Kamose estaba sentado en la hierba, en un pequeño bosque de tamariscos que apenas daba sombra, con las rodillas recogidas, la barbilla apoyada en ellas, la mirada nerviosa fija en el desierto a su izquierda. Ante él resplandecía su carro y los dos caballos esperaban pacientes con las cabezas gachas, con el auriga junto a ellos. A su derecha, donde el sendero desaparecía en las profundidades de los troncos de palmeras y de la vegetación irrigada antes de llegar a Het-Nefer-Apu y al río, esperaban su hermano y Hor-Aha. El general estaba inmóvil, con las piernas cruzadas, y Ahmose apilaba pequeñas ramas para que formaran un dibujo, mientras canturreaba desafinado en voz baja.
Once días después de la partida de Ramose del oasis les llegó la noticia de que había podido entrar en Het-Uart. De eso hacía ya un mes y una semana. Pharmuthi llegó y se fue, y en aquel momento estaban en Pakhons. Los campos alrededor de Het-Nefer-Apu mostraban los primeros y tiernos brotes de un nuevo cultivo cuando Kamose y su hermano los cruzaron rumbo a Uah-ta-Meh, y ahora ya estaban verdes y altos con la promesa de una buena cosecha, pero Kamose les prestó muy poca atención.
Diecisiete días después de que Ramose desapareciera en la ciudad de Apepa, un cansado explorador anunció que un ejército se aproximaba a Ta-She desde el norte. Apepa había mordido el anzuelo. Kamose, tenso de preocupación y de excitación, interrogó al explorador con brusquedad fuera de su tienda.
—¿Qué tamaño tiene el ejército? —preguntó.
—Aproximadamente igual al del ejército que Vuestra Majestad tiene acuartelado aquí —contestó el hombre con voz fatigada—. Me resultó imposible hacer un cálculo más exacto sin arriesgarme a ser capturado. Kamose asintió.
—¿Se habían puesto en marcha antes de que te marcharas?
—Sí.-El explorador sonrió y en su rostro aparecieron arrugas de placer sucias de tierra. —Los observé durante el día que les costó llenar sus odres y los barriles para los caballos. En cuanto salieron de Ta-She y tomaron el camino hacia el sur, corrí. Eso fue hace un día y medio.
Kamose lo miró un momento en silencio. El hombre había recorrido setecientos cincuenta estadios a pie en un día y medio. ¿Se habría parado a dormir?
—Avanzan con rapidez, Majestad —continuó diciendo el explorador—. Estarán aquí dentro de tres días.
Una oleada de pánico recorrió a Kamose, pero desapareció enseguida.
—¿Quién los manda? —preguntó.
—Lo lamento, pero no pude descubrir a las órdenes de qué general avanzan —se disculpó el explorador. Se balanceaba sobre sus pies. Kamose lo despidió y le dijo que podía descansar todo el tiempo que necesitara, y enseguida se volvió hacia Hor-Aha, que estaba a su lado.
—¿Lo has oído?
—Sí, Majestad. Debemos movernos enseguida.
—Encárgate, entonces.
Quería decir más, compartir la excitación que bullía en su interior, darse el lujo de comentar las conjeturas que le llenaban la mente, pero Hor-Aha ya se alejaba impartiendo órdenes a gritos. Kamose hizo una pausa antes de enviar a uno de los siempre presentes guardias en busca de Ahmose, y entrecerró los ojos mientras observaba el desierto caluroso y plácido, con sus hileras de tiendas extendiéndose mucho más allá del estanque, los arbustos espaciados y el grupo de chozas del pueblo.
De modo que Ramose pudo cumplir su misión. ¿Dónde estará ahora? ¿Oculto con Tani en algún lugar anónimo cercano al límite del este de Egipto? ¿Muerto, quizás? ¿O lo obligarían a marchar junto al ejército de Apepa? Los sonidos de una partida inminente comenzaban a llenar el aire. Kamose vio que un carro iba a toda velocidad hacia el pueblo del sur del oasis. Las tiendas que momentos antes se alzaban como un vasto grupo de pequeñas pirámides, ahora temblaban y se desmoronaban entre nubes de polvo. Más cerca, la zona alrededor del estanque estaba llena de soldados cuyos oficiales los habían formado en filas. Se arrodillaban y ponían sus odres bajo el agua y Kamose supo que, en aquel momento, en todas partes, alrededor de cada fuente, pozo y estanque, se llevaría a cabo el mismo ritual hasta que cada uno de sus cincuenta mil hombres tuviera suficiente agua para llegar al Nilo. Es una pena, muy pronto las tropas setiu estarán haciendo exactamente lo mismo, pensó mientras les ordenaba a sus guardias que buscaran a su hermano en aquel creciente desorden. ¡Ojalá se los pudiera privar de alguna manera de lo que más falta les hará cuando lleguen! Pidió un banco, se sentó y observó.
Ahmose no tardó en reunirse con él, y le puso una mano en el hombro mientras se sentaba.
—Me he enterado de la noticia —dijo—. A los príncipes les costará el resto del día reunir las tropas, repartir alimentos y preparar la intendencia. Podremos salir mañana al amanecer. ¿Por qué habrá enviado Apepa un contingente igual al nuestro, Kamose?
—Me he estado preguntando lo mismo —confesó Kamose—. Parece una acción arrogante y estúpida. Me da mala espina.
—A mí también. —Ahmose se movió inquieto sobre la arena—. Sólo puede haber una explicación. Que haya dividido el ejército y enviado la otra parte río arriba hasta Het-Nefer-Apu, para luchar con Paheri y Baba-Abana, vencer a la armada antes de que podamos reforzarla con la infantería y así encerrarnos entre una fuerza hostil a nuestra espalda y otra al frente, esperando que salgamos del desierto.
—Estoy seguro de que no es capaz de tener pensamientos tan sutiles —contestó Kamose.
—No —interrumpió Ahmose—. Pero Pezedkhu sí. Temo a ese hombre, Kamose.
Kamose bajó la mirada hasta la cabeza inclinada de su hermano.
—Yo también —confesó—. Bueno, lo único que podemos hacer es seguir nuestro plan. Ya es demasiado tarde para trazar otro. Me gustaría que hubiera alguna manera de poder debilitar el ejército que viene detrás de nosotros. Tengo confianza en el enfrenamiento de Hor-Aha y estoy seguro de que los setiu estarán cansados, ¿pero bastará ese cansancio para inclinar la balanza a nuestro favor? Si tu suposición es correcta, si llegamos a Het-Nefer-Apu y encontramos a Paheri y a Abana vencidos, no será suficiente. En ese caso, las posibilidades estarán dos a uno en nuestra contra.
Ahmose no contestó y entre ambos se hizo un silencio sombrío que les aisló del caos ordenado que había alrededor del estanque. Los soldados que sostenían sus odres vacíos empujaban a los que ya se alejaban del estanque. Los oficiales gritaban en la orilla, los burros que se alejaban hacia los árboles rebuznaban sin cesar. Mientras Kamose observaba, un oficial que llevaba el brazalete de instructor fue accidentalmente empujado por un soldado que luchaba por alejarse del agua. El oficial se agarró a uno de los gruesos tallos de adelfa que crecían al borde del estanque y consiguió mantener el equilibrio. Lanzando maldiciones comenzó a examinarse la mano y el antebrazo mientras otros se metían en el agua para sacar con rapidez las escasas hojas en forma de espada que había arrancado del arbusto y que en aquel momento flotaban inocentemente en el agua.
Kamose sintió un escalofrío, luego calor y al mismo tiempo Ahmose lanzó una exclamación y le apretó una pierna. Levantó la vista y las miradas de ambos hermanos se encontraron. Ahmose alzó las cejas. Kamose asintió. El corazón había comenzado a latirle con fuerza. Se volvió y gritó:
—¡Ankhmahor! —Instantes después salía de la sombra de su tienda el jefe de los Seguidores. Kamose se puso en pie. Se dio cuenta de que temblaba.
—Elige oficiales veteranos, hombres que puedan comprender el propósito de estas instrucciones —dijo con tono urgente—. Envíalos a cada fuente, pozo y estanque del oasis. Encárgate de que uno de ellos vaya a todos los pueblos. En cuanto todos los hombres hayan llenado sus odres y cuando también estén llenos los barriles para los caballos, quiero que corten todas las adelfas, que las arranquen de raíz, y que las arrojen al agua. Haz todo lo que sea necesario para asegurarte de que todas las fuentes queden contaminadas. Todas, Ankhmahor. No podemos pasar ninguna por alto, porque entonces sería inútil habernos tomado ese trabajo. Que aplasten los arbustos para que salga la savia. Asegúrate de que después ningún soldado se acerque al agua. Y nadie debe beber de su odre hasta la primera vez que nos detengamos mañana, para que no la desperdicien esta noche.
Ankhmahor escuchaba con asombro no disimulado, pero cuando Kamose terminó de hablar su expresión era sombría.
—Los estás condenando a una muerte casi segura si no consiguen saciar su sed aquí, Majestad —dijo—. Será un final cruel.
—La guerra es cruel —contestó Kamose tajante—. Sé que has considerado lo que significa el número de hombres que han enviado aquí a luchar con nosotros. Debemos aumentar nuestra ventaja por todos los medios posibles.
El príncipe hizo una reverencia y se alejó.
—¿Y los habitantes de los pueblos, Kamose? —preguntó Ahmose, ahora junto a su hermano—. Sin agua también morirán.
—Tienen la desgracia de estar en el centro de esta brutalidad —contestó Kamose—. ¿Qué quieres que haga, Ahmose? ¿Dejarles una fuente en alguna parte? Sería ridículo. Los setiu la secarían antes de seguirnos, frescos y dispuestos a vencemos.
—Lo sé. Pero si abandonas a los habitantes a un destino tan terrible, lograrás el descontento de todos los soldados de tu ejército, por no hablar de los príncipes, que comenzarán a debatir su decisión de confiar en ti. Se opusieron con fuerza a las matanzas del año pasado. Te ganarás más enemigos de los que ya tienes. ¡Por favor, Kamose!
Kamose se encontró de nuevo luchando contra su ira, que parecía estar siempre a un paso del descontrol. ¡No me importa, Ahmose!, tenía ganas de gritar. ¡No me obligues a preocuparme! Pero como había hecho infinidad de veces, se tragó su locura y se enfrentó con calma a su hermano.
—¿Entonces qué te gustaría que hiciera? —repitió.
—Ordena que algunos hombres les digan a los lugareños que embalen sus pertenencias, reúnan los animales y marchen con nosotros. Los habitantes del oasis son personas duras y sufridas. No nos estorbarán. Y son inocentes, Kamose. No merecen un destino tan terrible.
Y tampoco lo merecían los habitantes de Dashlut ni los de los otros pueblos que ordenaste destrozar, decían sus ojos. ¿O estaré imaginando esta acusación?, pensó Kamose. ¿Sospechará Ahmose el dolor que soporté el año pasado y al que aprendí a no hacer caso por necesidad?
—Tienes razón —se obligó a decir—. Te puedes encargar de eso, Ahmose. Envenenar el agua con adelfas fue una inspiración que nos envió Amón a ambos, ¿no crees?
Ahmose también sonrió.
—¡Sin duda lo fue! —dijo—. Y ahora abandonemos este lugar tan árido y propinémosle a Apepa la paliza que merece.
Al anochecer, todo estaba listo. Durante todo el día las tropas se habían estado entrenando en el extremo más alejado del oasis, un ejército de hombres tostados por el sol, endurecidos, que llevaban armas que les resultaban tan familiares como las hoces con las que en otra época trabajaban. Obedeciendo a sus oficiales formaron filas a lo largo del sendero del este y, sentados en sus escudos de madera, se dedicaron al juego y a charlar mientras esperaban que cayera la noche.
En cuanto anocheció, Ankhmahor le comunicó a Kamose que el agua del oasis ya era imbebible. Kamose recibió la noticia con frialdad. Sabía que no era necesario que le insistiera al príncipe. El estanque junto al que se paseaba estaba lleno de trozos de plantas y los pétalos de las flores flotaban en la superficie cada vez más oscura del agua.
La tienda que compartían los hermanos no se desarmaría hasta el amanecer, y mientras Ankhmahor situaba a los Seguidores a su alrededor y Kamose y Ahmose se volvían para entrar en aquel fresco refugio, se produjo una fuerte conmoción en el extremo del estanque. Ankhmahor hizo chasquear los dedos y envió a dos de sus hombres a averiguar lo que sucedía. Kamose observó mientras los corpulentos soldados caminaban hacia el lugar donde un campesino medio desnudo les gritaba a los oficiales que intentaban contenerlo. Los Seguidores regresaron en seguida.
—Es el jefe de este pueblo, Majestad —comenzó a explicar uno de ellos—. Desea hablar contigo.
—Entonces, permitídselo.
A una llamada del guardia los oficiales dejaron en libertad al hombre, que de inmediato cruzó corriendo la arena y cayó hecho un ovillo a los pies de los hermanos.
—Levántate —dijo Kamose con impaciencia—. ¿Qué deseas?
Antes de ponerse en pie el hombre besó la polvorienta sandalia de Kamose, quien se encontró ante un rostro de piel dura y arrugada, con un solo ojo muy hundido y castaño. El otro, de un azul desteñido, lo miraba sin ver.
—Majestad, Gran Uno, Favorito de los Dioses —balbuceó el hombre—. No soy yo el indicado para juzgar tus decisiones, puesto que eres infalible, elegido por los inmortales…
—No he comido desde esta mañana —interrumpió Kamose—, dentro está mi comida, enfriándose. ¿Qué deseas?
El jefe del pueblo frunció los labios y clavó la mirada en el suelo.
—La gente de mi pueblo ha vivido en armonía con tus soldados durante muchos meses —tartamudeó—. Hemos compartido carne, grano y agua. No les hemos robado. Y a cambio envenenan nuestros pozos y nos ordenan abandonar nuestras cosechas y nuestros hogares para seguirlos por el desierto. Estamos sorprendidos y atemorizados. ¿Qué te propones hacer con nosotros, bien amado del dios de Weset?
Ahmose se puso tenso y abrió la boca para hablar, pero Kamose alargó una mano y se lo impidió.
—El dios de Weset es Amón —respondió Kamose con amabilidad—. Hoy has aprendido algo nuevo, jefe. En cuanto a tus preocupaciones, era necesario envenenar el agua. No tengo ninguna necesidad de darte explicaciones, pero he decidido hacerlo. Una fuerza setiu viene hacia aquí, hacia tu precioso oasis, para destruirme y posiblemente para destruiros también a vosotros. Al envenenar el agua, los he atrapado. No tema ningún deseo de condenar a inocentes egipcios a una muerte segura; por lo tanto, ordené la evacuación de vuestros pueblos. Cuando lleguemos a Het-Nefer-Apu se os pondrá al cuidado del alcalde de la ciudad.
El jefe tragó y su nuez de Adán se movió convulsivamente contra la piel de su cuello.
—Pero Majestad, no deseamos vivir junto al Nilo. ¿Cuándo podremos regresar a nuestros hogares del oasis?
Kamose suspiró.
—Busca a uno de los físicos del ejército y pregúntale cuánto tardarán las aguas en estar limpias —dijo—. Se trata de eso o de morir de sed. Agradece que haya pensado en vosotros en medio de asuntos tan importantes.
Le hizo una seña a uno de los Seguidores y se volvió hacia la luz de las lámparas que iluminaban la tienda.
—¿Y bien? —preguntó a Ahmose cuando se sentaron a la mesa y Akhtoy comenzó a servirles—. ¿Estás satisfecho? ¿Fui magnánimo? ¿Crees que ahora los campesinos me amarán?
Ahmose tendió su taza para que le sirvieran vino y no contestó.
Cruzaron el desierto en cuatro días sin ningún inconveniente y fueron recibidos con ansiedad por Paheri y Abana. Kamose ordenó que el ejército montara el campamento al borde de los cultivos, estableció un fuerte perímetro de centinelas y ordenó que los exploradores volvieran sobre sus pasos para esperar la llegada de los setiu supervivientes. Paheri no tenía noticias de la suerte corrida por Ramose. Kamose sabía que si su amigo hubiera logrado huir, habría encontrado la manera de hacérselo saber, de modo que era probable que Ramose marchara con los setiu y que pereciera con ellos. Pero Ramose no es un necio, se dijo Kamose cuando se sentó fuera de la tienda de Paheri, a la sombra de las embarcaciones, mientras se le leían los informes diarios. Si alguien es capaz de llegar, es él. Debo quitármelo de la cabeza por el momento y concentrar mis pensamientos en lo que es, no en lo que podría ser.
Aquel día, Ahmose y él pasaron revista a las tropas que habían dejado en Het-Nefer-Apu, se reunieron con los príncipes y con los jefes de ambos ejércitos para hablar sobre la estrategia en la batalla si una importante fuerza setiu llegara hasta el Nilo, dictaron cartas dirigidas a las mujeres de Weset y nadaron y tiraron al blanco.
Entonces llegó Pezedkhu, justo antes del amanecer del segundo día. Kamose despertó cuando alguien le tocó el hombro, en la penumbra distinguió el rostro de Ankhmahor y una sombra más alta llenaba la entrada de la tienda. Kamose se sentó enseguida en el catre. Se encendió una llama que los cegó durante un instante. Akhtoy reemplazó la lámpara ahora encendida. Ankhmahor hizo una reverencia.
—Majestad, ha llegado el enemigo —dijo sin preámbulo— tu explorador espera para darte los detalles. Me he tomado la libertad de alertar a todos tus jefes militares. Hor-Aha ya está fuera.
—Puede pasar. —Kamose se pasó la lengua por los dientes. Cuando se levantó, Akhtoy le envolvió con rapidez la cintura con un shenti y luego se volvió hacia Ahmose. El explorador entró e hizo una reverencia y detrás de él apareció el rostro negro de Hor-Aha, con los ojos hinchados y somnolientos y la gruesa trenza despeinada.
—Habla —dijo Kamose al explorador.
—Es el general Pezedkhu, Majestad —dijo—. Está al norte, tal vez con diez divisiones. Está distribuyendo sus tropas de oeste a este, desde el borde del desierto hasta el río, y el grueso del ejército está concentrado en el desierto. Sus centinelas y los nuestros están tan cerca que si gritaran podrían oírse. Tiene un contingente de carros. Si caminases veinte pasos a lo largo del borde del río oirías a los caballos. No intenta mantener su presencia en secreto.
Kamose cruzó los brazos sobre el pecho desnudo. En la tienda, el aire era frío.
—¿Cómo sabes que se trata de Pezedkhu? —preguntó.
—Me quité las insignias, dejé las armas al cuidado de uno de mis soldados, me até el pelo hacia atrás y me uní a los lugareños que habían comenzado a reunirse para saber lo que sucedía —dijo el hombre lacónicamente—. No parecen tener deseos de iniciar la batalla todavía. No tuve oportunidad de hablar con ninguno de los setiu. Los oficiales pronto nos obligaron a alejarnos.
—Gracias —dijo Kamose—. Puedes retirarte. Hor-Aha, pide a los príncipes que se reúnan fuera de la tienda de Paheri. Akhtoy, despierta a los cocineros. Nos hace falta comida caliente. De paso dile a Ipi que nos espere con los escribas del ejército. Envíame a mi sirviente personal.
El mayordomo hizo una reverencia y salió junto a Hor-Aha. Ahmose, Kamose y Ankhmahor se quedaron a solas.
—¿Por qué no ha atacado Pezedkhu? —se preguntó Ahmose en voz alta.
—Porque sus exploradores son tan buenos como los nuestros —contestó Kamose—. Le han dicho que la infantería está aquí y no en el oasis. Sabe que allí no hubo ninguna batalla. Si hubiera llegado antes que nosotros habría atacado a Paheri y lo habría vencido, y luego se habría sentado a esperar que la otra mitad de las fuerzas de Apepa llegaran de Uah-ta-Meh victoriosas o que nosotros saliéramos del desierto con ese ejército a nuestras espaldas. Pero ha calculado sus posibilidades y no las considera seguras. Tiene sesenta mil hombres. Y nosotros una fuerza combinada de ochenta mil.
—Consolidará su posición —intervino Ankhmahor—. No hará nada hasta que se le unan sus compañeros.
—Que si todo va según lo planeado, en este momento se están muriendo de sed —comentó Ahmose con un entusiasmo poco característico, que demostraba tanto el temor que le tenía al general setiu como su alivio de que en aquel momento las posibilidades de triunfo fueran mayores para los egipcios.
—Podemos estar seguros de que el plan de atraparnos en una especie de tenaza no fue de Apepa —aseguró Kamose mientras se frotaba vigorosamente los antebrazos—. ¡Dioses, qué frío hace esta mañana! Déjanos solos, Ankhmahor.
Acababa de entrar el sirviente personal y esperaba con un recipiente lleno de agua hirviendo. Detrás de él, su ayudante llevaba toallas. Akhtoy preparaba ropa limpia. Cuando el príncipe levantó la tela de la entrada de la tienda, Kamose vio su figura recortada contra el cielo. El sol ya salía.
Menos de una hora después, lavados, vestidos y calzados, los hermanos se reunieron con la multitud de jefes militares que los esperaban frente a la tienda de Paheri. Cuando se inclinaron ante él, Kamose vio a Kay, el hijo de Abana.
—¿Qué haces aquí? —preguntó mientras se sentaba e indicaba a los demás que hicieran lo mismo alrededor de la larga mesa. El joven le sonrió disculpándose, pero con un atisbo de desafío.
—Dicen que el general setiu tiene una flota de poderosas embarcaciones ocultas en el Nilo, Majestad —replicó—. Si mis marineros deben luchar contra el enemigo, quiero estar bien preparado.
—El Norte fue el peor durante el simulacro de batalla —dijo Kamose con sequedad—. Además no es cierto, Pezedkhu no tiene embarcaciones. Los medjay y los marineros lucharán en tierra firme. Y tú, Kay-Abana, no eres un jefe superior. No sigas haciéndome perder tiempo. —Los demás hombres escuchaban el diálogo con sonrisas de superioridad apenas disimuladas. De repente, Kamose sintió pena por Kay—. Sin embargo, eres un hábil capitán de navío y tus superiores tienen buen concepto de ti. Puedes quedarte siempre que mantengas la boca cerrada. Y ahora que nos sirvan, Akhtoy. Debatiremos nuestra situación mientras comemos.
Mientras les servían la comida, Kamose les comunicó el informe del explorador, y apenas habían comenzado a comer cuando comenzaron a llegar exploradores, uno tras otro, que les llevaban detalles del despliegue de Pezedkhu, que se multiplicaba con celeridad. El general no estaba preparando un ataque. Tal como supuso Kamose, ponía centinelas y enviaba exploradores para que le avisaran cuando llegara el otro ejército de Apepa.
—Quiero que los medjay desembarquen y que tengan libertad para maniobrar en el desierto —le dijo Kamose a Hor-Aha—. Atacarán los flancos de cualquier fuerza que llegue desde el oeste. Paheri, el resto de los marineros debe permanecer en el río para reforzar mi destacamento del este, por si Pezedkhu tratara de abrirse paso por allí. Intef, Mesehti, Lasen, vuestras tropas y la mayor parte de los carros se deben reunir a lo largo del límite de los campos, mirando hacia el oeste. No me preocupa mucho el terreno que hay en el centro. Es difícil avanzar por campos sembrados y atravesados por canales de riego y por líneas de árboles. Pero pondremos un destacamento al norte de la ciudad, por si acaso. No creo que sea necesario. Pezedkhu nos atacará en arco, fuerte en cada uno de sus extremos y ligero en el centro. El extremo occidental contendrá el grueso de sus tropas.
Mientras hablaba, la zona donde los hombres se sentaban se fue iluminando poco a poco con la limpia claridad de la mañana. Se levantó la brisa, un aire cálido que pronto se convertiría en calor, y en contacto con ella la vegetación temblaba y se movía. A lo largo de la orilla los soldados se estaban levantando, se acercaban al agua para lavarse y las fogatas de la noche anterior se reavivaban. Durante un rato, Kamose contestó a las preguntas de los príncipes a medida que se aclaraban detalles de su estrategia, luego los despidió para que cumplieran con sus deberes y éstos se dispersaron.
—¿Tratarás de parlamentar con Pezedkhu? —preguntó Ahmose mientras caminaban hacia la sombra de su tienda rodeados por los Seguidores. Kamose le dirigió una mirada aguda.
—¡Por supuesto que no! ¿De qué nos serviría? —preguntó. Ahmose se encogió de hombros.
—No estoy seguro. Fue sólo un pensamiento pasajero. Pezedkhu debe de estar más enterado que su amo de que todo Egipto, menos el Delta, está en nuestras manos. Tal vez se le pueda persuadir de cambiar de bando.
Sorprendido, Kamose sonrió.
—Es una idea interesante —contestó—. Pero sospecho que el general es un hombre leal. Sería como si Apepa tratara de corromper a Hor-Aha. Inimaginable. Veremos lo que sucede en los próximos días. Si logramos una victoria completa alteraremos la confianza de Pezedkhu y a lo mejor también su fidelidad.
Eso había pasado dos días antes. En aquel momento, Kamose, suspirando, trataba de contener su irritación por el canturreo desafinado de su hermano. Pezedkhu no había hecho ningún otro movimiento. La nube de polvo creada por los movimientos del ejército flotaba en la distancia como una leve amenaza, que no crecía ni disminuía. Muchas veces se alcanzaba a ver a sus exploradores en la distancia, puntos negros que temblaban muy lejos contra un horizonte distorsionado por el calor y el reflejo de la luz sobre las dunas del desierto. Los exploradores de Kamose también recorrían aquellos terrenos, ganando solidez a medida que se aproximaban y luego desapareciendo con lentitud en el desierto, después de entregar informes poco importantes.
Después de tanto tiempo mirando hacia el oasis, a Kamose comenzaban a arderle los ojos, pero no quería abandonar su vigilancia y sabía que todos sus hombres, desde Ankhmahor hasta el menos importante de los soldados de infantería, sentían la misma tensión. También sabía que ninguno podría aguantar esa actitud de vigilancia y la inactividad durante mucho más tiempo. En ese caso, la preparación para la batalla sería menor. El miedo a lo desconocido se arrastraría hasta ellos y las fantasías comenzarían a debilitarlos.
Todas las mañanas, Kamose mantenía reuniones con sus jefes militares y con los príncipes, pero había poco que decir. Todos los preparativos para la batalla estaban listos y Kamose empezaba a preguntarse qué haría si Pezedkhu continuaba allí sentado en una actitud pasiva, si por algún milagro el ejército que llegaba del oasis no se presentaba. ¿Tomaría la iniciativa y atacaría al general? La perspectiva era tentadora. Los dedos le ardían de ganas de empuñar el arco. Las armas que colgaban de su cinturón, la daga y la espada, protestaban por su inactividad. Si apartaba la mirada de la arena brillante, podía ver a sus hombres en una línea irregular donde el verde se unía con el ocre, millares de hombres sentados o tendidos bajo la escasa sombra de las palmeras y las acacias, intercambiando chismes, jugando, dormitando bajo la mirada de los oficiales. Todos esperaban, lo mismo que él.
Pero por fin, a media tarde del tercer día, durante los peores momentos de calor, cuando los ciudadanos de Het-Nefer-Apu dormían y Kamose ardía en deseos de imitarlos, vio un carro que se acercaba por el sendero con las lanzas brillando al sol. Se acercó hasta donde él estaba y se detuvo en una nube de polvo, los caballos sudados y jadeantes. El explorador saltó al suelo y corrió hacia él. Kamose se levantó.
—¡Ya están aquí, señor! —gritó el explorador—. A dos horas de distancia, pero no más. Vienen en condiciones lamentables. Será como matar ganado en un corral.
La somnolencia de Kamose desapareció. Se le aclaró la mente y los latidos de su corazón comenzaron a ser fuertes y rítmicos. Ahmose y Hor-Aha se acercaron.
—¿Cuántos? —ladró Kamose.
El explorador estaba tan excitado que prácticamente bailaba.
—¡No muchos, Majestad! —contestó—. ¡Ya son tuyos, Majestad! Mis caballos necesitan agua. ¿Me das permiso para retirarme?
Kamose se lo dio y se volvió hacia Hor-Aha. Los ojos negros fijos en los suyos brillaban, los blancos dientes resplandecían entre los labios entreabiertos.
—Dio resultado, general —susurró Kamose—. Dio resultado. Alerta a los jefes militares. Que los medjay empiecen a moverse. Quiero que formen un círculo para mantener al enemigo agrupado mientras se acerca al río. Manda decir a Paheri que esté listo y forma aquí mis divisiones, en el sendero. Advierte ante todo a los oficiales que están más cerca de las fuerzas de Pezedkhu. Él también debe de haber recibido la noticia y supongo que atacará enseguida.
Ahmose ya se alejaba pidiendo a gritos que le llevaran su carro.
Habían discutido respecto a la posición que debía ocupar en la batalla. Kamose quería que condujera las divisiones que en muy poco tiempo estarían entrando en el desierto. Pero Ahmose no estuvo de acuerdo.
—No quiero estar a salvo —replicó respondiendo a la propuesta de Kamose—. Tengo la intención de capitanear las divisiones que se enfrenten a Pezedkhu a menos que tú me des una orden directa impidiéndomelo, ¡oh, Poderoso Toro! ¡Deja ya de tratar de protegerme!
Kamose no tuvo más remedio que ceder y ahora lo lamentaba al ver a su hermano subir al carro detrás del auriga alejándose en dirección a las fuerzas hostiles del norte.
Bueno, ya era tarde para modificar órdenes. A su derecha, los hombres formaban filas y los soldados tomaban las armas y comenzaban a converger en el sendero, obedeciendo las órdenes que los oficiales les impartían a gritos. Más hombres habían comenzado a salir de detrás de los árboles, a espaldas de Kamose, y la multitud se abría para dejar pasar los carros que se adelantaban para formar la vanguardia. Kamose se les acercó y, al verlo, su auriga cogió las riendas. Kamose se puso detrás de él y dio la orden. Comenzaron a avanzar hacia la cabeza de la ruidosa multitud.
Al oeste el horizonte ya no era claro. Lo enturbiaba una neblina gris. Kamose creyó poder distinguir figuras, pero su naturaleza todavía no era clara. ¿Habrán sobrevivido los caballos?, pensó con ansiedad. ¿Cuántos oficiales estarán todavía en pie? ¿Están dirigidos o avanzan desordenados? ¿Ramose estará entre ellos? ¿Y los carros? No tenía tiempo para hacer más conjeturas. El carro de Hor-Aha se puso junto al suyo.
—Todas las divisiones se mueven en las posiciones indicadas, Majestad —gritó—. Los hombres de Pezedkhu también están preparados, pero todavía no se ha disparado una sola flecha. Su Alteza controla el frente del norte. Los exploradores penetran en la zona enemiga.
Kamose aceptó el informe del general con un gesto. Pezedkhu acaba de enterarse de que la suerte se le ha vuelto en contra, pensó. Ahora tiene un número menor de hombres. ¿Actuará precipitadamente, arrojándose contra nosotros? Si lo hace, Ahmose será quien libre la verdadera batalla.
El eco de las voces que lo rodeaba disminuía. Las órdenes de los oficiales eran tajantes y claras en el aire caliente, un coro de voces tranquilas y controladas. A derecha e izquierda rodaban sus escuadrones y al volverse vio que marchaban las divisiones, el sol brillando sobre el bosque de espadas y deslizándose por sus hojas. Lo sobrecogió el orgullo. Tú has logrado esto, Seqenenra, padre, pensó con un nudo en la garganta. Estos hombres, estos egipcios fuertes y morenos que marchan con paso igual hacia la victoria, con el pelo negro al viento y los shentis blancos, están aquí porque tú te atreviste a desafiar el poder de los usurpadores. Tu visión ha transformado el rostro de este país, convirtiendo a campesinos en soldados y elevando los rostros avergonzados de los príncipes hacia un paisaje de recuperada dignidad.
El sudor comenzó a gotearle por el borde del casco y alzó una mano enguantada para secárselo. Sacó una flecha que sostuvo sin apretarla, con la mirada clavada en la distancia, donde la neblina oscurecía el cielo. Se veía claramente que aquellas formas eran hombres, aunque no podía decir ni cuántos eran ni en qué estado estaban. Ya podía ver a los medjay, avanzando sin esfuerzo ante los carros. Allí, en el centro, con los pies descalzos ignorantes del calor de la arena, parecían hienas negras y delgadas. Mientras observaba, el carro de Hor-Aha se apartó de los demás y comenzó a girar a la derecha. Se inclinó hacia delante, le dijo unas palabras al auriga y su carro fue hacia la izquierda, lejos del sendero, con Ankhmahor y los Seguidores con ellos.
En aquel momento Kamose podía ver el panorama del inminente encuentro. Los medjay, en aparente desorganización, moviéndose para flanquear al enemigo, los carros a los lados y en el centro, y la infantería, fila tras fila de hombres que hacían temblar la tierra con su inexorable avance. Kamose pensó un instante en su hermano y luego decidió olvidar aquella familiar preocupación. Ahmose sería un buen jefe militar y estaba apoyado por excelentes oficiales y por hombres disciplinados.
Alguien empezó a cantar, una voz aguda que se alzaba sobre el crujido de los arneses y el sonido apagado de millares de sandalias. «Mi espada está afilada, pero mi arma es la venganza de Wepwawet. Llevo el escudo en el brazo, pero mi protección es el poder de Amón. En realidad, los dioses están conmigo, y volveré a sentir que las aguas del Nilo abrazan mi cuerpo cuando el enemigo de mi Señor esté sin vida a mis pies…». Otros se le unieron y la canción comenzó a crecer entre las filas. Kamose sonrió al jefe de su guardia.
—No es una canción de campesinos, Ankhmahor —gritó—, es de soldados.
Ankhmahor le devolvió la sonrisa.
—Ahora todos son soldados, Majestad —contestó, y sus palabras casi fueron ahogadas por la música. Pero poco después resonó la orden de silencio y el sonido se acalló.
A partir de ese momento la atención de Kamose no estaba fija en la nube de polvo sino en lo que la causaba, una gran cantidad de hombres que se le acercaban con lentitud. Al principio, Kamose sintió miedo porque parecían marchar en formación, pero cuando se acercaron se dio cuenta de que tropezaban con piedras que cualquier soldado sano habría sorteado y que su paso era dolorosamente desigual. Mientras los miraba oyó con claridad una orden dada en las primeras filas y los soldados sacaron las espadas, pero lo hacían con torpeza y con una gran falta de coordinación, y Kamose vio como uno de los hombres trataba de obedecer con desesperación y con los movimientos de un borracho, pero no terna fuerzas para sacar el arma de su cinturón.
Están casi muertos, pensó Kamose en un rapto de dolor inusual. Debería ordenar que los rodearan y los desarmaran, no sería difícil, pero entonces ¿cómo alimentarlos y qué hacer con ellos después? Además, mis hombres ansían actuar, deben luchar, y yo necesito enviarle un mensaje irreconciliable a Apepa.
Los medjay formaban un semicírculo a ambos lados del enemigo, con los arcos en la mano y las flechas preparadas. El carro de Hor-Aha avanzaba con menos rapidez y el general miraba en dirección a Kamose, con el brazo levantado, esperando. Kamose levantó su brazo y por un instante fue poderosamente consciente del sol que derramaba calor y luz cegadora sobre la arena, del sombrío silencio que había caído sobre sus tropas, del gusto salado del sudor en sus labios, luego hizo un gesto. Con un grito, Hor-Aha señaló a los medjay y obtuvo un rugido como respuesta, el rugido que surgió de las gargantas de los hombres de su tribu. Kamose se volvió y su señal fue reconocida. Roncos gritos llenaron el aire, y su ejército se lanzó contra los setiu.
No fue una batalla, sino la matanza de hombres casi locos de sed, débiles y demacrados, que intentaban obedecer las órdenes de oficiales tan extenuados y confusos como ellos. Tropezando y dando vueltas, con las espadas colgando de manos temblorosas, los mataron sin remordimiento. Kamose no sintió nada cuando toda la frustración de sus tropas se liberó en un torrente ensordecedor de lujuria de sangre y los setiu fueron cayendo por centenares, casi sin emitir un sonido. No tenían carros. Era evidente que habían sobrevivido gracias al agua destinada a los caballos, y cuando Kamose se dio cuenta de que no habría resistencia, ordenó que sus carros se retiraran. También los medjay, después de esperar en vano blancos móviles, estaban visiblemente desilusionados y permanecían de pie junto a los carros. Mucho antes del anochecer, todo había terminado. Cuando el ruido empezó a disminuir, Kamose, junto a Hor-Aha y Ankhmahor, rodeó la carnicería con el carro. Sus hombres revisaban a los muertos en busca de botín, caminando con descuido por los charcos oscuros de sangre que poco a poco se hundía en la arena ávida. Ankhmahor levantó la mirada.
—Los buitres vuelan en círculos —dijo, y Kamose notó que le temblaba la voz—. Los basureros no pierden tiempo, Majestad. Esto ha sido lo más terrible que hemos hecho jamás.
—Hor-Aha, permite que los hombres conserven todo lo que encuentren —ordenó—. Recuerda a los oficiales que se deben cortar las manos. Quiero saber con exactitud cuántos setiu han caído. Envía exploradores por el sendero. También quiero saber dónde están los carros. Si todavía están enteros, podremos utilizarlos.
Hor-Aha asintió y saltó al suelo, poco después Kamose vio que los oficiales se dispersaban entre los muertos. La hachas empezaron a alzarse y a caer, cortando la mano derecha de los muertos para hacer el recuento de los caídos.
Kamose exhaló una bocanada de aire.
—Bueno, Ankhmahor, ya está hecho —comentó con una deliberada ligereza que estaba lejos de sentir. En realidad sólo sentía una especie de insensibilidad, como si hubiera bebido demasiada amapola—. Trae a los Seguidores y buscaremos a Ahmose. No tiene sentido pedir a estos hombres que acudan en apoyo de mi hermano a menos que él y Paheri estén en apuros. Me preocupa que no hayamos recibido noticias de nuestro segundo frente. —Creyó que el príncipe hablaría. Los ojos pintados con galena de Ankhmahor mostraban preocupación. Una punzada de rabia traspasó la armadura de indiferencia de Kamose y cogió la muñeca de Ankhmahor—. Tal vez ahora nos podamos permitir el lujo de una guerra honorable, con reglas que ambos bandos reconozcan. Pero lo dudo, príncipe. Ésta ha sido una revolución sin código y continuará así. Sé que cuando se escriba la historia de Egipto no saldré bien parado. Sin embargo, sin duda habrá lectores que detrás de mis actos sabrán ver los principios que me son queridos. —Señaló con un dedo la carnicería que se llevaba a cabo muy cerca de ellos—. Esos setiu eran soldados. Los soldados comprenden que se les paga por pelear, pero también por morir. Nadie les dice de qué manera tendrán que morir. Admiro la valentía de esos hombres que cruzaron el desierto muriendo a cada paso y permanecieron de pie para dejar su vida a manos de otros soldados, pero no siento pena por ellos. Cumplieron con su deber. Te quiero, Ankhmahor. Por tu devoción a Ma’at, tu inteligencia, tu apoyo constante y silencioso. Te suplico que no me lo quites. Necesito tu corazón, así como tu obediencia.
Ankhmahor esbozó una pequeña sonrisa, asintió una vez y bajó del carro. Después de hacer una reverencia profunda, caminó hasta donde lo esperaba su auriga. Kamose lo observó subir de un salto al vehículo, con el blanco shenti arremolinándose alrededor de sus largos muslos y los brazaletes de oro de jefe militar resplandecientes en la tarde clara.
—Vamos —le ordenó Kamose a su auriga.
Con una sacudida, el carro se liberó de la arena que le rodeaba las ruedas, y junto a Ankhmahor y los Seguidores se encaminó hacia Het-Nefer-Apu.
Acababa de llegar bajo la sombra de los árboles cuando vio el carro de su hermano que se acercaba a ellos. Apenas se habían detenido cuando Ahmose comenzó a gritar.
—¡Pezedkhu ha retirado sus tropas! ¡Se bate en retirada, Kamose! Los exploradores me informaron de que has hecho una masacre. Vuelve a formar tus divisiones y démosle caza. Ochenta mil hombres contra los sesenta mil que tiene él. ¡Mira! —Señalaba excitado el norte donde se levantaban nubes de polvo.
Kamose pensó con rapidez.
—¿Hubo lucha?
—Unas cuantas escaramuzas, nada más. Kay-Abana desembarcó a sus hombres y persiguió el flanco este de Pezedkhu mientras huían. Hubo algún derramamiento de sangre, pero todavía no conozco los detalles. Pezedkhu se negó a presentar batalla, Kamose. Conocía el estado de los hombres que salían del desierto. Sopesó sus posibilidades y decidió huir. ¡Apresúrate!
En aquel momento los carros se habían puesto a la par. Ahmose golpeaba el borde de su vehículo con la palma de la mano en una agonía de impaciencia, su séquito iba tenso detrás de él, y todas las miradas estaban fijas en Kamose. Una docena de escenas pasaron por la mente de éste antes de que contestara. Negó con la cabeza.
—No, Ahmose. Deja que se vaya. No serían ochenta mil contra sesenta mil. Cuatro de nuestras divisiones están allí, cansadas, con las espadas romas y las flechas usadas. Deben descansar y refrescarse antes de perseguir a más setiu. Eso nos deja cuarenta mil hombres. Cinco mil pertenecen a las embarcaciones. Tendríamos que sacarlos del río. Pezedkhu se moverá con rapidez. Mantenlo bajo la vigilancia de los exploradores, pero creo que debemos permitir que regrese a Het-Uart.
—¡Ese cobarde! —balbuceó Ahmose—. No envió a un solo hombre a ayudar a sus compañeros. ¡Ni a uno solo, Kamose!
—Claro que no —replicó Kamose en voz baja—. Y nosotros tampoco lo habríamos hecho. Sabía que estaban perdidos y se negó a enviar más hombres a la muerte. Tendrá que darle un desagradable informe a su amo, Ahmose. Lo compadezco. Pero piensa. Hemos reducido la fuerza de los setiu a unos sesenta mil hombres. Da la vuelta a tu carro, nos encontraremos en la tienda.
Cuando se acercaron al Nilo los vitorearon, tanto los ciudadanos como los soldados que habían esperado con Ahmose. Paheri y los dos Abanas estaban frente a la tienda de los hermanos. Sólo el más joven de los Abana parecía dolorido y se irguió de su reverencia con expresión de dolor. Kamose se detuvo y lo miró de arriba abajo.
—Me han dicho que desembarcaste a los hombres del Norte y perseguiste al enemigo —comentó—. ¿Quién te ordenó hacerlo, muchacho impulsivo?
Kay se puso rojo como la grana.
—Majestad, pude ver que se filtraban a través de los árboles, dirigiéndose hacia el oeste, en dirección al desierto —contestó acalorado—. Nuestras órdenes eran permanecer donde estábamos por el momento, pero mi barco estaba anclado en la posición más al norte del río. Vi que los setiu se movían para entrar en el desierto. No pude esperar. Tuve que perseguirlos.
—Sin duda se retiraban al desierto para abandonar Het-Nefer-Apu y regresar al Delta —señaló Kamose con suavidad—. ¿Perdiste a alguno de mis marinos?
Kay se sintió ofendido.
—¡Por supuesto que no, Señor! Conseguimos matar a veintiocho setiu. Se negaban a detenerse y a pelear. No hacían más que huir a la carrera.
—Y tú te sentiste obligado a restaurar la reputación de tu barco después de su pobre comportamiento en el simulacro de batalla-dijo Kamose. —¿Cortaste las manos de los muertos?
—No, señor. —El rostro de Kay se iluminó—. Pero les quitamos unas espléndidas espadas y hachas.
Todos los presentes lanzaron una espontánea carcajada.
—Fue un acto valiente pero estúpido, Kay —advirtió Kamose—. En el futuro espero que obedezcas las órdenes de tus superiores, que tal vez sepan un poco más que tú en lo que se refiere a estrategia. No seas impaciente. Ya te llegará el día.
Pasó junto a todos sabiendo que, a diferencia de la de ellos, su risa había sido forzada. La ira que explotó contra Ankhmahor fue la única emoción que sintió y su corazón había vuelto a su anterior insensibilidad pétrea.
Ankhmahor los había seguido al interior mientras los Seguidores ocupaban sus posiciones alrededor de la tienda. Kamose le señaló un banco y él se sentó al borde del catre.
—Vino, Akhtoy —pidió—. Pero no mucho. Hemos de analizar los informes que pronto empezarán a llegar desde el campo de batalla.
Mientras el mayordomo servía el vino se hizo un silencio. Entonces Ahmose levantó su taza.
—Un agradecimiento a Amón —dijo con solemnidad mientras bebían.
El líquido llegó al estómago de Kamose haciéndolo entrar en calor, pero no calmó su sed. Presa de un extraño impulso, cogió la jarra de agua fresca que siempre tenía junto al catre y la bebió toda, permitiendo que las últimas gotas le cayeran en el cuello y rodaran sobre su pecho.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Ahmose—. ¿Hemos perdido hombres?
Kamose no contestó y después de una leve vacilación Ankhmahor habló.
—No lo creo. Alteza, pero lo sabremos con más seguridad cuando los oficiales nos den sus informes —dijo—. Tampoco conocemos el número de la fuerza que vencimos. La cuenta de las manos nos lo dirá.
Kamose lanzó un gruñido.
—¿Que vencimos? —preguntó con dureza—. No usaré esa palabra hasta que Het-Uart sea nuestra y Apepa cuelgue de la pared de su palacio. Nadie fue vencido. Muchos hombres han sido masacrados, muertos en una verdadera carnicería. Quiero saber qué destino ha tenido Ramose. Nada de esto habría sido posible si él no hubiera engañado a Apepa.
—Tal vez nunca lo sepamos —comentó Ahmose—. ¿Y ahora qué, Kamose? ¿Marchamos hacia el norte y sitiamos Het-Uart? ¿Sabemos cuántos soldados tiene Apepa todavía?
Kamose suspiró. La jarra estaba vacía y sin embargo él seguía teniendo sed.
—Valoraremos este día, permitiremos que los hombres lo celebren y duerman, mantendremos una reunión con los príncipes y luego decidiremos qué hacer —le dijo a su hermano—. Debo dictar una carta para Tetisheri, pero lo haré más tarde. Si quieres que te diga la verdad, Ahmose, lo único que tengo ganas de hacer es tenderme en nuestra casa de baños de Weset, mientras el masajista me unta la piel con aceite y mi esquife espera junto a las escaleras del embarcadero con mi red y mi jabalina. —Una voz ahogada pidió permiso para entrar y Kamose se irguió con un suspiro—. Ha llegado el primer informe. Permitid que entre el explorador.
Durante el resto de la tarde y hasta después de la puesta del sol los hermanos escucharon un constante y multiplicado informe de la victoria. Primero, dentro de la tienda y luego en la frescura de la tarde, junto al río, recibieron a un oficial tras otro. Por fin terminó el recuento de las manos. Se había dado muerte a diez mil diecinueve setiu, cuyos cuerpos eran, en aquel momento, comida para los depredadores del desierto y sus armas estaban en posesión de los exultantes egipcios, que comenzaron a beber y a cantar en cuanto se encendieron las fogatas para cocinar. No había soldados malheridos en las divisiones de Kamose. No habían perdido un solo hombre.
Los príncipes comenzaron a reunirse bajo las antorchas donde Kamose y Ahmose bebían vino, y contestaron a las preguntas de Kamose, asegurando que las armas se estaban limpiando y afilando, los arneses reparándose y los soldados alimentándose.
—Beberán y cantarán hasta el amanecer —se quejó Intef—, pero supongo que se lo merecen. Sólo espero que en su borrachera no se enfrenten a los lugareños.
—Esta noche los oficiales patrullarán la ciudad —le contestó Lasen—. No creo que debamos preocuparnos. En realidad, los ciudadanos de Het-Nefer-Apu parecen tan aliviados como nosotros de ver destruidos a los setiu. Si hubiera ganado, Pezedkhu no habría sido bondadoso con ellos.
—¡Qué ruido! —exclamó Makhu mirando más allá de esa zona de paz que los rodeaba, donde los Seguidores formaban un círculo de protección—. Mañana esos hombres serán un espectáculo lamentable. ¿Les piensas conceder un día de descanso, Majestad?
—Sí. —Kamose se irguió en su silla—. Un día para que duerman. Tal vez dos. Espero tener noticias de los carros de los setiu antes de abandonar este lugar. Envidio las celebraciones de los soldados. Si nosotros nos emborrachamos debe ser educadamente, en la intimidad de nuestras tiendas y en un momento en que no esperemos ninguna amenaza. ¿Dónde está tu hijo, Ankhmahor?
—Patrullando las calles —contestó Ankhmahor—. Majestad, creo que hablo en nombre de todos si pregunto lo que piensas hacer durante el resto de la estación de campaña. El mes de Pakhons ya está avanzado. Dentro de tres meses más el río comenzará a crecer. Mandas un gran número de soldados y, si tu intención es continuar hacia Het-Uart, tendrás poco tiempo para un sitio.
Vaciló e Intef tomó la palabra.
—Somos tus nobles —dijo de una manera muy directa—. Somos los primeros que debemos conocer tus intenciones. —Dirigió una mirada de soslayo a Hor-Aha, sentado en silencio en el suelo, fuera del alcance de la luz de las dos lámparas de la mesa—. Nos sentimos honrados cuando nos pides consejo. ¿Te lo podemos dar ahora?
Kamose suspiró interiormente al ver sus rostros nerviosos.
—Muy bien —respondió.
Intef se inclinó hacia delante.
—Este año le hemos dado un golpe formidable a Apepa —empezó diciendo—. No sólo Pezedkhu se ha visto obligado a retroceder, sino que ya no hay ninguna duda de que todo Egipto, salvo una porción del Delta, está en tus manos. Deseamos que descartes cualquier pensamiento de otro sitio hasta el año que viene. Todos hemos estado recibiendo cartas regulares de nuestras familias y de nuestros territorios. Hacemos falta allí, Majestad. Se acerca el tiempo de la cosecha y los hombres que deberían estar en los campos sirven a tus órdenes. Es demasiado esfuerzo para que las mujeres lo hagan solas. Cada grano de trigo, cada cabeza de ajo es preciosa considerando las depredaciones que llevamos a cabo durante la campaña del año pasado.
—De manera que queréis que disgregue el ejército, temporalmente, por supuesto, y que permita que os llevéis a vuestros campesinos a sus hogares para la cosecha. —Había algo en la avidez de Intef que a Kamose no le gustaba. Sus ojos, que a la luz amarillenta parecían febriles, se movían sin cesar. Frotaba sus dedos cubiertos de anillos—. ¿Cuándo tuvisteis el tiempo suficiente para discutir esta proposición, señores?
—Mientras esperábamos la llegada del ejército oriental de Apepa, Majestad —explicó Lasen con tono conciliador—. Debatimos el asunto y decidimos que si resultábamos victoriosos te lo pediríamos.
—¿Y si no? —El tono de Ahmose era frío.
Lasen alargó las manos en un gesto interrogante.
—Nunca dudamos de que el plan de Vuestra Majestad para destruir al enemigo tendría éxito, de modo que perdimos poco tiempo en pensar en la alternativa —dijo—. Y resulta que el plan dio resultado.
—No habéis respondido a la pregunta de Su Alteza —dijo Kamose tajante—. Y no olvidéis que mi hermano y yo sólo fuimos responsables de los detalles del plan. Lo concibió el príncipe Hor-Aha.
Se hizo un silencio incómodo. Intef bajó la vista para mirarse los dedos. Lasen hizo una pequeña mueca. Mesehti, Makhu y Ankhmahor simplemente observaron a Kamose quien, instantes después, comenzó a sonreír.
—Como supongo que habréis notado, ha habido ascensos entre mis marinos y marineros —dijo con un tono que parecía irrelevante—. Por ejemplo, por recomendación de Paheri, nombré a Kay-Abana capitán de barco. También ha habido ascensos entre las filas de vuestros soldados, sobre todo de soldados rasos de infantería a aurigas, con el consiguiente título de oficiales, por consejo vuestro. Pero no he hecho nada por ascender a ninguno de los arqueros medjay, a pesar de que se han comportado con una capacidad ejemplar y que han obedecido a su príncipe sin demora. —Inclinó la cabeza hacia Hor-Aha, que permanecía inmóvil y cuyo cuerpo renegrido se confundía con la noche que lo rodeaba. Solamente el brillo de sus ojos y la mancha blanca de su shenti denunciaban su presencia. Ahmose puso una mano en la rodilla de Kamose en señal de advertencia, pero él no hizo caso del gesto—. El capitán del barco en que navegaron los ha ponderado con entusiasmo, pero su príncipe no ha dicho nada. ¿Por qué? Porque como buen jefe militar, el príncipe no tiene deseos de crear disensiones entre sus soldados. —Golpeó la mesa con fuerza con la palma de la mano—. Creía que ahora, después de haber marchado y luchado juntos, habríais superado ese peligroso prejuicio, pero veo que me equivocaba. Tengo la intención de ascender a cien medjay al rango de instructores y los distribuiré entre vuestras divisiones. Cada uno tendrá bajo su mando a cien de los mejores arqueros de cada división, y ellos, a su vez, instruirán a otros. Se les darán privilegios y responsabilidades de oficiales. Y ahora escucharéis mis decisiones. Podéis licenciar a vuestras divisiones. Tres mil soldados de vuestras tropas pueden regresar a sus casas hasta que haya pasado la inundación. Mil se quedarán aquí para defendernos del norte. Mil más irán a Weset conmigo en servicio activo. Por lo tanto, dejo once mil hombres en Het-Nefer-Apu y me llevo once mil a Weset. Discutiré con Paheri las disposiciones para la armada. Todos vosotros vendréis conmigo a hacer sacrificios en el templo de Amón antes de volver a vuestros respectivos territorios. Durante ese tiempo, antes de la próxima estación de batalla, me enviaréis informes regulares sobre el estado de vuestros dominios. ¿Estamos de acuerdo?
Era evidente que los príncipes estaban deseando intercambiar miradas, pero no se animaron. Miraron con solemnidad a Kamose, que permanecía sentado y les sonreía, hasta que Intef se aclaró la garganta.
—Somos tus sirvientes, Majestad —dijo vacilante y luego continuó con más confianza—: Es prudente custodiar nuestra frontera del norte por la presencia de los setiu y también con Teti el Apuesto en Kush, y te agradecemos que nos permitas a nosotros y a nuestros campesinos volver a ver a nuestros seres queridos. En cuanto al asunto de los medjay… —Tragó con fuerza pero fue Lasen quien siguió hablando.
—Creo que todos estamos de acuerdo en que la gente de esa tribu se ha comportado de forma magnífica, Majestad —dijo—. Muchos merecen un ascenso, pero que sea dentro de sus filas. Que aquellos que elijas como oficiales se pongan al frente de los de su tribu. Si los pones al frente de egipcios, habrá problemas.
Kamose inclinó la cabeza, burlón.
—Me parece recordar una objeción similar que se me hizo hace unos meses —dijo—. Entonces no tema sentido. Ahora es simplemente estúpida. Un grupo de campesinos ha sido convertido en un ejército al que los medjay se han unido. Y quiero recordarles que nos han sido indispensables. He dicho. Que así sea.
Se levantó, y ellos con él, reverenciándolo en silencio, pero Kamose leyó la ira en los erguidos espinazos que se inclinaban ante él.
Hizo señas a Ankhmahor y a Hor-Aha para que lo siguieran y se alejó. Entró a su tienda mientras Akhtoy se apresuraba a encender las lámparas. Ahmose se volvió a mirarlo.
—Kamose, no creo que… —empezó a decir, pero Kamose alzó una mano.
—Yo, sí —dijo con claridad—. Sabes que es justo y que corresponde, Ahmose.
—Sí, pero deberías tener más tacto para recordarles a los príncipes que están bajo tu dominio absoluto —dijo Ahmose—. Tener problemas en las filas es una cosa. Tener problemas entre los nobles es algo completamente distinto. Esperemos que la gloria de este día aplaque su ira.
Los cuatro hombres se instalaron con comodidad en almohadones diseminados por la alfombra que ocultaba la tierra.
Kamose despidió a los sirvientes. El ruido de la alegría que reinaba en las orillas del río era un fondo constante para la conversación. La música les llegaba en ocasiones entre los gritos de los soldados, ya alegremente borrachos, y los de las mujeres que se les habían unido.
—Espero que el alcalde de la ciudad y los oficiales puedan controlar la situación —comentó Ahmose—. Sería triste salude Het-Nefer-Apu dejando una sensación de malestar, después de tantos meses de excelente cooperación entre el ejército y los habitantes.
—No creo que sea necesario que nos preocupemos —contestó Kamose distraído, mientras pensaba con impotencia en Ramose—. Los hombres están alegres y por lo tanto serán dóciles. Gruñirán y se quejarán mañana cuando les duela la cabeza, pero no ahora.
Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el borde de su catre, un brazo en el colchón y la mano del otro sosteniendo una taza de vino.
—He tenido noticias de la gente de mi tribu en Wawat, Majestad —dijo inesperadamente Hor-Aha—. Me llegaron ayer. Perdóname por no habértelo dicho antes, pero estábamos ocupados con Pezedkhu. Hay problemas en el sur.
—¿Qué clase de problemas?
Hor-Aha dejó su taza y se llevó un dedo a los labios.
—Los kushitas están aprovechando el hecho de que mucha gente de Wawat esté aquí contigo. Van hacia el norte, hacia el territorio de Wawat. No les he dicho nada de esto a mis medjay. Si lo hiciera, querrían volver de inmediato a sus casas a defender sus pueblos.
Ankhmahor frunció el entrecejo.
—Sé muy poco del territorio que hay más allá de las cataratas —dijo—, pero recuerdo mis lecciones de historia. Los hombres de Kush siempre han codiciado Wawat. ¿Por qué?
—Oro —dijo Ahmose. Estaba tendido de lado, con la cabeza apoyada en un codo—. Wawat tiene oro y Kush lo quiere para comerciar. Nuestros antepasados edificaron varios fuertes en Wawat con el único propósito de defender el oro. Yo también recuerdo mis lecciones. La historia de las tierras más allá de Weset es de la mayor importancia para nosotros, los del sur. Wawat es nuestro vecino.
—¿Hay que actuar con urgencia? —le preguntó Kamose desanimado a su general.
—Todavía no es imperativo —contestó Hor-Aha—. Pero si Vuestra Majestad no permite que los medjay vuelvan a sus casas, no lucharán bien.
—Me pregunto si detrás de estos problemas en Wawat no estará Teti-en —murmuró—. He estado pensando en la conveniencia de otro sitio a Het-Uart, sobre todo ahora que Pezedkhu conoce el tamaño de nuestra fuerza. No me gustaría darle la oportunidad de preparar una campaña más exitosa. Pero no puedo marchar al norte si existe la posibilidad de que se abra un nuevo frente en el sur. ¿Teti-en tiene sus ojos puestos en Weset?
—No lo creo —objetó Ahmose—. Se ha mostrado indiferente a las dificultades de Apepa. Es más probable que esté utilizando nuestra preocupación por el norte para marchar sobre Wawat y anexionárselo para sus fines. Una vez que controle Wawat, también controlará los antiguos fuertes. ¿Crecerá su ambición? Ésa es la cuestión.
—Te pido disculpas Alteza, pero ésa no es la cuestión, ni para mí ni para los de mi tribu —intervino con vehemencia Hor-Aha—. Los medjay te han resultado indispensables. Han recorrido un largo camino para luchar por ti. Ahora esperarán que tú luches por ellos.
—¿Qué? ¿Entrar en Wawat? —preguntó Ahmose parpadeando.
Kamose retiró la mano que apoyaba en el colchón y se la pasó por el pelo. Su mirada se encontró con la de Hor-Aha y por primera vez vio una expresión de desafío en esos ojos. Eso lo sobresaltó.
—Dime, general ¿los medjay son miembros de mi ejército o simples aliados? —preguntó con tranquilidad—. En definitiva, ¿quién los manda, tú o yo? ¿Estamos hablando de un motín dentro de mi ejército o de los derechos inherentes a una alianza?
De repente, en la habitación reinó un silencio total. Ankhmahor estaba sentado, con las dos manos alrededor de su taza de vino y los ojos bajos. Kamose y Hor-Aha continuaban mirándose, tensos. Fue Ahmose quien rompió el incómodo silencio.
—Es sin duda un asunto muy delicado —dijo con tono tranquilizador—, que hasta ahora no hemos tenido necesidad de considerar. Pensemos en ello como en algo irrelevante, Kamose. Si Wawat está en peligro por causa de Teti-en, entonces es probable que también Weset esté amenazado. Sería sensato llevar al sur una pequeña fuerza punitiva. Después de todo, les has dicho a los príncipes que piensas dejar una fuerza de once mil hombres aquí, en Het-Nefer-Apu. Si Apepa sigue actuando como antes, no saldrá del Delta. Por ahora nuestro flanco norte está a salvo. Podríamos ir al sur durante la inundación.
Mi querido Ahmose, siempre pacificador, pensó Kamose pero no lo dijo. En su lugar se obligó a asentir en dirección de su general, y frunció los labios como si estuviera reflexionando.
—Tengo una deuda contigo y con los medjay —dijo con la mayor calma posible—. Lo único que tenías que hacer era pedir mi ayuda, Hor-Aha. Siempre he confiado en ti. ¿No podías confiar en mí?
Tuvo el placer de ver que el general apartaba la mirada y bajaba los ojos.
—Te pido perdón, Majestad —dijo en voz baja—. Me pone nervioso pensar que los medjay puedan ser considerados por los príncipes como salvajes dispuestos a huir, puesto que los desprecian, a ellos y a mí. Los hogares de esos hombres están amenazados. No es posible pretender que antepongan a eso el bienestar de Egipto. En algunos aspectos no cabe duda de que son tan primitivos como niños. Con humildad te ruego que nos ayudes en Wawat.
¿Con humildad?, pensó Kamose levantando su taza y bebiendo para ocultar una expresión de desdén que no pudo evitar. No hay un sólo hueso humilde en tu poderoso cuerpo negro, mi inteligente general. Si decido ir a Wawat no será para devolverles unas cuantas chozas a tus salvajes extranjeros.
—Tráeme el mensaje que has recibido —dijo—. Quiero verlo. Lo que pides requiere cierta estrategia, Hor-Aha, y estoy cansado. Ha sido un largo día. Tráemelo mañana por la mañana.
Era evidente que Hor-Aha había comprendido sus palabras con claridad. Dejó la taza, se levantó e hizo una reverencia.
—Vuestra Majestad es generosa —dijo en una voz sin inflexiones y, volviéndose, salió de la tienda.
Ankhmahor también se levantó.
—He de inspeccionar una vez más la guardia antes de retirarme a dormir —dijo. Pero al llegar a la salida de la tienda, vaciló—. Ten cuidado, Kamose. Ten mucho cuidado.
Su reverencia fue lenta y deliberada, una señal de genuino respeto. Después salió.
Los hermanos se miraron en un tregua que sólo se extendía hasta donde llegaba la luz amistosa de las lámparas. Fuera continuaba el eco de los de gritos, cánticos y risas. Entonces Ahmose dijo:
—¿Qué acaba de suceder aquí, Kamose?
Kamose se quitó las sandalias y se arrojó en el catre.
—Que nuestro querido general acaba de cometer un error —dijo tajante—. Hor-Aha dejó que viéramos la verdadera naturaleza de su ka.
—Está preocupado por sus compatriotas —protestó Ahmose—. Su preocupación y el miedo a que tú no lo comprendieras le hicieron proceder sin cautela.
Kamose lanzó una carcajada llena de resentimiento.
—¿Sin cautela? ¡Sí, naturalmente! Nos ha amenazado, Ahmose. ¿O no te diste cuenta?
—Creo que eres muy desconfiado —contestó Ahmose acercándose y sentándose en el catre de Kamose—. Míralo con cordura, Kamose. Kush rodea Wawat. Hor-Aha quiere licenciar a los medjay para que se encarguen de solucionar el problema. Nos es leal, pero comprende a sus hombres. Nos dice exactamente lo que teme si no los dejamos en libertad o no los ayudamos. ¿Qué tiene eso de malo? ¿No valoras la honestidad?
—Por supuesto que la valoro —replicó Kamose—. No fueron las palabras que pronunció sino lo que oí en su voz y lo que vi en sus ojos, un relámpago arrogante pero astuto. Somos hombres sensatos. Los dos vemos la necesidad de hacer algo al respecto. Ambos sabemos que podemos conquistar aún más la lealtad de los medjay mandando tropas egipcias a Wawat. Con ello sofocaríamos al mismo tiempo las ambiciones que Teti-en pueda tener y nos aseguraríamos esos viejos fuertes. Hor-Aha es un hombre inteligente. Comprende todo esto. Nos lo podría haber planteado de otra manera. —Cruzó las manos sobre el pecho desnudo y volvió la cabeza para mirar a Ahmose—. Pero de alguna manera se equivocó. Nos permitió ver algo de su bien oculta ambición. Creo que quiere llegar a ser un príncipe independiente de Wawat. Tai vez no enseguida, pero sí con el tiempo. Con nuestra inadvertida ayuda.
—Pero, Kamose, lleva la sangre de nuestro padre en su cinturón —le recordó Ahmose—. Quería a Seqenenra. Nos ha servido con absoluta lealtad.
—Todo eso es cierto —admitió Kamose—. Pero han pasado años desde la muerte de nuestro padre. Los hombres cambian. Las circunstancias cambian. Surgen oportunidades que a veces pueden despertar oscuros anhelos en el corazón de un hombre y modificarlo por completo.
—¡Esto es una locura! —exclamó Ahmose—. Estás hablando de alguien que es tu amigo, a quien defendiste contra nuestros príncipes, Kamose. ¡Hor-Aha es como de nuestra familia!
Kamose esbozó una extraña sonrisa. —¿Lo es?— susurró. —Ya no lo sé. En todo caso, Ahmose, tenemos una razón mucho mejor para marchar a Wawat que el rescate de los medjay, a pesar de que nos interesa conservar la simpatía que nos tienen. Necesitamos oro. Oro para comerciar con Keftiu. Oro para pagar a los príncipes. Oro para reconstruir el viejo palacio. Hasta ahora el oro de Wawat ha caído en los cofres de Apepa, pero se acabó. No se lo diremos a Hor-Aha, por supuesto. Nos mostraremos realmente preocupados por nuestros aliados medjay. ¿Crees que les podríamos ofrecer a los medjay un hogar en Egipto, Ahmose? ¿Edificarles una ciudad donde puedan vivir con sus familias y lograr que formen parte permanente del ejército que intento mantener? Hor-Aha sabe perfectamente bien lo importantes que son para nosotros. ¡Maldito sea! ¿No hay nadie en quien verdaderamente pueda confiar?
—Tal vez no —contestó Ahmose pensativo—. ¿Pero qué rey ha podido depender de alguien, aparte de los dioses? Te equivocas con respecto a Hor-Aha, Kamose. Debes meditar estas sospechas y verás lo infundadas que son. Has de volver a casa durante una temporada. Yo también. Me gustaría estar allí con Aahmes-Nefertari cuando dé a luz el mes que viene.
La expresión de Kamose se suavizó.
—Lo había olvidado —dijo como disculpándose—. Pezedkhu borró todos los recuerdos de mi mente. Volveremos a Weset y luego iremos al sur, a Wawat.
Durmió bien, y más profundamente cuando tuvo conciencia de que el griterío del exterior se había apagado. Cuando despertó el sol ya brillaba y el ambiente era inusitadamente tranquilo. Ahmose todavía estaba en el catre y roncaba con suavidad, de lado, con la mejilla contra la palma de la mano. Kamose se puso un par de viejas y gastadas sandalias, se ató a la cintura el shenti del día anterior y salió al reflejo cegador de la mañana.
Los Seguidores, que estaban a cada lado de la tienda, presentaron armas y saludaron, y un hombre que estaba agazapado a cierta distancia se levantó y sonrió, con una taza en una mano y un trozo de pan en la otra. Estaba delgado, con grandes ojeras, y extrañamente descamado, pero Kamose lo reconoció con una profunda alegría.
—¡Ramose! ¡Ramose! —exclamó, y se le acercó para envolverlo en un fuerte abrazo—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿Has estado toda la noche fuera de la tienda? ¡Supongo que no! Yo creí… Bueno, no sé lo que creí. Akhtoy, ¿dónde estás? ¡Comida caliente enseguida! —Soltó a Ramose, quien depositó su taza en el suelo y sacudió las gotas de agua derramadas sobre su mano.
—Dos de tus exploradores me encontraron en el desierto —explicó—. Me trajeron ayer, pero tuvieron que esperar hasta que terminara la batalla. Yo estaba extenuado, Majestad. Tenía que dormir.
Kamose tenía ganas de volver a abrazarlo. Si los guardias no hubieran estado mirando habría vuelto a la tienda bailando. Rodeó con un brazo los hombros de Ramose y lo condujo dentro, donde Ahmose estaba sentado en su catre con ojos somnolientos.
—Me preguntaba qué serían todos esos gritos —murmuró—. ¡Ramose! Sabía que tarde o temprano aparecerías. Tienes un aspecto terrible. Bienvenido. Dame un momento para que aprecie la mañana y luego comparte también conmigo tus noticias.
—Créeme, Alteza, estoy aquí después de salvar grandes dificultades —dijo Ramose—. No tengo prisa por contar mis aventuras. Todavía estoy saboreando la belleza de la seguridad y la libertad.
Sonreía, pero Kamose notó que cuando se sentó en un banco le temblaban las rodillas. Akhtoy, rápido y eficiente como siempre, entró seguido de su sirviente con la primera comida del día. Comenzó a servirla en la mesa. El pan todavía estaba tibio, recién salido de los hornos de la ciudad, y los dátiles frescos brillaban sobre su cama de hojas de lechuga, las primeras de la estación. Las percas del Nilo lanzaban un fragante olor a ajo. Oscura cerveza llenaba las tazas. A un gesto de Kamose los tres comenzaron a comer y cuando las fuentes estuvieron vacías, Kamose arrojó la servilleta de lino sobre la mesa e invitó a su amigo a hablar.
—Pero antes que nada, háblanos de Tani —pidió Ahmose—. ¿La has visto? ¿Está bien?
Una sombra cruzó por el rostro curtido por el sol de Ramose. Bebió un sorbo de cerveza y lo tragó con lentitud antes de hablar.
—No os gustará lo que tengo que decir —advirtió—. Tani es ahora una de las esposas de Apepa.
Continuó contándoles su encuentro con la muchacha, repitiéndoles con claridad y resentimiento las palabras pronunciadas por ambos. Para Kamose era evidente, aunque él mismo escuchara con una incredulidad cada vez mayor, que la intensidad de aquel encuentro había marcado a Ramose para siempre y que las cicatrices nunca desaparecerían.
—No traté de persuadirla de que huyera conmigo —confesó Ramose—. No habría tenido ningún sentido. Ha sido engañada por esa porquería extranjera. —Apretó los dientes y luchó por controlarse antes de continuar hablando—. Os envía su amor y os suplica que la comprendáis.
—¿Qué la comprendamos? ¡Está completamente loca si imagina que la perdonaré o que olvidaré su traición! —explotó Kamose—. Esta noticia destrozará a nuestra madre. ¿Qué puedo decirte, mi amigo? Nada puede calmar tu dolor.
Ahmose se había quedado blanco.
—Pensaremos en ella como una víctima de la guerra —dijo con voz ronca—. Debemos hacerlo, Kamose, o nos veremos reducidos a la impotencia cada vez que la recordemos. Tani es un sacrificio, parte del precio que la familia ha pagado a los dioses a cambio de la victoria. Por lo menos, todavía vive. Es algo que debemos agradecer.
—No quiero seguir hablando de ella —replicó Kamose. Su incredulidad se había convertido en ira que le palpitaba en los oídos y los ojos, hasta el punto que apenas podía ver u oír por la fuerza de los latidos—. La recordaré como era en los días de su inocencia. ¡Niego todo lo demás!
Ramose lo miró con tristeza.
—Yo he tenido tiempo de asumirlo, Majestad —dijo—. Desde que estuve con ella en aquella habitación tan lujosa, y la vi tan hermosa, tan inalcanzable… desde entonces he caminado de la mano de la muerte. Sus palabras permanecerán en mi mente como los colmillos de la serpiente, pero no volveré a pensar en la época en que la amaba y planeábamos un futuro juntos. Hacerlo sería rechazar el regalo de la vida que los dioses me concedieron en el desierto. Estoy decidido a mantener mi atención fija en el presente, mientras mi ka herido lo soporte.
—¡Pero no lo comprendo! —rugió Kamose—. ¡Nunca lo comprenderé! Es una Tao. ¿Cómo es posible que haya podido apartar el orgullo de su familia en favor de ese… de ese…? —Se le estranguló la voz. No podía respirar.
—Nuestra venganza será echar a todos los setiu de los límites de nuestro país, Kamose —dijo Ahmose con urgencia—. No gastaremos energías en recriminaciones. No perderemos de vista nuestra meta. Ahora, Ramose, necesitamos que nos hables de Het-Uart, del palacio, de las tropas que siguen acuarteladas allí, de tu experiencia con el ejército del este. —Sus palabras eran tranquilizadoras, pero le temblaba la voz—. ¿Quién mandaba el ejército, murió en el desierto?
Ramose asintió y miró a Kamose.
—El general asignado al ejército del este se llamaba Kethuna —dijo—. Ha muerto. Ayer, cuando los exploradores me traían a la ciudad, vi su cuerpo tendido en el campo de batalla. A Pezedkhu no le gustaba el plan, pero Apepa insistió en llevarlo a cabo. Es realmente un imbécil. Los ciento veinticuatro mil hombres que salieron de Het-Uart representaban aproximadamente la mitad de las fuerzas combinadas de Apepa. Le han enviado refuerzos sus llamados «hermanos» de Rethennu. Continúan entrando al Delta por el camino de Horas… —siguió hablando.
Kamose hizo todo lo posible por concentrarse en lo que decía su amigo pero el fuego de su ira y de su dolor continuaba quemándolo; sólo cuando Ramose empezó a hablar del pánico y de la frustración del ejército cuando descubrieron que el agua del oasis era imbebible volvió completamente en sí. Entonces escuchó con atención.
—Ojalá hubiera estado contigo mientras caminabas hacia el Nilo —dijo con maldad—. Los carros incendiados, los soldados tambaleándose, cayendo y jadeando por necesidad de agua. ¡Ojalá hubiera estado allí! Lo saboreo, Ahmose. Me regocijo. Perdóname, pero no lo puedo evitar. Ahora volveremos a casa. Los exploradores volverán hoy con la noticia de que los carros se han perdido. El recuento de las manos se ha completado. Tenemos en nuestro poder las armas del enemigo. —Se levantó con cuidado porque sentía un fuerte dolor en el estómago—. Gracias, Ramose. Eres un hombre valiente, un egipcio que merece este magnífico país. Te has ganado una esposa real, un título principesco, una propiedad fértil. Me avergüenza no podértelos conceder ahora mismo.
Ramose también se levantó y lo miró de frente.
—Majestad, estoy cansado de cuerpo y alma —susurró—. Se dice que los dioses toman a aquellos a quienes aman y por quienes son amados, y los ponen a prueba y los tientan hasta que se convierten en algo tan puro y fuerte como una espada nueva en manos de grandes guerreros. Tal vez me amen de una manera extraordinaria, porque he aceptado todo lo que se puede esperar que un hombre acepte y sin embargo sobrevivo. Ahora quiero que me dejen en paz. Permíteme nadar y cazar patos en los pantanos de Weset, y que les haga el amor a mujeres sin rostro. Permíteme tener a mi madre entre mis brazos. Llévame a casa contigo, Gran Uno, ¡llévame a casa! ¡Necesito cicatrizar!
Hizo una reverencia, puso las palmas de ambas manos en el pecho de Kamose y salió de la tienda.