Capítulo 6

Doce días después, el noveno día de Tybi, la familia se reunió en el embarcadero para despedirse. Era una fría mañana de primavera, el río fluía con fuerza y una fuerte brisa movía las copas de los árboles y azotaba la superficie del Nilo. Embarcaciones cargadas de excitados medjay se mecían entre una orilla y la otra. La embarcación de los hermanos, con la bandera real azul y blanca flameando con violencia y la proa golpeando el poste al que estaba amarrada, parecía un espejo de la impaciencia de Kamose por zarpar. Ahmose y Ankhmahor estaban a su lado y los Seguidores detrás, observando los rostros de sus seres queridos y los de los sacerdotes y sirvientes reunidos para desearles buena suerte, mientras a sus espaldas los medjay reían y gritaban en su extraño idioma y las maldiciones de los hombres que cargaban las mercancías de última hora eran barridas por el viento.

Los meses de invierno traían una sensación de irrealidad. Había soñado volver a su casa, una necesidad que crecía con cada estadio que lo alejaba de Weset, y sintió una explosión de alegría cuando por fin los contornos familiares y amados de su casa estuvieron de nuevo a la vista. Pero después de los abrazos, de las llorosas bienvenidas, después de acostumbrarse al vino local y a la excelente comida, después del bendito alivio de su lecho, entró en otro sueño, menos puro. Los demonios contenidos tras tantas decisiones y acciones sangrientas se abrieron paso a través de una guardia que ya no era necesaria y bailaron libres por las cavernas de su mente. Lo sabía. De una manera fría y desapegada tuvo exacta conciencia de lo que le estaba sucediendo, pero la extrema fatiga que también debía contener contribuyó a sobrecogerlo y a impedirle luchar. Dormía y despertaba, comía y charlaba, pero en su interior se sentía impotente.

Poco a poco los demonios se aburrieron y volvieron a vagar en la oscuridad de sus pesadillas, pero para entonces había comenzado Khoiak y era demasiado tarde para volver al regocijo de aquel día. Descubrió que había sustituido sueño por ilusión. Los cuatro meses que pasó en la estabilidad de su casa ahora le parecían una fantasía que vivió despierto.

Allí estaban sus mujeres, su abuela, madre y hermana, telas de lino planchadas contra sus piernas por la fuerza del viento, ojos fijos en él con inquietud, tozuda resolución y un triste afecto, pero pertenecían a un mundo en el que ya no podía habitar, un mundo que había abandonado mucho tiempo antes. Trató de volver a él sólo para descubrir que era un extraño.

Sabía que Ahmose no sentía nada de eso, pero la habilidad de aquél consistía en meterse de lleno en las circunstancias presentes y apartar cualquier vivencia pasada, como una trampa inútil. Si pensaba en ello era por razones prácticas. Navegaría hacia el norte con felices recuerdos del tiempo pasado junto a Aahmes-Nefertari, anticipando su paternidad, con las esperanzas puestas en la estación siguiente a la batalla, pero esas emociones no lo aplastarían. Dormiría profundamente allí donde estuviera, comería y bebería agradecido lo que se le ofreciera, y llevaría a cabo con ecuanimidad las tareas que le correspondieran. Lo envidio, pensó Kamose mientras se acercaba a besar a su madre. No quisiera ser como él, pero lo envidio.

Aahotep olía a aceite de loto y sus labios generosos eran suaves bajo los de él. Con una mano se sujetó el pelo agitado por el viento y con la otra le acarició la mejilla.

—Que las plantas de tus pies sean firmes, Majestad —dijo—. Si por algún milagro de los dioses puedes hacerle llegar un mensaje a Tani, dile que la amo y que rezo todos los días por su seguridad.

Kamose asintió y se volvió hacia Tetisheri.

—Bueno, abuela —dijo sonriente—. Esta vez nuestra despedida no tiene la inseguridad de la del año pasado. El Delta es lo único que nos queda por limpiar.

Ella no le devolvió la sonrisa, sólo lo miró inexpresiva con su rostro ajado.

—Conozco tu apuro —dijo—. También es el mío. Pero no cometas imprudencias, Kamose. La paciencia de Ma’at es eterna. Envíame noticias con regularidad. Cuídate. Vigila a Hor-Aha. —Alargó los brazos cubiertos de brazaletes—. Cumple con la voluntad de Amón.

Aunque no sabía por qué, de repente él se sintió reacio a apretar la carne de su anciana abuela contra la suya. Ya estoy demasiado tocado por la muerte, pensó sombrío. El vigor de Tetisheri a pesar de su edad, debería ser una medicina para mí, no un veneno. Ella triunfa sobre todos los síntomas de inminente desaparición. La atrajo hacia sí y apretó sus huesos flojos contra su cuerpo, pero el impulso no pudo evitarle un instante de repulsión.

—No me niegues tu favor, abuela —dijo con urgencia, sintiéndose culpable—. Siempre nos hemos comprendido. Me destrozaría que cambiaras.

—El amor que te tengo nunca desaparecerá —le contestó ella irguiéndose—. Pero Egipto es lo primero. Intento sobrevivir para verte sentado en el Trono de Horus, Poderoso Toro, por lo tanto, cuídate.

—Hablas como Ahmose —contestó él casi en broma.

Tetisheri siguió mirándolo con expresión sobria y los ojos entrecerrados.

—Si hubieras querido mi consejo o el de cualquier otro, lo habrías pedido —dijo con acidez—. Pero ya has decidido lo que harás cuando llegues al Delta. Ten cuidado, Kamose. La rama seca se quiebra con más facilidad que la madera flexible con savia.

Tú eres el perfecto ejemplo de la rama frágil, dijo para sí. No hay nadie más inflexible que tú, querida abuela, con tu espinazo tan rígido como un columna y tu voluntad tan firme como la roca.

La actividad que se desarrollaba a su alrededor le evitó contestar y se volvió para ver a Amonmose, con todos sus ornamentos sacerdotales, que se acercaba flanqueado por acólitos que portaban los incendiarios. No sabía si quemaban mirra, porque el viento se llevaba el humo fragante. La familia se inclinó y esperó reverente mientras Amonmose entonaba los cánticos de bendición y de partida, y la sangre y la leche caían en el pavimento. Cuando terminó, Kamose le preguntó qué presagios le revelaron los órganos del toro sacrificado.

—El animal estaba en perfecto estado de salud —le aseguró el Sumo Sacerdote—. Corazón, hígado, pulmones, todos sin señales de enfermedad. La sangre que corría por el suelo formó un mapa perfecto de los afluentes del Delta y el primer lugar en secarse fue en realidad el más espeso, que además correspondía a la localización de Het-Uart. Su Majestad puede viajar al norte con confianza.

—Gracias, Amonmose. ¿Hay algún pronunciamiento del oráculo?

Amonmose dirigió a Tetisheri una rápida y casi imperceptible mirada que a Kamose no se le escapó. ¿Qué es esto?, se preguntó sorprendido. ¿Una confabulación entre mi abuela y mi amigo? ¿Amón ha pronunciado palabras que no debo oír o, peor, palabras que me llenarían de desesperanza? Se acercó al Sumo Sacerdote y le cogió por el brazo.

—Te ordeno bajo pena de sacrilegio que me contestes —exigió—. ¡Si el dios me ha hecho una profecía, entonces, como hijo elegido por él, tengo derecho a saberlo! ¿Se ha pronosticado algo respecto a la campaña de esta estación?

De nuevo hubo una silenciosa comunicación entre el Sumo Sacerdote y su abuela, esta vez de alivio, y entonces Kamose comprendió que había formulado una pregunta equivocada. ¿Y entonces qué?, pensó preocupado. Amonmose se cuadró y, a causa de su movimiento, la cabeza de la piel de leopardo quedó colgada de su hombro y pareció burlarse de Kamose.

—No, Majestad —dijo Amonmose—. No ha habido ninguna comunicación directa de Amón acerca del éxito de esta etapa de la guerra. Aparte del excelente augurio del sacrificio, por supuesto. —Chasqueó los dedos en dirección a uno de los acólitos y el chico se adelantó avergonzado, llevando un pequeño envoltorio de lino—. Tengo un regalo para ti de parte de los artesanos de Amón. Fue hecho con el oro y el lapislázuli que capturaste y entregaste para uso del dios. El te está agradecido.

Intrigado, Kamose desenvolvió la fina tela. En ella había un brazalete cuadrado de pesado oro. Lo adornaba el nombre de Kamose en lapislázuli, dentro de un cartucho dorado, flanqueado por dos leones rampantes cuyos cuerpos, rodeados de oro, eran también de lapislázuli. El grueso ornamento manifestaba tanto poder como una belleza primitiva. Kamose lo miró fijamente, fascinado por el brillo de la luz del sol en el metal precioso y por la belleza de la piedra azul. De los lados salían dos fuertes cordones de lino trenzado. Tras un largo rato, Kamose cogió la pieza y se la tendió a Amonmose.

—Átamelo —ordenó, y el Sumo Sacerdote obedeció, apoyándolo en la parte superior del brazo de Kamose y ajustando los cordones. Ante su contacto, Kamose tembló. Algo en su interior se soltó, y cogiendo las manos de Amonmose con las suyas, se las llevó a la frente—. He tenido paz en la casa de Amón durante estos cuatro meses —dijo con voz ronca—. Di a los artesanos que tengo la intención de llenar los almacenes de Amón con tanto oro que les hará falta más de una vida para fundirlo. Gracias, Amonmose.

Se dio la vuelta, subió corriendo la rampa y se detuvo en la cubierta de la embarcación, seguido de Ankhmahor. Con un último abrazo a su mujer, Ahmose se les unió y Kamose ordenó al capitán que zarpara. Al momento, la proa de la embarcación viró hacia el norte como si hubiera estado esperando que la soltaran, y Kamose, al sentir que las maderas de la cubierta volvían a la vida, sintió una oleada de añoranza.

—Esta vez es diferente —dijo Ahmose—. Vamos a continuar un trabajo bien comenzado, ¿verdad, Kamose?

Kamose miró hacia las embarcaciones de los medjay que, con grandes gritos y maldiciones de los capitanes, luchaban por situarse en sus puestos detrás de la suya. La corriente era fuerte y los alejaba con rapidez del embarcadero, de los edificios de la ciudad, de la multitud que los vitoreaba desde la orilla del río. Sobre la cabeza de Kamose la gran vela se hinchaba, se deshinchaba, se volvía a hinchar y por fin se llenó exultante con la brisa. Sus ojos volvieron a mirar al pequeño grupo, cuyos integrantes ya tenían el tamaño de muñecos y desaparecían hacia el pasado. No los saludó con los brazos y ellos tampoco lo hicieron.

—Ahmose —dijo con lentitud—. ¿Sabes algo acerca de una predicción del oráculo?

Ahmose miró la orilla verde junto a la que navegaban.

—Ya le has hecho esa pregunta al Sumo Sacerdote —contestó después de una pausa—. ¿Qué te hace creer que yo pueda saber algo que Amonmose ignora?

Ésa no es una respuesta, pensó Kamose, pero no insistió. La embarcación ya había entrado en la curva del río que ocultaba Weset de la vista y su familia desapareció.

El año anterior, la flotilla tardó ocho días en llegar a Qes, sin contar el tiempo que Ahmose y él dedicaron durante el camino al reclutamiento. Esta vez no habría demoras. Las embarcaciones serían amarradas todas las noches en bahías, las fogatas para cocinar se encenderían en playas de arena y los marineros cantarían y beberían cerveza sin necesidad de cautela. En cuanto a Ahmose y a mí, pensó Kamose mientras se sentaba con comodidad bajo la sombrilla de madera cerca de la proa, podremos dormir en paz durante muchas noches. Han partido heraldos rumbo a Het-Nefer-Apu y rumbo al oasis. Nos esperan. Tenemos bajo nuestro dominio toda la tierra entre Weset y el Delta, y no habrá sorpresas. Ni siquiera tengo ganas de discutir todavía el problema de Het-Uart. Ahmose puede pescar todo lo que quiera y yo puedo estar ocioso, si es lo que elijo. Puedo imaginar que es un viaje de placer o un peregrinaje a Aabtu, o incluso una expedición de caza. Puedo cerrar mi mente a todo.

—He notado que algunos campesinos ya trabajan la tierra —comentó Ahmose—. Pocos de ellos son hombres. —Había estado inclinado sobre la borda de la embarcación observando las dos orillas y ahora estaba de pie junto a su hermano—. Es un poco pronto, pero la inundación parece haber cedido con más rapidez este año que el anterior. No hay duda de que la corriente es rápida. Creo que llegaremos antes de lo previsto. —Kamose asintió—. El trabajo no es particularmente arduo —añadió Ahmose—. Sólo monótono. Las mujeres se encargarán adecuadamente de la siembra y, tal vez, para la próxima primavera podremos devolverles a sus hombres. ¿Nos quedaremos con los medjay, Kamose?

—¿Después de haber saqueado Het-Uart? —respondió Kamose con sarcasmo—. Recorramos primero el río, Ahmose. Por mi parte estoy contento de poder disfrutar de este momento.

—Bueno, está bien —contestó Ahmose de buen humor—. Debo confesar que es agradable estar aquí, en una embarcación en mitad del Nilo, rodeados de nuevo de hombres y emprendiendo una aventura que vale la pena. Hasta siento la necesaria libertad de emborracharme un par de veces antes de unirnos al ejército. —Lanzó una carcajada—. Los meses venideros no me inspiran ningún temor, Kamose.

—A mí tampoco —confesó Kamose—. Y estoy de acuerdo contigo. Aunque amo a la familia, no siento haber dejado atrás los problemas domésticos.

—Y no es que nosotros hayamos tenido mucho que ver con ellos —comentó Ahmose—. La mujeres parecen haber descubierto una extraordinaria habilidad, no sólo para dirigir la propiedad, sino para mantener a raya a los soldados locales y custodiar el río. El paso siguiente será que querrán ir a la guerra.

—Eso, sin duda, es cierto en Tetisheri —contestó Kamose, contagiándose deliberadamente del estado de ánimo de su hermano—. Cuando era pequeña abrumaba a Senakhtenra para que le permitiera aprender el uso de la espada y del arco. No es muy femenina. Creo que le habría gustado nacer hombre. Todavía se trenza el pelo muchas veces con los guardias de la casa. Los conoce a todos por su nombre.

—Eso es muy triste —murmuró Ahmose—. ¿Alguna vez deseaste haber nacido mujer, Kamose?

Kamose sintió que su optimismo desaparecía y no hizo ningún esfuerzo por mantenerlo.

—Sí —dijo tajante—. No tener más responsabilidad que la de los asuntos domésticos, no tener que tomar más decisiones que las alhajas que lucir, no ser más que un vehículo de la sangre de los dioses, no haber tenido que matar, en todo eso envidio a las mujeres.

—Pero nuestras mujeres no son así —objetó Ahmose un instante después—. Hablas como si las despreciaras, Kamose.

—¿Despreciarlas? No —dijo Kamose sin demasiada convicción. Su breve alegría de esa mañana había desaparecido y sabía que no la recuperaría—. Sólo las envidio de vez en cuando. Las mujeres pocas veces están solas.

Esa noche atracaron en Qebt. El príncipe del territorio estaba en el oasis con sus tropas, pero Kamose recibió al representante de Intef y escuchó un informe sobre el uso que se daría a los campos de la ciudad y sobre el estado de ánimo de la población. El representante le dijo que Intef se mantenía en contacto con él para interesarse por el bienestar de los habitantes del territorio y, al recordar el ácido intercambio de frases que había habido entre Intef y Hor-Aha, Kamose se sintió tentado de pedir que le mostrara los papiros, pero resistió esa curiosidad. Intef no apreciaría una muestra de falta de confianza por parte de su rey y Kamose sabía que la voz que dentro de su mente le susurraba una potencial traición provenía de su inseguridad.

A la mañana siguiente durmió hasta tarde y cuando se levantó la embarcación ya navegaba hacia el norte y Akhtoy limpiaba los restos del desayuno de Ahmose. Éste estaba sentado a la sombra, en la popa, rodeado de marineros que, a juzgar por la fluida conversación, tenían mucho que decirse. Una explosión de carcajadas siguió a Kamose mientras éste se apartaba para inclinarse sobre los haces de juncos que formaban el perímetro de la cubierta.

—¡Ya hemos pasado Kift! —exclamó sorprendido a su mayordomo, que permanecía a sus espaldas—. ¡A esta velocidad lo lógico sería que llegáramos a Aabtu pasado mañana!

—¿Te lavarás primero o comerás, Majestad? —preguntó Akhtoy—. Hay pan, queso y pasas de Corinto. El cocinero ruega tu indulgencia y espera poder embarcar más comida fresca en Aabtu.

Kamose lo pensó.

—Ninguna de las dos cosas —dijo—. Dile al capitán que avance con mayor lentitud. Nadaré. ¡Ahmose! ¡Acompáñame al agua! —llamó, tratando en vano de sofocar la lombriz de celos que había comenzado a ondular en su corazón al notar que moría la alegre conversación de popa. Los soldados se levantaron con rostros solemnes—. No debes tratarlos con demasiada familiaridad —dijo en voz baja cuando Ahmose se le acercó sonriendo—. Es peligroso crear la ilusión de que el espacio que los separa de ti puede ser cruzado.

Ahmose le dirigió una mirada burlona.

—Claro que no lo pueden cruzar —dijo en voz baja—. Pero tampoco debemos permitir que sea tan ancho que ni siquiera alcancen a verme. O a verte a ti. Kamose. ¿Qué sucede? ¿Estás celoso de unos zafios?

No, pensó Kamose, odiándose por su mezquindad. Amón, ayúdame, tengo celos de ti, Ahmose.

Los días siguientes fueron agradables; el constante fluir del agua bajo la quilla, el paso invariable de las orillas, la simple rutina de la vida en la embarcación, todo alimentaba la fantasía de que el viaje era de placer. Ni siquiera la llegada de exploradores del norte y el despacho de heraldos en la misma dirección consiguieron alterar el aire de relajación que no sólo los hermanos, sino también los medjay, disfrutaban. Pasaban el tiempo en grupo junto a la borda, lanzando exclamaciones ante el paisaje siempre cambiante o bailando con los brazos abiertos al son monótono de sus pequeños tambores. A la caída del sol, el sonido comenzaba a convertirse en un eco en los confines del agua, como si en las orillas del Nilo se alinearan medjay invisibles que devolvieran el rítmico saludo de sus parientes en una especie de ritual de la tribu.

Ahmose se quejaba de que el sonido le daba dolor de cabeza, pero Kamose disfrutaba de lo bárbaro de la música. Despertaba algo primitivo en su interior, algo que se insinuaba a través del rígido control que trataba de mantener sobre sus pensamientos y que lo desvanecía si el ruido de los tambores se extendía hasta muy tarde mientras reposaba adormilado en su catre de campaña. Muchas veces tenía la sensación de que, bajo esa sensual compulsión, la mujer de sus sueños podría ir hacia él, que tal vez la viera en sueños mientras sus defensas estuvieran bajas. Pero a pesar de que la imagen de su subconsciente se suavizaba con la sensualidad que hacía tanto tiempo que se negaba despierto, ella permanecía esquiva.

En Aabtu, Ahmose y él se detuvieron para adorar a Osiris y a Khentiamentiu, y para presentar sus respetos a la esposa de Ankhmahor. Kamose permitió que el jefe de sus Seguidores pasara una noche y buena parte del día siguiente en su casa antes de zarpar rumbo a Akhmin, y con rapidez volvió a restablecer la rutina de la vida en el río. Kamose no vio la necesidad de detenerse en Akhmin ni en Badari. El Nilo ya había llegado a su altura habitual, los campos estaban desnudos y, desde su práctico punto de vista, las tareas agrícolas se estaban realizando correctamente. Los diques se estaban reparando, y no pasaba un solo día sin que viera mujeres con bolsas colgadas alrededor de sus fuertes cuellos, arrojando lluvias de preciosas semillas en la tierra que las esperaba. Se acercaron a Qes y lo pasaron sin problemas. Kamose tenía la impresión de que los fantasmas de aquel lugar habían sido exorcizados el año anterior, cuando la flota pasó en silencio junto al sendero que iba del pueblo al río, y su mente estaba llena de recuerdos de su padre y del calor y la desesperación de la última batalla de Seqenenra. Ahora el sendero resplandecía polvoriento bajo la brillante luz matinal e invitaba al viajero a seguirlo hasta los acantilados y el racimo que casas que se apiñaban más allá.

—Parece muy tranquilo, ¿verdad? —comentó Ahmose mientras lo observaban—. Me han dicho que Qes tiene un pequeño y bonito templo en honor a Hathor. Aahmes-Nefertari siempre ha querido visitarlo. Cuando volvamos, debo acordarme de llevarla allí. —Se volvió a mirar a Kamose—. Después viene Dashlut —dijo—. De allí en adelante no creo que tengamos ganas de mirar las orillas, Kamose. El paisaje no será tan idílico. Tal vez desees sentarte conmigo en el camarote y preparar la estrategia que presentarás a los príncipes que nos esperan en el oasis. Llevamos mucho tiempo dedicados al ocio.

—Supongo que debemos hacerlo —reconoció Kamose—. Pero no hay mucho que pensar. ¿Trasladamos el ejército a Het-Uart y empezamos otro sitio o permanecemos en el oasis hasta haber ideado otro plan más eficiente de victoria?

—¿Qué alternativa tenemos, aparte de iniciar de nuevo el sitio? —dijo Ahmose—. Y esta vez debemos estar seguros de haber introducido espías en la ciudad con un plan para que nos hagan llegar sus informaciones. —Tocó el brazo de Kamose—. Ramose sería perfecto. Es inteligente y está lleno de recursos. Ha estado en Het-Uart con su padre y haría cualquier cosa con tal de poder estar más cerca de Tani.

Kamose lo miró a los ojos. Ahmose le devolvió la mirada con frialdad.

—Te refieres a que Ramose sería un herramienta perfecta —dijo Kamose pensativo—. ¿Pero podemos confiar en él, Ahmose? Hemos matado a su padre, lo hemos separado de su madre, entregamos su herencia a Meketra. No cabe duda de que es un hombre íntegro, ¿pero hasta qué punto podemos empujarlo? Además, —miró las palmeras que se movían en la brisa-I Ramose es mi amigo.

—Razón de más para utilizado —insistió Ahmose—. O más bien para permitir que él se deje utilizar. El afecto entre vosotros se remonta a muchos años atrás, Kamose. Pienso en Hor-Aha.

Dejó de mirar a su hermano y observó la orilla. —Lo has nombrado príncipe. Lo has puesto por encima del resto de los nobles a pesar del obvio resentimiento que les provoca su capacidad. O por lo menos es lo que les dices. A mí me dices que es una cuestión de lealtad. Eres lo suficientemente despiadado para premiar la lealtad coa el peligro pero vacilas a la hora de someter la amistad a la misma prueba. ¿Es que la lealtad es menos admirable que la amistad?— Kamose volvió la cabeza, pero Ahmose se negó a mirarlo. Su mirada permaneció clavada en el plácido paisaje que se deslizaba ante ellos. —¿No somos todos de provecho para la gran roca de tu implacable voluntad? ¿Por qué no Ramose?

Porque a pesar de todo, Ramose me quiere, tema ganas de decir Kamose. Porque los hombres que me rodean muestran rostros de obediencia y de respeto, pero no sé lo que hay dentro de sus corazones, ni siquiera en el de Hor-Aha. Una y otra vez ha demostrado la lealtad de la que tú hablas, pero sé que está teñida de ambición, no de amor. No lo condeno. Estoy agradecido. Sin embargo, hay muy pocos que me quieran realmente, Ahmose, y los valoro demasiado para poner en peligro ese afecto.

—No —contestó por fin—. La lealtad puede ir más allá que la amistad, porque es una emoción más duradera y profunda que sobrevivirá a muchos abusos antes de morir. Pero Ramose ya ha sufrido mucho. Es así de simple.

La conversación viró hacia aguas más tranquilas, pero en los momentos de quietud, Kamose recordaba las palabras de su hermano y se descubrió meditándolas desapasionadamente. Ramose era, sin duda, un hombre inteligente y lleno de recursos. Sin duda alguna conocía la ciudad de Het-Uart. ¿Si no fuéramos amigos de la infancia, si él fuese uno de mis oficiales, vacilaría en convertirlo en un espía?, se preguntó con tanta honestidad como pudo. ¿Estoy poniendo mi soledad por encima del bienestar de Egipto? Por fin dejó de hacerse esa pregunta. Ya habría tiempo para pensarlo durante el largo camino desde el Nilo hasta el Oasis.

Pasaron por Dashlut justo después del anochecer, cuando el reflejo del sol todavía perduraba. Un silencio cayó sobre los viajeros cuando el pueblo, ya a oscuras, pasó frente a ellos. Nada se movía. Ningún perro ladraba, ningún niño chapoteaba en el agua, de los portales no surgía ningún olor a comida. Un largo parche de tierra negra llenaba el terreno entre el río y las primeras casas, y al mirarlo, Kamose volvió a sentir la flecha entre los dedos y el peso del arco cuando la lanzó. El nombre del alcalde era Setnub y sus huesos permanecían mezclados con los de los habitantes de la ciudad en aquel frío residuo de fuego.

—¿Dónde están? —murmuró.

Ahmose se movió.

—Están allí —dijo en voz baja—. Los campos están mal atendidos, pero alguien ha estado intentando sembrar. Debe hacerse, Kamose. Ambos lo sabemos. Quedan las mujeres y muchos niños. Dashlut no está completamente muerta.

Kamose no contestó y los medjay no rompieron el silencio hasta que la melancólica ciudad desapareció tras ellos.

Pasaron la noche fuera de la vista de Khemennu, pero Kamose envió un mensaje a Meketra advirtiéndole de su proximidad, y a la madrugada, una delegación esperaba en el embarcadero para darles la bienvenida. Kamose bajó la rampa y pisó los escalones para recibir el homenaje de los hombres allí reunidos y notó con alivio que el príncipe no había desperdiciado los meses del invierno. No vio ninguna evidencia de la carnicería del año anterior. Los muelles estaban en plena actividad. Mulas cargadas cubrían el espacio entre el Nilo y la ciudad. Los niños corrían y gritaban y un grupo de mujeres, hundidas hasta las rodillas en el río, golpeaban contra las piedras la ropa que lavaban mientras charlaban.

—No has estado ocioso, príncipe —comentó Kamose con aprobación en el momento en que Meketra se enderezaba de su reverencia, y juntos caminaron hacia la ciudad. Meketra sonreía.

—He recibido a los hombres supervivientes de Dashlut y a sus familias —explicó nervioso—. No son muchos, pero los puse a trabajar inmediatamente. Las calles están limpias y las casas encaladas. Naturalmente, muchas de ellas están vacías. Las viudas se han mudado y viven con sus parientes. Trabajan en los campos de Khemennu a cambio de alimentos de los graneros y almacenes. Todas las armas descartadas el año anterior han sido recogidas y reparadas por si te hacen falta, Majestad. Todavía no puedo abrir las canteras de Hatnub. No hay bastantes hombres para un trabajo tan pesado. Cuando hayas ganado la guerra nos mandarás hombres, ¿verdad, Majestad?

Kamose luchó contra la irritación que le provocaban las palabras con las que Meketra se felicitaba a sí mismo. El príncipe había logrado mucho desde que Kamose le ordenó salir de Nefrusi y hacerse cargo del estado que antes gobernaba Teti. Las calles habían sido rastrilladas para que no quedara en ellas tierra manchada de sangre, la basura, retirada, y las casas volvían a brillar encaladas.

—Te felicito —consiguió decir, obligándose a hablar con calor—. Has actuado muy bien, Meketra. Naturalmente, todavía no te puedo prometer nada, y aun cuando hayamos triunfado tendré que mantener un ejército, pero no olvidaré tu petición. —Acababan de llegar a la avenida que conducía al templo de Tot y Kamose se detuvo—. Debo ofrecerle mis respetos al dios. Después romperemos contigo nuestro ayuno.

No esperó la reverencia de Meketra sino que se volvió con rapidez, con Ahmose a su lado.

—Ten cuidado, Kamose —le susurró Ahmose cuando se acercaban al pilón—. No debe saber que te disgusta. En realidad, ha hecho un verdadero milagro en este lugar.

—Lo sé —dijo Kamose—. La culpa es mía, no suya. Sin embargo, algo me dice que por cada logro que obtenga espera ser ampliamente recompensado, en preferencias o en bienes. Eso no es lealtad.

—Es una especie de lealtad —murmuró Ahmose con sequedad—, pero no la que uno espera de un noble. Pero a pesar de todo es útil.

Leal, pensó Kamose. Útil. ¿Hemos vuelto a eso, Ahmose? Se inclinó y después de quitarse las sandalias, comenzó a cruzar el amplio atrio exterior.

Reconoció al sacerdote que estaba en el atrio interior y que los observaba acercarse. El hombre inclinó la cabeza en un saludo impersonal y nada se pudo leer en su expresión. Cuando llegaron donde estaba, Kamose levantó sus sandalias.

—Esta vez no están manchadas de sangre —dijo. Los ojos fríos del sacerdote pasaron de las sandalias al rostro de Kamose.

—¿Has traído un regalo, Kamose Tao? —preguntó.

—Sí —contestó Kamose con tranquilidad—. Te he dado al príncipe Meketra. Déjame advertirte, sacerdote. Soy indulgente con tu velada insolencia porque la última vez que entré en los dominios de Tot no estaba purificado, pero aquí acaba mi tolerancia. Puedo ordenarle a Meketra que te haga reemplazar. Eres un hombre que no teme defender a su dios y su concepto de Ma’at, y te admiro por ello, pero no vacilaré en disciplinarte si te niegas a tratarme con la reverencia que mi sangre exige. ¿Me has comprendido?

—Perfectamente, Majestad. —El hombre se hizo a un lado pero no se inclinó—. Entra y haz tu homenaje a Tot.

Cruzaron el atrio interior, más pequeño, y se prosternaron frente a la puerta del santuario, rezando en silencio, pero Kamose dudó que el dios escuchara sus palabras porque no conseguía pensar en ellas. Recordaba a los dos heridos que estaban tendidos en el atrio exterior, a las mujeres sollozantes, a los pocos y atareados físicos, la atmósfera de hostilidad que Ahmose y él debieron vadear como si fueran agua sucia. Khemennu jamás será mía, pensó mientras se levantaba. Fue de Teti, y por lo tanto de Apepa, durante demasiado tiempo. ¿Y qué hay de ti, gran Tot, con tu pico de ibis y tu pequeños ojos sabios? ¿Te regocijas al ver la reforma de Egipto o tu divino deseo es opuesto al de Amón? Suspiró y el sonido se magnificó en ecos susurrantes. Cogió el brazo de su hermanó y pasó junto a la exagerada reverencia del sacerdote, y salieron a la luz brillante del sol.

Le resultó incómodo sentarse en el salón de recepciones de la casa a la que había ido tantas veces durante su juventud y ver a extraños que se inclinaban sobre las mesas minúsculas para hablarle con voces que no reconocía. La mayor parte de los muebles de Teti habían desaparecido, pero Kamose notó que las piezas conservadas por la mujer de Meketra eran las más hermosas y caras. Pensó en su madre quien, en las mismas circunstancias, sin duda las habría regalado antes de beneficiarse a costa de alguien caído. No soy justo, se dijo Kamose mientras sonreía y asentía a los que se dirigían a él. Esta casa fue suya antes de pertenecer a Teti. Deben considerar su contenido como una reparación por los años de exilio en Nefrusi. Pero la mujer de Meketra no le gustaba más que el mismo Meketra y uno de los hijos del príncipe se había puesto un aro que Kamose había visto colgando de una oreja de Ramose.

Meketra sonreía con tolerancia mientras su familia charlaba sin cesar, narrando a los hermanos historias reales de las dificultades sufridas fuera del fuerte, la Maldad y la grosería de la esposa de Teti y, por supuesto, los monumentales esfuerzos realizados por Meketra para reconstruir Khemennu. Kamose se vio en la obligación de recordarles con autoridad que estaban hablando mal de sus parientes políticos y por fin, con considerable alivio, Ahmose y él se retiraron.

—Es probable que Apepa enviase a Meketra a Nefrusi para librar a Khemennu de la lengua y de los chismes de esa mujer —comentó Ahmose cuando Ankhmahor y los Seguidores los rodearon y emprendieron el camino a la nave—. Se ha librado de los sirvientes de Teti, ¿lo has notado, Kamose?, pero en cambio ha conservado las fuentes de plata que Aahotep le regaló a Nefer-Sakharu.

Subió la pasarela tras Kamose y se sentó bajo la sombrilla. Kamose hizo una seña al capitán y los marineros que estaban en tierra comenzaron soltar las amarras.

—Son muy mal educados —coincidió Kamose—. Pero ésa es una molestia leve. Lo grave será saber si merecen o no nuestra confianza. Gracias a Amón es algo por lo que no tenemos que preocuparnos ahora. ¡Akhtoy! Tráeme vino de Weset. Tengo la sensación de tener la boca sucia.

Nefrusi quedaba a corta distancia a favor de la corriente y allí; lo mismo que en Khemennu, encontraron grandes cambios. Mientras su embarcación amarraba a últimas horas de la tarde, Kamose buscó en vano las gruesas paredes del fuerte y las fuertes puertas que le habrían causado tanto retraso si no hubiera sido por Meketra. Montones de escombros cubrían el terreno, junto a piedras rotas y ladrillos que los campesinos revisaban en busca de algo útil para reparar sus viviendas o moler su grano. El capitán que Kamose había dejado a cargo de la demolición, se encaminó a la pasarela e hizo una reverencia al ver descender a Kamose y a Ahmose. Estaba cubierto de polvo y sonreía. Kamose lo recibió con afabilidad.

—No he tenido problemas con los obreros setiu, Majestad —dijo el hombre en respuesta a la pregunta de Kamose—. Creo que dentro de un mes el terreno estará aplanado. ¿Qué debo hacer con los hombres entonces? He dejado en pie el cuartel como refugio.

Kamose lo pensó.

—Pueden quedarse a vivir en el cuartel —decidió—. Tú y tus ayudantes podéis mudaros a la casa que abandonó la familia del príncipe Meketra. Haz que los setiu allanen este terreno y después de la próxima inundación podrán convertirse en campesinos. Ya debes de conocerlos bien a todos. Mata a los que todavía estén resentidos y continúa vigilando al resto para que ninguno de ellos pueda huir al norte. Sepáralos de los campesinos locales, por lo menos hasta que haya tomado Het-Uart, y envíame informes con regularidad. Has trabajado bien aquí. Me alegra poder dejar Nefrusi en tus manos. ¿Necesitas algo?

El hombre se inclinó en una reverencia.

—Si vamos a convertirnos en un pueblo, sería conveniente tener un físico —dijo—. También un sacerdote para que sirva en el santuario de Amón que me gustaría edificar. Otro escriba también nos ahorraría mucho trabajo.

Kamose se volvió hacia Ipi, que escribía furiosamente.

—¿Lo has anotado? —preguntó, Ipi asintió—. Muy bien, tendrás lo que necesitas, capitán, Ipi redactará un requerimiento para que lo lleves a Khemennu. Usalo juiciosamente. Te dará también autoridad para entrar en los graneros y en los almacenes, hasta que los setiu comiencen a producir trigo y verduras. Si se portan bien, tal vez el año que viene podamos ofrecerles esposas.

El capitán miró a Kamose con incertidumbre, pero al ver la sonrisa del rey, rió.

—Las mujeres multiplicarían mis problemas, Majestad —dijo—. Son un lujo del que los extranjeros pueden prescindir, al menos por ahora. Te lo agradezco, Majestad, y si me permites retirarme, volveré a mi trabajo.

—Que se descargue vino y carne para el capitán y sus soldados —ordenó Kamose a su escriba mientras subía a la embarcación—. Y toma nota de que, si todo sigue bien aquí, el capitán debe ser ascendido. —Se desperezó—. Hoy siento el corazón ligero, Ahmose. No seguiremos el viaje hasta mañana. Het-Nefer-Apu está sólo tres mil estadios de distancia con la corriente a favor y estamos yendo a buen ritmo. Menhir todavía no está sobre nosotros.

—Me pregunto lo que veremos antes de llegar allí —murmuró Ahmose—. El año pasado destruimos diez pueblos, Kamose. Supongo que los campos estarán llenos de mala hierba.

Kamose no contestó. Se dio la vuelta bruscamente, entró en el camarote y cerró la puerta.

Tal como predijo Ahmose, las tierras a partir de Nefrusi se veían abandonadas. Extensiones marrones de tierra sin cultivar de la que sobresalían islotes de mala hierba. Aquí y allá se habían desmoronado los canales de riego y sobre la tierra sin atender había viejos nidos, huesos de animales, ramas de árboles y otros desperdicios. Cerca de las aldeas destrozadas, grupos de mujeres y niños se inclinaban sobre pequeños trozos de tierra que habían limpiado. Ni siquiera se enderezaron al ver pasar la flotilla.

—Dales grano, Kamose —rogó Ahmose—. ¡A nosotros nos sobra!

Pero Kamose, con la boca convertida en una fina raya, negó con la cabeza.

—No. Deja que sufran. Les daremos campesinos de nuestro territorio que llenarán esas casas miserables con niños egipcios, no con mulatos setiu. ¡Ankhmahor! ¡Ordena a los medjay que dejen de hacer ruido! ¡No está bien con la tristeza que nos rodea!

Con sabiduría, Ahmose no intentó discutir con él y los hermanos no volvieron a hablar mientras los tristes estadios iban pasando tras ellos.

Un día después de haber pasado por Het-Nefer-Apu, encontraron a los exploradores que vigilaban permanentemente el tráfico del río y les resultó un gran alivio que, incluso antes de ver la ciudad, se oyeran los sonidos de la armada, que llenaban el aire límpido y se mezclaban con el polvo del campamento. Los medjay comenzaron a hablar con excitación. El capitán de la embarcación de Kamose corrió a ponerse junto al timonel, y alternativamente impartía órdenes y gritaba advertencias a los capitanes de las grandes embarcaciones de cedro que llenaban el río. Los heraldos de las orillas comenzaron a unir sus voces a la alegría general y Kamose oyó las frases que pasaban de boca en boca: «¡El rey está aquí! ¡Ha llegado Su Majestad! ¡Preparaos para recibir al Poderoso Toro!». Los marineros salían de las tiendas que se alineaban junto al Nilo para inclinarse con reverencia y mirar fijamente al rey, y más allá surgió la ciudad, un grupo de edificios bajos alrededor de los cuales caminaban hombres atareados, burros y carros cargados. El clamor envolvió a los hermanos y Kamose sintió que se relajaba después del peso de la melancolía y de los silenciosos escenarios por los que habían pasado.

Ahmose y él, seguidos por Akhtoy y por Ipi, llegaron al pie de la pasarela y los Seguidores tomaron de inmediato sus posiciones alrededor de los reales hermanos. Después de conceder permiso a los oficiales medjay para que permitieran desembarcar a los arqueros, Kamose se encaminó hacia la tienda más grande, un poco alejada de las demás, pero antes de que llegara salieron Paheri y Baba-Abana y se les acercaron por el sendero desigual. Ambos se arrodillaron y pusieron la cabeza en el suelo. Kamose les pidió que se levantaran y juntos entraron en la tienda. Paheri señaló un sillón y, después de aceptarlo, Kamose les hizo señas para que también se sentaran. Ahmose se instaló en un banco, pero Paheri y Baba-Abana lo hicieron de piernas cruzadas en la alfombra gastada. A pesar de que la tienda era espaciosa, estaba escasamente amueblada. Del techo colgaba una lámpara que la brisa mecía con suavidad. Había dos catres de campaña muy separados el uno del otro. En el extremo cerrado de la tienda había una mesa y bajo ella un cofre. A su lado, un escriba hacía una profunda reverencia. Detrás de la mesa había un sencillo sagrario de viaje hecho de cobre. Frente a la abertura de la tienda esperaba un sirviente. Akhtoy se unió a él. Ipi se instaló en la alfombra, junto a los pies de Kamose, y comenzó a arreglar la escribanía.

Kamose examinó a sus dos oficiales navales, Paheri miraba a su alrededor con el entrecejo levemente fruncido, sin duda comprobando en su mente una lista invisible. Todo, desde su espalda recta hasta las manos tranquilamente juntas y su aire de preocupada autoridad, hablaba de sus años de administrador en Nekheb. Sin embargo, Baba-Abana estaba sentado con tranquilidad, el shenti arrugado sobre los muslos, los dedos rugosos trazando ante sus piernas cruzadas un dibujo distraído en la alfombra.

—Dadme vuestros informes —dijo Kamose. Paheri se aclaró la garganta, alargó la mano para recibir el gran papiro que su escriba le entregó y le dirigió a Kamose una mirada severa aunque impersonal.

—Creo que estarás muy satisfecho con lo que fiaba y yo hemos hecho con los soldados que dejaste a nuestro cargo —dijo—. Todos nosotros, tanto oficiales como soldados, hemos trabajado mucho para tener una armada eficaz. Mis operarios de Nekheb se han asegurado de que las treinta embarcaciones de cedro que nos dejaste estén perfectamente reparadas. Tengo un informe sobre cada una de ellas, los nombres de sus oficiales y marineros y las habilidades de cada uno de ellos. Aproximadamente uno de cada cinco soldados no sabía nadar cuando comenzamos su entrenamiento. Ahora no sólo nadan, sino que también saben zambullirse.

—Impusimos la regla de que si algún marinero dejaba caer al agua una de sus armas era responsable de recuperarla —interrumpió Abana—. Al principio, tuvimos que contratar a unos muchachos del lugar para que se zambulleran en busca de espadas y hachas, y les negábamos cerveza a los marineros culpables, pero ahora se han convertido en buenos marinos y ni siquiera pierden sus armas, y si les sucede se zambullen para buscarlas.

Paheri volvió a abrir la boca y se disponía a leer el casi interminable papiro cuando Kamose lo interrumpió.

—Supongo que tenéis copias de vuestras listas —dijo—. Entregádselas a Ipi y las leeré con tranquilidad. De esa manera podré estudiar más a fondo su contenido. Os felicito a ambos por las clases de natación. Un hombre que se ahoga durante una batalla supone una pérdida tonta e innecesaria. Veo que he depositado mi confianza en los hombres indicados. —No lo dijo para congraciarse con ellos y el halago fue recibido como justo—. Ahora quiero que me habléis del entrenamiento.

Paheri asintió, pero antes de hablar le hizo una seña al sirviente que esperaba junto a la entrada de la tienda. El hombre hizo una reverencia y desapareció.

—Baba y yo planeamos una estrategia —explicó Paheri—, pero fue Baba quien se encargó de desarrollarla. Abandonamos los ejercicios en tierra firme. Los soldados comieron, durmieron y se ejercitaron en las embarcaciones durante los primeros dos meses, y después se les permitió levantar tiendas en la orilla si resultaban victoriosos en uno de los combates que organizábamos cada semana.

—Me alegro de que Vuestra Majestad no estuviera aquí durante los primeros y desgraciados intentos de batalla naval —dijo Abana con una sonrisa—. Barcas que chocaban unas con otras, remos que se enredaban y se rompían, soldados que perdían el equilibrio cuando sus embarcaciones se escoraban, capitanes que se maldecían entre ellos. Y, por supuesto, una verdadera lluvia de espadas, hachas y dagas que se hundían en el río. Aquéllos fueron días de frustración. A Vuestra Majestad le agradará saber que sólo un puñado de armas fueron irrecuperables. —Enderezó las piernas y se apoyó en las manos—. Garantizo que los marinos de Apepa parecerán novatos y torpes al lado de los nuestros.

—No creo que Apepa tenga una fuerza naval preocupante —intervino Ahmose—. Ha dejado los canales en manos de los comerciantes y los ciudadanos, y confía en lo invulnerables que son sus puertas. ¿Y cómo está la moral de los soldados, Paheri? ¿Habéis tenido suficientes provisiones?

Paheri se permitió una levísima sonrisa.

—La moral de la tropa es excelente, Alteza. Me resulta difícil creer que esa multitud de campesinos gruñones que reunisteis se haya convertido en lo que veréis mañana. Los oficiales han preparado una demostración de habilidad y disciplina de la que creo que disfrutaréis. En cuanto a las provisiones, hemos sido generosos. Si un soldado tiene hambre, no pelea bien. Tenemos grano y verduras suficientes hasta la próxima cosecha. Todos los campos que rodean la ciudad ya han sido sembrados.

No cabe duda que puede enumerar la cantidad de trigo usado, la restante, y hasta el peso de los granos sembrados, pensó Kamose con admiración. Era un buen alcalde y se ha convertido en un excelente organizador.

En aquel momento entró un pequeño desfile de sirvientes con fuentes que llenaron el ambiente del olor de comida caliente. A un gesto de Paheri comenzaron a servirla y Kamose se dio cuenta de que por primera vez en muchos días estaba hambriento. Este hombre no olvida nada, pensó mientras observaba el ganso asado y relleno que otro sirviente depositaba en una mesa junto a la suya y luego pan embebido en aceite de oliva. Le fueron mostrados dos jarros y Kamose eligió la cerveza y observó con satisfacción el líquido oscuro que iba llenando su taza.

—Creo que te retiraré de la armada y te pondré al mando de la intendencia, Paheri —bromeó mientras relamía el aceite de sus dedos.

El rostro de Paheri adquirió una expresión de ansiedad.

—Majestad, soy tuyo para lo que mandes, pero te ruego que consideres eso…

Kamose lanzó una carcajada.

—No soy tan necio como para alejar de sus embarcaciones a un constructor por herencia de barcos —aclaró—. Sólo bromeaba, Paheri. Estoy más que satisfecho con todo lo que habéis logrado aquí.

Mientras comían la conversación se generalizó, pero no se alejó de los intereses de los militares. Abana interrogó a los hermanos sobre los medjay, preguntó de qué parte de Wawat procedían, cuántas tribus diferentes formaban la división de cinco mil hombres que Kamose mantuvo a su lado, cómo habían adquirido su habilidad legendaria como arqueros. Kamose no logró percibir ninguna clase de prejuicio en su voz, sólo un deseo de saber que trató de satisfacer en todo lo que pudo.

—Son preguntas que le debes hacer al general Hor-Aha —confesó por fin—. El conoce mejor que nadie a los medjay, puesto que los trajo de Wawat. Lo único que sé es que no habríamos podido avanzar por el río con tanta rapidez como lo hicimos el año pasado sin su sorprendente habilidad con los arcos. Ni siquiera sé a qué extraños dioses veneran.

—Les intrigan Wepwawet de Djawati y Khentiamentiu de Aabtu —dijo Ahmose—. Ambos son egipcios, dioses chacal de la guerra. Pero parecen seguir una extraña religión según la cual ciertas piedras o árboles contienen espíritus malignos a quienes es necesario aplacar y todos llevan consigo un fetiche para protegerlos de sus enemigos.

—¿Hor-Aha también? —preguntó Kamose sorprendido.

Ahmose asintió, con la boca llena de torta de sésamo.

—Lleva un retal de lino que nuestro padre utilizó una vez para empapar la sangre de una herida poco profunda. En una ocasión me lo mostró. Lo lleva doblado en una pequeña bolsa de cuero cosida a su cinturón.

—¡Dioses! —murmuró Kamose, y cambió de tema.

Cuando terminaron de devorar la comida, Paheri los llevó a la ciudad para inspeccionar los almacenes y luego las tiendas de los soldados. En todas partes Kamose quedó impresionado por la pulcritud de las pertenencias de aquellos hombres, por la limpieza de su ropa poco abundante, y por el cuidado con que trataban sus armas. Las espadas relucían afiladas y limpias, las cuerdas de los arcos estaban aceitadas, las cuerdas que unen las cabezas de las hachas con sus mangos no estaban deshilachadas y estaban tensas. Kamose se movió deferente entre los hombres, con una pregunta para uno, una palabra de aliento para otro, y mientras avanzaba fue plenamente consciente de que por fin era el jefe supremo de una fuerza que podría llamarse armada.

Antes de retirarse a su barco prometió que al día siguiente estaría presente en las maniobras que Paheri y Abana querían que viera y recibió una gran cantidad de papiros de manos del escriba de Paheri.

—Éstos son los informes redactados por nuestros exploradores en el Delta —explicó Paheri—. Muchos te fueron enviados a Weset, Majestad, pero quizás quieras refrescar tu memoria con estas copias. También encontrarás un papiro del general Hor-Aha. Está sellado y llegó con instrucciones de serte entregado personalmente cuando llegaras. He obedecido.

Kamose le pasó los papiros a Ipi.

—¿Habéis apresado espías setiu en las cercanías? —le preguntó a Paheri.

El hombre negó con la cabeza.

—Creí que tendría que enfrentarme a alguno, pero nuestros exploradores no han encontrado ninguno más al sur de Ta-She. Opino que a Apepa no le interesa lo que hacemos porque considera que Het-Uart es inviolable y no saldrá de su ciudad.

—Ésa es también mi opinión. Gracias.

Pensativo, subió la rampa y entró en el camarote seguido de cerca por Ipi. De alguna manera debemos lograr que Apepa abra sus puertas, pensó. Será necesario persuadirlo, pero ¿cómo? Se sentó en el borde de su catre lanzando un suspiro. La mañana había estado llena de acontecimientos. La figura de Ahmose oscureció la entrada y Akhtoy se inclinó para quitarle las sandalias a su rey.

—También estoy listo para pasar un rato en mi catre —dijo Ahmose bostezando—. Esos dos han hecho maravillas aquí, Kamose. Creo que merecen alguna clase de reconocimiento. ¿Piensas leer los despachos ahora? —preguntó mientras subía las piernas al lecho.

—No. Más tarde. Te puedes retirar, Ipi. Akhtoy, dile al guardia de la puerta que no se nos moleste durante un rato.

Durmió como un niño, profundamente y sin soñar, y su despertar también fue como el de un niño, súbito y con una profunda sensación de bienestar. Llamó a su mayordomo, se hizo lavar y cambiar de ropa, pidió pan y queso y salió a sentarse bajo la sombrilla de madera. Al poco, Ahmose se reunió con él. Comieron y bebieron ligeramente y luego Kamose mandó buscar a Ipi.

—Será mejor que empecemos con el papiro de Hor-Aha. Léelo, Ipi —le dijo a su escriba cuando el hombre estuvo sentado junto a sus pies descalzos.

Ipi rompió el sello y comenzó.

—«Para Vuestra Majestad el rey Kamose, Poderoso Toro de Ma’at y Vencedor de los viles setiu, salud».

—Vencedor de los viles setiu —murmuró Ahmose—. Me gusta.

—«He dedicado mucho tiempo de este invierno a estudiar el asunto de Het-Uart y a preguntarme cuál sería la estrategia de Vuestra Majestad durante la campaña de la siguiente estación. Supongo que la elección del sitio de Het-Uart o bien la fortificación de Nag-ta-Hert o de Het-Nefer-Apu contra una incursión del norte, junto a una limpieza del territorio ya conquistado. Me gustaría proponer con humildad una alternativa. Lo hago con audacia tan sólo porque soy el general de Vuestra Majestad y porque Vuestra Majestad ha considerado adecuado consultarme anteriormente sobre asuntos militares.

»Como Vuestra Majestad bien sabe, existen sólo dos caminos para entrar y salir del oasis. Uno baja del lago de Ta-She y el otro corre hacia el oeste desde Het-Nefer-Apu, lugar ya asegurado por la armada. Si se le pudiera informar a Apepa de que tu ejército está en el oasis, y si sus generales pudieran ser persuadidos de abandonar Het-Uart, se verían obligados a viajar a Uah-ta-Meh a través del desierto por Ta-She, dado que la armada les impediría la posibilidad de acercarse a la otra ruta, la cual deja al Nilo justo al norte de Het-Nefer-Apu.

»En ese caso, tú gozarías de dos ventajas. En primer lugar, el sendero del desierto es muy rocoso y ambos senderos son muy estrechos. En segundo lugar, si tus tropas se retiraran de Uah-ta-Meh hacia el Nilo y a la seguridad de Het-Nefer-Apu, los oficiales de Apepa, además de lo que decidieran hacer, tendrían que enfrentarse a una marcha extenuante para volver a Tah-She o avanzar en busca de tu ejército. Por lo tanto, cuando se vieran obligados a enfrentarse tanto con el ejército como con la armada, estarían cansados y desmoralizados. Confío en que Vuestra Majestad no se sienta ofendido por mi temeridad al hacerte esta sugerencia. Espero con alegre anticipación tu orden de volver con las tropas al Nilo o la llegada de tu real persona. Extiendo mi devoción al príncipe Ahmose». —Ipi levantó la mirada—. Está firmado príncipe y general Hor-Aha y fechado en el primer día de Tybi. ¿Quieres que te lo vuelva a leer?

Kamose asintió y dirigió una mirada a Ahmose.

Después de escuchar la segunda lectura, Kamose cogió el papiro y despidió a Ipi.

—A ver si lo entiendo —dijo Ahmose con lentitud—. Hor-Aha propone que de alguna manera atraigamos a los setiu hacia el oasis y que, mientras llegan, nos retiremos hacia el Nilo, para que cuando nos alcancen hayamos reunido todas nuestras tropas, incluida la armada. Y así llegarán cansados y desmoralizados después de un arduo viaje por el desierto.

—Eso parece.

—Está abogando por una batalla aquí, en Het-Nefer-Apu.

—En última instancia podría llegar a eso. —Kamose se golpeó pensativo la barbilla con el papiro—. Pero ¿qué sentido tiene que Apepa se arriesgue a ese movimiento cuando puede cerrar su ciudad igual que el año pasado y observarnos desde las murallas correr de un lado para otro, como ratas muertas de hambre? El tiene todas las ventajas. Puede permanecer allí sentado sin que nadie le moleste hasta que nos veamos obligados a crear una frontera en Nag-ta-Hert o aquí, como lo señala Hor-Aha, dividiendo Egipto en dos reinos o tierras, como hace muchos hentis. Con el tiempo nos veríamos obligados a disgregar el ejército y a enviar a los hombres a trabajar de nuevo la tierra para no enfrentarnos a la desaparición de los recursos alimenticios, por no hablar de la desintegración de Egipto. —Suspiró—. Yo soñaba con poder conquistar la ciudad durante este año, rompiendo los muros, deshaciendo las puertas, pero mi sueño no era realista. ¿Tú qué crees?

Ahmose se mordió el labio.

—Existen varios problemas —dijo por fin—. Habría que convencer a Apepa de que puede destruirnos en el oasis. Es un hombre cauteloso, por no decir tímido. No se arriesgaría a tanto si no tuviera una gran posibilidad de éxito. Alguien tendría que convencerlo de que creemos estar a salvo en Uah-ta-Meh. Alguien que pudiera actuar convincentemente como traidor. Y, por otra parte, ¿por qué llegarían sus tropas a Het-Nefer-Apu más extenuadas que las nuestras? El oasis tiene agua de sobra. Si los setiu llegan al oasis y descubren que nos hemos ido, antes de seguirnos completarán sus abastecimientos, tanto de agua como de comida, y nos alcanzarán en un excelente estado de salud. No veo ninguna ventaja para nosotros en este plan.

—Salvo que si diera resultado nos ahorraríamos una segunda temporada de espera ineficaz —dijo Kamose—. Los haría salir. Apepa no ha hecho el menor intento de atacar a los cinco mil soldados que dejamos aquí con Paheri y Abana. Nos considera demasiado desorganizados para preocuparse. Sabe que con el tiempo la rebelión se desintegrará.

—Y será así, Kamose, a menos que podamos modificar nuestra táctica —dijo Ahmose con suavidad—. La sugerencia de Hor-Aha es burda, debe ser perfeccionada, pero es una alternativa que no habíamos considerado. Debemos ir al oasis en lugar de hacer venir al ejército. Sabemos que no puede ser defendido y nunca pretendimos que lo fuera. Era simplemente un lugar muy secreto donde nuestros hombres podían pasar el invierno. Pero debemos comprobar personalmente si este plan sería o no conveniente como una trampa.

—¿A qué te refieres?

Ahmose se encogió de hombros.

—No estoy seguro, pero ¿y si una vez que llegaran los setiu no pudieran conseguir agua fresca? ¿Y si fuera posible retirarnos al desierto y luego rodearlos? Nunca hemos visto Uah-ta-Meh, Kamose. Por lo menos deberíamos ir a estudiar el terreno. Tal vez entonces podríamos hacer algo decisivo. ¿De qué nos sirven una espléndida marina y un ejército disciplinado si el enemigo no está dispuesto a luchar?

—Quería traerlos al este —dijo Kamose con desgana—. Perderíamos tiempo si fuéramos al oasis sólo para descubrir que el plan de Hor-Aha es irrealizable. Sin embargo, ¿quién puede asegurar que Amón no susurró el plan en el oído del general? Volvamos a llamar a Ipi y sigamos con los despachos que Paheri nos entregó.

Aquella noche hubo una fiesta para los Taos y sus oficiales en casa del alcalde de Het-Nefer-Apu. El ambiente era ruidoso y alegre. La inundación había sido buena, estaba a punto comenzar una nueva campaña y no había escasez de cerveza. Ahmose se entregó a las diversiones, pero Kamose, pese a estar deseando hacer lo mismo fue, como siempre, un silencioso observador de las payasadas de sus compañeros. Su mente estaba enfrascada en la propuesta del general, repasando las alternativas, pensando en la manera de conseguir que diera resultado, buscando ocultas dificultades. Soportó con amabilidad los festejos, sabiendo que se celebraban en su honor, contestó a los saludos de los hombres y de las mujeres que llegaron hasta el estrado para postrarse ante él y besarle los pies, pero mucho antes de que las lámparas comenzaran a apagarse y los invitados borrachos cayeran inconscientes y saciados sobre las mesas, estaba desando volver al silencio de su camarote.

A la mañana siguiente, él y un Ahmose muy pálido y somnoliento se instalaron en un estrado junto al Nilo y observaron los ejercicios navales. Abana había organizado una falsa batalla para demostrar la capacidad de sus marinos que, a plena luz del sol, eran un espectáculo imponente. Las embarcaciones se movían de aquí para allí, las órdenes de los oficiales resonaban agudas y claras, y los hombres obedecían con precisión. Kamose quedó particularmente impresionado por el encuentro entre la nave que debía ser abordada y los soldados que se aprestaban a hacerlo. Nadie cayó al agua. Todos recuperaron en seguida el equilibrio necesario para luchar con las espadas de madera que habían preparado para el ejercicio. Había marineros en la orilla que proporcionaban blancos móviles para los arqueros que se alineaban en las cubiertas balanceantes, y pese a ello las flechas disparadas encontraban siempre su destino.

Los medjay, situados en los lugares desde donde podían tener los mejores puntos de vista, gritaban y silbaban en señal de aprobación. Paheri estaba sentado con los hermanos, pero Abana se mantenía de pie sobre la embarcación que dirigía el espectáculo, con los puños en las caderas y la voz resonando con claridad sobre las aguas turbulentas mientras daba sus órdenes.

—¿Ves a ese joven de pie junto a Baba? —Le gritó Paheri a Kamose para ser oído sobre tumulto—. Es su hijo Kay. Ha demostrado ser un buen soldado, pero lo más importante es que es un excelente marino, igual que su padre, y sabe ganarse el respeto de los hombres. Me gustaría recomendarlo para un ascenso, Majestad.

Kamose asintió sin contestar.

Cuando todo terminó y las embarcaciones se alinearon en una demostración de destreza en las maniobras, Kamose se puso en pie y los alabó, aludiendo a episodios de la batalla y concediéndoles el resto del día libre. Los hombres le vitorearon con entusiasmo y a una orden de los oficiales comenzaron a dispersarse. Abana bajó corriendo la pasarela de su embarcación, seguido por su hijo, y se acercó a Kamose haciendo una profunda reverencia.

—Hace poco más de un año estos hombres eran campesinos —dijo Kamose—. Los has transformado. Estoy admirado.

—Vuestra Majestad es muy bondadoso —replicó Abana sonriente—. Para mí ha sido un placer poder hacer algo más que inspeccionar astilleros y reparar embarcaciones para el comercio. Después de servir a las órdenes de tu padre Osiris Seqenenra debo confesar que, hasta hace muy poco tiempo, mi vida me parecía completamente trivial. —Cogió el brazo de su hijo y lo empujó hacia adelante—. Me gustaría que dirigieras tu atención sobre mi hijo Kay.

Kamose observó con rapidez el pecho fuerte del muchacho, el pelo rizado y las facciones iguales a las de Baba.

—¿Has estado a las órdenes de tu padre, Kay? —preguntó. El joven se inclinó ante él.

—Así es, Majestad.

—¿Y qué piensas de la falsa batalla que hemos visto hoy?

Kay lo pensó un instante y luego contestó con audacia.

—La embarcación de mi padre, La ofrenda, estuvo bien. Su tripulación es la más disciplinada de la flota. Me alegró comprobar que El brillo de Ma’at ha mejorado en lo que se refiere a las maniobras rápidas. Sus marineros han tenido dificultades para controlar la embarcación con suavidad. Pero La barca de Amen y La belleza de Nut lograron mantener su ventaja por un pelo. Sus tripulantes todavía no dominan por entero el arte de tirar con el arco sobre la cubierta de un barco en movimiento, pero trabajan con denuedo y no cabe duda de que están mejorando.

—¿Cuál fue la embarcación que tuvo la peor actuación?

—El Norte —contestó Kay enseguida—. Los remeros estuvieron lentos, el timonel se dejó llevar por el pánico y cuando se les dio la orden de abordaje, los marineros cayeron unos sobre otros.

—Es cierto —dijo Kamose sonriendo—. Entonces creo que debes ser el capitán del Norte y conseguir que su tripulación mejore su rendimiento. Paheri te ha recomendado para un ascenso. ¿Qué edad tienes?

—¡Majestad! —exclamó el joven—. ¡Eres generoso! Nada me gustaría tanto como poner al Norte en óptimas condiciones de combate. Te prometo que la convertiré en la mejor embarcación de la flota. Perdona mi exabrupto —terminó diciendo ya más tranquilo—. Tengo veinte años.

—Muy bien. Espero que me sirvas con honestidad y con el mayor empeño como capitán de tu barco. Puedes retirarte.

Kay hizo una reverencia y se alejó con el rostro iluminado de alegría. Lo observaron correr hacia el Norte y quedarse allí, contemplando su nueva responsabilidad.

—Haz lo que te parezca con el antiguo capitán del Norte —le dijo Kamose a Baba—. Supongo que conoces sus debilidades. Colócalo en algún lugar donde sus habilidades puedan resultarnos de utilidad.

—No te arrepentirás de la fe que has depositado en mi hijo —dijo Abana—. Y gracias, Paheri, por haberlo destacado a los ojos de Su Majestad.

Kamose inclinó la cabeza.

—Tú y Paheri tenéis talentos diferentes-dijo, —pero nunca he visto a dos hombres que se complementen tan bien. Dejo mi flota en buenas manos.

—Vuestra Majestad es bondadoso —respondió Abana—. Gracias. Me habría resultado un inconveniente tener que actuar con deferencia con cualquier otro a quien hubieras designando. Y a pesar de todo, suelo gritar a Paheri.

Ambos sonrieron. Por un instante, Paheri perdió su expresión seria y remilgada.

—Eres realmente generoso, Majestad, y haremos todo lo posible por honrar la confianza que nos has dispensado —dijo—. ¿Tienes órdenes para nosotros? Supongo que harás venir al ejército del oasis y que seguiremos río abajo hasta el Delta.

—No, no lo creo —contestó Kamose con cautela mientras miraba la ruidosa escena que se desarrollaba a su alrededor. Más allá de las figuras protectoras de Ankhmahor y de los Seguidores, la orilla del río estaba llena de hombres que inspeccionaban sus heridas y rasguños, que metían las piernas sudadas en el río y que se reunían en grupos excitados para analizar las tácticas del encuentro—. Tengo la intención de viajar yo mismo hasta Uah-ta-Meh.

Con brevedad les explicó la parte principal de las sugerencias de Hor-Aha y ellos le escucharon con atención.

—Es posible que dé resultado —comentó Paheri cuando Kamose terminó de hablar—. He oído decir que el desierto que rodea el oasis es muy poco hospitalario. Además, cualquier ejército que marche desde Tah-She llegaría fatigado, aun en las mejores condiciones. Por lo tanto, ¿debemos mantener la armada aquí hasta recibir tus instrucciones?

—Sí.

—¿Tenemos tu permiso para hacer incursiones río abajo? No es conveniente que estos hombres permanezcan ociosos, Majestad. Su moral es alta, pero sin algunas escaramuzas dejarán fácilmente de creer en su habilidad. En cuanto acabe el entrenamiento deberían entrar en acción.

—Lo sé —contestó Kamose—. Pero no quiero obligar a Apepa a atacar a Het-Nefer-Apu en lugar de concentrar sus fuerzas en el oasis. Eso, por supuesto, si logramos concebir un plan que lo lleve hasta allí. Si lo logramos, habrá lucha cuando nos retiremos y él nos siga. Te enviaré informes con regularidad, Paheri. Hasta entonces debes seguir entrenando a tus hombres. —Se levantó y de inmediato todos los demás lo imitaron—. Partiremos hacia Uha-ta-Meh a la puesta del sol. Por lo menos así recorreremos parte del camino en la frescura de la noche. Me habéis levantado el ánimo. Por fin esta campaña está adquiriendo una forma coherente. Podéis retiraros.

Ambos se inclinaron en una reverencia.

—Que las plantas de tus pies sean firmes, Majestad —dijo Abana.

Kamose los miró desaparecer entre la multitud antes de bajar de la plataforma y dirigirse a Ankhmahor.

—Esta noche abandonaremos la nave. Encárgate de que haya dos carros preparados. —Se volvió hacia Ahmose—. Akhtoy puede encargarse del equipaje e Ipi puede enviar un heraldo que nos preceda con un mensaje. Hor-Aha y los jefes de las divisiones tienen en su poder veintitrés de los carros que capturamos en Nefrusi. Si nos llevamos dos, estaremos dejando cincuenta para los exploradores y oficiales de aquí. ¿Crees que hago lo correcto, Ahmose?

Ahmose lo miró con curiosidad. Había duda en la voz de su hermano.

—Sin duda en cuanto al ascenso del joven Abana. En cuanto a lo de ir al oasis, bueno, Kamose, todavía no tenemos la manera de saber qué es lo conveniente. Te propongo que hagamos un sacrificio a Amón antes de irnos. ¿Te pasa algo?

—No —contestó—. Pero una cosa es dirigir un grupo desordenado de campesinos gruñones y otra muy distinta es ser rey de un ejército formidable. Todo está llegando a su fin, Ahmose. Lo siento. Mi destino se está cumpliendo, despierto de un sueño para descubrir que es realidad y estoy algo atemorizado. Ven. Salgamos del sol y vayamos en busca de algo para beber. Debo dictar una carta para Tetisheri antes de que nos internemos en el desierto.

Se dio la vuelta mientras llamaba a Ipi y a Akhtoy y, mientras lo hacía, Ahmose sintió que extrañaba su casa. Weset parecía muy lejano.