Dos días después, el ejército partió hacia el sur. Treinta y tres mil hombres jubilosos recogieron sus mochilas y sus tiendas con presteza tras recibir la noticia de que regresarían a sus casas hasta que la cosecha y la siguiente inundación hubieran pasado. Los once mil restantes, que debían permanecer en Het-Nefer-Apu, no estaban tan contentos, pero con sabiduría Kamose decretó que las licencias que hubieran acumulado podían disfrutarlas en periodos de tiempo determinados, durante los que podrían volver temporalmente a sus pueblos. Intentaba mantener a todos los medjay cerca, acuartelándolos en la ribera occidental, frente a Weset. Le había dicho a Hor-Aha que montaría una expedición punitiva a Wawat, pero que sería después de las celebraciones de Weset. Hor-Aha recibió la noticia con su acostumbrada frialdad. Kamose no vio ni rastro de la chispa de arrogancia que el general había demostrado, pero a diferencia de Ahmose, no olvidó lo que sabía que Hor-Aha había revelado inadvertidamente. Lo archivó en su mente para tenerlo en cuenta más adelante.
Después de mucho pensarlo, decidió dejar también la armada en Het-Nefer-Apu, y les sugirió a Paheri y a Baba-Abana que dieran permisos a los marineros de forma rotativa para que también ellos pudieran pasar una temporada en sus pueblos. Pero insistió en que los capitanes de los barcos, incluyendo a los dos amigos, lo acompañaran a Weset junto a los príncipes y los oficiales de mayor rango. El botín de las embarcaciones capturadas esperaba en la tesorería de Amón y había premios que entregar y ascensos que anunciar.
Se obligó a llenar el tiempo con los preparativos del viaje: dictó cartas para la familia y para Amonmose anunciando su llegada, leyó los inventarios de armas y de la intendencia, inspeccionó los caballos, se reunió con el alcalde de Het-Nefer-Apu para enterarse de cualquier queja que pudiera tener el jefe de la ciudad respecto a la presencia continuada de una parte del ejército y para concederle el derecho de enviar a los soldados desocupados a ayudar en los trabajos de la cosecha. No le quedó tiempo para sentir dolor por Tani. Reconocía el peligro que entrañaba pensar en el dolor y la furia que todavía ardía en su interior. Ya habría tiempo de sumirse en el dolor cuando cerrara la puerta de su aposento en Weset y estuviera por fin solo.
De manera que una gran multitud de hombres, carros y animales comenzó a dirigirse al sur, unos en embarcaciones, otros marchando por la orilla, entre canciones y risas. A medida que transcurrían los días las filas iban mermando, los hombres se despedían de sus compañeros y se alejaban para dirigirse a sus casas y, por fin, en una soleada tarde de verano, una flotilla muy pequeña se aproximó a Weset. Es casi como al principio, pensó Kamose en la proa de su embarcación, con Ahmose y Ramose en silencio detrás de él y los príncipes sentados en almohadones a la sombra del camarote. Sólo nos mantenía una salvaje esperanza y cinco mil arqueros extranjeros. Ahora Egipto es casi nuestro, sólo nos falta Het-Uart. Sobre su cabeza, el viento del norte hinchaba las velas y su embarcación dejaba tras de sí una estela cristalina. Ibis blancos caminaban por las orillas, con paso lento y señorial dignidad, y más allá de los arbustos, los sembrados de su territorio se veían espesos y dorados. Durante un instante de éxtasis, el corazón se le hinchó de alegría y de orgullo, pero esas emociones se habían convertido en algo desconocido y no pudo hacerlas perdurar.
Mucho antes de que la ciudad estuviera a la vista, comenzaron a oír un sonido bajo y confuso que crecía a medida que los remeros avanzaban río arriba. Los príncipes se levantaron y se pusieron codo con codo junto a la borda. El ruido creció, era cada vez mayor, se convirtió en un rugido constante y, de repente, Kamose vio el gentío que se alineaba en la orilla oriental. Saludaban y gritaban en señal de bienvenida, arrojando flores que llovían sobre el agua. Los medjay respondieron al tumultuoso recibimiento gritando y bailando encantados en cubierta. Kamose levantó un brazo como respuesta al frenético homenaje y el ruido creció.
Cuando la embarcación real se puso en paralelo al canal que conducía al templo de Amón, Kamose vio que los sacerdotes estaban reunidos, con sus blancas y anchas vestiduras resplandeciendo bajo la fuerte luz del sol. Permanecían en silencio, pero cuando la embarcación llegó junto a ellos, se arrodillaron todos a la vez, con los brazos extendidos y la frente apoyada en el suelo.
Ahmose inspiró con fuerza.
—Creí en nuestra victoria —susurró entre el ruido—, pero hasta este momento ha sido como un sueño. ¡Lo logramos, Kamose!
Kamose no contestó. No lo hemos logrado, Ahmose, pensó con frialdad. Como hábiles físicos hemos contenido la putrefacción, pero todavía se puede extender. ¡Oh! ¿Por qué será que no puedo sentir nada? Como, duermo y bebo, y sin embargo estoy muerto por dentro. No siento la fiebre de mis compatriotas ni la excitación de los príncipes, sólo el dedo helado del temor. ¿Qué sucederá el año próximo? ¿Cómo lograremos anular la resistencia de Het-Uart? ¿Qué planes estará elaborando Apepa contra nosotros? ¿Creen estos necios que lo peor ya ha pasado?
La densidad de la multitud había disminuido y ya pasaban frente a los arbustos que dividían la ciudad de su propiedad. Kamose se puso tenso. Oyó que Hor-Aha ordenaba que las embarcaciones que conducían a los medjay viraran hacia la orilla occidental, donde todavía se alzaba su cuartel. De repente, tuvo ganas de agazaparse, de ocultar los ojos para no tener que recibir la carga de los rostros de sus familiares. Le asaltó el pánico. Ahora pasaban frente a las ruinas del viejo palacio, esplendoroso aún a pesar de sus muros resquebrajados. Empezaban a verse las escaleras del embarcadero, que brillaban cuando el agua cubría los escalones, y más arriba el corto sendero que desaparecía entre los árboles, la casa grande que se alzaba detrás.
Sus familiares, con los sirvientes arremolinados detrás, estaban allí: todos sonreían con ansiedad, con excepción de su abuela y la madre de Ramose, Nefer-Sakharu, con las pelucas y las túnicas flotando en la brisa. Cuando el capitán comenzó a dar las órdenes y la embarcación se acercó al embarcadero.
Aahmes-Nefertari hizo un esfuerzo para levantarse de la silla donde estaba sentada, con la túnica apretada al vientre hinchado por el embarazo. A otra orden del capitán, lanzaron un cabo a tierra y pusieron la rampa. Habían llegado.
Pero Kamose no se podía mover. Pesado como una piedra, permanecía enraizado a la cubierta mientras Ankhmahor y los seguidores bajaban por la rampa, subían los escalones y formaban un sendero protegido que él sabía que debía recorrer. Ahmose le tocó un brazo.
—Ya podemos desembarcar, Kamose —susurró—. ¿A qué esperas? ¿Ocurre algo?
Kamose no pudo responder. El pánico le invadió la mente. No quiero estar aquí, pensó. Ésta es la matriz de la que ya he salido. Éste es el lugar de ensueño del que tal vez nunca vuelva a despertar.
—¡Kamose! —exclamó Ahmose con urgencia mientras Behek bajaba corriendo las escaleras, levantando torrentes de agua. De un salto llegó a la rampa, patinó, recuperó el equilibrio y, ante la carcajada general de todos los hombres, se lanzó hacia su amo. Kamose sintió la nariz fría que se le apoyaba en la mano y vio los ojos brillantes de su perro. El hechizo se rompió. Se inclinó y acarició la suave cabeza; cuando se enderezó, logró que sus piernas cruzaran la rampa y lo llevaran hasta el pavimento caliente con Behek pegado a sus talones.
Brazos suaves lo rodearon. Cabelleras perfumadas le rozaron las mejillas y el cuello. Murmullos y gritos de bienvenida llenaban el aire. Por el rabillo del ojo vio que Ahmose y Aahmes-Nefertari se unían en un abrazo y se mecían de un lado para el otro, y también vio a Ramose abrazando a su madre, y tuvo ganas de llorar por ese vacío en su interior, que no era más que soledad. Después de abrazarlo brevemente contra su cuerpo reseco, Tetisheri lo estudió con calma.
—Estás tan tostado por el sol que se diría que eres un campesino del desierto —dijo por fin—. Pero tienes buen aspecto, Majestad. Es maravilloso volverte a ver.
—Estoy muy bien, abuela —contestó obediente—. En cuanto a ti, creo que vivirás eternamente. No has cambiado. Ella lanzó una de sus carcajadas repentinas y poco habituales. —Los dioses sólo reclaman a los virtuosos— dijo con una sonrisa. —Veo que has traído contigo a los príncipes. ¿Dónde los instalaremos a todos? Pero ven. Uni ha puesto doseles junto al estanque. Comeremos y beberemos, y juzgaré el valor de esos hombres. ¿Los has convertido en buenos jefes, Kamose, para que puedas quedarte en casa mientras ellos llevan a cabo la campaña del año próximo? ¿Ya tienes planes para apoderarte de Het-Uart? ¿Y Tani? Tus informes no hablaban de ella a pesar de que Ramose pasó cierto tiempo en el palacio. Son malas noticias, ¿verdad?
Habían comenzado a caminar por el sendero que conducía al jardín. Aahotep se le acercó y enlazó un brazo con el de su hijo. Detrás los seguía el resto del séquito hablando animadamente. Kamose quería apartarse de ambas mujeres y correr hacia los árboles bajo cuya sombra pasaban.
—Ahora no, Tetisheri —dijo tenso—. Éste no es el momento. ¿Por qué tienes la cabeza tan dura? Yo, nosotros, todos necesitamos descansar. Hemos de darle las gracias oficialmente a Amón, habrá que entregar recompensas y todos debemos divertirnos antes de volver a pensar en el futuro.
—Perdóname —dijo Tetisheri, y él se detuvo y se volvió hacia ella, desesperado.
—No. Soy yo quien debe disculparse —consiguió decir—. Tienes razón. Las noticias referentes a Tani son muy malas y ninguna de vosotras tendría que oírlas. Sin embargo, esta noche debemos agasajar a los príncipes. Después os lo contaré todo.
Habían llegado al estanque y al agradable césped que lo rodeaba. Grandes doseles los protegían del sol. Bajo su sombra había montones de almohadones. La familia se instaló mientras Uni, con muchas reverencias, dirigía a los demás hacia los refugios adyacentes. Aparecieron sirvientes cargados con bandejas cubiertas de fuentes, servilletas y jarras. Los músicos ocuparon su lugar junto al estanque lleno de lirios. Tetisheri se levantó y alzó una mano imperiosa. Al instante las conversaciones cesaron.
—Príncipes de Egipto, jefes militares y amigos —empezó diciendo—. Os doy la bienvenida al corazón de Egipto. Habéis logrado la victoria pasando grandes sufrimientos y desesperanzas. Ahora es tiempo de celebrarlo. Comamos y bebamos juntos y recordemos que si no fuera por la valentía de mi hijo Osiris Seqenenra, este día sería igual a cualquier otro. Mi mayordomo.
Uni está a vuestra disposición mientras estéis aquí. ¡Larga vida y felicidad para todos!
Se volvió a sentar entre una tormenta de aplausos. Los sirvientes comenzaron a alejarse. Los músicos llenaron el aire de melodías.
Aahmes-Nefertari estaba en una silla. Ahmose, que se había hecho un nido de almohadones a sus pies, se arrodilló y apoyó el rostro en el vientre de su mujer.
—¡Te he extrañado tanto! —murmuró cogiéndole la mano—. No sabes lo que me alegra que esta criatura haya esperado para nacer a que yo llegara. ¿Tu salud ha sido buena, hermana mía?
Ella le acarició la cabeza y luego lo alejó con suavidad.
—Ahmose, ¿acaso no te escribí un montón de papiros diciendo lo aburrido y previsible que era este embarazo? ¿Y ahora que me ves tan gorda y poco atractiva, todavía me amas? —Su mirada se encontró con la de Kamose.
¿Qué me estará diciendo?, se preguntó Kamose. Sonríe con la boca, pero no con los ojos. ¿Su salud no habrá sido buena? Un sirviente se inclinó ante ella ofreciéndole comida y el lazo entre Aahmes-Nefertari y él se rompió.
Comió la fruta de su territorio, bebió su vino y sintió que recuperaba un frágil equilibrio cuando su nariz se llenó con los olores de su infancia y sus oídos oyeron las voces que significaron seguridad y paz para él durante sus años de crecimiento. Ante él estaba la casa con las paredes encaladas protegiendo sus recuerdos, las puertas invitando a habitantes que procrearían otros, pero supo que cuando se levantara, cruzara el césped y entrara en su casa, ésta ya no lo reconocería. No había cambiado. Era él quien se había alejado por el río con un oscuro deseo interior que ahora exudaba por todos sus poros, una nube invisible que disminuía la gloria de la tarde dorada y lograba que la multitud alegre que lo rodeaba pareciera una aburrida pintura sobre un papiro quebradizo.
Observó a Ramose y a Nefer-Sakharu, sentados con las rodillas juntas bajo el dosel donde los príncipes bebían y reían. Madre e hijo se inclinaban el uno hacia el otro, con expresión solemne, hablando seriamente en murmullos. Su mirada se dirigió a Ankhmahor, quien se golpeaba el tobillo con un dedo al compás de la música. A su lado, su hijo Harkhuf le hablaba animado, y de vez en cuando el príncipe asentía o sonreía, pero sus pensamientos no estaban en las palabras de su hijo. Kamose suspiró en un esfuerzo por sacudir la tristeza que todavía lo envolvía, se irguió y pidió más vino.
A medida que saciaban su apetito, los príncipes comenzaron a alejarse del dosel y a acercarse uno a uno a presentar sus respetos a Tetisheri, ante quien se inclinaban y cuyas manos besaban. Ella habló con todos, interesándose por sus familias, preguntando qué división mandaban y lo que habían hecho, Kamose pensó que su abuela era una gran señora, inteligente, indomable y orgullosa. Sin embargo, a pesar de su estado de ánimo, no le pasó desapercibido que los príncipes Intef e Lasen, después de intercambiar algunas palabras amables con su abuela, se acercaron a la madre de Ramose y dedicaron el resto del tiempo a hablar con ella. Se puso en pie y mandó llamar a Paheri, a Baba-Abana y a su hijo Kay, y se los presentó a su familia. Al oír sus nombres las facciones severas de Tetisheri se relajaron. Los invitó a tomar asiento e inició una animada discusión sobre Nekheb, la construcción de embarcaciones y la estrategia de la lucha en el río. El estado de ánimo de Kamose mejoró un poco. Se excusó y los dejó.
Por la tarde, los integrantes de la familia se reunieron en los aposentos de Tetisheri. Akhtoy y un ocupado Uni habían logrado acomodar a los huéspedes y designaron sirvientes para que los atendieran. Hor-Aha había cruzado el río para informar que los medjay estaban instalados en su cuartel, contentos de estar de nuevo en tierra firme. Ankhmahor se hizo cargo de los guardias de la casa, los puso bajo las órdenes de los Seguidores y organizó las guardias antes de decidir que dormiría con sus hombres.
Ramose pidió que se le permitiera compartir las habitaciones de su madre y después de algunas vacilaciones Kamose aceptó. Sabía que la pausa entre la petición de Ramose y su concesión había dolido e intrigado a su amigo, pero algo en el modo en que los dos príncipes se habían acercado a Nefer-Sakharu y la forma en que ella los había saludado, le había preocupado. No podía definir la causa. Después de todo, se dijo irritado, Teti era amigo de casi todos los príncipes al norte y al sur del Nilo. Intef e Lasen conocían a su viuda desde hacía años. Debió de ser una alegría para ella volver a verlos y sentirse en libertad de hablar de Teti con ellos y con Ramose, para revivir viejos tiempos. No cabía duda de que ella no había podido encontrar mucha paz allí, con la familia de quien había ejecutado a su marido. Pero esas motivaciones no acababan de convencerle y su pequeña ansiedad no desaparecía.
Sin embargo, cuando recorrió los pasillos de la casa iluminados con antorchas y Uni lo hizo pasar a los aposentos de su abuela, trató de hacerlos a un lado. El resto de la familia ya estaba allí. Tetisheri estaba sentada junto a una mesa, con los pies apoyados en un escabel, los dedos cubiertos de anillos curvándose alrededor de una taza de vino. Frente a ella, Aahmes-Nefertari también ocupaba una silla. La muchacha se había hecho quitar el maquillaje y el pelo negro le caía como una cascada sobre los hombros. Estaba envuelta en un manto blanco y delgado que ella mantenía pegado a su cuerpo, a la altura del vientre. Kamose pensó que parecía cansada. Al verlo acercarse, ella le dirigió una sonrisa.
—Raa descubrió a Ahmose-Onkh arrastrando la serpiente de la casa por el salón de recepciones —le contó—. Por suerte la sujetaba por detrás de la cabeza. Gritó cuando Raa se la quitó de las manos y la arrojó al jardín. Podría haber mordido a ese niño idiota. Ruego que la serpiente no se ofenda y se niegue a volver. Eso sería una señal de mala suerte.
Una vez más, Kamose percibió la mirada que le dirigía, en parte especulativa, en parte atemorizada, antes de que ella apartara la vista.
—La serpiente no lo mordió porque no es más que una criatura —comentó—. Y volverá en busca de su leche por el mismo motivo. —Se sentó en el suelo junto a Ahmose y apoyó la espalda contra la pared.
—No es un mal augurio, Aahmes-Nefertari —dijo Aahotep. Estaba sentada en un banco frente a la mesa de cosméticos de Tetisheri, su larga trenza le caía hacia delante por un hombro y colgaba sobre el pecho cubierto de tela roja—. Ahmose-Onkh se está convirtiendo en un chiquillo malcriado. Ahora que has vuelto a casa, Ahmose, quizá puedas imponerle un poco de disciplina.
—¿Yo? —preguntó Ahmose sorprendido—. ¿Qué puedo hacer yo con una criatura de dos años? ¡Me aterroriza!
—Haz como si estuvieras adiestrando a un perro —aconsejó Tetisheri—. Prémialo cuando sea obediente. Castígalo cuando se porte mal y no haga caso. Un amo perezoso e indulgente tendrá un perro desobediente y no creo que los niños sean muy distintos a los perros. —Volvió su mirada severa hacia la infortunada Aahmes-Nefertari—. Tú no eres perezosa, pero no cabe duda de que has sido muy indulgente con el niño. También lo ha sido su niñera. De ahora en adelante, cada vez que lo miréis debéis imaginar que tiene piel gris y una larga cola.
Todos rieron, pero se pusieron serios rápidamente. El momento de unión y comprensión de la familia dio paso a un silencio de desconfianza, fruto de preguntas no formuladas. Kamose pensó en la madre de Ramose, que había pasado mucho tiempo con Ahmose-Onkh cuando llegó a la casa.
—Habladme de Nefer-Sakharu —pidió—. ¿Todavía sigue acongojada?
Aahotep se apresuró a contestar.
—¿Acongojada? —repitió casi con desprecio—. Si el malhumor y un deseo muy definido de reclusión pueden ser interpretados como congoja, sí, todavía está acongojada. No sé si recuerdas que tuvimos que alejarla de Ahmose-Onkh, Kamose. Las sirvientas la oyeron criticándonos a todos ante él y nunca se sabe si lo que se le dice a una criatura pequeña permanece en su recuerdo. Es una mujer muy poco agradecida.
Y tal vez peligrosa, pensó Kamose. Pero no hizo comentarios. Los anillos de Tetisheri golpearon la mesa.
—Basta de charla —dijo—. Queremos saber de Tani. Tú dictaste muchas palabras respecto a la incursión de Ramose en el castillo de Apepa, Kamose, pero lo que no dijiste nos ha causado muchas horas de preocupación. Dilo ahora.
Kamose la observó desde su posición en el suelo. Tetisheri lo miraba fijamente, con la expresión cuidadosamente compuesta, pero él la conocía lo suficiente para presentir la preocupación existente bajo las arrugas de su rostro curtido por la edad. Eso aumentó su renuencia a hablar, pero tragó con fuerza, levantó las rodillas y comenzó a repetir los acontecimientos que Ramose le había contado con tanto resentimiento.
Sus palabras fueron como flechas que herían a cada uno de los que escuchaban y se clavaban en ellos profunda y dolorosamente. Aahmes-Nefertari separó las manos que tenía entrelazadas, las llevó a los brazos del sillón y comenzó a agarrarse con fuerza a la madera dorada. Poco a poco el color desapareció de su rostro. Aahotep fue hundiéndose con lentitud en el banco hasta que apoyó la frente en las rodillas. Incluso Ahmose, que ya conocía el destino elegido por Tani, sintió el escozor de las palabras de su hermano mientras éste explicaba el matrimonio de Tani con el enemigo, su título de reina, el nombre que los setiu le habían puesto. Ahmose doblaba y alisaba el borde de su shenti y mantenía la mirada clavada en el techo. La única que permanecía inmóvil era Tetisheri, que apenas parpadeaba y cuyos ojos no se apartaban de la boca de Kamose. Pero éste tuvo la impresión de que el tiempo se llevaba consigo la vitalidad de su abuela, convirtiéndola en una antigua carcasa en la que la vida la había hundido.
No estaba seguro del tiempo que habló. Las palabras no podían modificar nada. Por fin cerró la boca y los envolvió un pesado silencio.
Kamose esperaba una explosión de furiosa indignación por parte de su abuela, pero cuando ella habló lo hizo con suavidad.
—¡Pobre criatura! —dijo—. ¡Pobre Tani! Fue a Het-Uart con tanto coraje, sin saber qué sería de ella, decidida a permanecer fiel a la familia a pesar de todos los tormentos a los que podía someterla Apepa. Pero no estaba preparada para una tortura tan sutil que no le tocó el cuerpo y que no reconoció como un ataque a su inocencia. ¡Y pobre Ramose! Su alianza con esta familia ha sido para él una maldición.
Aahmes-Nefertari empezó a llorar.
—¿Cómo pudo hacer una cosa así? —explotó con tono histérico—. ¿Cómo pudo entregarle su cuerpo a ese… a ese viejo reptil, al asesino de su padre, al blasfemo?
—Tranquilízate, Aahmes-Nefertari, o desfigurarás a tu hijo con tu violencia —le aconsejó su madre. Había luchado por erguirse y se cogía la trenza con ambas manos, como si se tratara de un salvavidas. Aahmes-Nefertari continuó sollozando.
—¡La idea de que nuestra sangre se mezcle con la de Apepa en alguna criatura bastarda que Tani pueda tener me enferma! —dijo Aahotep en voz alta y con tanto veneno que Kamose sufrió un impacto—. ¡No diré más! ¡No lo volveré a pensar! ¡No puedo soportarlo! ¿Qué diría Seqenenra?
—Diría que Tani es una víctima de la guerra —contestó Kamose con dureza. Al ver el excesivo rubor de las mejillas de su madre y el brillo poco natural de sus ojos se levantó, cogió la taza de vino de manos de su abuela, se la llevó a Aahotep, la rodeó con los dedos temblorosos de su madre y la ayudó a llevársela a los labios. Ella bebió el vino y luego alejó a su hijo de un empujón.
—Es fácil para ti hablar así —dijo—. ¡Una víctima de la guerra! Todos somos víctimas de la guerra y sin embargo hemos mantenido nuestra integridad. —El vino brillaba en su boca. Algunas gotas colgaban temblorosas de su negra trenza—. Vosotros, los hombres, podéis purgar vuestros sufrimientos con la acción. Marchar, sudar, blandir vuestras espadas, hundir vuestro dolor con derramamiento de sangre. Pero ¿y nosotras? Tetisheri, tu hermana, yo. ¿Cómo podemos librarnos de este dolor? ¿Podemos cazar? ¿Nadar? ¿Comer mucho? ¿Dormir muchas horas? —con un solo movimiento echó atrás la cabeza, bebió todo el vino que contenía la taza y luego la puso boca abajo en la mesa—. Esas amables actividades no son suficientes para quemar un dolor que crece y sigue creciendo dentro del corazón. Sois afortunados, hijos míos. Podéis morir matando.
Se levantó con torpeza, haciendo caer el banco al suelo, y se encaminó a la puerta. Los demás la observaban en un silencio lleno de asombro. Cuando Aahotep se hubo ido, Tetisheri se aclaró la garganta.
—Tani es su hija —dijo—. Siente esto más que los demás, incluso más que yo. Por la mañana lo verá con más cordura.
Pero Kamose, con el fiero discurso de su madre todavía resonando en sus oídos, no estaba tan seguro. Volvió a fijar la atención en su hermana.
—Ahmose, llévala a sus aposentos y que Raa la acueste. Toma una cucharada de miel, Aahmes-Nefertari, te tranquilizará y te ayudará a dormir. Ahora vete.
La muchacha asintió y permitió que su marido la ayudara a levantarse de la silla. Había dejado de llorar. Juntos llegaron a la puerta.
—¿Puedo volver, Tetisheri? —preguntó Ahmose.
Ella lo miró durante largo rato y de repente su rostro se iluminó con una sonrisa.
—¡Claro! —dijo—. Hasta que llegues, tu hermano y yo no pronunciaremos una sola palabra.
No lo dijo con sarcasmo. Ahmose asintió y él y Aahmes-Nefertari salieron. Uni apareció bajo la puerta.
—¿Vuestra Majestad necesita algo? —preguntó.
—Sí. Trae más vino, dos tazas limpias y todos los dulces que hayan quedado de la comida en el jardín —ordenó Tetisheri—. Y asegúrate de que Kares y Hetepet estén con Aahotep. Dile a Kares que dentro de un par de horas me traiga noticias del estado de su ama. Dile a Isis que me desvestiré sola esta noche. Puede acostarse. —El mayordomo salió con una reverencia. Tetisheri se puso muy erguida y comenzó a pasearse—. Me duelen las articulaciones. ¿Por qué me duelen si es verano? Por lo general, sólo me sucede en las noches frías de invierno. ¡Ah Kamose! La noticia de Tani ha borrado la alegría de tu victoria. Debemos traerla a casa cuando por fin mates al impostor. Coge ese almohadón del suelo y ponlo en mi silla. Gracias. Tenemos mucho de que hablar cuando vuelva tu hermano y los huesos de mi anciano trasero sobresalen como los de la pelvis de un burro.
Continuó caminando de un lado a otro hasta que con un discreto golpe, Uni y otro sirviente entraron y pusieron vino y dulces en la mesa. Ahmose regresó cuando éstos se retiraban. La puerta estaba cerrada. Tetisheri se instaló en el sillón.
—¿Está dormida? —quiso saber.
—Todavía no, pero ya está más tranquila —contestó Ahmose. Cogió un plato y una taza de vino y volvió a ocupar su lugar en el suelo. Kamose se le unió.
—Nos quitaremos a Tani de la cabeza —dijo Tetisheri con decisión—. No de nuestros corazones ni de nuestras oraciones, por supuesto, pero no ganamos nada con interminables insultos a Apepa y acusaciones a Tani. Quiero que me habléis de la campaña y de la batalla. El oasis, la marcha por el desierto, el envenenamiento de las fuentes de agua del oasis, todo. Esta tarde, Abana y Paheri me dieron una clara visión de la composición de la armada, de su moral y de sus propósitos, de manera que no me aburráis con cosas que ya sé. Tienes buenos hombres, Kamose.
Los hermanos se miraron y luego levantaron sus tazas en un silencioso acuerdo.
—Te saludamos, abuela —dijo Ahmose con una sonrisa—. Realmente eres una fuerza imposible de detener.
—¡No seas impertinente! —dijo ella mientras bebía, pero era evidente que el comentario de su nieto le había agradado.
Ese gesto hizo más ligera la atmósfera sombría que reinaba en la habitación, que de repente se convirtió en un refugio agradable. Las lámparas despedían un reflejo constante, suavizando el rostro de Tetisheri, creando sombras cálidas y uniéndolos a los tres. La comida en la mesa tenía un olor dulce que se mezclaba con el delicado sabor del vino, y Kamose pensó cómo se acumulaban a lo largo de una vida los recuerdos de simples placeres sensuales, que son, en definitiva, lo que proporcionan cordura e integridad. No tenía hambre. Mientras Ahmose comía todo lo que tenía en el plato y se volvía para servirse más, Kamose bebió su vino y comenzó a hacer un recuento de todo lo sucedido desde que salieron de Weset. Había mucho que contar que no había podido incluir en los informes regulares que dictaba. Tetisheri escuchaba con atención, y a veces lo interrumpía bruscamente con preguntas.
Cuando Ahmose terminó de comer se unió al diálogo, y poco a poco Kamose se dio cuenta de que había tomado las riendas de la conversación. Ni su hermano ni su abuela parecían haberse dado cuenta de que él permanecía en silencio. Había entre ellos una armonía desconocida hasta entonces. Ahmose hablaba con fluidez y claridad, contestando a Tetisheri con sonrisas y gestos, y ella a su vez se animó, se inclinó hacia delante y sus dedos envejecidos se movían como abanicos en el aire quieto. Kamose los miraba sorprendido, pero poco a poco su sorpresa disminuyó y volvió a experimentar esa sensación de trastorno que casi lo había acobardado al llegar en la embarcación.
Se comprenden, pensó. Después de años de amable distanciamiento, de repente han aprendido a respetarse. ¿Cuándo sucedió? ¿Y cómo? La abuela siempre había juzgado a Ahmose como un muchacho dulce pero un poco necio, y Ahmose se irritaba ante lo que él consideraba un modo de ser dominante. He perdido mi lugar en su estima. He sido degradado. Los celos surgieron en su interior, pero desaparecieron con la misma rapidez con que habían aparecido. Ya no formo parte de este lugar ni de esta familia, pensó con tristeza. Soy un Tao, gobierno este territorio, pero el muchacho que era ya no existe. Es como si él hubiera muerto y yo, esta imitación de Kamose, hubiera llegado de algún lugar lejano para reemplazarlo. No es simplemente la guerra lo que me ha cambiado. He cambiado, pero creo que he estado dirigiendo mis pasos hacia este momento desde el día en que Si-Amón se suicidó. Los quiero a todos, mis auténticos parientes, pero nunca podré volver a estar entre ellos.
Volvió en sí y se dio cuenta de que la conversación había cesado y de que ambos lo miraban inquisitivamente.
—Lo siento —dijo con esfuerzo—. ¿Qué decíais?
—La abuela te preguntaba qué planes tienes para la próxima estación —explicó Ahmose—. Después de la acción de gracias y de las celebraciones vendrá la inundación, ¿y entonces qué, Kamose?
Kamose había estado tan enfrascado en sus reflexiones que ignoraba si habían hablado de la petición de Hor-Aha respecto a los medjay. Habló vacilante. A pesar del vino que había bebido, estaba sobrio y terna la garganta seca.
—Los kushitas amenazan Wawat —dijo ordenando sus pensamientos—. Hor-Aha quiere que llevemos una fuerza punitiva al sur para ayudarlos. Tal vez sea una buena idea.
Tetisheri enseguida se puso en guardia.
—¿Por qué? —preguntó—. Deja que los salvajes resuelvan sus problemas. No nos podemos permitir atraer la atención de los kushitas. No podemos abrir un nuevo frente en el sur y dividir nuestras fuerzas.
—¿No crees que tenemos una deuda con Hor-Aha? —preguntó Kamose—. ¿Y si no ayudamos a los medjay y desertan de nuestro ejército?
—Hor-Aha ha sido bien recompensado por su lealtad hacia esta casa al ser promovido a general y al recibir un título de príncipe, además de habérsele prometido un territorio para gobernar en el Delta —replicó Tetisheri—. Ésa fue una decisión estúpida, Kamose. A la larga servirá para que te ganes la oposición de todos los nobles egipcios.
—La madre de Hor-Aha era egipcia —le recordó Kamose—, y a pesar del color de su piel, él se considera egipcio. En cuanto a la revuelta de los medjay, no me preocupa. Es más probable que desaparezcan. —Enderezó las piernas, se levantó del suelo y se sirvió más vino. Luego ocupó la silla que Aahmes-Nefertari había dejado vacía—. No. Hay mejores motivos para hacer una incursión punitiva a Wawat y rescatar a las familias de los medjay de sus desagradables vecinos.
—Teti-en —dijo ella enseguida. No era una pregunta sino una afirmación.
Kamose asintió.
—Él es uno de los motivos. Estás enterada del explorador que fue interceptado en el oasis. Llevaba una petición de auxilio de Apepa a Teti el Apuesto. Es evidente que la petición no llegó a su destino, pero si Teti-en se considera un aliado de Apepa no podemos descartar que se produzca en algún momento un ataque desde el sur. Debe de estar enterado de lo que ha estado sucediendo en Egipto.
—Pero sin duda lo sucedido lo mantendrá quieto —objetó Ahmose—. Ya hemos hablado antes de esto, Kamose. Teti-en pudo haber intentado una pequeña incursión en Egipto, tal vez incluso atacar Weset. Primero hubiera tenido que conquistar Wawat, pero tal vez lo habría logrado. Ahora que tenemos todo el país en nuestro poder menos una ciudad y sus alrededores, ya es tarde para él. Su derrota sería segura.
—De todos modos, no me gusta tener una amenaza a mis espaldas, por pequeña que sea-contestó Kamose. —Pero hay un motivo más poderoso que me ha llevado a decidir ayudar a los medjay—. Su taza estaba de nuevo vacía, aunque no recordaba haber bebido. —Voy a reclamar las rutas del oro. Necesitamos oro, y mucho, para los dioses, para nosotros si me coronan rey, para pagar a los príncipes y para volver a edificar Egipto. No sabemos nada de los fuertes que nuestros antepasados erigieron para salvaguardar las minas de oro; ignoramos si todavía continúan en pie, si las tribus se han apoderado de ellos. A los setiu no les han interesado porque tienen el oro y porque Teti-En tiene un tratado con ellos. Yo recuperaré esos fuertes.
—Así que ya estás decidido —dijo Tetisheri—. A los príncipes no les gustará. Querrán volver a sitiar Het-Uart el próximo invierno.
Ahmose le dirigió una mirada de advertencia que Kamose no pasó por alto.
—¡Los príncipes no ven más allá de sus aristocráticas narices! —explotó—. Harán lo que se les diga o sufrirán mi cólera. Tengo casi todo Egipto en mis manos y, sin embargo, me siguen mirando por encima del hombro, temerosos de despertar una mañana y descubrir que por arte de magia Apepa lo ha reconquistado todo. ¡Son unos cobardes!
—Distanciarte de ellos podría significar perderlo todo —le advirtió Ahmose enseguida—. Hay un punto medio entre mantenerlos seguros y obligarlos a hacer todo lo que tú quieras, Kamose.
La furia de Kamose se evaporó y sólo contestó con un gruñido. Tetisheri se levantó de la silla.
—Id a la cama —dijo—. Estoy muy cansada. ¿Iréis mañana al templo y dispondréis los preparativos para la acción de gracias, Kamose?
—Sí. —Ahmose y él ya se dirigían a la puerta—. Felices sueños, abuela.
Tetisheri les hizo señas de que salieran y la puerta se cerró con suavidad tras ellos.
El guardia apostado en el pasillo los saludó mientras caminaban hasta sus respectivos aposentos.
—Has llegado a un acuerdo con Tetisheri —comentó Kamose cuando se detuvieron frente a la puerta de Ahmose, antes de separarse.
Ahmose sonrió.
—Supongo que podría llamarse así —contestó—. Es más que una tregua. La última vez que estuvimos aquí me armé de valor y fui a sus habitaciones para exigir que me reconociera. Me recibió bien. Creo que hasta le causé respeto porque me defendí. He tardado mucho tiempo en crecer. —Se encogió de hombros y dirigió una mirada astuta a Kamose—. Sin embargo, no debes temer, porque sigues siendo su favorito. A mí siempre me juzgará y tendré que ofrecerle pruebas, sin esperanzas de un veredicto final.
Sus palabras hicieron que Kamose se sintiera mezquino. Le devolvió la sonrisa a su hermano y se alejó.
Entró en sus habitaciones y permaneció unos instantes empapándose de su familiaridad. Hacía muchos meses que no se acostaba en ese lecho, que no se sentaba en ese sillón, que no observaba a su sirviente personal subiendo las cortinas de la pequeña ventana. Había deseado estar allí, hasta el punto de que en su imaginación muchas veces cerraba la puerta y se volvía a mirar los objetos que le hablaban de su verdadera identidad, y en cuyo mudo abrazo podría pensar en Tani y hasta llorar por ella. Y ahora que su reconfortante fantasía se había hecho realidad, la invitación estaba allí, pero no deseaba aceptarla. No estoy listo, se dijo con resignación. Dormiré en el camarote de la embarcación. Cogió su almohada y una manta, apagó la lámpara que Akhtoy había dejado encendida y salió de la casa con la intención de dirigirse al embarcadero. Pero de alguna manera, sus pies tomaron el sendero que llevaba al muro que rodeaba el viejo castillo y a la columnata de la entrada.
La oscuridad lo envolvió pero no la temía, como tampoco temía a los escombros ni a las traicioneras cavidades que esperaban para torcer tobillos o romper huesos. Las vastas habitaciones no tenían secretos para él. Susurró un saludo reverente a los fantasmas que habitaban aquellos majestuosos espacios y luego subió la polvorienta escalera para salir por fin al tejado. Apartó las pequeñas piedras sueltas, dobló la manta y se acostó en ella. Durante largo rato permaneció contemplando las estrellas, que eran como puntos de plata en la negrura del cielo. Con lentitud, su mente se vació. La paz que sabía que no encontraría en ninguna parte salvo allí, en aquella melancólica ruina, comenzó a cubrirlo, y por fin suspiró, cerró los ojos y se durmió.
En cuanto el sueño empezó supo lo que era y a pesar de estar dormido cayó en una jubilosa anticipación. Se encontró de pie en el lugar donde creía estar acostado, en una luminosa mañana de verano. Más allá del borde del tejado del palacio, las copas de las palmeras se mecían en el viento y alcanzaba a ver trozos del río, cuya superficie brillaba al sol. Pero no era el paisaje lo que le fascinaba. Un fuerte impulso lo obligaba a volverse hacia el lugar donde se erigía el templo de Amón. Sabía, en alguna parte de su mente dormida, que no se podía ver el canal que llevaba al atrio exterior, pero su mirada lo encontró con toda facilidad. Esperó, casi sin respirar.
Ella salió de las leves sombras del pilón y comenzó a caminar por el borde del canal del dios. Tenía la cabeza baja. En una mano sostenía un arco y una flecha, ambos resplandeciendo con el brillo del oro, y en la otra una gran espada de plata con punta de oro. Sus vestiduras eran militares: un corto y vulgar shenti de hilo, un ancho cinturón de cuero, sandalias de cuero y un gorro de cuero que ocultaba su pelo. La última vez que la vi también llevaba armas, pensó Kamose sin aliento, pero eran mías y se alejaba. Esta vez se acerca. ¡Si mira hacia arriba, podré verle el rostro! Corrió hasta el extremo del tejado y miró hacia abajo, con el corazón palpitante, tenso y fijo en la visión que acababa de llegar al sendero del río y que ya iba hacia él. Cerró las manos convirtiéndolas en puños y deseó que ella levantara la cabeza, pero continuaba mostrándole sólo la parte superior de su casco y su largo y exquisito cuerpo a medida que caminaba entre la luz y las sombras.
Estaba casi frente a él cuando Kamose vio una caja en el polvo, junto al sendero, con la tapa abierta para revelar su contenido. Por un instante Kamose olvidó a la mujer, porque en el interior de la caja, en un lecho de damasco, estaban los símbolos reales. La luz se movía con lentitud sobre las curvas de la Doble Corona blanca y roja, y lanzaba destellos en el oro, el lapislázuli y el jaspe del cayado y del látigo que descansaban a ambos lados de la corona. Mientras los miraba, casi en trance, dos pies calzados con sandalias entraron en su campo de visión. La mujer acababa de detenerse. Va a coger la caja, pensó Kamose excitado. Me la va a traer. La mujer se inclinó y puso las armas con actitud reverente a ambos lados de la caja, y luego alzó los brazos desnudos e hizo una pronunciada reverencia a los sagrados símbolos de los reyes de Egipto. Pero no los tocó. Se enderezó, se volvió y entró por el amplio agujero del muro del palacio, donde antes estaba la entrada principal, y desapareció de la vista de Kamose.
Con una exclamación, se dio la vuelta y se dirigió a la escalera que conducía a las habitaciones de las mujeres con la intención de correr y encontrarse con ella, pero al dar el primer paso le sobrevino una parálisis que le impidió moverse. Apretó los dientes con ansiedad y tuvo que esforzarse para lograr que sus pies le obedecieran. Imaginó que la oía entrando en la penumbra. La mujer estaba en la escalera. La subía con paso suave y seguro. ¡Viene hacia mí!, gritaba Kamose en silencio. Por fin se cumplirá el mayor deseo de mi corazón y cicatrizará la herida de mi alma. Te he sido fiel, misteriosa mensajera del dios. No he deseado más abrazo que el tuyo. ¡Cúrame! ¡Cúrame!
Ella acababa de llegar al tejado. Apoyó una delicada mano en el muro. Flexionó una rodilla morena. Él pudo ver su rostro, la mirada de unos ojos oscuros y almendrados, la curva de una mejilla. Ella le cantaba con voz aguda como la de un pájaro. Y entonces Kamose se despertó jadeante, agarrándose al muro del tejado con ambas manos en un amanecer sin viento. Tenía los pies enredados en la manta. Las aves revoloteaban a su alrededor, llenando sus oídos con sus melodías matinales mientras se alimentaban. Confuso y dolorido por la pérdida, completamente sudado, se encaminó a trompicones al lugar desde donde podía mirar la entrada del viejo muro. Por un momento creyó ver la caja todavía junto al sendero, pero cuando parpadeó, comprobó que allí no había más que tierra pisoteada, hierba y el fresco fluir del río. Cayó de rodillas.
—¡Amón, no! ¡Amón, no! —gimió una y otra vez, hasta que el dolor de su ka silenció su lengua y sólo pudo mecerse rodeándose el cuerpo con los brazos mientras, a sus espaldas, el sol se libraba del desierto horizonte y comenzaba a llenar el aire con su fuego.
Tenía la intención de bañarse y luego dirigirse al templo para saludar a Amonmose y hablar con él respecto al gran acto de acción de gracias, pero caminó por el jardín hasta que hubo cesado de temblar y se le aclaró la mente. La casa despertaba cuando se encaminó a los aposentos de su hermana. A su paso se inclinaban los sirvientes cargados de prendas de Uno limpias, jarros de agua y bandejas que despedían el olor del pan recién cocido. La guardia cambiaba y los soldados nocturnos entregaban con cansancio sus puestos a los de la mañana. Las escobas levantaban polvo. Las puertas estaban abiertas. Kamose oyó el ladrido profundo de Behek que le llegaba desde alguna parte del exterior.
Al llegar a la puerta de Aahmes-Nefertari, Kamose llamó. Instantes después la puerta se abrió y Raa lo miró con expresión inquisitiva.
—¿Mi hermano está aquí? —preguntó Kamose.
La sirvienta negó con la cabeza.
—No, Majestad. Su Alteza acaba de bajar a nadar al río.
—Si Aahmes-Nefertari está despierta, quiero hablar con ella. Por favor, anúnciame.
Raa se inclinó ante él y cerró la puerta. Kamose esperó. Luego la sirvienta lo hizo pasar y salió al pasillo, y Kamose se acercó al lecho de su hermana.
La habitación daba al este, lo mismo que todos los dormitorios de la familia, para que pudieran disfrutar del sol suave de la mañana y para que el calor de la tarde no pudiera penetrar. Raa ya había ordenado la habitación y levantado la cortina que cubría la pequeña ventana, de manera que un rayo de luz blanca cruzaba el suelo de baldosas azules y llenaba la habitación con una luz agradable. Había una silla, en la que estaba la túnica que Aahmes-Nefertari usaría aquel día, un poco alejada de la ventana y cerca de ella estaba abierta la mesa de cosméticos, que exhibía los botes y frascos que contenían el perfume y los útiles de maquillaje de su hermana. Debajo de la mesa había un pulcro par de sandalias. En un rincón, el sagrario de Sekhmet, la diosa leona, estaba cerrado, y el incensario lleno de ceniza gris, pero junto al lecho había una pequeña imagen de Bess, gorda y sonriente, protectora de las familias. Kamose la recordaba. Bess ocupaba un lugar de honor en los aposentos de Tetisheri hasta que debió proteger a la integrante embarazada de la familia, y Kamose, que tenía tres años cuando nació Ahmose, recordaba haber visto a Bess en idéntico lugar junto al lecho de su madre. El recuerdo incluía la risa de su padre y Kamose apartó de su mente a Si-Amón para no emocionarse.
Su hermana todavía estaba en la cama, recostada en almohadones y bajo un desorden de sábanas, con el rostro somnoliento y el largo pelo cubriéndole los hombros. Le tendió una mano y él se acercó, pero la sonrisa de bienvenida de ella se borró al verle el rostro.
—¡Kamose! —exclamó—. ¿Qué has estado haciendo? ¿Te emborrachaste anoche? —Lo volvió a mirar con detenimiento y su sonrisa volvió—. Has dormido en el viejo palacio, ¿verdad? Estás cubierto de polvo.
Cogió la mano que ella le ofrecía y la besó con ternura.
—Tienes razón —admitió—. Me encanta el viejo palacio. Voy allí para tener intimidad y para pensar, Aahmes-Nefertari. ¿Te encuentras bien esta mañana?
Ella hizo una mueca.
—Estoy bien, pero muy incómoda. Espero impaciente la hora en que esta criatura se decida a nacer. ¡Me encuentro tan fea! Y a menudo siento tanta pereza que ni siquiera me levanto.
Kamose alzó las cejas.
—Ahmose te adora —dijo—. Nunca serás fea para él. Y en cuanto a la pereza, ¿para qué te vas a levantar hasta que asistas a mi gran ceremonia de acción de gracias?
Ella suspiró y se echó hacia atrás.
—Sí —asintió—. La ceremonia de acción de gracias. Ha sido un año maravilloso, ¿no crees? Se han concebido hijos, ganado batallas y tú y Ahmose estáis en casa otra vez. —Se mordió los labios—. Pero Tani… Cuando me he despertado no me acordaba, pero luego volvió a mi memoria y todavía estoy furiosa. El enfado no se me pasó durmiendo. Trato de sentir el amor que en un tiempo le tenía, pero ha desaparecido. Ya ni siquiera le tengo lástima. Nos ha traicionado a todos. Supongo que imaginé que Ahmose y tú venceríais a Apepa y rescataríais a Tani, que todos volveríais a casa triunfantes, que ella se casaría con Ramose y que todo sería como antes. Pero ya nunca lo será. Estaba vagando en un sueño infantil, pero se me ha borrado. He crecido en una sola tarde.
Sus palabras eran idénticas a las de su marido. Kamose la escrutó detenidamente. Sin duda había algo distinto en ella, tal vez en los ojos. Estaban tan claros como siempre pero su brillo parecía haber adquirido cierta dureza.
—Trata de no amargarte —dijo con rapidez y ella rió. Fue un sonido duro.
—¿Amargarme? ¿Y lo dice el rey cuya sed de venganza ha desangrado a Egipto como si se tratara de un toro ofrendado para el sacrificio? No te alarmes, Kamose —añadió cambiando súbitamente de expresión—. Fue un medio para lograr un fin y todos lo reconocemos como necesario. Egipto ahora renace. Por ello mereces todos los honores. Pero no puedes negar que hay mucha amargura en tu corazón.
Kamose negó con la cabeza.
—No lo niego, Aahmes-Nefertari. Perdona mis palabras condescendientes.
Permanecieron un rato en un silencio lleno de los últimos coros del amanecer y del lejano murmullo de las voces de los jardineros que habían comenzado su trabajo matinal. Por fin Aahmes-Nefertari dijo:
—No vienes con mucha frecuencia a mi habitación, Kamose. ¿Querías hablarme sobre algo en particular?
—Sí. —La miró directamente a los ojos—. Quiero que me digas lo que me estás ocultando.
—¿Qué? —Parecía sorprendida, pero Kamose creyó ver un brillo, tal vez un espasmo de miedo en su rostro y en el movimiento de sus dedos en la sábana arrugada.
—Tú lo sabes —dijo con dureza—. Lo he visto dos veces en tus ojos desde mi regreso. Dos veces en un mismo día, Aahmes-Nefertari. Por favor, te pido que no me mientas.
Ella frunció los labios.
—Trato de no mentir nunca, Kamose. En realidad, no estoy segura de saber a qué te refieres.
—Entonces permite que te ayude. Confiaré en ti, hermana, y a cambio me lo dirás todo. ¿De acuerdo?
Ella asintió, vacilante.
Kamose se levantó del lecho y se dirigió a la ventana. Ahora que había llegado el momento de quitarse aquel peso de encima, le resultaba difícil empezar. Mantuvo el rostro apartado de ella.
—Era más feliz cuando estaba solo —se aventuró a decir en voz baja—. Aun cuando éramos niños, a pesar de que os quería y jugaba, cazaba y me bañaba, había algo en mi interior que sólo se sentía bien en un lugar solitario.
—El viejo palacio —sugirió ella—. Cuando éramos niños y papá nos advertía que nos mantuviéramos alejados de él, tú lo desafiabas.
Kamose se volvió para sonreírle.
—Sí. Pero lo que quiero que comprendas no es mi necesidad de soledad. Es mi continua renuencia a casarme, a tomar una esposa. Sin duda se relaciona con mi deseo de vivir una vida de celibato, pero no es el motivo principal. No soy virgen, Aahmes-Nefertari. Tampoco me negué a casarme contigo, a pesar de que era mi derecho, porque te encontrara desagradable. ¡Ni mucho menos! No podía considerarlo, querida mía, a causa de otra mujer.
—Pero Kamose…
Él alzó una mano.
—Espera. Esta mujer no es de carne y hueso. Me visita, pocas veces, en mis sueños. Fue ella quien me indicó cómo debía organizar la rebelión después de que Apepa vino a dictar nuestra sentencia y toda esperanza parecía perdida. Antes de eso solía pensar que no era más que la personificación de todo lo que quería, la mujer perfecta creada por los deseos de mi ka, pero nada más.
Hizo una pausa y miró el jardín bañado por el sol. Una cosa es llegar a la conclusión de que me ha sido enviada por el mismo Amón, reflexionó, y otra muy distinta, expresar en palabras esa deducción. Resulta aterrador tener pruebas de que me encuentro bajo el escrutinio directo de un dios, a pesar de que le rezo todos los días.
—No la había vuelto a ver hasta anoche —continuó diciendo—. Durante los meses de campaña la extrañé y la deseé como si se tratara de una amante. Nunca le he visto el rostro, Aahmes-Nefertari. Sólo el hermoso cuerpo delgado y el pelo magnífico. Pero he llegado a creer… —Se volvió hacia ella. Aahmes-Nefertari lo miraba asombrada—. He llegado a creer que viene a mí con los mensajes del mismo Amón. Te diré lo que hizo anoche y luego tú interpretarás sus acciones. Tengo la sensación de que podrás hacerlo.
—Pero Kamose, no soy sacerdotisa, no soy una de las Purificadas —protestó Aahmes-Nefertari—. Deberías acudir al templo para que te den una interpretación.
A Kamose sus palabras sólo le parecieron una desesperada defensa. Sonrió y las ignoró. Le contó el sueño detenidamente, sin prescindir de ningún detalle, y a medida que lo volvía a vivir se sintió invadido por tanta tristeza y frustración que varias veces se vio obligado a dejar de hablar. A medida que él continuaba, Aahmes-Nefertari se iba agitando cada vez más, hasta el punto de que cuando terminó de hablar estaba sentada muy recta, estrujando la sábana con ambas manos.
—Y ahora —dijo Kamose acercando una silla al lecho—, he confiado en ti, querida. Te ha llegado el turno de ser honesta conmigo.
Esperaba otra negativa y hasta las lágrimas a las que ella era tan afecta, pero poco a poco Aahmes-Nefertari fue soltando la sábana y relajándose. Cruzó los brazos sobre su vientre hinchado.
—La gente cree que no eres perceptivo porque casi siempre estás callado —dijo después de una larga pausa—. Creen que estás continuamente enfrascado en ti mismo y que no oyes las palabras que vuelan a tu alrededor y menos aún el significado semioculto que hay detrás de una mirada o un gesto. —Suspiró—. Eres un hombre inteligente, Kamose. Un gran guerrero con una integridad y una disposición que te hacen fácilmente respetable, pero difícil de amar. Por supuesto que no me refiero a la familia. Parece que hemos subestimado tus poderes de percepción. Perdónanos por no querer causarte más dolor.
Kamose se dio cuenta de que estaba buscando una manera de expresar algo horrible.
—Continúa —dijo tenso.
—El invierno pasado, cuando estuviste aquí, antes de zarpar de nuevo hacia el norte, Amonmose hizo dos sacrificios en tu nombre, un toro y algunas palomas. La sangre del toro estaba enferma y las palomas estaban podridas por dentro. Amonmose se angustió. Fue al oráculo de Amón para pedirle una explicación.
A Kamose comenzó a dolerle el estómago.
—Esos sacrificios —preguntó—, ¿eran por mi éxito en las batallas o sólo por mí?
Ella tragó audiblemente.
—Sólo por ti. El oráculo se pronunció y Amonmose, uno de los Purificados, lo interpretó. ¡Oh, Kamose! —explotó apasionadamente—. ¡Ya sabes lo que son los oráculos! ¡Ocultan sus mensajes en un lenguaje oscuro que con toda facilidad se puede leer equivocadamente! ¡Por favor, prométeme que tomarás con ligereza lo que voy a decir!
—Eso depende de lo que sea y si está o no de acuerdo con mi interpretación del sueño —contestó él—. ¿Por qué estás enterada de todo esto?
—Una tarde, junto al estanque, oí hablar del tema a mi madre y a mi abuela. Creían que estaba dormida. Suponen que soy superficial, que no me interesa lo que oigo y mucho menos analizarlo.
—Lo siento —dijo Kamose con suavidad y ella se encogió de hombros.
—No tiene importancia. Ahmose sabe que no es así y es lo único que me importa.
—¿Le has contado lo del oráculo?
—No. Es mejor.
—¿Y cuál fue el pronunciamiento del oráculo? —No lo quería escuchar. Ahora que había llegado el momento vacilaba, y sabía que las palabras serían ciertas y su destino inexorable.
Aahmes-Nefertari miró sus brazos cruzados.
—Hubo tres reyes, luego dos, luego uno antes de que se cumpliera la obra del dios —dijo casi en susurros—. No es muy difícil de comprender, Kamose.
—No —convino él tras unos instantes, súbitamente consciente de que la habitación se estaba recalentando a medida que el sol se alzaba en el firmamento, a pesar de que tenía los pies y las manos muy fríos—. La vi detenerse junto a la caja. El corazón me dio un salto dentro del pecho. Creí que después de depositar las armas reales, tomaría los símbolos del poder y me los entregaría. La lucha casi ha terminado, me dije en mi sueño. Pronto me coronarán bien amado de Ma’at, Señor de las Dos Tierras y los Dos Reinos. Pero dejó la caja allí. Se me acercó con las manos vacías… Nunca me sentaré en el trono de Horus, ¿verdad, Aahmes-Nefertari? Nunca usaré la Doble Corona. Esa gloria le pertenecerá a Ahmose. Entonces, ¿moriré pronto?
Aahmes-Nefertari apartó la sábana, se acercó al borde del lecho, se inclinó hacia delante y lo abrazó.
—Tal vez ese «uno» a que se refiere el oráculo tampoco sea Ahmose —dijo—. Tal vez sea Ahmose el que muera.
La abrazó con fuerza en reconocimiento de la generosidad de sus palabras, pero negó con la cabeza contra la mejilla cálida de su hermana.
—Eso no concuerda con mi sueño —dijo—. No. Ahmose y yo, juntos, casi hemos completado el trabajo de liberar Egipto, pero será privilegio suyo y no mío reclamar el último premio. —La apartó con suavidad y se levantó—. Gracias por decírmelo. Gracias por no tratarme como Tetisheri y Aahotep te tratan a ti. Quiero pedirte algo. —Ella lo miró intrigada—. Por favor, no compartas esta conversación con Ahmose. Ambos sabemos que no lo convertiría en un hombre arrogante, pero se preocuparía mucho por mí. —Logró esbozar una sonrisa mientras la besaba y se dirigía a la puerta—. ¡Te quiero, hermana!
—Y yo a ti, Kamose. —Lo miraba de frente, como un intercambio entre iguales.
Kamose se sintió algo reconfortado al cerrar la puerta a sus espaldas, y se encaminó a sus habitaciones.