, el abuelo de Apepa, ocupaba el Trono de Horus. Los ciudadanos morían por centenares. Los cadáveres eran arrojados en fosos abiertos en la misma ciudad. Siendo los setiu en aquel momento más vulnerables, nosotros, los del sur, no aprovechamos la oportunidad para rebelamos. Entonces, ¿por qué ahora esta sospecha?

Seqenenra se encogió de hombros.

—Sin embargo, cuando la plaga llegó a su fin, Sekerher hizo edificar las enormes defensas del este, que ahora rodean las colinas sobre las cuales se edificó la ciudad —señaló—. Mirando atrás, Apepa ha comprendido que su seguridad había pendido de un hilo, dependía de la buena voluntad del sur. Se ha dado cuenta de un peligro que no se ha materializado aún pero que puede convertirse en una posibilidad a tener en cuenta en el futuro. Admitiendo que Apepa no gobierna aquí activamente, tampoco estamos del todo ausentes de sus especulaciones. No confía en nosotros.

—Het-Uart no es un lugar que valga la pena defender —dijo Aahotep—. Es un amasijo de calles inmundas y sin arbolar cuya suciedad es alimento de las ratas. No comprendo por qué los setiu elegirían vivir en esta miseria, teniendo a su disposición el Delta entero.

—¡Por supuesto que puedes comprenderlo! —dijo Tetisheri—. Es porque no son egipcios, son extranjeros que viven ajenos a Ra. ¡Het-Uart! —resopló—. ¡La Casa de la Pierna! Era un pueblo realmente encantador antes de que los setiu lo descubrieran. ¡Qué imagen tan bella me trae ahora ese nombre!

—Nosotros no planeamos una rebelión —objetó Kamose con tranquilidad—. Nuestra madre tiene razón. No conspiramos, por lo que no tiene sentido que sigamos hablando de ello. Como dijo una vez uno de los reyes de Osiris, «en la lengua está el poder y más que la lucha pueden las palabras».

Respóndele con habilidad, padre, y luego podremos volver a atender la siembra y los partos del ganado, que son cosas más importantes.

—¡Esta conversación es ridicula! —exclamó Si-Amón. Miró a Kamose con el entrecejo fruncido—. «Rebelión», «esperanza», son palabras que no deberían tener sentido alguno para nosotros. ¿Quiénes creemos que somos? ¿Qué derecho tenemos a tratar de evitar el cumplimiento de una orden del Uno? Si quiere que los hipopótamos mueran, habrá que matarlos. ¡Cualquier otra cosa sería un sacrilegio!

Kamose se puso de pie.

—¡Esto no tiene ninguna relación con los malditos hipopótamos, y tú lo sabes! —empezó a decir, pero Aahmes-Nefertari tiró del brazo de Si-Amón e intervino.

—Nuestro padre decidirá qué se debe hacer —declaró—. ¿No es cierto, padre? ¿Por qué discutimos tanto cada vez que el Uno nos pide algo? Estoy cansada y quiero acostarme.

Seqenenra le dirigió una leve sonrisa. «Aahmes-Nefertari, la pacificadora», pensó. En voz alta dijo:

—Sí, yo decidiré lo que haremos. A menos que tengas algo más que decir, Si-Amón, vosotros dos os podéis retirar. Conozco tus sentimientos respecto a este asunto y no tomo tu opinión a la ligera. Eres mi heredero. No obstante, Kamose tiene razón. No aplacaremos al rey sacrificando algunos animales. Si puedo salvarlos, lo haré.

Si-Amón volvió el rostro terso y atezado hacia su padre.

—No soy tonto —replicó con vehemencia—. Lo entiendo muy bien. Pero Apepa es rey y dios. Apepa todo lo sabe y es todopoderoso. Le debemos lealtad y obediencia. —Dudó un momento y apartó la mano de Aahmes-Nefertari—. En caso contrario —terminó diciendo con franqueza—, nos destruirá.

Se levantó, y después de hacer una reverencia a su abuela y a Seqenenra, rodeó con el brazo los hombros de su esposa y ambos abandonaron el salón.

Hubo un momento de silencio. Seqenenra fue quien lo rompió. Acercándose al brasero más cercano, arrojó el papiro a los carbones encendidos.

—Tani no tendrá motivos para llorar —dijo sin alterarse—. Mañana dictaré una carta que será una prueba más de mi habilidad como escritor y aquí terminará el asunto.

—Bien. —Tetisheri se puso de pie y se dirigió hacia la puerta—. Ninguno de vosotros debe molestarme antes del mediodía. Vamos, Kamose. Podrás leerme mientras me duermo.

Kamose se puso de pie, deseó buenas noches a sus padres y ambos se diluyeron en las sombras.

—Quédate esta noche conmigo, hermana —dijo Seqenenra con ternura—. Estoy inquieto.

Aahotep se le acercó, lo rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en el pecho desnudo de su marido.

—No era necesario que me lo pidieras —murmuró—. ¡Qué extenuante es entretener a los representantes del Uno cuando sabemos que lo único que hacen es causarnos problemas! Tienes la sabiduría de Tot en el corazón, esposo mío. Redactarás una buena carta.

Seqenenra le alzó la barbilla y rodeó el rostro moreno y cálido con una de sus grandes manos, mientras pensaba en lo típicamente egipcias que eran las facciones de su esposa: la boca generosa, la nariz recta y los ojos oscuros. Un año menor que él, Aahotep mantenía su aspecto juvenil y su vitalidad a pesar de las pequeñas arrugas que cruzaban sus sienes. Descendía de una estirpe robusta. Su familia pertenecía a la antigua nobleza menor que gobernaba Khemennu, la ciudad de Tot, y cuyas raíces se hundían en la mejor tierra de Egipto. «Aahotep también vivirá largos años», se dijo Seqenenra. Bajo la sensualidad de su carne guardaba la resistencia del bronce, aquel metal desconocido que los setiu habían introducido en Egipto. Ningún lujo lograría corromperla. Aunque toda la riqueza de un reino fuese suya, ella conservaría su integridad.

Y mientras su boca buscaba la de ella, pensó Seqenenra cuán radiante estaría si se tocara con una peluca de doradas trenzas, con una corona de plumas de buitre, como Mut, en oro y lapislázuli, y los pechos cubiertos con jaspe y oro. «No son mis pensamientos ni sabios ni sensatos —se dijo—. La esposa principal de Apepa es quien lleva la corona de reina». Lo invadió una desolación tan grande que lanzó un quejido y refugió el rostro entre los cabellos sueltos de su esposa.

Durmió mal y se levantó poco antes del amanecer; realizó con esmero sus abluciones antes de ordenar que dispusieran una litera que lo condujera al templo para los ritos matinales. Lo llevaron por el sendero que bordeaba el río, y Seqenenra dejó abiertas las cortinas para disfrutar del aroma del aire matinal, ligeramente húmedo y cargado del olor de la tierra y de los tiernos brotes primaverales. El río, oscuro y tranquilo, fluía en silencio. Algunas aves y otros pequeños animales que no se alcanzaban a ver hacían temblar las cañas. La luz era pálida y nítida, pero después que los porteadores de la litera se hubieron alejado del río para pasar junto a los escalones del embarcadero del templo, el sol ya se encontraba sobre el horizonte y lanzaba un trémulo resplandor dorado; cuando Seqenenra se apeó y empezó a caminar hacia el pilón, sintió ya su calidez en el rostro.

El patio exterior estaba en silencio. Un par de bailarines vestidos con ropas blancas conversaban en voz baja; hicieron una pausa y se volvieron para inclinarse ante él. Seqenenra les sonrió y se adentró en la penumbra del patio interior. El sumo sacerdote y un acólito se acercaron a darle la bienvenida bajo los rayos de la luz renovada que entraba por las ventanas de la galería. Seqenenra se sentó para que el acólito le quitara las sandalias y le lavara los pies. Luego el príncipe y el sacerdote se dirigieron a la puerta del santuario. Detrás de ellos llegaba un rumor de pasos y murmullos que se mezclaban con los sones del sistro; los cantores se preparaban para dar la bienvenida al dios en un nuevo día. Seqenenra se arrodilló ante la puerta, se prosternó y tras levantarse, rompió el sello de arcilla. El sumo sacerdote retiró la cuerda y abrió la puerta. De inmediato el coro comenzó a cantar. El sistro marcaba en sus manos el ritmo de las palabras de alabanza.

Seqenenra y el sacerdote entraron en el santuario, que se hallaba a oscuras y mal ventilado. Las lámparas que habían dejado encendidas junto a la gran figura dorada de Amón estaban casi apagadas. El sacerdote las volvió a llenar de aceite, cargó los altos incensarios de cobre que había a cada lado de la figura del dios y retiró las flores marchitas y la comida rancia de la noche anterior. En el exterior, cerca de las puertas, los sacerdotes ponían con reverencia en el suelo comida fresca, vino y flores, junto con telas limpias. Los cantos cesaron. Comenzó la música de címbalos y de tambores y Seqenenra escuchó el arrastrar de los pies de los bailarines que tomaron el relevo a los cantores, balanceándose e inclinándose para deleitar a Amón mientras se llevaban a cabo sus abluciones matinales.

Seqenenra comenzó su parte del ritual. Tomó de manos del sumo sacerdote la tela de lino, que era muy fina, casi transparente y muy almidonada, la comida y el agua perfumada para el lavatorio, y sus manos se movieron con suavidad sobre los imponentes miembros dorados del dios, mientras su voz, al recitar las oraciones, se prolongaba más allá del pequeño santuario. Aquel era su dios, el protector de su familia y de su ciudad, el que en otra época elevó a sus antepasados al poder supremo de Egipto. Por todo ello era merecedor del mayor de los respetos.

Una vez que Amón estuvo lavado y vestido con ropa limpia y se le hubo ofrecido comida y vino, los bailarines se retiraron. La puerta se cerró. Seqenenra permaneció en silencio contemplando el rostro benigno y sonriente del dios y sus largas plumas de oro, mientras el sumo sacerdote recitaba las oraciones del día.

—¡Oh, poder que sacaste las aguas del caos, insufla vida en tu hijo Seqenenra! ¡Oh, poder cuyos ojos trajeron luz a la tierra, trae entendimiento a tu hijo Seqenenra! ¡Oh, Ganso Divino de cuyo poderoso Huevo todas las cosas fueron creadas, derrama abundancia sobre la ciudad de Weset!…

Seqenenra escuchaba con el corazón encogido. «¿Qué carta dictaré para Apepa, mi señor Amón? —pensó con tristeza—. ¿Hacia qué oscuro fin nos dirigimos? ¿Ya no te importa que tu divinidad esté envuelta en el misterio, que no brille triunfante sobre todo Egipto?».

El sumo sacerdote terminó las oraciones preceptivas y luego hubo una pausa. Seqenenra cerró los ojos e inhaló el humo dulce y acre que pendía en el aire inmóvil. Había llegado la hora de las admoniciones, cuando el sacerdote le recordaba al dios sus deberes hacia la ciudad y las provincias, las promesas todavía no cumplidas y quizás olvidadas; a menudo las palabras iban dirigidas al príncipe mismo, aunque formuladas en forma de advertencias al dios. Aquella mañana, Amonmose habló de fertilidad para la tierra y protección contra las enfermedades, y de la necesidad de mejores ofrendas para mantener el templo y a su personal. Seqenenra sonrió; tendría que recordarle a su amigo que las necesidades debían esperar circunstancias más propicias.

Luego el sumo sacerdote entonó:

—Defiende tu causa, poderoso Amón, contra los falsos dioses de los setiu de Egipto. Pon bozal a los perros de Su-tekh, ciega a los bailarines de Anath, enmudece a los cantores de Baal…

Seqenenra se sobresaltó. El corazón le latía con fuerza. Siguiendo un impulso, se arrodilló y poniendo una mejilla sobre las resplandecientes piernas de Amón, comenzó a reír. El sumo sacerdote interrumpió sus plegarias. Sin parar de reír, Seqenenra se levantó y le hizo señas de que continuara. «¡Por supuesto! —pensó mientras trataba de contener la risa—. Muy agradecido, Gran Señor. Pon el bozal a los perros de Su-tekh. Eso irá muy bien. Muy bien…».

Más tarde, cuando las puertas se cerraron tras ellos, cuando el acólito terminó de atar las sandalias a Seqenenra, y él y Amonmose caminaban por el patio exterior, el sumo sacerdote dijo:

—Las ofrendas no son un asunto de risa, señor. Sin duda, el templo es pequeño y mi personal no muy numeroso, y comprendo que el oro se nos entrega a cambio de los impuestos a los trabajadores y de otros favores no especificados en nuestro acuerdo con el Uno, pero reírse de las necesidades del dios es casi una blasfemia.

Seqenenra lo cogió por el hombro y lo obligó a detenerse. Permanecieron mirándose un instante con los ojos entornados bajo un sol cegador. En aquel momento había mayor actividad en el patio exterior. Los sacerdotes we’eb iban y venían entre los altos pilones, recibiendo las ofrendas y peticiones de la gente del pueblo. Algunos nobles llevaban a cabo el obligado rito de la purificación antes de poder acceder al patio interior, y las mujeres del templo, que conversaban unas con otras o rezaban o simplemente permanecían sentadas comadreando a la sombra del muro, no les hacían ningún caso. Los escoltas de Seqenenra, sentados junto a la litera, con las lanzas a un lado, sobre la arena, jugaban a la taba.

—No me reprendas por ello, amigo —suplicó el príncipe—. ¿Acaso no mantengo la casa de mi Padre, no me ocupo de que el santuario de Montu sea agradable a sus ojos? ¿No ha sido amorosamente reparada la habitación de Mut con dinero de mi propia tesorería? ¿Qué otro gobernador de esta infausta tierra enferma se interesa tanto como yo por los lugares sagrados?

Pero no pretendía decirle todo aquello; únicamente quería recordarle que él, Seqenenra, era quien lo había nombrado sacerdote y que, por lo tanto, confiaba en su indulgencia. Pero lo había asaltado un dolor amargo antes de pronunciar las primeras palabras, y el enfado pasó con sorprendente facilidad del pecho a la boca. Amonmose palideció, bajó la mirada y comenzó a disculparse. Seqenenra se maldijo interiormente.

—Perdóname —suplicó—. No estoy irritado contigo; he reído en el santuario porque mi padre acababa de responder a mi oración, nada más.

Amonmose se llevó la mano izquierda a la piel de leopardo que le cubría el hombro derecho. Era la señal de reverencia de un súbdito ante su rey.

—Sin embargo, tienes razón, príncipe —dijo—. He sido presuntuoso.

—Sé que tú también tienes preocupaciones —Seqenenra suspiró—. He recibido otra orden insensata del Uno. No logro adivinar qué dirección llevan sus extrañas misivas. Tal vez debería consultar al oráculo de Amón.

—Tal vez —Amonmose vaciló—. ¿Puedo darte un consejo, príncipe?

Seqenenra lo miró con rostro inexpresivo.

—Por supuesto.

—Ten cuidado con aquellos cuyos oídos están abiertos a tu alrededor cuando hablas del Uno y de sus divinas órdenes. Me hablaste de blasfemia. A veces tus opiniones pueden ser tomadas por egipcios leales como blasfemias contra el señor de los Dos Reinos. Estás cambiando, Seqenenra Tao. —Sonrió levemente—. Tu antiguo bienestar ha desaparecido. Ya no eres gobernador de Weset y príncipe de Egipto.

Seqenenra notó sequedad en la garganta.

—¿Qué es lo que sabes que yo ignoro? —susurró—. Mis sirvientes son hijos de los sirvientes de mi padre, leales a mi nombre y a mi autoridad.

Amonmose alzó una mano y negó con la cabeza.

—Nada sé. Te lo juro sobre las veneradas plumas del dios. Simplemente te ruego que seas cauteloso. Tu padre fue un gobernador honrado bajo la autoridad del Uno y no dio a sus sirvientes oportunidad para dudar de su más profunda lealtad. Sería poco sabio que atemorizaras a alguno de los tuyos.

Seqenenra lo miró fijamente.

—Entonces, ¿soy un perfecto ingenuo? —murmuró, casi como hablando para sí mismo—. ¿Tan torpe soy? Pensaré en tu consejo.

Amonmose hizo una reverencia y se alejó.

Seqenenra se dirigió a la litera y, después de correr las cortinas, se recostó en los cojines. «Estás cambiando, Seqenenra Tao. Ya no eres gobernador de Weset ni príncipe de Egipto… No es así, no es así —pensó con vehemencia—. Estoy satisfecho de que haya paz. La inquietud que a veces me asalta es sólo la sangre de mis antepasados luchadores que me exige liberación. Esto es algo que se cura con el tiempo».

Después del desayuno recibió en el despacho a su inspector de tierras y a su tesorero y solucionó con rapidez sus problemas antes de mandar llamar a Ipi. El escriba llegó, hizo una reverencia y se instaló a los pies de Seqenenra, poniéndose la escribanía sobre las rodillas. Verificó la limpieza de sus pinceles y sacudió el frasco de tinta. Luego esperó. En silencio, Seqenenra sopesó las palabras que debían formar parte de frases llenas de la justa adoración.

Fuera, más allá de la galería, vio pasar a Ahmose corriendo, descalzo y sin pintar, como era su costumbre, seguido más despacio por Si-Amón y Kamose, que sin duda se dirigían con sus armas al campo de entrenamiento. Apareció un sirviente, cargado con cojines que distribuyó cerca del estanque bajo la sombra espesa de la higuera y luego vio a Tetisheri caminar con paso delicado, mientras Isis sostenía una sombrilla sobre su cabeza. Tetisheri se sentó en el suelo y dio unas palmadas; Mersu se arrodilló a su lado dejando caer varios papiros. Seqenenra no pudo menos que sonreír. Su madre sabía perfectamente lo que él estaba haciendo y esperaría hasta oír lo que había dictado.

—Uni —dijo en dirección al corredor—. Trae cerveza.

El criado se fue a cumplir la orden. Seqenenra hizo una señal con la cabeza.

—Estoy listo.

—Que Tot guíe mi mano y tus pensamientos —contestó Ipi.

—Muy bien. Comienza con los saludos habituales: «Para Awoserra Aqenenra Apepa, amado de Set, amado de Ra, señor de los Dos Reinos, de su gobernador y sirviente Seqenenra, salud». Luego continúa: «Mi angustia fue grande al oír las palabras de tu carta. No puede ser, me dije, que el descanso de mi divino señor se vea molestado por las voces de los hipopótamos que habitan en los pantanos de su leal ciudad».

Hizo una pausa, pues Uni acababa de regresar y ponía una copa y una pequeña jarra en la mesa, junto a su señor. El criado probó la cerveza y luego le ofreció la copa. Seqenenra bebió un gran sorbo. Uni volvió a ocupar su lugar detrás de su amo.

—Léeme lo que has escrito —ordenó Seqenenra. El escriba así lo hizo. Seqenenra continuó dictando con un temblor risueño en la voz:

—«Por lo tanto, he ordenado a mis guarnicioneros que inventen y fabriquen bozales para esos ruidosos animales. Así el sueño de mi señor será profundo y no sufrirá interrupciones. Que el nombre de mi señor viva eternamente. ¡Vida, salud, prosperidad! Dado en este día veinte del mes de Tybi, en la estación de Peret, por la mano de mi escriba Ipi».

Observó la negra escritura secarse rápidamente sobre el papiro.

—Séllalo y entrégaselo a Men. Está listo para partir hacia el Delta. Haz una copia para el archivo.

Ipi cerró la tapa de la caja de los pinceles, introdujo el papiro dentro de su shenti y se retiró retrocediendo respetuosamente.

Seqenenra se desperezó, se sirvió un poco más de cerveza y se volvió hacia Uni. Tenía la sensación de que la expectación que pesaba sobre sus hombros la noche anterior acababa de desaparecer.

—¿Qué te parece mi solución? —preguntó.

—El Uno lo considerará una broma a sus expensas —advirtió Uni—. Se enfurecerá.

—¡Oh, no lo creo! —exclamó Seqenenra—. Los setiu sólo ríen cuando se cae un burro o cuando las viejas tropiezan en la calle. Por la noche, nuestro rey se dormirá viendo los hocicos de cada uno de mis hipopótamos sujetos por un bozal.

Uni se aclaró la garganta.

—No lo creo, príncipe. Interpretará que has sido irrespetuoso.

—Pero no es mi intención faltarle al respeto —contestó Seqenenra con vehemencia—. He tratado de contestar a su carta en el mismo tono de la que él me dirigió a mí.

—¿Y qué tono fue ese, príncipe?

Seqenenra suspiró.

—Uni, tú eres un criado eficaz y valioso. A veces hasta compartes mis secretos. Pero no seas impertinente.

Uni se inclinó con cierta rigidez. Seqenenra cogió la cerveza y salió al jardín. Al verlo acercarse, Tetisheri hizo un ademán y Mersu dejó de leer en voz alta. Tetisheri le hizo señas de que se retirara. El hombre recogió los papiros y se alejó. Seqenenra se sentó delante de su madre. Ella le pasó un dedo teñido de alheña por la mejilla.

—Bueno, príncipe… —lo apremió suavemente—. ¿Qué contestaste al sirviente de Sutekh?

La mirada de Seqenenra se detuvo en los ojos pintados de su madre. Tenía los huesos de la cara tan delicados y bellos como los de una gacela. A sus sesenta años, su piel era de color terroso. Tenía el pelo blanco, y azules y nudosas las venas de las manos, pero la voz y los movimientos todavía recordaban a la grácil jovencita que había sido.

—Le dije que pondría bozales a los hipopótamos —contestó el hijo—. Creo que Uni quedó horrorizado ante mi presunción.

Tetisheri lanzó una carcajada.

—Uni parece una vieja —comentó—. Bueno, gracias a los dioses este asunto está resuelto. Has encontrado una solución brillante, como siempre. Hoy, Aahotep y yo dedicaremos el día a visitar a una amiga. ¿Y tú, qué harás?

Más allá de la cabeza de su madre, por encima de las copas de los árboles, Seqenenra contempló la muda invitación del viejo palacio requemado por el sol. «No —pensó decididamente—. Hoy no».

—Tani y yo iremos en barca a los pantanos —contestó—, y les diremos a los hijos de Set lo afortunados que son.

El príncipe y su hija, acompañados por varios guardias que caminaban junto a las literas, y con Behek y otros perros detrás a la carrera, recorrieron la corta distancia que los separaba de la orilla de los pantanos. Una vez allí, subieron a una barca, y Tani puso a Behek a su lado dejando al resto de los perros al cuidado de los soldados. Navegaron entre los susurrantes papiros de los marjales y los lechos de lotos fragantes que seguían la pequeña estela de la barca. Los peces se escabullían antes de que Tani pudiese tocarlos. Las ranas saltaban como si desertaran de repente de las cañas y se lanzaban al agua pálida y fría. Una nube de libélulas azules se posó brevemente en la túnica blanca de Tani, que lanzó un chillido de alegría. Las garcetas se alzaban junto a ellos con un revoloteo de alas blancas y ascendían rumbo al sol. Al poco rato, Tani estaba empapada.

Seqeaeani la observaba con satisfacción. Finalmente, la jovencita se tranquilizó y, protegidos por la vegetación palustre, pudieron observar a los hipopótamos. Aquel día sólo vieran tres; movían perezosamente las orejas, con el agua hasta el lomo u los ojos entornados. Uno bostezó, exhibiendo una garganta cavernosa, el agua le resbalaba de las fosas nasales y los dientes festoneados de hierbas marchitas.

—Los quiero mucho —susurró Tani—. A pesar de que Estoy segura de que si el Uno los viera así, no querría matarlos.

—Los ha visto —le recordó Seqenenra—. Pero tal vez tú fueras demasiado pequeña para acordarte. —Mientras habla no dejaba de vigilar con atención a los animales. Eran voluminosos, de movimientos lentos, pero también podían llegar a ser peligrosos—. Entonces sólo tenías seis años. El Uno había ascendido al Trono de Horus en Het-Uart y quería visitar a todos sus gobernadores. Vino y se quedó unos días con nosotros, o mejor dicho, se quedó en la barca real amarrada al embarcadero. Mientras estuvo aquí, celebramos grandes fiestas.

Uno de los hipopótamos se hundió hasta que sólo se le vieron las ventanas de la nariz y los pequeños ojos, luego se dirigió a la orilla. Seqenenra hizo una señal a los sirvientes y la barca viró para emprender el regreso, deslizándose de nuevo entre los papiros.

—Creo que lo recuerdo —dijo Tani con aire dubitativo—. ¿Llevaba barba?

—Sí. Una pequeña barba. Creo que no la conservó mucho tiempo.

—¡Ay, padre! ¡Mira arriba! ¡Un halcón! —Seqenenra siguió con la mirada la dirección en que apuntaba el dedo de su hija. «Se afeitó la barba, pero no pudo disimular sus ojos, que están demasiado juntos, ni la torpeza con que sujetaba el cayado y el mayal», pensó.

—¡Vamos Behek! —apremió Tani al perro—. ¡Salta y nada! ¡Llámalo, Hor-Aha!

Seqenenra hizo a un lado sus pensamientos mezquinos y se entregó a los placeres de la tarde.

Kamose vio la tierra seca del campo de entrenamiento a sólo unos dedos de su nariz. Encogió levemente los hombros para poner a prueba la fuerza con que Si-Amón le asía el cuello y sintió que el codo de su hermano le apretaba la garganta. Con la mano libre, Si-Amón aferró las muñecas de Kamose y las sostuvo a su espalda. Ambos jóvenes sudaban copiosamente y respiraban con fuerza. El aliento acre de Si-Amón soplaba en la oreja de su hermano.

—Tienes que tumbarme al suelo —dijo Kamose a duras penas—. Tengo los pies firmes.

«Si consigo hacerle perder el equilibrio podré hacerlo caer», pensó. Si-Amón estaba inclinado sobre la espalda sudorosa de Kamose. Éste simuló un momentáneo aflojamiento y sintió que su hermano se movía de forma casi imperceptible para aferrarlo mejor, y en ese instante en que el equilibrio de Si-Amón vaciló, Kamose abrió las piernas y se inclinó hacia delante. Con un grito, Si-Amón cayó a tierra. Veloz como el rayo, Kamose se puso encima de él, clavándole la rodilla en el pecho para que su hermano no lo derribara hacia delante.

—Ultimo asalto —jadeó levantándose con una sonrisa para tender enseguida la mano a su hermano—. No puedo creer que esta vez te haya ganado.

Si-Amón se levantó y ambos se abrazaron.

—Disfruta todo lo que puedas de tu victoria —dijo Si-Amón en son de broma—. Porque no se repetirá. Ganaste porque hoy no estoy en buena forma. Anoche bebí demasiado vino.

—¡Tonterías! —Kamose se dirigió al lugar donde habían dejado los shentis sobre la tierra caliente—. Al final lograré ser mejor luchador que tú, Si-Amón. Dedico mucho más tiempo que tú al entrenamiento. Te estás volviendo perezoso.

Le arrojó a Si-Amón su shenti y se ciñó el suyo en la cintura.

—Tienes razón —convino Si-Amón, de buen humor—. Me gusta mantenerme en forma, pero no me interesa la perfección física del soldado. Y tampoco sé para qué me tendría que molestar tanto.

Señaló con una mano hacia el otro extremo del campo de entrenamiento, donde maniobraba un numeroso grupo de soldados, con las espadas resplandeciendo al sol y los cuerpos musculosos y bronceados cubiertos de aceite. Las agudas voces de mando del oficial llegaron a oídos de los hermanos mientras veían evolucionar a los soldados en formación.

—Nos resultan un juguete caro —continuó diciendo Si-Amón mientras se enjugaba la frente con el shenti antes de ponérselo—. Estoy de acuerdo en que los guardias son necesarios y que conviene dejar algunos más de refuerzo cuando estamos de viaje, y un pequeño contingente para las provincias si hay problemas, pero con el ejército del rey a nuestra disposición, nuestro padre podría enviar a su casa a sus quinientos soldados. Tener que mantenerlos vuelve loco a Uni.

—Tal vez algún día sean necesarios —contestó Kamose mientras levantaba sus sandalias y les sacudía la arena.

Si-Amón reaccionó a las palabras de su hermano con una fuerza que traicionaba su secreta preocupación.

—¿Para qué? —replicó—. La única necesidad que podría impulsar a nuestro padre a tener un verdadero ejército privado sería la de luchar contra el Uno, y por la forma en que reaccionó ante la carta del rey, sé que tiene ese pensamiento en la mente. Nadie es más consciente que yo de que por nuestras venas corre sangre real, y por eso mismo no comprendo nuestro destierro voluntario en este lugar lúgubre y lejano, cuando podríamos estar sentados junto a Apepa en Het-Uart y disfrutando de sus favores. Nuestro padre es demasiado orgulloso.

—¿Te parece orgullosa la actitud de un príncipe que prefiere gobernar con autoridad la casa de sus antepasados a lamer todos los días las botas del rey en una región de Egipto donde no tiene amigos ni raíces? —preguntó Kamose, irritado—. Ojalá hubiera nacido antes que tú, Si-Amón, porque en ese caso serías libre para ir al norte y adular al rey, mientras yo me preparaba para hacerme cargo de las responsabilidades del príncipe de Weset.

—¡Qué poco sentido del humor tienes! —se burló Si-Amón con benevolencia—. ¡Qué serio eres! ¿Nunca te diviertes, Kamose, ni haces el amor con algunas sirvientas, ni te emborrachas en tu barca, a medianoche, en medio del río? ¡Eres siempre tan solemne…!

Kamose se contuvo de contestarle con acritud.

—Tomo la vida con un poco más de seriedad que tú, Si-Amón, eso es todo —contestó con tranquilidad mientras se encaminaba a la puerta del muro que conducía a la parte trasera del campo de entrenamiento. Si-Amón se apresuró para no quedarse atrás.

—Te pido disculpas —dijo—. Si fuéramos parecidos en otras cosas, aparte de nuestro físico, nuestra vida sería más sencilla. Y, sin embargo, te quiero.

Kamose sonrió.

—Yo también te quiero.

—De todos modos —dijo Si-Amón, que siempre quería decir la última palabra—. Si a nuestro padre alguna vez se le metiera en la cabeza cometer traición contra Ma’at y marchar contra el rey, yo no lo seguiría. Esto me preocupa.

—A mí también —admitió Kamose—, pero no por nuestra lealtad hacia el rey. Me preocupa la disolución de la familia y la destrucción de la vida que llevamos aquí, en Weset Pero es inútil que sudemos más de lo que ya hemos sudado, y todo por discutir acerca de una nube de humo. Te propongo que nos bañemos. Quiero que me unten el cuerpo con aceite antes de que los músculos se me endurezcan y me empiecen a doler. De todos modos —y en aquel momento dirigió a Si-Amón una de sus radiantes y poco frecuentes sonrisas—, Apepa no es Ma’at en Egipto. Nuestro padre sí.

Ante tales razones, Si-Amón no supo qué responder. Cruzaron el portalón y el patio, atravesaron rápidamente bajo la sombra de los graneros y se encaminaron juntos a la casa de baños.

La carta de Seqenenra no recibió respuesta alguna del rey. Men regresó del Delta varias semanas después e informó de que no había sido recibido por Apepa. Había entregado el papiro a Itju, el jefe de los escribas del rey, y al día siguiente se le informó de que podía marchar. Fue a ver los rebaños de su amo, que engordaban en las praderas regadas por el abundante Nilo que se abría a través del Delta en dirección al Gran Verde; podría asegurar a Amonmose que el ganado de Amón se encontraba en un estado excelente. Había contemplado a los aurigas del rey que hacían maniobras en las afueras de Het-Uart. Al regresar pasó un día admirando las maravillas de Saqqara, la antigua ciudad de los muertos, e incluso había subido a una de las pirámides más bajas, como uno de tantos viajeros.

Seqenenra le hizo pocas preguntas. Durante los días siguientes su ansiedad fue desapareciendo y por fin se borró al ver que la barca real recorría el río en dirección a Kush, o desde Kush al Delta, y que cada vez pasaba por Weset con los remos en movimiento y las banderas al viento. La delirante exigencia de Apepa y la respuesta igualmente irracional de Seqenenra quedaron relegadas en el fondo de su mente, y casi nunca se acordaba de ellas.