Capítulo 4

Tetisheri alargó una mano y Uni, su mayordomo, le dio el papiro. Luego dio un paso atrás y permaneció esperando mientras ella lo sopesaba con el entrecejo fruncido.

—Hum —dijo—. Es muy ligero. Muy delgado. ¿Serán buenas o malas noticias? ¿Qué crees Uni? ¿Rompo el sello o me fortalezco antes con un poco de vino?

Uni lanzó un gruñido con el que no se comprometía y Tetisheri puso el papiro sobre su falda roja. Se ha convertido en un juego, pensó mientras miraba sin ver el jardín que la rodeaba. Desde mediados de Pakhons, los papiros llegan, grandes, pequeños, pulcramente escritos o garabateados por Ipi en algún lugar incómodo, y cada vez he vacilado. He perdido mi valentía, he dedicado un momento o un rato a tratar de adivinar su contenido antes de romper el sello de mi nieto.

—Esta semana es uno grueso, Uni. ¿Veneno o medicina?

—Me resulta difícil decirlo, Majestad.

—Un papiro grueso significa tener mucho tiempo para dictarlo. Nada apresurado, como los otros que llegaron de Nefrusi con la prima de Aahotep.

—Sin duda tienes razón, Majestad.

Y siempre el miedo. ¿Han matado a alguien? ¿Lo han herido? ¿Hemos sido vencidos por fin? ¿El sueño se ha convertido en cenizas?

Pero hasta entonces no había habido ningún fracaso. Acababa de comenzar Mesore, un mes de cosechas y de calor abrasador, cuando en Egipto el tiempo parecía detenerse y tanto hombres como bestias luchaban contra el deseo de acostarse, de dormir, mientras el río corría cada vez más bajo y los únicos lugares verdes estaban en los recintos de los nobles y en las copas de las palmeras sedientas. En los campos pequeños las hoces caían y se levantaban y, alrededor de los graneros, el aire estaba lleno del polvo del trigo. Las vides se inclinaban bajo el peso de los racimos de uvas negras y eran aliviadas de su carga, y el jugo fluía púrpura y preñado de promesas.

Cuatro meses, suspiró Tetisheri. Cuatro meses de continua tensión, de rápido aumento del calor, de esta demostración de cobardía antes de que la cera se deshaga entre mis dedos y salten hacia mí las figuras hieráticas de Ipi. Es un milagro que la constante ansiedad no me haya dado muerte. Le arrojó el papiro al mayordomo.

—Léemelo tú, Uni —ordenó—. Hoy tengo los ojos cansados.

Obediente, el mayordomo cogió el papiro, rompió el sello y lo desenrolló. Hubo un corto silencio durante el cual Tetisheri clavó la mirada en el estanque que comenzaba al borde de la sombra que proyectaba su dosel. Uni se aclaró la garganta.

—Son buenas noticias, Majestad —dijo—. «Haz un sacrificio a Amón. Vuelvo a casa».

—Dámelo. —Se lo arrancó de las manos y lo mantuvo abierto sobre las rodillas mientras seguía con el dedo el flujo de las palabras—. Vuelvo a casa. ¿Qué quiere decir? —preguntó irritada—. ¿Huye de una batalla perdida o trae consigo la victoria? ¿Cómo voy a acudir a Amonmose en el templo si no lo sé?

—Me inclino a pensar —dijo Uni con cuidado—, que si Su Majestad estuviera huyendo habría sido más concreto en su mensaje. Habría incluido una advertencia para la familia e instrucciones. Además, Majestad, no ha habido ninguna insinuación de desastre en sus cartas, ¡sólo frustración!

—Tienes razón. —Permitió que el papiro se enrollara y, pensativa, comenzó a golpearse con él en la barbilla—. Ve a decírselo a Aahotep y a Aahmes-Nefertari. Ese muchacho necio no ha puesto fecha en el comunicado, de manera que no podemos saber cuándo aparecerá. Debemos estar preparados para verlo aparecer en cualquier momento. —Se dignó dedicarle a Uni una de sus poco frecuentes sonrisas—. Tal vez ya haya tomado Het-Uart y ejecutado a Apepa.

—Tal vez, Majestad, pero no lo creo.

—No, yo tampoco. Fue una tonta esperanza. Puedes irte.

Lo observó alejarse y desaparecer bajo la sombra de la entrada del salón, súbitamente consciente de que su corazón palpitaba dolorosamente. Cualquier sorpresa, agradable o no, agita mi cuerpo, pensó. Estoy comenzando a sentir mi edad. Así que, mi bien amado Kamose, pronto veré tu rostro y te abrazaré y no será la fantasía por la que me he dejado llevar mientras esperaba que me llegara el sueño. Debes de haber cambiado. He de estar preparada para eso. Tus palabras no me han indicado el estado de tu ka. Sólo me has hablado de escaramuzas y de pequeños sitios, de incendios y de muertes; sin embargo, debajo de todo ello he percibido una batalla más siniestra, invisible pero grave. Cuida de no dañar tu ka, te dije. ¿Me hiciste caso, muchacho implacable? ¿O al destrozar esta tierra preciosa también has destrozado tu alma?

Al poco rato percibió un movimiento junto a las columnas y Aahmes-Nefertari salió corriendo de la oscuridad, con la ropa revoloteando alrededor de su cuerpo mientras rodeaba el estanque. Iba descalza sujetando una fina capa blanca alrededor de su cuerpo desnudo. Raa la seguía apresurada, con un par de sandalias en la mano y un almohadón bajo el brazo. Aahmes-Nefertari se agachó bajo el dosel y permaneció colorada y jadeante ante Tetisheri.

—¡Uni dice que hay grandes noticias! —exclamó mientras su sirvienta personal ponía el almohadón en el suelo y se retiraba—. Perdona mi aspecto, Majestad, pero estaba a punto de tomarme el descanso de la tarde. ¿Puedo ver el papiro?

—No, Aahmes-Nefertari, debes esperar hasta que lo haya visto Aahotep —contestó Tetisheri—. ¡Siéntate, criatura! —Suavizó el tono de sus palabras poniendo una mano en el codo de Aahmes-Nefertari—. Debes ser paciente. ¿Acaso no hemos tenido que aprender todos a ser fuertes? Permite que una anciana guarde un rato más su secreto.

Con la humildad de la inmediata obediencia que tanto encanto le confería, Aahmes-Nefertari se dejó caer en el almohadón y clavó los dedos de los pies en la hierba.

—¿Han triunfado, verdad? —dijo con ansiedad—. ¡Por fin ha caído Het-Uart! Semana tras semana las noticias han sido las mismas, ¡pero Uni dijo que las de hoy son muy buenas! ¡Oh, cómo he rezado para que llegara este momento!

—Siempre sacas conclusiones apresuradas, Aahmes-Nefertari —dijo Tetisheri con sequedad—. No, por lo que yo sé Het-Uart todavía sigue en pie. Aquí está Aahotep.

La mujer se les acercaba con lentitud seguida de Senehat y, como siempre, Tetisheri gozó al ver a su nuera. Su porte elegante, las caderas sensuales pero discretas que se dibujaban bajo la túnica amarilla, las facciones perfectas, hablaban tanto de la belleza como de la buena educación que cautivó a Seqenenra y satisfizo la exigencia de las normas de Tetisheri. Aahotep hizo una reverencia al llegar bajo la sombra que cobijaba a su suegra, se enderezó y miró a Tetisheri a los ojos.

—¿Es lo que esperábamos? —preguntó en voz baja.

Por toda respuesta, Tetisheri le entregó el papiro. Aahotep lo desenrolló sin demora, lo leyó, sonrió y se lo pasó a Aahmes-Nefertari antes de volverse hacia su sirvienta personal.

—Senehat, pon mi banco y luego trae vino. Lo celebraremos.

En el momento en que se instalaba, Aahmes-Nefertari lanzó una exclamación.

—¡Vuelven a casa! ¡Qué maravilla! —Se llevó el papiro a la boca—. ¿Habrán salido ya del Delta? Ipi no lo dice.

—Tampoco dice que vuelvan todos a casa —aclaró Tetisheri—. Sólo dice «vuelvo a casa». ¿Dónde está tu prima, Aahotep?

—Durmiendo en sus aposentos —contestó Aahotep—. Sería mejor ocultarle por ahora esta noticia. Ignoramos si Kamose vuelve porque la inundación está a punto comenzar o por alguna otra razón. Nefer-Sakharu es imprevisible. Sigue desconsolada. Si no hubiera enviado a un guardia con ella al funeral de Teti, habría huido después al Delta. No me cabe duda de que Kamose nos avisará justo antes de llegar a Weset, y entonces podremos advertírselo.

Aahmes-Nefertari sólo las escuchaba a medias. En aquel momento se irguió.

—Le ha tomado mucho cariño a Ahmose-Onkh —dijo—. Mientras juega con él, olvida por un rato a Teti. Y ya no llora tanto como antes.

—El dolor no dura —dijo Aahotep—. El tiempo lo dulcifica. Pero las cosas profundas, los recuerdos y el amor, se niegan a morir. ¡Pobre mujer! Sin embargo, ¿no hemos sufrido todos de una manera terrible desde que le llegó a Osiris Seqenenra la ofensiva carta de Apepa? Aquí está el vino. Olvidemos el pasado y brindemos por esta bendita reunión.

Después, cuando el suave efecto del vino fue sacando a flote los recuerdos de los que nunca se hablaba por temor de lo que podría deparar el futuro, las mujeres volvieron a la casa. Aahotep y Aahmes-Nefertari volvieron a sus lechos, pero Tetisheri permaneció sentada ante la mesa de su habitación y le pidió a su mayordomo que le alcanzara el pequeño arcón en el que guardaba todas las cartas de Kamose. Ahora podré volver a leerlas, pensó, mientras daba permiso a Uni para que se retirara y levantaba la tapa de oro de la caja. Estos papiros ya no pueden llenarme de dudas, ni preocuparme por el siguiente movimiento del ejército, ni llenarme de impotente exasperación por no poder cuestionar la sabiduría de las decisiones de Kamose.

Los sacó todos y los ordenó con cuidado según las fechas que el escriba consignaba en cada uno. Los primeros la hicieron vacilar, pero los apartó con un movimiento súbito: no quería revivir las intensas emociones que acompañaron su llegada. En aquellos días estábamos todas aterrorizadas, pensó. Kamose con su única y miserable división de Weset, sin saber si los príncipes cumplirían o no su palabra, y cinco mil medjay que podían haber demostrado que eran tan mortales como ingobernables. ¡Gracias a todos los dioses por Hor-Aha! Y aquí, en casa, cada mañana traía consigo la secreta y silenciosa certeza de que las hordas de Apepa aparecerían en el río con el cadáver de Kamose colgado de un mástil. Cada papiro podía haber contenido una maldición, pero no fue así, y poco a poco nuestro terror comenzó a disminuir. Después vino el triunfo de Nefrusi, y a partir de aquel momento abrir las cartas se convirtió en una ceremonia. Todavía eran preocupantes, leerlas todavía nos exigía valor, pero la confianza volvía con rapidez.

A mí nunca me gustó el príncipe Meketra, pensó mientras descartaba el mensaje en que Kamose narraba la toma del fuerte. Lo recuerdo bien desde los primeros días. Siempre hubo en él algo malsano, como si fuera negligente para lavarse. Pero ahora ha dado pruebas de ser otra cosa y supongo que debo revisar la opinión que me merecía. Después de todo, ha pasado mucho tiempo desde que nos conocimos.

Eligió el papiro con fecha «Payni, día 2» y lo alisó. «Para Sus Majestades las Reinas Tetisheri y Aahotep, honorables abuela y madre, salud», comenzaba diciendo. «Esta noche nuestra embarcación está amarrada en Het-Nefer-Apu. Hemos tardado siete días en llegar desde Nefrusi hasta aquí debido al creciente número de pueblos con que nos encontramos a medida que nos acercamos al Delta. También nos ha retenido nuestra ignorancia de todo lo que existe más al norte de Khemennu. A medida que avanzamos debemos confiar en los informes de nuestros exploradores y esperar a que nos lleguen. Nos enfrentamos a una guarnición, la vencimos y pasamos a todos los soldados por la espada, pero la pequeña fortificación de Het-Nefer-Apu se rindió en cuanto su jefe militar nos vio acercarnos. Parece que campesinos de Khemennu y de Nefrusi han estado intentando llegar al norte en busca de protección, y llevan consigo historias de nuestro poder y exageran sobre lo despiadados que somos».

En este punto, Tetisheri levantó la vista y fijó su mirada distraída en la pared opuesta. ¿Exageradas?, se preguntó en silencio. ¿Qué tratas de decir, Kamose? Cada una de tus cartas contiene palabras de carnicería junto a justificaciones de su necesidad. Estuvimos de acuerdo en que era la única manera de asegurar tu retaguardia sin mermar el ejército. Entonces, ¿por qué esa mentira tan sutil? ¿El asesinato se ha convertido en rutina hasta que al dictar esta epístola sentiste una culpa pasajera? ¿Es posible que los campesinos exageren aún más la brutalidad de esta campaña? Hizo una mueca y siguió leyendo.

«La mitad de las fuerzas de la guarnición fueron ejecutadas y el resto puesto a trabajar para reducir los muros a escombros. Yo no quería acabar con la vida del jefe militar, pero éste no me dio elección posible, puesto que no sólo era de sangre setiu sino completamente hostil a mí. Creo que aún ahora, después de haber sojuzgado toda la tierra entre Weset y Het-Nefer-Apu, los setiu sólo nos ven como algo más serio que una revuelta pasajera. Se lo oí decir al jefe antes de morir, y Teti pronunció las mismas palabras. Mañana navegaremos hacia Henen-Nesut. ¡Ojalá pudiéramos tomar el camino del oeste desde aquí hasta Uah-ta-Meh! Me gustaría explorar el oasis. Ruega por nosotros. ¡Estamos muy cansados!».

Tetisheri levantó las manos y el papiro se enrolló con un susurro. Las últimas palabras de Kamose le encogieron el corazón cuando las escuchó por primera vez de boca de Uni. Y todavía lo hacían cuando ella y Aahotep se sentaron en el comedor. «¡Estamos muy cansados!», pensó, repitiendo mentalmente las palabras del papiro. No cansados de cuerpo, sino de espíritu. Sí. Y sin duda rezamos por vosotros todos los días. Apartó aquel papiro y sacó el siguiente, permitiéndose un ligero asomo de placer, el mismo que había sentido cuando la noticia de la muerte de Teti había llegado a la propiedad. Lo ocultó para que no lo leyera su nuera porque, aunque Aahotep sabía que la ejecución de su pariente era inevitable, le angustiaba profundamente.

—No dirás más mentiras —dijo en voz alta—. Ni dictarás órdenes traicioneras y engañosas. Es posible que yazcas embalsamado en tu tumba, pero estoy segura de que el platillo de la balanza del Salón de los Juicios no se inclinó cuando tu corazón fue puesto en él. Espero que a Sobek le hayas resultado un bocado jugoso.

Esa carta estaba fechada: «Payni, día 30». «Nos hemos abierto paso hasta Iunu luchando —decía después de los saludos habituales—, y mañana entraremos en el Delta y llegaremos a Nag-ta-Hert, que según los exploradores es un fuerte poderoso edificado en un montículo. Allí hay por lo menos diez mil tropas acuarteladas. Es el bastión de Apepa contra las incursiones del sur en el corazón de su tierra. Todavía no sé cómo nos encargaremos de ellos. No puedo esperar que otro Meketra me visite durante la noche. He respetado la vida de la mayoría de los habitantes de Mennofer, matando tan sólo a los soldados en activo, porque la ciudad y su territorio están gobernadas por el príncipe Sebek-Nakht. Lo recordé en cuanto salió del Muro Blanco rodeado de su séquito. Estuvo en Weset con Apepa en la época de nuestra sentencia y fue el único príncipe con la valentía suficiente para hablar con nosotros en público. Salió a cazar con Ahmose. Tal vez tú también lo recuerdes. Es un sacerdote de Sekhmet, un erpa-ha y señor hereditario, y uno de los arquitectos de Apepa. Antes de su muerte, su padre fue Visir del Norte. Su hospitalidad fue generosa y creo que no influyó en ello el deseo de congraciarse conmigo. Con él visitamos las antiguas tumbas de Saqqara, inspeccionamos el puerto, que estaba lleno de toda clase de embarcaciones comerciales junto a nuestros barcos, y rendimos culto al dios en el templo de Ptah. Después de una conversación que duró toda la noche, el príncipe ha jurado que si dejamos Mennofer intacto no informará a Apepa de nuestras fuerzas y debilidades, y que nos apoyará con todos los bienes y armas que nos sean necesarios. Ahmose confía en él, pero él admira a cualquiera capaz de cazar un pato con jabalina al primer intento. A mí el príncipe me gusta lo suficiente para creer que mantendrá su palabra. Ankhmahor lo conoce bien».

Sí, lo recuerdo, pensó Tetisheri. Conocí a su madre, una mujer que participó activamente y con severidad en la educación de sus hijos. Su sangre es pura. Pero Kamose, la burla que haces de tu hermano me gusta aún menos ahora que cuando recibí la carta. Sin duda comprenderás que un problema entre vosotros significaría un desastre. Es un asunto más que deberemos tratar mientras estés aquí.

El siguiente papiro era ligero como un puñado de plumas y después de golpearlo con una uña, Tetisheri lo depositó en el arcón. No debo leer este mensaje, pensó. Lo sé de memoria. «Epophi, día 30. Nag-ta-Hert. Nos ha costado un mes sitiar y quemar este maldito lugar. Muros inclinados, puertas fuertes, todo colina arriba. Diez mil cuerpos contra los que disparar. Trescientos de los nuestros que enterrar. Rumores de motín en la división de Intef. ¿Por qué no ha reaccionado Apepa?».

También masticaremos juntos ese hueso, le prometió Tetisheri en su mente. No es lógico que Apepa todavía no haya recibido noticias del avance. ¿Dónde están sus tropas? Envió a Pezedkhu a miles de estadios al sur, a Qes, para vencer a Seqenenra. ¿Qué espera esta vez? ¿Que se extienda el motín? ¿Será posible que presuma que con el tiempo habrá insatisfacción en un ejército a cuyos hombres se les pide que maten todos los días a compatriotas?

Bueno, tanto mejor, dijo para sí mientras abría la penúltima carta. Kamose y Hor-Aha son capaces de sofocar los motines. Han roto las defensas del sur del Delta. Ya no hay nada entre ellos y Het-Uart. Desenrollar esa misiva le produjo una gran sensación de triunfo y la leyó en voz alta como si se encontrara ante una audiencia reverente. «Mesore, día 13. Dicto estas palabras ante la visión de la gran ciudad de Apepa, sentado en mi embarcación, mientras a mi alrededor parece que el paraíso de Osiris haya bajado a la tierra. Por todas partes hay un verde lujurioso, cortado por múltiples y anchos canales, cuya agua es tan azul como el cielo, y que apenas se alcanzan a ver por la gran profusión de árboles. Los pájaros llenan de música el cielo y el aire huele a fruta madura. Ahora comprendo por qué los del norte llaman a nuestro territorio el brasero del sur de Egipto, no cabe duda de que Weset es árido en comparación con ésta desmesurada fertilidad.

»La ciudad de Het-Uart está edificada sobre dos montículos de poca altura, uno de ellos más grande que el otro. Cada uno está defendido por muros macizos y altos cuya superficie exterior cae en declive. Ambos están totalmente rodeados por canales, que en esta época del año están secos pero que cuando están llenos deben hacer los muros inaccesibles. He enviado heraldos a las cinco puertas del montículo principal de Het-Uart para que griten mis nombres y títulos y exijan la rendición de Apepa, pero no hemos obtenido respuesta. Las puertas permanecen firmemente cerradas y la ciudad, amurallada en todo su perímetro de treinta estadios, es inexpugnable.

»Nuestras filas han crecido y se componen ahora de cerca de treinta mil soldados de infantería, pero no tenemos tiempo de sitiar la ciudad. Si Isis desea llorar, la inundación llegará dentro de dos semanas, y no quiero que el ejército pase aquí el invierno. Por lo tanto, he ordenado una batida en el Delta. Ciudades, pueblos, campos, viñedos y huertos deben ser incendiados para impedir que los ciudadanos de Het-Uart tengan suficiente comida para aguantar el sitio que pienso imponerles durante la próxima campaña. La inundación se encargará de hacer el resto. Todavía ignoramos la cantidad de soldados que hay en los dos montículos, pero Hor-Aha estima que deben de ser por lo menos cien mil, tal vez más. Apepa no los ha soltado. ¡Es un necio!».

Pero ¿lo es?, se preguntó Tetisheri mientras se levantaba, guardaba ese papiro y el anterior en el cofre y cerraba la tapa. Si Het-Uart es tan inexpugnable, ¿por qué arriesgar su ejército en una acción agresiva? Yo no lo haría. Dejaría que el ejército sitiador se cansara de patrullar esos muros tan poco amistosos. Que agotara sus provisiones hasta pasar estrecheces. Que sus corazones se fueran enfriando con el transcurso de los días. Tendrás que ser muy inteligente para vencer a ambos enemigos, los de dentro y los de fuera, Kamose, pensó Tetisheri cuando por fin se sentó en el lecho y llamó a Isis para que le quitara las sandalias. Quemando la mitad del Delta no lo lograras. ¿Cómo puedes lograrlo? Muy pronto tú y yo podremos analizar este problema frente a frente.

Durante las dos semanas siguientes no llegaron papiros de los hermanos y Tetisheri se volvió a encontrar luchando contra los ogros de su activa imaginación: Apepa había abierto las puertas e inundado el Delta con aquellos cien mil soldados. En su camino de regreso, Kamose había caído en una emboscada y muerto a manos de campesinos descontentos. Ahmose enfermó a causa de la humedad del Delta y jadeaba moribundo mientras la flota le esperaba en algún riachuelo del norte.

Weset se preparaba para celebrar la llegada del Año Nuevo con grandes fiestas en honor de Amón y de Tot, que había dado su nombre al primer mes. Los sacerdotes cuya tarea consistía en medir la altura del río día a día esperaban con ansiedad el menor cambio que anunciara la inundación. Aahmes-Nefertari pasaba los días en nerviosa soledad, callando sus preocupaciones, pero Tetisheri y Aahotep iban al templo de Amón y permanecían de pie, mudas, mientras Amonmose alzaba la voz en súplicas y el incienso cubría los cuerpos de las sagradas bailarinas.

Fue allí donde las encontró el heraldo, saliendo del atrio exterior tras sus oraciones, y se inclinó ante ellas. Tetisheri sintió que la mano de Aahotep se agarraba a la suya cuando el hombre se irguió.

—Habla —ordenó. El hombre sonrió.

—Su Majestad llegará antes del mediodía —anunció—. Su embarcación me viene pisando los talones.

Aahotep apartó los dedos de los de su suegra.

—Es una excelente noticia —dijo con tono tranquilo—. Gracias. ¿Están bien?

—Muy bien, Majestad.

Ella asintió con gravedad, pero le brillaban los ojos.

—Los esperaremos en el embarcadero. Heraldo, dile al Sumo Sacerdote que lleve leche y sangre de toro inmediatamente.

Al cabo de dos horas, las escaleras del embarcadero estaban atestadas de silenciosos observadores. Sobre ellos se agitaban los doseles, telas de lino blanco que se alzaban y caían movidas por el viento caliente, bajo los cuales todos los habitantes de la casa esperaban tensos y expectantes. Se habían puesto sillas para las tres mujeres reales, pero ellas también estaban de pie, con los ojos entrecerrados para protegerlos del reflejo del sol en el agua, mientras se esforzaban por mantener la vista fija en el río. Tras ellas se agrupaban los sirvientes y los músicos, y junto a ellas, Amonmose, con la piel de leopardo de su categoría sacerdotal, apoyaba una mano en el hombro de un sacerdote que sostenía la gran urna de plata que contenía la leche y la sangre. Los incensarios estaban encendidos y su humo se elevaba casi invisible en el aire caliente. Nadie hablaba. Hasta Ahmose-Onkh permanecía callado en brazos de su niñera.

El silencio no fue roto ni siquiera cuando la proa de la primera embarcación asomó por la curva del río. Llegó como un sueño, los remos hundiéndose en el agua y alzándose en un resplandor de gotas, y hasta que los presentes no oyeron los gritos de advertencia del capitán no se rompió el hechizo. A la orden del capitán, los remos fueron subidos a la embarcación como las patas de un gran insecto y la nave se acercó con delicadeza al muelle. En una explosión de febril actividad, los sirvientes corrieron a asegurarla, apareció la rampa y empezaron a tronar los tambores y a temblar las flautas; Amonmose cogió la unía de manos del acólito. Las sacerdotisas sacudían los sistros. Pero Tetisheri ignoró el repentino estruendo. Recorrió con la mirada los hombres agrupados en cubierta. Allí estaba Ahmose, moreno y fuerte, con su casco rayado amarillo y blanco, las manos cubiertas de anillos apoyadas en las caderas, el sol brillando en el oro que llevaba en el pecho, sonriendo con deleite a Aahmes-Nefertari. Pero ¿dónde estaba Kamose?

Los soldados bajaron por la pasarela para formar una guardia y el príncipe Ankhmahor los siguió. Tetisheri lo reconoció enseguida, pero su mirada no se detuvo en él. Mientras entonaba las oraciones de bienvenida y de bendición, Amonmose comenzó a verter la leche y la sangre sobre la piedra del pavimento y un hombre empezó a bajar de la embarcación. Era delgado, con los músculos de los brazos cubiertos de oro y las largas piernas como nudos retorcidos y, bajo el tocado azul y blanco, su rostro parecía lleno de huecos. Alrededor de su cuello colgaba un pectoral que Tetisheri conocía, Heh, arrodillado sobre el signo de heb, la Pluma de Ma’at, el cartucho real rodeado por las alas de la Señora de los Muertos, el lapislázuli brillando muy azul en su prisión de oro. Aturdida, Tetisheri elevó una vez más la mirada hacia el rostro del hombre. Éste acababa de llegar al pie de la pasarela y caminaba por los charcos pegajosos de leche y sangre, buscándola, mirándola; era Kamose.

—¡Dioses! —susurró Tetisheri horrorizada mientras se prosternaba junto a Aahotep.

—Levantaos —las invitó una voz cansada y débil, tan débil como el cuerpo de la que surgía. Y las mujeres se irguieron. Kamose les tendió los brazos—. ¿Es cierto que estoy otra vez aquí? —preguntó, y las mujeres cayeron en sus brazos.

Tetisheri lo abrazó durante largo rato, mientras sentía su olor tan familiar, su piel cálida contra la mejilla, y sólo vagamente consciente de que Aahmes-Nefertari gritaba de alegría y que Ahmose pasaba por su lado como un relámpago amarillo. Amonmose acababa de terminar sus cánticos y el fin de sus oraciones fue ahogado por saludos y charlas. Kamose se apartó de sus parientes y se volvió hacia el Sumo Sacerdote, cuya mano estrechó.

—Amigo mío —dijo con voz ronca—. He dependido mucho de tu fidelidad y de la eficacia de tus oraciones a Amón por mí. Esta noche lo celebraremos juntos y al amanecer iré al templo para ofrecer mi sacrificio.

Amonmose se inclinó ante él.

—Majestad, Weset se regocija y Amón sonríe —contestó—. Te dejaré para que recibas la bienvenida de tu familia.

Retrocedió y Kamose habló a su familia:

—Madre, abuela, supongo que recordaréis al príncipe Ankhmahor. Es el jefe de los Seguidores y también el de los Valientes del rey. He dejado a los demás príncipes con sus respectivas divisiones.

Ankhmahor hizo su reverencia y se excusó, impartiendo órdenes a sus soldados mientras se alejaba. Ahmose y su esposa continuaban abrazados con fuerza, con los ojos cerrados, balanceándose en un regocijo mutuo. Tetisheri luchaba por ocultar el impacto que le producía la apariencia de Kamose, pero iba recobrando su tranquilidad. Miró la embarcación que en aquel momento cruzaba el río y preguntó:

—Kamose, ¿dónde está el ejército? ¿Dónde está Hor-Aha? ¿Es esto todo lo que has traído contigo?

Él le dirigió una sonrisa tensa.

—He traído a todos los medjay —contestó bruscamente—. Más tarde hablaré contigo sobre lo que he dispuesto para el resto del ejército. Ahora lo único que quiero es estar en los baños, bajo un diluvio de agua perfumada, y después dejarme caer sobre mi lecho. —Su sonrisa tembló—. Os quiero a las dos, os quiero a todos. ¡Si mi dignidad lo permitiera besaría a cada uno de los sirvientes reunidos aquí!

Las palabras rebosaban buen humor, pero la voz era entrecortada. Durante unos instantes esperó con los labios apretados, recorriendo con la mirada la fachada de la casa, los árboles sedientos, el brillo del sol sobre la superficie del estanque que se alcanzaba a ver a través de las vides, y luego comenzó a caminar hacia las columnas de la entrada. En el acto, los Seguidores lo precedieron y siguieron. Ankhmahor caminaba a su lado.

—Parece extenuado —dijo Aahotep—. Enfermo.

—Durante un tiempo, sólo debe comer y dormir —concluyó Tetisheri—, ¿qué sucede? —le preguntó al sacerdote we’eb que se le había acercado y esperaba pacientemente a su lado.

—Disculpa, Majestad —dijo—, pero se me ha ordenado que te informe que el Nilo ha comenzado a crecer. Isis está llorando.

Aquella noche el salón de recepciones estaba repleto y sus sombras ya no eran recuerdos melancólicos de tiempos pasados. Las pequeñas mesas llenas de fruta y de exquisiteces estaban situadas las unas junto a las otras y los invitados sentados casi espalda contra espalda, con guirnaldas de flores y la piel brillando a medida que el aceite fragante de los conos que llevaban sobre las pelucas se derretía y corría por sus cuellos. Los sirvientes se abrían paso entre la ruidosa multitud, con jarras de vino y bandejas de comida humeante en alto. La música se mezclaba con canciones dulces a medida que las charlas crecían y decrecían. En el estrado, la familia, esplendorosa, con prendas de lino recién almidonadas, polvo de oro sobre los ojos teñidos con galena y alheña en la boca, recibía la adoración de quienes se acercaban a sus pies para rendirles pleitesía. El alcalde de Weset y otros dignatarios, entre ellos Amonmose, también ocupaban el estrado. Ahmose y Aahmes-Nefertari comían y bebían con los brazos enlazados, hablando de tonterías, más pendientes de la voz del otro que de la palabras que pronunciaban.

Pero Kamose permanecía en silencio. Con su madre a la izquierda y Tetisheri a su derecha, comía y bebía como un hambriento y miraba con expresión imperturbable el alegre caos del salón. Behek se apoyaba en él y Kamose mantenía una mano en la cabeza gris del perro, pasándole bocados de ganso asado y de pan de cebada mojado en aceite de ajo. Ankhmahor tampoco tenía nada que decir. Por una vez en la vida, Tetisheri contuvo su lengua, y después de unos intentos de hablar con su nieto, se dedicó a gozar de la ocasión.

Egipto, con la pequeña excepción de la ciudad de Het-Uart, volvía por fin a estar en manos de sus verdaderos soberanos. Ma’at estaba a punto ser restaurado. Allí, esparcida en ruidos y risas, estaba la prueba de la superioridad de los Tao y del victorioso derecho de su nieto de ascender al Trono de Horus. Habrá que purificarlo antes de que Kamose se instale en él, pensó, cerrando los ojos e inhalando los olores mezclados de cuerpos perfumados y de guirnaldas de flores que llegaban hasta su nariz llevados por la brisa nocturna. Todo rastro del hedor de los setiu deberá ser borrado, pero tallaremos la imagen de un setiu en el oro del escabel donde el rey apoyará los pies. Sí, desde luego que lo haremos. Kamose tendrá que casarse, lo desee o no, pero tal vez esperemos al año que viene, cuando haya caído Het-Uart. Me pregunto si a Kamose se le habrá ocurrido enviarle un mensaje al alcalde de Pi-Hator informándole de nuestro éxito. Me gustaría poder decirle yo misma lo pesado que era tener que vigilar constantemente el río por temor de que pudiera filtrarse un mensaje para Apepa. Pero todavía no le diré nada a Kamose, decidió, dolorosamente consciente del codo de su nieto contra el suyo, de la casi inmovilidad de su cuerpo. Ante todo debe recobrarse, recuperar fuerzas. Ahmose y él no han intercambiado una sola palabra desde su llegada. Ahora tengo otras preocupaciones, pero no esta noche. Lanzando un suspiro le tendió su taza a Uni para que se la llenara y bebió el vino con gesto reflexivo. Esta noche, no.

Mucho después de que se llevara a los invitados a sus esquifes o, alegremente borrachos, a sus literas, y cuando las lámparas del salón se habían extinguido, Tetisheri seguía sin poder dormir. El exceso de vino y de estímulos hacían su efecto y permanecía tendida, inquieta y alerta en su lecho, escuchando los pasos del guardia ante su puerta. Hacía calor en la habitación, como si el bochorno del día se hubiera confinado entre sus cuatro paredes. El camisón le irritaba la piel y su almohada parecía llena de grumos. Se sentó, enlazó las manos y clavó la mirada en la oscuridad pensando en lo que había cambiado la atmósfera de la casa con el retorno de su señor, y enseguida se dio cuenta de que podía renunciar a su autoridad. Las decisiones importantes serían tomadas por Kamose, por lo menos hasta que la inundación se hubiera aplacado. Eso es, a la vez, un alivio y un engorro, pensó. Si debo ser honesta conmigo misma, es necesario que admita que me gusta el poder inherente a mi posición como matriarca de los Tao. Trataré de tener cuidado y de no manifestar mis juicios en ninguna conversación de índole militar que mi nieto y yo podamos mantener. Y también está Aahotep. Durante los últimos meses nos hemos convertido en confidentes y he descubierto que bajo su serenidad existe una tozudez y un modo de ser implacable, idéntico al mío. No debe ser excluida de ninguna política que Kamose y yo desarrollemos. Pero la verdad es que me gustaría excluirla. Quiero excluir a todo el mundo. Tetisheri, eres una anciana muy dominante.

Apoyó la cabeza en el lecho y cerró los ojos, esperando inútilmente que se le acercara el sueño; luego, con una exclamación de impaciencia, apartó la sábana y buscó un manto. Al abrir la puerta saludó al guardia, le aseguró que no era necesario que la acompañara y salió al jardín.

El aire de la noche era deliciosamente fresco, el cielo estaba lleno de estrellas y la hierba todavía húmeda por el riego de la tarde. Debí ponerme las sandalias, pensó sintiéndose culpable. Mañana, cuando Isis aceite mis pies, me gruñirá. Pero, a mi edad, un olvido no tiene importancia. ¡Qué tranquilo está todo! Como si con el regreso de Kamose la armonía de Ma’at ahogara a Weset en tranquilidad.

Apretando el manto contra su cuerpo comenzó a acercarse a la orilla del río. Los escalones del embarcadero, ahora un poco fríos para sus pies, todavía estaban pegajosos por la libación purificadora vertida por Amonmose, Tetisheri sonrió en la oscuridad mientras caminaba. Fue un momento glorioso.

Los medjay habían abandonado sus embarcaciones para dirigirse al cuartel y el conjunto de barcas vacías oscurecía la superficie del agua. Varios guardias estaban reunidos ante una fogata en la arena, junto a las escaleras, charlando y riendo sin estridencias. Al verla acercarse, se levantaron confusos, se inclinaron y durante unos instantes Tetisheri permaneció con ellos, cómoda, como siempre que estaba entre soldados. Ellos contestaron con respeto a sus preguntas respecto a su bienestar: ¿Estaban bien alimentados? ¿Sus capitanes los trataban con justicia? ¿Los problemas físicos eran atendidos con rapidez por los físicos del ejército? Y Tetisheri resistió la tentación de preguntarles sobre las campañas de Kamose. Por fin, les deseó una buena guardia, volvió sobre sus pasos y se encaminó a la parte posterior de la casa.

Al llegar a la esquina se detuvo. Desde lejos, donde ella estaba, las habitaciones del servicio eran un rectángulo bajo pegado al muro de la propiedad. Un poco más cerca estaba la cocina, en ángulo recto con el patio, junto al que también estaba el granero de la casa, y aún más cerca los arbustos y los montículos arbolados que marcaban la división entre los dominios de los dueños y los de los sirvientes. Habían sido plantados muy juntos para proteger la intimidad de la familia y bajo sus copas algo se movió.

Tetisheri quedó petrificada, con una mano apoyada en la reconfortante rugosidad de la pared de la casa, sin saber con seguridad lo que la había alarmado. Un guardia solitario debía de estar paseándose por allí. Tal vez la sombra encorvada fuese la de alguna sirvienta que, igual que ella, no lograba dormir. Se balanceaba de un lado a otro, como si se tratara de una mujer con una criatura en brazos, pero ninguna mujer tenía los hombros tan anchos. Intrigada, aguzando los sentidos, Tetisheri trató de penetrar la oscuridad con la mirada. La postura de aquellos hombros le resultaba familiar, el movimiento rítmico que transmitía una agitación interior se iba intensificando a medida que Tetisheri observaba, hasta que el espacio entre ella y el hombre estuvo lleno de una silenciosa agonía.

De repente, Tetisheri sintió que alguien le tocaba el brazo. Se volvió sobresaltada y se encontró con el rostro de Aahotep casi pegado al suyo.

—Yo tampoco podía dormir —susurró Aahotep—. El día ha estado lleno de acontecimientos. ¿Qué miras, Tetisheri?

Por toda respuesta, Tetisheri señaló.

—Es Kamose —respondió también en susurros—. Míralo, se balancea como un borracho.

—Como un borracho, no —contestó Aahotep con la vista fija en su hijo—. Como un hombre que tiembla al borde de la locura. Volvió a casa justo a tiempo, Tetisheri. Me siento impotente ante un dolor interior tan grande. No pronunció una sola palabra durante la fiesta. Ni una sola.

—Por lo menos devoró todo lo que le sirvieron —le recordó Tetisheri en voz baja—. Es una buena señal. Pero tienes razón, Aahotep. Me estremezco al pensar en el estado al que podría haber llegado de no haberse visto obligado a volver a Weset por la inundación. —Cogió a Aahotep del codo y la alejó de allí—. No debe enterarse de que le hemos visto —dijo—. Ven a mis aposentos y hablaremos.

Volvieron sobre sus pasos, en silencio durante unos instantes, cada una de ellas profundamente inmersa en sus preocupantes pensamientos, pero por fin Aahotep rompió a hablar.

—En primer lugar, tiene necesidad de dormir mucho. Nuestro físico le puede recetar un soporífero hasta que esté lo suficientemente tranquilo para dormir sin ayuda. Debemos asegurarnos de que no deba soportar la carga de demasiadas obligaciones.

—Senehat es una muchacha preciosa —dijo Tetisheri—. Dentro de unos días la enviaré a sus aposentos. Creo que sanaría si pudiera olvidarse de todo haciendo el amor. El motivo de todo esto son tantas muertes —prosiguió—. Muertes necesarias, estuvimos de acuerdo en eso, pero Kamose ha cargado con el peso de éstas sobre su conciencia durante muchos meses. Lo han destrozado.

—Entonces reza para que el invierno cicatrice sus heridas —dijo Aahotep en tono sombrío—, o estaremos en el peor de los apuros. Esta noche extraño a mi marido, Tetisheri. Seqenenra siempre parecía saber lo que se debía hacer. Yo me sentía segura cuando su presencia llenaba esta casa.

—Era una ilusión —contestó Tetisheri con brutalidad mientras entraban al vestíbulo bajo la sombra de las columnas—. Mi hijo era un hombre valiente e inteligente, pero no tenía el poder de garantizar nuestra seguridad, a pesar de que lo intentó. Nadie puede garantizar esa seguridad, Aahotep. Kamose también lo está intentando y ya casi ha triunfado pero no es esa la seguridad a la que te refieres, ¿verdad?

—No —contestó Aahotep—. Quiero tener la seguridad de no verme obligada a tomar nunca una decisión de importancia. No quiero ser otra cosa que la viuda de un gran hombre.

Acababan de llegar a la puerta de los aposentos de Tetisheri y el guardia la abrió para que pasaran.

—Ve a despertar a Isis —le pidió Tetisheri—. Dile que nos traiga cerveza y tortas, y aceite para mi lámpara. Pasa, Aahotep. Como no vamos a dormir, conviene que esperemos el alba con una charla fructífera.

No pudieron sentarse con Kamose durante los días siguientes. El mes de Tot comenzó con las tradicionales celebraciones, tanto la del crecimiento del río como la de la aparición de la estrella Sopdet, y todo Weset participó de las festividades. Nadie trabajaba. Las casas se abrían a parientes y amigos, y en el templo de Amón resonaban las voces y los cánticos de sacerdotes y fieles. La llegada de dignatarios mantuvo ocupada a Aahotep en la organización de los sirvientes; y al principio de la segunda semana de Tot, la paz había descendido de nuevo sobre la casa, aliviada pero desordenada.

Pero un flujo de otro tipo no cesó. Exploradores y heraldos llegados del norte continuaban amarrando sus barcas en el embarcadero y desaparecían con Kamose y Ahmose en el despacho de Seqenenra y en dos ocasiones, durante las fiestas, ambos hombres fueron a hablar con los oficiales de los medjay, quienes disfrutaban de sus particulares vacaciones. Las mujeres y los sirvientes debían llevar a cabo múltiples obligaciones y hubo un suspiro de alivio colectivo cuando por fin, durante una mañana calurosa y sin nubes, el ritmo se hizo más lento y la familia pudo reunirse en el jardín bajo un dosel.

—Me encantan las celebraciones del Año Nuevo —dijo Aahmes-Nefertari. Estaba sentada en un almohadón a los pies de su marido, apoyada en las piernas desnudas de éste—. Siempre existe el pequeño temor de que el Nilo no llegue a crecer e impida que haya siembra, y cuando por fin crece me sorprende haberme preocupado. Además, me gusta el ciclo, que todo vuelva a empezar, las fiestas de los dioses y las rutinas familiares, tanto en la casa como en los campos.

Ahmose la miró con cariño.

—Y yo tengo tiempo para cazar y pescar mientras la tierra se inunda —añadió con jovialidad—. ¡Olvidaste decir lo que te gusta tenderte en el fondo del esquife y soñar despierta, Aahmes-Nefertari, mientras los patos vuelan sobre nuestras cabezas graznando con ironía por mis esfuerzos con la jabalina!

Tetisheri lo miró con una mezcla de enfado y de incredulidad. Las semanas de tensión, la brutal necesidad de matar e incendiar hasta llegar a las puertas mismas de Het-Uart no parecían haber dejado ninguna marca en él. Era como si hubiera tenido que hacer una larga visita a una persona tediosa y ahora se alegrase de estar otra vez en su casa. Dormía bien en brazos de su esposa, comía y bebía con placer y sonreía a todo el mundo. Siempre fue un muchacho con poca imaginación, pensó la abuela. No me sorprende que no pueda sufrir. Es una desgracia que Kamose haya heredado la sensibilidad que también Ahmose debería tener.

Pero no, se corrigió de inmediato. Lo que pienso no es justo. A Ahmose puede faltarle esa cualidad de visionario que forma parte de la tortura que sufre Kamose, pero su inteligencia es equivalente a la de cualquier otro hombre. Y sé perfectamente que le gusta ocultar su personalidad detrás de esa fachada de buen humor. ¿Por qué lo hará?

—Este año la inundación tiene un valor añadido —dijo con rapidez—. Permite que vosotros dos descanséis y planeéis el futuro de la campaña y que el resto de la tropa se reagrupe. —Se volvió hacia Kamose con deliberación—. ¿Dónde está el ejército, Kamose?

Kamose sonrió y Tetisheri notó que sus ojos se habían aclarado en el poco tiempo que llevaba en su casa. Su rostro, aunque todavía muy delgado, parecía haberse llenado algo, pero la marca de sus experiencias seguía siendo muy evidente.

—La infantería está acuartelada en el oasis de Uah-ta-Meh —contestó Kamose—. Está a setecientos cincuenta estadios del camino del Nilo y sólo hay dos maneras de acercarse a él, ambas a través del desierto, desde Ta-She o desde el río. Hay agua más que suficiente para la tropa y no les falta comida. Het-Nefer-Apu está situada precisamente donde el camino al oasis se encuentra con el camino del Nilo, y está controlada por la armada. De manera que no es posible que pase ningún mensaje del Delta y nadie puede viajar a Uah-ta-Meh sin permiso de Paheri.

—¿Paheri? ¿El alcaide de Nekheb? ¿Qué está haciendo en Het-Nefer-Apu? —preguntó Tetisheri con irritación—. ¿Y qué es eso de la armada?

Kamose se espantó una mosca del brazo. El insecto alzó el vuelo a regañadientes y fue a posarse en el pelo de Aahotep.

—Como vosotros sabéis, Nekheb es famosa por sus marineros y por sus constructores de embarcaciones —comenzó a explicar Kamose—. Ahmose y yo decidimos tomar cinco mil soldados y embarcarlos en barcos de cedro. Los medjay todavía ocupan las cien embarcaciones de junco que hice construir. Siguen en buenas condiciones.

—¿Y las embarcaciones de cedro? —interrumpió Tetisheri—. No tenemos embarcaciones de cedro.

—Ten paciencia y te lo explicaré dentro de un momento —dijo Kamose—. Además, Paheri es un experto en todo lo que se refiere al cuidado de las embarcaciones y a la navegación. Le hemos encargado a Baba-Abana la tarea de convertir a cinco mil soldados de la infantería en marinos de combate.

Ahmose se adelantó a la siguiente pregunta de su abuela. —Baba-Abana también es de Nekheb— explicó. —Tal vez lo recuerdes, abuela, sirvió a las órdenes de nuestro padre y ahora es el capitán de uno de los barcos. El y Paheri son amigos. Su hijo Kay se distinguió en las batallas de los canales del Delta. En lo más duro de la batalla se nos acercó a Kamose y a mí, cubierto de sangre y gritó: «Majestad, ¿a cuántos setiu debo matar para que se me permita volver a mi tierra? ¡Ya he despachado a veintinueve en esta pequeña guerra tuya!». Nos hizo reír. Fue la primera vez que Kamose rió desde que salió de Weset.

Tetisheri frunció los labios.

—¿Y cuántos soldados de infantería hay en el oasis? —Cincuenta y cinco mil— contestó Kamose. —Once divisiones. Creo que ahora hemos llegado al máximo de nuestras posibilidades. Ya no habrá más reclutas. Traje conmigo a los cinco mil medjay.

—Ajá. —Tetisheri se quedó pensando mientras observaba los juegos de sol y sombra más allá del dosel—. ¿Pero fue prudente dejar el grueso del ejército en Uah-ta-Meh, Kamose? La inundación impedirá el paso al oasis desde el Nilo, pero el camino desde el Delta hasta Ta-She, y de allí al oasis, está abierto todo el año. Si Apepa se entera de que las tropas están allí, puede marchar y rodearlas.

—Siempre que pueda confirmar que están allí —respondió Kamose con rapidez—. En lo que a él concierne, no somos más que una chusma empeñada en incendiar y conseguir botín. Los cinco mil hombres que dejé en Het-Nefer-Apu se estarán entrenando durante todo el invierno con el río muy alto. No se pueden ocultar. Apepa supondrá que son toda la fuerza que tenemos.

—¿Por qué? —objetó Tetisheri—. Tuvo la oportunidad de calcular el número de tus divisiones durante el sitio del verano pasado.

—No —contestó Kamose con paciencia—. El sitio exigió la vigilancia de los muchos estadios que tiene el muro de la ciudad. No se trataba de reunir a los hombres. Había mucho ir y venir y, además, muchos de mis hombres estaban ocupados en saquear los pueblos del Delta. El oasis es un lugar seguro, abuela. Está a setecientos cincuenta estadios de Ta-She y a otros tantos del Nilo, y la gente de allí no va a ninguna parte. Cualquier extraño que entre será arrestado de inmediato. ¿Dónde más podíamos poner cincuenta y cinco mil hombres sin que los descubrieran? —Tetisheri no estaba del todo convencida. Iba a volver a hablar cuando Aahotep se quitó del pelo la persistente mosca y se volvió hacia Kamose.

—Háblanos ahora de los barcos de cedro —pidió—. ¿De dónde salieron, Kamose?

Los hermanos se miraron sonrientes y durante un instante las mujeres vieron en Kamose al hombre que había sido.

—Hemos estado ocultándotelo para que sea una sorpresa —anunció Ahmose—. Mientras sitiábamos Het-Uart, Paheri y Abana capturaron cincuenta embarcaciones de cedro cargadas de tesoros, regalos de Año Nuevo para Apepa de parte de sus jefes del este. Fueron tomadas con facilidad. Los marineros estaban confusos e ignoraban lo que sucedía en el Delta porque habían zarpado de Rethennu, Kamose, manda buscar a Neshi para que lea la lista.

Kamose asintió y le hizo una seña a Akhtoy.

—Debe de estar en los almacenes del templo —le indicó al mayordomo—. Que venga, Akhtoy. —Cuando el mayordomo se hubo alejado después de hacer una reverencia, levantó una mano—. Neshi ha demostrado ser un honesto y meticuloso escriba del ejército, de manera que lo he nombrado tesorero real —explicó—. Se toma su trabajo con mucha seriedad. Ha calculado a largo plazo las pérdidas de los bienes dirigidos a Apepa en lo que se refiere a la disminución de rendimientos de la corte, el ejército y el comercio hasta el último uten de peso. Por supuesto, Apepa no recibirá nada de Teti este año. Todo el tráfico que provenga del sur debe pasar por Weset. Preveo un futuro muy duro para el usurpador.

Esperaron en un silencio expectante. Con discreción, Uni les volvió a llenar las tazas de cerveza. Ahmose comenzó a acariciar la cabeza de su esposa. Aahotep cogió un dulce de la bandeja que había en la mesa y comenzó a mordisquearlo distraída, mientras Tetisheri hacía resonar sus dedos cargados de anillos en el brazo de su sillón, con el entrecejo fruncido.

—Supongo que ya habrás decidido cómo distribuirás ese tesoro —dijo por fin—. Tenemos mucha comida para el invierno, Kamose, pero nos hacen falta lámparas, aceite y utensilios domésticos. Entregamos al ejército todo lo que no fuera indispensable.

—Y lo hiciste sin una sola queja, abuela —contestó Kamose—, pero las necesidades de esta propiedad todavía están muy abajo en mi escala de prioridades. ¡Ah! Aquí está Neshi.

La litera del tesorero había sido apoyada en el suelo a cierta distancia, y él y su escriba cruzaron con rapidez la hierba seca. El escriba forcejeaba con una gran caja sobre la que se balanceaba la escribanía. Neshi se detuvo e hizo una reverencia y el escriba lo imitó después de dejar su carga en el suelo. Tetisheri los estudió detenidamente. El tesorero era un hombre joven, con las comisuras de la boca algo caídas y una expresión de perpetua preocupación. También tenía grandes orejas y, en lugar de disimularlas acentuaba su tamaño colgando de ellas pendientes de oro. Tetisheri lo aprobó. Un hombre así no sería intimidado con facilidad.

—Salud, Neshi —dijo Kamose—. Por favor, haznos un informe de los bienes aprehendidos de los barcos de Apepa.

Neshi sonrió y le hizo una seña al escriba. Todos están contentos por lo ocurrido, pensó Tetisheri con alegría. Ha sido un logro magnificado en sus proporciones reales para que contrapesara las miserias de la campaña. Realmente, un regalo de Amón, que conocía la desesperación de sus corazones. Pero cuando Neshi comenzó a leer el papiro que le entregó el escriba, Tetisheri no pudo menos que contener el aliento ante su elevado valor.

—Cuarenta bolsas de polvo de oro. Trescientas barras de oro. Cinco piezas de lapislázuli de tres palmos de anchura de la mejor calidad. Quinientas barras de plata pura. Sesenta piezas de turquesa verde de la mejor calidad. Dos mil cincuenta hachas de cobre. Cien barriles de aceite de oliva. Noventa y cuatro bolsas de incienso. Seiscientos treinta cántaros de grasa y quinientos de miel. En cuanto a maderas preciosas, nueve largos de ébano y mil setecientos veinte largos de cedro.

—Me he quedado sin habla —exclamó Tetisheri.

—¡No del todo! —dijo Ahmose. Y todos rieron.

—¿Amón está satisfecho con su parte? —le pregunto Kamose al tesorero. Neshi volvió a hacer una reverencia.

—Sí, Majestad —dijo—. No me cabe duda de que el Sumo Sacerdote vendrá en persona a expresarte su gratitud.

—Gracias. Puedes retirarte. —Se volvió hacia Tetisheri—. Las hachas ya han sido distribuidas entre las tropas. Eso lo hicimos antes de zarpar hacia aquí. Envié casi todo el aceite al oasis, junto a la grasa y la miel. Las tropas no deben sufrir privaciones en el poco probable caso de que sus abastecimientos llegasen a carecer de estos bienes, y será mejor comenzar la próxima campaña con esos alimentos a mano. Sin embargo, el oro, la plata y las piedras preciosas han sido almacenadas en la tesorería de Amón para el día en que yo ascienda al Trono de Horus. Le he dado a Amón, para su uso y para el de los ciudadanos de Weset, diez bolsas de polvo de oro y cien barras de oro.

—¿Cómo llegó tanta cantidad de oro al Delta? —se preguntó Aahmes-Nefertari—. No es posible que todo sea un tributo de Rhetennu, puesto que ese país no tiene minas de oro. Sólo Kush y Wawat pueden suministrar esa clase de riquezas. ¿Y el lapislázuli? Eso también proviene de Kush. Y ningún barco ha pasado por esta parte del río bajo nuestra vigilancia, Kamose.

Éste se encogió de hombros.

—No lo sé —admitió—. Lo mismo sucede con el incienso. Tal vez Apepa haya trazado rutas para caravanas desde Kush hasta el Delta para evitar Weset. Sólo podemos especular. De todos modos, fue un espectacular golpe de suerte que debemos agradecerle a Amón.

—Sobre todo por el cedro —añadió Ahmose—. Lo podemos enviar a Nekheb y mandar construir más embarcaciones para reemplazar las de juncos y utilizarlas para establecer una división de la armada en el sur.

Tetisheri cogió la mano de Kamose y palpó los huesos sobre los que había desaparecido la carne, mientras notaba que la piel de su nieto estaba tan fría como la suya.

—Fue una sorpresa milagrosa-dijo con suavidad. —Una señal de aprobación por parte de los dioses—. Vaciló deseando preguntar por Hor-Aha, cómo habían sido sus relaciones con los príncipes, si podría controlarlos en el oasis durante los meses de invierno. Cualquier cosa menos la pregunta que sabía que quemaba la lengua de Aahotep. —Pero estamos deseando saber de un tesoro aún más grande, Kamose. ¿Hay noticias de Tani?

Kamose retiró la mano y se produjo otro silencio, esta vez lleno de inquietud. Ahmose se movió incómodo en su silla y cruzó los brazos. Aahotep bajó la cabeza y comenzó a estudiar su matamoscas. Aahmes-Nefertari se mordía el labio con los dientes manchados de alheña.

—Tani —dijo Kamose con dificultad—. Cuanto más nos acercábamos al Delta, más pensaba en ella. Durante las largas noches, Ramose y yo hablábamos constantemente de ella. Atacaríamos Het-Uart, correríamos al palacio, entraríamos a la carrera en el harén y Ramose la abrazaría y se alejaría con ella. Naturalmente que sabíamos que estábamos soñando, pero era un sueño que nos resultaba necesario. Muy necesario. —En su rostro apareció una expresión de angustia—. La realidad era una ciudad rodeada de un alto muro y de puertas inexpugnables en la que no podíamos entrar. Sin embargo, alcanzábamos a ver el palacio. Sus tejados son más altos que los muros. Di la orden de no desperdiciar flechas en los soldados que patrullaban la parte superior de la fortificación que lo rodea. ¿Qué sentido tenía? Las mujeres del palacio se dieron cuenta enseguida de que no estaban en peligro y comenzaron a reunirse todas las tardes en el tejado para mirarnos. Eran una bandada de aves hermosas con sus brocados y sus velos.

Dejó de hablar y tragó con fuerza mientras se pasaba una mano por los espesos cabellos y Tetisheri pensó estúpidamente que debía decirle a Akhtoy que se encargara de que se los cortaran. Kamose miró casi suplicante a su hermano, pero Ahmose miraba hacia otro lado.

—Nuestros soldados disfrutaban del espectáculo —continuó diciendo Kamose—. Permanecían de pie, a la sombra de los muros, mirando a las mujeres y burlándose de ellas. «Bajad y sabréis lo que es capaz de hacer un hombre de verdad», decían. «Vuestro señor setiu es un impotente. ¡Bajad!». Las mujeres nunca respondían a las bromas y después de un tiempo las prohibí por temor de que no volvieran a salir al tejado y por miedo de perder una oportunidad de ver a Tani. Pero ella no salió. Puesta de sol tras puesta de sol permanecíamos Ahmose, Ramose y yo mirando hacia arriba hasta que se nos endurecía el cuello y nos lloraban los ojos, pero ella nunca apareció.

—Debe de estar muerta o Apepa deliberadamente le prohibió que se mostrara —intervino Ahmose—. Ramose quería pedir permiso para entrar en la ciudad con el pretexto de parlamentar, pero Kamose no se lo permitió.

Kamose se volvió hacia su hermano.

—Jamás parlamentaremos con él —afirmó con furia—. ¡Nunca! ¡Ni por Tani ni por nadie!

Tetisheri sintió que Aahotep se ponía tensa. Esa herida sin duda todavía estaba fresca entre los hermanos.

—Tuviste razón al no querer parlamentar con Apepa —dijo Tetisheri enseguida—. A estas alturas sería hacerle sospechar que somos débiles. Todos estamos preocupados por el destino de Tani. Es el río oscuro que corre bajo todas nuestras acciones y charlas. Pero Ahmose, por el bien de nuestra salud mental, debemos suponer que sigue con vida. Debemos esperar, aun sin pruebas, que Amón haya decretado que se la mantenga con vida.

—¿Dónde está Ramose? —quiso saber Aahotep—. Su madre querrá verlo.

—Decidió quedarse en Het-Nefer-Apu con la armada —contestó Ahmose—. Le da la impresión de que si permanece más cerca del Delta, en lugar de estar en Weset, es posible que Tani presienta su presencia. Es una fantasía romántica pero muy poco lógica.

—Tal vez —dijo Kamose con voz ronca—. Pero debemos comprenderlo. Yo conozco bien el poder de lo efímero.

¿Lo conoces realmente?, pensó Tetisheri, estudiándolo cuidadosamente. Me pregunto a qué te refieres. Se levantó del sillón, hizo chasquear los dedos y miró a Uní.

—Es momento de comer —anunció—. Aahotep, busca a tu prima y dile lo que sucede con su hijo. Es probable que esté en el cuarto de los niños con Ahmose-Onkh. Tus noticias son buenas, Kamose. Ahora descansa.

Se levantaron y Tetisheri se alejó, caminando hacia la casa bajo la protección de una pequeña sombrilla con la que Isis le cubrió presurosa la cabeza.

El peso bochornoso de una tarde calurosa descendió sobre la casa. Tanto los sirvientes como la familia se encerraron en sus habitaciones oscurecidas para tenderse adormilados y lánguidos bajo el caliente aliento de Ra. Ahmose y su esposa hicieron el amor y luego se quedaron dormidos, con los cuerpos sudados enredados. También Aahotep, tras tratar de detener el flujo de las lágrimas de su prima, se dejó llevar por un adormecimiento lleno de inquietudes. Pero Kamose permaneció despierto, su mente estaba lejos, con Hor-Aha y el ejército. Y Tetisheri, aunque bostezaba bajo los dedos expertos de su masajista, no tuvo deseos de malgastar el tiempo en la inconsciencia. Tenía mucho en qué pensar.

Cuando la casa empezó a volver a la vida y los primeros olores fragantes de la cena comenzaban a llegar al jardín, Tetisheri se encaminó decidida a los aposentos de su nieto, sólo para que Akhtoy le comunicara que Kamose había salido. Las averiguaciones revelaron que no había salido en un esquife y que tampoco estaba en el templo. Después de dirigir una mirada al cielo que comenzaba a adquirir el tono perlado de la puesta de sol, Tetisheri cruzó el jardín y se abrió camino por entre los escombros de la pared que separaba la propiedad del viejo palacio.

Pocas veces iba allí, temerosa de la caída de algún ladrillo que, a su edad, no le resultaría fácil esquivar. Además, las habitaciones en penumbra y los pedestales vacíos le producían a la vez enfado y melancolía, y le recordaban las profundidades a las que había descendido su ilustre familia y a su hijo, a quien le gustaba meditar en el tejado, donde por fin el largo brazo de Apepa logró destruirlo. Al notar lo que intentaba hacer, el guardia que la seguía trató de disuadirla, pero ella le agradeció su preocupación, le pidió que la esperara en la oscura entrada principal y se encaminó al salón de recepciones.

En ese gran espacio siempre reinaban las tinieblas. Los pasos retumbaban, los susurros eran ampliados y se convertían en centenares de voces fantasmales, por todas partes el suelo estaba cubierto de trampas de piedras rotas y por agujeros casi invisibles, como si el palacio llorara a sus antiguos habitantes y quisiera capturar otros. Levantando su túnica y con los ojos clavados en las sandalias, Tetisheri pasó frente al estrado donde antes se alzaba el Trono de Horus y tanteó su camino por los pasillos hasta llegar allí donde, en otra época, gruesas puertas dobles de electro custodiaban las habitaciones de las mujeres. Rayos de luz penetraban por las altas ventanas intactas y no tuvo dificultad en encontrar la tosca escalera que conducía al tejado. Murmurando una imprecación por la predilección de su nieto por los rincones extraños para buscar intimidad, comenzó a subir.

Lo encontró donde sabía que estaría, sentado con la espalda apoyada contra la ruinosa pared, con los brazos alrededor de las rodillas. No había señales de su guardia. Kamose se movió un poco al verla aparecer, pero no la miró, y ella se quitó la arena y el polvo que la cubrían antes de sentarse a su lado lo mejor que pudo. Durante un rato permanecieron en silencio, ambos observando las sombras de la tarde que se extendían sobre el tejado, hasta que Tetisheri dijo:

—¿Por qué crees que Apepa no ha respondido a tu desafío, Kamose? ¿Por qué no ha hecho nada?

Él respiró hondo y negó con la cabeza.

—No lo sé —contestó—. Sin duda, en Het-Uart había tropas más que suficientes para luchar con nosotros y tal vez hasta para vencernos. Desde mi punto de vista, su demora obedece a dos motivos. El primero se refiere al mismo Apepa. Es a la vez cauteloso y muy confiado. Cauteloso en el sentido de que se niega a aceptar un riesgo. Confiado porque sus antepasados han estado en el poder durante muchos hentis y le legaron esos años de paz. Ni él ni su padre han tenido motivos para empuñar la espada y sin duda Apepa ni siquiera se ha molestado en crear una red eficiente de espías. Ha confiado por completo en informaciones esporádicas de nobles como Teti. El segundo motivo es lógico. Cree que, sencillamente, nos extenuaremos esperando y que por fin nos daremos por vencidos y volveremos a nuestras casas. Entonces podrá soltar a sus soldados sin miedo a la derrota.

—Estoy de acuerdo —dijo Tetisheri, contenta de haber llegado a la misma conclusión—. Pero no renunciarás. ¿Tienes algún plan para el verano? —Al mirarlo, vio que sonreía con frialdad.

—Lo único que puedo hacer es continuar con el asedio y burlarme de él todos los días, con la esperanza de exasperarlo lo suficiente para que abra las puertas y haga salir al ejército —contestó.

—¿Y Ahmose está de acuerdo contigo? —Formuló la pregunta tentativamente y la sonrisa de Kamose se convirtió en una carcajada sin humor.

—Ahmose considera que debemos retirarnos de Het-Uart y fortificar Het-Nefer-Apu —dijo con amargura—. Quiere convertir ese lugar en nuestro límite del norte, estableciendo allí tropas permanentes para impedir que Apepa avance hacia el sur. Quiere utilizar las tropas que nos quedan para rehacer las ciudades que he destruido. Imagina que debo conformarme con reinar sobre un Egipto todavía dividido, todavía manchado por los pies de los pastores de ovejas. ¡Él desharía todo lo que yo he hecho!

Tetisheri vaciló antes de hablar, consciente de que estaba a punto de entrar en un espacio oscuro donde una palabra equivocada podía cerrarle la puerta en las narices.

—Lamento que Ahmose quiera seguir una política diferente —comenzó a decir con cautela—. Pienso, como tú, que Egipto no quedará limpio hasta que los setiu sean obligados a huir más allá de las fronteras. Pero también creo que Ahmose no ha cambiado en su deseo de ver a Ma’at restaurado en todos los sentidos. Simplemente es más paciente que nosotros. Tiene miedo de proceder precipitadamente y de arriesgarse al fracaso. Tal vez fuera beneficioso construir un fuerte en Het-Nefer-Apu, Kamose, a pesar de tu perspectiva del asunto de Het-Uart. De esa manera, el sur estará protegido.

—Temeroso, sí-la interrumpió Kamose con vehemencia y Tetisheri notó que acababa de comenzar a temblar. —Tiene miedo. Teme las purgas, las acciones decisivas, se pasa la vida predicando discreción, prudencia. Discute cada movimiento que hacemos Hor-Aha y yo.

—¡Espero que no en público! —exclamó Tetisheri—. Es necesario que parezca que estáis de acuerdo, Kamose. La disensión entre vosotros debilitará la moral de los soldados y erosionará la fe de los príncipes.

Kamose se volvió hacia ella en un gesto salvaje.

—¿Crees que no lo sé? —preguntó agresivo—. ¡Díselo a mi hermano, no a mí! Dile lo que me duele su falta de apoyo. Dile que tengo que ordenar una inmunda masacre tras otra sin su comprensión ni su consuelo. ¡Dile que me veo obligado a luchar contra su tácita desaprobación cuando lo que me hace falta es su fuerza! ¿La responsabilidad de la opresión de Egipto debe caer sólo sobre mis hombros?

Tetisheri le tocó el brazo tembloroso y lo encontró sudado y frío. Alarmada, comenzó a acariciarlo para tranquilizarlo.

—Tú eres el rey —le recordó en voz baja—. En tu divinidad estás solo. Aun en el caso de que Ahmose estuviera de pie detrás de ti y fuera sólo un instrumento de tus deseos, seguirías habitando el desierto de la singularidad. A pesar de lo que Ahmose sienta, no creo que se oponga tanto a ti como tú crees, no puede evitar esa verdad. Tus amigos deben ser los dioses, Majestad.

Notó que el pecho de Kamose se contraía y su mano se cerró sobre la de ella.

—Lo siento, abuela —murmuró—. A veces la razón me falla y comienzo a ver fantasmas de traición donde no los hay. Quiero a Ahmose y sé que él me quiere a mí, aunque no siempre esté de acuerdo conmigo. En cuanto a los dioses… —Apartó el rostro y lo único que ella podía ver era la curva de su mejilla. El resto de sus facciones estaba oculto por el pelo brillante—. Antes de incendiar Khemennu olvidé hacer un sacrificio a Tot. Se lo prometí a Aahotep y luego lo olvidé. También olvidé celebrar el aniversario del nacimiento de Ahmose, en Payni. Me está sucediendo algo terrible.

Ella retiró la mano de la de su nieto, que la apretaba hasta causarle dolor, se arrodilló ante él y le cogió el rostro entre las manos para obligarlo a mirarla.

—Kamose —dijo con tono deliberado—. No es tan importante como crees. Hicimos sacrificios por Ahmose en el templo para señalar el comienzo de sus veinte años. En cuanto a Tot, es el dios de la sabiduría. Él ve dentro de tu corazón. No lo desatendiste a propósito. Tu cabeza estaba ocupada en una tarea que él mismo aprueba. Si no tratas de alejar de tu mente esas fantasías, no cabe duda de que enloquecerás y entonces, ¿dónde estará Egipto? —Alejó las manos por temor de que él pudiera percibir a través de sus dedos los latidos de su corazón—. Ahora háblame de la disposición del ejército. Quiero que me hables de la armada que estás formando. Descríbeme el estado de ánimo de los príncipes. ¿Se inclinan ante las órdenes de Hor-Aha? Vuelve a contarme la historia de Kay-Abana. Háblame de la captura de los barcos de cedro, Kamose. ¡Kamose!

Él obedeció con lentitud, y Tetisheri notó con alivio que fruncía el entrecejo en un gesto de concentración. Mientras hablaba, cogió un trozo de ladrillo y comenzó a hacerlo rodar distraído sobre su muslo. Sus palabras se volvieron cada vez más tajantes y desapasionadas, el progreso de sus pensamientos era metódico, pero de vez en cuando comenzaba a alzar la voz, las frases fluían con más rapidez, hasta que hacía un esfuerzo por controlarse.

—He pensado construir una cárcel aquí, en Weset —terminó diciendo—. La pondré a las órdenes de Simontu. Es el escriba de la prisión actual y un escriba de Ma’at. Administra los graneros de la ciudad. Y quiero poner campesinos ordinarios a sus órdenes.

—¡Una nueva prisión! —Fascinada aún por la lucidez de la anterior explicación de Kamose, Tetisheri se sorprendió—. ¿Por qué, Kamose? En este territorio hay pocos criminales.

Los labios de Kamose se arquearon.

—Será una cárcel para extranjeros —dijo—. Cumplirán su sentencia trabajando a las órdenes de campesinos, porque no me cabe duda de que nuestros hombres más sencillos parecen nobles en comparación con los de otra sangre.

—Tu padre no lo aprobaría.

—Si Seqenenra hubiera encarcelado a todos nuestros sirvientes con antecedentes dudosos, no habría sido malherido —replicó—. Mersu habría estado encerrado. No estoy dispuesto a correr más riesgos aquí, Tetisheri. No he pasado Weset por la espada. No quiero hacerlo. Pero la amenaza de los setiu está en todas partes, incluso en nuestra propia ciudad. Tengo la intención de hacer desaparecer a los extranjeros, pero tendré piedad.

No los exterminaré, sino que los apartaré. —Se levantó y alargo la mano—. Permite que te ayude, abuela. El sol se está poniendo y abajo el palacio estará oscuro. Cógete a mi mano.

Ella aceptó el ofrecimiento sin hablar. Ahora la piel de Kamose le quemaba, pero no podía apartar la mano. Necesitaba que la guiara a través de la oscura soledad del palacio.

Toda la tarde y hasta bien entrada la noche, pensó en las palabras de Kamose, analizándolas con la esperanza de poder descubrir hasta qué punto había enfermado su alma. Kamose estaba extenuado, tanto física como emocionalmente, eso era evidente, ¿pero seria su inestabilidad el resultado de un fatiga pasajera o tendría raíces más profundas? Si él se hundía estarían condenados al fracaso, a menos que Ahmose pudiera asumir el liderazgo del ejército. Sentada ante la mesa de cosméticos, mientras Isis le cubría hábilmente con galena los párpados arrugados y le teñía las manos con alheña, permitió que el dolor la atravesara.

Amaba a todos los miembros de su familia, los amaba con un orgullo fiero y posesivo, pero Kamose fue su predilecto desde el día en que miró su pequeña cara solemne y reconoció en él una personalidad muy parecida a la suya. Los años de su crecimiento reforzaron esa familiaridad. Entre ellos se había formado un lazo de ka y de intelecto, un mudo consenso. Kamose era mucho más hijo suyo que de Aahotep, o por lo menos era lo que en secreto deseaba, pero en aquel momento se preguntaba si la tranquilidad de Aahotep no la habría heredado su segundo hijo en forma de una fragilidad que sólo surgía a la superficie bajo un desasosiego extremo. Tener que pensar en Kamose como un ser con defectos le resultaba doloroso. Debía buscar un remedio.

Esa noche, durante la cena, mientras Kamose permanecía sentado con los ojos cerrados, como antes, con Behek junto a su pierna, Tetisheri observó a Ahmose mientras el joven comía y bebía, cubría de besos a su esposa y bromeaba de buen humor con los sirvientes. Está a sus anchas, pensó. Hasta ahora nunca había notado que se acercan a él con deferencia pero con la seguridad de no ser rechazados. Kamose inspira respeto y temor, y eso está bien, es lo correcto, y sin embargo, ¿algo tan frío como el respeto sin afecto sobrevivirá al fracaso de un rey en el intento de mantener sana la cabeza de un dios? Hasta ahora nunca me había dado cuenta de que Kamose no inspira afecto.

Con un suspiro, Tetisheri llevó la copa de vino a sus labios y bebió para ocultar el relámpago de deslealtad a que esa perspicacia le llevaba. ¿Debo acercarme a Ahmose con esta carga?, se preguntó. En realidad, ¿qué hay detrás de sus ojos límpidos y plácidos? ¿Me rechazaría con una actitud superficial o me daría la sorpresa de la sabiduría? Me avergüenza no saberlo. Lo he considerado con excesiva ligereza durante mucho tiempo, prefiriendo deleitarme en el orgullo que me causaba su hermano. ¡Oh, mi querido Kamose, quiero que seas fuerte, vital, que representes todas las virtudes que te han sido legadas por tus nobles antepasados! Quiero que el orgulloso legado de los Tao lo recibas tú, no Ahmose.

Aquella noche pidió una droga de amapola para poder dormir, pero los efectos desaparecieron mucho antes del amanecer y la dejaron repentinamente alerta, llena de pensamientos que bullían en su cabeza como abejas desorientadas. Resignada, abandonó el lecho, abrió el sagrario de Amón y comenzó a rezar. Transcurrió un tiempo antes de que se diera cuenta de que se dirigía a su marido muerto en lugar de hacerlo al Dios de las Dobles Plumas.