Capítulo 17

Aahmes-Nefertari estaba aterrorizada. Mientras corría por los oscuros pasillos de la casa, trató de no ver los cuerpos que se amontonaban en las sombras, cuerpos inertes que a veces yacían impidiéndole el paso y se veía obligada a saltar sobre ellos. En un loco intento por no contaminarse por la carnicería, levantó el borde de su túnica para que no tocara los cadáveres cubiertos de sangre, pero no siempre podía esquivar los charcos y pronto tuvo los pies y los tobillos empapados. De alguna manera eso no le importaba tanto como la posibilidad de ensuciarse la túnica, por la humedad que añadiría un peso a ésta y por las manchas que no desaparecerían lavándola.

En la entrada de las habitaciones de las mujeres, los dos guardias estaban tendidos el uno sobre el otro, como si estuvieran abrazados. Con un estremecimiento, la muchacha pasó sobre ellos, el pasillo afortunadamente estaba desierto y sintió un gran alivio al pensar que los mayordomos, Uni y Kares, siempre se retiraban por la noche a sus dormitorios en el sector del servicio, por lo que era probable que estuvieran fuera de peligro. Una antorcha todavía ardía frente a la puerta de su madre. Aahmes-Nefertari entró en el dormitorio. La sirvienta se levantó inmediatamente y Aahotep se sentó en el lecho.

—Madre, vístete y ven a las habitaciones de la abuela —dijo Aahmes-Nefertari. Sin asegurarse de que la hubiera oído salió, y corriendo recorrió la corta distancia que separaba los aposentos de su madre de los de su abuela y entró.

Tetisheri tenía una gran antecámara donde concedía audiencias a los huéspedes y a la que se retiraba para leer o pensar cada vez que quería intimidad Era un espacio amplio, amueblado con grao formalidad. Muchas veces, Aahmes-Nefertari había sido llamada a ese cuarto para ser reprendida, para recitar sus lecciones o para recibir sermones respecto a la manera en que una princesa debía pensar y comportarse. Desde allí, su abuela mantenía con mano firme la organización de la casa y las tres mujeres se reunían para hablar sobre las responsabilidad^ que Kamose delegaba en ellas cuando partía. Esas reuniones habían ayudado a Aahmes-Nefertari a aflojar la tensión que siempre sentía cuando la puerta se abría para admitirla, pero aun en aquel momento de extrema gravedad experimentó un sentimiento de preocupación puramente adolescente. Sin embargo, pronto desapareció, cuando Isis abandonó su estera con una amable indignación escrita en su rostro adormilado.

—No te he oído llamar, Alteza —dijo.

Por toda respuesta, Aahmes-Nefertari cogió una vela y, prendiéndola en la única lámpara encendida, la usó para encender las otras dos de la habitación.

—Despierta a mi abuela, dile que estoy aquí y vístela con rapidez —ordenó—. No me hagas preguntas, Isis. Sólo apresúrate.

La sirvienta desapareció por la puerta que conducía al santuario íntimo de Tetisheri, y Aahmes-Nefertari, sola en el silencio profundo que precede al amanecer, comenzó a temblar. Sus pies habían dejado marcas marrón oscuro en el suelo inmaculado. Al bajar la vista, vio la sangre seca que tenía entre los dedos de los pies y que le rodeaba los tobillos como si fueran grotescas ajorcas. Con asco miró a su alrededor en busca de agua, pero enseguida se detuvo. Murieron por su lealtad, pensó. La sangre de esos hombres no me mancilla. Lavarla tan pronto sería ofensivo para el sacrificio que han hecho.

Oyó ruidos en el pasillo y el corazón se le subió a la garganta, era su madre. Aahotep entró poniéndose un cinturón alrededor de su túnica azul. Sus movimientos eran tan mesurados y graciosos como siempre, pero miró nerviosa a su hija y, al recorrerla con la vista, clavó los ojos en sus pies.

—¡Eso es sangre! —dijo en voz alta—. ¿Es tuya? ¿Estás enferma? ¿Dónde están los niños? ¿Dónde está Kamose? ¿Está aquí? Has ensuciado todo el suelo, Aahmes-Nefertari. Te deberías lavar enseguida.

Aahmes-Nefertari no contestó. Su madre asimilaría el impacto enseguida, lo sabía y, de hecho, el rostro de Aahotep ya se estaba aclarando.

—¡Dioses! —suspiró—. ¿Qué ha sucedido?

En aquel momento Tetisheri entró en el sector iluminado por las lámparas, con el pelo gris despeinado y la expresión fiera.

—Estaba soñando con higos frescos y con un anillo que perdí hace años —dijo—. Tal vez haya alguna relación entre ambas cosas, pero ahora nunca lo sabré. ¿Qué estáis haciendo aquí? —Miró fijamente los pies de su nieta durante lo que pareció un largo rato y cruzó los brazos con lentitud. Para Aahmes-Nefertari fue un gesto de protección—. ¿Estás herida? —preguntó. La muchacha negó con la cabeza—. Entonces, habla rápido. Isis, cierra la puerta.

—¡No! —exclamó Aahmes-Nefertari alargando una mano—. No, abuela. Debemos estar atentas por si se acerca alguien. Ha habido una revuelta, ignoro hasta qué punto es seria. Todos los Seguidores que montaban guardia en la casa están muertos. Kamose envió a Raa al desierto con los niños. Él ha ido al embarcadero para advertir a Ahmose cuando éste vuelva de pescar. ¡Oh, gracias a los dioses que fue a pescar! —Alzó la voz temblorosa, pero luchó por controlarla—. Kamose me dijo que me quedara aquí, con vosotras. Creemos que han sido los príncipes.

—¿Cómo es posible? —preguntó Tetisheri—. Intef, Meketra e Lasen están en la cárcel.

—Alguien debe haberlos soltado —sugirió Aahotep—. Nefer-Sakharu tal vez.

—Simontu y sus carceleros no pueden haber sido vencidos por una sola mujer —objetó Aahmes-Nefertari— y Nefer-Sakharu no tiene la autoridad necesaria para ordenar que se abran las celdas. Sus oficiales y soldados deben de haber atacado la cárcel para liberarlos.

—¿Y entonces, dónde se encuentran? —se preguntó Aahotep. Aahmes-Nefertari le contestó con una boca que de repente se le había secado.

—Están en el cuartel, tomando el mando de nuestras tropas —dijo con voz ronca—. Necesitan controlar a nuestros hombres antes de que nosotros podamos intervenir. Tal vez no sea tan difícil como suponemos, considerando que sus soldados han estado en contacto permanente con los nuestros y que los oficiales de los príncipes les han estado haciendo regalos y ofreciéndoles fiestas. Nuestras fuerzas son superiores a las que trajeron consigo, pero nuestros oficiales sentirán cierta confusión si reciben órdenes de nobles que han sido más que bondadosos con ellos. Creo que los príncipes enviaron a un pequeño contingente aquí, a la casa, para matar a Kamose y a Ahmose mientras reunían a sus soldados y tomaban el cuartel. Pero Amón decretó que mis hermanos debían salvarse.

Tetisheri se pasaba una mano huesuda por la cabellera despeinada. Había comenzado a pasearse. Parecía tranquila, pero Aahmes-Nefertari notó que le temblaba el brazo.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó en voz alta—. Los Seguidores están muertos. Ahmose llegará al embarcadero sin sospechar lo que sucede, siempre que no se hayan puesto soldados para tenderle una emboscada a su regreso, en cuyo caso ya estará muerto. Kamose está completamente indefenso. ¿Y Ramose y Ankhmahor? ¿Podemos avisar a Hor-Aha de lo que sucede y a los medjay, en la orilla occidental?

—No lo sé —confesó Aahmes-Nefertari y Aahotep lanzó una exclamación de frustración.

—Isis, ve a ver si la señora Nefer-Sakharu está en su lecho —ordenó—. Pero ve en silencio. Si aún está allí, no la despiertes.

—Tengo miedo, Majestad —dijo la sirvienta mirando a su ama.

Tetisheri le hizo un gesto con la mano.

—No queda lejos, sólo a unos pasos —replicó—. ¡Apresúrate!

A regañadientes, la mujer salió de la habitación y hubo un tenso silencio.

—Si lo que suponemos es cierto, Kamose está completamente solo —dijo Aahotep por fin—. No hay nadie que pueda ayudarlo. Nadie que los salve a él o a Ahmose. ¡No puedo creer que todo lo que ha hecho termine así! —explotó con pasión—. Sólo dolor y traiciones año tras año. ¿Y todo para qué? Más nos hubiera valido aceptar con sumisión el destino que Apepa nos tenía preparado. ¡No puedo soportar la idea de que, después de todo, él ganará!

—Debemos hacer algo —las urgió Tetisheri—. ¿De verdad Kamose espera que nos quedemos aquí hasta que lleguen Intef o Meketra para regodearse?

Aahotep alargó las manos.

—¿Pero qué podemos hacer? —protestó con ira—. Sé razonable, Tetisheri. Las palabras no mantendrán con vida a mis hijos.

—Hablas como si ya hubieran sido vencidos —replicó la anciana—. Pero ¿qué sabemos en realidad? Nada, excepto que los Seguidores están muertos y que Kamose ha ido al embarcadero. Lo demás son suposiciones. Debemos averiguar la verdad.

En aquel momento volvió Isis, visiblemente pálida.

—¿Y? —preguntó Tetisheri.

—Mi señora Nefer-Sakharu no está en sus habitaciones —dijo la sirvienta—. Tampoco está Senehat.

—Senehat debe de estar en las habitaciones de Ramose —dijo Aahotep con cansancio—. O allí estaría en circunstancias normales. ¿Tienes alguna sugerencia, Tetisheri?

—Yo tengo una sugerencia —dijo Aahmes-Nefertari con un hilo de voz. Había estado escuchando el acalorado intercambio de palabras entre su madre y su abuela, prestándoles poca atención, mientras pensaba furiosamente. Sin duda había algo que se podía intentar, pero todo en su interior se encogía ante la audacia que significaba. No soy más que una esposa y una madre, se dijo con desesperación. Si permanezco aquí, en las habitaciones de mi abuela, los príncipes me perdonarán la vida por ello, pero si me entrometo en lo que esté sucediendo, me matarán. Y entonces, ¿qué será de mis hijos? No tengo el coraje necesario para esto. Sin embargo, a pesar del terror que sentía, empezó a expresar su idea.

—He pasado mucho tiempo en el campo de entrenamiento, observando a los hombres en sus prácticas y hablando con los oficiales —dijo ya más tranquila—. Tengo la sensación de que me respetan. Permitidme que los ponga a prueba. Pertenezco a la casa reinante. Si los oficiales me ven y me escuchan, se sentirán más inclinados a obedecerme a mí que a los príncipes. —Hizo una pausa, tragó con fuerza y se sujetó al respaldo de una silla—. Si los dioses me acompañan, los soldados no sabrán que su rey y el hermano de éste han sido apresados o incluso muertos. Temerán el desquite. Si actúo con la necesaria rapidez, podré deshacer cualquier daño que los príncipes hayan hecho allá fuera. Pero si llego tarde, lo peor que me puede pasar es que me arresten y me arrastren aquí. —Se encogió de hombros en un gesto que esperaba resultara de indiferencia.

Las dos mujeres mayores se quedaron mirándola, Tetisheri con los ojos entrecerrados y especulando, Aahotep con su habitual mirada inescrutable. Entonces, Aahotep suspiró.

—Si alguien se anima a hacer esto, debo ser yo —dijo—. Mi autoridad tiene más peso que la tuya, Aahmes-Nefertari.

Pero Tetisheri se adelantó, nerviosa.

—No, Aahmes-Nefertari tiene razón —dijo—. Los soldados la conocen. Están acostumbrados a verla en el estrado con Ahmose-Onkh. Permite que vaya, Aahotep. Es un buen plan.

Aahmes-Nefertari sintió un espasmo de violento resentimiento al mirar el rostro de su abuela. Eres realmente una mujer despiadada, pensó. Mi seguridad no te preocupa. Lo único que te importa es la posibilidad de proteger el lugar de privilegio que tu familia ocupa en Egipto. Si puedo hacer lo que he sugerido, no te importa si vivo o muero al intentarlo.

—Después de todo, abuela —no pudo evitar decir en voz alta—, los Tao tienen otro hijo para gobernar si Kamose y mi marido mueren. Ésa es tu única preocupación, ¿verdad? —Se volvió hacia su madre—. ¿Tengo tu permiso para ir, Aahotep?

Blanca hasta los labios, Aahotep asintió.

—No veo otra alternativa y no hay tiempo para pensar —dijo con la voz rota—. Yo tampoco tengo la menor intención de esperar aquí y volverme loca, Aahmes-Nefertari. Iré al embarcadero y, si no está custodiado, cruzaré el río y buscaré a Hor-Aha. —Abrió los brazos y su hija se acercó para recibir su abrazo. Se abrazaron con fuerza hasta que Aahotep se apartó—. Lleva armas contigo.

Aahmes-Nefertari salió al pasillo. Tuvo que apelar a todo su coraje para dirigirse a la parte trasera de la casa, pero elevando una oración a Amón y recordando el rostro de su marido, le resultó más fácil de lo que suponía.

Aahotep se preparó para seguirla.

—Si Nefer-Sakharu es tan tonta como para volver a sus habitaciones, debe ser detenida aquí —le dijo a su suegra—. ¿Puedes encargarte de eso, Tetisheri?

La anciana frunció los labios.

—No por la fuerza de esta carcasa envejecida —dijo con voz ronca—. Puedo tratar de amedrentarla, pero si decide volver a salir no podré detenerla. Se acerca el amanecer, Aahotep. Uni ya habrá abandonado su lecho en las habitaciones de servicio. Sólo puedo rezar para que no lo molesten y que pueda llegar a la casa. Él podría retener a Nefer-Sakharu.

No había nada más que decir. Aahotep vaciló mientras mil conjeturas pasaban por su mente. Resistió la necesidad de expresarlas y, por lo tanto, de retrasar el momento de abandonar la ilusoria seguridad del ala de las mujeres, esbozó una leve sonrisa y salió cerrando la puerta a sus espaldas.

El pasillo ya no estaba sumido en la oscuridad. La luz anterior al amanecer lo iluminaba, y era más fuerte a medida que se acercaba a la entrada principal de la casa, llevando los cadáveres tendidos en el suelo del reino de la pesadilla a la atemorizadora realidad. Con esa claridad llegaba un leve frío y Aahotep se estremeció. No les temía a los muertos. Ni permitió que su imaginación le presentara la imagen de fantasmas recién creados flotando en las sombras que se disolvían con rapidez. Era el terror por sus hijos lo que aceleraba su pulso y mantenía en alto su mirada. La ira se desenroscó en su interior como una pequeña serpiente negra, una emoción que la perseguía de vez en cuando desde que su marido volvió a ella metido en una caja llena de arena.

No se había alejado mucho, cuando al doblar una esquina se encontró con dos soldados que iban hacia donde ella estaba. Era tarde para ocultarse. Se detuvo y esperó a que se acercaran, con el corazón golpeándole el pecho. Tenía que haber venido armada, pensó, pero no parecía importar porque los hombres ya se inclinaban ante ella y las manos que empuñaban las espadas no se alzaron.

—¿Adónde vais? —preguntó.

—Su Majestad nos ordenó custodiar las habitaciones de las mujeres —contestó uno de ellos—. Debemos manteneros a salvo.

—¡Así que Kamose vive! —exclamó alentada—. ¿Cuánto hace que lo visteis? ¿Adónde ha ido?

—Su Majestad salió de la casa cuando montábamos guardia junto a las columnas —explicó el mismo soldado—. Lo único que nos dijo fue que os custodiáramos, ¿qué está pasando, Majestad?

Aahotep los estudió, preguntándose si debía ordenarles que custodiaran la puerta de las habitaciones de Tetisheri, antes de darse cuenta de que permaneciendo allí estarían desperdiciados. Tampoco quería perder tiempo explicando una situación que ni siquiera ella comprendía bien, porque si lo hiciera podían fallarle los nervios.

—Será mejor que me acompañéis —ordenó—. Estad preparados para matar a cualquiera que no reconozcáis. —Se inclinó para sacarle un cuchillo del cinturón a un cadáver tendido frente a las dependencias de Seqenenra, y al enderezarse comprobó que la oscuridad de la noche había desaparecido por completo. Ra asomaba en el horizonte.

Al comprobarlo, se sintió impulsada por una sensación de urgencia. Apresúrate, le susurraba algo, apresúrate o llegarás tarde. Comenzó a correr por el pasillo, pasó por la ancha entrada interior del salón de recepciones, por la pequeña habitación que contenía los sagrarios familiares, y salió bajo las columnas, seguida por los dos soldados jadeantes. El suelo de piedra estaba frío bajo sus sandalias y el aire era fresco, pero el jardín ya estaba bañado en una resplandeciente luz y por el sonoro canto de los pájaros. El calor le azotó la piel mientras se dirigía a las escaleras del embarcadero, pero tan grande era su apuro que casi ni lo notó. Parte de su ser consciente se quedaba atrás y observaba su carrera con sorpresa. ¿Esta eres tú, Aahotep, adoradora de la luna, enamorada de la dignidad y del ejercicio de una plácida autoridad, que ahora corres sin maquillarte y con el pelo y los vestidos al viento?, preguntaba, y luego lo olvidó todo, sumida en el pánico porque acababa de oír que alguien gritaba.

Salió al sendero a trompicones y se detuvo jadeante y con las piernas temblando a causa de la desacostumbrada tensión. Más allá del emparrado de las vides, un grupo de hombres forcejeaba. A pocos pasos de donde ella estaba, había uno tendido y evidentemente muerto, degollado. Otro un poco más lejos, con las piernas sobre la tierra apisonada. Alguien lo acunaba, con la cabeza gacha y la espalda ancha manchada de tierra. Con un grito, Aahotep reconoció a Ahmose. Volvió a correr, casi sin notar que los soldados que la acompañaban ya habían corrido hacia el lugar donde un hombre con los colores azul y blanco de la casa real intentaba contener a otros tres.

Entre ella y la espalda agachada de su hijo menor corría otro hombre empuñando con ambas manos una porra de madera. Su intención era evidente y, en un arrebato de desesperación, Aahotep supo que alcanzaría a Ahmose antes que ella. Sus escoltas, que luchaban, no habían percibido el peligro. Les gritó mientras corría y oyó otro grito a sus espaldas, pero en aquel momento lo único que le importaba era avanzar. El sudor le cubrió el cuerpo y le cayó en los ojos, pero no se dio cuenta.

El hombre de la porra ya estaba a una distancia suficiente para golpear a su víctima. Comenzó a avanzar con más lentitud y levantó el arma.

—¡Ahmose! —gritó Aahotep, pero los gritos y las maldiciones de los soldados empeñados en la lucha ahogaron su voz y Ahmose no la oyó. Siguió acunando el cuerpo del hombre que sostenía con tanta fuerza. El atacante se detuvo, separó las piernas y Aahotep tuvo la sensación de que, en el instante antes de golpear la cabeza indefensa de su hijo, el mundo dejaba de existir. El tiempo mismo se convirtió en algo aletargado. Ella no se movía y las hojas de los árboles en los márgenes del sendero que zigzagueaba hacia la nada estaban atrapadas en la inmovilidad. El silencio llenaba su cabeza. Lo único que podía oír era el ruido sofocado de su pulso y sus sollozos.

Entonces, la porra descendió. Ahmose cayó hacia un lado. Pero con un grito feroz, Aahotep clavó el cuchillo en la espalda de su agresor. Sintió un dolor agudo que le recorrió el brazo desde la muñeca hasta el hombro y supo con terror que había dado con una costilla. El hombre comenzó a darse la vuelta. Era el príncipe Meketra, con una expresión de sorpresa y de incredulidad en el rostro. Jadeando y llorando, Aahotep estuvo a punto de dejar caer el cuchillo, se recuperó y, cogiéndolo por la empuñadura con ambas manos, lo alzó muy alto y se lo clavó a Meketra justo debajo del hombro. Esa vez el cuchillo se hundió profundamente. Meketra cayó de rodillas con torpeza y la arrastró consigo, con la mirada sorprendida clavada en el arma que sobresalía incongruentemente de su cuerpo. Aahotep apoyó un pie en el pecho de Meketra y sacó el cuchillo. Meketra cayó hacia atrás y Aahotep tras él, clavándole esta vez la hoja del cuchillo en el cuello. Meketra abrió mucho los ojos y trató de toser.

Aahotep no lo vio morir. Se acercó a Ahmose a gatas. Estaba tendido con los ojos entrecerrados, tenía un lado de la cabeza convertido en una masa sanguinolenta y la boca ensangrentada. Junto a él descansaba Kamose, con una flecha sobresaliendo del costado, una mano en el pecho y la otra abierta como si quisiera recibir algo en su palma morena. Sonreía con suavidad, pero su mirada estaba fija. Estaba muerto.

De repente, el mundo volvió. Los pájaros comenzaron a cantar de nuevo. Los árboles se movían al compás de la brisa de la mañana. La luz del sol iluminaba el sendero. Y Aahotep, agazapada y mareada entre sus hijos, oyó un ruido de confusión que llegaba desde el embarcadero. Sin duda ahora me matarán, pensó. El cuchillo. Debo recuperar el cuchillo. Debo tratar de defenderme de alguna manera. Pero seguía mirando fijamente en dirección al cuerpo de Meketra, en una especie de estupor, incapaz de moverse.

Se oyeron órdenes. Pies firmes se le acercaron por detrás. Hundió los hombros para contrarrestar el golpe que sabía que iba a recibir, pero en cambio oyó la voz de Ramose.

—¡Oh, dioses, dioses, Kamose!

Y al volver la cabeza lo vio caer de rodillas a su lado.

—Majestad —dijo alguien más—. ¿Puedo ayudarte? ¿Estás herida?

Levantó la mirada con lentitud y vio a Ankhmahor delineado contra el brillo del cielo. Asintió con cansancio y sintió que los brazos de Ankhmahor la rodeaban y la alzaban.

—Aahmes-Nefertari —consiguió decir—. Déjame, Ankhmahor. Yo no te necesito, pero ella sí. Ha ido al campo de adiestramiento para intentar recuperar la fidelidad de nuestras tropas. Los príncipes…

No pudo terminar. Por el rabillo del ojo vio a Hor-Aha que corría, con el rostro negro convertido en una máscara de furia. Cuando su mirada se detuvo en Kamose se quedó petrificado. Después lanzó un grito, mitad aullido animal, mitad chillido, que perforó el extraño letargo de Aahotep.

—¿Cuántos medjay has traído contigo, general? —preguntó.

Él la miró fijamente un momento, temblando como un caballo agitado.

—Le juré a mi amo que protegería a mi Señor —barboteó—. He fracasado en mi deber.

Aahotep comprendió que se refería a Seqenenra.

—Éste no es el momento para eso, Hor-Aha —dijo con tono agudo—. ¿Cuántos?

Ante su tono, Hor-Aha volvió en sí.

—Quinientos, Majestad —contestó—. Están desembarcando en este momento.

—Entonces llévalos enseguida al cuartel —ordenó Aahotep—. Aahmes-Nefertari está tratando de detener una insurrección. Ponte a sus órdenes. ¡Ahora, general! ¡Y tú también, Ankhmahor! —Se volvió hacia Ramose, que se había levantado, pero no podía apartar la mirada del cuerpo de Kamose. Él también estaba pálido hasta los labios—. Ramose, tu madre está arrestada. Parte de esto es obra suya. Si la encuentras, te suplico que no le permitas hablarte. No quiero que seas responsable de encarcelarla. ¿Comprendes?

Las lágrimas corrían por las mejillas de Ramose pero no parecía darse cuenta. Asintió inexpresivo.

—Muy bien —siguió diciendo Aahotep—. Reúne a veinte hombres entre los medjay. Quiero que Kamose sea llevado al salón de recepciones, pero Ahmose debe ser llevado a su lecho. Todavía está vivo. La casa está llena de… —Vaciló y tragó con fuerza—. Está llena de cadáveres, Ramose. Hazlos llevar a la Casa de los Muertos.

De repente tuvo ganas de caer en los brazos de aquel muchacho, para que la abrazara y la acariciara, y así aquietara la agonía que acababa de empezar. Pero sabía que no podía. Kares corría hacia ella desde la parte trasera de la casa, seguido por Uni y una docena de sirvientes. No puedo desmoronarme, pensó mientras se volvía hacia ellos. Hay que llamar al físico para que atienda a Ahmose. Habrá que lavar a Kamose y mandar a buscar a los sacerdotes sem. Kares debe hacer limpiar los pasillos. Habrá que preparar comida para Tetisheri. Alguien debe ir a comprobar que Ahmose-Onkh y la niña llegaron sanos y salvos al templo. No puedo desmoronarme. No hasta que los príncipes estén en la cárcel y el ejército asegurado. Pero ¿y si triunfan los príncipes? ¡Oh, hijos míos! Mis hermosos hijos. ¿Cómo voy a decirle a Tetisheri que la luz de sus ojos ha muerto? Con un estremecimiento pasó sobre el cuerpo de Meketra y se preparó para hablar con su mayordomo.

—¡Majestad! —exclamó acercándose a ella—. ¡Tienes las manos ensangrentadas!

—No es sangre, Kares —respondió con cansancio—. Es veneno. Dame tu brazo. Estoy muy cansada y esta mañana hay mucho que hacer.

Aahmes-Nefertari fue hacia el cuartel y el amplio campo de entrenamiento pasando por las habitaciones de servicio. Se había detenido en la casa el tiempo justo para quitarle un cuchillo y un hacha pequeña a un Seguidor muerto, objetos que le resultaban completamente extraños en la mano. Mientras salía corriendo de la penumbra de la casa a la luz cegadora del amanecer, lamentó amargamente el día en que salió del perímetro de la propiedad con un excitado Ahmose-Onkh de la mano. Si hubiera permanecido dentro de los límites prescritos para una esposa y madre no estaría en este lío, se dijo. Algún otro estaría empuñando estas armas con mucha más habilidad que yo, algún hombre con autoridad y con una voz capaz de vencer cualquier oposición. ¿Pero quién? Sus pensamientos siguieron fluyendo mientras se acercaba a las habitaciones más amplias ocupadas por los mayordomos. Soy la única que queda.

—¡Uni! —llamó mientras abría la puerta del servidor con el filo del hacha—. ¡Os necesitamos enseguida en la casa, a ti y a Kares!

Uni ya había abandonado el lecho y estaba de pie, desnudo, junto a un recipiente de agua del que salía vapor. Su expresión de sorpresa no duró mucho y ella no esperó a verle ponerse algo de ropa. Sabía que, como todo buen mayordomo, respondería de inmediato y con eficiencia.

Una hilera de árboles crecía entre la parte trasera de las habitaciones de servicio y el muro protector de la propiedad. La puerta que conducía al sendero que cruzaba los campos en dirección al desierto, por lo general, estaba bien custodiada. En realidad, esperaba encontrar allí dos fuertes brazos empuñando espadas para que la acompañaran, pero ese día nadie le dio el aviso, pasó la verja y dobló a la derecha, hacia el sendero que la llevaría a su destino.

Ya podía oír el tumulto. Los hombres gritaban y una nube de polvo flotaba sobre la zona. Debí ponerme el casco de uno de los Seguidores muertos, ponerme una pulsera de oficial, cualquier cosa para dar una impresión de control, se dijo. Me siento torpe y tonta, sin pintar, despeinada, con la muñeca dolorida por el peso del hacha mientras trato que el cuchillo no se me enrede en la túnica. No me he puesto un amuleto protector. ¿Si muero hoy lo haré cómo una mujer valiente de la familia real o pareceré una figura ridícula? Tenía ganas de llorar, de dejarse caer al suelo y apoyar la cabeza en las rodillas. Quería que Ahmose apareciera por arte de magia, que tomara las armas que ella llevaba y que la enviara a sus habitaciones con palabras de alabanza por su intento. La imagen del rostro de su marido aumentó su desesperación, pero también fortaleció su resolución. Si debo morir, que así sea, se dijo con firmeza. No debo deshonrar a mis antepasados. No debo acostarme en el barro con Tani.

Ya alcanzaba a ver el campo de adiestramiento y la parte de atrás del estrado desde el que se podían contemplar los movimientos de las tropas. En él había alrededor de una docena de hombres y, sobresaltada, Aahmes-Nefertari reconoció entre ellos a Intef y a Lasen. En la arena reinaba la confusión causada por soldados que luchaban. Más hombres salían del cuartel. Aahmes-Nefertari comenzó a avanzar más despacio y notó que, aunque muchos de ellos llevaban el shenti blanco con bordes azules, señal de que pertenecían a las fuerzas reales, había más o menos el mismo número que llevaban los colores de los príncipes. Todos iban armados.

La muchacha cuadró los hombros, sostuvo con fuerza el cuchillo en una mano y el hacha en la otra y rodeó la esquina del estrado, subió los escalones y mientras en su interior se encomendaba a los dioses, se mezcló con la pequeña multitud.

—¡A un lado, todos! —dijo con voz tajante. Por el rabillo del ojo vio al jefe del cuartel, con los brazos en jarras, que fruncía el entrecejo al ver la multitud indisciplinada de soldados que se movían en la arena. El instinto le dijo que debía seguir hablando, mantener el tono frío e imperioso, de manera que le hizo un gesto con el cuchillo—. Amón-Nakht, llama a un guardia para que me custodie y usa ese cuerno que cuelga de tu cintura. ¡Mira esa chusma! Sopla hasta que dejen de gritar. —Amón-Nakht miró inseguro en dirección a los príncipes y, con el corazón en la boca, Aahmes-Nefertari dio un paso hacia él—. ¡Ahora! Tú y sólo tú eres responsable del orden y de la disciplina de las tropas aquí acuarteladas. ¿Debo recordarte tu deber? ¿Cómo es posible que hayas permitido este caos? ¿No tienes orgullo?

Tras un instante de vacilación, Amón-Nakht se acercó a regañadientes al borde del estrado, llamó a dos soldados de Weset y soltó el cuerno que llevaba en la cintura. Intef lanzó un grito estrangulado y comenzó a hablar, pero Aahmes-Nefertari se volvió hacia él.

—Ni tú ni tus tropas tenéis nada que hacer aquí, Intef —dijo alzando la voz—. Sea cual sea el propósito que tuviste al mezclarlos con mis hombres, será mejor que los separes antes de que haya derramamiento de sangre.

Los dos soldados a quienes Amón-Nakht había llamado subieron al estrado y la flanquearon, ella sintió su confusión. Amón-Nakht no había dado el toque. Estaba de pie, con el cuerno en la mano, y todo su cuerpo demostraba su indecisión. No puedo ordenarles que me protejan, pensó Aahmes-Nefertari, ni puedo mostrar debilidad, porque en ese caso estos hombres caerán sobre mí como leones.

Fue Lasen, no Intef, quien la desafió. Había estado hablando con un grupo de oficiales de distintos cuerpos y al ver que Aahmes-Nefertari subía al estrado, interrumpió su charla pero no hizo ningún otro movimiento. La observaba con avidez, con los ojos entrecerrados. Luego se le acercó con imprudencia.

—Creo que eres tú la que no tiene nada que hacer aquí, Alteza —dijo con grosería—. Este es un asunto de hombres. Vuelve a la casa. Intef y yo estamos tomando el mando del ejército de Weset. A tus hermanos ya no se los considera Señores de Egipto. Han perdido ese derecho por su arrogancia y por la ruina que han traído durante los últimos dos años. Si no deseas ser molestada, vuelve a la casa.

Era una clara amenaza. Aahmes-Nefertari sintió que su ira crecía y con ella el miedo se evaporó. Acercó su rostro al de él y lo empujó con la daga.

—El derecho de gobernar Egipto es un asunto de sangre y de procedencia —susurró—. No tiene que ver con lo que opinen lombrices como tú, Lasen. —Señaló con el hacha lo que ocurría en el campo de entrenamiento—. ¡Esos hombres nos pertenecen a Kamose, a Ahmose y a mi!, son propiedad de los Tao. ¿Me has oído, cobarde?

Se volvió, dolorosamente consciente de que le daba la espalda, y se acercó a Amón-Nakht.

—Sopla ese maldito cuerno —ordenó—. O haré que te maten por traición en lugar de arrancarte la nariz por insubordinación. —Pasó junto a Intef y Lasen con todo el desprecio que pudo, y se enfrentó a los oficiales de Weset, con los que se jugó su mejor carta—. Su Majestad y Su Alteza en este momento están acabando con la insurrección instigada por estos príncipes. Los medjay recorren toda la propiedad. Si me obedecéis enseguida, haré todo lo que pueda para que vuestra deslealtad no sea castigada.

—¡Pero eso no es posible! —explotó Intef—. Meketra me aseguró…

—¿Qué te aseguró? —preguntó Aahmes-Nefertari con desprecio, sin molestarse en volver la cabeza—. ¿Lo fácil que le resultaría matar al rey? No es tan fácil matar a una divinidad, Intef. —En aquel momento caminó hacia los príncipes—. ¿Bueno? ¿Os rendiréis o huiréis? Decididlo con rapidez. El rey y mi marido ya deben haberse encargado de vuestro veneno y Hor-Aha vendrá a vengarse de vosotros.

La miraron durante lo que le pareció una eternidad. Sin vacilar, los desafió a llamarla embustera, a preguntarle por qué ella, una mujer, había sido enviada a restaurar el orden entre los soldados, que sin duda estarían mucho más dispuestos a escuchar a alguien de su clase, por qué Kamose estaba dispuesto a exponer a su hermana a un peligro extremo en lugar de haber enviado a un grupo de medjay armados. Espero que consideren que mi presencia es un plan astuto de Kamose, pensó mientras mantenía la mirada puesta en los príncipes. Ellos ya lo consideran cruel y despiadado. Cualquier hombre dudaría antes de matar a una mujer, sobre todo a una que pertenece a la familia real. ¿Cuánto tiempo puedo permitir que sus mentes recorran todas sus dudas? ¿Hasta qué punto serán necios?

—¡Arrestadlos! —ordenó con rudeza a los oficiales silenciosos—. Llevadlos a la cárcel. ¡No permitáis ninguna interferencia!

En aquel momento sonó el cuerno, estridente y sobrecogedor. Amón-Nakht sopló cuatro veces hasta que el griterío del campo de entrenamiento se convirtió en un murmullo de descontento y uno por uno todos los rostros miraron al estrado. Intef e Lasen comenzaron a protestar, indignados por verse rodeados por los oficiales, pero en los rostros de éstos ya no había dudas y los príncipes fueron sacados de allí.

Aahmes-Nefertari sabía que la batalla no estaba ganada del todo. Los soldados de los otros territorios, al ver a sus príncipes conducidos a la cárcel, comenzaron a protestar y muchos de sus oficiales todavía seguían ocupando el estrado. Aahmes-Nefertari se apresuró a acercarse a Amón-Nakht.

—Haz el trabajo para el que fuiste entrenado —ordenó.

Ordénales que formen filas, con nuestras tropas en la retaguardia. Que depositen las armas en el suelo, frente a ellos.

Esperó tensa mientras Amón-Nakht impartía órdenes aullando y los hombres obedecían de mal humor. Todavía quedaban oficiales de Intef y de Lasen en el estrado, a sus espaldas. Aahmes-Nefertari tuvo conciencia de que una palabra de cualquiera de ellos, una orden que contradijera las suyas, produciría un disturbio, pero permanecieron en silencio.

Por fin, miles de soldados formaron, con las espadas y las hachas junto a sus pies llenos de polvo. Mientras los miraba detenidamente a través de la neblina, Aahmes-Nefertari se dio cuenta de que tenía el cuchillo y el hacha cruzados en el pecho como si fueran los emblemas reales. No modificó su posición.

—Ahora diles esto —dijo en respuesta a la mirada interrogante del jefe militar—: Deben volver a los cuarteles, junto a sus oficiales, cada ejército al que Su Majestad le asignó, y permanecer allí. No deben tener más contacto con los soldados de Weset. Cualquier hombre que salga será inmediatamente ejecutado. Las armas se quedarán donde están. —Amón-Nakht asintió. Mientras él repetía sus instrucciones, Aahmes-Nefertari se volvió hacia los oficiales que la miraban con desconfianza—. Aquellos de vosotros que debíais fidelidad a Su Majestad a través de los príncipes, sois culpables de traición y os habéis ganado la ejecución. Sin embargo, hasta que me entere de los deseos de Su Majestad, os encerraréis con vuestros hombres y, tal vez, al ayudar a impedir un desastre obtendréis el perdón. En cuanto a vosotros, oficiales de Weset… —Hizo una pausa durante la que los obligó a mirarla—. Os conozco a todos. ¿Acaso no he pasado muchas horas aquí, en vuestra compañía?

¿No me he preocupado por el bienestar de las tropas? Me avergüenzo de vosotros.

Uno de ellos alzó una mano.

—Alteza, ¿puedo hablar? —suplicó.

Aahmes-Nefertari asintió con brusquedad.

—Los príncipes nos ordenaron que nos reuniéramos aquí —explicó—. Nos dijeron que Su Majestad y Su Alteza habían muerto y que ellos tomaban el mando de los soldados egipcios. Nos amenazaron con castigarnos si nos negábamos a ordenar a nuestros hombres que hicieran lo que ellos mandaban. ¿Qué podíamos hacer?

—Podríais haber pedido ver los cadáveres —replicó ella—. Podríais haber exigido que lo verificara el general Hor-Aha. Os habéis comportado como campesinos necios en quienes ya es imposible confiar. Pero os daré la oportunidad de redimiros.

—En realidad no tengo otra alternativa, se dijo. No hay nadie que pueda mantener el orden aquí hasta que lleguen los medjay. Si vienen. Si no se han unido a esta revuelta, o peor, si no los han matado mientras dormían. Estoy de pie en el filo de la navaja y sangro invisiblemente. —Os hago responsables de hacer cumplir mis órdenes. No lo deleguéis en vuestros segundos. Vosotros mismos debéis organizar guardias para vigilar las armas, hacer los arreglos necesarios para que los soldados reciban comida y bebida en sus celdas y vigilar que nadie abandone el cuartel hasta que el general Hor-Aha en persona o un integrante de la familia real dicten nuevas órdenes. Su Majestad os nombró oficiales. ¿Sois capaces de llevar a cabo estos pequeños deberes?— Lo dijo con tono burlón y los rostros que la miraban adoptaron una expresión sombría. —Abandonad el estrado. Los hombres ya van a sus celdas. Comprobad que van donde deben.

La saludaron, bajaron del estrado y se perdieron de inmediato entre la multitud. Pero ella no se animó. No tengo medios para reforzar mis valientes palabras, se dijo. Puede suceder cualquier cosa.

Se volvió a reunir con Amón-Nakht y durante un momento ambos observaron en un incómodo silencio a las tropas que se dispersaban. Luego Aahmes-Nefertari lo enfrentó.

—A menos que pueda confiar en ti, las órdenes que acabo de dar a los oficiales no tienen valor-dijo. —Tú eres el jefe de cuartel. Si hay sedición en tu corazón, no puedo abandonar este estrado. Debo traer mi lecho y acampar aquí. Él la miró con rápida perspicacia.

—Pero sin duda Su Majestad enviará un oficial de mayor grado para que se haga cargo —objetó con amabilidad—. Soy sospechoso, Alteza. Falté a mi deber. Fui influenciado por una autoridad superior. Lo lamento.

—¿Lo lamentas? —replicó ella—. Mi familia estuvo a punto de morir y de perder la propiedad. La guerra de Su Majestad contra Apepa pudo convertirse en algo inútil, todas esas muertes para nada, ¿y tú lo lamentas? ¡Dioses, Amón-Nakht! Tú y yo nos hemos enorgullecido tanto de estos hombres, los hemos cuidado tanto y, sin embargo, hoy vacilaste cuando te di mi primera orden.

—Estoy pensando que Su Majestad no habría enviado a su hermana a sofocar la insurrección de haber podido venir él mismo —contestó—. Estoy pensando que si Su Alteza se ve obligada a acampar aquí, en el estrado, es porque no hay nadie más que pueda controlar una situación muy difícil. —La volvió a mirar, especulativamente, pero con gran estima—. Estoy pensando que los príncipes son unos necios al no haber llegado a la misma conclusión y te aseguro que lamento haber subestimado el poder y la decisión de la Casa de Tao.

—Eso no te absuelve.

—¡Por supuesto que no! Dime, si quieres, Alteza: ¿Su Majestad está vivo todavía?

Aahmes-Nefertari respiró hondo.

—Kamose ha tenido el talento de ascender a hombres inteligentes. —Suspiró y decidió decirle todo a Amón-Nakht—. Ignoro cómo están las cosas en la casa. Casi todos los Seguidores han muerto. Un momento antes de que yo viniera aquí, Kamose iba al embarcadero a advertir a Ahmose. En cuanto a los medjay… —Se encogió de hombros en un gesto fatalista—. Lo único que espero es que Ramose y Ankhmahor hayan cruzado el río. Reza para que mis hermanos hayan recuperado la casa, pero… no sé más que lo que acabo de decirte. —En un gesto que era impulsivo y decisivo, le dio el hacha—. No podía permitir que el ejército se amotinara. ¿Tomarás mi lugar aquí, Amón-Nakht, o me arrestarás y ordenarás a tus hombres que liberen a los príncipes?

El militar cogió el arma con facilidad, como si no pesara nada.

—No estuve con Su Majestad en ninguna de sus campañas —dijo con franqueza—. Cuando la división de Weset fue acuartelada aquí, me hice responsable de mantener el orden dentro del cuartel. Cuando dejaron sólo las tropas de la casa, me encargué de los guardias de la casa y la propiedad, y mantuve la paz dentro del territorio. Nací y me crié en Weset. Amo mi hogar y a los señores que han hecho todo lo posible por mantenerlo a salvo. Recuerdo que, cuando vino Apepa, para nuestros soldados fue humillante tener que obedecer a los oficiales setiu. Alteza, yo no quería ver a Weset bajo la dirección de ningún príncipe que no fuera un Tao, pero nos dijeron que todo había terminado, ¿qué podíamos hacer? No somos más que soldados. Tenemos pocas cosas. Servimos a quien esté sentado en la cima del poder.

—Pero es posible que no todo haya terminado —interrumpió Aahmes-Nefertari—. Y en este momento yo estoy sentada en la cima del poder. ¿Me mantendrás allí, Amón-Nakht?

El militar inclinó la cabeza.

—Lo haré mientras pueda —dijo con tono grave—. Envíame noticias de la casa en cuanto te sea posible, Alteza, y a los medjay. A los oficiales de los príncipes no les gustará esto.

—Muy bien. —Sabía que él le había dado la respuesta más Cándida que podía esperar—. Puedes retirarte, Amón-Nakht. Por ahora no traeré mi lecho al estrado.

El jefe militar no sonrió ante la pequeña broma. La saludó con sobriedad y se encaminó a los escalones, pero de repente a ella se le ocurrió un pensamiento angustioso y lo volvió a llamar.

—Supón que todo se haya perdido y que yo haya sido equivocadamente optimista, y que el príncipe Ahmose-Onkh sea el único hijo real que quede. ¿Aceptarás mi cargo de regente y jefe supremo de mis ejércitos?

—Sí, Alteza —contestó él sin detenerse.

Aahmes-Nefertari permaneció unos instantes mirándolo cruzar el campo de entrenamiento, ahora bajo la fuerza del sol de media mañana. Debí haberlo interrogado acerca de los otros príncipes, Mesehti y Makhu, se lamentó. ¿Y dónde estará Meketra? ¿Y Nefer-Sakharu? Pero tal vez, si le hubiera hecho demasiadas preguntas habría mostrado mi inseguridad.

Entonces se rió en voz alta y, todavía empuñando el cuchillo abandonó el estrado y se fue por donde había llegado. ¿Insegura? Meketra y esa perra tal vez tengan ya el control de la casa. Tal vez todos los demás estén muertos. Quizás lo que he hecho sólo tenga la fuerza de un soplo de aire.

Acababa de llegar a la verja y en el momento en que la pasaba, los árboles comenzaron a agitarse. El sol cegador que se reflejaba en las paredes blancas de las habitaciones de servicio se convirtió de repente en borrosas rayas de colores y el sendero empezó a oscilar. Me voy a desmayar, pensó como si estuviera a una gran distancia. Tropezando giró hacia la izquierda y consiguió llegar a la sombra de unas acacias y, antes de derrumbarse, se apoyó contra el muro. Con la cabeza entre las rodillas esperó a que se le aclarase la vista y comenzó a llorar. La sacudían los sollozos, resultado del terror sufrido durante aquella mañana. Se abrazó el cuerpo y empezó a mecerse de un lado a otro bajo la amistosa sombra de las acacias. Lloraba por una acción que le había quitado toda la fuerza de la mente y del cuerpo, por Kamose y su soledad, por su marido, que se levantó del lecho para hacer algo sencillo y que tal vez se hubiera ido de su lado para siempre. Cuando terminó de desahogarse, se limpió el rostro con la túnica llena de polvo y se levantó temblorosa. El sol brillaba. La brisa recorría el parque. Aahmes-Nefertari volvió al sendero y caminó decidida hacia la casa.

Entró en silencio por la puerta de servicio, todavía empuñando el cuchillo ya casi olvidado, caminó un corto trecho por el amplio pasillo y luego vaciló, escuchando. Se oían voces bajas y, a cierta distancia, alguien lloraba, pero no había ruido de lucha. Lo que hubiera sucedido, para bien o para mal, había tenido lugar mientras ella no estaba. Avanzó hasta llegar a la puerta pintada que señalaba el comienzo del pasillo más ancho que conducía a las habitaciones principales y pasó de la tierra apisonada al suelo de cerámica. A esa hora, por lo general, los suelos habían sido barridos para quitarles la arena, pero en aquel momento sus sandalias crujían a su paso y no se veía a ningún sirviente con una escoba.

Continuó caminando con cautela, consciente de que el cuchillo que empuñaba no era más que una bravuconada. Llegó al lugar donde el pasillo se dividía, continuaba recto en dirección a la entrada principal y a las habitaciones públicas, a la izquierda hacia las habitaciones de las mujeres y a la derecha hacia las de los hombres, y allí se encontró con cuatro medjay que hablaban excitados. Al verla se irguieron e hicieron una rápida reverencia.

—Alteza, Alteza —dijeron, y Aahmes-Nefertari comprendió que la casa se había salvado.

—¿Dónde está Su Majestad? —preguntó.

Se pusieron firmes y la miraron con una expresión solemne en sus ojos negros y brillantes. Uno de ellos señaló.

—Allá —dijo—, en la habitación grande.

Aahmes-Nefertari les dio las gracias y, mientras la envolvía una oleada de gratitud hacia los dioses, corrió por el pasillo central. Kamose se había salvado. Estaba en el salón de recepciones con Ahmose, Hor-Aha y los demás. Todo iba bien. En su camino pasó junto a varios sirvientes de la casa que, arrodillados, limpiaban la sangre derramada donde habían caído los Seguidores. Los cadáveres ya no estaban allí. Todo ha vuelto a la normalidad, pensó con alegría, y yo he hecho mi parte y he sobrevivido. Ya todo ha pasado.

Pero en la puerta se encontró con Akhtoy. El mayordomo estaba sentado en un banco y su rostro estaba bañado en lágrimas. Se levantó con dificultad, se inclinó hacia ella y la frágil y reciente confianza de Aahmes-Nefertari desapareció.

—¿Qué pasa, qué pasa? —graznó—. ¿Está herido? ¿Y Ahmose, también lo está?

Akhtoy luchó por componer sus facciones antes de hablar, y el esfuerzo que hizo para recomponer la cortesía anónima que enmascaraba su rango de mayordomo aterrorizó a Aahmes-Nefertari.

—Su Majestad ha muerto —dijo el mayordomo con un temblor en la voz—. Recibió un flechazo en el costado mientras iba al embarcadero a advertir a Su Alteza. —Tragó y, como hipnotizada, Aahmes-Nefertari miró fijamente la garganta convulsionada del hombre—. La señora Tetisheri envió a un soldado a buscarte pero no te encontró. Estoy profundamente angustiado por haber tenido que ser yo quien te dé esta noticia. Perdóname, Alteza. Tu marido, el príncipe, ha sido…

Pero Aahmes-Nefertari no esperó para oír más. Lo empujó y pasó al Salón de recepciones.

El cuerpo de Kamose yacía en el gran escritorio que habían trasladado hasta allí desde las dependencias de Seqenenra. Una de las paredes de la habitación llena de columnas estaba completamente abierta al jardín y, a pesar de que no entraba directamente la luz del sol, la escena era horriblemente clara. Un desarreglado Amonmose, con un humeante incensario en la mano, estaba a los pies de Kamose, cantando en voz baja. Ramose y Hor-Aha estaban junto al cuerpo mutilado, de cuyo costado todavía sobresalía la flecha. Ankhmahor les daba la espalda a todos. Estaba apoyado en una columna, con la cabeza gacha, y más allá, al borde del jardín, se arracimaban los sirvientes, unos acuclillados en la hierba, otros reunidos en grupos, todos silenciosos por el dolor.

Tetisheri estaba sentada en el extremo opuesto del salón, en el escalón inferior del estrado donde comían la familia y los huéspedes importantes durante las fiestas. Estaba inmóvil, con la espalda rígida, las rodillas juntas bajo la túnica azul, con las manos cogiéndose los muslos. A Aahmes-Nefertari, en su turbación, ya le pareció momificada, pues la piel arrugada del rostro estaba tensa y parecía cuero, los labios finos dejaban al descubierto dientes amarillentos, los ojos se hundían bajo los párpados hinchados. Miraba al frente y apenas parpadeó cuando su nieta se inclinó ante ella.

—Abuela, ¿dónde está Ahmose? —preguntó Aahmes-Nefertari—. ¿Dónde está mi madre? —Apoyó una mano en el pelo enredado de Tetisheri y su abuela se movió.

—Deben morir todos —susurró. Su aliento era cálido y fétido—. Debemos cazarlos y degollarlos como animales salvajes que son.

—¿Dónde está Ahmose? —repitió Aahmes-Nefertari en voz mis alta, pero la anciana no le hizo caso, y al sentir que una mano se apoyaba en su hombro se enderezó.

—Está malherido —dijo Ramose—. Está en el lecho y el físico y tu madre se encuentran con él. ¿Dónde has estado, Alteza? Los sacerdotes sem han sido llamados y Kamose debe ir a la Casa de los Muertos para ser momificado. Tu madre se negó a entregarles su cuerpo hasta que tú regresaras, pero no dijo dónde estabas.

Aahmes-Nefertari lo miró a los ojos. Él también había estado llorando. Estaba pálido y tenía los ojos hinchados.

—En parte, yo soy responsable de esto —dijo con la voz rota—. Si hubiera comprendido lo profundo que era el odio de mi madre, si la hubiera denunciado a Kamose…

—¡Ahora no, Ramose! —exclamó Aahmes-Nefertari—. Más tarde ya habrá tiempo para recriminaciones ¡pero ahora no las puedo soportar! Debo ir a reunirme con mi marido.

Sin embargo, a pesar de su frenética preocupación por Ahmose y el alivio culpable que sentía porque seguía vivo, no conseguía apartarse del cuerpo de su tan querido hermano mayor. Se acercó al escritorio entre la nube de mirra acre, la salmodia del Sumo Sacerdote perforaba su tristeza, le acarició las mejillas, todavía ensangrentadas y muy frías y apretó los dedos de Kamose contra su rostro.

—¡Kamose, oh, Kamose! —suspiró—. Los dioses te darán la bienvenida, porque sin duda tu corazón será más ligero que la pluma de Ma’at, pero para nosotros, que no volveremos a oír tu voz, no hay más que tristeza. Ojalá hubieras vivido el tiempo necesario para saber que la rebelión ha fracasado y que no han deshecho tu trabajo.

Besó con suavidad la boca cubierta de sangre seca y se volvió hacia el Sumo Sacerdote.

—Amonmose, ¿qué sabes de mis hijos? —preguntó.

El hombre dejó de cantar y se inclinó ante ella.

—Están a salvo en mi celda del templo, Alteza —aseguró con voz ronca, las marcas de su dolor claramente visibles en su rostro—. La señora Nefer-Sakharu también está allí. Me dijo que tú la habías enviado para que ayudara a Raa con Ahmose-Onkh. Raa negó sus palabras y como yo ignoraba la verdad, puse a la señora bajo la vigilancia de uno de los guardias del templo.

—Gracias —dijo Aahmes-Nefertari con expresión sombría—. Cuando retiren el cuerpo de Su Majestad y regreses al templo, asegúrate de que Nefer-Sakharu no huya. Es una embustera. —Percibió la mirada dolorida de Ramose, pero se negó a mirarlo.

Le hizo una seña a Hor-Aha y se alejó unos pasos con él; con rapidez, le explicó lo sucedido en el campo de entrenamiento.

Mientras hablaba vio que la expresión del general cambiaba de un sufrimiento pétreo a la incredulidad.

—¿Tú hiciste eso, Alteza? —exclamó en voz baja—. ¿Tú? ¡Realmente la Casa de Tao ha sido bendecida con corazones de divino coraje! Ni Ankhmahor ni yo conocíamos la verdadera magnitud de la amenaza. Creímos que el ataque a tus hermanos se limitaba a la propiedad.

—Mi madre, mi abuela y yo sospechamos más —explicó Aahmes-Nefertari—, y si note lo dijeron fue porque la muerte de Kamose les borró todo lo demás de la mente.

—Tu madre acuchilló a Meketra cuando él hirió a tu marido —dijo Hor-Aha—. ¿No lo sabías, Alteza? Ya la llaman la salvadora. El cuerpo de Meketra sigue tirado en las escaleras del embarcadero. Ella ordenó que se lo dejara allí para que todos lo vieran.

Aahmes-Nefertari lo miró con auténtica sorpresa. Había recibido un impacto tras otro desde que Kamose fue a sus habitaciones y cada uno era un golpe nuevo, pero todavía no estaba en condiciones de asumirlos. Ahora no, se dijo como le había dicho a Ramose. Me ocuparé más tarde de todo eso.

—General, debes ir a los cuarteles para corroborar mis órdenes. Creo que el jefe de cuartel, Amón-Nakht, es digno de confianza, pero el resto de los oficiales pueden estar resolviendo desobedecerme y es absolutamente necesario contener a las tropas que los príncipes trajeron consigo. Llévate contigo a todos los medjay de los que puedas prescindir aquí. Si no, aún es posible que la muerte de mi hermano haya sido en vano. Y envía a alguien a la cárcel para asegurarte de que Lasen e Intef están bien custodiados. Trata de averiguar dónde están Mesehti y Makhu.

Hor-Aha la entendió enseguida. La saludó y fue al jardín. Después de dirigir una última mirada al cuerpo que hasta hacía pocas horas había albergado el alma de Kamose, Aahmes-Nefertari se encaminó a la puerta.

Cuando salía se cruzó con los sacerdotes sem. Al verla acercarse se echaron hacia atrás, ocultando sus rostros y ajustándose la ropa alrededor del cuerpo para no contaminarla pero ese día a Aahmes-Nefertari no le importaba que se los considerara impuros.

—Momificadlo bien —les dijo—. Haced los cortes con reverencia y vendadlo con respeto. Era nuestro rey.

Y ahora, Ahmose es el rey. La idea la golpeó con fuerza mientras se apresuraba hacia las habitaciones de su marido. Ahmose debe retomar la liberación de Egipto. ¡Oh, dioses, no sé si soy digna de ser una reina!

La puerta de la habitación de Ahmose estaba abierta, y cuando ella entró su madre se levantó de la silla puesta junto al lecho. Todavía vestía la túnica que Aahmes-Nefertari le había visto horas antes, ahora manchada con sangre seca. Las manos que le tendió a su hija también estaban sucias de sangre, pero Aahmes-Nefertari no se dio cuenta. Lanzando un sollozo se arrojó en los brazos de Aahotep y ambas mujeres permanecieron largo rato abrazadas, meciéndose y gimiendo. Luego Aahotep se separó.

—Ya me contarás más tarde lo que ha sucedido allí fuera —dijo bruscamente—. Primero debes saber que Ahmose recibió un golpe violento en la cabeza y que está inconsciente. El físico acaba de marcharse. Le ha cosido la herida y le ha aplicado una mezcla de miel, aceite de ricino y madera de serbal junto a una pequeña medida de tierra del cementerio de los campesinos para impedir la infección y secar toda supuración. No tiene el cráneo fracturado, y eso es algo que debemos agradecerle a Amón. Creo que la sorpresa de mi llegada debilitó el golpe del homicida.

—¿Vivirá?

Aahotep esbozó una sonrisa sombría.

—El físico considera que su estado es grave, pero no crítico. En su momento, recuperará la conciencia.

—Es un débil consuelo. —Aahmes-Nefertari se hundió en la silla que acababa de abandonar su madre y le señaló la túnica—. ¿Eso es…?

Aahotep lanzó una risa dura y en su rostro aparecieron desagradables arrugas de extenuación y de desprecio. Para Aahmes-Nefertari sonó alarmantemente cercana a la histeria.

—¿La dulce sangre de Kamose? No, no lo es. Apuñalé a Meketra dos veces. Es su vida la que luzco en mi túnica y debo confesar, Aahmes-Nefertari, que me vanaglorio de hacerlo. Cuando el cuerpo de ese hombre comience a pudrirse lo haré llevar al desierto para que sea devorado por las hienas.

—Pero los dioses no lo encontrarán para juzgarlo —exclamó Aahmes-Nefertari—. Su ka se habrá perdido.

Aahotep se encaminó a la puerta. —Me alegro— dijo con vehemencia. —No me importa. Siéntate con Ahmose. Háblale. Reza por él. Yo voy a tumbarme en mi lecho para dormir el sueño de los justos.

—Le salvaste la vida, madre —dijo Aahmes-Nefertari en voz baja, y notó que el rostro de Aahotep se oscurecía.

—Si los dos soldados y yo hubiéramos llegado un poco antes al sendero, tal vez hubiéramos podido salvar también a Kamose —dijo con amargura—. Mi marido y mi hijo, ambos víctimas de esos malditos setiu. Cuando Ahmose abandone el lecho, le haré jurar que atrapará a Apepa y lo arrojará al fuego en que se habrá convertido Het-Uart. —Se llevó al rostro las manos cubiertas de sangre seca y luego las dejó caer—. Perdóname, Aahmes-Nefertari. No soy yo.

La muchacha oyó que los pasos de su madre se alejaban por el pasillo y se volvió hacia la forma inerte de Ahmose. Cuando abandone el lecho, se dijo en silencio, e inclinándose sobre él lo estudió detenidamente.

Había recibido el golpe justo encima de la oreja derecha. Estaba tendido sobre el lado izquierdo, en dirección a ella, respiraba ruidosamente, y el brazo caía doblado sobre la sábana que lo cubría hasta la cintura. Había un brillo de sudor en su piel. El aceite aplicado por el físico se había derretido un poco y corría por la mata de su pelo rizado. Aahmes-Nefertari cogió una tela de lino húmedo del cuenco que había en la mesa y lo limpió con suavidad. Él no se movió ante el contacto de los dedos de su mujer. La palidez de su rostro era alarmante.

—No debes morir, queridísimo esposo —dijo en voz baja—. Egipto te necesita, pero yo te necesito más. Si no te recuperas, me veré obligada a calzarme un casco y guantes y a conducir yo misma el ejército hacia el norte. ¿Puedes imaginar una escena más inútil y ridícula? Ahmose-Onkh ya ha perdido un padre. ¿Debe perder otro? ¿Me oyes, Ahmose? ¿Mis palabras resuenan en tus sueños?

Le cogió la mano, y cuando comenzó a acariciarla pensó que si debía derramar más lágrimas tendría que ser en aquel momento, pero se había vaciado bajo las acacias de esa respuesta tan femenina ante el desastre. Algo le decía que no volvería a llorar por lo que era imposible modificar. ¿Para qué?

Los dioses decretaban el destino de los hombres y sólo aceptando sus deseos con valor, sin acomodarse en la pasividad y en la compasión de sí mismo, esos designios podían transformarse en ventajas. Sentada en aquella habitación silenciosa, con la mirada fija en su marido herido, mientras su mente se volvía implacable, Aahmes-Nefertari se deshizo de los últimos vestigios de la muchacha tímida que había sido.