Aunque un heraldo que llevaba la noticia de su llegada inminente fue despachado con carro y auriga una hora después, Kamose y Ahmose no tomaron el sendero que se alejaba del río hasta el anochecer. Al principio el camino corría entre campos todavía desnudos cruzados por canales de riego y en ellos se alineaban imponentes palmeras. Pero poco después, toda señal de cultivo desaparecía. La tierra que se extendía ante ellos era estéril y triste, un paisaje interminable de arena, interrumpido aquí y allí por zonas de grava que a la luz incierta teman el aspecto de charcas de agua. El sendero era todavía visible, una angosta cinta que se extendía hacia la nada, y durante varias horas lo siguieron en un silencio que se intensificaba a medida que la noche se hacía más oscura. Kamose conducía su carro, con Ankhmahor de pie vigilando a su lado. Ahmose lo seguía, y a su lado los guardias marchaban sombríos. En la retaguardia iban las mulas cargadas.
En algún momento cercano a la medianoche, Kamose dio orden de detenerse, desengancharon los caballos y les dieron agua. Después de poner guardias, los hermanos se envolvieron en sus mantos y se tendieron en la arena junto al sendero. Ahmose se durmió casi enseguida, pero Kamose estuvo mirando el cielo moteado de estrellas como un gran dosel que lo envolvía todo. El aire era maravillosamente fresco. Ningún sonido rompía el silencio profundo que lo rodeaba. A pesar de las actividades del día anterior y del suave dolor de los músculos, no acostumbrados a trabajar con carros, no estaba cansado. Su mente, tantas veces inquieta, estaba tranquila. Estoy haciendo lo correcto, se dijo con sensación de paz. Mis dudas desaparecieron en cuanto dejamos atrás Het-Nefer-Apu. Es agradable estar en el desierto, sin responsabilidades durante unos días. Me siento como cuando era niño y Si-Amón vivía. Casi no hacíamos más que cazar y pescar y organizar excursiones de caza en las afueras de Weset. Durante los años que han transcurrido he envejecido. Ahmose murmuró en sueños, se movió inquieto y puso un brazo en el cuello de Kamose, y el hechizo se rompió. Sonriendo con tristeza, Kamose cerró los ojos.
Se levantaron al amanecer, comieron con rapidez y ya seguían sus largas sombras hacia el oeste antes de que Ra hubiera logrado aclarar el horizonte a sus espaldas. Los caballos avanzaban resignados a través de un calor cada vez mayor y pronto Kamose se detuvo para que pusieran sombrillas en los carros. A pesar del agua que había bebido con las lentejas y el pan tenía sed, el sudor humedecía su ropa y el reflejo de la luz en el suelo aumentaba su dolor de cabeza. Si apenas es soportable para nosotros, que hemos sido criados en el horno que es el sur, pensó, ¿cómo lo será para los soldados acostumbrados al clima suave del Delta que no conocen más que huertos y jardines? Sonrió con los dientes llenos de arena. El plan de Hor-Aha le parecía cada vez más viable a medida que los estadios pasaban bajo las ruedas de los carros.
Seis horas después se vieron obligados a acampar y pasaron el resto del día guareciéndose bajo cualquier sombra que lograban encontrar.
—A pesar de todo, estamos viajando con rapidez —comentó Ahmose en respuesta a un gruñido de Kamose—. Dentro de dos días, tal vez menos, veremos el oasis. Las mulas están bebiendo más agua de lo que supusimos, pero todavía nos queda suficiente por si quieres lavarte. En cuanto a mí, no me molestaré en hacerlo hasta que nuestra tienda esté armada junto a los pozos de Uah-ta-Meh. Un invierno aquí debe de haber endurecido considerablemente a las tropas, Kamose.
—Pero nosotros nos hemos convertido en seres muy delicados —contestó Kamose—. El sol es nuestra medicina, Ahmose. La debemos tomar para volver a ser fuertes.
A la puesta de sol del tercer día vieron una ondulación negra contra el rojo del sol poniente y supieron que era el lugar al que se encaminaban. Con impaciencia, Kamose ordenó avanzar a pesar del calor y la incomodidad de la tarde para no perder tiempo, de manera que fue una caravana extenuada la que se detuvo cuando un explorador apareció junto al sendero y los desafió.
El oasis de Uah-ta-Meh estaba a setecientos cincuenta estadios al nordeste de Ta-She, y a la misma distancia del Nilo hacia el este. Era una larga y desigual depresión de una longitud de ciento diez estadios de norte a sur, con un pueblo en cada extremo. Entre ellos corría un sendero zigzagueante a través de un paisaje de negras rocas dentadas y dunas de arena. El pueblo del norte era un grupo de chozas apoyadas al azar sobre unas rocas y unas fuentes que alimentaban una vida verde en una tierra que de otra manera hubiera sido árida. Había charcas, arbustos y hasta un par de palmeras, y fue allí donde Kamose bajó del carro, le entregó las riendas al sirviente que esperaba y se volvió a recibir la reverencia de su general.
Había caído la noche y el aire olía a agua y al aroma dulce de las flores que brotaban por todas partes. El reflejo quieto de las estrellas en el agua de las charcas desapareció cuando los caballos y las mulas de carga inclinaron sus cabezas para beber. Resonaron gritos cuando los hombres descargaron las posesiones de los hermanos, con sus movimientos iluminados por antorchas anaranjadas, muy pronto la tienda fue montada bajo una palmera mientras Akhtoy permanecía de pie impartiendo órdenes. Kamose le ordenó a Hor-Aha que se levantara y durante unos instantes ambos se estudiaron.
—Es agradable volver a verte —dijo Kamose por fin—. Tenemos muchas noticias que dar y recibir, pero antes de que hablemos necesito beber un poco de cerveza. Cuando nuestra tienda esté lista, quiero que me bañen. Había olvidado lo implacable que es el desierto.
Hor-Aha rió. No ha cambiado nada, pensó Kamose mientras el general los conducía a otra tienda. Pero ¿por qué iba a cambiar? El invierno parecía transcurrir con mucha lentitud en Weset y, sin embargo, hace sólo cinco meses que lo vi partir desde Nefer-Apu. Tiene el pelo más largo, eso es todo.
Agradecido, entró en la tienda de Hor-Aha y se dejó caer en un banco. Ahmose se sentó en el suelo con un suspiro de alivio | el sirviente de Hor-Aha les ofreció la cerveza que Kamose tanto deseaba. Fuera continuaba el estruendo producido por su llegada, pero dentro de la tienda, las paredes de lino suave iluminadas por la luz de una única lámpara proporcionaban una gran paz. Kamose se bebió la taza de cerveza.
—No pudimos ver gran cosa del oasis mientras nos acercábamos —dijo—. Estaba muy oscuro. Pero parece un lugar muy desolado, Hor-Aha. ¿Cómo lo ha soportado el ejército?
—Muy bien, Majestad —respondió el general. Cruzó las piernas con un brillo de tobilleras de oro, que resultaban lujosas y exóticas en contraste con su piel negra—. Hay mucha agua, pero las tropas están divididas. Por desgracia las de este pueblo no bastan para cubrir las necesidades del ejército, pero en el extremo sur hay un pozo muy hondo. Por lo tanto, decidí dividir a los cincuenta y cinco mil hombres entre los dos pueblos. Eso hace que la comunicación sea mucho más difícil entre los oficiales pero que la distribución de agua sea más fácil. No han holgazaneado. —Se inclinó y sirvió más cerveza a Kamose—. Los únicos días de fiesta han sido los de celebración de los festivales de los dioses. Han estado haciendo maniobras en el desierto, prácticas de supervivencia, simulacros de batalla, y tengo el orgullo de poder decir que se han convertido en una eficaz fuerza de combate. He sabido que ahora también cuentas con una armada.
—Así es. —En un instante de curiosidad, Kamose miró el cinturón del hombre. Era de cuero viejo con adornos de turquesa verde. Hor-Aha lo había usado desde que Kamose lo conocía y en aquel momento éste deseó conocer el secreto que contenía. Sin embargo, no quiso avergonzar a su general y tampoco quería ver el trozo de lino manchado con la sangre de su padre. Por lo menos en aquel momento.
—¿Dónde están los príncipes? —quiso saber Ahmose—. ¿Y Ramose? ¿Cómo está?
—El heraldo vino directamente a mí con el mensaje de vuestra llegada, Alteza —explicó Hor-Aha—. Me contuve y no les dije que llegabas, para que te recobraras del agotador viaje. Ramose tiene buena salud. Me pidió que lo destinara fuera, en el desierto, como explorador del camino de Ta-She, y estuve de acuerdo. Lo he mandado llamar. —Dirigió una mirada inquisitiva a Kamose—. ¿Deseas ver a los príncipes esta noche?
—No —contestó Kamose—. Estamos sucios, hambrientos y cansados. Mañana aún será pronto para hablar de estrategias. ¿Les explicaste tu plan, general?
Hor-Aha negó con la cabeza y una vez más sus blancos dientes resplandecieron.
—Quise ahorrarme la humillación de sus críticas —explicó—. Si crees que la idea tiene algún mérito, contaré con tu apoyo cuando se la presente a ellos, Majestad. Si no es así, por lo menos no me habré hundido más ante sus ojos.
—Si tu idea, Hor-Aha, no tuviera mérito, Ahmose y yo no estaríamos aquí —dijo Kamose con irritación—. ¿Los príncipes te han dado problemas?
—No, pero han tenido poco que hacer, aparte de dictar cartas para sus familias, cazar todo animal que encontraban por aquí y entrenar a sus divisiones bajo mi supervisión. No ha habido conflictos entre nosotros.
En aquel momento Akhtoy interrumpió la conversación y Kamose se puso en pie.
—Nuestra tienda está lista —dijo—. Reúnete con nosotros dentro de una hora para comer, Hor-Aha.
No esperó la reverencia del general sino que salió seguido por Ahmose. Fueron hasta su tienda y, mientras Ankhmahor ocupaba su lugar fuera, se rindieron al placer del agua caliente y de las manos firmes de sus sirvientes personales.
—Mira esto —dijo Ahmose—. Una alfombra en la arena, dos catres miserables, dos sillas sencillas y una mesa. Por no mencionar la lámpara. Un ambiente austero, Kamose, pero que me resulta maravilloso después de haber dormido tres noches a la intemperie.
—La tienda es más amplia que nuestro camarote del barco —dijo automáticamente Kamose. Notaba una leve tristeza y transcurrieron unos instantes antes de que lograra identificar su causa. Hor-Aha y los príncipes. Maldijo en voz baja—. Si consigo que el plan de Hor-Aha dé resultado, los príncipes estarán tranquilos bajo su autoridad.
La respuesta de Ahmose fue sofocada por la toalla que le aplicaban con vigor en el pelo mojado.
—No lo creo —dijo por fin—. Simplemente provocará más celos. Pero si es evidente que tú das todas las órdenes no tendrá importancia. No lo llames por su título de príncipe en presencia de los demás.
—¿Por qué no? —replicó Kamose.
La cara de Ahmose emergió colorada y brillante.
—Si lo haces estarás sembrando males y recogerás una cosecha peor —dijo con tranquilidad—. ¿Dónde está el aceite? Tengo los brazos quemados por el sol.
Más tarde se sentaron con Hor-Aha junto a la negra charca cuya superficie ahora reflejaba la luz de las antorchas. Mientras comía, Kamose permaneció claramente consciente de los estadios de desierto nocturno que rodeaban ese pequeño enclave de actividad humana en absoluto silencio. Se preguntó qué dios mandaría en el océano de arena, si Shu, dios del aire, o Nut, la diosa cuyo cuerpo se arqueaba sobre la tierra, o tal vez Geb, cuya esencia lo vivificaba. Lo más probable era que a las tres deidades les atrajera su cualidad de soledad intemporal. Él mismo se sentía atraído, aunque no tanto como cuando era niño. En aquella época, el desierto era un interminable patio de juegos. Ahora, la falta de límites le hablaba a su ka, susurrándole la claridad de visión que le podía dar, los misterios de la eternidad que podía revelar a quien se rindiera a su suprema cualidad de ser algo distinto. Reconoció su llamada como una invitación a apartar las dolorosas obligaciones de la guerra comenzada por su padre, de huir, y se obligó a volver a la conversación que en aquel momento mantenían Ahmose y Hor-Aha. El general preguntaba por el estado de sus medjay y Ahmose le relataba la falsa batalla naval. Kamose escuchaba sin hacer comentarios.
Por la mañana, ambos hermanos se vistieron con esmero. Kamose se hizo poner un shenti de borde dorado y sandalias con piedras preciosas. El pectoral real se apoyaba en su pecho con el contrapeso colgando entre sus omóplatos desnudos y llevaba atado en el brazo el grueso amuleto que le entregó Amonmose. Un casco de lino de rayas blancas y azules enmarcaba su rostro maquillado y una cruz egipcia de plata colgaba de una de sus orejas. Llevaba las palmas de las manos teñidas con alheña. Cuando Ahmose y él estuvieron listos salieron de la tienda a la brillante luz del sol. Hor-Aha ya los esperaba junto al contingente de tropas que los escoltaría. Ankhmahor estaba de pie en el carro de Kamose y, detrás de él, el auriga hablaba con suavidad a los pequeños caballos. Kamose dirigió una rápida mirada a su alrededor, ese lugar que la noche anterior parecía tan pacífico.
Más allá de la charca más grande, junto a la que alzaron su tienda, había otras charcas, todas rodeadas de juncos y de palmeras enanas. De muchas de ellas surgían angostos canales de riego llenos de agua que iban hacia pequeños campos rodeados de adelfas que crecían en un desorden lleno de capullos blancos y rosas. De la arena salían rocas negras y afiladas entre las que las cabras buscaban su camino y por donde iban y venían bandadas de gansos.
Los habitantes del pueblo habían construido sus chozas amontonada y desordenadamente en el extremo más alejado de sus cultivos, para no desperdiciar ni un centímetro de tierra cultivable. Ningún árbol daba sombra a los tejados desiguales. En la distancia, entre una maraña de arbustos, ñores y animales del ejército que se arracimaban en los bordes de las charcas para beber su ración matinal de agua, Kamose apenas vio movimiento ante aquellas chozas pobres y desoladas.
—Mantenemos a los habitantes del oasis lejos de las tiendas —explicó Hor-Aha al ver la dirección de la mirada de Kamose—. No podemos impedir que saquen agua de las fuentes que hay en las rocas y tampoco que traigan sus rebaños de cabras y de vacas a las charcas, pero no les permitimos vagar por todas partes. El ejército está acampado más allá del pueblo. El príncipe Intef ha pedido que se le conceda el honor de recibirte en su tienda. El príncipe Lasen está con él. Los príncipes Makhu y Mesehti vienen del pueblo situado al sur. Anoche los mandé llamar.
Kamose apoyó una mano en la madera caliente de su carro y subió.
—¿Cuánto tardarán? —preguntó—. ¿Y qué hay de Ramose?
—Deberían llegar dentro de cuatro horas, Majestad. Todavía no tenemos noticias de Ramose.
—Entonces inspeccionaré las tropas antes de saludar a Intef y a Lasen. Muéstranos el camino, Hor-Aha.
Durante gran parte de la mañana, Kamose le pidió a Ankhmahor que lo condujera con lentitud entre las filas de pequeñas tiendas en las que vivían sus soldados, y se detuvo a menudo para examinar sus armas y preguntarles si tenían alguna necesidad o alguna queja. Ya no se parecían en nada a los campesinos que los príncipes habían arrastrado desde su campos. Parecían casi negros, por lo quemados que estaban por el sol del desierto bajo cuyos rayos marchaban y hacían sus ejercicios de instrucción; estaban delgados y musculosos por la disciplina a que los sometían sus oficiales, todos tenían una manera similar de mirar y de moverse que produjo una honda satisfacción en Kamose. Recibió la reverencia de los oficiales y habló con los físicos del ejército. Habían tratado las habituales fiebres, enfermedades oculares y parásitos, pero ninguna epidemia grave había puesto en peligro la eficacia de las fuerzas.
Por fin, Kamose consultó con el escriba de asambleas todo lo referente a la intendencia. Luego le pidió a Ankhmahor que dirigiera los caballos hacia dos grandes tiendas un poco alejadas de las demás. Los dos guardias que las custodiaban se irguieron cuando Ankhmahor les gritó una advertencia. Kamose bajó del carro y Ahmose se le unió, desperezándose.
—Ha sido impresionante —comentó—. Debemos suponer que las tropas acuarteladas en el otro extremo del oasis también están en excelentes condiciones para la lucha. ¿Quién lo hubiera dicho hace un año, Kamose? Ahora quiero beber algo fresco.
—Ordena que lleven los caballos a la sombra y que les den de beber —le dijo Kamose a Ankhmahor—. Y ven con nosotros. Tú eres el príncipe en quien más confío y quiero que participes de la discusión. Hor-Aha, haz que me anuncien.
Entró en la sombra de la tienda presa de una oleada de inquietud. No quiero felicitarlos aquí por sus logros, pensó. No quiero ver sonrisas de indulgencia por ellos mismos en sus rostros. Todavía estoy resentido porque permitieran que la desesperada petición de libertad de mi padre no fuera secundada. Tal vez sea un sentimiento mezquino, pero no lo puedo evitar.
En la débil y fresca luz del interior de la tienda hubo una gran agitación. Los príncipes se habían levantado e hicieron una reverencia cuando entraron Kamose y Ahmose. Estaban allí los cuatro. Kamose los saludó, les pidió que tomaran asiento y él se sentó en un sillón que habían puesto a la cabecera de la mesa que dominaba la tienda, con Ahmose a su lado. Instantes después entró Ankhmahor y la reunión estuvo completa.
Kamose los recorrió lentamente con la mirada y ellos lo observaron con aire solemne. Los príncipes, como los soldados a quienes mandaban, habían cambiado durante los meses de desierto. Debajo de la galena y las alhajas, de los pliegues de su ropa de lino, tenían la piel más oscura y el blanco de los ojos resultaba más sorprendente y puro en sus rostros cubiertos de finas arrugas causadas por los vientos secos. Kamose se revolvió y levantó su taza de vino.
—Habéis convertido a la chusma en un ejército —dijo—. Estoy satisfecho. ¡Por la victoria!
Los príncipes se distendieron, levantaron sus tazas y bebieron con él. Entonces hubo ruido de platos y murmullos cuando comenzaron a comer.
Durante un rato intercambiaron noticias, hablaron de las proezas de sus divisiones, hicieron bromas y rieron mientras los sirvientes ponían cuencos para que se limpiaran las manos mientras retiraban los platos vacíos, pero por fin Kamose pidió que los sirvientes se retiraran, levantó una mano y se hizo un silencio expectante.
—No me cabe duda de que debéis preguntaros por qué estoy aquí en lugar de pediros que os reunáis conmigo en Het-Nefer-Apu. El motivo es éste. El príncipe Hor-Aha me ha propuesto un plan para conseguir que Apepa salga de su fuerte, si eso es posible. Necesito conocer vuestras opiniones.
Los observó mientras explicaba el plan de Hor-Aha, sus pensamientos eran distintos a las palabras que con tanta facilidad surgían de sus labios. La atención de los príncipes se dirigió hacia el general, sentado a la izquierda de Kamose, y éste no pudo menos que notar la frialdad con que lo miraban. No les había gustado que les recordaran que el general negro llevaba un título que lo ponía en un plano de igualdad con ellos. Argumentarían contra todo lo que Hor-Aha propusiera.
La boca de Mesehti se abrió en cuanto Kamose cerró la suya.
—Esta estrategia no es descabellada —afirmó—. A ninguno de nosotros nos entusiasmaba la idea de otra frustrante temporada de sitio. Este invierno hemos hablado mucho acerca de lo que podría hacerse, pero no encontramos soluciones.
Seguro que no incluisteis a Hor-Aha en los conciliábulos, pensó Kamose.
—Y ésta tampoco es una solución —intervino Intef con resentimiento—. Se basa en demasiadas suposiciones. Suponer que Apepa recibe la noticia de nuestra presencia en el oasis con alegría en lugar de hacerlo con sospecha. Suponer que podamos retiramos con tiempo más que suficiente, en lugar de ser sorprendidos en este maldito agujero. Suponer que las fuerzas de Apepa lleguen a Het-Nefer-Apu fatigadas en lugar de hacerlo con ganas de luchar. Suponer que, combinados, nuestro ejército y nuestra armada logren vencer a lo que sería un ejército superior en lugar de ser vencidos y tener que reagruparnos con grandes pérdidas. —Su tono fue sarcástico en todo momento—. No podemos permitirnos el lujo de correr ningún riesgo, y menos uno tan absurdo como éste.
—Yo también dudo en considerar un plan tan imprudente —dijo Makhu de Akhmin—. Pero nuestras alternativas son limitadas. En realidad, amigos, sólo tenemos una. El sitio. Durante todos estos meses de discusiones ninguno de nosotros ha presentado ninguna idea digna de ser tenida en cuenta. Het-Uart es una fortaleza. No podemos apoderarnos de ella abiertamente. Eso es seguro.
—Siempre nos queda la posibilidad de pedirle a Shu que nos eleve y nos haga volar sobre esos muros —acotó Lasen con tristeza—. De manera que analicemos una a una las suposiciones de Intef para ver si logramos superarlas. ¿Cómo recibiría Apepa la noticia de nuestra presencia en el oasis? Creo que con indiferencia. No le importa dónde estamos ni lo que hacemos.
—Le importaría si supiera el ejército que tenemos y la imposibilidad de defender el oasis —dijo Mesehti volviendo a hablar. Tenía el entrecejo fruncido y formaba pequeñas montañas con las migas de la mesa—. Apepa cree que los cinco mil hombres que pasaron el invierno en Het-Nefer-Apu constituyen todo nuestro ejército. ¿Qué sentiría si supiera que tenemos aquí otros cincuenta y cinco mil? Primero, sorpresa; después, alarma. Luego vendría la tentación. Se le presenta la oportunidad de aprovechar la estupidez de los oficiales de Tao. —Se volvió hacia Kamose—. Perdóname, Majestad. Estoy tratando de entrar en la mente de Apepa. Se pondrá nervioso, se preguntará cuánto tiempo intentaremos permanecer aquí, si sería mejor esperar a ver si movemos las tropas a una posición aún más indefensa o arriesgarse a hacer una rápida marcha a través del desierto para sorprendernos aquí. Consultará a sus oficiales para que le aconsejen.
Sus oficiales, pensó Kamose. Pezedkhu. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Pezedkhu, a quien había visto de pie en su carro mientras él, Ahmose, Hor-Aha y Si-Amón se escondían detrás de una roca después del desastroso combate de Qes. Las palabras de Pezedkhu resonaron con frialdad, con arrogancia, en medio de esa carnicería. «Él es Poderoso. Es invencible. Es el Amado de Set. Arrastraos a vuestra casa si podéis y lameos las heridas con vergüenza y en la desgracia…». Los dedos de Kamose tocaron la cicatriz que apenas se le notaba en la mejilla, lo único que quedaba de la cuchillada que le cortó el rostro.
—Pero ¿podríamos retirar nuestros hombres al desierto hasta que llegaran los de Apepa y luego caer sobre ellos? —preguntó—. ¿Podríamos mantener a nuestras tropas allí durante días mientras vigilamos el oasis? Sería un riesgo aún mayor que el que queremos que asuma Apepa.
—No, Majestad, no podríamos —dijo Hor-Aha—. Tendríamos que empezar a retiramos hacia Het-Nefer-Apu en cuanto nuestros espías nos informasen de que Apepa abandona el Delta, llegar al Nilo con tiempo para beber y descansar, y volvemos contra los otros ejércitos a medida que se acerquen al este.
—Pero ¿por qué iba Apepa a arriesgar su ejército? —preguntó Ankhmahor. Había estado escuchando con atención la discusión, observando a cada uno de los que hablaban, con el cuerpo relajado. En aquel momento se irguió y se inclinó para coger la jarra de agua que había delante de él. El calor había aumentado en la tienda y todos los presentes sudaban—. ¿Por qué su primera suposición no sería pensar que esto es una trampa?
—Alguien tendría que ir hacia él y convencerlo de que no lo es —dijo Ahmose con lentitud—. Alguien en quien esté convencido que puede confiar. Tendríamos que enviar a un espía que permita que lo arresten y que tenga el ingenio y la sutileza de simular temor y confesar lo que sabe. Un soldado común, tal vez. ¿Un presunto desertor? ¿Alguien deseoso de obtener una recompensa?
—No existiría una segunda oportunidad —dijo Mesehti—. Si el espía fracasara y nosotros esperáramos en vano recibir alguna noticia, estaríamos perdiendo un tiempo valioso. La estación pasará con rapidez y no es nada fácil conducir a cincuenta y cinco mil hombres hasta Het-Uart y organizar otro sitio.
Durante unos instantes reinó el silencio, sólo roto por el ruido intermitente del matamoscas de Intef y el sonido de la conversación de los guardias que estaban fuera de la tienda. Kamose se disponía a decir que se retiraran para pensar en lo que se había dicho durante la mañana, cuando fuera de la tienda se oyó una voz conocida. La cortina de entrada a la tienda se abrió dando paso a Ramose. Su corto shenti se pegaba a sus muslos sudados y sus sandalias dejaban pequeños montones de arena mientras se aproximaba a la reunión. Se arrodilló y besó los pies de Kamose.
—Perdona mi sudor y mi suciedad, Majestad. Recibí tu llamada y salí de inmediato. Dormí debajo del carro y no he ido a mi tienda para que me lavaran.
En un movimiento impulsivo, Kamose se inclinó y cogió los hombros calientes del hombre que tenía delante.
—Me alegro de volver a verte, Ramose —dijo—. ¡Levántate!
Ramose obedeció y cogió la taza de agua que Ankhmahor le tendía. Después de beber, saludó a Ahmose y se sentó en una silla vacía. Sacó un arrugado papiro del cinturón y lo entregó a los presentes.
—Mi soldado y yo interceptamos a un heraldo setiu que se encaminaba hacia el sur por el sendero de Ta-She —explicó—. Llevaba esto. Está detenido en la choza que hace las veces de prisión.
En medio del murmullo general que acababa de causar la noticia, Kamose cogió el papiro, lo desenrolló, lo leyó con rapidez y levantó la mirada.
—El hombre iba camino de Kush —informó—. Tomaba los senderos del desierto, muy apartados del Nilo. Esto confirma nuestra sospecha de que Apepa cree que todas nuestras fuerzas están centradas en Het-Nefer-Apu. El heraldo eligió esa ruta para evitar a Paheri y a la armada. Gracias a todos los dioses estabas alerta, Ramose, porque en caso contrario tanto Kush como el Delta estarían enterados de la fuerza que tenemos aquí.
—¿Nos darás las noticias? —urgió Ahmose.
Kamose asintió.
—El papiro dice lo siguiente: «Awoserra, el hijo de Ra, Apepa. Salud a mi hijo el soberano de Kush. ¿Por qué actúas allí como soberano sin hacerme saber que conoces lo que Egipto me ha hecho, cómo Kamose me ha cercado en mi tierra a pesar de que no lo he atacado? Ha decidido arrasar estas dos tierras, la tuya y la mía, y ya las ha devastado. Por lo tanto, ven al norte. No seas tímido. Él está aquí, en mi territorio. No hay nadie que pueda hacer nada contra ti en esta parte de Egipto. Quiero que sepas que no le daré reposo hasta que hayas llegado. Y luego tú y yo nos dividiremos las ciudades de Egipto».
Una carcajada, en parte de burla, en parte de alivio, sacudió a los presentes cuando Kamose terminó de leer.
—¡Qué fanfarrón! —exclamó Mesehti—. «No le daré reposo». Fuimos nosotros los que no le dimos reposo.
—«No seas tímido» —citó Ahmose—. El cobarde permanece sentado y seguro en Het-Uart mientras nosotros recuperamos lo que nos pertenece casi sin encontrar oposición, ¿y se atreve a llamar tímido a Teti el Apuesto?
—¿Qué crees que habría hecho Teti-en si hubiera recibido el mensaje, Majestad? —quiso saber Lasen—. Apepa lo llama hijo.
—Sólo trataba de congraciarse con el príncipe de Kush —respondió Kamose—. Tal como dijo mi hermano, Teti-en no es setiu. Es un misterio, el Caído, un egipcio que eligió abandonar Egipto y unirse a las tribus kushitas, pero parece no tener el menor interés en utilizarlas para la conquista. Ha firmado tratados con Apepa, pero es imposible saber si estaría dispuesto a cumplirlos. Si todavía piensa como un egipcio, leería la petición de Apepa y luego esperaría a ver lo que sucede. De todos modos, para traer guerreros desde Kush para ayudar a Apepa primero tendría que marchar a través de Wawat, y los medjay odian a los kushitas. Luego tendría que entrar en el Alto Egipto, e inmediatamente estaría en tierras controladas por nosotros.
—Por suerte no se ha movido hasta ahora, pues casi todos los hombres de los pueblos de Wawat están aquí con nuestro ejército —señaló Ahmose—. En Weset no se ha interceptado a ningún heraldo kushita. Tal vez conviniera enviarle una nota a Tetisheri y advertirle que refuerce la vigilancia del río, a pesar de que a Weset no le quedan suficientes soldados para repeler un ataque de los kushitas. Lo único que podemos esperar es que, si llegara el caso, los medjay que quedaron en Wawat y los soldados que todavía hay en Weset retrasarían el avance. Lo último que necesitamos es que se forme un frente allá abajo.
—Lo sé —admitió Kamose—. Lo único que podemos hacer es confiar en que la inactividad de Teti-en signifique una actitud de neutralidad temporal. Recuerda que su capital en Kush está muy lejos de Egipto. Creo que sólo vendrá al norte si su pequeño reino se ve amenazado.
—Estoy de acuerdo —coincidió Ahmose—. Considerara ante todo sus ventajas. ¿Y ahora qué harás, Kamose?
—No estoy seguro.-Kamose se levantó y se estiró. —Pero la ignorancia de Apepa me ha levantado el ánimo. Espero que la mayoría de sus consejeros y oficiales sean tan necios como él.
Ramose miró a su alrededor.
—Veo que he llegado demasiado tarde para participar de la reunión estratégica, Majestad. ¿Marchamos hacia el Nilo?
Kamose negó con la cabeza y señaló al general, y Hor-Aha le hizo un breve resumen de su propuesta y de la conversación que siguió. Cuando terminó de hablar, Kamose les pidió que se levantaran.
—Lo dejaremos hasta mañana —dijo dirigiéndose a todos—. Volved con una visión más clara de la manera en que esto puede lograrse. Ramose, lávate y reúnete con Ahmose y conmigo para la comida.
Los príncipes hicieron sus reverencias y se dispersaron con rapidez. Cuando los hermanos y Ramose estuvieron solos, éste preguntó en voz baja:
—Majestad, ¿cómo está mi madre?
Kamose lo miró a los ojos.
—Está bien, pero sigue manteniéndose muy apartada de los demás —contestó con honestidad—. No creo que sea ya por dolor, Ramose. Está enfadada porque no le permití morir con Teti.
Ramose asintió.
—Siempre ha tenido mucha fuerza de voluntad, igual que su prima, tu madre. La echo de menos.
Al volver a su tienda, Kamose se sintió repentinamente extenuado. Después de entregarle el papiro a Ipi para que lo copiara y lo archivara, se tendió en el catre y pronto se quedó dormido y no despertó hasta que los largos dedos de la puesta de sol se extendían sobre la alfombra.
Lavado, maquillado y con ropa limpia, Ramose se reunió con Kamose y Ahmose y comieron junto al estanque. Las antorchas arrojaban luz anaranjada sobre las palmeras y la suave brisa fresca y agradable de la noche movía las llamas. Los sirvientes caminaban descalzos sobre las rocas y la arena, y las risas de invisibles soldados llenaban el aire. En lo alto, en la oscuridad aterciopelada del cielo, las estrellas brillaban sin parpadear.
Cuando el jarro de vino se había terminado y los hombres comían ya sin mucho entusiasmo los últimos dátiles, Ahmose se echó hacia atrás con un suspiro de satisfacción.
—Esta noche hay optimismo en el aire —dijo—. Se percibe en las voces de los hombres. Lo siento como un viento de cambio, como un buen augurio. ¿Qué crees, Ramose? Tú has estado muy silencioso.
Ramose le dedicó una sonrisa.
—Lo siento mucho, Alteza, —dijo—. He estado pensando mucho acerca del plan del general. Es bueno. Sólo tiene dos defectos.
—¿Cómo es posible persuadir a Apepa de abandonar su ciudad y cómo podemos estar seguros de que sus tropas estarán más fatigadas que las nuestras cuando lleguen a Het-Nefer-Apu? —intervino Kamose.
Ramose asintió.
—Exactamente.
Kamose lo vio fruncir el entrecejo y sintió que se le encogía el estómago. Sé lo que va a decir, pensó con fría certeza. Es obvio y sin embargo yo trataré de evitarlo. ¿Y Ahmose? Sintió la mirada de su hermano y los ojos de ambos se encontraron. Ahmose asintió una vez, un gesto imperceptible. Ramose levantó la cabeza.
—No sé cómo lograr el segundo objetivo —dijo—, pero tengo una solución para el primero. Envíame a mí a Apepa, Kamose. Soy el vehículo perfecto para traicionarte por tres motivos.
—Prosigue —dijo Kamose con una voz sin inflexiones. Su corazón latía con más fuerza.
—Uno es Tani —comenzó a decir—. Todavía estoy enamorado de ella y huí de ti para poder volverla a ver. El otro, la ejecución de mi padre, un motivo para convertir en odio mi afecto por ti. Y por último, mi herencia, mis propiedades de Khemennu que le has dado a Meketra. Si Apepa no lo sabe, yo se lo diré. Le daré toda la información que quiera a cambio de un encuentro con Tani y de la oportunidad de luchar con los setiu contra ti. Tal vez pida también que se me devuelva Khemennu por mi lealtad. —En el silencio que se hizo miró a ambos hermanos—. Mis palabras no os sorprenden, ¿verdad? Ya habíais pensado en mi ofrecimiento. —Se volvió hacia Kamose—. Majestad, no vaciles en utilizarme, que no te lo impida nuestra larga amistad o una sensación de culpa por la destrucción de mis esperanzas. Las hundió Apepa, no tú, y mi padre fue el causante.
Kamose estudió el rostro sincero y sintió que una tristeza inusitada le envolvía. Era una emoción suave, llena de nostalgia.
—Mereces vivir el resto de tu vida en paz, Ramose —dijo, y el joven hizo un gesto salvaje y se echó hacia atrás.
—Tú también. No tiene sentido luchar contra el destino. Hacerlo nos convierte en seres cada vez más incapaces de hacer elecciones sensatas. Debo ser yo, Kamose. Ninguno de los príncipes serviría. Con excepción de Ankhmahor, y tal vez de Mesehti, son muy abiertos a la seducción una vez que se alejan de tu control. No puedes confiar completamente en ellos. —Se levantó y apoyó las manos en la mesa—. No podéis enviar a un oficial cualquiera. No tendría la sutileza necesaria para enfrentarse a Apepa y hacer desaparecer sus sospechas. Debo ser yo.
¿Pero cuál es el motivo que te impulsa?, se preguntó Kamose. ¿Una falta de fe en el futuro? ¿Vengarte de Apepa? ¿Una genuina necesidad de ver a Tani? ¿O será la oportunidad de poder huir de mi presencia? Se estremeció.
—No quiero hacerlo —dijo—. Si algo saliera mal, no quiero tener tu muerte o tu encarcelamiento sobre mi conciencia. Ya te he hecho sufrir demasiado.
Ramose entrecerró los ojos.
—Hice mi elección hace años —replicó—. Ya estamos a fines de Mekhir, Majestad. La primavera avanza. Debes decidirte.
—Pero antes debo pensar. —Kamose se levantó y Ahmose con él—. Ve a dormir, Ramose. Mañana volveremos a hablar.
Cuando Ramose se marchó, Kamose alejó a su hermano de las antorchas, y cuando llegaron al extremo del bosquecillo de palmeras y estuvieron solos, con la inmensidad del desierto que huía de ellos bajo la pálida luz de las estrellas, se dejó caer en la arena y dobló las piernas. Ahmose se sentó a su lado. Durante unos instantes no hablaron, permitiendo que el profundo silencio que los rodeaba se introdujera en ellos. Entonces Kamose habló.
—No puedo permitir que corra el riesgo. Es muy peligroso.
Ahmose no contestó enseguida pero Kamose percibió su lenta apreciación.
—No te entiendo, Kamose —dijo después de un momento—. Hasta ahora has sido despiadado con todo y todos los que amenazaran con convertirse en un obstáculo. El hecho de que Het-Uart sea inexpugnable te ha estado volviendo loco y, sin embargo, cuando se te presenta la oportunidad de lograr tu meta, muestras una sensibilidad muy poco característica en ti. ¿Por qué?
—Creí que se trataba de nuestra meta, no sólo de la mía —contestó Kamose enfadado—. ¿No comprendes que Ramose es un nexo con el pasado, con un tiempo más benigno, y que cada vez que lo miro no sólo recuerdo el dolor que le causé sino también el hombre que yo solía ser? Si logro mantenerlo vivo será como si, de alguna manera, hubiera preservado lo mejor de Egipto, como si quedara algo inocente y precioso después de tanta matanza y tantos incendios. Como si todavía quedara algo de mí mismo.
—¡Ahora no te puedes permitir esos caprichos! —protestó Ahmose—. ¡Kamose! ¡Ahora no! ¿Dónde estaba esa indulgencia cuando destruimos Dashlut? Cuando matamos a los lugareños mientras navegábamos hacia el norte. Este plan es bueno. Lo podemos utilizar para matar soldados, para debilitar a Apepa y, tal vez, para echarlo de Egipto. Ramose lo sabe. ¡Si te hace falta un hombre para recordarte lo que fuiste, es que tienes un grave problema!
Una docena de respuestas tajantes surgieron a la boca de Kamose, palabras crueles de justificación, pero con un gran esfuerzo, se las tragó. Se alegró de que, en la luz débil, Ahmose no pudiera ver la tensión de su rostro. Sabía que su hermano tenía razón, lo sabía con la cabeza, pero su corazón gritaba una negativa. Ramose era Tani, era arrojar jabalinas a los patos en los pantanos durante las tardes de verano, eran reuniones familiares en el jardín de Teti en Khemennu, él, Si-Amón y Ramose tendidos en la hierba mientras las mariposas se sentían atraídas por la luz de las lámparas, y la conversación de los adultos era el sonido de la seguridad.
—Todo eso se ha ido —dijo Ahmose en voz baja como si hubiera visto las brillantes visiones que poblaban la mente de su hermano—. Todo se ha ido, Kamose. Ya nunca podrá volver. Deja que Ramose también se vaya. Necesitamos que lo haga. Por el bien de Egipto.
Kamose cerró los puños en la arena fría.
—Muy bien —concedió—, pero quiero que me des una explicación coherente de cómo se hará, Ahmose. Tal como están las cosas, no dará resultado.
Ahmose lanzó una fuerte bocanada de aire y, a pesar de su angustia, Kamose reconoció que había sido un suspiro de alivio.
—No dará resultado si Ramose llega solo y hace lo posible para que lo arresten —dijo Ahmose—. Ni tú ni yo lo creeríamos y tampoco lo hará Apepa. Los espías pueden ir y venir con tranquilidad de Het-Uart si la ciudad no está sitiada. No. Ramose debe ir como escolta. Debes dictarle una carta a Apepa y hacérsela llegar por medio del heraldo que Ramose capturó. Éste lo acompañará para estar seguro de que el hombre la entrega. De esa manera, Ramose confirmará la información que el heraldo dará a Apepa cuando decida convertirse en un renegado con tal de poder ver a Tani y podrá acercarse a los guardias de cualquier puerta de la ciudad y exigir que lo lleven al palacio. Puede comenzar su entrevista con frialdad, hasta con hostilidad, y luego empezar a debilitarse. Si tenemos suerte, Apepa incluso puede llegar a hacerle ofrecimientos que lo induzcan a traicionarnos. Ramose no tendrá necesidad de mentir. Podrá decir toda la verdad.
Kamose se movió, inquieto.
—¿Y después qué le sucederá?
—Eso sólo lo podemos suponer. Apepa no lo mantendrá en el palacio. Creo que lo encarcelará o le exigirá que le ofrezca pruebas de su nueva alianza tomando las armas contra nosotros bajo la mirada vigilante de un oficial setiu. —Levantó los hombros y alargó las manos en un gesto de desconcierto—. ¿Cómo saberlo? Pero puedes tener la seguridad de que Ramose comprende perfectamente lo que está haciendo y que quiere hacerlo. Permíteselo, Kamose. Morirá feliz, siempre que pueda volver a ver a Tani.
Algo en el interior de Kamose reaccionó con cinismo. ¡Qué emocionantemente Cándido!, pensó burlón. ¡Qué dulce y romántico! Ramose se aferra a su fantasía como si fuera un niño. Pero la vergüenza lo hizo rechazar ese pensamiento con rapidez. No, Ramose lo había perdido todo. Lo único que le quedaba era el amor que sentía por su hermana.
—Puedes ser muy persuasivo cuando quieres, Ahmose —dijo en voz alta—. Por supuesto que tienes razón. Le dictaré una carta a Apepa, me burlaré de él para que se ofenda de tal manera que si no deja salir a su ejército hará el ridículo. La enviaré con Ramose y el heraldo setiu. Sería mejor que Ramose fuera a Het-Nefer-Apu en un carro y que luego navegara hasta el Delta. Son dos días hasta el Nilo y posiblemente cuatro desde allí a Het-Uart. Seis días en total. Debemos añadir tres días para audiencias, discusiones y demás en el palacio. En total nueve días. Otros cuatro o cinco para que los generales de Apepa pongan al ejército en pie de guerra. Eso son catorce días. Dentro de diez debemos tener exploradores observando la boca del Delta y también el sendero del desierto en Ta-She. ¡Que Amón se apiade de nosotros si nos encontramos con las tropas setiu! En cuanto sepamos que han salido de Ta-She, marcharemos hacia Het-Nefer-Apu, nos uniremos a Paheri y ala armada y nos preparamos para la batalla. ¿Estás satisfecho? —Se levantó limpiándose la arena del shenti.
—Sí. Kamose, ¿crees que Apepa nos atacará con fuerzas dirigidas por Pezedkhu? —Preguntó con voz nerviosa.
Kamose sentía la misma ansiedad, pero cuadró los hombros.
—Pezedkhu es el mejor estratega que tiene —respondió sombrío—. Nosotros tenemos una cuenta importante que saldar con el general. Déjalo venir, y quiera Amón que muera bajo nuestras espadas y flechas. Es todo un riesgo, Ahmose. Lo único que podemos hacer es confiar en la suerte.
Una vez en la tienda, bañado por la luz amarillenta de la lámpara que había en su mesa, Kamose se paseó mientras dictaba dos cartas. Una de ellas era para Tetisheri, y en ella le contaba el ruego de Apepa a Teti-En y le pedía que no descuidaran la vigilancia del río. Incluía saludos para el resto de la familia y la esperanza de que el embarazo de Aahmes-Nefertari siguiera un curso normal. Después dictó otra dirigida a Apepa. Comenzó con dificultad, pero se fue caldeando a medida que narraba con tono burlón todas las agresiones, los pueblos incendiados y las guarniciones exterminadas. Habló del apoyo recibido de los príncipes, esos hombres que aceptaron todo lo qué Apepa les ofreció a lo largo de los años y qué ahora se lo arrojaban a la cara. Disfrutó describiendo el saqueo del fuerte de Apepa en Nag-ta-Hert, y terminó alardeando y asegurando que era sólo una cuestión de tiempo que Hetuart sufriera idéntico destino.
Insultó, se burló y finalizó el venenoso mensaje con las palabras «tu corazón está destrozado, infame setiu que solía decir: “Soy el Señor y no hay nadie que me iguale desde Khmun y Pihathor hasta Het-Uart”», y firmó él mismo el papiro como «Poderoso Toro, Amado de Amón, Amado de Ra, Señor de las dos Tierras y los Dos Reinos, Kamose, que vive por Siempre».
Ahmose escuchaba desde su catre. Mientras Ipi sellaba los dos papiros y Kamose bebía agua, sediento, dijo:
—¿Piensas decirles a los príncipes lo de la carta, Kamose?
Kamose le sonrió. Tenía la sensación de haberse quitado de encima una pesada piedra que colgaba de su cuello y de habérsela arrojado a Apepa. Se sentía ligero y hasta un poco mareado.
—Muchas veces estamos de acuerdo, pero en silencio, ¿no es así, Ahmose? —dijo—. No. No les diré nada. Lo único que ganaría sería preocuparlos. Después de tantos e imperdonables agravios que escuchará Apepa por boca de su escriba cuando le lea este papiro, si él resultara victorioso no habría para ellos la menor posibilidad de perdón. Los he implicado a todos. Mañana Ramose puede tomarse el día para hacer los preparativos del viaje, y partirá pasado mañana. Los príncipes pueden saber lo demás, por supuesto. Y tú y yo exploraremos este oasis mientras esperamos noticias de los exploradores. Estoy inquieto. Creo que caminaré un rato. ¿Me acompañas?
Ahmose hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Prefiero dormir. Lleva contigo a Ankhmahor. No salgas solo, Kamose.
¿Por el bien de mi seguridad o de mi estado de ánimo?, se preguntó Kamose. Dejó caer la tela de la entrada de la tienda y se internó en la noche.
Durante la reunión de la mañana siguiente, Kamose informó a los príncipes que había decidido aprobar el plan de Hor-Aha y que Ramose acompañaría al soldado setiu a Het-Uart. Se mantuvo en silencio con respecto a la carta. No se sentía culpable al no comunicarles esa información. Era el rey y no tenía ninguna obligación de hablarles de otra cosa que no fueran sus órdenes, a menos que les pidiera consejo. Los príncipes no pusieron objeciones, en realidad parecían aliviados al saber que el largo invierno de inactividad pronto llegaría a su fin.
Más tarde, mandó llamar a Ramose, le entregó el papiro y le dio instrucciones. Debía ser evidente que escoltaba al heraldo para asegurarse de que el hombre no huyera a Kush, en un exceso de celo en el cumplimiento de su deber, para hacer llegar de palabra el mensaje de Apepa, o a su casa, declinando toda responsabilidad.
—Una vez estés en el palacio, tendrás que actuar según tu intuición —le dijo a Ramose—. Pide que te permitan ver a Tani antes de partir, una vez cumplido con tu deber como heraldo. Después muestra cierta vacilación. Cualquier sugerencia que yo pueda hacerte es inútil, Ramose. Despierta las sospechas de Apepa, di le todo lo que sepas, pero sácalo de la ciudad.
—Lo haré lo mejor que pueda —dijo Ramose—. Si no pudiera volver para reunirme contigo, Kamose, debes seguir confiando en que te he sido fiel. ¿Tienes algún mensaje para Tani?
—Te podría hablar todo el día de lo que tengo para ella en mi corazón —contestó Kamose—. Dile que todos rezamos por ella, que está constantemente en nuestros pensamientos, que la amamos. No quiero que se angustie, Ramose. Y tampoco quiero que desperdicies el precioso tiempo que puedas estar con ella hablándole de su familia.
Hubo una pausa antes de que Ramose dijera con cautela:
—¿Crees que todavía seguirá con vida, ahora que has roto el acuerdo con Apepa?
—No hubo ningún acuerdo —se apresuró a decir Kamose—. Sólo hubo la promesa de Apepa de que no le haría daño mientras el resto de nosotros hiciéramos lo que se nos decía. Debemos suponer que vive, que Apepa no es tan necio como para matar a una mujer de la nobleza. Creo que es un hombre insignificante, Ramose, que se alegra con sus actos indignos y que enmascara con una innoble misericordia su temor a cualquier decisión limpia. Debió de ejecutarnos a Ahmose y a mí, y desterrar a nuestras mujeres. Es lo que yo habría hecho. Considerando su cobardía, creo que existen muchas posibilidades de que Tani esté viva.
Ramose se le acercó.
—Si puedo, huiré con ella —dijo—. Si se nos presenta la menor oportunidad, correremos. ¿Tengo tu permiso para intentarlo, Majestad?
—Siempre que hayas terminado el trabajo que te has ofrecido a hacer —contestó Kamose—. Eso es más importante que tu angustia personal, Ramose. —Los dos hombres se miraron fijamente durante un instante, muy tensos, pero enseguida Kamose se acercó y abrazó a Ramose—. Tú y yo siempre nos hemos querido, pero ahora soy rey y debo poner las exigencias de mi cargo por encima de las alegrías de la fraternidad, perdóname.
Ramose se apartó de él.
—Yo también te quiero, Kamose —dijo—. Haré todo lo que esté en mi mano para cumplir la misión a la que me he comprometido. Pero también pretendo apoderarme de Tani en pago de todos los sufrimientos que me has causado. El afecto no tiene nada que ver con eso. Es justicia.
—Comprendo. —Kamose luchó por mantener una expresión apacible mientras el impulso de justificarse subía como bilis por su garganta.
Hice lo que debía hacer, se dijo. ¡Sin duda lo debes comprender, sin duda lo sabes! ¿Crees que me resultó fácil disparar una flecha al pecho tembloroso de tu padre? Pero fue fácil, lo contradijo otra voz interior, la voz que ahogaba sus dudas y recelos. Más fácil que ser destrozado por las lealtades en conflicto. ¡Oh Toro Poderoso!, más fácil que soportar el suave dolor de la angustia de un amigo. El brazo de la retribución debe ser implacable.
—Entonces no queda más que decir, aparte de despedirme formalmente de ti —dijo en voz alta.
Ramose hizo una reverencia. Ambos se quedaron sin saber qué decir, cada uno de ellos buscando una palabra o un gesto para dar un fin aceptable al que podía ser su último encuentro. Pero el silencio entre ambos se hizo más profundo. Por fin Kamose sonrió, inclinó la cabeza y se alejó.