Capítulo 3

Nefrusi estaba a sólo treinta estadios río abajo de Khemennu, y Kamose le ordenó a su capitán que buscara un lugar apropiado para atracar a unos cinco estadios al sur del fuerte. La orden fue pasando de una nave a la siguiente y una a una fueron dejando atrás las ruinas de la ciudad de Tot. Les sirvieron comida. Ahmose comió hambriento, pero Kamose tuvo que hacer un esfuerzo por tragar el pan con hierbas y las verduras, sin ningún apetito, pero consciente de que debía alimentarse. Bebió poco vino y se sintió vencido por el cansancio antes de haber terminado la segunda taza. Entró en el camarote a trompicones, se arrojó en el catre y se durmió de inmediato.

Tenía la sensación de que se acababa de acostar cuando lo iluminó una luz y la voz de Akhtoy lo despertó.

—Perdóname, Majestad —dijo—, pero hay alguien que quiere verte con urgencia.

Kamose luchó por abrir los ojos y, cuando lo logró, vio que Akhtoy se retiraba y que aparecía Hor-Aha.

—Trae otra lámpara, Akhtoy —decía Ahmose, que ya estaba de pie poniéndose un shenti alrededor de la cintura. Entumecido, Kamose se sentó y Hor-Aha le hizo una reverencia. Él también llevaba el shenti como única prenda. Tenía las trenzas deshechas y mechones de pelo negro le caían en el pecho. Su expresión era grave.

—¿Qué sucede? —preguntó Kamose, ya completamente despierto. El general alzó una mano en un gesto tranquilizador.

—El ejército está acampado a salvo y los medjay han formado un cerco alrededor del fuerte —dijo—. No te preocupes.

Pero el príncipe Meketra está fuera con media docena de soldados setiu. Ruega que se le permita hablar contigo.

—¿Meketra? —Kamose parpadeó—. ¿Ha sido capturado?

—Mis arqueros lo detuvieron cuando trataba de pasar a través de sus líneas —explicó Hor-Aha—. No iba al norte, sino al sur, de manera que presumo que no trataba de hacerle llegar un mensaje a Apepa. Parece ansioso por verte.

—Hazlo pasar, entonces. Y Akhtoy, manda buscar a Ipi, pero antes consígueme un shenti limpio.

El hombre a quien hicieron entrar era tan alto que se vio obligado a bajar la cabeza para evitar el dintel de la puerta del camarote, y Kamose lo reconoció enseguida. Calvo, de cejas muy pobladas sobre ojos de párpados pesados y una prominente nuez, lo conocía de vista de sus juveniles visitas a Khemennu. Kamose jamás había hablado con él. Era sencillamente uno de los innumerables invitados de Teti, un hombre de la generación de Seqenenra que no interesaba en absoluto a los niños que corrían por los jardines y jugaban con la colección de monos y gatos del dueño de la casa. Los recuerdos surgieron en la mente de Kamose, coloridos y dulces, pero enseguida desaparecieron. Meketra se inclinó en una reverencia.

—Te pareces a tu padre, el noble Seqenenra, príncipe Kamose —dijo—. Y tú, príncipe Ahmose; me siento honrado de estar en vuestra presencia.

—Nos volvemos a encontrar en extrañas circunstancias —comentó Kamose sin comprometerse—. Me perdonarás si soy directo contigo, príncipe, pero ¿qué hace el jefe militar de Nefrusi en mi embarcación en mitad de la noche? ¿Has venido a rendir el fuerte y pedir mi misericordia? —Lo dijo con tono irónico y Meketra rió sin alegría.

—En cierto modo, Alteza. ¿Qué sucedió en Khemennu?

Kamose y Ahmose intercambiaron miradas de sorpresa. Ahmose alzó una ceja.

—¿No lo sabes? —masculló—. ¿Nadie de Khemennu escapó a Nefrusi?

En aquel momento, y después de llamar a la puerta con discreción, entró Ipi y ocupó su lugar a los pies de Kamose. Aunque despeinado y todavía con sueño, puso la escribanía en sus rodillas desnudas, en ella colocó un papiro y cogió el pincel. El ligero sonido, tan fuertemente unido a asuntos familiares, devolvió al camarote un aire de normalidad. Ipi abrió el tintero, mojó un pincel y miró inquisitivamente a Kamose.

—Quiero que tomes nota de esta conversación —le ordenó éste—. Siéntate, por favor, Meketra. Akhtoy, sírvele vino al príncipe. Y ahora, señor, antes de contestar a tu pregunta, dime por qué y cómo has llegado hasta aquí.

—Le dije a Teti que tomaría algunos exploradores y que trataría de averiguar el estado y la posición de tu ejército —dijo Meketra sentándose en un banco y cruzando las piernas—. Mentí. Mi intención era alcanzarte y lo he hecho, aunque no de la manera que imaginaba. —Sonrió con tristeza—. Ignoraba que Nefrusi ya estaba rodeado. Tus arqueros casi me acribillaron. He venido a proporcionarte toda la información que te haga falta respecto al fuerte y al número y disposición de mis tropas allí, y si lo deseas te abriré las puertas.

Hubo unos instantes de silencio durante los que Kamose estudió al príncipe mientras reflexionaba. Meketra parecía tranquilo, con las manos juntas sobre los muslos mientras recorría el camarote con la mirada. Quiere algo, pensó Kamose, por eso se muestra tan tranquilo, y nosotros no le ponemos nervioso. Observó al príncipe coger la taza de vino, llevársela a la boca, beber con delicadeza y volver a bajarla sin que le temblaran las manos.

—¿Y por qué harías todo eso? —preguntó Kamose por fin. Meketra lo miró imperturbable.

—Es muy sencillo, Alteza. Hace muchos años, yo era el gobernador del territorio de Mahtech y el príncipe de Khemennu. Mi casa era la casa en la que ya habitaba tu pariente Teti cuando tú eras un niño. Teti siempre la quiso y por fin Apepa se la concedió, junto con el gobierno del territorio y la autoridad sobre la ciudad, en premio a su lealtad y, debo decirlo, por su talento poco común para espiar a sus nobles vecinos. Teti mantenía informado a Apepa de las actividades del sur. Era una herramienta muy valiosa. —Meketra sonrió—. Por mi lealtad y eficacia como gobernador, se me permitió mandar la fortificación de Nefrusi. Vivo en las habitaciones del jefe militar. Mi familia habita una casa modesta fuera de la fortificación. Odio a Apepa y aborrezco a tu pariente. Te ayudaré a tomar el fuerte si me prometes devolverme mi posición anterior. Por eso te pregunté cómo estaba Khemennu.

El corazón de Kamose latía aceleradamente. No se atrevió a volverse a mirar a su hermano.

—¿Quieres decir que no has recibido noticias del saqueo de Khemennu? —preguntó deliberadamente—. ¿Nadie en el fuerte está enterado de nada?

Meketra hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—Teti y su familia llegaron con una historia confusa acerca de un ejército mandado por ti que había destruido Dashlut y que marchaba hacia su ciudad —dijo—. Pidió que el fuerte estuviera en alerta. Yo impartí la orden. Desde entonces estamos esperando.

—Entonces debo decirte que Khemennu ha sido pasada por las armas, que Nefrusi está rodeada y que yo me encamino al norte con diecinueve mil hombres para quitarle Egipto a Apepa —explicó Kamose—. Acepto tu propuesta, Meketra. En cuanto caiga Nefrusi te daré los documentos que requieres y podrás comenzar a poner orden en Khemennu.

Meketra se inclinó hacia delante.

—¿Matarás a Teti? —Kamose mantuvo una expresión impasible, pero algo en su interior retrocedió ante el odio desnudo que se reflejaba en el rostro del príncipe. Meketra buscaba una venganza personal. Bueno, yo también, se dijo. Yo también.

—Teti será ejecutado por traición —contestó—. Ahora, descríbenos el fuerte.

Meketra hizo un gesto y cuando Kamose asintió, Ipi le alcanzó un papiro y un pincel. Con rapidez, el príncipe comenzó a dibujar Nefrusi.

—Aquí está el Nilo —dijo—, y éste es el afluente occidental. Tal vez haya unos sesenta estadios entre el uno y el otro. Las tierras están cultivadas y bien irrigadas. Ten cuidado con los canales. Aquí vive mi familia.

Trazó una cruz en el mapa y miró a Kamose.

—Ordenaré que no sea molestada —aseguró Kamose—. Prosigue.

—El fuerte está situado cerca del Nilo. Tiene dos puertas, una en el muro este y otra en el oeste, ambas lo suficientemente anchas para permitir el paso de carros de guerra. Los muros mismos son una buena defensa. Están hechos con adobes muy gruesos, y son verticales por dentro pero inclinados hacia fuera en el exterior. Es imposible escalarlos. Si las puertas están cerradas, a un atacante no le quedará más remedio que sitiarlo. Los arqueros patrullan la parte superior de los muros.

—¿Es ésta la forma habitual de los fuertes setiu? —interrumpió Ahmose—. ¿Todos los fuertes de Apepa en el norte se parecen?

—Sí. Los setiu prefieren edificarlos sobre colinas, pero Nefrusi está en el llano. Unos están más fortificados, otros menos, pero todos se parecen. Apepa tiene una serie de pequeñas guarniciones con las que os encontraréis en vuestro camino hacia el norte, pero ninguna es tan poderosa como la del fuerte de Nag-ta-Hert, donde comienza el Delta. Protege el corazón del poder de Apepa.

—En este momento no podemos preocuparnos por eso —dijo Kamose—. ¿Qué hay dentro de Nefrusi?

—Aquí está el cuartel. Si atacas al amanecer, la mayoría de los soldados todavía estarán haciendo sus abluciones. El arsenal está aquí y detrás están las cuadras. Y aquí hay un pequeño tabernáculo de Reshep —movía el pincel con rapidez—. Y aquí mis dependencias. Como puedes ver, el cuartel principal está más cerca de la puerta occidental que de la oriental. Si estuviera en tu lugar, Alteza, concentraría mis fuerzas en aquella puerta, pero atacaría ambas a la vez, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Kamose en un murmullo—. ¿Qué fuerzas hay?

Meketra se echó atrás y le entregó el mapa a Kamose.

—Mil doscientos hombres, cien aurigas y doscientos caballos. Los graneros y los almacenes están repletos, pero dentro del fuerte la provisión de agua es limitada. Creo que es así en todos los fuertes, puesto que el Nilo está muy cerca. Apepa no sospechaba que se produciría una revuelta a gran escala. —Se levantó y se inclinó ante ellos—. Debo volver enseguida. Les quitaré las trancas a las puertas justo antes del amanecer, pero las dejaré cerradas. Abren hacia dentro. Dejarás en paz a mi familia. Que el dios de Weset te conceda la victoria.

—Un momento. —Kamose también se levantó—. ¿Ramose fue a Nefrusi con su padre? ¿Cómo está?

Meketra parecía perplejo.

—Está bien de salud, pero muy silencioso —dijo—. En realidad, Ramose no ha dicho casi nada acerca de lo sucedido.

—Gracias. Retendré aquí a tu escolta, príncipe. ¿Ha quedado claro?

Meketra sonrió.

—Creo que sí, Alteza. —Hizo otra corta reverencia y salió.

Ahmose no habló hasta que el sonido de los pasos del príncipe se perdió en la cubierta. Luego respiró hondo.

—¡Quién lo hubiera dicho! —exclamó—. ¡No conocemos bien nuestra historia, Kamose! ¿Podemos confiar en él?

Kamose se encogió de hombros.

—No nos queda otra alternativa —contestó—. Pero comprendo el peso del rencor que lleva consigo. Apepa es un idiota. Ahmose, coge un par de Valientes y ve al encuentro del ejército. No puede estar muy lejos. Dile a Hor-Aha que atacaremos en cuanto amanezca. Aclárale que los habitantes de esta propiedad —dijo señalando el mapa que acababa de darle a su hermano—, no deben sufrir ningún daño. Tampoco Teti ni Ramose. —Se volvió hacia su mayordomo—. Akhtoy, debemos zarpar enseguida hacia el norte. Díselo al capitán.

Poco después navegaban río arriba y Kamose ocupó su lugar habitual en la proa con los ojos clavados en la orilla que se deslizaba junto a ellos. La luz de las estrellas apenas se reflejaba en la trémula superficie del agua. Ankhmahor y un contingente de Valientes acababan de embarcar a fin de proteger a Kamose durante la lucha que se avecinaba. Permanecían en silencio detrás de él, con Ankhmahor a la izquierda. Hasta la guerra puede convertirse en rutina, pensó Kamose. Ya he grabado esta costumbre en mi conciencia. Levantarme en plena oscuridad, lavarme y comer con rapidez, luego salir y ocupar mi lugar en este punto preciso de la cubierta, con los sentidos tan alerta como el día anterior. La orden de dar muerte todavía no se ha convertido en una costumbre familiar, pero lo será, lo será. Y también la visión de la sangre y el fuego. Suspiró.

Un rato después, un explorador les hizo señas desde la orilla. Kamose dio la orden de que se acercase y el hombre subió a la nave.

—Nefrusi está allí —dijo cuando Kamose le dio permiso para hablar—. Tal vez alcances a distinguir la parte superior de sus muros, Majestad. El ejército ha llegado. Marchó entre los campos y los árboles. El príncipe Ahmose pide que le permitas permanecer con las tropas. Espera que les ordenes a los medjay que comiencen a acercarse. Falta un rato para el amanecer.

—Muy bien. Pueden comenzar. Deben estar preparados para atacar las puertas con la primera luz del día.

Kamose repasó el resto de las instrucciones pero no las expresó en voz alta: los primeros blancos deben ser los arqueros de los muros. Deben asegurarse de que los hombres no se junten y tropiecen unos con otros una vez que hayan traspasado las puertas. Que vayan en seguida al cuartel. Contened a los caballos para que no causen confusión. Rodead el arsenal para que los setiu no puedan reponer sus armas. Y por encima de todo, cuídate, Ahmose.

Despidió al explorador y observó el esquife que llevaba al hombre a la orilla, donde pronto desapareció en la oscuridad. Ankhmahor olisqueó el aire.

—Ra está a punto de nacer —exclamó—, y la noche de terminar, Majestad. —Su tono estaba lleno de interrogantes. Kamose se volvió y se encaminó al camarote.

—Akhtoy, abre mi sagrario de Amón y prepara el incienso —pidió—. Rezaremos, Ankhmahor, y luego desembarcaremos. Ya es el momento.

El cielo estaba casi imperceptiblemente más pálido cuando salieron del camarote y embarcaron en el esquife y, a un grito de Kamose, los Valientes que les seguían en la otra embarcación los imitaron. Se reunieron en la orilla y comenzaron a caminar por el sendero del río, Kamose en el centro de su guardia personal, precedido y seguido por doscientos Valientes. Ya se distinguía la forma sin tejado del fuerte y mientras Kamose lo miraba con ansiedad, resonó un grito. Algo informe cayó del muro y, de repente, una docena de formas similares aparecieron allí arriba ante su mirada, hombres agazapados que miraban hacia abajo. Otro grito resonó en el aire límpido de la mañana. Y luego los medjay aullaron, el primitivo sonido tuvo como eco casi inmediato un clamor a la izquierda de Kamose. Las figuras de la pared fueron cayendo una a una. De una manera brusca la vegetación dio paso a un espacio desnudo, las amplias escaleras del embarcadero contra las que se balanceaban dos barcas, y Kamose y sus hombres se encontraron ante la elevación del fuerte.

La puerta estaba abierta y una masa de soldados se mezclaba con otra más oscura. Los medjay hacían su entrada. A sus espaldas, entre el fuerte y el embarcadero, más tropas avanzaban a trompicones. El ruido era ensordecedor. Kamose pudo distinguir a los príncipes Lasen y Mesehti con sus portadores de estandartes, quienes con tranquilidad impartían órdenes en lo que parecía un caos. No había ni rastro de Hor-Aha ni de Ahmose, y Kamose supuso que debían de estar con el grueso del ejército que atacaba la puerta occidental.

La luz aumentaba con rapidez. Largas sombras prolongaban la parte inferior de los muros, y se extendían oscuras y cada vez más agudas hacia el río, mientras el cielo se teñía de un suave rosa y en los árboles los pájaros iniciaban sus cantos matinales. De repente Kamose y los Valientes se encontraron solos, acompañados sólo por los cuerpos de los arqueros caídos que estaban en la arena, pisoteados por las hordas que corrían desaforadas por encima. Más allá de las puertas, el ruido continuaba: gritos, aullidos, los atemorizados relinchos de caballos, las fuertes voces de los oficiales. Pero no se oyen sollozos histéricos ni voces de mujeres aterrorizadas, pensó Kamose. En comparación con lo anterior, esto es limpio. Ahora, lo único que tengo que hacer es esperar.

Mucho antes de que el mediodía acortara las sombras, la lucha por Nefrusi había terminado; Kamose y sus hombres entraron en el amplio fuerte cubierto de cadáveres y desechos. Mientras lo hacían se les acercaron Ahmose, Hor-Aha y Meketra. Ahmose estaba empapado de sudor y cubierto de sangre. El hacha que colgaba de su cintura y la espada que empuñaba también estaban rojas por la sangre.

—Esto no ha sido una batalla, Kamose —dijo—. Mira a tu alrededor. Fue como atrapar conejos asustados en un prado. Impedí que entrara gran parte del ejército, porque en caso contrario habríamos estado codo con codo aquí dentro. Hizo falta menos de media división. Si las puertas no hubieran estado abiertas, la historia habría sido distinta. —Miró de reojo a Meketra, que estaba a su lado.

—Estamos en deuda contigo, príncipe —dijo Kamose—. Coge a tu familia y dirígete a Khemennu. Todas las posesiones de Teti te pertenecen, yo te las entrego a ti. Ve enseguida.

Le pareció ver un brillo de desilusión en los ojos del príncipe. Meketra quiere ver morir a Teti, comprendió con desagrado. Está dispuesto a soportar la muda hostilidad de los supervivientes con tal de poder ver morir a su enemigo. Después de usa ligera vacilación, Meketra le hizo una reverencia y se retiró.

—Todos los príncipes bajo tus órdenes son traidores para los leales a Apepa —dijo Ankhmahor en voz baja—. Entonces, ¿por qué Meketra me resulta tan desagradable?

—Porque hay algo corrupto en su ka —contestó de inmediato Kamose—. Su causa es justa, pero en él no hay honor. —Se volvió hacia su general—. ¿Qué pérdidas hemos tenido, Hor-Aha?

—Ninguna, Majestad —contestó Hor-Aha inmediatamente—. Algunos rasguños, pero nada más. Esta pequeña batalla inspirará mucha confianza a nuestros hombres. A partir de hoy empezarán a ser soldados. —Le pasó a Kamose un papiro que terna en la mano—. El hombre que llevaba esto fue apresado y muerto en cuanto comenzó la batalla. No tenía la menor posibilidad de atravesar el cerco formado por los medjay, pero eso es algo que Teti ignoraba.

Intrigado, Kamose desenrolló el papiro. Era un mensaje escrito apresuradamente. «A Vuestra Majestad Awoserra Aqenenra Apepa, el Poderoso Toro de Ma’at, salud. Debes saber que tu desagradecido y traidor sirviente Kamose Tao ha caído sobre tu fuerte, aquí, en Nefrusi, con una gran fuerza de renegados. Envíanos ayuda enseguida o pereceremos. Soy tu súbdito leal, Teti, gobernador de Khemennu e inspector de Diques y Canales». Kamose lanzó una sombría carcajada.

—¿Qué creía? ¿Que por arte de magia Apepa recibiría el papiro y con la misma magia enviaría un ejército hacia el sur para salvar su cuerpo inútil? Sigamos adelante. Hor-Aha, ¿tus oficiales han distribuido las armas del arsenal? Encuentra hombres que sepan cuidar caballos y ponlos a cargo de las cuadras. Los carros deben ser asignados en primer lugar a los príncipes y luego a los jefes militares. Ahmose, vuelve a la embarcación y lávate. Entrégale este papiro a Ipi para que lo archive y dile que haga los arreglos necesarios para que el contenido de los graneros sea cargado en las barcas que haya amarradas aquí. Hor-Aha, asegúrate de que Meketra y su familia hayan partido y luego ordena que se quemen todas las cosechas de los alrededores. También quiero que elijas a unos cuantos hombres capaces, los asciendas a oficiales y los dejes a cargo de los setiu supervivientes. Quiero que se queden aquí y que se encarguen de destrozar este lugar. Deseo que Nefrusi quede reducido a la nada. Y saca a Reshep de su tabernáculo y destrúyelo a la vista de todo el mundo. ¿Dónde está Teti?

—Sigue en las habitaciones del jefe militar —contestó Ahmose—. Puse una guardia para que lo custodiara, pero no mostró la menor intención de salir. Ramose está con él. Está herido.

—¿Ramose participó en la batalla?

—Sí. Por suerte, lo reconocieron e impidieron que uno de los medjay lo atravesara con una flecha. No me ha dado tiempo a hablar con él, Kamose.

¿Cómo es posible que un hombre tan íntegro descienda de Teti?, se preguntó Kamose. He estado deseando comer este plato, pero ahora que me lo sirven, me siento saciado y tengo ganas de huir.

—El sol calienta mucho y el hedor que nos rodea se está volviendo insoportable —dijo en voz alta—. Acompáñame, Ankhmahor. Me enfrentaré a mi pariente pero no dictaré sentencia hasta que tú vuelvas, Ahmose, y hasta que los príncipes se hayan reunido.

Empezaba a dolerle la cabeza. Sabía que el dolor no se debía a ninguna causa física y no le hizo caso. Se encaminó al edificio donde había madurado el resentimiento de Meketra.

Los guardias situados ante la puerta de las habitaciones del jefe militar saludaron y se hicieron a un lado, y Kamose entró mientras respiraba hondo. El edificio constaba de dos habitaciones, una para dormir y otra más amplia, donde en aquel momento estaban él y Hor-Aha, para la administración del fuerte. Era un lugar desnudo que contenía poco más que los estantes donde estaban las cajas con informes de los habitantes de Nefrusi, unos bancos y un escritorio con una silla detrás. El suelo era de tierra, sin alfombrar, pero por el rabillo del ojo Kamose alcanzó a ver el borde de una alfombra amarilla en la habitación del jefe militar, donde también percibió un breve y furtivo movimiento.

A regañadientes dirigió su atención a los dos hombres que, ante su llegada, acababan de ponerse en pie. Uno de ellos llevaba una venda atada alrededor de la cintura. Estaba pálido y se movía con dificultad.

—Salud, Ramose —dijo Kamose en voz baja—. ¿Te duele mucho? —El joven negó con la cabeza.

—Salud, Kamose —respondió con voz ronca—. Me alegraría de volver a verte si las circunstancias no fueran tan dramáticas. En cuanto a mi herida, no es grave; sólo incómoda. Me rozó una flecha.

Quisiera abrazarte y rogarte que me perdonaras por tu padre, por Tani, por el desastre en que se ha convertido tu vida, pensó Kamose. Temo que ya no me tengas afecto ni respeto. Sabes lo que debo hacer. No hay manera de evitarlo.

Con dificultad, se obligó a mirar a Teti. El hombre estaba descalzo y sin maquillar. Sólo vestía un corto shenti sujeto sin apreturas a su gran estómago y Kamose supuso que, al haber sido despertado de repente por el ruido del ataque, se puso lo primero que encontró y se fue al fuerte a esperar. Kamose podía sentir el olor a miedo que desprendía, un olor ácido y humillante.

—Teti, no recuerdo haberte visto nunca así —dijo—. Te has convertido en un anciano.

—Y tú ya no eres el joven apuesto y callado que solía coger fruta de mi jardín —logró contestar Teti pese a haber comenzado a temblar—. Ahora eres un criminal, Kamose Tao. Tus ilusiones no te llevarán mucho más lejos. Apepa te hará pedazos.

—Tal vez —replicó Kamose lleno de lástima por aquel hombre que había presidido con tanta pompa y seguridad la próspera ciudad de Khemennu—. Creo que te equivocas, pero aun en el caso de que esta guerra se vuelva en mi contra y yo, y todos los que me apoyan, seamos destruidos, al menos habré hecho lo correcto, lo honorable.

—¿Lo honorable? —exclamó Teti con voz quejumbrosa—. El honor reside en la lealtad a los que tienen la autoridad, y sobre todo al rey. ¡Yo he sido honorable durante toda la vida!

—Realmente lo crees, ¿verdad? —dijo Kamose—. ¿Pero fue honorable que corrompieras a mi hermano Si-Amón hasta el punto de que no le quedara más alternativa que quitarse la vida? ¿Fue honorable que planearas el ataque que sufrió mi padre a manos de un miembro de nuestra casa? ¿Que aceptaras las propiedades de mi familia en pago de tu así llamada lealtad? Todo eso va más allá de la fidelidad, Teti. Pertenece a la codicia y a la insensibilidad. Son las acciones que han firmado tu sentencia de muerte.

—¡Esto no es más que una venganza! —gritó Teti acalorado. Su rostro estaba colorado y Kamose notó que el sudor le corría por las axilas—. ¡Tú habrías hecho lo mismo en mi situación!

—No lo creo. ¡Oh, tío, sé lo que te llevó a comportarte así! Sé que tu abuelo dirigió una insurrección contra Sekerher, el abuelo de Apepa, y que le cortaron la lengua por su temeridad. Sé que tu padre, Pepi, sirvió largo tiempo en el ejército de Apepa y así acabó con la ignominia que pesaba sobre tu familia. Esas cosas son limpias. Pertenecen al reino de Ma’at, acción y consecuencia, incitan la conciencia de un hombre para que haga lo que crea correcto. Si tus acciones hubieran nacido de esas raíces, las aplaudiría, aunque no estuviera de acuerdo con ellas. —Hizo una pausa y tragó con fuerza, consciente de que, en su furia, acababa de levantar la voz—. Pero tú torciste esa lealtad y la convertiste en algo podrido —continuó algo más tranquilo—, el dolor y la muerte de los de tu familia con tal de obtener un beneficio personal. Podrías haber recurrido a nosotros y explicarnos la red con que trataban de envolverte; le podrías haber suplicado consejo o ayuda a Seqenenra. No lo hiciste y por eso voy a ejecutarte.

Por fin las rodillas de Teti cedieron y se desplomó en el banco.

—No comprendes las presiones a que fui sometido, Kamose —dijo con voz ahogada—. Para ti todo es blanco o negro, bueno o malo. No alcanzas a percibir las sutilezas. Si supieras verlas no estarías matando a ciudadanos inocentes en tu loca travesía por el Nilo. ¿Crees que no me quitaron el sueño las decisiones que debí tomar? ¿Que no tuve remordimientos?

Las palabras de Teti causaban a Kamose un dolor casi físico y cruzó los brazos para protegerse de él. ¿Qué sabrás tú de remordimientos?, gritaba una voz en su interior. De las pérfidas necesidades que acosan mi lecho y envenenan mi comida. De la pena y el horror que amenazan con corromper mi ka.

—Eso es exactamente lo que pienso, Teti —consiguió decir con dureza.

—Entonces, lo único que puedo hacer es suplicarte que tengas clemencia —rogó Teti—. Soy un hombre destrozado, Kamose. No me queda nada. Ya no soy una amenaza para ti. Te suplico que me dejes en libertad. Por el bien de mi hijo y de tu madre, la prima de mi esposa. —En aquel momento puso una mano en la espalda de Ramose—. No aflijas a mis seres queridos.

Ramose se puso tenso.

—Padre, ¡por Tot!, no supliques, —exclamó el muchacho.

—¿Por qué no? —balbuceó Teti—. ¿A ti qué te importa si suplico por mi vida? Salvará la tuya, Ramose, pero está decidido a vengarse de mí, a pesar de lo que yo diga. En ese hombre no existe la bondad. Ramose miró a Kamose.

—Por favor, Alteza, si puedes… —dijo con suavidad.

Kamose movió la cabeza una sola vez en señal de negativa.

—No. No puedo. Lo siento, Ramose. Hor-Aha, ve a la otra habitación y trae a mi tía. —Hor-Aha se disponía a obedecer cuando la mujer apareció en la puerta. Hizo una reverencia y se irguió orgullosa; con ternura, Kamose notó que iba maquillada y decentemente vestida con prendas limpias, a pesar de que no había ni rastro de ningún sirviente personal.

—Te saludo, Kamose —dijo con tono desolado—. He oído todo lo que ha sucedido aquí. He vivido una buena vida y he servido a Tot en su templo con honestidad y devoción. Estoy preparada para morir con mi marido.

Kamose estaba desconcertado. Me alegro de que tu marido no tenga tu misma fuerza de carácter, pensó mirando aquel rostro envejecido y digno. Si fuera así, quizá me hubiera sentido tentado a dejarlo en libertad.

—Eso no será necesario, tía —dijo—. Ni yo ni Egipto tenemos nada contra ti. Eres libre de dirigirte al río. —Acababa de utilizar el eufemismo que describía a las mujeres cuyos maridos habían muerto en una batalla y a quienes acababan de sacar de sus casas. Ella esbozó una sonrisa gélida.

—¿Lo contrario de las mujeres a quienes se obliga a ir allí? —replicó—. No gracias, Kamose. No tengo donde ir.

—Mi madre te dará la bienvenida en Weset.

Durante un instante vaciló, pero enseguida alzó la barbilla.

—No tengo el menor deseo de aceptar la hospitalidad de aquellos que han conspirado para arruinar Egipto y matar a mi marido, aunque sean mis parientes —dijo—. No niego que Teti es débil, pero también lo son muchos otros hombres. Tampoco niego que haya participado en esos despreciables actos de los que has hablado, aunque no lo supe hasta mucho después. Pero soy su esposa. Mi lealtad le pertenece. Sin él, no hay vida para mí.

—Kamose, si la dejas a mi cuidado yo me encargaré de ella —interrumpió Ramose—. Me la llevaré lejos. Te prometo que no te crearé problemas.

—¡No! —exclamó Kamose con rudeza—. No, Ramose. Te quiero conmigo. Te necesito. Tani te necesita. ¡Quiero devolverte a Tani!

La tristeza, rápidamente controlada, brilló en los ojos de Ramose.

—¿Y cómo lo harás? —respondió con rapidez—. Suponiendo que triunfes y logres llegar a Het-Uart, suponiendo que puedas poner sitio a esa poderosa ciudad y conquistarla, suponiendo que encuentres a Tani todavía con vida, ¿tienes el poder de devolverle la inocencia de la juventud? ¿Borrar de su mente todo lo que ha sucedido desde que Apepa se la llevó? ¿Has recibido alguna palabra suya? Porque yo no. —Se sujetó con una mano el costado donde había sido herido por la flecha y se sentó en un banco—. Fue un sueño, Kamose, y pertenece al pasado. Lo que tú y yo queremos ya no tiene importancia.

Kamose lo miró fijamente.

—¿Todavía la quieres, Ramose?

—Sí.

—Entonces no tienes derecho a renunciar a ese amor ni a tu esperanza hasta que el futuro se haya desvelado. Vendrás conmigo. —Se volvió hacia el general—. Hor-Aha, le concederé algo de tiempo a mi tía para que se despida de su marido. Después quiero que la pongas al cuidado de uno de mis heraldos y que los envíes a Weset. Dictaré una carta para mi madre. Designa a un oficial para que escolte a Ramose hasta mi embarcación.

No quedaba nada por decir. Kamose salió sintiéndose anciano y vacío. Después de la penumbra de la habitación que acababa de abandonar, el sol lo sacudió como un golpe caliente y se detuvo un momento con los ojos cerrados.

—Hor-Aha —dijo con pesadez—. Me asquea la palabra honor.

Un rato después, bajo la sombra de su dosel, observó que su tía, todavía muy erguida y sin rendirse, caminaba por el sucio suelo del fuerte junto a un heraldo y salía por la puerta del este. Acababa de dictar un mensaje apresurado a Aahotep y a Tetisheri narrándoles lo sucedido desde su última carta y pidiéndoles que cuidaran a su tía. Sabía que la conciencia de su madre le impediría permitir que la mujer sufriera más de lo que ya había padecido y tenía la esperanza de que en Weset pudiera encontrar un poco de paz. Los cuerpos de los muertos eran arrojados por las puertas oriental y occidental para ser incinerados, y Kamose pensó que si ganaba esa guerra sucia, si un milagro le permitía volver a Weset como rey y vivir el resto de sus días en paz, el recuerdo del hedor de la carne humana ardiendo eclipsaría todos los demás.

Los príncipes habían comenzado a llegar con sus sirvientes, ocupados en plantar sombrillas y en abrir sus bancos de campaña. Lasen de Badari se inclinaba hacia Mesehti de Dja-Wati, ambos enfrascados en una profunda conversación. Ankhmahor estaba junto a un joven apuesto a quien Kamose reconoció como Harkhuf, su hijo. Makhu de Akhmin hablaba, con rapidez y muchos gestos, con dos oficiales que lo escuchaban con respeto, pero el príncipe Intef de Qebt estaba sentado solo, con los ojos oscuros y pensativos fijos en la escena iluminada por el sol que tenía ante sí. Ninguno de ellos se acercó a Kamose. Era como si supieran que el espacio que lo rodeaba era temporalmente inviolable, y él lo agradeció. Se descubrió observando sin pensar las sombras que se movían por el suelo cuando la brisa movía su dosel y volvió en sí con esfuerzo. Es necesario que lo haga, se dijo con firmeza, esforzándose por reunir los jirones de su resolución. Y debo hacerlo yo mismo.

Ahmose cruzó junto a Hor-Aha el patio cada vez más vacío del fuerte. Era evidente que ambos se habían aseado y Ahmose lucía un casco amarillo, bajo cuyo borde los ojos recién pintados con galena observaron la actividad que se estaba desarrollando. Se acercó a Kamose, asintió con gravedad pero sin pronunciar palabra y tomó asiento en el banco que su ayudante acababa de poner. Hor-Aha hizo una reverencia y luego se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y permaneció inmóvil. Una sensación de solemnidad cayó sobre los tres y durante un rato sólo observaron la manera en que el interior del fuerte volvía a algo parecido a la normalidad.

Entonces Kamose suspiró y se irguió.

—Hor-Aha, que cesen los trabajos —dijo—. Que salgan Teti y Ramose. ¡Ipi! —le hizo una seña a su escriba que esperaba a cierta distancia, junto a otros sirvientes—. Prepárate para tomar nota de la acusación y la orden de ejecución. Ahmose, quiero que los príncipes se pongan detrás de mí.

Ipi se acercó mientras Ahmose asentía con aire sombrío y se encaminaba donde estaban los nobles. Uno a uno lo siguieron y se pusieron detrás de Kamose, que había salido del amparo del dosel.

Se hizo un silencio expectante. Por fin, los guardias apostados en la puerta de las habitaciones del jefe militar se hicieron a un lado y salió Teti del brazo de su hijo. No había hecho el menor intento de lavarse ni de cambiarse de ropa y seguía descalzo. Pálido y parpadeante se detuvo irresoluto hasta que, a una palabra brusca del general, se adelantó. Kamose le hizo una seña a Ramose.

—No es necesario que seas testigo de la sentencia —dijo con delicadeza—. Si lo deseas, puedes salir del fuerte.

Al oírle, Teti cogió el brazo de su hijo con ambas manos y le susurró algo al oído. Ramose negó con la cabeza.

—Permaneceré junto a mi padre —exclamó—, pero te pido una vez más, Kamose, que tengas piedad de él.

Por toda respuesta, Kamose se volvió hacia Ipi, que ya estaba sentado a sus pies, con el pincel a punto sobre un papiro.

—Escribe —dijo—. Teti, hijo de Pepi, ex gobernador de Khemennu y administrador del territorio de Mahtech, inspector de Diques y Canales, se te acusa de haber planeado el asesinato del príncipe Seqenenra de Weset y de traicionar, y por lo tanto de causar la ruina, a la casa de Tao, casa que está unida a la tuya por lazos de sangre y de lealtad familiar. Se te acusa de traición contra el verdadero rey de Egipto bajo Ma’at, Kamose I, por haber espiado en su contra en beneficio del usurpador Apepa. Por el intento de asesinato se te sentencia a muerte.

El eco de su voz retumbó en los muros de adobe del fuerte. Percibió la tensión cada vez mayor de los príncipes que lo rodeaban y el calor del sol que caía sobre su cabeza. El silencio llenaba el vacío dejado por su proclama y Kamose luchó contra su presión, consciente de las docenas de soldados que acababan de suspender sus actividades y que lo miraban con avidez, esperando.

No debo mostrar ninguna debilidad, pensó. No debo tragar ostensiblemente, ni carraspear, ni mirar al suelo. Éste es el momento que confirmará mi autoridad.

—Teti, ¿has rezado? —preguntó. Impasible observó a Teti, quien luchaba por responder. El hombre lloraba en silencio; las lágrimas le corrían por las mejillas e iban a caer sobre su pecho jadeante. Fue Ramose quien contestó por él.

—Mi padre ha rezado —dijo—. Está preparado.

Kamose alargó el brazo y Hor-Aha le alargó el arco y puso una flecha en la palma de su mano. Kamose cerró los dedos en el arma. Él también estaba sudado, pero sabía que no debía enjugarse. Puso la flecha en su lugar con detenimiento y alzó la otra mano para sostenerla. Separó los pies, volvió los hombros hacia el blanco y comenzó a tensar la cuerda del arco.

—Ramose, apártate —ordenó.

Mirando a lo largo de la flecha vio que el joven besaba a su padre, lo sujetaba como si se tratara de una criatura a punto de perder el equilibrio y luego se alejaba de él. A partir de ese momento sólo vio a Teti, que se balanceaba y lloraba mientras de sus labios salían oraciones o admoniciones o simplemente los barboteos del terror. Kamose aspiró, contuvo el aire, abrió los dedos de la mano izquierda y Teti se tambaleó y cayó de lado. Una pequeña cantidad de sangre rodeaba el cabo de la flecha que acababa de atravesarle las costillas. Ramose corrió hacia el cuerpo palpitante y cayó de rodillas, mientras detrás de Kamose surgía un suspiro colectivo. Kamose le dio el arco al general.

—Vuelve a escribir, Ipi —le ordenó al escriba—. En este día, el decimoquinto de Pakhons, se ejecutó la sentencia de muerte de Teti, hijo de Pepi, de la ciudad de Khemennu, por intento de asesinato. Haz una copia antes de archivar el papiro y envíala al sur, a mi madre. Akhtoy, ¿estás aquí? ¡Sírveme vino!

Los soldados, hablando excitados, volvieron a sus obligaciones mientras los príncipes todavía permanecían mudos detrás de Kamose. Éste no les hizo caso y bebió grandes tragos de vino, consciente de que le temblaban las piernas. Se limpió la boca y estaba a punto extender la taza para que se la volvieran a llenar cuando vio que se le acercaba Ramose. El joven le hizo una reverencia y levantó hacia él un rostro inexpresivo. Las manos que acababa de poner en sus rodillas para hacer la reverencia estaban teñidas en sangre.

—Kamose, permite que haga llevar el cadáver de mi padre a la casa de los muertos de Khemennu —pidió con voz ronca—. Debe ser embalsamado y llorado, mi madre deberá volver de Weset para su funeral. ¡No es posible que permitas que le quemen!

—No, no lo permitiré —confirmó Kamose, obligándose a mirar a los ojos a su antiguo amigo—. Pero es imposible mantener aquí al ejército durante los setenta días de la momificación y el duelo por Teti. Debemos movernos, Ramose. Lo llevarán a la Casa de los Muertos y haré que escolten a tu madre hacia el norte para su funeral. Para entonces espero estar sitiando Het-Uart.

Ramose asintió con los labios apretados.

—Comprendo que no puedas hacer más, pero me perdonarás si no te quedo agradecido.

Volvió a inclinarse en una reverencia y sin el permiso de Kamose, Hor-Aha lo siguió, ordenando a voces a cuatro hombres que fueran en busca de una camilla y pusieran en ella a Teti. Con Ramose a su lado, los portadores de la camilla se encaminaron a la puerta del fuerte y Hor-Aha volvió.

—Los oficiales y soldados que deben quedarse a destruir la fortificación ya están trasladando sus posesiones al cuartel, Majestad —le dijo a Kamose—. Nefrusi se ha terminado. Necesito tus órdenes para formar al ejército y ponerlo en marcha.

Kamose se levantó y miró a los príncipes todavía reunidos a sus espaldas. Todos lo miraron con tranquilidad.

—Hay alrededor de trescientos estadios de aquí a Het-Nefer-Apu, en el territorio de Anpu —dijo—; y unos ocho o diez pueblos, y no sabemos en cuántos de ellos hay guarniciones. Aquí hemos conseguido muchas armas, carros y caballos, una gran bendición, pero ahora nos hace falta tiempo para saber cómo afectará esto a la naturaleza de nuestro ejército. Me propongo avanzar unos ciento treinta estadios hacia el norte y descansar brevemente mientras os encargáis de que vuestros campesinos aprendan el uso y cuidado de las hachas y espadas que se les entreguen. En ese tiempo, los exploradores podrán darme un informe más completo de lo que nos espera más adelante. ¿Tenéis algo que decir? ¿Alguna petición relativa a vuestro bienestar y al de vuestras divisiones?

Nadie habló y Kamose los despidió, alejándose agradecido en dirección al río del lugar donde la vida de Teti había llegado a su fin.

Las embarcaciones ya estaban cargadas con el botín conseguido en el arsenal y los graneros de Nefrusi, y los soldados las rodeaban ruidosamente.

—Ahmose, manda buscar a los sacerdotes sem de Khemennu —dijo mientras se alejaban del polvo y del griterío—. Asegúrate de que se les pague bien por la momificación de Teti. Ramose no puede hacerlo. Lo he desheredado. Y dale recuerdos a Meketra. Dile que le mantendré informado de la campaña.

—Querrás decir que lo apaciguarás aún más —replicó Ahmose—. No confío en ese hombre, Kamose.

—Yo tampoco —admitió Kamose—, pero no ha hecho nada para atraer nuestras sospechas. Debemos tratarlo como el aliado que ha demostrado ser.

—Hasta ahora —contestó Ahmose. Y subieron a la embarcación sin más comentarios.

Ahmose cumplió los encargos que se le habían hecho y volvió a la caída del sol junto a Ramose, con quien se había encontrado en la casa que ahora pertenecía a Meketra. Ramose recogía unos efectos personales y recuerdos de familia en medio de lo que Ahmose describió como un caos de cofres, muebles y sirvientes, mientras Meketra tomaba posesión de la propiedad de Teti.

—La esposa de Meketra parecía saber exactamente dónde quería que se pusiera cada cosa —le dijo Ahmose a Kamose mientras disfrutaban de la cena bajo los últimos y suaves rayos de Ra—. Había dirigido la casa hace años, antes de que Apepa se la concediera a Teti. —Miró a Ramose, que estaba sentado con una taza de vino entre las manos, sin tocar la comida que tenía ante sí—. Lo siento, Ramose, pero no es más que la verdad.

—Lo sé —contestó Ramose tajante—. Sólo ruego que Meketra encuentre campesinos suficientes para cuidar bien los viñedos. Mi padre estaba orgulloso de las vides y si este invierno no se podan, las uvas serán muy pequeñas y amargas. No le resultará fácil, los habéis matado a todos.

Durante un momento, Kamose se preguntó cómo era posible que Ahmose y él fueran los responsables de que se echara a perder la fruta de Teti, pero luego lo comprendió. No contestó nada. ¿Podrás perdonarme algún día?, le preguntó a Ramose en su mente tumultuosa. ¿Podremos volver a ser amigos o las frías exigencias de nuestra madurez en estas épocas difíciles nos apartarán cada vez más? Para su alivio, Ahmose centró su atención en la comida y, en una neblina de silenciosa extenuación. Kamose lo observó comer.

Esa noche, más tarde, le despertó el quedo sonido de un llanto. La embarcación se mecía con suavidad mientras navegaba hacia el norte. Una luz débil oscilaba sobre su catre mientras las lámparas puestas a popa y a proa se balanceaban con el movimiento de la embarcación, y el único sonido era el dulce y constante murmullo del agua bajo la quilla. Kamose sabía que flotaban, arrastrados con lentitud por la corriente hasta el amanecer, tal como lo había ordenado el capitán. Se tendió de espaldas y escuchó el sofocado sonido de desolación. Podía ser uno de los marineros o una expresión de la nostalgia de alguno de los sirvientes, pero Kamose sabía que no lo era.

Era el dolor de Ramose, que sollozaba su pérdida y su soledad bajo el manto de la oscuridad. Debería levantarme y acercarme a él, pensó Kamose. Debería decirle que yo también lo siento, que tampoco para mí queda ya un puerto seguro, unos brazos que me den la bienvenida. Pero no. Si yo fuera Ramose, no querría que nadie fuera testigo de mi angustia.

Cerró los ojos y tuvo la sensación de que los sonidos crecían en intensidad, que llenaban el camarote y rebosaban la cubierta invisible para multiplicarse hasta que la embarcación y el agua y las orillas del Nilo estuvieron cubiertas por la tristeza que trasmitían. Todo, pensó Kamose con incoherencia, deseando taparse los oídos con las manos, todo es dolor, los hombres que han muerto, las mujeres a quienes he dejado viudas. En realidad no lo estoy oyendo, no es más que mi imaginación, es sólo Ramose. ¡Oh, Ramose, qué necesidad tenemos de ayudarnos unos a otros! Sin embargo, sabía que no había hecho más que conjurar una efímera imitación del tormento que expresaba Ramose. Kamose mismo no sentía absolutamente nada.