Capítulo 2

Tres horas después de la puesta de sol del octavo día, la flota pasaba en silencio frente al sendero que salía del río hacia el oeste, rumbo a la invisible ciudad de Qes, con sus filas ahora incrementadas por todos los soldados profesionales que pudieron proporcionar los príncipes. Detrás de Kamose navegaba Ankhmahor con doscientos soldados de choque en una embarcación que en un tiempo se utilizaba para conducir granito, y detrás de ellos iban los medjay en sus embarcaciones de juncos. Después los seguía el resto de la flota. El príncipe Makhu de Akhmin había reunido cuatrocientos reclutas y el príncipe Lasen de Badari otros ochocientos. Mesehti de Djawati condujo hasta el río la sorprendente cantidad de tres mil hombres, de manera que, en aquel momento, el ejército contaba con casi cuatro divisiones, cuya mayor parte marchaba a tres días de distancia de los barcos, formando una hilera que se movía lentamente y de la cual los oficiales no alcanzaban a ver la retaguardia.

A fin de mantener el secreto durante el mayor tiempo posible, Kamose decidió no esperarlos hasta que los medjay hubieran asegurado Dashlut. En muchos sentidos, los hombres de infantería eran un estorbo, mal armados o simplemente desarmados, poco disciplinados y difíciles de manejar, pero sabía que se harían valer en el Delta densamente poblado, donde ya no bastarían las flechas lanzadas desde el río. Entonces, si los dioses lo permitían, las ciudades más ricas habrían entregado sus espadas y sus arcos y él podría abandonar el barco y marchar a la cabeza de hombres armados y listos para la batalla.

Cuando se reunió con los príncipes de Akhmin, Badari y Djawati, sus reacciones fueron muy parecidas a la de Intef y, en menor medida, a la de Ankhmahor. Lo recibieron con reverencia y demostraron sus deseos de cumplir con la promesa de ayuda y lealtad, pero era evidente que no tenían deseos de compartir su responsabilidad o, lo que era aún peor, de aceptar las órdenes de un negro de Wawat. Todos aceptaron aplazar su juicio. Todos insinuaron, de una manera amable e indirecta, que estaban arriesgando mucho al apoyar la reclamación del Trono de Horus por parte de Kamose, mientras que el extranjero sólo arriesgaba un rápido viaje por el desierto para regresar al lugar al que pertenecía en caso de que fracasaran.

En vano, y con una impaciencia creciente que amenazaba convertirse en ira, Kamose hablaba de la fidelidad de Hor-Aha hacia Seqenenra, de su regreso a Weset en cuanto Apepa se marchó cuando habría sido más sabio permanecer a salvo en Wawat, de su actitud al haber sellado su compromiso con la casa de Tao aceptando la ciudadanía egipcia y un título.

—Permanecerá con nosotros hasta que haya reunido un botín suficiente, y luego desaparecerá-afirmó Lasen con franqueza antes de continuar la distendida conversación que él y Kamose mantenían. —Los extranjeros son todos iguales y los bárbaros de Wawat son los peores de todos.

Ante aquellas palabras, Ahmose apretó el brazo de su hermano para impedir un exabrupto de Kamose y éste apretó los dientes y contestó con palabras pacificadoras. Comprendía la actitud de los príncipes. Egipto era una nación ocupada. El poder estaba en manos de extranjeros. Fuesen setiu o de Wawat, todos eran sospechosos ante los ojos de aquellos hombres.

Pero Hor-Aha no parecía muy afectado por los desaires que le hacían.

—Les demostraré que están equivocados —decía—. Dales tiempo, Majestad. Los insultos no pueden herir a un hombre que tiene confianza en sí mismo y en su capacidad.

A Kamose le parecía que esa actitud imperturbable ante los insultos era poco natural, pero ahogaba las dudas que en él surgían recordando que Hor-Aha había sido educado en una cultura completamente diferente, en la que tal vez no se considerara sabio irritarse por cualquier provocación, Lasen tenía toda la razón del mundo cuando se refería al temperamento bárbaro de aquellos hombres. Los habitantes de Wawat eran primitivos en sus creencias y en su comportamiento, en sus venganzas tribales y en las luchas que mantenían sus jefes por causas mezquinas; sin embargo, Hor-Aha era diferente. Tenía más perspectiva que sus compatriotas. Había nacido con las cualidades de un líder. Sus medjay le obedecían a su manera pagana sin chistar, y la frialdad que demostraban cuando entraban en combate, su sorprendente habilidad con el arco, la facilidad con que prescindían de comida y de bebida durante largos periodos de tiempo, hablaba de un modo de vida desconocido para los campesinos que sudaban y tropezaban rumbo al norte, bajo los latigazos verbales de sus oficiales, soñando únicamente con sus pacíficos hogares.

Bueno, a Set con ellos, pensó Kamose con amargura mientras permanecía junto a Ahmose en la proa de su embarcación, rodeado por la oscuridad de la noche y del agua. El sonido amortiguado de los remos era casi imperceptible y los ocasionales susurros del capitán al timonel le parecían, de alguna manera, siniestros. Miró hacia la popa, negra contra el cielo apenas iluminado, pero no alcanzó a divisar la embarcación de Ankhmahor ni la de Hor-Aha que les seguían. Hor-Aha es mi mano derecha y tendrán que aceptarlo como tal. ¿Qué dirían si supieran que en cuanto se me presente la oportunidad estoy decidido a que mis arqueros egipcios sean entrenados por los medjay, para luego ponerlos a las órdenes de oficiales medjay como unidades de acoso a los flancos enemigos?

A su izquierda discurría la orilla, y el sendero por el que los habitantes de Qes llevaban bueyes y burros a beber sólo se veía como una estrecha cinta gris. Ahmose también se volvió a mirarlo y Kamose supo que, lo mismo que los suyos, los pensamientos de su hermano se remontaban al pasado. En el extremo más lejano de esa cinta la sangre del padre de ambos se derramó en la arena y cambió para siempre sus vidas. Pero casi inmediatamente, el sendero desapareció y fue reemplazado por una línea irregular de altas palmeras. Ahmose lanzó un suave suspiro.

—Dentro de un rato todas las embarcaciones habrán pasado por Qes —dijo en voz baja—. No hemos visto nada ni a nadie, Kamose. Creo que podemos arriesgarnos a dormir un rato antes de llegar a Dashlut. ¿Cuánto falta?

—Alrededor de sesenta estadios —contestó Kamose—. Los recorreremos con rapidez. Además, quiero enviar exploradores. Debo saber si hay soldados en la ciudad y cómo están dispuestas las casas. Debería ordenar que una de las embarcaciones navegue más allá de Dashlut para interceptar a cualquiera que trate de huir y alertar a Teti en Khemennu, pero como Khemennu sólo queda a sesenta estadios más al norte, no tiene importancia. Estaremos sobre Teti antes de que pueda levantarse del lecho y mucho antes de que logre despertar a sus setiu. —No hizo ningún intento de disimular su tono de desprecio—. Sí, descansaremos, Ahmose. Y pasado Dashlut, creo que volveremos a descansar.

Debió de traicionar los secretos pensamientos que había detrás de sus palabras, porque Ahmose se volvió a mirarlo.

—Kamose, ¿qué piensas hacer en Dashlut? —preguntó con urgencia. Kamose se llevó un dedo a los labios.

—Despertaré al alcalde y le daré la oportunidad de rendirse. Si se niega, destruiré la ciudad.

—Pero ¿por qué?

—Por dos motivos. En primer lugar, porque es el dominio de Apepa que está más al sur. En realidad, Qes no cuenta. Apepa gobierna todo Egipto, pero sus dedos sólo llegan hasta Dashlut. Como es un necio, no se ha preocupado de destacar ninguna guarnición más al sur, aunque Esna y Pi-Hator son efectivamente suyos y, naturalmente, tiene un tratado con Teti, el hermoso, del norte de Kush. Por lo tanto supuso que el resto de Egipto estaba seguro y, con la arrogancia de todos los que viven en el Delta, nos consideró zafios, provincianos y débiles. Si arraso Dashlut estoy enviando un mensaje a todo el país diciendo que estoy decidido a conquistar, no a hablar. En segundo lugar, debo sembrar el terror a mis espaldas. Una vez que mis fuerzas hayan pasado no debe quedar ninguna duda respecto a mis intenciones, ninguna esperanza de recibir ayuda y ninguna intención de los administradores de pedirla. Los setiu nos vencieron sin que se arrojara una sola flecha contra ellos. Ahmose —terminó recalcando las palabras—, nunca volveremos a permitir tamaña pasividad.

—No cabe duda de que en Dashlut hay setius —dijo Ahmose con ansiedad—. Campesinos y artesanos. Pero también hay muchos egipcios. ¿Te parece sabio…?

—¿Sabio? —interrumpió Kamose con rudeza—. ¿Sabio? ¿No comprendes que si nos detenemos en todos los pueblos para examinar al populacho y comprobar quién es setiu y quién no, quién se aliará con nosotros y quién lo hará sólo de palabra y luego nos apuñalará por la espalda, nunca llegaremos al Delta? ¿Cómo distinguirás al amigo del enemigo, Ahmose? ¿El hombre que sonríe será amigo y el que ponga mala cara, enemigo?

—Eso no es justo —protestó Ahmose en voz baja—. No soy tan ingenuo como crees. Pero me asquea la idea de un derramamiento de sangre tan indiscriminado. ¿Por qué no dejar tropas leales en cada pueblo a medida que avanzamos?

—Porque esa estrategia desangraría al ejército cuando cada hombre será necesario en Het-Uart. ¿Cuántos soldados profesionales tiene Apepa en su ciudad? ¿Cien mil? ¿Más? Sin duda, no deben de ser menos. Además, cuando hayamos logrado la victoria, los hombres querrán recoger sus ganancias y regresar a sus hogares. No desearán quedarse en ciudades del norte y no los culpo. Entonces, si yo fuera Apepa, si huyera y sobreviviera, conspiraría y volvería a atacar. Eso no debe suceder.

—¡Dioses! ¿Cuánto hace que gestas esta actitud tan despiadada?

—¿Qué alternativa me queda? —susurró Kamose—. Odio tener que hacerlo, Ahmose. ¡Lo odio! Debo mutilar Egipto si quiero salvarlo y todos los días rezo para que al herirlo, no me condene. ¡Dashlut debe desaparecer! Ahmose retrocedió.

—Estás deseando que el alcalde se niegue a aceptar tu ofrecimiento de rendición, ¿verdad? ¡Kamose, lo sé, lo comprendo! No supe entenderlo antes. Pero me parece horrible.

Kamose no pudo contestar. De repente tenía frío y le temblaba la mano que levantó para asir su pectoral. Amón, ten piedad de mí, susurró. Es realmente horrible.

Amarraron las embarcaciones a la orilla oeste pero no pusieron las rampas. Kamose mandó exploradores en los esquifes y se retiró al camarote, pero no pudo dormir. Tampoco pudo dormir Ahmose. Permanecieron tendidos juntos en la penumbra, y ambos supieron por la manera de respirar del otro que el sueño los eludía. No había nada que decir. Kamose pensó en la mujer de sus sueños y escapó brevemente en la fantasía que extrañaba y deseaba tanto. Sabía que su hermano pensaba en Aahmes-Nefertari, quien con seguridad dormiría plácidamente en el lecho que habían compartido con tanto júbilo en la casa cuya tranquilidad abandonaron con el fin de salvarla.

Sin embargo, Kamose debió quedarse adormilado, porque despertó al oír unos pasos que cruzaban la cubierta. Sacudió con suavidad a Ahmose por los hombros y, cuando dio permiso para entrar, apareció la cabeza de Akhtoy junto a la cortina, iluminada por la lámpara que tenía en la mano.

—Los exploradores han vuelto, Majestad. He ordenado que te traigan comida.

—Bien —contestó Kamose levantándose. Había dormido pero no descansado. Se sentía pesado y lento—. Que también rompan ellos su ayuno, y mientras comen me afeitaré y me bañaré. Dile a Hor-Aha que reúna a los príncipes.

—¿Es muy tarde, Akhtoy? —preguntó Ahmose, que también se había levantado y se desperezaba.

—Ra saldrá dentro de unas cinco horas, Alteza —contestó el mayordomo, y después de poner la lámpara en el suelo, se retiró.

—Los exploradores han hecho su trabajo con rapidez —comentó Ahmose—. ¡Dioses, qué cansado estoy! Soñé que se me habían podrido todos los dientes y que se me caían uno a uno.

—Eso no es más que una falsa impresión de debilidad —contestó Kamose—. Después de Dashlut no te volverá a suceder.

Mantuvieron una apresurada reunión con el general y con los príncipes en la orilla del río. La noche les envolvía cuando los exploradores les dieron su informe, mostrándoles el plano de la ciudad y los detalles de la pequeña guarnición frente al Nilo.

—No puede haber más de treinta soldados setiu en ella —le aseguraron a Kamose—, y no vimos ningún guardia. Dashlut ofrecerá poca resistencia.

—Muy bien. —Kamose se volvió hacia Ankhmahor—. Todavía no me harán falta tropas de choque —dijo—. Por lo tanto, te pido que te quedes atrás y que sigas a mi embarcación por el este. Hor-Aha, ponte en mi flanco oeste con las embarcaciones de los medjay a tu alrededor y que los Seguidores suban mi nave en el acto. ¡Vamos!

Se situó en la proa junto a Ahmose, rodeados por los guardias reales, mientras Ra avanzaba invisible hacia su nacimiento y los estadios se sucedían llevándose consigo los últimos rastros de su fatiga. A su izquierda, los remos de la embarcación de Hor-Aha se hundían rítmicamente en la negra superficie del agua. A su derecha sólo se oía el golpe de la corriente contra la embarcación de Ankhmahor y a sus espaldas percibía la reconfortante presencia de los medjay, con los arcos preparados y los negros ojos estudiando la oscuridad. En silencio comenzó sus oraciones de la mañana y cuando Dashlut estuvo a la vista, en mitad de la suavidad de un amanecer perlado, Kamose estaba listo.

Bajaron la rampa y las de las embarcaciones que lo flanqueaban y antes de que la ciudad fuera consciente de su presencia, los medjay tensaban los arcos apuntando hacia la dormida guarnición. No tuvieron que esperar mucho. Aparecieron dos mujeres jóvenes, con ánforas vacías sobre las cabezas, hablando mientras se encaminaban hacia el río. Se detuvieron estupefactas cuando la sombra matinal de las tres grandes embarcaciones llenas de hombres armados cayó sobre ellas, y el ruido de una de las ánforas al romperse contra el suelo resonó con claridad en el aire límpido. Una de ellas gritó. Ambas se volvieron y corrieron lanzando alaridos por un sendero angosto que separaba las casas de adobe mientras, impasible, Kamose las miraba alejarse.

—Nadie debe desembarcar y no se disparará ninguna flecha hasta que yo lo ordene —le indicó a Hor-Aha—. Pero que todo el mundo esté preparado.

Los gritos de pánico de las muchachas agitaron la ciudad. Comenzaron a aparecer rostros nerviosos, adormilados, intrigados y desconfiados, y una multitud murmuradora empezó a reunirse a prudente distancia de los hombres que permanecían silenciosos en cubierta. Algunos niños se les acercaban y los miraban asombrados hasta que sus madres los obligaban a retroceder. Kamose esperaba.

Por fin, la multitud se abrió y Kamose sintió que su hermano se ponía tenso. Se les aproximaba el alcalde de Dashlut y su paso confiado era contradicho por la expresión de alarma de su rostro. Iba acompañado por dos oficiales claramente recelosos. Se detuvieron cerca de la embarcación de Kamose y durante un instante permanecieron sin hacer nada. Kamose continuó esperando. El alcalde respiró hondo.

—Soy Setnub, alcalde de Dashlut —exclamó—. ¿Quién eres tú y qué tropa es ésta de hombres armados? ¿Viene del Delta?

—Te estás dirigiendo al rey Kamose I, bien amado de Amón —replicó el heraldo de Kamose—. Posternaos.

Una sonrisa de burla iluminó los rostros de los presentes y el del alcalde.

—Creo tener el honor de estar hablando con el príncipe de Weset —dijo inclinándose—. Perdóname, ¿pero no está el rey sentado en su trono de Het-Uart? ¿Qué pasa aquí?

Kamose se adelantó y miró hacia abajo.

—No estará por mucho tiempo en ese trono —dijo con tranquilidad—. Reclamo mis derechos de nacimiento, Setnub, alcalde de Dashlut, y en nombre de Amón exijo la rendición de esta ciudad.

Uno de los hombres que acompañaban a Setnub comenzó a reír y a sus espaldas estalló un coro de risas. La gente del pueblo se divertía.

—Alteza, estás en el territorio de Mahtech —respondió enseguida el alcalde—. El gobernador de este territorio es Teti de Khemennu y su amo es Su Majestad Awoserra Apepa, que viva para siempre. Lo que pides no tiene sentido.

—Ha caído bajo la especial protección de los dioses —murmuró el otro oficial y Kamose lo oyó.

—No, no estoy loco —retrucó—. Tengo aquí quinientos arqueros y cuatro divisiones de soldados de infantería que marchan hacia Dashlut para dar peso a la claridad de mi juicio. Setnub, te lo pregunto una vez más, ¿rendirás Dashlut o aceptarás las consecuencias?

El alcalde enrojeció furioso.

—Tú eres un príncipe, Alteza, y yo no soy más que un administrador. No puedo asumir tal responsabilidad. Por lo tanto, debes volver a Weset o seguir navegando y elevar tu petición a nuestro gobernador.

La condescendencia de su tono de voz causó indignación entre los Seguidores, pero Kamose no se inmutó.

—Vivimos una época inquietante, Setnub —contestó con tranquilidad—. Un hombre puede verse obligado a tomar muchas decisiones que sobrepasen su autoridad o capacidad. Éste es uno de esos momentos. Ríndete o serás destruido.

El alcalde miró hacia la guarnición, de la que había salido un grupo de hombres que empuñaban distintas armas y miraban a su alrededor con una confusión que se convertía con rapidez en alerta.

—¿Rendirme? —gritó el alcalde—. ¡Realmente has perdido la cordura! Si lo hiciera sería el hazmerreír de todos los administradores egipcios. ¡Perdería mi cargo y tal vez hasta mi libertad!

—¿Qué prefieres, perder tu libertad o tu vida? —preguntó Kamose en voz baja—. El alcalde palideció.

—¡Ridículo! —balbuceó—. ¡Recuerda Qes, príncipe Kamose, y vuelve a tu casa!

No lo comprende, pensó Kamose. Ve a mis soldados, pero no los ve. Ellos no forman parte de la realidad de Dashlut en una mañana soleada y cálida, y por lo tanto no existen. Con deliberación alargó una mano y el capitán de los Seguidores puso una flecha en su palma.

—Kamose… —susurró Ahmose, pero Kamose no le hizo caso. Con calma puso la flecha en su arco, levantó el arma, adoptó la postura correcta y apuntó con su mano enguantada al centro del pecho del agitado alcalde—. En nombre de Amón y por la gloria de Ma’at —susurró mientras disparaba la flecha. La vio clavarse profundamente en el pecho del alcalde y notó que sus ojos se abrían con incredulidad antes de que se desplomara en el suelo.

—¡Ahora, Hor-Aha! —gritó Kamose—. Pero no a las mujeres ni a los niños.

Le contestó un rugido triunfal que surgió de las gargantas de los medjay. A un gesto del general, el aire se llenó de flechas y los habitantes del pueblo volvieron a la vida. Acababan de ver caer a su alcalde en silencio por la sorpresa que duró hasta que resonó la voz de Kamose. En aquel momento se separaron y, gritando aterrorizados y cogiendo a sus hijos en brazos, se apresuraron a escapar. Kamose notó con satisfacción que el primer ataque de los medjay fue dirigido contra la guarnición, cuyos soldados, con valentía, trataban de cubrirse y de devolver los disparos. Pero su sorpresa era tan grande que sus flechas se hundían sin causar ningún daño en los bordes de juncos de las embarcaciones o iban a caer al Nilo. Y pronto, también los soldados se volvieron y huyeron. Kamose asintió en dirección a Hor-Aha, quien levantó un brazo y gritó una orden. Los hombres comenzaron a bajar de las embarcaciones, algunos dejando los arcos y blandiendo hachas, dispersándose para rodear la ciudad. Después de ese primer grito permanecían en silencio, una oleada de muerte negra que se movía con rapidez y con una eficacia aterrorizadora a través de Dashlut, mientras sus habitantes gritaban y aullaban.

Kamose observaba. Durante un rato, la extensión polvorienta que había entre el río y las casas estuvo desierta, con excepción de los cuerpos del alcalde y de sus acompañantes, mientras la matanza continuaba en las angostas callejuelas, fuera de la vista de los embarcados, detrás de los muros de adobe, más allá de la ciudad, donde se extendían los campos. Pero antes de que transcurriera mucho tiempo, las casas, las palmeras y las mismas embarcaciones parecieron formar un extraño teatro. El espacio comenzó a llenarse de niños que corrían de un lado para otro en una enloquecida parodia de juego antes de encogerse de miedo contra las paredes o de arrodillarse sollozando, con los rostros ocultos en el suelo de tierra, como si al hacerse sordos al clamor histérico que los rodeaba, pudieran hacerlo desaparecer. Las mujeres surgían de las sombras polvorientas, algunas caminando como en una nube, otras corriendo inútilmente de un grupo de niños a otro, y algunas aullando mientras tropezaban cargadas de objetos que habían sacado instintivamente de sus casas y que apretaban contra sus cuerpos, como si el contacto familiar de ollas y telas pudiera defenderlas.

Una de las mujeres se acercó a trompicones al pie de la rampa de la embarcación de Kamose y permaneció mirándolo, las mejillas bañadas en lágrimas, los brazos desnudos brillando con sangre que sin duda no era suya. Cogió el cuello del tosco tejido de su ropa y luchó por desgarrarlo, respirando jadeante.

—¿Por qué? —gritó—. ¿Por qué? ¿Por qué?

Ahmose lanzó un gemido.

—No puedo ver esto —murmuró—. Iré a sentarme al camarote hasta que haya terminado.

Se volvió. Los Seguidores que rodeaban a Kamose permanecían en silencio y finalmente también la mujer se calló. Agitó un puño sucio y tembloroso, se acercó al primer árbol que encontró y se dejó caer, encogida y llorando. Kamose le hizo una seña al capitán de sus guardia personal.

—Dile al general Hor-Aha que reúna aquí los cadáveres y los haga quemar —ordenó—. Quiero que se eleve una gran nube de humo. Quiero que el olor llegue a las narices de Apepa, igual que el sonido de los hipopótamos de mi padre ofendía sus oídos.

No volvió a hablar porque no confiaba en poder hacerlo. El hombre saludó, se encaminó a la pasarela y Kamose entró en el camarote. Ahmose estaba sentado en un banco de campaña, con los brazos cruzados y los hombros caídos.

—Casi todos los integrantes de la guarnición debían de ser setiu —dijo—. Aunque supongo que ya no se siguen considerando extranjeros. En cambio, los habitantes…

Kamose retrocedió.

—¡Ahora no, Ahmose! ¡Por favor! —Dio la espalda a su hermano y se dejó caer en el suelo, presa de un repentino ataque de angustia, y sintió que llegaban las lágrimas.

Durante toda la tarde arrastraron a los muertos hasta la orilla del rio y cuando ya no encontraron más, Kamose ordenó a Akhtoy y a sus sirvientes que condujeran a las mujeres y los niños a sus casas. Después mandó que se encendiera el fuego y que las embarcaciones se prepararan para zarpar. A la puesta de sol recibió noticias de sus divisiones, que todavía marchaban hacia el norte, y decidió esperarlos a treinta estadios de distancia, a mitad de camino entre las ruinas de Dashlut y el desafío de Khemennu. Una vez terminada la desagradable tarea que Kamose le encomendó, Akhtoy volvió a embarcar para encargarse de la cena de su amo, pero ni Kamose ni Ahmose quisieron comer. Permanecieron sentados en cubierta con un jarro de vino entre ellos, mientras Dashlut se iba perdiendo de vista y el humo negro y grasiento de los cuerpos quemados se elevaba en una gruesa columna y manchaba el cielo que se oscurecía pacíficamente.

Echaron amarras un rato después, y Kamose cayó en un sudoroso sueño del que despertó sobresaltado cuando oyó el cambio de guardia. La noche era silenciosa. No había viento y el río reflejaba la claridad de las estrellas cuando Kamose abandonó el camarote. Al momento, su sirviente personal se levanto de la estera, pero Kamose le indicó con un gesto que volviera a acostarse y se encaminó a la rampa que bajó con rapidez. Contestó al saludo del guardia y tomó el angosto sendero que corría junto al agua y que doblaba a la izquierda, alejándose instintivamente del leve pero todavía identificable olor a carne quemada, y cuando las embarcaciones con su carga de hombres dormidos se perdieron de vista, se metió en el río.

El agua estaba fría, lo que le obligó a jadear, pero se zambulló, sumergiéndose, y se dejó llevar con lentitud por la corriente. Cuando los pulmones comenzaron a suplicarle que les diera aire, alargó una mano y cogió un puñado de arena. Se frotó con vigor, casi salvajemente, no para limpiarse físicamente sino en un esfuerzo por borrar la agonía de Dashlut de su ka. Cuando tuvo la piel en carne viva, subió a la orilla y, amparado por unos arbustos, comenzó a rezar. Dashlut no es más que la primera, se dijo a sí mismo, a su dios, y mi ka ya grita su peligro y su dolor. Endurece mi corazón, gran Amón, contra las cosas que tendré que hacer para que Egipto sea purificado. No permitas que olvide jamás los sacrificios de mi padre y no dejes que sean vanos. Perdóname el sacrificio de inocentes, pero no me atrevo a separarlos de los culpables por miedo a la noche, que caería sobre mi país si llegara a fracasar.

No supo cuanto tiempo permaneció allí, pero el amanecer empezaba a definirse a su alrededor y se levantó una brisa que lo alcanzó mientras volvía a la embarcación. Los medjay estaban despertando y hablaban en voz baja. En la orilla se levantaban las primeras llamas de las hogueras encendidas para cocinar. Akhtoy salió a su encuentro cuando pisó la cubierta.

—Ha llegado un papiro de Weset para ti, Majestad —dijo el mayordomo—. ¿Comerás antes de leerlo? —Kamose asintió—. Además, un explorador espera para verte.

—Hazlo pasar.

Ahmose lo saludó con sobriedad cuando entró en el camarote y él le respondió con bondad mientras esperaba que su sirviente personal le llevara agua caliente y ropa limpia. Recibió al explorador y se enteró de las noticias mientras lo vestían. Durante la noche se habían visto supervivientes de Dashlut que se encaminaban hacia el norte por el límite de los campos y en un día más el ejército se les uniría. Kamose se lo agradeció y, cuando el explorador se retiró, se dirigió a Ahmose.

—Hoy, antes del mediodía, Teti se esterará de lo sucedido en Dashlut —dijo—. Eso es positivo. Espero que tiemble en sus sandalias cubiertas de alhajas.

—Pero se lo notificará enseguida a Apepa —comentó Ahmose—. Esa es una buena y una mala noticia. El miedo se extenderá por los pueblos junto al río, pero Apepa será advertido.

Kamose contempló el rostro triste de su hermano.

—¿Cómo te ha ido, Ahmose? —preguntó con suavidad—. ¿Has podido dormir?

Ahmose esbozó una sonrisa sombría.

—Tengo náuseas y estoy avergonzado —contestó—. Pero sé que lo que me dijiste es cierto. No podemos distinguir al amigo del enemigo. Estoy resignado, Kamose. Sin embargo, cuando llegue el momento, la expiación no nos resultará fácil.

—Lo sé. —Se miraron en un momento de mutua comprensión.

El sirviente personal de Kamose levantó el pectoral real y permaneció esperando. Kamose lo cogió de sus manos, pero en lugar de ponérselo alrededor del cuello lo dejó sobre la mesa.

—Hoy, no —dijo—. Puedes retirarte.

El hombre hizo una reverencia y salió, y Ahmose cogió el papiro.

—Es de nuestra abuela —comentó—. El sello es el suyo. Yo he recibido uno de Aahmes-Nefertari y ya lo he leído. ¡Parecen estar tan lejos…! Bueno —suspiró—. Esta mañana comeré en cubierta. Reúnete conmigo cuando quieras.

Kamose rompió el sello y desenrolló el papiro. El escriba de Tetisheri tenía una mano única. Los jeroglíficos eran pequeños y las palabras estaban muy juntas pero eran sorprendentemente fáciles de leer. Kamose se sentó en el borde del catre y le llegó la voz de su abuela, cariñosa pero áspera:

A Vuestra Majestad, el rey Kamose Tao, salud. Te envío las oraciones y la adoración de tu familia, querido Kamose, con nuestra preocupación por tu bienestar. Fui a inspeccionar las entrañas del toro que murió, tal como te prometí que haría, y encontré la letra “A” fácilmente visible en la grasa depositada junto a su corazón. Después de mucha meditación por mi parte y de muchas oraciones a Amón por parte de su Sumo Sacerdote, hemos llegado a la conclusión de que el peso de la letra, que representa no sólo al Gran Dios sino también al usurpador, fue demasiado para que el toro pudiera soportarlo. Amón luchó con Apepa y el corazón del toro falló. Aquí estamos todos bien. Los sembrados crecen como deben. Mi vigilancia del río no ha dado frutos, de manera que debo suponer que Pi-Hator ha decidido permanecer en silencio por el momento. También aposté centinelas en los bordes del desierto. Cuando recibamos la noticia de que has tomado Khemennu, llamaré a mis soldados al perímetro de la propiedad y confiaré en exploradores para que me den noticias del sur. Anoche soñé con tu abuelo Osiris Senakhtenra Glorificado. “Te echo de menos, Tetisheri”, me dijo cogiéndome la mano tal como él hacía. “Pero todavía no puedes reunirte conmigo”. Cuando desperté hice un sacrificio por él, pero me alegro de que mi hora no haya llegado. No moriré hasta que Egipto sea libre. Encárgate de ello, Kamose.

Seguían su nombre y títulos escritos por su mano y Kamose dejó que el papiro se volviera a enrollar mientras esbozaba una sonrisa de arrepentimiento. Me estoy encargando de ello, abuela, le contestó en su interior, pero no creo que sea yo quien ataque a los setiu en el Nilo y los aleje de Egipto. La «A» también significa Ahmose.

Le envió el papiro a Ipi y se reunió en cubierta con su hermano. Había recuperado el apetito y comió y bebió hasta hartarse, mientras sentía que el calor del sol se le hundía en los huesos y afirmaba su voluntad de vivir. Después mandó llamar a Hor-Aha y escuchó el informe del general. Ningún medjay había sido herido en la batalla, que en realidad no fue más que una masacre. Se habían incautado todas las armas de la guarnición para distribuirlas entre los soldados campesinos que pronto llegarían. No había enfermedades entre los arqueros, pero no les gustaba tener que comer tanto pescado. Al oír eso, Kamose lanzó una carcajada que alivió parte de la carga de lo sucedido en Dashlut.

—Pescado —dijo Ahmose con voz esperanzada—. Creo que esta tarde pescaré un rato. No hay inconveniente en que lo haga, Kamose. No habrá preparativos para nuestro avance hacia Khemennu y los exploradores nos mantienen informados de la marcha del ejército.

—Llegará aquí mañana a primera hora, Alteza —le aseguró Hor-Aha.

Ahmose eligió dos soldados y un esquife y desapareció entre los altos juncos que llenaban muchas de las pequeñas bahías creadas por el río. Kamose le advirtió que prefería que no se alejara mucho de las embarcaciones, pero Ahmose simplemente sonrió, le miró y se alejó, con la jabalina en una mano y la red en la otra. No tiene sentido que me preocupe por él, pensó Kamose. De alguna manera los dioses lo protegen y envidio la atención especial que le prestan. ¡Ojalá él y yo pudiéramos cambiar de lugar!

La tarde transcurrió sin acontecimientos especiales. Kamose pensó en la posibilidad de llamar a sus oficiales, pero por fin decidió que por la mañana se reuniría con todos, incluyendo a los príncipes. Bebió un poco de cerveza, jugó una partida de un juego de tablero con Akhtoy y dedicó un rato muy triste a recordar a su padre en compañía de Hor-Aha Caminó por la zona de seguridad que había ordenado que se estableciera en la orilla oeste, más allá de donde estaban amarradas las embarcaciones, habló brevemente con los centinelas y en su camino de regreso al río observó unos grupos de mujeres y de niños que suplicaban furtivamente a los medjay que habían bajado a tierra para jugar a los dados o sencillamente para recostarse en la hierba húmeda bajo los árboles. Durante unos momentos se irritó. No se habían saqueado las tiendas de Dashlut. Tampoco destruyeron sus sembrados. Las mujeres tenían comida más que suficiente para ese día y para el año siguiente pero tal vez, pensó mientras subía apresurado al barco, no estén mendigando comida sino un pequeño reconocimiento de lo que los arqueros les han quitado. De lo que yo les quité, se corrigió. El pan y la cebada no compensaban todas las noches y los días solitarios que les esperaban.

Ahmose volvió antes de la puesta del sol. Kamose empezaba a preocuparse por él cuando vio su esquife acercándose desde la orilla este. Muy pronto su hermano subía la pasarela con entusiasmo, pidiendo cerveza y mirando a Kamose con una amplia sonrisa. Se instaló en un banco junto a éste y aceptó el paño húmedo que su sirviente le ofrecía para que se enjugara el rostro.

—¿Has pescado mucho? —preguntó Kamose, cuya preocupación acababa de convertirse en alivio. Ahmose lo miró un instante y luego mostró una expresión culpable.

—¿Pescar? Como no picaban, Kamose, pensé ir a echarle una mirada a Khemennu.

—¿Qué has hecho? —El alivio de Kamose se convirtió en enfado—. ¿Cómo es posible que seas tan imbécil? ¿Y si te hubieran reconocido y capturado, Ahmose? La ciudad debe de estar en estado de alerta. ¡Tenemos exploradores para que corran ese riesgo!

Ahmose arrojó la toalla en la palangana que su sirviente le presentaba y bebió un trago de cerveza.

—Bueno, nadie me vio —dijo con obstinación—. Kamose, ¿crees que soy idiota? Me acerqué cuando todos los habitantes sensatos roncaban para alejar el calor de la tarde. Shemu ha comenzado y cada vez hará más calor. Los exploradores nos dieron buenos informes, pero quería ver por mí mismo si Khemennu había cambiado desde la última vez que estuve allí y si se habían hecho preparativos debido a las advertencias que sin duda les deben haber hecho los habitantes de Dashlut.

Kamose se abstuvo de preguntarle lo que había visto. Furioso, quiso castigar la escapada de su hermano negándose a mostrar el menor interés, y luchó por sofocar su ira.

—Te pido por favor que no lo vuelvas a hacer, Ahmose —dijo con dificultad—. ¿Qué has visto?

—Khemennu no ha cambiado en nada —replicó Ahmose enseguida—. Sigue siendo muy hermosa. Las palmeras son las más grandes de Egipto y están tan juntas que forman una espesura única. ¿Estás pensando en el suelo, Kamose? Los dátiles están madurando. —Miró de reojo a su hermano y rió—. Perdóname —continuó diciendo—. A veces me siento obligado a exagerar las facetas de mi personalidad que encuentras más alarmantes. O deseables. —Terminó de beber la cerveza y dejó la taza a un lado—. Los tejados de los edificios están llenos de gente, la mayoría mujeres y unos cuantos soldados, y todos miran hacia el sur —le dijo a Kamose—. No cabe duda de que han recibido noticias de nuestra llegada. Incluso hay hombres junto a los muros del templo de Tot. Muchos soldados llenan los senderos y las arboledas entre el río y la ciudad. Creo que la historia de la caída de Dashlut se exageró cuando fue explicada.

—No tiene importancia —dijo Kamose con lentitud—. Nuestro ejército también ha crecido y si no logramos vencer a las fuerzas setiu de Teti, entonces no deberíamos estar aquí.

—De acuerdo. —Ahmose suspiró—. Había un grupo de patos al alcance de mi jabalina —añadió con pena—. Estaban demasiado cerca de las escaleras del embarcadero de la ciudad para que fuera seguro cazarlos, así que tuve que dejarlos en paz. —Bostezó—. El sol me ha dado sueño. Creo que dormiré ahora, antes de comer. —Al levantarse, su mirada se encontró con la de Kamose—. Todo va bien, Kamose, de verdad —dijo en voz baja—. No te necesito como guardaespaldas. Ya tengo suficientes.

Cayó la noche pero Kamose, acostado en su catre y oyendo los gritos regulares del cambio de guardia de los centinelas, no quería dormir. Pensó en Khemennu tal como la recordaba: higueras por todas partes, la brillante blancura de las casas pintadas que se veía desde los troncos del palmeral, la gloria del templo de Tot donde la esposa de Teti cumplía sus obligaciones de sirvienta del dios. Había asistido a fiestas en la suntuosa casa de Teti, con su lago de azulejos azules y su bosque de sicómoros a la sombra del otro templo, el que el padre de Teti erigió en honor a Set a fin de ganarse los favores del rey.

Pensó en su hermano Si-Amón, sutilmente corrompido entre las vides y los parques llenos de sol, y en Ramose, a quien quizás tendría que matar. Por fin, antes de que el sueño lo reclamara, pensó en Tani. ¿Estaría todavía a salvo? ¿Aún suspiraría por Ramose o sus emociones se habrían convertido en indiferencia, como el amor de un cachorro? Kamose esperaba que así fuera. ¡Ojalá lo supiera!

El ejército llegó entre una nube de polvo y gran agitación dos horas después del amanecer y Kamose convocó el consejo en el acto. Lo celebraron en la orilla, puesto que en su camarote no cabían todos. Habían pasado por Dashlut no mucho antes y, cuando Kamose se levantó, los rostros que se volvieron a mirarlo eran solemnes.

—Dashlut fue una advertencia para Apepa y la promesa de un justo castigo al norte —les dijo—. No lamento lo que hice. Lo volvería a hacer. Pero la de Khemennu no será una masacre tan fácil. Su población es mayor y la proporción de soldados que la custodian también. Han sido alertados. Nos esperan. Pero sólo han oído rumores de la existencia de la infantería. Se mostrarán muy confiados. Tengo la intención de acercarme a la ciudad por el río con los medjay e intentar parlamentar con Teti. Naturalmente, los soldados que hay allí deberán morir, aunque Teti se rinda, pero espero poder salvar a los habitantes.

—¿Y Teti? —preguntó el príncipe Intef de Qebt. A Kamose no le habían pasado desapercibidas su inquietud ni las miradas de desconfianza que dirigía a Hor-Aha. Todavía no se ha resignado a mi política, pensó con exasperación. Habrá que vigilarlo de cerca—. Teti es tu pariente —decía Intef—. Más aún, es un noble. ¡Sin duda, no le harás daño!

Sus palabras causaron un repentino cambio en la atmósfera de la reunión. Todas las cabezas se alzaron y se volvieron hacia Kamose. Sé lo que estáis pensando, se dijo éste en silencio. Si soy capaz de matar a un noble, ninguno de vosotros estará a salvo. Muy bien. Meditad acerca de vuestra inseguridad. Os ayudará a manteneros leales a mí.

—Teti será ejecutado —dijo con deliberación—. Está completamente entregado a Apepa y comprometido con él. Sedujo a mi hermano Si-Amón para que traicionara a mi padre y tuvo parte activa, aunque indirecta, en el cobarde ataque que sufrió Seqenenra. Esos engaños son indignos de un noble e incluso de cualquier labriego honesto, y Teti es un erpa-ha. Pero si todavía dudáis de su culpabilidad, considerad que se le había prometido la posesión de mis territorios una vez que mi familia hubiera sido separada y diseminada. No cabe duda de que es mi pariente, pero es una relación que me avergüenza.

Sin necesidad de mirarlos uno a uno, calibró sus respuestas. Intef suspiró y puso las manos en la mesa. Makhu y Lasen parecían meditar el asunto. Ambos tenían el entrecejo fruncido. Pero el príncipe Ankhmahor asentía y una leve sonrisa se pintó en los labios de Mesehti.

—Es justo —convino Ankhmahor—. Estamos arriesgando todo lo que tenemos. El precio de perdonarle la vida a Teti es muy alto.

—No tienes escrúpulos, Ankhmahor —objetó Lasen—. Se te ha concedido el honor de mandar a los Valientes del rey. ¿Por qué vas a poner en peligro una posición de tal confianza discutiendo con tú señor?

—Ese es exactamente el razonamiento retorcido que atrajo a la parte más baja de la naturaleza de Teti —repuso Mesehti—. Si Ankhmahor manda es porque nuestro señor ha reconocido su capacidad para hacerlo. Un poco de humildad es bienvenida en el carácter de un noble, Lasen. No permitamos que este tema nos separe, aunque nos resulte doloroso a todos.

—Agradezco que manifiestes tu disentimiento, Lasen —intervino Kamose—. No me gustaría que mis nobles y mis oficiales me ocultaran sus pensamientos por miedo a alguna mezquina penalización. Sin embargo, yo tomo las decisiones y he decidido que, por el bien de nuestra seguridad en nuestro avance hacia el norte y por el bien de Ma’at, Teti morirá por su traición. ¿Alguien desea expresar su disconformidad?

Nadie habló. Después de unos instantes durante los que Kamose observó que los rostros se volvían inexpresivos, le hizo señas a Akhtoy para que los sirvientes sirvieran vino y ofrecieran dulces.

—Muy bien —continuó diciendo—. Ahora oiré vuestro informe sobre el estado de los campesinos que mandáis, y aceptaré las sugerencias que me hagáis acerca del grado de experiencia que hay en las distintas divisiones. En Dashlut confiscamos algunas armas más, y deben ser entregadas a los hombres que hayan demostrado talento para utilizarlas.

—En Khemennu hay muchos carros y caballos —intervino Ahmose—. Debemos capturar todos los que podamos. No tenemos aurigas, pero podemos entrenar a algunos a medida que avancemos. Pedid a vuestros oficiales que mantengan los ojos y los oídos muy abiertos con respecto a esa particular aptitud entre los hombres.

—Los aurigas deberían ser oficiales —murmuró Makhu, y Kamose cerró los puños bajo la mesa.

—Entonces ascenderemos a los hombres que demuestren esa destreza —dijo con frialdad—. Y ahora pasemos a otros asuntos.

Cuando terminó el consejo y los príncipes se retiraron a sus tiendas o a sus embarcaciones, Kamose se alejó con su hermano y Hor-Aha, y después de alejarse todo lo posible del ejército, se desnudaron y nadaron un rato. Luego se tendieron al sol junto al río.

—¿En realidad qué piensas hacer en Khemennu? —preguntó Ahmose—. ¿Dejarás con vida a los civiles como les dijiste a los príncipes?

—Yo me estaba preguntando lo mismo —comentó Hor-Aha, que acababa de soltarse las trenzas y se pasaba los dedos por el largo pelo negro—. Es una idea peligrosa, Majestad. ¿Por qué masacrar a los habitantes de Dashlut y respetar Khemennu, una ciudad llena de setius? Comerciantes, artesanos, ricos mercaderes, el grueso de la población está compuesta por extranjeros y el resto lleva muchos años mezclándose con ellos, adoptando su manera de pensar y su modelo religioso. Khemennu es un lugar tan enfermo como Het-Uart.

Kamose estudió a su general. Esas facciones armoniosas y oscuras no mostraban la menor emoción. El agua que empapaba su gruesa cabellera le corría por los brazos robustos e iba a caer a la arena. Tenía el entrecejo fruncido, pero Kamose estaba convencido de que el gesto tenía más relación con los pensamientos de Hor-Aha que con un sentimiento de preocupación por gente a la que, en realidad, prefería ver muerta.

—Dudo ante una matanza así a causa de lo sucedido en Dashlut —contestó—. No me fue fácil tomar aquella decisión, y otra matanza en Khemennu sería doblemente horrible.

Hor-Aha le dirigió una rápida mirada.

—¿De manera que a mi rey ya le basta con lo hecho?

—No me gusta tu tono, general —intervino Ahmose—. Tal vez en Wawat la vida de un miembro de la tribu no valga más que la de un animal, pero en Egipto no somos bárbaros.

Hor-Aha lo miró con serenidad.

—Perdona mis palabras, Alteza —dijo con tranquilidad—. No fue mi intención ofenderte. Pero los setiu no son gente, son bárbaros. Sólo los miembros de mi tribu en Wawat y aquellos nacidos dentro de los límites de mi país de adopción son gente.

Ahmose parecía sorprendido, pero Kamose sonrió. Conocía la pintoresca creencia de las tribus más primitivas de que no existía nada humano fuera de la sangre de sus comunidades. Pero esa convicción, ¿está muy alejada de la sospecha egipcia de todos los que habitan fuera de nuestras fronteras?, pensó. Ma’at es nuestro tesoro. No pertenece a ningún otro lugar. Egipto es la tierra bendita, la única favorecida por los dioses. En una época todos los ciudadanos lo creían con fervor, pero esa certeza ha sido diluida en el intento setiu de corromper a nuestros dioses y de pervertir nuestro modo de vivir. Hor-Aha tiene razón. Debemos restaurar la anterior pureza de Egipto. Sin embargo, no pudo menos que pensar en aquella mujer que se detuvo junto a la rampa de la embarcación y le gritó. ¿Habría comprendido su respuesta a la pregunta agónica que le dirigía?

—Dashlut me puso los nervios de punta —le dijo a su hermano—. Pero Hor-Aha ve las cosas con claridad, Ahmose. ¿Por qué una ciudad y no la otra? Khemennu debe ser arrasada.

—A los príncipes no Ies gustará —contestó Ahmose.

—Los príncipes quieren hacer la guerra cuerpo a cuerpo, como nuestros antepasados —contestó Kamose—. Es la manera honorable de hacerla. Pero esa filosofía sólo puede mantenerse si el enemigo es tan escrupuloso como nosotros. Todavía no estamos en guerra. En Het-Uart es posible que lo hagamos, pero hasta entonces nos estamos encargando de exterminar a las ratas que infectan nuestros graneros.

Hor-Aha había comenzado a trenzarse de nuevo el pelo. Sonreía y asentía ante las palabras de Kamose, y en aquel momento Ahmose pensó que el general no le gustaba nada.

Por la tarde, Kamose se sentó bajo un árbol junto a Ipi y dictó una carta para su familia en la que les contaba los acontecimientos de Dashlut y deseaba que estuvieran bien. Estuvo tentado de impartirles órdenes con respecto al cuidado de la propiedad y la vigilancia del río, pero desistió. Eran perfectamente capaces de tomar tales decisiones por sí mismas. Mientras hablaba, observó la embarcación y las barcas que cruzaban con lentitud el río hacia la orilla oriental y volvían para repetir el trayecto, puesto que Khemennu estaba construida al este y los veinte mil hombres debían ser transportados hasta esa orilla.

Los hombres todavía seguían embarcando y desembarcando cuando se instalaron blancos en la orilla occidental y Ahmose y él pasaron largo rato con los príncipes, practicando el tiro con arco. Hubo muchas risas y bromas educadas. Ankhmahor y Ahmose demostraron ser los mejores hasta que invitaron a participar a varios oficiales medjay que los observaban con cierta impaciencia. Éstos, con su serena habilidad, vencieron con toda facilidad a los egipcios, quienes lo reconocieron de buen grado, pero Kamose se preguntó si había sido una buena idea permitir que los medjay participaran. Por una parte, tal vez los príncipes comprendieran ahora el motivo por el que aquellos hombres desempeñaban un papel tan importante en sus planes. Pero por otra parte, tal vez sus celos aumentarían. De todos modos, era preferible estar celoso que muerto. Kamose recompensó a los medjay con una vaca requisada en Dashlut para que la asaran y con una ración extra de vino.

Por la mañana todos se prepararon para continuar el viaje. Kamose todavía no estaba listo para bajar a tierra. Puso a cuatro de los príncipes a cargo de las cuatro divisiones de infantería bajo las órdenes de Hor-Aha, y aclaró que sus órdenes le llegarían primero al general y luego a ellos, pero Ankhmahor navegó detrás de Kamose con los Valientes del rey. Los medjay, protestando por el tiempo que todavía debían navegar por ese maldito río, viajaban en las barcas y en la barcaza.

Kamose, que sabía que poco más de treinta estadios le separaban de Khemennu, se puso en tensión cuando la flotilla soltó las amarras y comenzó a navegar río arriba. Había llamado a los exploradores, pero por el momento no pudieron informarle de ninguna novedad. Khemennu esperaba. No habría sorpresas. Pidió que le llevaran una silla de campaña y, con Ahmose a su lado, permaneció sentado en cubierta, bajo los juncos que formaban la proa. El ejército ya había quedado atrás y se podía seguir su lento avance por la nube de polvo que levantaba. Kamose descubrió que echaba de menos la reconfortante presencia de Hor-Aha a sus espaldas. Rodeado por sus guardaespaldas medjay, éste caminaba ahora con los príncipes. Sus órdenes consistían en retener a los soldados de infantería hasta que los arqueros completasen su cometido, y luego caer sobre la ciudad. No tenían nada que decirse. Los dos jóvenes permanecían sentados en silencio mientras las orillas del río corrían a su lado y Ra imitaba el recorrido de las barcas, adquiriendo más poder conforme ascendía al cielo.

La primera visión que tuvieron de Khemennu fue un repentino ascenso del horizonte hacia el este, donde se alzaban las famosas palmeras delineando los campos y marcando las calles sombreadas de la ciudad. A una orden tajante de Kamose, las embarcaciones comenzaron a acercarse y los arqueros se situaron en los tejados de los camarotes y se alinearon en las cubiertas, con los arcos preparados. En aquel momento los vieron. Se oyeron gritos. No eran voces de pánico, sino de alerta, y Kamose vio aparecer hombres entre los árboles y entre los juncos y pastos que rodeaban el Nilo para congregarse con rapidez entre el embarcadero y las casas situadas detrás de las palmeras.

—Esto será fácil —comentó Ahmose—. Míralos, Kamose. Entre ellos casi no hay arqueros y no nos pueden alcanzar con las espadas.

Así era. En la orilla brillaba una auténtica selva de espadas cuyas puntas reflejaban la luz del sol, brillando amenazadoramente pero con impotencia, y el ruido de dagas que se desenvainaban, igualmente inútiles, les llegaba con claridad por encima del agua. Kamose lanzó un gruñido.

—¿Cuántos crees que son? ¿Doscientos, trescientos? Al menos, los oficiales no han pensado en sacar los carros. Tal vez no conozcan la existencia de nuestra infantería. Los mensajes de Dashlut probablemente fueron poco claros. Los medjay se harán cargo de la mayoría, y si Hor-Aha lucha contra el resto antes de que puedan organizar a la caballería, los habremos vencido antes de la caída del sol.

Unos instantes después estaban a la distancia conveniente y Kamose dio la orden de atracar. El agua del río se estremeció cuando los remeros detuvieron la embarcación, y Kamose y Ahmose se levantaron y se encaminaron a la borda lateral. Kamose le hizo señas a su heraldo.

—Tráeme a Teti —ordenó. El heraldo se aclaró la garganta y su voz resonó contra las palmeras.

—El rey Kamose, Poderoso Toro de Ma’at, bien amado de Amón, desea hablar con el gobernador Teti de Khemennu —anunció—. Que comparezca Teti.

Hubo un movimiento entre los hombres que estaban junto a las escaleras del embarcadero y luego se hizo una larga pausa. Por fin alguien se abrió paso entre la muchedumbre, protegiéndose los ojos con la mano para mirar a las tres embarcaciones llenas de arqueros.

—Soy Sarenput, la mano derecha del gobernador-dijo el hombre. —El gobernador no se encuentra aquí. En cuanto le llegaron noticias de tu cruel masacre en Dashlut, príncipe, salió en dirección a Nefrusi para hablar con el príncipe Meketra, que manda allí la guarnición.

—Entonces hablaré con su hijo Ramose.

Durante un momento, Sarenput no respondió. Cuando por fin lo hizo fue con vacilación.

—El noble Ramose acompañó a su padre —dijo.

Kamose rió.

—De manera que Teti reunió a su familia y huyó como un cobarde. Y te dejó a ti, Sarenput, para que defendieras Khemennu. Pero la ciudad no puede ser defendida. Vuelve atrás y advierte a las mujeres y a los niños que permanezcan en sus casas si desean vivir.

Lo recorrió una oleada de alivio. No tendré que matar hoy a Teti, pensó. Esa necesidad había quedado postergada, gracias a los dioses. Vio que Sarenput miraba los barcos con su carga mortal. Los soldados de la orilla también los miraban con inseguridad. Después, como si se les hubiera dado una orden, se volvieron con las armas todavía en las manos y corrieron a refugiarse a la seguridad de los muros. Kamose levantó una mano. Al instante, una nube de flechas surgió de las embarcaciones y cayó sobre ellos. Muchos fueron alcanzados. El resto se agazapó y, con los escudos sobre la cabeza, corrieron hacia los muros. Los medjay volvieron a disparar. Se podía ver a Sarenput quien, esquivando a los heridos y a los que caían, trataba de llegar al amparo de la ciudad.

—No creo que esos soldados hagan prácticas frecuentes —comentó Ahmose—. Escucha cómo gritan.

—No se imaginaban que serían atacados desde el Nilo —contestó Kamose con tranquilidad—. No perseguiremos a los supervivientes, Ahmose, al menos no todavía. El ejército llegará en cualquier momento.

Lo interrumpió un grito de Ankhmahor, y al volverse vio la nube de polvo que anunciaba la llegada de Hor-Aha. Con aire sombrío, observó que aquélla se ensanchaba hasta dejar a la vista la vanguardia de la infantería que marchaba en formación de cuatro hacia Khemennu. No tenía necesidad de impartir ninguna orden. Hor-Aha sabía lo que debía hacer. Ahora veremos lo dispuestos que están los príncipes a seguir las indicaciones de un negro, pensó Kamose.

Pocos instantes después se empezó a oír el paso rítmico de los soldados, sólo roto por los gritos esporádicos de los oficiales, y el repentino silencio del animal acorralado cayó sobre Khemennu. Las mujeres habían desaparecido de los muros. El tejado del templo de Tot estaba vacío y brillaba al sol, y Kamose, al mirarlo, recordó de repente que su madre le había pedido que hiciera un sacrificio al dios antes de intentar tomar la ciudad. Ya era tarde. La infantería se acercaba a los muros y se abría en abanico con las armas a punto, y ese silencio tan poco natural fue roto por el rugido que precedía a la matanza. Kamose se volvió hacia el soldado que estaba a sus espaldas.

—Los medjay deben zarpar de inmediato hacia Nefrusi —ordenó—. Deben rodear el fuerte, todos, los cinco mil, y luego esperar. Encárgate de que los oficiales los alimenten y les permitan descansar, pero que permanezcan alerta. Nadie debe escapar del cerco que formen. Recuérdale al jefe militar que hay agua al oeste de Nefrusi y que el Nilo se encuentra al este y debe ser vigilado. Eso es todo.

El hombre saludó y se alejó.

—El afluente del río corre desde Dashlut hasta Ta-She —señaló Ahmose—. De ahí el nombre de Nefrusi, «Entre las orillas». Si yo fuera Teti, metería a mi familia en una barca y navegaría hacia el norte con la mayor rapidez posible, evitando hacerlo por el Nilo. Es posible que ya lo haya hecho, Kamose.

—Tal vez —asintió Kamose—. Sabemos que es un cobarde. Pero creo que se detendrá el tiempo suficiente para calcular sus posibilidades de resistir en el fuerte. No es un necio. Si huye dejando la defensa de Nefrusi en manos de Meketra y de alguna manera éste llegara a vencernos, su credibilidad quedaría destruida y perdería el apoyo de Apepa. Teti cree que sus posibilidades de huir son seguras, por lo que puede dedicarse durante un tiempo a jugar a ser un héroe.

—¿Qué sabemos de Nefrusi? —preguntó Ahmose—. O del mismo Meketra. ¿Qué clase de hombre es?

Kamose se encogió de hombros.

—Nunca he estado al norte de Khemennu —contestó—. Los exploradores me han dicho que el fuerte es grande, que tiene muros gruesos, que se encuentra más cerca del Nilo que de su afluente y que las puertas del este y del oeste son lo suficientemente grandes para permitir el paso de carros. Calculan que alberga un contingente de unos mil quinientos hombres. Teti se sentirá seguro allí durante un tiempo. En cuanto a Meketra… —Kamose vaciló—. En un tiempo fue el príncipe de Khemennu y ahora es el jefe militar de Nefrusi. Es todo lo que sabemos de él. Por ahora he hecho todo lo que he podido, Ahmose. Los medjay cubrirán con mucha rapidez los treinta estadios que nos separan del fuerte y a media tarde lo habremos rodeado. No importa la cantidad de setius que albergue, no podrá resistir mucho tiempo nuestro asedio. Pero lo que me preocupa es justamente la necesidad de un sitio, por corto que sea. No debemos perder tiempo ni comida en algo así, pero Nefrusi no debe quedar en pie tras nuestro paso.

Había ido alzando la voz y terminó la frase casi a gritos para que se le oyera sobre el ruido que les llegaba desde el otro lado del río. Una negra humareda subía por el aire desde algún lugar cercano al templo, y mientras la observaban, vieron que las hojas secas de una palmera se prendían con grandes llamas. El sonido estridente del pánico y de la muerte violenta que venía de más allá de los muros se convertía en un tumulto invisible que les atronaba y les golpeaba el corazón de una manera casi física.

A la caída del sol todo había terminado y la orilla del río estaba cubierta de soldados que se curaban pequeñas heridas, saciaban su sed y guardaban en sus bolsas de cuero el botín que acababan de conseguir. Muchos se habían arrojado al río para lavarse la suciedad de la batalla y lanzaban lluvias de rojas gotas iluminadas por el sol, como si la sangre que antes les manchaba el cuerpo ahora hubiera teñido el río. Los oficiales se movían entre los soldados restaurando el orden con gritos alegres y un arroyo más oscuro corría entre los hombres aliviados. Las mujeres y los niños de Khemennu comenzaban a salir y miraban en silencio la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Kamose, que había permanecido de pie todas esas horas, notó que, a pesar de la confusión reinante, no se atropellaban ni empujaban. Los soldados no les hacían caso y Kamose tuvo la certera impresión de que era respeto, que no indiferencia, lo que los obligaba a apartar la mirada y a alejarse de las mujeres.

Por fin apareció Hor-Aha rodeado por sus oficiales menores. Kamose lo vio detenerse, hablar brevemente con ellos y embarcar en el esquife que lo esperaba. Poco después se inclinaba ante los hermanos, llevando consigo el olor a quemado y el hedor rancio de la sangre fresca.

—Queda poco en pie, Majestad —dijo en respuesta a la pregunta de Kamose—. La mayoría de los hombres han muerto, como tú ordenaste. Por desgracia, los incendios no se pudieron evitar. Encontramos las caballerizas, pero estaban vacías, y los carros han desaparecido. Supongo que estarán en Nefrusi. He designado hombres para que incineren los cuerpos, pero llevará tiempo. Khemennu no era Dashlut.

Se pasó una mano por la mejilla dejándola manchada de barro y Kamose pensó en que el general había utilizado el pasado. Khemennu «era».

—Que los ciudadanos supervivientes se encarguen de los cuerpos —dijo—. Nosotros debemos seguir adelante. He enviado a los medjay a Nefrusi. ¿Cómo te fue con los príncipes, Hor-Aha?

El general sonrió con cansancio.

—No les di tiempo para discutir mis órdenes y después no habría tenido sentido hacerlo —dijo con sequedad—. Están atendiendo las necesidades de sus hombres.

—Muy bien. Ve a encargarte de las tuyas y luego haz transportar a los soldados a la orilla occidental. No deben comer ni dormir viendo lo que queda de Khemennu. No debemos darles tiempo a pensar en lo que se ha hecho, por lo que conviene que los alejes de la visión de la ciudad. Yo pienso zarpar y echar amarras esta noche cerca de Nefrusi. Concédele al ejército cinco horas de descanso y llévalos allí. Puedes retirarte.

Cuando el general se alejó, Kamose cogió el brazo de su hermano.

—Quiero rezar —dijo—. Acompáñame, Ahmose.

—¿Rezar? —repitió Ahmose—. ¿Dónde? ¿En el templo? ¿Te has vuelto loco?

—Olvidé la promesa que le hice a Aahotep —contestó Kamose en voz baja—. Necesito la indulgencia de este dios. He destrozado la ciudad y debo explicarle por qué. Llevaremos con nosotros a Ankhmahor y a una tropa de Valientes. Estaremos a salvo.

—De espadas y de dagas, tal vez, pero no de las miradas acusadoras de las mujeres y de los sacerdotes —replicó Ahmose—. Estoy cansado, hambriento y enfermo, Kamose.

No obstante, cruzó la cubierta detrás de su hermano y bajó con él al esquife que los llevó a la orilla.

El sol ya se había puesto detrás de las colinas del oeste pero los últimos rayos de su luz iluminaban con suavidad las paredes blancas de Khemennu, los ruidosos soldados que se empujaban para subir a las barcas, los cuerpos sin vida caídos sobre la arena y los grupos de mujeres que todavía se mantenían juntas. Kamose y Ahmose, rodeados por los Valientes del rey, se acercaron a las puertas en medio de una ola de silencio que les seguía a medida que eran reconocidos y reverenciados. Después, las charlas se reanudaron y ellos se introdujeron en el desorden que reinaba en la ciudad.

Con excepción de los hombres que arrastraban cadáveres hacia la orilla, Khemennu estaba desierta. No brillaba la luz de las velas en las sombras cada vez más profundas de los portales, que habían vomitado el contenido de las habitaciones a las calles de tierra. Cacerolas, telas manchadas, ornamentos, utensilios de cocina, juguetes de madera, todo lo revisado y luego descartado por los soldados había sido arrojado a las calles. Aquí y allá la oscuridad era perforada por llamaradas que llevaban consigo el olor a carne quemada o a madera chamuscada. Oscuros charcos que Ahmose supuso debían de ser orina de burro, se volvieron de un rojo profundo con la luz y, con una exclamación de asco, Ahmose se volvió para encontrarse a pocos centímetros con las paredes de una casa manchadas con la misma sustancia repulsiva. De vez en cuando, gritos o lamentos apenas articulados surgían de una oscuridad cada vez mayor y Ahmose agradeció con fervor ser precedido y seguido por guardias.

Para alivio de Kamose, la avenida que conducía al templo parecía no haber sufrido daños, y tampoco sus palmeras datileras, cuyas hojas mecía la brisa. Ningún soldado se había atrevido a profanar aquella zona. Como obedeciendo a un silencioso acuerdo, Ahmose y él comenzaron a caminar con mayor rapidez, pasaron bajo el pilón de Tot y entraron casi a la carrera en el amplio atrio exterior. Allí se detuvieron bruscamente. El gran espacio, rodeado de columnas, estaba lleno de gente. Mujeres y niños se apoyaban contra las paredes o permanecían sentados muy juntos, rodeándose con los brazos intentando consolarse. Algunos hombres estaban tendidos en mantas y sus quejidos armonizaban patéticamente con la melodía de silenciosos sollozos de muchas de las mujeres. Los sacerdotes se movían de un grupo a otro con lámparas y comida, y Kamose vio por lo menos a un físico arrodillado junto a una figura informe, con sus frascos de ungüentos y de hierbas junto a sus manos ocupadas.

Kamose lanzó un largo suspiro.

—Todavía arden lámparas en el atrio interior —dijo en voz baja—. Ankhmahor, quédate coa tus hombres bajo el pilón hasta que volvamos.

Con la manos en el hombro de su hermano comenzó a cruzar el atrio, y mientras lo hacía las cabezas se volvían a mirarlos, rostros indistintos en la penumbra reinante. Era imposible no percibir la creciente hostilidad que había en el aire.

—¡Asesinos! ¡Blasfemos! —dijo alguien, pero con tan poca vehemencia que pareció un pensamiento, y los demás no imitaron el ejemplo. Kamose apretó los dientes y la mano que tenía sobre el hombro de Ahmose.

El sonido de cánticos flotó hacia ellos ganando fuerza a medida que avanzaban.

—Los sacerdotes están entonando el himno de la noche —susurró Ahmose—. Pronto cerrarán el templo.

Kamose no contestó. La sensación de paz que le sobrecogió al entrar en el santuario había desaparecido, dejándolo frío y preocupado. Es muy tarde, pensó consternado. Tot no se dejará aplacar. Debí haberlo recordado. ¿Cómo es posible que lo olvidase? Perdóname, madre.

El cambio en el ambiente del atrio exterior o ese curioso grito apático debieron alertar a los hombres que estaban reunidos alrededor del Sumo Sacerdote en la entrada del santuario. Los cánticos vacilaron y se interrumpieron, y antes de que los hermanos pudieran entrar en el atrio interior se encontraron cara a cara con los servidores de Tot. Hubo un instante de silencio. A la luz de las lámparas, Kamose los estudió. Ojos oscuros e inexpresivos devolvieron su mirada. Entonces el Sumo Sacerdote se abrió paso entre ellos para acercarse.

—Te conozco, príncipe —dijo con voz ronca—. Recuerdo cuando eras un adolescente. Muchas veces venías a adorar al dios con tu familia cuando tu madre visitaba a su prima, una sacerdotisa de este templo. Pero ahora no traes adoración; traes tormentos y muerte. ¡Mira a tu alrededor! No eres bienvenido en este lugar sagrado.

Kamose tragó con fuerza, de repente tenía la garganta seca.

—Tot le dio Ma’at a Egipto junto con al don de la escritura —contestó con la mayor tranquilidad posible—. No he venido a discutir contigo, Sumo Sacerdote. He venido a humillarme ante el dios y a rogar su perdón por lo que le he hecho a esta ciudad en nombre de ese mismo Ma’at.

—¿Perdón? —preguntó el hombre con voz aguda—. ¿Quiere decir que estás arrepentido, príncipe? ¿Desharías el horror que has causado?

—No —replicó Kamose—. Lo que busco no es el perdón por mis actos. Quiero disculparme ante Tot por no haberle traído regalos y explicaciones antes de caer sobre Khemennu.

—¿Traes algún regalo?

—No —contestó Kamose mirando directamente el rostro furibundo del sacerdote—. Ya es muy tarde para eso. Sólo traigo el ruego de que me comprenda y la promesa de una cura para su Egipto.

—El que está enfermo eres tú, príncipe Kamose, no Egipto. —La voz del Sumo Sacerdote temblaba—. Ni siquiera te has lavado. Hay sangre en tus sandalias. ¡Sangre! ¿La sangre de Khemennu se te adhiere a los pies y quieres pisar este suelo sagrado? ¡El dios te repudia!

Kamose sintió que su hermano se ponía tenso y se disponía a hablar, y decidió impedirlo. Hizo un movimiento seco con la cabeza, se dio la vuelta y se alejó. Después de un instante de vacilación, Ahmose lo siguió. Cuando llegaron al pilón, Ankhmahor y los Valientes los rodearon y echaron a andar hacia el río.

La noche ya había caído por completo, y Kamose descubrió que se sentía al borde del pánico mientras avanzaban por las calles desordenadas cuyas negras sombras sin duda estaban habitadas por los espíritus de los caídos. Se sentía observado. Ojos invisibles siguieron su avance con malevolencia y tuvo que resistir el impulso de acercarse más a su hermano. Tot no me apoyará, pensó, pero no permitiré que eso importe. Tot es un dios de los días pacíficos, de la sabiduría en la prosperidad y de leyes de seguridad. Amón ha deseado que esto suceda. Amón protege al príncipe de Weset y su poder no es el poder reposado y de lento conocimiento. De ahora en adelante no me prosternaré ante ningún dios que no sea Amón. Debió de decir esas últimas palabras en voz alta, porque Ahmose lo miró.

—El que hablaba era el Sumo Sacerdote, no el dios, Kamose-le dijo. —Tot recordará la devoción de nuestra madre y la de su familia y no nos castigará.

—No me importa —replicó Kamose—. Amón será nuestra salvación. Debo comer algo enseguida, Ahmose, o me desmayaré sobre este suelo maldito.

Antes de subir al esquife que los conduciría a la embarcación, Kamose se quitó las sandalias empapadas en sangre y las arrojó al río. El olor acre a quemado llenaba el aire cuando las oyó golpear contra el agua. Ahmose comenzó a toser, pero se inclinó e hizo lo mismo.

—Comamos mientras los remeros nos alejan de aquí, Kamose —dijo—. Khemennu fue un asunto sucio. Nefrusi es una guarnición, allí la lucha será limpia.