Al amanecer, despertaron a los hombres y les ordenaron comer y beber. Lo hicieron en silencio, enfrascados en sus pensamientos a medida que el momento de la batalla se acercaba. Unos rezaban. Otros manoseaban amuletos mientras guardaban el resto de sus raciones y se apretaban las tiras de las sandalias.
Apareció un oficial y, para alivio de Ramose, cortó el cuero que lo unía a su guardián. Pero la sensación de libertad no le duró mucho. Con rudeza se le ordenó seguir al oficial hasta la vanguardia, donde Kethuna ya estaba en su carro, detrás de su auriga y rodeado por un escuadrón. La luz del sol naciente resplandecía en los vehículos mientras los caballos movían sus cabezas emplumadas. El desierto sembrado de piedras ya despedía su brillo cegador. Ramose se protegió los ojos con las manos cuando levantó la vista para mirar al general. Durante unos instantes Kethuna lo observó, impasible.
—Tengo órdenes de situarte en la vanguardia de mis tropas —dijo—. Es lo único que se me ha ordenado. Si el enemigo te reconoce antes de matarte, mejor para ti. Pero si descubro que le has mentido al Uno o interpretado mal la situación aquí en el oasis, debo ejecutarte de inmediato. Camina al lado de los caballos.
Por toda respuesta, Ramose se inclinó y ocupó su lugar delante del carro. A pesar de su aparente tranquilidad, sus pensamientos hervían. Evidentemente, no habría nadie para presentar batalla. El oasis estaría vacío de soldados. ¿Kethuna le echaría la culpa a él? ¿O supondría que habían salido demasiado tarde para interceptar a Kamose en su avance hacia Het-Uart y que sería responsabilidad de Pezedkhu luchar con su ejército a lo largo del Nilo? ¿Tendría oportunidad de desaparecer en alguno de los pueblos del oasis durante los primeros instantes de confusión? Dieron la orden de iniciar la marcha y se alzaron los estandartes. Ramose se encogió mentalmente de hombros. No me permitiré tener esperanzas, pensó. Sucederá lo que los dioses deseen y pase lo que pase me sentiré satisfecho.
El carro comenzó a avanzar y Ramose con él, sintiendo el reconfortante olor a caballo y a cuero. El oasis fue tomando forma con lentitud, se fue convirtiendo en parches de suelo verde y en bosques de palmeras contra el cielo azul. Allí donde el horizonte absorbía el calor, nada se movía. Las responsabilidades de Ramose como explorador habían comprendido ese sendero y notó que las tiendas que en aquella época se alzaban hacia el norte habían desaparecido. Los caballos tropezaban al pisar las piedras afiladas, negras y relucientes bajo sus cascos. El auriga les hablaba con suavidad. De los millares de hombres que los seguían sólo se oía un tenue susurro de pasos.
Marcharon durante unas dos horas mientras el oasis crecía e iba llenando el horizonte. Estaba silencioso y pacífico. No se oían gritos de alarma desde las palmeras. Un murmullo colectivo comenzó a alzarse desde la infantería, detrás de Ramose, y éste oyó que Kethuna maldecía y luego decía:
—Se ha ido. El oasis está vacío.
Dio la orden de detenerse y, agradecido, Ramose se dejó caer en el suelo, a la sombra de las dos bestias sudorosas. El general parecía haberse olvidado de él. Llamaron a un explorador y Ramose lo vio desaparecer por el sendero sembrado de piedras que cruzaba las altas dunas y entraba en el pueblo.
Se desató un murmullo de charlas, una oleada de alegre excitación cuando los hombres se dieron cuenta de que la batalla no tendría lugar aquella mañana y ese optimismo fue confirmado más tarde con el regreso del explorador. Ramose, todavía agazapado junto al carro, sonrió al escuchar sus palabras.
—Señor, he tardado más de lo debido —le dijo el hombre a Kethuna sin aliento—. Esto es muy extraño. El oasis ha sido abandonado. No hay soldados, pero tampoco pobladores.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kethuna.
El explorador vaciló. Ramose podía verle los pies mientras pasaba el peso del cuerpo del uno al otro.
—Los pobladores se han ido —repitió el explorador—. Las chozas están vacías. Y también lo están los campos. No hay animales, sólo unas cuantas cabras.
El explorador y Ramose esperaron. El silencio se alargaba. Ramose casi oía pensar al general mientras los oficiales que lo rodeaban se movían inquietos y susurraban. Por fin Kethuna despidió al explorador y llamó a Ramose.
—O Kamose ya se ha retirado a Het-Nefer-Apu o está oculto en las cercanías del oasis esperando que nosotros lo ocupemos para poder rodearnos. El oasis no es fácil de defender. Sin embargo, ayer los exploradores se aventuraron hasta el campo y no informaron acerca de ningún movimiento de tropas. ¿De cuál de las dos cosas se trata, hijo de Teti?
—No tiene sentido que me lo preguntes a mí-replicó Ramose. —Le dije la verdad al rey. Cuando me marché, Kamose y su ejército estaban aquí. Si ha cambiado de planes durante estas semanas, ¿cómo quieres que lo sepa?
Kethuna respiraba agitado.
—Quizás los exploradores de Kamose nos divisaron hace días y le alertaron. Debo elegir entre arriesgarme a ir al oasis o rodearlo y continuar la marcha hacia el río.
Uno de sus oficiales habló.
—Los hombres necesitan agua, general —le recordó—. De otro modo no podrán llegar hasta el Nilo.
Kethuna continuó pensativo mirando fijamente a Ramose.
—Es evidente que hemos llegado demasiado tarde para atrapar aquí a Kamose —dijo con lentitud—. Sin embargo, estoy inquieto. Hay algo en la situación que no encaja. ¿Qué estoy pasando por alto, Ramose?
—El general eres tú, no yo —replicó Ramose con temeridad a pesar de que él también sentía una curiosa amenaza en aquella tranquila escena—. Como te he dicho, el único plan que conozco de mi señor es el de iniciar otro sitio.
—Si se fue, ¿por qué se llevó consigo a los pobladores? —preguntó otro oficial—. ¿Para qué los necesitaba?
No los necesitaba, pensó Ramose de repente. Pero tampoco podía dejarlos. ¿Por qué? Tengo la razón dándome vueltas en la cabeza, pero no consigo descifrarla. ¡Oh, Kamose, implacable y retorcido! ¿Qué has hecho? Bajó los ojos para que Kethuna no se diera cuenta de que se le iluminaban.
—Tal vez se llevó consigo el ganado, pero no a los lugareños —dijo Kethuna—. Tal vez estaba escaso de víveres, y los pobladores se vieron obligados a seguido o morir de hambre. —Movió la cabeza con ira—. Estas especulaciones son vanas. Debo decidir nuestro siguiente paso. El sol está cerca de su zenit. Que los hombres descansen y coman aquí. Cuando hayan terminado ya habré tomado mi decisión.
Ramose volvió a su lugar de sombra vigilado por el auriga, que había recibido órdenes a tal efecto. En aquel momento las sombras que arrojaban los pacientes animales eran más cortas y pálidas. Abrió la mochila y sacó un poco de pan y el pellejo de agua medio vacío. Lo sacudió, dudando entre beber o no, luego se reprochó su tontería. Kamose iba al encuentro de Paheri y los pozos del oasis esperaban la llegada de las tropas sedientas de Kethuna, incluyéndolo a él. A pesar de todo, hizo una pausa antes de llevarse el odre a la boca. Por el rabillo del ojo vio que el resto de los hombres bebían copiosamente y se derramaban el precioso líquido sobre el rostro, sin duda razonando igual que él, que cerca había agua en abundancia. Uno de los caballos, al oler el agua que se derramaba a su alrededor relinchó con suavidad.
Ramose bajó su odre. El corazón empezó a latirle desordenadamente. ¿Cuánta agua queda para los caballos en el carro de los burros?, se preguntó. Los caballos odian el desierto. No están hechos para lugares áridos. A mi alrededor los hombres gastan agua porque creen que hay en abundancia a un tiro de piedra de aquí. Hor-Aha jamás permitiría una presunción semejante, pero Hor-Aha es un hijo del desierto y Kamose fue criado al borde del desierto cruel. No como estos doloridos hijos del Delta tan quemados por el sol. Doloridos. Quemados por el sol. Y que pronto volverían a tener sed.
Ramose permaneció sentado, muy quieto. ¿Será posible?, se dijo cuando ese pensamiento informe que le rondaba tomó forma. ¿Se podía hacer? ¿Y de manera que un ejército quedara completamente destruido? Con razón te llevaste todo contigo, hasta los animales, mi despiadado amigo. Nunca, ni en sus más exageradas conjeturas, Kethuna podría llegar a una conclusión tan sorprendente. Pezedkhu tal vez sí, pero si él estuviera aquí en lugar de Kethuna, aunque sospechara la verdad, se sentiría atrapado en un punto del que no podía regresar.
Pero ¿sería verdad o estaría sufriendo un ataque de locura? Ramose miró el camino, las dunas llenas de rocas, los árboles ocultos a medias. Tenía la garganta seca y estaba deseando beber, pero no se animaba.
Kethuna no tardó en volver seguido de sus oficiales. Sin duda, acababan de tomar una decisión. Se oyeron gritos y los soldados comenzaron a luchar por levantarse. Los estandartes ondulaban. Kethuna subió a su carro. De manera que seguían adelante. Ramose comprobó el tapón de su odre y el ejército de Apepa comenzó a cubrir los últimos estadios que lo separaban del oasis.
Antes de pasar entre las dunas, la vanguardia de Kethuna se adelantó y se abrió en abanico, los carros rodaron con rapidez y sus ocupantes prepararon los arcos y las flechas. Al mirar hacia atrás, Ramose vio una fila de soldados que parecía una serpiente cuya retaguardia se perdía entre el polvo. Una mezcla de ansiedad y excitación se apoderó de él cuando se vio obligado a caminar más cerca de los caballos. Alargó una mano y tocó al animal más cercano, que tenía el flanco caliente y sudado. Enseguida sintió en la muñeca el golpe del látigo del auriga y retrocedió.
El pueblo del norte ya estaba a la vista, un grupo de chozas de adobe detrás del verde de los sembrados, las pequeñas casas oscurecidas por los troncos de las palmeras y los arbustos. Más cerca estaba el estanque donde Kamose puso su tienda y, a su alrededor, el suelo estaba lleno de los desperdicios que habían dejado las tropas. Los caballos de Kethuna apresuraron el paso al oler agua, de manera que Ramose se vio obligado a correr. El auriga trataba de contenerlos sin mucho éxito y Kethuna le gritaba furioso agarrado a los lados del vehículo. Jadeante y a trompicones, temeroso del golpe del látigo, Ramose intentaba mantenerse a la par. El estanque ya estaba cerca, se hallaban casi sobre él, y a pesar de su incomodidad, la intriga crecía dentro de Ramose. Los arbustos de alrededor habían sido cortados. En la arena se alzaban tocones amarillentos. En muchos lugares, las plantas habían sido arrancadas de raíz dejando depresiones desordenadas en los lugares donde antes crecían.
Los caballos llegaron al borde del estanque y se detuvieron. Bajaron las cabezas. Detrás de los carros los soldados rompieron filas, con los odres listos y ya inclinando las rodillas. Respirando con fuerza, Ramose observó la superficie del agua. En ella flotaban pétalos blancos y ramas gruesas destrozadas que sobresalían como huesos marrones. Alguien ha arrancado los arbustos, los cortó en trozos y los arrojó metódicamente al estanque, pensó Ramose. Pero ¿por qué? Parece un acto de mezquindad, ¿pero con qué propósito? Los hocicos de los caballos vacilaban al borde del líquido, con los ollares muy abiertos, relinchaban con suavidad. Los soldados se arrodillaban para llevarse esa vida húmeda a los labios. Detrás de ellos, sus compañeros esperaban nerviosos que les llegara el turno de saciar su sed. Toda la zona estaba llena de tropas alegres.
Pero Ramose, al percibir la ráfaga de dulce perfume floral que le llevó la brisa, retrocedió horrorizado y con las rodillas temblorosas. Lo que los caballos olían en su angustia era la muerte, la muerte que se deslizaba por las gargantas de los hombres inclinados sobre ese estanque de apariencia inocua. Petrificado de miedo, observó la alegre confusión. El oasis está lleno de esto, pensó. Desde aquí hasta el pueblo del sur, crece con profusión alrededor de cada fuente, hermosa e inofensiva, hasta que inadvertidamente alguien mastique sus hojas, aplaste sus semillas o coma miel hecha de sus flores.
O beba el agua en la que ha estado sumergida.
Una burbuja de risa histérica se expandió en su interior y apretó los dientes para sofocarla. ¡Es perfecto!, volvió a pensar. ¡Es sorprendente, lógica y malditamente perfecto! Adelfa, tan blanca y delicada, y sin embargo basta con tocarla para que se irrite la piel. ¿La inspiración fue tuya, Kamose, o de Ahmose, o tal vez de Hor-Aha? No, esto no es cosa del príncipe ni del general. Esto lleva sello de una mente sofisticada que busca con frialdad una victoria a cualquier precio. Kamose, saludo tu astucia. Hubo un golpe a sus espaldas cuando Kethuna saltó al suelo. El general apareció a su lado con el látigo de su auriga en la mano y el rostro repentinamente ojeroso.
—¡Alejaos del agua! —gritó con la voz ronca por el pánico. Corrió hacia la orilla del estanque y comenzó a azotar a los hombres que ya estaban bebiendo y a los que empujaban para acercarse—. ¡Está envenenada, estúpidos! ¡Retroceded! ¡Retroceded!
De repente, Ramose volvió en sí y miró con rapidez a su alrededor. Los soldados que habían bebido el agua ya estaban tendidos en el suelo, doblados sobre sí mismos y sufriendo arcadas. Los caballos relinchaban, los oficiales perplejos se arremolinaban, los millares de soldados que iban llegando del desierto, ignorantes de lo que sucedía, exigían ruidosamente que les permitieran llenar sus odres. Cuando Kethuna volviera a dominar a su ejército, enviaría exploradores al sur para comprobar si allí el agua era pura, pero Ramose sabía que la obra debía de haber sido total, que Kamose no habría dejado un sólo estanque, pozo o fuente sin envenenar en los veintisiete estadios que comprendían Uah-ta-Meh, y que Kethuna y sus hombres estaban perdidos.
La verdad era que había otro oasis en Ta-Iht, setecientos cincuenta estadios más al sur, pero en cuanto estuvieran allí, el ejército del general estaría atrapado. De Ta-Iht al Nilo había casi el doble de distancia que de Uah-ta-Meh al río, y aunque las tropas lograsen soportar la marcha hasta Ta-Iht sin agua y luego sobrevivir una marcha aún más larga hasta el Nilo, saldrían del desierto cerca de Khemennu y tendrían que avanzar hacia el norte, donde Kamose los esperaba en Het-Nefer-Apu. No, pensó Ramose mientras retrocedía y se alejaba de ese caos de hombres aterrorizados que vomitaban. Kethuna tratará de limitar sus pérdidas. Irá directo al Nilo tomando el sendero hacia Het-Nefer-Apu. Y sin agua la mayoría de sus hombres morirán.
Resguardándose entre los árboles y las rocas que había por todas partes, Ramose poco a poco se fue acercando al pueblo del desierto. Su posición no era mucho mejor que la de los soldados que no habían bebido las aguas contaminadas, a pesar de que su instinto lo llevó a conservar la escasa cantidad de líquido que quedaba en su odre y que los demás literalmente arrojaron al suelo. Pero sabía que no le alcanzaría hasta llegar a una zona segura. También sabía que Kethuna enviaría oficiales para que revisaran el pueblo en busca de cualquier resto de agua pura que los pobladores hubieran dejado tras de sí, y quería encontrarla antes que ellos. Transcurrirían horas antes de que el general lograra restablecer alguna clase de orden en sus filas.
Ramose fue de choza en choza, revisando cada rincón, investigando cada olla y cacerola, pero sólo logró agregar más o menos media taza del líquido negruzco y rancio a las preciosas gotas que conservaba en su odre. No había bebido desde primera hora de la mañana. Su cuerpo aullaba para que lo aliviara, pero conocía los síntomas de la sed cuando amenazaba la vida y todavía no estaba en un peligro tan extremo. Las casuchas de adobe eran frescas, pero se obligó a abandonarlas. Cuando Kethuna recobrara la lucidez reclamaría la vida de Ramose, convencido de que él sabía desde el principio lo que Kamose haría. Al caminar por la parte trasera del pueblo, Ramose descubrió una duna circular con rocas negras diseminadas a sus pies. Allí se enroscó sobre sí mismo en la poca sombra que había, cavó un pozo entre la arena y las rocas y, cubriéndose la cabeza con el manto, se quedó dormido.
Lo despertó el sonido de voces cercanas y, al levantar una punta del manto, vio que el desierto estaba cubierto de una luz rojiza. El sol se poma. El suelo transmitía la vibración de los pasos de los soldados que lo buscaban y él permaneció quieto, tratando de respirar en silencio, hasta que se alejaron. Entonces salió de su agujero y se levantó cautelosamente. Permaneció un instante erguido y dolorido mientras la sangre volvía a correrle por las piernas, antes de subir a la parte superior de la duna y mirar detenidamente hacia abajo, hacia el pueblo, y más allá, hacia el estanque. Toda la zona estaba inmersa en una actividad que ahora era frenética y tenía un propósito. Sin duda, Kethuna había logrado volver a imponer su autoridad. Los soldados entraban y salían de las chozas del pueblo y caminaban de un lado a otro, cerca del agua. Pero después de observarlos durante unos instantes, Ramose se dio cuenta de que la escena era extrañamente silenciosa. Nadie reía ni charlaba. No se habían encendido fogatas para cocinar. ¡Pobres diablos!, pensó. ¿Son conscientes de que ya están muertos? Se deslizó por la arena hasta la parte profunda de la duna, destapó el odre y se permitió un trago pequeño de agua. Luego se sentó a esperar.
Llegó el crepúsculo y luego la oscuridad. Una a una las estrellas fueron adquiriendo vida hasta que la gran cúpula del cielo se encendió de resplandecientes puntos de luz. La luna era nueva, plateada entre las estrellas que la rodeaban. Ramose se tendió con los brazos extendidos, acariciado por la bendita frescura de la noche del desierto. En aquel momento, escuchó los gritos y los sonidos tenues de millares de hombres que se preparaban para marchar. Los caballos protestaban y sus relinchos tenían el sonido de una súplica animal. Ellos también morirían en una muda incomprensión, de alguna manera más triste que la de los hombres que avanzaban tropezando hacia el final de sus vidas.
Kethuna había tomado el único camino que le quedaba. Abandonaba el oasis de noche. Conduciría a su ejército hacia el sur hasta dar con el sendero de Het-Nefer-Apu y luego se encaminaría hacia el este. Y yo los seguiré, se dijo Ramose. No tengo la menor intención de adelantarme a ellos para que me encuentren y me quiten la vida. Sólo yo tengo posibilidades de sobrevivir. No quería verlos marcharse. Continuó tendido en silencio, mirando el cielo, hasta que el último sonido del paso del ejército hubo desaparecido.
Le resultó difícil vencer el impulso de levantarse de un salto y seguirlos, pero avanzarían más lentos que él, que iba solo, y no debía alcanzarlos. Sentía terror de terminar siendo lo único que quedara con vida en aquel lugar maldito, le temía al calor del día, cuando tendría que luchar contra la tentación de beber su escasa provisión de agua, les temía a los fantasmas y espíritus que ahora quedaban en libertad para vagar invisibles por el oasis, pero le rezó a Tot, abandonó la duna y se fue al pueblo.
Reinaba un silencio profundo. No aullaba ningún perro ni mugía ningún buey ni lloraba en sueños ninguna criatura. Las puertas estaban abiertas como negras bocas y la tierra aplanada se veía desnuda a la luz de las estrellas. Ramose había decidido pasar el resto de la noche en alguna de las chozas, pero el aire de abandono que tenían lo hizo cambiar de idea. Entró en una, sacó con rapidez una estera y una manta, y permaneció debajo de un árbol hasta el amanecer. Cuando los primeros rayos de sol lo golpearon con un calor ya casi insoportable, se retiró a una choza que lo recibió en pleno día con la promesa de frescura y amparo. Comió algo de su pan, y se permitió otro trago de agua. Sabía que no debía gastar sus fuerzas vagando por el pueblo. Se resignó al aburrimiento y al pánico que le producían las interminables horas de calor. Se sentó en un rincón de la pequeña habitación y empezó a pensar en Kamose, en Tani, en las maravillas del palacio de Het-Uart. Se imaginó en la cálida humedad de la casa de baños, caminando por un jardín lleno de flores, apoyado en la borda del barco de Kamose, mientras el tumulto del ejército de su amigo giraba a su alrededor con alegría.
Sólo una vez se levantó, con el corazón latiéndole con rapidez, cuando oyó que alguien se acercaba. Abrió un poco la puerta y espió, pero su visitante sólo era una cabra que, al verlo, baló un par de veces y se alejó. Las cabras son inmunes al veneno de la adelfa, recordó Ramose riéndose en su interior del miedo que acababa de pasar. Las cabras podían ingerir cualquier cosa sin que les hiciera daño. Se preguntó cómo les iría a las tropas de Kethuna y ese pensamiento lo dejó serio. Volvió a su rincón.
Se volvió a dormir, no por cansancio sino por aburrimiento, mientras el día transcurría. A la puesta del sol salió, comió algo de pan y bebió un trago de agua. Luego se puso la mochila sobre los hombros, se colgó el odre alrededor del cuello y comenzó a caminar por el sendero que corría por el centro del pueblo. Al doblar por el camino de Het-Nefer-Apu pudo acelerar el paso, porque hasta entonces había tenido que sortear fuentes llenas de brotes de adelfa y las ramas rotas le dificultaban avanzar.
Caminó a buen paso por la arena más suave, junto al desorden dejado por la multitud de pies calzados con sandalias que la habían pisado recientemente. De vez en cuando tropezaba en los lugares donde los carros se habían salido del camino más firme, dejando profundas huellas. Mientras Ra se hundía en el horizonte y el desierto adquiría su color, la sombra de Ramose se alargó delante de él. A lo lejos le pareció ver una especie de neblina que tal vez fuera la retaguardia del desgraciado ejército de Kethuna, pero no podía estar seguro. Durante un rato, cuando el sol desapareció y las estrellas todavía eran pálidas, temió no haber tomado el buen camino, porque la luz era incierta y toda la tierra parecía encontrarse en una silenciosa agitación, pero muy pronto el brillo de las estrellas se hizo más blanco y pudo caminar con confianza. El aire era agradablemente fresco. Ramose midió con cuidado su respiración y su paso, para no provocarse sed, y se negó a imaginar que las depresiones irregulares que lo rodeaban fuesen charcas de agua. No había forma de saber la hora. El tiempo no significaba nada allí donde sólo había rocas y arena. Había tardado poco más de dos días en llegar a Het-Nefer-Apu en carro. Sabía que podría cubrir más o menos la misma distancia a pie en cuatro días si mantenía su velocidad y no se quedaba sin agua. Pero ¿y los soldados? Cansados, deshidratados y temerosos, ¿a qué velocidad marcharían? ¿Cuánto faltaba para que comenzaran a vacilar? Les daba seis días a los supervivientes para caer en brazos de los hombres de Kamose que los esperaban. Y sin duda vacilarían. Sonrió sombrío mientras seguía caminando. Luchar sería lo último que tendrían en la mente. Morirían con las gargantas hinchadas y con el olor del Nilo en las fosas nasales. Pero no quiero alcanzarlos, pensó de repente. Me tengo que resignar a la velocidad que llevan y, por lo tanto, debo racionar aún con más severidad el agua que me queda. Se le hundió el corazón y el sonido suave de sus sandalias se convirtió en ominoso. Debo hacerlo, se dijo con firmeza. Si no me dejo llevar por el pánico me resultará fácil llegar hasta el río.
Cerró los oídos al ritmo inexorable de sus pasos y se obligó a pensar en que Pezedkhu tardaría alrededor de diez días en conducir a sus millares de hombres de Het-Uart a Het-Nefer-Apu. Había salido de la ciudad al mismo tiempo que Kethuna. Si a los soldados de Kethuna les costaba seis días cruzar el desierto además de los once hasta el oasis por el camino de Ta-She, significaba que ya hacía siete días que Pezedkhu estaba en Het-Nefer-Apu. ¿Habría atacado a Kamose? ¿O al descubrir que éste se había unido con Paheri habría reunido sus fuerzas a la espera de los refuerzos que suponía le llevaría Kethuna desde el oasis? Poco a poco Ramose se dejó absorber por las cifras y suposiciones, hasta el punto de que las primeras luces del amanecer lo cogieron por sorpresa. Se detuvo y alzó los brazos para agradecer a Ra su majestuoso renacimiento. Entonces, al darse cuenta de que tenía hambre y sed y que estaba muy cansado, buscó un lugar para tenderse y dormir durante todo el día.
Un grupo de rocas a su izquierda le ofrecía cierta protección, pero mientras caminaba hacia ellas recordó que a los escorpiones les gustaba la misma sombra que él buscaba. Pensó en sus desagradables cabezas, en sus patas y en las colas curvas. Se estremeció al pensar en sus picaduras y en que se sentiría enfermo y débil y sería incapaz de seguir caminando si era víctima de ellas. La intensidad de su temor lo cegó por un instante, pero casi enseguida recuperó la sensatez. Era mejor exponerse a los escorpiones que al sol. Se adelantó y examinó las rocas, dando la vuelta a las más pequeñas y, al no encontrar ningún ser vivo, se tendió y se tapó la cabeza con el manto. Debo mantenerme alerta para no permitir que me vuelva a asaltar el mismo miedo, pensó mientras cerraba los ojos. El desierto puede enloquecer a un hombre que viaja solo. Ahora me dormiré y olvidaré que tengo ganas de comer y de beber.
Durmió profundamente y se obligó a volver a la inconsciencia cada vez que despertaba y veía que el sol todavía brillaba en el cielo y, por fin, se sentó a contemplar otra puesta de sol. Se desperezó y sacudió su manto. Un pálido escorpión cayó a la arena y volvió a refugiarse en la sombra. Con un repentino estremecimiento, Ramose volvió al sendero. Mientras caminaba masticaba un poco de pan duro que tragó con un sorbo de agua tibia. No le bastó, pero se sintió invadido por una oleada de optimismo. Una vez más, su sombra lo precedía mientras Ra se metía en la boca de Nut, y el anochecer lo confundió brevemente. Entonces cayó la noche y se dedicó sombríamente a su tarea.
A juzgar por su fatiga, había caminado durante la mitad de la noche cuando la brisa le llevó el olor a madera quemada. Se puso alerta y salió del trance en que estaba para mirar hacia delante, pero el desierto continuaba quieto y silencioso ante él. Durante largo rato continuó caminando, agudizando sus sentidos. El olor era cada vez más fuerte. Por fin logró distinguir una serie de formas que no eran las de los armoniosos movimientos de las dunas, pero transcurrió un rato antes de que llegara al lugar donde estaban. Entonces se quedó inmóvil, mirándolos fijamente.
Kethuna había quemado los carros. Allí estaban, un gran montón de ruinas humeantes, ejes ennegrecidos que señalaban el cielo, radios rotos que asomaban entre los asientos de junco, grandes ruedas que parecían intactas hasta que Ramose dio un puntapié a una de ellas y se deshizo en una lluvia de carbonilla. Doce divisiones, veinticinco carros por escuadrón, pensó Ramose. Trescientos carros. Aquí están las ruinas de trescientos carros. ¡Dioses! ¡Lo que hubiera podido hacer Kamose con ellos! Evidentemente, ése era el motivo por el que el general los había quemado. Su situación es desesperada y sabe que si los abandona Kamose mandará hombres a buscarlos. ¡Qué desperdicio! Sin embargo, bajo el impacto sufrido por Ramose había una profunda felicidad y su paso era más ligero cuando dejó atrás esa lamentable destrucción.
Hacia el segundo amanecer, encontró los primeros cuerpos. Entre el frío gris que anunciaba la llegada de Ra, los vio tendidos, los unos sobre los otros, ante un carro de los que tiraban los burros. No había señales del animal y los barriles que contenían el agua que cargaban estaban tirados en la arena; antes de examinar los cadáveres, Ramose fue directo hacia ellos. No sólo estaban vacíos sino que el interior estaba completamente seco. Ramose calculó que debían de llevar allí por lo menos un día.
Desilusionado, se volvió hacia los soldados. Aquellos hombres no habían muerto de sed. Era evidente que habían luchado y se habían matado entre ellos por el agua de los caballos. Presentaban diferentes tipos de heridas, pero la mayoría de ellos había muerto a causa de las flechas que todavía surgían de sus pechos. De manera que Kethuna se las está arreglando para mantener cierta disciplina, pensó Ramose mientras se dedicaba a revisar los cuerpos. Supongo que ordenó a los oficiales que distribuyeran el agua que quedaba en estos barriles, pero los hombres tenían demasiada sed para aceptar las gotas que les correspondían y comenzaron a atacarse unos a otros. Después de todo, no había agua en el oasis para volver a llenar los barriles de los caballos. Los caballos beben mucho y apuesto a que no quedaba nada de lo cargado en Ta-She. No lo suficiente para seis mil hombres y mucho menos para sesenta mil. ¡Pobres setiu! ¡Pobres amantes del Delta! Y pobre Ramose, terminó pensando con ironía mientras arrojaba lejos el último odre de agua. Ni una gota para mí. Podrían haber esperado para atacarse a que al menos uno hubiera recibido el agua que le tocaba y que yo tanto necesito. Los he revisado para nada. Estoy sudando y extenuado, y me obligan a seguir caminando hasta haberlos perdido por completo de vista, porque por la mañana las hienas y los buitres vendrán a darse un festín con sus cuerpos, y no quiero descansar oyendo cómo se los comen.
Frustrado y resignado, siguió caminando bajo el resplandor cada vez más intenso del sol. Por fin, al mirar hacia atrás por centésima vez, comprendió que ya no se veía nada. Estaba demasiado cansado para buscar un refugio. La furia lo hizo temerario. Bebió dos sorbos de agua de su odre, se acostó allí donde se acababa de detener, se cubrió la cara con el manto y se durmió.
Por la noche comió un poco, se mojó los labios y lamentó su actitud de la mañana al ver que el odre colgaba vacío de sus manos. Después se esforzó en no pensarlo y comenzó a caminar. Estaba cansado y desanimado. Su estómago gruñó, protestando por el poco apetitoso pan, y se le ocurrió que lo mejor sería arrojar lo que le quedaba porque comerlo le daría más sed. No tenía miedo de caminar con hambre. Ahora sólo podía matarlo la falta de agua. No tardó mucho en llegar al primero de los caballos. Estaba tendido a la luz de las estrellas, un montículo oscuro cruzado en el sendero. Ramose supuso que había caído a causa de la deshidratación, hasta que se acercó y comprobó que tema la yugular cuidadosa y profundamente cortada. Había algunas manchas oscuras donde había sangrado, pero no lo suficiente para el copioso río de sangre que debió derramar. Ramose se enderezó y miró a su alrededor. Más animales yacían desordenadamente entre las rocas. Y todos habían corrido la misma suerte.
Ramose los recorrió con cuidado antes de volver a encaminarse hacia el este. No hacía falta que un testigo le contara lo ocurrido. Los imbéciles habían degollado a los caballos para beber su sangre. Bueno, no les saciará la sed durante mucho tiempo, pensó sombrío. La sangre es salada. Lo único que han hecho ha sido prolongar su agonía y acortar sus vidas. ¿Habrá ordenado esto Kethuna o se estará apresurando todo lo posible, dejando que los rezagados se las arreglen como puedan? ¿Cuándo me encontraré con una retaguardia viva? No quiero pasar a los soldados. Si lo hiciera, no cabe duda de que me matarían. Pero si avanzo con más lentitud estaré en peligro de morir de todas maneras. Casi se me ha acabado el agua. Lanzó una maldición, se encogió mentalmente de hombros y siguió caminando.
Tenía esperanzas de poder respirar con más libertad cuando dejara atrás los restos lastimosos de los caballos, pero a partir de entonces nunca estuvo solo. Comenzó a pasar a través de una grotesca y silenciosa compañía que el contraste entre formas y sombras del desierto hacía más siniestra. Dedos rígidos se clavaban en la arena, ojos fríos reflejaban las estrellas, algunos apoyados contra los otros en una burda imitación de compañerismo. Era como si hubiera habido una guerra entre seres humanos y algún maligno poder sobrenatural capaz de matar sin un solo golpe.
Y en cierta forma esa es la verdad, pensó Ramose mientras recoma con lentitud, con excesiva lentitud, aquel paisaje de horror. Han provocado al desierto. ¡Yo no os hice esto!, les dijo mentalmente a los sorprendidos fantasmas que sentía que lo rodeaban. Echadle la culpa a la ignorancia y a la idiotez de vuestro superior y a la inteligencia de mi Señor, ¡no a mí! Caminando, rezando y haciendo lo posible para acallar el pánico que lo invadía, siguió avanzando a trompicones.
Ramose no se detuvo cuando amaneció sino cuando le obligó el cansancio. Era el principio de su cuarto día fuera del oasis. Si hubiera podido moverse con rapidez habría alcanzado a ver el horizonte roto por el bendito perfil de las palmeras que anunciaban las márgenes del Nilo. Pero no sabía la distancia que todavía le separaba de Het-Nefer-Apu. A pesar de su desesperación por huir del ejército mudo que lo rodeaba, sabía que debía caminar más despacio. Era mucho esperar que los sesenta mil soldados de Kethuna hubieran muerto allí. Trató de calcular el número de cuerpos cubiertos de arena que se extendían a cada lado del camino, pero era imposible. Parecían no tener fin. Se cocían tiesos en el calor, hinchándose bajo un sol indiferente, y se ofrecían como alimento para hienas y buitres… y para Kamose. Sus armas inútiles, ya medio enterradas en la arena, brillaban impotentes a su alrededor.
Tratar de dormir allí era inconcebible. Ramose ni siquiera podía apartar la mirada de ellos por temor a que se alzaran y se le acercaran sigilosamente. Ese terror era algo a lo que no pudo sobreponerse. Envolvió una roca con su manto y se sentó con la espalda contra la piedra caliente y las rodillas recogidas, bajó el manto hasta las cejas y observó el cauteloso acercamiento de los basureros del desierto.
Dormitó varias veces, sólo para despertar con el corazón latiendo aceleradamente al ver a las hienas junto a los cadáveres con la boca llena y escuchar a los buitres sobre las cabezas cubiertas por cascos de cuero. Se obligó a permanecer donde estaba hasta la puesta de sol, ya convencido de que no se podría alejar de la carnicería hasta que dejara atrás el desierto. Sin embargo, por fin se levantó y le dio a su cuerpo algo que hacer. No comió. Arrojó el resto de pan, bebió las últimas gotas de agua, vació la mochila de todo su contenido con excepción de la daga y del odre del que tal vez lograría exprimir algunas gotas más y se obligó a seguir adelante. La cabeza había empezado a latirle a cada paso que daba y estaba cubierto de sudor frío. Conocía las señales de advertencia de la extrema fatiga. Si muero aquí los dioses no me encontrarán, pensó. Si no me momifican no llegaré al paraíso de Osiris. Sólo me queda esperar que Kamose se acuerde de mandar grabar mi nombre en algún lugar del que no pueda ser borrado.
No creyó que fuera capaz de soportar nada más, pero en lo más profundo de la noche, cuando se inclinó para volver a atarse una sandalia suelta, alguien le susurró algo. Por un instante Ramose se quedó petrificado, no se animó a enderezarse ni a mover los ojos. El sonido se repitió, leve, susurrante, la llamada de un fantasma, y hubo un pequeño movimiento a su derecha. Volvió la cabeza. Unos ojos vivos se encontraron con los suyos. Los labios resecos del hombre se movieron.
—Agua —susurró.
Ramose se arrodilló a su lado.
—No tengo —dijo—. Debes creerme. Lo siento. Me he bebido lo último que me quedaba hace un rato. —Ignoraba por qué sentía que debía justificar su negativa ante el moribundo. Después de todo, sólo le había dicho la verdad—. ¿Quién es tu dios? —preguntó.
La boca se abrió y se cerró sin surgir de ella ningún sonido. Los ojos suplicaban con incomprensión. Ramose se puso en pie y se alejó.
Fue sólo el primero. En adelante Ramose escuchó los susurros de los moribundos y supo que los supervivientes del ejército de Kethuna no debían de estar muy lejos. Sus sospechas se confirmaron cuando otro amanecer comenzó a llenar el cielo y ante sí vio una nube de polvo. En ella podía distinguir una multitud de figuras negras. A su alrededor, la tierra seguía llena de muertos y de moribundos, de armas y de mochilas abandonadas. No sintió nada mientras seguía a los vivos y le resultó sorprendente sentir que le cedían las piernas antes de tomar una decisión consciente de descansar. Muy bien, les dijo con ternura. Trataremos de dormir ahora. Se tendió donde sus piernas lo habían decretado y se cubrió la cara con las manos. Olía los muertos, pero ya no le importaba.
Era noche cerrada cuando salió de una insensibilidad parecida a la de una persona drogada. Le dolía el cuerpo. Cuando se levantó temblando, latigazos de dolor le recorrieron las piernas y las caderas. Danos agua gritaban su garganta, su estómago, sus intestinos. Tenía la lengua seca como un papiro contra los dientes. Todavía no, les dijo con severidad. Primero hemos de caminar. Hemos de ganarnos la bebida. Se tambaleó y luchó por volver a controlar primero su mente y luego su cuerpo. Le resultaba difícil entrar en el fiero odio de las estrellas, pero lo hizo, vacilante al principio pero luego con mayor facilidad. Sin duda todavía me quedan dos días en mi interior, se dijo. Recuerdo haber calculado seis días para que el ejército llegara al río. Hoy, esta noche, sí, ésta es mi quinta noche. Lo puedo lograr. Convirtió la frase en una canción para sus pies, lo puedo lograr, lo puedo lograr, y bajando la cabeza siguió adelante.
No sabía cuanto tiempo llevaba caminando cuando volvió en sí de repente y se dio cuenta de que no tenía ningún recuerdo de lo ocurrido desde la puesta de sol. La escena no parecía distinta. ¿Me habré movido?, se preguntó. ¿O habré estado quieto en el mismo lugar? Claro que me he estado moviendo, se dijo con firmeza y vio que había sutiles muestras de que había avanzado algo. Un viento suave le llevó a las fosas nasales, ahora sensibles a cualquier muestra de humedad, una levísima bocanada húmeda que llegaba del este, hacia donde se extendía monótonamente el sendero. Sin embargo, algo faltaba y comprobó con alegría que el desierto estaba limpio de nuevo. Ningún cuerpo corrompía el aire o el suelo. Los soldados que tuvieron la suerte de recibir el agua de los caballos o que fueron lo bastante sabios para contenerse antes de entrar en el oasis maldito, habían logrado sobrevivir. De manera que habrá batalla, pensó enfrascado en la tarea de levantar un pie y volverlo a apoyar ante el otro en el suelo. A menos que Kethuna se rinda enseguida. No le valdrá de nada. Kamose lo matará. El pie se alzó. Ramose sonrió. El otro pie lo siguió. Siguió caminando, sin saber que lo hacía en círculos, como un borracho.
Salió el sol, pero Ramose sólo tuvo conciencia de él como de una incomodidad más. Apretó los dientes, con la mente aferrada a la más leve muestra de cordura, siguió adelante, ya casi sin saber por qué lo hacía. No levantó la mirada. Cuando tuvo la sensación de que la arena brillante estaba más cerca de su rostro de lo que debía, se dio cuenta de que se había caído. Sus piernas se negaban a levantarse, de manera que permitió que se quedaran donde estaban. Tanteó en busca de su manto pero no lo pudo encontrar y tampoco encontró su mochila. No recordaba haberlos perdido. Permaneció tendido, con la mejilla apoyada en la arena caliente, escuchando un apagado rugido que le llegaba de alguna parte, mucho más adelante. Gritos y aullidos de hombres destacaban en aquel estrépito, sofocados por la distancia y por su respiración. Estoy oyendo Het-Nefer-Apu, pensó con incoherencia. Oigo el fluir del Nilo. Oigo a mi señor reunido por fin con los setiu. Casi te salvaste, Ramose, hijo de Teti. Casi lo lograste. Hiciste todo lo posible pero no fue suficiente.
Cayó en un sueño en el que Kamose le ofrecía un bol de agua resplandeciente que tendía con ambas manos. No alcanzaba a cogerlo y Su Majestad se impacientaba. ¿Qué te sucede, Ramose?, preguntaba, creí que tendrías sed. No, pensó Ramose, sólo tengo sueño. Pero Kamose no le permitía dormir. Éste no está muerto, decía Kamose. Termina enseguida con él y luego buscaremos una sombra donde pasar el resto del día hasta que termine la batalla ¡Escucha el ruido!
Espera, dijo otra voz. Lo reconozco. No es setiu. Es el noble Ramose. He sido explorador con él. ¿Qué está haciendo aquí fuera y medio muerto? Alcánzame el odre de agua y luego monta la tienda. Si lo dejamos morir, el rey nos dirá palabras muy duras.
Adormilado, Ramose abrió los ojos. Estaba acostado de espaldas. La sombra de un hombre caía sobre él. Algo le golpeó con suavidad los labios y lo obligaron a abrirlos. Se le llenó la boca de agua. Tragó con frenesí y luego volvió la cabeza hacia un lado y vomitó en la arena.
—¡Cuidado! —advirtió el hombre—. Bebe a sorbos, Ramose, o te matará.
Ramose obedeció. No había bebido mucho cuando le quitaron el odre. Manos capaces lo levantaron por los hombros y lo arrastraron hasta el refugio de una tienda. Quería pedir más agua, pero estaba muy cansado.