Capítulo 18

Durante toda la tarde y hasta bien entrada la noche, Aahmes-Nefertari permaneció junto a la cama de su marido, cuyo estado no variaba. El físico fue varias veces a retirarle el ungüento y a volvérselo a aplicar y por fin, Aahmes-Nefertari, extenuada, le pidió a Akhtoy que lo cuidara y se fue a dormir. Sólo cuando estuvo plenamente segura de que los príncipes rebeldes estaban en la cárcel y sus hombres confinados en el cuartel, mandó a buscar a sus hijos al templo. Volvieron a su cuarto con una Raa igualmente cansada. Entonces Aahmes-Nefertari permitió que la niñera durmiera y puso a sus hijos al cuidado de Senehat.

Nefer-Sakharu, muy vigilada, fue llevada a prisión. Protestó indignada durante todo el camino, pero cuando Ankhmahor fue al dormitorio de Ahmose a preguntar por su salud, le dijo a Aahmes-Nefertari que habían descubierto un cuchillo oculto en la túnica de la mujer. Nefer-Sakharu insistía en que la despertó el sonido de pasos en el pasillo, frente a su habitación, y que al asomarse a la puerta vio a los Seguidores muertos. Atemorizada, cogió un cuchillo y se alejó corriendo de la casa en dirección al templo, el único lugar seguro al que podía llegar a pie. Su historia era distinta a la que le contó a Amonmose, a quien le dijo que había sido enviada por Aahmes-Nefertari para ayudar a proteger a sus hijos y además, como le señaló Aahmes-Nefertari a Ankhmahor, ningún Seguidor había caído tan cerca de las habitaciones de las mujeres como para haber despertado a nadie.

—¿Te parece posible —le preguntó al príncipe— que su papel en la confabulación fuera dar muerte a Ahmose-Onkh? Si Kamose y Ahmose ya habían muerto, sólo quedaba un varón real. Los conspiradores debían saber que para que su plan tu —ji viera un éxito completo, debían morir todos los varones Tao.

Ankhmahor vaciló.

—Esa es una acusación muy seria, Alteza —le recordó Ankhmahor con prudencia—. No hay ninguna prueba de un plan tan malvado.

—Tenemos a Senehat como testigo del odio de esa mujer —replicó Aahmes-Nefertari—. Y no cabe duda de que mintió respecto a sus movimientos de anoche. No correré más riesgos, Ankhmahor. Debe ser juzgada igual que los príncipes.

—La ejecución de nobles llevará inseguridad al ejército y a los ciudadanos —señaló él—. Esos hombres se dejaron influenciar y estuvieron dispuestos a unirse a la rebelión; temerán correr la misma suerte. Todo es bastante terrible, pero la ejecución de una mujer impactará a Egipto y correréis el riesgo de perder mucho apoyo.

—Entonces, ¿qué alternativa nos queda? —exclamó Aahmes-Nefertari, demasiado cansada para ser diplomática—. Debemos demostrar, con la mayor fuerza posible, que controlamos la situación y que pretendemos seguir controlándola. Si eso implica ser despiadados, lo seremos, y dormiremos mejor por la noche al saber que la semilla de la traición ha sido arrancada, Ankhmahor. —Se puso en pie junto a la cama de su marido, pero no soltó la mano inerte de éste—. Desde que mi padre decidió atacar a Apepa por pura desesperación, hemos luchado contra los tentáculos invisibles de la traición. Con demasiada frecuencia el enemigo ha usado la cara sonriente de un sirviente de confianza, y ahora la de un pariente. Estoy cansada de que nuestra bondad sea premiada con la perfidia, de que nuestro sueño de liberar Egipto sea coartado por hombres que hablan bien pero que llevan la traición en sus corazones. ¿Cómo es posible que sigamos creyendo en la confianza? Mira lo que ésta le ha hecho a Kamose y a mi marido. Si puedes encontrar una solución para no ejecutarlos a todos, estoy dispuesta a escucharla.

—Tienes razón —admitió Ankhmahor a regañadientes—, y sin embargo no se me ocurre ninguna alternativa. Pero, Alteza, ¿no crees que debemos esperar a que Ahmose se recupere para tomar medidas irreversibles? ¿Qué querría Su Alteza que hiciéramos?

Ella le dirigió una extraña sonrisa torcida y volvió a dejarse caer en Ja silla.

—Su Alteza siempre ha defendido la moderación —dijo con voz ronca—. Tú lo sabes mejor que nadie, Ankhmahor. Durante las campañas de Kamose, fue mi marido el que suplicó clemencia, prudencia. La furia de un hombre que ofrece agua a un sediento y es golpeado en la cara por su bondad, será mucho mayor que la de aquel que ignora las necesidades del pordiosero y es atacado. Te prometo que cuando Ahmose abra los ojos querrá venganza, y esa venganza comenzará con el exterminio. Consultaré con mi madre y con mi abuela, pero puedes estar seguro de que compartirán mi deseo de que se ejecute a Intef y a Lasen. Y tal vez también a Mesehti y a Makhu. Ya veremos.

Era evidente que Ankhmahor no tenía respuesta y Aahmes-Nefertari pudo ver la verdad de sus palabras en su expresión. Lanzó un suspiró y preguntó si podía retirarse.

Aahmes-Nefertari durmió bien a pesar de su cansancio, y despertó al amanecer aún cansada. Un baño la refrescó un poco y la comida, algo más. Después de abrir su santuario y de rezar por la recuperación de su marido, fue a visitar a los niños y envió a Senehat a las habitaciones de Ramose, habló con el físico, que no tenía nada nuevo que decirle, y por fin se encaminó a las habitaciones de su abuela. Al verla aproximarse, Uni se puso en pie ante la puerta cerrada y le hizo una reverencia. Ella lo saludó distraída.

—Alteza, por favor, trata de convencer a mi ama de que coma algo —le rogó Uni con el entrecejo fruncido de preocupación—. No ha comido nada desde que el cadáver de Su Majestad fue traído a la casa, pero bebe mucho vino.

—¿Dónde está mi madre? —quiso saber Aahmes-Nefertari, consciente de la preocupación que le producía la necesidad de enfrentarse a Tetisheri.

—Creo que ha ido a la cárcel —contestó—. Deseaba hablar con la señora Nefer-Sakharu.

—Comprendo.

Hace un mes me habría intimidado enfrentarme sola a mi abuela, pensó Aahmes-Nefertari, pero ahora puedo hacerlo. Ahora puedo hacer muchas cosas. Uni le abrió la puerta y entró.

El sagrario de Tetisheri también estaba abierto y las nubes de humo gris que surgían de un incensario llenaban la habitación con una neblina que ahogaba. Cuando avanzó fluyeron tras ella plumas de mirra ardiendo. Isis acababa de arreglar las sábanas de la cama de Tetisheri y ésta estaba sentada junto al lecho, con una taza llena de vino; la jarra medio vacía estaba en una mesa. Una fuente de pan fresco, higos y queso marrón no había sido tocada y estaba en el suelo. La sirvienta parecía sufrir.

—Isis, trae agua caliente y paños. —Le pidió Aahmes-Nefertari—. Tu ama necesita que la laven. Apresúrate.

Isis salió con una mirada de alivio y Aahmes-Nefertari se acercó a la anciana, le quitó la taza de las manos, se acercó a la ventana y arrojó por ella su contenido. Tetisheri no protestó. Observó a su nieta lánguidamente y Aahmes-Nefertari se dio cuenta de que estaba muy borracha. Cogió la fuente que había en el suelo, seleccionó un higo y se lo tendió.

—Come, abuela —insistió—. Debes alimentarte.

Tetisheri parpadeó con lentitud.

—Puedo oler a Meketra —dijo con exagerado cuidado—. Cuando estaba vivo se podía percibir en él el olor de la sedición y ahora siento el olor de su corrupción.

Aahmes-Nefertari le puso el higo en la mano.

—Ahora cerraré tu sagrario —dijo hablando con mucha claridad— y vaciaré el incensario. Métete el higo en la boca, Tetisheri.

—No quiero comida —contestó la anciana frunciendo la nariz como una criatura tozuda—. He estado rezando por Kamose. Pero rezar por Kamose no es tan agradable como rezar con él, ¿verdad?

Aahmes-Nefertari se había acercado al sagrario y cerrado sus puertas doradas. Al volverse vio que las lágrimas corrían por las mejillas de Tetisheri y sintió una punzada de pánico. Esa era la mujer cuya fuerza de voluntad era irrompible. El apoyo de la familia. Si Tetisheri se desmorona, mamá y yo quedaremos a la deriva, pensó. ¡No puedo hacer frente a este problema! Se arrodilló junto a su abuela, le quitó el higo de las manos para tomarlas con las suyas.

—Kamose ha muerto —dijo con énfasis—. En este momento está tendido bajo los cuchillos y los ganchos de los sacerdotes sem. No hay cantidad de vino capaz de devolvérnoslo, Tetisheri. Ninguna oración lo hará entrar por tu puerta. Yo también lo quería y lloro por él, pero Ahmose sigue vivo. ¿No te importa lo que le suceda a él?

—No —contestó Tetisheri con una voz sin inflexiones—. Ahora no, hoy no. Estoy cansada de llevar tanto peso, Aahmes-Nefertari, cansada de mi fuerza. Déjame sola.

—Entonces, ¿ya no te importa el destino de Egipto? —insistió Aahmes-Nefertari—. Ahmose será rey cuando hayan transcurrido los setenta días de duelo por Kamose. ¿A ti no te importa que Egipto todavía tenga un rey?

Tetisheri apartó sus dedos de las manos de Aahmes-Nefertari.

—Sí, me importa —dijo—. Pero ese rey no es Kamose. Debió ser Kamose. Debiste casarte con él, no con su hermano.

Aahmes-Nefertari tuvo que contenerse para no cogerla por los hombros delgados y sacudirla.

—Es necesario tomar decisiones con respecto al destino de los príncipes —dijo con deliberación—. Mamá y yo necesitamos tus consejos, Tetisheri, necesitamos todas tus facultades.

Tetisheri se volvió a mirarla con ojos vidriosos.

—¿Qué hay que decidir? —preguntó arrastrando las palabras—. Matadlos a todos. Enviadlos al Salón de los Juicios y permitid que Sobek les destroce los huesos.

Aahmes-Nefertari se levantó, puso los brazos en jarras y miró a su abuela.

—Te lavarán, beberás un poco de leche y luego dormirás tu borrachera —ordenó—. Te enviaré al físico para asegurarme de que no estás enferma. Todos sufrimos, Tetisheri. Ya deberíamos estar acostumbrados a ello, ¿verdad? Pero yo no puedo. —No quiero ser la mujer fuerte de la familia, tuvo ganas de añadir. Ésa siempre has sido tú. Por favor, vuelve a nosotros, Tetisheri.

En aquel momento Uni abrió la puerta para dejar pasar a Isis y otra sirvienta que llegaban con agua hirviendo y toallas. Aahmes-Nefertari se dirigió al mayordomo.

—Si soy necesaria, estaré en la cárcel —le informó—. Tu ama necesita ser lavada, beber leche y volver a acostarse. No permitas que discuta contigo, Uni. Por lo menos, esta vez. Isis puede ir a buscar al físico. Dejad las ventanas abiertas. Aquí el aire está muy viciado.

Estoy furiosa contigo, Tetisheri, pensó mientras cruzaba la casa, iracunda y herida. Kamose era la única estrella brillante de tu negro firmamento, tan deslumbrante ante tus ojos ancianos y egoístas, que nunca pudiste ver la estrella que había junto a él. ¿Era un amor genuino el que sentías por él, o una avara necesidad de posesión que floreció con la muerte de nuestro padre? Tal vez no sepas amar. Tal vez Kamose simplemente cabía en el molde del rey y en el carácter que tú inventaste en tu mente, cosa que no sucede con Ahmose. Me duele por ti, mi querido marido, y mi alma llora por tu muerte, Kamose, y sin embargo se me niega la indulgencia del dolor. Hay mucho que hacer. Nunca le perdonaré a la abuela este rapto de compasión por ella misma. Nuestras vidas todavía penden de un hilo y romper los sellos de las jarras de vino no nos salvará. Su mente siguió trabajando a toda velocidad, ardiendo en el caos de sus emociones, hasta que llegó a la puerta de la cárcel de Kamose, contestó al aviso de los guardias apostados a ambos lados y, al entrar, vio que Ramose se le acercaba.

Se inclinó ante Aahmes-Nefertari con expresión tensa, y sus primeras palabras fueron de preocupación por Ahmose.

—Sigue inconsciente —le informó Aahmes-Nefertari—. No ha habido ningún cambio. ¿Has venido a ver a tu madre, Ramose?

Él asintió con aspecto de sentirse muy desgraciado.

—Se indigna, acusa y defiende su inocencia —contestó—. Espera que yo la ponga en libertad, como si tuviera más autoridad que Simontu. ¿Qué será de ella, Alteza? ¿La juzgarán?

Antes de responder, Aahmes-Nefertari lo miró con cautela. Era evidente que Ramose estaba muy tenso, pero no tenía ganas de tratarlo con indulgencia.

—Fuiste el amigo más íntimo de Kamose —dijo—. Entre los que se confabularon en su contra estuvo Nefer-Sakharu. Existen pruebas de que había recibido órdenes de matar a mi hijo. ¿Qué harías tú con ella?

—Es mi madre —contestó sintiéndose cada vez más desgraciado—. ¿Cómo voy a contestar a tu pregunta? Los dioses no juzgan con benignidad a los que no honran a sus antepasados. Pero ella ha cometido traición y ha participado en la muerte de mi Señor. —Sus ojos castaños se encontraron con los de ella. Estaban llenos de angustia—. La ejecutaréis, ¿verdad, Aahmes-Nefertari?

Al oírlo llamarla por su nombre le inundaron los recuerdos.

—Lo que sea debe hacerse con rapidez —contestó—. Egipto debe comprobar que nuestra reacción es rápida, definitiva, no podemos vacilar, para que la actitud de los príncipes no se extienda. Y lo que es peor, Apepa puede presentir una debilidad y movilizarse para recuperar el país, sobre todo con Ahmose herido e incapaz de dar órdenes. —Le tocó con suavidad. Tenía la piel caliente y Aahmes-Nefertari sofocó la necesidad de pasarle los dedos por el brazo, de acercarse a él y suplicarle que le diera un apoyo masculino—. Sólo estamos mi madre y yo entre los logros de Kamose y un desastre total. No creo que sea posible salvar a Nefer-Sakharu. —No me lo supliques, Ramose, se dijo para sí. No supliques que una maldad sea tergiversada hasta parecer un acto bueno. No me pidas que tuerza los divinos decretos de Ma’at por fidelidad filial. Por favor, recuerda a Si-Amón.

Ramose sonrió con tristeza.

—Estoy avergonzado —dijo—. De mi padre, de mi madre, y sin embargo los quiero. Soy el hombre más desafortunado en esta época llena de problemas, Alteza. Creo que la paz siempre me será negada.

Volvió a inclinarse ante ella, le dejó paso y Aahmes-Nefertari pudo seguir adelante hasta que llegó a las puertas de madera de la cárcel.

La oficina de Simón tu, situada a la izquierda del pasillo que llevaba a las celdas, era amplia y desnuda. Simontu se levantó del asiento que ocupaba tras el escritorio y la saludó con gran reverencia. Sí, su madre todavía estaba dentro interrogando al príncipe Intef. Ya hacía mucho rato que estaba con él. Le avisaría de que acababa de llegar.

Aahmes-Nefertari ocupó la silla del director de la cárcel y esperó. El edificio estaba en completo silencio y sabía que más de la mitad de las celdas estaban vacías, y se preguntó, no por primera vez, por qué habría decidido Kamose restaurarlo, ¿planearía acaso llenarlo de soldados setiu una vez que hubiera tomado Het-Uart? Sus planes siempre habían sido misteriosos y ahora ya no tendrían respuesta.

Al poco rato llegó su madre. Aahmes-Nefertari se puso respetuosamente en pie y durante unos instantes ambas mujeres se miraron. Luego, Aahmes-Nefertari dijo:

—Tetisheri está borracha y Ramose, angustiado. ¿Qué vamos a hacer?

Aahotep le indicó a su hija que se sentara y ella hizo lo propio en la silla que había ante el escritorio. Llevaba una túnica azul, el color del duelo. Tenía el rostro cuidadosamente maquillado. Una delgada banda de oro con pequeños escarabajos de jaspe le rodeaba la frente, y su sencilla peluca le llegaba a los hombros. El oro brillaba en sus largos dedos.

—Me duele el brazo —comentó—. Me han dado masajes, pero todavía me duele. Se requiere mucha fuerza para hundir un cuchillo en el cuerpo de un hombre. No lo sabía. Sin embargo, es un dolor al que doy la bienvenida. He hecho doblar y guardar en una caja mi túnica manchada. No se trata de orgullo, Aahmes-Nefertari. Servirá para recordarme que no somos invulnerables si alguna vez nos sentimos invencibles. —Aahmes-Nefertari no contestó y Aahotep siguió diciendo—: Estoy aquí desde el amanecer, interrogando a Intef y a Lasen. No creo que tengan idea del peligro en que se encuentran, a pesar de saber que yo maté a Meketra. Creen que, porque somos mujeres y por lo tanto inútiles, no haremos nada hasta que Ahmose se recupere, y confían en que él no sólo los perdonará sino que comprenderá la insatisfacción que les causaba Kamose. Por supuesto que no me lo han dicho tan claramente —terminó diciendo cuando Aahmes-Nefertari se inclinó hacia delante con una protesta en los labios—, pero su actitud conmigo es deferente. No han cambiado mucho desde que Kamose los instó a actuar hace dos años.

—¿Se refirieron a Mesehti y a Makhu?

Aahotep cruzó los brazos y los apoyó en la mesa.

—No. Debemos enviar a alguien a buscarlos a Akhmin y a Djawati, si no han viajado directamente al Delta a prometerle lealtad a Apepa.

—Es posible que hayan vuelto a sus tierras, pues según Senehat discutieron en favor de Kamose —señaló Aahmes-Nefertari—. Si no deseaban participar de la insurrección pero todavía sentían cierta lealtad hacia los otros príncipes, ¿qué alternativa les quedaba sino huir?

—¡Le podrían haber advertido! —explotó Aahotep—. ¡Los muy cobardes!

Hubo otro silencio. Aahmes-Nefertari observó a su madre. Los dedos cubiertos de anillos de Aahotep golpeaban la mesa con un ritmo singular. Respiraba profundamente, sus pechos generosos subían y bajaban bajo la suave túnica azul, tenía el entrecejo fruncido y, de repente, Aahmes-Nefertari la vio bajo una luz distinta. Era como si la categoría en la que la había encasillado sin reflexión, madre, esposa, dueña de la casa, pasara a un segundo plano para revelar facetas mucho más complejas de su personalidad. No cabe duda de que se trata de mi madre, de la esposa de Seqenenra, del árbitro de la casa, reflexionó Aahmes-Nefertari sorprendida, pero incluso cuando ella, Tetisheri y yo nos reuníamos para hablar de las responsabilidades que nos encargaba Kamose, siempre la vi como parte sustancial de la familia, sin existencia fuera de ella. Aahotep, sin esos adornos, tiene entidad propia.

—Madre —se aventuró por fin a decir, algo atemorizada por la revelación—, Ahmose no los perdonaría. Ni los comprendería. Han confundido la conducta pacífica de mi marido con debilidad.

—Lo sé. —Aahotep se echó hacia atrás—. Deben ser tratados con severidad antes de que otros comiencen a suponer que la rebelión no conlleva el castigo. Me dan lástima sus mujeres y sus hijos, pero deben ser ejecutados enseguida.

—¿Y qué haremos con Nefer-Sakharu?

—Es el veneno que cae gota a gota y que contamina todo lo que toca —dijo Aahotep—. ¿Qué mejor que terminar también con su vida? Si la exiliáramos, su lengua seguiría moviéndose. No estaríamos a salvo, estuviera donde estuviese.

—Entonces sugiero que enviemos a Ramose en busca de Mesehti y de Makhu. De esa manera no se verá forzado a ver a su madre finalmente deshonrada ni se sentirá obligado a permanecer junto a ella. Quiero llorar a Kamose —terminó diciendo la muchacha mientras se levantaba—. No puedo hacerlo hasta que todo esté arreglado.

Aahotep también se puso en pie.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo?

—Lo estamos.

—Me alegro. Le diré a Hor-Aha que seleccione a diez arqueros medjay y mañana por la mañana el ejército irá al campo de entrenamiento para ver las ejecuciones. Aahmes-Nefertari… —¿Sí?

Su madre acababa de interrumpirse y se mordía los labios teñidos con alheña.

—Lo que estamos a punto de hacer es algo terrible. Matar a nobles de Egipto. Matar a una mujer. Es como si… —Hizo un gesto hacia los muros anchos y desnudos de la habitación—. Es como si yo también estuviera en prisión, un lugar donde no existen las alternativas.

Aahmes-Nefertari rodeó la mesa y cogió la mano helada de su madre entre las suyas.

—Nosotras no lo empezamos —dijo en voz baja—, pero es nuestro destino terminarlo. Debo ir a acompañar a Ahmose. Ven conmigo y después iremos al templo a rezar. Cuando volvamos, es posible que la abuela esté despierta y haya recuperado la sensatez para ofrecernos sus consejos.

—No puedo imaginar que proponga una alternativa más compasiva —replicó Aahotep—. Los querrá muertos a cualquier precio.

Todavía de la mano, ambas mujeres salieron al sol cegador del mediodía.

Por la tarde se encontraron con Tetisheri. Estaba pálida y débil por la resaca, pero había recuperado la lucidez y se mantenía inflexible en su convicción de que los príncipes debían morir.

—¿Por qué los vamos a perdonar? —dijo con tono tajante—. Mataron a Kamose sin compasión y si no hubiera sido por tu coraje, Aahotep, también habrían dado muerte a Ahmose. Deshaceos de ellos. No son dignos de llamarse egipcios.

—Entonces, ¿estamos completamente seguras? —preguntó Aahmes-Nefertari—. Porque después no debe haber ninguna duda, ningún reproche.

Tetisheri le dirigió una mirada de desprecio desde las sábanas del lecho donde descansaba.

—Yo no reprocho —dijo—. Y en cuanto a ti, mi pequeña guerrera, creo que tus días de reproche ya han terminado. Ahmose se encontrará escaso de jefes militares cuando se recupere. Tal vez deba ofrecerte una división. ¿La División de Hathor? —Aahmes-Nefertari tragó con fuerza el nudo que acababa de formársele en la garganta. £1 tono de su abuela era irónico pero no cabía duda de que sus palabras encerraban un cumplido—. Y ahora, retiraos las dos. Si mañana debo estar con vosotras en el estrado, es necesario que haga desaparecer los últimos efectos del vino.

Una vez fuera de la habitación, Aahotep se volvió hacia su hija.

—Dejaré a Ramose en tus manos —dijo en voz baja—. He de hacer llamar a Hor-Aha. Esto te parecerá cruel, Aahmes-Nefertari, pero espero que Ahmose continúe inconsciente hasta que todo haya terminado. Si abre los ojos antes del amanecer, nos veremos obligadas a esperar su decisión. No creo que fuera capaz de soportar la espera.

Aahmes-Nefertari apoyó una mano en la mejilla de su madre en una señal silenciosa de acuerdo y se separaron.

Cuando Aahmes-Nefertari llamó a la puerta de Ramose, fue Senehat quien abrió. Al ver a la princesa, le hizo una reverencia y se apartó.

—Tengo que hablar con Ramose en privado —dijo Aahmes-Nefertari mientras pasaba por su lado—. Por favor, espera en el pasillo, Senehat.

La sirvienta asintió y, cuando cerró la puerta a sus espaldas, Aahmes-Nefertari se volvió hacia Ramose.

Él y Senehat habían estado compartiendo una comida. En la mesa había tazas, una jarra de vino y varias fuentes vacías. Él se levantó al verla e hizo una reverencia y, por su expresión, ella se dio cuenta de que Ramose sabía lo que iba a decirle.

—Quiero que cojas a un heraldo y a un guardia y que vayas a Akhmin y a Djawati —dijo sin preámbulos—. Debemos conocer la actitud de Mesehti y de Makhu. Rezamos por que sólo hayan huido a sus casas, pero si han ido al Delta tendremos que enviar tropas para que los persigan. Por eso necesitas al heraldo, para avisamos de lo que sucede en cuanto puedas. El asunto es urgente. Queremos que embarques esta misma noche.

Él le dirigió una mirada interrogativa, entrecerrando los ojos.

—Habéis decidido ejecutar a mi madre —dijo con suavidad—. Por eso me enviáis al norte.

No hay ninguna necesidad de andar de puntillas alrededor de la verdad, pensó Aahmes-Nefertari. Sobre todo tratándose de Ramose.

—Sí —admitió—. Siempre has valorado la honestidad, viejo amigo. No vemos otra alternativa que nos garantice seguridad. Quiero que sepas que nos angustia tu destino, pero no el de ella. Recibirá lo que merece.

Ramose retrocedió hasta una silla en la que se dejó caer.

—¿Por lo menos me dirás cuándo será para que pueda rezar por su ka? Y, Alteza, insisto en que sea momificada como corresponde. Yo pagaré los gastos.

Una vez más Aahmes-Nefertari tuvo ganas de arrodillarse a su lado y tomarlo en sus brazos, esta vez por el bien de Ramose, no por el suyo.

—Por supuesto —contestó con voz tranquila—. Será mañana al amanecer. No sabes cuánto lo siento, Ramose. No tengo palabras…

Él alzó una mano.

—No digas más, Aahmes-Nefertari —suplicó—. Haré lo que me has ordenado, pero ahora necesito estar solo. Por favor, dile a Senehat que vaya a su habitación. Tampoco soportaría su presencia.

Ahmose debe recompensarlo por todo lo que le hemos quitado a lo largo de los años, se prometió con fervor Aahmes-Nefertari mientras cruzaba la casa cada vez más oscura. Cuando Ahmose adquiera la divinidad, insistiré personalmente en que se le dé una propiedad, un título de príncipe, monopolios comerciales, cualquier cosa que quiera. Pero cuando se sentó junto a su marido todavía inconsciente, supo que nada podría reemplazar la pérdida de Tani o aliviar el dolor de la herida producida por la ignominia de sus padres. El poder no le calentará el lecho. El oro no borrará su vergüenza. Y las promesas no harán desaparecer su sensación de culpa, pensó con un suspiro. Todos, en mayor o menor grado, hemos sido víctimas de esta lucha, y no hay posibilidad de retroceder, ni para nosotros ni para Egipto.

Aquella noche no durmió. En una especie de necesidad confusa de expiación, permaneció con Ahmose, levantándose de vez en cuando para estirar sus miembros entumecidos o para recortar la mecha de las lámparas, pero casi todo el tiempo estuvo pensativa, apoyada en el lecho. En dos ocasiones entró el físico, examinó a su paciente y, tras decirle una palabra amable, volvió a salir. Akhtoy también entró varias veces a la habitación con fruta y agua, pero Aahmes-Nefertari no bebió ni comió. Calculaba el tiempo transcurrido por la intensidad del silencio, tanto dentro de la casa como en el jardín desierto. Dos veces oyó el cambio de guardia frente a su puerta, y durante la segunda guardia dejó a su marido y se retiró a regañadientes a sus habitaciones. Era hora de vestirse y Ahmose todavía no había abierto los ojos. No sabía si agradecerlo o entristecerse por ello. En el aire frío anterior al amanecer, ella, su madre y su abuela fueron escoltadas al campo de entrenamiento por Ankhmahor y los pocos Seguidores que habían escapado a la purga de los príncipes. El cadáver de Meketra, ya hinchado y ennegrecido, era llevado por delante de ellos. Aahotep había prohibido que lo amortajaran y Aahmes-Nefertari mantenía la mirada fija en los cascos de los soldados para no ver la cabeza deformada del noble. Sin embargo, podía sentir el olor a putrefacción que despedía el cadáver y que le llevaban las primeras brisas de la mañana. No me estremeceré ni vacilaré ante lo que voy a ver, se dijo con firmeza. Recordaré a Kamose y a mi padre. Pensaré en mis antepasados. Pero sobre todo, conjuraré el rostro de mi hijo y dejaré que la ira se convierta en mi armadura.

El gran terreno del campo de entrenamiento ya estaba lleno de soldados. Mientras las tres mujeres subían al estrado, Aahmes-Nefertari notó que Hor-Aha había situado las tropas de acuerdo a la alianza de éstas con los príncipes. Prácticamente no se oía un sonido. El curioso y familiar silencio que siempre precedía la salida de Ra parecía intensificado por esa asamblea inmóvil, fila tras fila de rostros vueltos hacia el estrado.

A un pequeño gesto de Aahotep, el cadáver de Meketra fue puesto donde todos pudieran verlo. Un estremecimiento recorrió las tropas. Amón-Nakht se adelantó e hizo una reverencia, con Simontu a su lado.

—¿Está todo preparado? —preguntó Aahotep al gobernador de la prisión. Éste asintió—. ¿Los príncipes y Nefer-Sakharu han terminado de rezar?

—Sí, Majestad —contestó Simontu—. Pero la señora Nefer-Sakharu está tan nerviosa que nos resulta imposible tratar con ella. Hemos tenido que traerla hasta aquí en un litera cerrada.

—Comprendo. Amón-Nakht, haz que los prisioneros se adelanten, átalos y luego yo me dirigiré a las tropas.

Aahmes-Nefertari contuvo el impulso de golpearse el pecho para sujetarse el corazón, que había comenzado a golpear casi dolorosamente sus costillas y se maravilló de la tranquilidad de su madre. Las facciones maquilladas de Aahotep no revelaban más que cierta frialdad. Aahmes-Nefertari miró de soslayo a su abuela. El rostro de Tetisheri permanecía impasible bajo su peluca. ¿A mí también se me verá así, o mi agitación será percibida por todas las tropas?, se preguntó. Llevó las manos a la espalda y apretó con fuerza los puños hasta que sintió que los anillos se le clavaban en la carne.

Un desagradable desfile se aproximaba desde la cárcel. Al principio, Aahmes-Nefertari no pudo ver a los príncipes debido a la cantidad de medjay que los rodeaban, pero a medida que se acercaban y tuvieron que pasar frente a los restos de Meketra, los vio con claridad. Tanto Intef como Lasen iban casi desnudos, sólo cubiertos por un taparrabos. Intef temblaba. Lasen parecía aturdido y tropezaba con el suelo en su andar descompasado. Aahmes-Nefertari dejó de observarlos, impresionada, pero sólo para fijar su mirada en Nefer-Sakharu. La mujer vestía una túnica azul sin cinturón e iba descalza. Caminaba apoyada en dos medjay, porque era evidente que su terror le impedía soportar el peso de su cuerpo. Detrás de ellos avanzaba Hor-Aha con diez arqueros.

En el centro de la arena se habían levantado tres estacas. Con una velocidad y eficacia que Aahmes-Nefertari consideró increíble, los tres condenados fueron atados a los postes. Intef permanecía desafiante, mirando el cielo que se iba iluminando, pero Lasen tenía la barbilla hundida en el pecho. Nefer-Sakharu sencillamente se dejó caer hasta que las correas que le ataban las muñecas la sujetaron. Entonces empezó a gritar. A una brusca palabra de Hor-Aha, uno de los escoltas medjay se le acercó y le cubrió la boca con la mano, pero Nefer-Sakharu se negó a callar. Luchó con mordiscos y puntapiés, retorciéndose de un lado a otro hasta que, con una maldición nacida de la exasperación, el medjay sacó un cuchillo y la degolló.

Aahmes-Nefertari lanzó un grito, horrorizada. El hombre limpiaba el cuchillo en su túnica, mientras el cuerpo de la mujer todavía se estremecía. Hor-Aha corrió hacia allí y echó hacia atrás el puño cubierto por un guante de cuero. El sonido del golpe fue audible e Intef comenzó a reír.

—Eso no ha sido una ejecución, sino un homicidio —gritó—. Mira a los salvajes en quienes has decidido confiar, Aahotep Tao. No son más que animales salvajes, incluyendo al maravilloso general de Kamose. Dos años de disciplina militar no los han convertido en soldados y ponerles shentis no los ha hecho egipcios. Siempre serán bestias negras. ¿Y tú nos condenas a muerte por negarnos a ponernos a las órdenes de uno de ésos? Kamose los nombró oficiales y les concedió el Oro del Favor, pero no pudo convertirlos en seres humanos.

Aahmes-Nefertari no podía apartar la mirada del charco que iba formando la sangre de Nefer-Sakharu. ¡Ayúdame, Amón, jamás olvidaré esto!, clamaba en su interior. Nunca me liberaré de este horror, de esta brutalidad. El recuerdo permanecerá vivido y me manchará durante el resto de mi vida.

Hor-Aha estaba cortando las ataduras que ligaban a Nefer-Sakharu al poste y, a una orden suya, el medjay que había perdido la paciencia fue levantado del lugar donde había caído y atado en su lugar. Susurros y murmullos comenzaron a correr en las filas de soldados que observaban la escena, y el tono tema un trasfondo de cólera.

—Tiene razón —dijo Tetisheri imperturbable—. Sin duda son salvajes. Pero salvajes útiles. Es una pena que Hor-Aha no hubiera previsto lo sucedido. Nos hace quedar muy mal frente al ejército.

Aahmes-Nefertari la miró con incredulidad y Aahotep se volvió de inmediato hacia ella.

—¡Guárdate tus conclusiones, Tetisheri! —ordenó—. Los Seguidores no tienen por qué oírlas. Ya sabes cómo murmuran los soldados. Y ahora cállate o haré te arranquen la lengua. —Se adelantó con rapidez hasta el borde del estrado y Aahmes-Nefertari notó que respiraba hondo—. Hombres de Weset y de todo Egipto. Los condenados que tenéis ante vosotros van a morir. Su crimen no fue negarse a servir bajo las órdenes del general, que ha probado su lealtad a este país y su valía, tanto ante mi marido como ante mis hijos, en su lucha por liberarnos del yugo de los setiu. La causa de su sentencia yace ahora en la Casa de los Muertos y si hubieran tenido éxito en sus traicioneras intenciones, habría dos cadáveres en manos de los sacerdotes sem. No ha habido juicio. No hay duda de la perfidia de estos hombres. Me duele la desgracia que han arrojado sobre sus familias, pero no me han dejado elección. Su Majestad confiaba en ellos y fue traicionado y muerto. General, cumple con tu deber.

Hor-Aha hizo una seña a sus arqueros, que ya estaban frente a Intef, Lasen y el medjay impaciente. Cogieron sus arcos y pusieron en ellos la única flecha que cada uno había llevado al campo de entrenamiento; mientras lo hacían, Aahmes-Nefertari fijó su atención en el desierto. Su pecho se tensó y se aflojó, y sintió que sus hombros se relajaban. La contemplación del rosa silencioso a lo largo de la negra línea irregular del amplio horizonte producía una falsa paz y una ilusión de normalidad, breve pero dulce, en el aliento fresco que precedía el fiero nacimiento del dios. Todo terminará pronto, se dijo. Luego los soldados serán dispersados y se arrojará arena en la sangre y yo podré caminar por el jardín hacia el temprano bullicio de la casa que respira en libertad. Que respira en libertad…

Entonces la voz de Intef resonó por última vez, fuerte y clara, mientras Ra se elevaba sobre el mundo y sus primeros rayos iluminaban la escena, arrojando largas sombras sobre el suelo.

—Lamentaréis lo que vais a hacer —exclamó—. Estáis sentando un peligroso precedente, Aahotep Tao. Tu sangre no es más antigua ni más pura que la nuestra. Somos nobles y príncipes de Egipto, y si los nobles y los príncipes pueden ser tratados como simples criminales, ¿qué mensaje envías a la gente del pueblo? Si podemos morir como chacales por un capricho tuyo, ellos pueden ser pisoteados como lombrices. Kamose era un homicida vengador. Kamose…

Hor-Aha bajó el brazo que tenía alzado. Los medjay empuñaron sus arcos con la facilidad que los hacía famosos y antes de que Aahmes-Nefertari pudiera seguir la dirección de las flechas, éstas se habían hundido en sus blancos.

Se oyó un gran suspiro colectivo, seguido de un gran silencio. Aahmes-Nefertari se descubrió apretando la tela de su túnica y cuando trató de soltarla se le pegó a la palma sudada de la mano. Aahotep volvió a hablar.

—Algunos de vosotros estuvisteis tentados de seguir a esos hombres en la traición y el deshonor —dijo, y Aahmes-Nefertari notó cierta tensión en su tono aparentemente confiado—. También merecéis un castigo, pero obedecer a los superiores está en la naturaleza del soldado, por lo que consideraré vuestra breve deserción con cierta indulgencia. No lo volveré a hacer. Ha comenzado el periodo de duelo por el rey y se os prohíbe abandonar Weset hasta que sea llevado a su tumba. Eso es todo. Hor-Aha, ordena que rompan filas.

Los oficiales comenzaron a dar órdenes y las filas de rostros malhumorados empezaron a dispersarse. Aahotep llamó a Amón-Nakht.

—Nefer-Sakharu debe ser llevada a la Casa de los Muertos —dijo—, pero los tres príncipes deben permanecer donde están hasta mañana al amanecer, para que las tropas puedan reflexionar acerca de su destino. Después serán llevados al desierto y enterrados en la arena. Entrégales el cadáver del medjay a sus compañeros para que hagan el ritual funerario que acostumbran. Hasta que el duelo oficial por Kamose haya terminado, los hombres podrán hacer ejercicio, pero no deben pasar del perímetro de la propiedad. Pon a prueba a los oficiales. Encárgales pocas responsabilidades. —Vaciló, luego lo despidió y, volviéndose, abandonó el estrado—. ¿Qué más puedo hacer? —le murmuró a Aahmes-Nefertari mientras los seguidores se movían para rodearlas e iniciar el camino hacia la casa—. Ahora todo depende de Ahmose.

No volvieron a hablar hasta que estuvieron junto a la entrada de sus habitaciones. Entonces Tetisheri se volvió hacia Aahotep.

—¡No me volverás a hablar de ese modo tan humillante! —exclamó furiosa—. Cuida de no volver a exceder los límites de tu autoridad, Aahotep, porque no tendrás mi preeminencia hasta que haya muerto.

Durante el camino a la casa, Aahotep había cogido el brazo de su hija y había tropezado varias veces. Aahmes-Nefertari tuvo una conciencia cada vez mayor de la tensión que los acontecimientos de esa mañana terrible habían creado en su madre. En aquel momento, Aahotep estaba apoyada en la puerta de sus habitaciones, con el rostro demacrado.

—Merecías mi reprimenda, Tetisheri —dijo cansada—. Hablaste con una arrogancia que no siempre es sabia. Si todas nos hubiéramos refugiado en la jarra de vino, como hiciste tú, podrían haber sido Ahmose y Ahmose-Onkh los atados a los postes, y en este momento tu vanidosa preeminencia dependería de la dudosa buena voluntad de un par de príncipes pérfidos, quienes posiblemente nos habrían enviado al río. —Acababa de utilizar el eufemismo que se refería al destino de las mujeres que perdían sus hogares debido a la guerra, y Tetisheri tuvo la delicadeza de encogerse—. Es Aahmes-Nefertari la que se ha convertido en preeminente, aunque todavía no lo comprendas. Yo salvé la vida de su marido, pero su coraje salvó a Egipto. Tu poder ha pasado a sus manos, de modo que ten mucho cuidado con lo que dices de ahora en adelante. Id a comer algo, las dos. Yo necesito descansar.

La puerta se cerró a sus espaldas y Aahmes-Nefertari y Tetisheri se quedaron mirándose con desconfianza. Tetisheri se irguió.

—Aahotep está extenuada —dijo por fin—. Le perdono sus palabras irrespetuosas.

Aahmes-Nefertari contuvo una repentina carcajada. Cogió en sus brazos el pequeño cuerpo de su abuela y la abrazó.

—Te quiero, Tetisheri —dijo con voz entrecortada—. Eres tan tozuda como un burro y tan ruidosa como ellos cuando rebuznas. Más tarde iré al templo a rezar por Kamose. Acompáñame.

Ahora podemos empezar a llorarlo con toda el alma, pensó al entrar en la habitación de Ahmose. El horror ya ha quedado atrás. Sin embargo, mientras trataba de convencerse, no podía dejar de ver a Nefer-Sakharu estremeciéndose contra el poste de madera con la sangre manando de su cuello, mientras el medjay se inclinaba con toda tranquilidad para limpiar el cuchillo en su túnica.

El sirviente personal de Ahmose estaba lavando a su amo y, al ver que ella se acercaba al lecho, hizo una pausa para hacerle una reverencia. El perfume refrescante de la menta llenaba el aire y Aahmes-Nefertari respiró hondo antes de inclinarse para besar la mejilla de Ahmose.

—Han cambiado el ungüento —comentó.

El sirviente asintió.

—El físico ha estado aquí esta mañana, Alteza —le informó—. La herida cicatriza bien y ya sólo necesita ser cubierta con miel. Además, Su Alteza ha comenzado a moverse y de vez en cuando gime. El físico está muy satisfecho. Dice que es probable que su Alteza abra los ojos en cualquier momento.

—Te (tejaré con tu trabajo y romperé el ayuno con los niños —dijo Aahmes-Nefertari—. Más tarde vendré a acompañarlo.

Se alejó aliviada. Por mucho que amara a su marido, tenía una necesidad desesperada de estar en compañía de seres inocentes.

Comió sin apetito, jugó con Ahmose-Onkh, tuvo en brazos a su hija, pero nada lograba borrar la visión que mancillaba su ka. Sólo en el templo, junto a una no arrepentida Tetisheri, mientras Amonmose entonaba cánticos por Kamose, el recuerdo perdió algo de su intensidad. Pero volvió para estropearle la cena y amargarle el vino, y más tarde, cuando cogió la mano de Ahmose de esa manera que se estaba convirtiendo en una costumbre, encontró que se interponía entre el rostro tranquilo de su marido y las palabras que deseaba decirle. Así que permaneció observándolo en silencio, tratando de concentrarse en la contemplación de la curva de su mejilla morena, la agradable generosidad de su boca, en el aleteo de sus pestañas mientras él recorría cualquier extraño sueño en su cabeza herida.

Cerca de la medianoche, demasiado cansada para dormir, salió al jardín bañado por la luz de la luna y se sentó en la hierba, junto al oscuro espejo del estanque. Pero allí, por primera vez, sintió miedo de los muertos. El rostro blanco y malvado de Nefer-Sakharu la espiaba e Intef le susurraba algo a Iasen mientras se acercaban a su espalda indefensa.

Luchó contra el terror con las armas recién adquiridas, confianza, coraje y fuerza, y aunque el miedo comenzó a disolverse, estaba segura de escuchar sonidos amenazadores. Suaves llamadas parecían llevadas por el aire de la noche, se oían ligeros chapoteos desde el río y los arbustos del borde del jardín estaban vivos con movimientos furtivos. No correré, se dijo con firmeza. Hay pescadores nocturnos en el río, animales que hacen de las suyas entre los arbustos, guardias que se pasean, es tan sólo la vida de la parte oscura del día.

Pero su frágil equilibrio la abandonó y se levantó con una exclamación cuando se materializaron dos vagas figuras en la penumbra que fueron inexorablemente hacia ella.

—Aahmes-Nefertari, te he estado buscando por todas partes —dijo su madre casi sin aliento—. Debes volver de inmediato a la casa, donde los Seguidores puedan vigilarte. Hay problemas en el cuartel. Los soldados están desertando. Han matado a Amón-Nakht y a varios de nuestros oficiales.

Los fantasmas huyeron. Aahmes-Nefertari miró a su madre y luego el rostro preocupado de Hor-Aha.

—Iré de inmediato al campo de adiestramiento —decidió—• ¿Y nuestras tropas, general? ¿También huyen?

—Algunos, Alteza —contestó con voz ronca—. Los medjay, al mando del príncipe Ankhmahor, intentan restablecer el orden, pero no podemos permitir que los desertores lleguen lejos. Si no los detenemos enseguida, el pánico se extenderá por todos los territorios.

—¿Por qué lo hacen? —preguntó Aahmes-Nefertari, casi al borde del pánico.

—Porque no confían en mis palabras —contestó sombría Aahotep—. Temen correr el mismo destino que los príncipes cuando yo tenga tiempo de reconsiderar la enormidad de su culpa. ¡Qué imbéciles! Ahora sin duda morirán.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Aahmes-Nefertari con la mente ya llena de todo lo que podía decirles a los hombres que quedaban.

Pero su madre negó con la cabeza.

—Esta vez no —dijo con énfasis—. Debes permanecer al lado de tu marido. Eres imprescindible, Aahmes-Nefertari. Tú y Ahmose sois el futuro de Egipto. Iremos Hor-Aha y yo. Envía un heraldo al encuentro de Ramose: debe saber lo que está sucediendo. Será necesario presionar a Mesehti y a Makhu para que con sus fuerzas impidan que los desertores se esparzan por el norte e incluso lleguen a sus hogares en Qebt y Badari. Hor-Aha se hará cargo de los soldados leales que quedan y los perseguirá.

—El heraldo puede ir en una embarcación —intervino Hor-Aha—. Los desertores estarán desorganizados en fierra firme y no se atreverán a robar embarcaciones. Te enviaré a Ankhmahor con más guardias para la casa, Alteza. Asígnalos a los lugares que te parezcan más importantes. —Era evidente que estaba ansioso por retirarse.

—¿Existe la posibilidad de que nos puedan atacar aquí? —preguntó Aahmes-Nefertari.

—No lo creemos —le aseguró Aahotep—, pero es mejor estar preparados. Apresúrate, Aahmes-Nefertari. Y no le digas nada a tu abuela. Más tarde alguien te dará noticias.

No esperó más, Aahmes-Nefertari tampoco esperó a que ella y el general desaparecieran en la oscuridad. Corrió hacia la casa, olvidando sus miedos. La realidad acababa de traerle una amenaza mucho más peligrosa.

Akhtoy dormitaba en su banco frente a la puerta de Ahmose. Había insistido en no moverse de allí ni de noche ni de día mientras Ahmose siguiera inconsciente, y Aahmes-Nefertari se sintió más agradecida que nunca al verlo levantarse cuando llegó.

—Akhtoy, búscame un heraldo con la mayor rapidez posible —ordenó—. Uno que sea capaz de memorizar un mensaje. No hay tiempo para dictarle a Ipi.

El mayordomo se alejó presuroso y Aahmes-Nefertari se dejó caer en el banco. Amón, que mi madre esté a salvo, rezó. No permitas que me quede sola con un marido enfermo a quien proteger y otra rebelión que aplastar. ¡Ya es suficiente! Pero cuando lo meditó, descubrió que había una firme decisión en su ib y que su mente estaba clara.

Cuando Akhtoy volvió con un heraldo somnoliento y despeinado, ella le dio sucintas instrucciones y luego, cuando llegaron los veinte soldados que le enviaba Hor-Aha, ayudó con decisión a Ankhmahor a determinar los horarios y los puestos de guardia de cada uno de ellos. Más de la mitad eran medjay y Aahmes-Nefertari se alegró. Ya no confiaba en los hombres de su territorio.

Antes de instalarse junto a Ahmose, recorrió la casa. Todo estaba en silencio. Los niños y Raa dormían pacíficamente, y a través de la puerta cerrada pudo a oír los ronquidos de Tetisheri. Los salones de recepción y las oficinas, las casas de baños y las habitaciones recibieron su intrusión con muda y vacía familiaridad. Ya tranquila, volvió a las habitaciones de Ahmose. Akhtoy volvía a ocupar el banco, y ella le pidió que no se levantara y le contó sucintamente lo sucedido. Después se sintió por fin en libertad de acompañar a su marido.

Supo de inmediato que estaba despierto. Lo notó en la pequeña tensión de su cuerpo, en el principio de una leve inteligencia en su rostro.

—Ahmose —dijo en voz baja mientras se inclinaba sobre él—. Ahmose. Has vuelto a mí. ¿Puedes abrir los ojos?

Vio que sus labios resecos se movían. Apareció su lengua y sus párpados aletearon. Ella cogió una taza de agua y la sostuvo junto a la boca de su marido mientras le levantaba la cabeza, pero él hizo un gesto de dolor y la alejó, de manera que Aahmes-Nefertari mojó un trozo de lino limpio en el agua y lo apretó con suavidad contra sus dientes. Él chupó el agua con avidez.

—Traté de abrirlos antes —susurró con voz rota—, pero la luz me hacía daño. Tengo un dolor de cabeza insoportable, Aahmes-Nefertari. ¿Qué me ha sucedido? —Trataba de tocarse la cabeza.

Ella le cogió la mano y volvió a apoyarla en la sábana.

—Tuviste un accidente, querido —empezó a decir; no quería contarle la verdad por temor de que el impacto lo volviera a enviar al mundo de las sombras, pero también tuvo que admitir que le asustaba lo que tendría que decirle. Ahmose frunció el entrecejo y volvió a hacer un gesto de dolor.

—¿Un accidente? Recuerdo haber alzado lo que pesqué para que Kamose lo viera. Recuerdo que él corrió hacia mí. Vi a Meketra y había soldados que salían del jardín. —Se estaba agitando. Apretó la mano de ella con las suyas—. ¿Me caí, Aahmes-Nefertari? ¿Fue así?

Ella comenzó a acariciarle la frente con la esperanza de que no le temblara la mano.

—Calla, Ahmose —lo tranquilizó—. Creo que te han cosido la cabeza. No debes quitarte los puntos. Estoy contenta de que hayas despertado, pero ahora debes dormir. Voy a ir hasta la puerta para pedirle a Akhtoy que vaya a buscar al físico. ¿Te parece bien? —Ahmose no contestó y ella se dio cuenta de que había vuelto a perder el sentido. Se apresuró a salir al pasillo, habló brevemente con el mayordomo y volvió al lecho, inquieta. Ahmose tenía la respiración profunda y regular, y cuando lo tocó lo encontró fresco. Cuando el físico llegó, confirmó sus suposiciones de que dormía normalmente.

—Vigílalo cuidadosamente, Alteza —le recordó el físico—. Que beba agua si tiene sed, pero nada de comida. Le prepararé una infusión de amapola para calmarle el dolor. Ahora es sólo cuestión de tiempo; cicatrizará.

Pero tal vez no tenga tiempo, tal vez ninguno de nosotros lo tenga, pensó mientras cerraba la puerta tras el físico. Hace mucho tiempo que mi madre se fue. Me prometió que me enviaría noticias y no puedo dejar a Ahmose para ir al campo de entrenamiento. Ni me animo a pedirle a Ankhmahor que vaya. He de saber que, al menos, él está aquí, entre nosotros y la oscuridad.

No tuvo conciencia de que había amanecido hasta que entraron Akhtoy y el sirviente personal de Ahmose, éste con un recipiente de agua caliente. Akhtoy apagó la lámpara y enrolló las cortinas de la ventana. La luz pálida del amanecer inundó la habitación y Ahmose se movió y suspiró.

—Tu madre acaba de llegar —le dijo Akhtoy a Aahmes-Nefertari en voz baja—. Se encontró con nosotros cuando nos aproximábamos a la puerta. Está muy cansada para saludarte, Alteza, pero me pidió que te transmitiera que el general Hor-Aha ha salido con mil soldados a perseguir a los desertores, y que los hombres que quedan están enterrando cadáveres. Hubo una escaramuza en el campo de entrenamiento, pero ya está todo bajo control.

—Si Hor-Aha se ha ido, ¿quién está a cargo del cuartel?

—Mi señora Aahotep es ahora el jefe de cuartel, Alteza. Tengo entendido que el general le ha confiado el mando.

Aahmes-Nefertari se sintió sacudida por los celos. Una vez más me relegan a la casa mientras sucesos más importantes tienen lugar sin mí, pensó con resentimiento, pero enseguida rió por su mezquindad. Estoy aquí con Ahmose y él mejorará, y eso es lo único que importa.

—Deja el recipiente con el agua caliente —le ordenó al sirviente personal—. Esta mañana lo lavaré yo misma. Akhtoy, haz que me traigan fruta y pan porque de repente me siento hambrienta.

Al primer contacto del lino cálido con su piel, Ahmose abrió los ojos. La observó mientras ella iba bañándolo metódicamente, y cuando terminó y le ofreció agua, la bebió con ansiedad.

—Soñaba que estaba sentado junto al estanque y se me acercaba un enano —comentó cuando ella le apoyó la cabeza en la almohada. Su voz ya era más fuerte—. Iba vestido para la guerra, con cuero y bronce, y yo le temía. Es un mal augurio, Aahmes-Nefertari. Significa que la mitad de mi vida será cortada. Me gustaría hablar con Kamose después de comer. ¿O se ha ido al norte sin mí?

Una llamada a la puerta la salvó de tener que contestar. Era Akhtoy con su comida y una pequeña redoma de alabastro. El mayordomo puso todo en la mesa e hizo una reverencia.

—Me alegro de que Su Alteza haya vuelto con nosotros —dijo—. El físico te manda amapola por si la necesitas para aliviar el dolor.

—¿Qué haces aquí, Akhtoy? —preguntó Ahmose—. ¿Por qué no estás con Kamose? ¿Ha nombrado un nuevo mayordomo? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

Akhtoy y Aahmes-Nefertari intercambiaron una mirada y el mayordomo permaneció mudo.

—¿Qué me estáis ocultando? —preguntó Ahmose con tono atemorizado—. Dame un poco de amapola, Aahmes-Nefertari. La cabeza me duele terriblemente. Y después quiero que me digas exactamente todo lo que ha pasado.

Aahmes-Nefertari hizo una seña y el mayordomo se retiró. Luego vertió unas gotas del líquido lechoso en un poco de agua y la sostuvo junto a la boca de su marido.

—Me lo tendrás que decir más tarde —murmuró él—. El dolor desaparece y no puedo permanecer despierto.

Aliviada, Aahmes-Nefertari lo vio caer en el sueño de los enfermos.

Luego hizo llevar un catre al dormitorio para que Ahmose pudiera verla cada vez que despertara, se acostó en él y se quedó dormida. Cuando Akhtoy la despertó, la maravilló comprender que había dormido todo el día. Ra estaba a punto de entrar en la boca de Nut y su luz mortecina llenaba el aire con un brillo rosa y difuso. Ahmose seguía dormido.

—Tu madre está fuera —le dijo Akhtoy—. Desea hablarte. Yo me quedaré sentado junto a Su Alteza.

Cuando Aahmes-Nefertari salió, Aahotep estaba hablando con el guardia de la puerta. Se volvió hacia su hija con una sonrisa.

—Ya sé que Ahmose ha despertado —dijo—. Es una noticia maravillosa. Quería decirte personalmente, Aahmes-Nefertari, que por el momento estamos a salvo. Transcurrirá algún tiempo antes de que lleguen mensajes de Hor-Aha y de Ramose, pero creo que lo peor ya ha pasado.

Aahmes-Nefertari la miró con curiosidad. Su madre estaba un poco ronca. Un ancho rasguño le corría por debajo de la oreja para desaparecer bajo el escote de la túnica y tema las manos en carne viva.

Al notar el escrutinio de su hija, la sonrisa de Aahotep se hizo más amplia.

—No puedo decir que sean cicatrices de batalla —admitió—. Cuando Hor-Aha y yo llegamos al campo de entrenamiento, Ankhmahor ya estaba enzarzado en la lucha que se acababa de desatar entre los hombres que intentaban desertar y los soldados fieles. Hor-Aha corrió a ocupar su lugar. Ankhmahor trataba de librarse para poder defenderme, pero le costó cierto tiempo. —Levantó sus manos heridas—. Permanecí de pie muy cerca del conflicto. Era brutal, Aahmes-Nefertari, pero también extrañamente impresionante. No me podía mover. Hasta que, de repente, la lucha se acercó hacia mí y me encontré en el camino de una espada. Me tiré al suelo y caí mal, luego rodé hasta quedar debajo del estrado y allí me quedé. No era una postura muy digna para un miembro de la realeza egipcia. Tu padre se habría horrorizado.

Hizo una pausa para aclararse la garganta, cosa que logró con dificultad.

—Se oían muchos gritos y maldiciones —continuó diciendo Aahotep—. No me di cuenta de que también estaba gritando hasta que apareció Ankhmahor y me sacó de mi escondite. Nos quedamos de pie y observamos el final. Fue una experiencia que espero que no me vea obligada a repetir. Creo que de ahora en adelante estaré más agradecida por las pequeñas tareas domésticas.

Aahmes-Nefertari se quedó mirándola.

—Pero, madre, siempre supuse que esas tareas te gustaban —dijo. Aahotep se encogió de hombros.

—Me gustaban. Me gustan. Pero he llegado a la conclusión de que incluso una habitante de la ciudad de la luna, si vive el tiempo suficiente entre los sureños de sangre caliente, se dará cuenta de que por sus venas corre un poco de fuego. Ahora voy al templo. Necesito purificarme de la sangre de Meketra. La furia ha desaparecido, Aahmes-Nefertari, y su lugar lo está ocupando el dolor por la muerte de Kamose. Transmítele mi amor a Ahmose y dile que mañana iré a verlo.

Ya nada podrá sorprenderme, pensó Aahmes-Nefertari mientras volvía al dormitorio de Ahmose ya inmerso en las sombras de la tarde. Me miro en el espejo de cobre y ya no logro reconocer a la mujer que se refleja en él. Miro a mi madre a los ojos y veo a una desconocida. ¡Qué imprevisibles se han vuelto nuestras vidas! El fondo de nuestro ser se ha derretido en el calor del sufrimiento y de la necesidad, sólo para ser vertido en otros moldes cuyas formas definirá el futuro que todavía permanece oculto.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de Ahmose y se dio cuenta de que había permanecido inmóvil frente a la ventana.

—Por favor, enciende la lámpara, Aahmes-Nefertari —pidió—. Me duele menos la cabeza. Ya no me palpita tanto y tampoco me duelen los ojos.

Ella hizo lo que su marido le pedía, recortando la mecha de la lámpara de alabastro, y se acercó a la ventana para bajar la cortina.

—¿Quieres más amapola? —preguntó, con la secreta esperanza de que bebería un poco, se volvería a quedar dormido y podría retrasar las noticias que debía darle, pero Ahmose hizo un gesto negativo con la mano y ella supo que había llegado el momento.

—No —dijo él—. Quiero ver a Kamose. Tráelo si todavía está aquí, y si no, debo leer sus despachos.

Aahmes-Nefertari se sentó en el banco junto al lecho.

—Kamose no puede venir, querido —comenzó a decir vacilante—. Ha muerto. Lo mataron mientras corría hacia ti. Estaba tratando de advertirte de que los príncipes se habían rebelado y que tu vida estaba en peligro, pero antes de que llegara le dispararon una flecha. Murió en tus brazos. ¿No lo recuerdas?

Ahmose estaba acostado de lado, con los ojos fijos en ella y, a medida que iba hablando, Aahmes-Nefertari vio que su rostro cambiaba. Era como si algo en su interior estuviera comiéndose su carne, dejando sólo una piel pálida que apenas cubría los huesos. En aquel momento, la mano que tema apoyada en el pecho cogió la sábana con fuerza. Rodó sobre sí hasta quedar de espaldas.

—¡Dioses! —susurró—. No. Me parece sentir el hilo en que había ensartado los pescados. Lo veo corriendo por el sendero. Veo a Meketra. Veo… Veo… —Era evidente que luchaba por recordarlo todo, Aahmes-Nefertari lo observaba angustiada—. Veo, siento algo entre mis brazos, algo pesado, es un pescado grande… No, es muy pesado para ser un pez. Siento piedras debajo de mí. Estoy arrodillado, sí. —Se cubrió la cara con las manos—. ¡No puedo recordar, Aahmes-Nefertari!

—Ya lo recordarás —dijo para tranquilizarlo—. No te esfuerces ahora. Tu herida es grave. Meketra te pegó con una porra de madera mientras sostenías a Kamose. El golpe te habría matado si nuestra madre no hubiera logrado desviarlo. Ella lo apuñaló dos veces.

Ahmose había vuelto a coger la sábana con los dedos.

—¿Nuestra madre? ¿Mató a Meketra? ¿Con un cuchillo?

—Sí. ¡Han sucedido muchas cosas, Ahmose! Trata de mantener la calma mientras te las cuento.

Mucho antes de que hubiera terminado su narración, él ya lloraba en silencio, empapando la almohada. Ella no interfirió en el dolor de Ahmose hasta que también quedó en silencio. Entonces le enjugó el rostro, cogió las manos de su marido entre las suyas y, apoyando la cabeza en su estómago, cerró los ojos.

Mucho después sintió que Ahmose comenzaba a acariciarle el pelo y ante el contacto dulce y familiar se sintió cerca de las lágrimas.

—Y mientras tanto yo yacía inútil —dijo—. Inútil e incapaz, y aún ahora ni puedo sentarme por el dolor que me causa. Perdóname por haberte dejado sola para enfrentarte al ejército, por haberte hecho vivir una situación que ninguna mujer debería afrontar.

—¡No seas necio! —le regañó ella—. ¿Qué posibilidades de elección teníamos? No soy una mujer cualquiera, soy una Tao. Y también lo es mi madre, por matrimonio y por tozudez. Nos portamos bien y estamos orgullosas de haberlo hecho. Hor-Aha y Ramose rodearán a los desertores. Todo ha terminado, Ahmose. No empieces a preocuparte, porque tu recuperación se retrasará.

Se sentó y apartó el pelo enredado de sus ojos, pero él no la soltó.

—No habéis tenido noticias de ninguno de los dos —dijo—. No podemos presumir nada hasta que las hayamos recibido.

—Es muy pronto para recibir despachos —le recordó Aahmes-Nefertari—. Pero por el momento estamos a salvo. Ankhmahor todavía está aquí.

—Quiero verlo, pero no hoy. Dentro de un rato tomaré un poco más de amapola, porque ha empezado a latirme la cabeza. Dime lo que piensas de Mesehti y de Makhu. Retiraron sus tropas y huyeron. ¿Significa que todavía podemos confiar en ellos?

Ella le contestó, consciente de que al hablar de asuntos prácticos Ahmose retrasaba el momento de aceptar la muerte de su hermano. La puerta de la negación todavía seguía firmemente cerrada, reteniendo el flujo de dolor, culpa y remordimiento que ella sabía que con el tiempo su marido sentiría, pero por el momento era necesario que, por su salud, hablaran de otras cosas y agradecía que así fuera.

A partir de entonces, la recuperación de Ahmose fue lenta pero segura. El físico le quitó los puntos y el pelo volvió a crecer alrededor de la cicatriz que tendría durante el resto de su vida. Empezó a alimentarse un poco. Pero Aahmes-Nefertari, que había abandonado toda tarea que la alejara de las proximidades del dormitorio de su marido, muchas veces despertaba durante la noche al oírlo llorar y permanecía rígida en su catre mientras él desahogaba su agonía. Le ordenaba a Akhtoy que le llevara los niños y notó que coger a Hent-ta-Hent parecía reconfortarlo.

Aahotep lo visitaba con frecuencia. Él le agradeció que le salvara la vida con las palabras sencillas y directas que le eran propias, pero no quería conocer más detalles de aquel día y Aahotep, con su habitual sensibilidad, no se los dio. Tetisheri también iba a verlo, pero entre ellos se hacían silencios tensos que muchas veces se prolongaban durante un breve espacio de tiempo antes de que uno u otro sacara algún tema convencional de conversación.

—Desearía que fuera yo quien estuviera muerto y no Kamose —le comentó Ahmose a Aahmes-Nefertari—, y tiene la amabilidad necesaria para sentirse culpable por ello. Le tengo lástima.

Aahmes-Nefertari no contestaba. Ahmose pronto pudo sentarse un rato en un sillón junto a su lecho, y luego empezó a caminar vacilante por la habitación. Había recuperado el apetito y por la mañana, cuando no dejaba ni una miga en su plato y pedía más, Aahmes-Nefertari aplaudía encantada.

—Muy pronto volverás a pescar en el río —dijo, y la cara de Ahmose se ensombreció.

—No creo que vuelva a pescar ni a comer pescado nunca más —contestó con tristeza—. No podría hacerlo sin extrañar a Kamose. Además, cuando lo enterremos en su tumba, seré rey y a los reyes se les prohíbe comer pescado. Es una ofensa a Hapi.

—Creo que mientras sólo seas príncipe, el dios del Nilo se alegrará de que hayas amado tanto sus dominios —objetó ella—. Y estoy segura de que Kamose se entristecería si dejaras de hacer lo que siempre te dio tanta alegría. Pero Ahmose negó con la cabeza y no contestó. Por fin estuvo fuerte para vestirse y aventurarse a salir al jardín, seguido por una excitada comitiva de sirvientes cargados de almohadones, una sombrilla, el espantamoscas, pasteles y su caja de sándalo. Permaneció en la entrada principal, parpadeando durante unos instantes bajo la fuerte luz del sol, y luego avanzó con lentitud por la hierba en dirección al estanque. Después de cruzar el sendero que llevaba al embarcadero, se detuvo y miró hacia abajo.

—Aquí fue donde lo cogí en mis brazos y lo mecí, aquí fue donde murió —dijo en voz baja—. Lo he recordado, Aahmes-Nefertari. Lo he recordado todo. Espero no olvidarlo nunca. —Después levantó la cara hacia el cielo, olió el perfume de las flores de primavera y continuó su camino.

Hacía poco rato que estaban instalados junto al estanque cuando Aahotep se les acercó presurosa, con dos papiros en la mano.

—¡Mensajes de Hor-Aha y de Ramose! —exclamó—. Todo ha terminado, ¡todo! La rebelión ha acabado. Hor-Aha dice que, aunque se vio obligado a ejecutar a los oficiales que nos traicionaron por segunda vez, trae a los soldados. Ya no les quedan ganas de luchar. Ramose, Mesehti y Makhu llegarán juntos y juntos han ido a la caza de los desertores de los territorios de Intef y de Lasen. ¿Les perdonarás su cobardía, Ahmose?

Alargó una mano en la que volvían a brillar los anillos. M-d. —Eso depende de la impresión que me causen cuando los tenga ante mí— replicó. —Hemos aprendido una dura lección Aahotep. Tal vez haya llegado el momento de la reorganización y creo que empezaré por el ejército. Tengo la intención de p marchar hacia el norte en cuanto termine el periodo de duelo, pero no cometeré el error que llevó a Kamose a su destrucción.

Su mirada se detuvo en el estanque, donde Ahmose-Onkh estaba sentado desnudo en el borde, pataleando y levantando espuma mientras reía a carcajadas.

—Estamos a mediados de Mekhir. Se están sembrando los campos y tengo semillas para esparcir por todo el Delta. —Dirigió una mirada especulativa a su mujer y a su madre—. No tengo reparos en dejar Weset en manos de mis dos guerreras. Y os juro a las dos que, en pago por lo que habéis hecho, pondré a vuestros pies un Egipto unido. Entrégale los papiros a Ipi, madre, y ven a sentarte bajo la sombrilla. Hoy sólo hablaremos de las libélulas que persiguen a los mosquitos y del sol que se refleja en el agua.

Aahmes-Nefertari, sin darse cuenta, lo observó con curiosidad. Su marido era el mismo y sin embargo no lo era; todavía era tranquilo y mesurado en sus palabras y gestos, pero aquel aire de vaga simplicidad que antes llamaba a engaño a tanta gente había desaparecido. Ha cambiado, como todos nosotros, pensó con cierta tristeza. Le derribaron siendo príncipe y se ha levantado rey.