Capítulo 1

Kamose se había hecho bañar y vestir en un estado de ánimo de consciente tranquilidad. De pie, en el centro de su aposento, su sirviente personal le había sujetado un shenti blanco alrededor de la cintura y le había calzado sencillas sandalias. Sus arcones estaban abiertos y vacíos, puesto que su ropa ya había sido embarcada en la nave. El pequeño sagrario que contenía una imagen de Amón ya estaba en su camarote. En el espacio del suelo que había ocupado había un cuadro de polvo. Sus lámparas, su taza favorita y su reposacabezas de marfil también lo esperaban en sus nuevos destinos. Casi todas sus alhajas habían desaparecido, utilizadas para comprar provisiones; pero Kamose cogió el pectoral que acababa de encargar y se lo puso alrededor del cuello. El contacto fresco del oro, que con lentitud se iba calentando al entrar en contacto con la piel, parecía arrojar sobre él un manto de divina protección. Levantó los dedos para coger al dios de la eternidad que descansaba en su pecho, en un gesto que ya se estaba convirtiendo en habitual.

—Envíame a Uni —le ordenó al sirviente que acababa de pintarle los ojos y cerraba la caja de cosméticos que también desaparecería de allí—. Alcánzame el casco. Yo mismo me lo pondré.

El hombre le pasó el casco y salió haciendo una reverencia.

A Kamose no le hacía falta espejo para ponerse el casco de cuero blanco sobre la frente. Sus protecciones le rozaban los hombros y el borde estaba agradablemente apoyado en su frente. Ponerse los brazaletes de jefe militar en las muñecas y abrocharse el cinturón del que colgaban su espada y su daga eran actos que había repetido en innumerables ocasiones; pero hoy, reflexionó sombríamente, era como si nunca hubiera hecho nada de esto. Hoy son los pertrechos de la guerra. Dirigió una sonrisa tensa a Uni cuando lo vio entrar.

—Akhtoy me acompañará —le dijo—. Por lo tanto, tú serás el mayordomo más antiguo. Es tu obligación mantener el orden en la casa, Uni, así como atender a las necesidades de mi abuela. Conoces las instrucciones que les he dejado a ella y a mi madre con respecto a la siembra de mi territorio, la vigilancia del río y los informes regulares que deben remitirme. Necesito también que me envíes informes. No —añadió con impaciencia al ver que la expresión de Uni cambiaba—, no te pido la información confidencial que ningún mayordomo leal se permitiría divulgar. Infórmame acerca de la salud de las mujeres, de su estado de ánimo, y dime hasta qué punto son capaces de afrontar los problemas administrativos que sin duda surgirán. Las echaré de menos —terminó diciendo en voz baja—. Ya lo estoy haciendo. Quiero verlas a través de tus palabras.

Uni asintió.

—Comprendo, Majestad. Cumpliré tus deseos. Pero si llegara a surgir un conflicto entre algo que tú deseas saber y que mi señora desea mantener en secreto, te desobedeceré.

—Desde luego. Dile a Tetisheri lo que te he pedido. Gracias.

Uni se aclaró la garganta.

—Ruego que tengas un éxito absoluto, Divinidad —dijo—, y que regreses pronto a la paz de este lugar bendito.

—Que así sea.

Despidió al mayordomo, lo siguió hasta el pasillo y luego salió con paso mesurado por la desierta sala de recepciones hacia la luz de la mañana.

Ya lo estaban esperando, agrupados al borde del embarcadero, a la sombra que daba la barca de juncos allí amarrada; la embarcación de Kamose, cuya cubierta vibraba por la actividad frenética de hombres a quienes les queda poco tiempo. A derecha e izquierda, a lo largo de las orillas del Nilo, las demás embarcaciones despedían el olor dulce y un poco rancio de los juncos con que estaban construidas. Más allá de la familia, a lo largo del sendero del río, los reclutas formaban filas en medio de nubes de polvo y de una algarabía que se mezclaba con el rebuzno de los burros cargados y los gritos de los oficiales. Pero alrededor del solemne y pequeño grupo había silencio.

Kamose se les acercó con rapidez y ellos lo vieron llegar, con los rostros serios y los ojos llenos de esa mezcla de incomodidad y gravedad que él también sentía. Ahmose-Onkh era el único que se quejaba en brazos de su niñera, hambriento y aburrido. Con el corazón apesadumbrado, Kamose notó que las mujeres se habían arreglado con tanto esmero como si hubieran sido invitadas a una fiesta real. Sus vestimentas de hilo casi transparentes, los rostros pintados y las pelucas engrasadas habrían podido parecer insólitas en aquel momento del día, pero servían para elevarlas por encima del ruido y del polvo, para alejarlas de la alta mole de la embarcación y de las aguas todavía oscuras que tenían muy cerca, apartándolas de aquel momento y de aquella circunstancia para ponerlas en otro plano, más misterioso. Al acercarse a ellas y detenerse, Kamose recordó las reuniones familiares en las ceremonias fúnebres.

Durante unos instantes se limitaron a mirarlo y él, a su vez, las miró. Tenían mucho y a la vez nada que decirse, cualquier palabra que arrojaran al aire fresco sonaría inevitablemente superflua. Sin embargo, las emociones que llenaban a cada uno de ellos (amor, ansiedad, miedo, dolor por la separación) reducían el espacio entre ellos y, en definitiva, acercaban sus cuerpos. Con los brazos enlazados para mantenerse unidos y las cabezas bajas, se balanceaban con lentitud como si fuesen también una embarcación egipcia a la deriva por aguas desconocidas. Cuando se separaron, los ojos de Aahmes-Nefertari estaban llenos de lágrimas y su boca pintada con alheña temblaba.

—El Sumo Sacerdote ya está en camino —anunció—. Envió un mensaje. El toro que eligieron para sacrificar esta mañana murió durante la noche, y no creyó que quisieras elegir otro. Es un presagio terrible.

El pánico se le clavó a Kamose como un cuchillo y no luchó contra el repentino dolor que le causó.

—Para Apepa, no para nosotros —objetó con firmeza—. El usurpador se apropió del título de los reyes, Poderoso Toro de Ma’at, y al sacrificar un toro no sólo habríamos invocado a Amón en nuestra ayuda, sino también llevado a cabo el primer acto para destruir el poder de los setiu. Sin embargo, el toro ha muerto solo. No hay necesidad de cortarle el cuello aquí, en el embarcadero. Es un buen presagio, Aahmes-Nefertari.

—A pesar de todo, debes impedir que los soldados lo sepan, Kamose —interrumpió Tetisheri—. Son seres muy simples para llegar a una conclusión tan sofisticada y lo considerarán el augurio de un futuro desastre. Cuando hayas partido, revisaré personalmente las vísceras de esa bestia y ordenaré que sea incinerada para que no se mantenga ninguno de los efectos negativos que pudiera tener su muerte. No olvides el halcón, Aahmes-Nefertari, y trata de no sobresaltarte y temblar ante cada señal o terminarás viendo augurios en los restos de tu vino y calamidades en el polvo que haya bajo tu lecho.

La dureza de sus palabras fue suavizada por la sonrisa poco habitual que se dibujó en su rostro ajado.

—Todos creéis que no puedo ser fuerte —dijo la muchacha—. Pero os equivocáis. No olvido al halcón, abuela. Un día mi marido será rey y yo seré reina. Es por Kamose por quien me sobresalto y tiemblo, no por Ahmose ni por mí, y él lo sabe. Le quiero. ¿Cómo no temer y observar los presagios que nos hablan de victoria o de derrota? Sólo digo en voz alta lo que todos vosotros pensáis.

Se volvió hacia Kamose, levantando la barbilla.

—No soy una criatura, querido hermano —dijo con tono desafiante—. Demuestra que el presagio está equivocado. Ejerce el sagrado poder de un rey ante el que todos los presagios de fracaso se funden en la nada.

Kamose no pudo contestar ante la fuerza de sus palabras y la expresión de dolor de su rostro. Se inclinó y la besó. Luego se volvió hacia su madre. Aahotep estaba pálida bajo el maquillaje.

—Soy una hija de la luna —dijo en voz baja—, y mis raíces están en Khemennu, la ciudad de Tot. Teti es mi pariente. Tú lo sabes, Kamose. Si te preguntas qué harás allí, si temes administrar justicia porque la sangre de Teti es también la mía, no te preocupes. Si la ciudad se muestra desobediente, púrgala. Si Teti se enfrenta a ti, mátalo. Pero antes de actuar contra cualquiera de ellos, ofrece un sacrificio a Tot. —Una ligera y amarga sonrisa torció sus facciones—. No dudo que el dios de mi juventud espera con ansiedad la limpieza que traerá tu espada. Sin embargo, te ruego que, si puedes, tengas piedad de Ramose. Por el bien de Tani. No estaba en su mano impedir que Apepa le prometiera nuestro territorio a su padre una vez que hubiera desperdigado a esta familia. —Su sonrisa se congeló mientras trataba de controlarse—. No cabe duda de que llegarán muy pronto al Delta las noticias de tu insurrección. No nos atrevemos a pensar lo que eso significará para Tani. Pero debemos esperar que Apepa no sea tan necio como para ejecutarla y que Ramose, si se le perdona la vida, todavía la ame y trate de salvarla.

—Por ti haré todo lo posible por razonar con Teti —respondió Kamose con un nudo en la garganta—. Sin embargo, ambos sabemos que no es posible confiar en él. Si lo mato, será como último recurso. En cuanto a Ramose, su actitud en esto es responsabilidad suya, pero me sobrecojo ante la posibilidad de destruirlo. La elección ante la que se verá será dura.

—Gracias, hijo mío. —Se inclinó esforzándose para coger a su nieto y lo sostuvo con fuerza; Kamose sintió entonces que su abuela le agarraba la muñeca. Los dedos de la anciana eran como tenazas.

—Tú y yo nos entendemos muy bien —dijo—. Ninguna palabra suave en la despedida podrá ocultar que vas hacia el norte para bañar con sangre este país. Tu brazo se cansará y tu lea se sentirá enfermo. Cuida que no muera. Tienes mi bendición, Kamose Tao, rey y dios. Te quiero.

Sí, pensó él cuando la mirada astuta y clara de su abuela se encontró con la suya. Soy tu hijo en el espíritu, Tetisheri. Comparto el orgullo y la temeridad que endurecen tu espinazo y te mantienen la sangre caliente en las venas. Sencillamente la miró y asintió mientras ella retrocedía, satisfecha.

Cuando el Sumo Sacerdote se les acercó, la agitación dio paso a un repentino silencio entre los que le rodeaban. Los soldados que ocupaban el sendero se apartaron para dejar paso a él y a los suyos, y se inclinaron respetuosos antes de cerrar filas. Amonmose vestía con toda la pompa. La piel de leopardo de su rango sacerdotal cruzaba su hombro cubierto de blanco y en la mano llevaba el báculo con contera de oro. Los jóvenes sacerdotes que lo flanqueaban sostenían incensarios encendidos y el olor acre de la mirra llenó las fosas nasales de la familia en el momento en que le ofrecieron sus respetos. Ahmose, que durante todo aquel tiempo había permanecido en silencio y muy cerca de Aahmes-Nefertari, con las piernas muy abiertas y los ojos con expresión grave bajo el casco, susurró a Kamose:

—No ha traído sangre ni leche para mezclar bajo nuestros pies cuando partamos.

—Es lo correcto —contestó Kamose, también en susurros—. El toro murió y no debemos partir con la leche de la bienvenida pegada a las suelas de nuestras sandalias. Sólo nos hace falta la voluntad protectora de Amón.

—Tengo miedo, Kamose —murmuró Ahmose—. Después de tanto planearlo, prepararnos y hablar, ahora todo parece irreal. Pero el momento ha llegado. Hoy, esta mañana, bajo el deslumbrante sol, partimos al encuentro de nuestro destino y todavía me parece estar soñando. Debería estar cazando en los pantanos y sintiéndome hambriento, en lugar de ir vestido de jefe militar y rodeado por un ejército. ¿Nos hemos vuelto locos?

—Si lo estamos, es la locura de quienes responden a la voz del destino-contestó Kamose convencido de que nadie lo escuchaba, porque el Sumo Sacerdote iniciaba ya sus oraciones. —A veces no se trata de una llamada, Ahmose. A veces es un difícil imperativo y resulta muy arriesgado no obedecer. Comprendo que estamos arrinconados en ese lugar tan inhóspito, y no vale la pena desear haber nacido en una época más segura y menos turbulenta. Debemos justificarnos ante los dioses aquí, ahora, en este día, en este mes. Me resulta tan odioso como a ti.

—¿Seremos recordados como los salvadores de Egipto o por el contrario seremos vencidos y desapareceremos en la oscuridad de épocas futuras? —murmuró Ahmose, hablando más para sí mismo que para su hermano, y ambos se irguieron a la vez cuando Amonmose se volvió hacia ellos sujetando su báculo, y comenzó a entonar los cánticos de bendición y de victoria. En las barcas y en el duro sendero, los soldados se arrodillaron en silencio mientras que en el este, Ra, ya liberado de las garras del horizonte, derramaba su luz dorada sobre la vasta asamblea y en lo alto, como una mota oscura, un halcón se balanceaba en el viento de su aliento y los observaba.

Cuando terminó la ceremonia, Kamose dio las gracias al Sumo Sacerdote, le recordó que rezara a Amón todos los días por el ejército, besó a los integrantes de su familia y, después de dirigir una última mirada a la pacífica casa bañada por el sol, más allá del emparrado y de las palmeras, subió rápidamente la rampa de su embarcación seguido por Ahmose. Los oficiales le recibieron con una reverencia y, a un gesto suyo, Hor-Aha dio la orden de subir la rampa e iniciar el viaje. Liberada de sus ataduras, la embarcación se alejó con rapidez de las escaleras del embarcadero. El timonel cogió el timón con ambas manos. Kamose y Ahmose se instalaron en la popa, donde los juncos les llegaban a la altura de la cintura. Las demás embarcaciones ya maniobraban hacia el centro del río con la proa hacia el norte.

Ahmose levantó los ojos y, siguiendo su mirada, Kamose observó que la brisa cada vez más fuerte de la mañana agitaba la bandera situada al final del mástil y la desplegaba, revelando los colores reales de Egipto: el azul y el blanco. Sobresaltado, Kamose dirigió una mirada inquisitiva a su hermano. Ahmose se encogió de hombros, sonriente.

—Ninguno de nosotros pensó en este detalle —dijo—. Apostaría que es obra de nuestra abuela.

Kamose miró a la orilla. La distancia que separaba la cubierta del embarcadero, donde se apiñaba su familia, era ya muy grande y la visión se distorsionaba por el brillo del agua. Parecían tan pequeños, allí de pie, tan indefensos y vulnerables, que se le encogió el corazón de pena, por ellos, por sí mismo, por el país que estaba a punto de sumir en la guerra.

Entonces vio que Tetisheri se alejaba de los demás y levantaba un puño. La luz del sol brilló en sus pulseras de plata mientras se le deslizaban por los brazos y el viento ajustaba su vestido de hilo a su cuerpo enjuto. El gesto de su abuela era tan desafiante y arrogante que la sensación de pena desapareció. Kamose respondió alzando los dos puños y comenzó a reír mientras su hogar se alejaba y desaparecía de su vista.

—Tengo hambre —le dijo a Ahmose—. Vamos al camarote a comer. El trayecto hacia Qebt será fácil y navegaremos casi todo el tiempo por nuestro territorio. ¡Hor-Aha, únete a nosotros!

Ya ha empezado, pensó exultante. La suerte está echada. Levantó la cortina del camarote, la sujetó para que quedara abierta y se dejó caer sobre los almohadones. Akhtoy hizo chasquear los dedos en dirección al ayudante del cocinero que esperaba para informar a su amo de lo que se le podía ofrecer. Ahmose manoseaba el bastón de caza que colgaba de su cintura, mientras cruzaba las piernas y se sentaba junto a su hermano.

—Tuve que traerlo —explicó ante la mirada de asombro de Kamose—. Nunca se sabe. Quizás se nos presente la oportunidad de cazar. Aunque sin Turi no será lo mismo.

—No, no lo será —contestó Kamose—. Turi y tú habéis cazado y pescado juntos desde pequeños. Espero que me hayas perdonado por haberlo enviado con su familia al sur, lejos de todo peligro. La habilidad de su padre como albañil especializado en la planificación y construcción de fortalezas de piedra es poco común hoy en día, y me puede resultar muy útil más adelante. Hace muchos hentis que nadie aprovecha esa experiencia, pese a que los conocimientos fueron pasando de generación en generación en la familia de Turi.

Ahmose asintió.

—El padre de Turi se ha conformado con construir muelles —le aseguró a Kamose—. No les tiene ningún respeto a los setiu, que desprecian la piedra y edifican sus defensas con adobe. Ni siquiera tienen interés en construir monumentos de piedra. Bajo sus aires de grandeza son muy poco civilizados.

—De todos modos —acotó Kamose con aire sombrío—, me han dicho que los muros de los fuertes setiu son muy altos y tan resistentes como los de piedra. Ya veremos. ¿Hay pan fresco? —le preguntó al paciente sirviente—. ¿Y queso? Bien, comamos.

La flotilla llegó a Qebt al comienzo de la tarde y al poco rato de su llegada se presentó el príncipe Intef, seguido de sus oficiales. Kamose respondió con cortesía a la reverencia de los recién llegados, ocultando el alivio que le produjo que Intef lo invitara a tomar un refrigerio en su casa. Tenía el secreto temor de que los príncipes que habían acudido a Weset convocados por él, hubieran vuelto a sus casas con un débil entusiasmo que se disiparía rápidamente en los ratos de solitaria reflexión junto a los estanques llenos de peces, pero por lo menos allí había un gobernador que respondía a las peticiones de su señor.

Después de saludar a la esposa y a la familia de Intef y de beber la taza de vino que se le ofreció en el fresco salón de recepciones del príncipe, Kamose mandó llamar a sus escribas de reclutamiento, a los de asambleas y a Hor-Aha. Luego él, Ahmose e Intef se retiraron al despacho del último para hablar de sus asuntos.

—La división de infantería no nos alcanzará hasta bien entrada la noche —le dijo a Intef mientras se instalaban alrededor del escritorio de éste—. En cuanto se haya efectuado el recuento de tus aportaciones, quiero ir en esquife hasta Kift y hacer mis preces allí, en el templo. Sólo está siete estadios río abajo y, sin lugar a dudas, Min es una representación de Amón y debe recibir mi homenaje. ¿Ya has delegado tu autoridad? ¿Estás preparado para zarpar con nosotros?

Intef asintió.

—Lo mejor que he podido, Majestad —replicó—. Este territorio quedará en las manos capaces de mi gobernador ayudante en Kift. La siembra ha comenzado. La completarán las mujeres. —Cambió de posición en la silla—. Ha habido una considerable confusión entre los reclutas —añadió con franqueza—. Me ha resultado muy difícil explicarles por qué deben abandonar sus hogares y marchar contra individuos a quienes consideran sus compatriotas desde hace mucho tiempo. Muchos se negaron y mis oficiales se vieron prácticamente obligados a arrastrarlos al río. Tampoco hemos tenido tiempo de entrenarlos. Los encontrarás poco disciplinados.

—Los distribuiré entre los hombres de Weset —contestó Hor-Aha, pese a que la mirada culpable de Intef estaba fija en Kamose—. Mezclados con ellos, aprenderán con rapidez tanto la disciplina como los motivos de nuestra marcha.

Se produjo un silencio corto e incómodo. La mirada de Intef se clavó en el medjay y se volvió inexpresiva.

—Es posible que no reciban con agrado las órdenes que les impartan oficiales que no sean del territorio de Herui —comentó con cautela.

Kamose intervino con rapidez en aquel momento de velada hostilidad.

—Les estoy pidiendo mucho a tus campesinos y a tus leales oficiales, Intef —dijo en tono tranquilizador—. Tu autoridad no será usurpada. Tus jefes militares tendrán que responder ante ti y serás tú quien comande tus tropas en la batalla, pero bajo mi dirección. A veces, esas órdenes las recibirás de boca del príncipe y general Hor-Aha. Te pido que me perdones si te recuerdo que ni tú ni tus oficiales, y menos aún tus campesinos, habéis visto acciones militares ni participado en ellas desde hace muchos años, mientras que él sí lo ha hecho.

—Pero, sin duda, la cacería de los integrantes de la tribu kushita en ese maldito desierto no tendrá nada que ver con una campaña contra ciudades civilizadas— replicó Intef con frialdad.

Kamose suspiró imperceptiblemente. Me lo temía, pensó con resentimiento. ¿Tendremos que enfrentarnos a las mismas mezquindades con Lasen y Ankhmahor y los demás, antes de poder lograr un ejército egipcio unificado?

Hor-Aha había cruzado los brazos y se inclinó hacia atrás, con la cabeza ladeada.

—Intentemos ser todos sinceros, príncipe —dijo con tranquilidad—. Yo no te gusto y no confías en mí. Soy negro y extranjero. ¿Con qué derecho seré el jefe militar de los egipcios de mi señor? ¿Qué derecho tengo al título que se me ha concedido recientemente? Pero lo que tú opines de mí no me importa. Sólo piensa que, al denigrarme, demuestras desconfianza en el juicio de tu rey porque él ha considerado conveniente nombrarme general y elevarme a la nobleza. Y lo ha hecho porque tengo experiencia en esas escaramuzas del desierto de las que tú no sabes nada, y porque sé controlar a los hombres. Con gran alegría me pondré a tus órdenes si puedes demostrar que en ese campo tus conocimientos son superiores a los míos y, si Su Majestad lo desea, renunciaré a mi autoridad. Hasta entonces, ¿no basta saber que luchamos por una causa en la que ambos tenemos comprometido el corazón? ¿No podemos trabajar como hermanos?

Esa palabra le resultará a Intef difícil de tragar al ver la piel negra y los ojos renegridos de Hor-Aha, pensó Kamose. Sin embargo, Hor-Aha ha sido inteligente al plantear sus comentarios como preguntas. Intef tendrá que responder.

Pero antes de que éste pudiera hacerlo, intervino Ahmose. Hasta entonces había escuchado con inquietud, cambiando de postura en la silla y tamborileando ruidosamente con los dedos en la mesa. En aquel momento puso los pies en el suelo y se inclinó hacia delante.

—Considéralo así, Intef —dijo con tono tranquilo—. Si vencemos y logramos llegar a Het-Uart, este medjay habrá prestado un gran servicio a todos los nobles de Egipto. Y, que los dioses no lo permitan, si fracasamos, podrán echarle toda la culpa porque fue él quien trazó la estrategia para Kamose y para mí. De una u otra manera, la responsabilidad pesa sobre sus espaldas. ¿Realmente quieres tenerla sobre las tuyas?

Esa vez el silencio fue de incredulidad. Intef miró a Ahmose con dureza y Kamose estuvo a punto de contener el aliento. Has ido muy lejos, le advirtió mentalmente a su hermano. ¿Eres así de simple, querido Ahmose, o comprendes mejor que yo el uso de la sinceridad fingida? Hor-Aha estaba relajado, era imposible descifrar su expresión.

De repente, Intef lanzó una carcajada.

—Tienes razón, príncipe, y yo me comporto como un necio. Es una decisión sensata poner a los campesinos de este territorio junto a los tuyos, y si tú o Vuestra Majestad —al decirlo se inclinó ante Kamose— lo hubierais propuesto, habría aplaudido tanta sabiduría. Pero me gustaría mandar a mis hombres en cualquier batalla que Apepa nos presente.

—De acuerdo. —Kamose asintió. Ahmose había vuelto a su ausente inquietud y, sin duda, Hor-Aha se dio cuenta de que no convenía que sonriera.

—¿Cuántos hombres has reunido? —le preguntó Kamose a Intef.

—Entre Qebt, Kift y los alrededores del territorio, dos mil doscientos —contestó Intef sin vacilar—. También he ordenado abrir los graneros para el escriba de asambleas, pero te ruego, Majestad, que no cojas más de lo necesario. Debe quedar algo de Egipto cuando todo esto termine.

En aquel momento los interrumpió el mayordomo de Intef para anunciar la llegada de ambos escribas, y Kamose y Ahmose se levantaron para salir.

—Ahora iré al templo de Kift —dijo Kamose—. Hor-Aha, encárgate de distribuir a los hombres de Intef y ordénale a Paheri que requise las embarcaciones disponibles. Cuantas más tropas podamos embarcar, con más rapidez nos moveremos.

—Pudo haberse convertido en un enfrentamiento —comentó Ahmose mientras salían al cegador sol de la tarde—. Tal vez sería prudente limitar la autoridad de Hor-Aha sólo a los medjay.

—¡No pienso poner en peligro nuestro éxito para complacer a un príncipe mezquino! —replicó Kamose—. Hor-Aha ha demostrado muchas veces que es amigo nuestro y un soldado leal a nuestra familia, y por lo tanto a Egipto. Seguirá siendo jefe supremo bajo mis órdenes, Ahmose, y los nobles deberán acostumbrarse a ello.

—Creo que te equivocas, Kamose —objetó su hermano en voz baja—. Hostiga a los nobles y ofenderás a alguien más que a unos pocos hombres. También perderás la confianza de sus oficiales. La escena que acabamos de presenciar se repetirá con Lasen y los otros a medida que vayamos hacia el norte. Hor-Aha comprendería que limitaras su poder, por lo menos hasta que Egipto esté seguro.

—¡No ofenderé a un amigo! —exclamó Kamose acalorado. Ignoraba por qué las palabras de Ahmose habían causado su enfado. No sólo era porque temía que tal vez su hermano tuviera razón, sino por algo más, algo oscuro—. Ellos han permanecido sentados en sus palacios, bebiendo vino y comiendo el producto de sus territorios, contentos en su anonimato, quizás hasta agradecidos mientras Apepa se burlaba de nuestro padre y se esmeraba en destruirnos. Pero Hor-Aha ha arriesgado muchas veces su vida por nosotros mientras ellos permanecían apartados y daban las gracias por no estar involucrados. ¡Tienen suerte de que no los censure con dureza en lugar de tranquilizarlos!

Ahmose lo cogió del brazo y lo obligó a detenerse.

—¿Qué te pasa? —preguntó con tono urgente—. ¿Qué te ha hecho perder el sentido común, Kamose? Necesitamos con desesperación la cooperación de los príncipes y la buena voluntad de sus hombres. Eso lo sabes. Mantén a Hor-Aha en su posición actual si ésa es tu decisión, pero deberías hacerlo con un poco de tacto. ¿De dónde salen esa furia y esa mordacidad?

Kamose agachó los hombros. Entrecerró los ojos para mirar el azul profundo del cielo y luego sonrió a Ahmose.

—Perdóname —dijo—. Tal vez envidie la falta de verdadera preocupación de nuestros nobles cuando nuestra necesidad de venganza arde sin cesar en mi interior. Todo está en mi cabeza. Ma’at se levantará o caerá con mis decisiones y me afecta tener que cargar con un peso tan grande. Entremos en el sagrado recinto de Min y trataré de dejar parte de mi furia a los pies del dios.

Custodiados por su guardia personal, embarcaron en un esquife y remaron río abajo hasta Kift. La ciudad, más grande y activa que Qebt, soñaba con serenidad durante la hora de la siesta y ambos pudieron completar en paz sus oraciones. Cuando volvieron a Qebt no encontraron señales de los soldados de infantería, pero los muelles eran una confusión de polvo, hombres y burros de carga entre los cuales Hor-Aha les dirigió un saludo lejano y siguió dictando a su escriba.

Kamose y Ahmose se retiraron a la relativa tranquilidad del camarote. Ahmose pronto se durmió tendido en los almohadones, pero Kamose seguía obsesionado, con la barbilla en las rodillas y los ojos fijos, que no veían la forma inconsciente de su hermano. Dos divisiones y media, pensó. Eso está bien. El próximo lugar es Aabtu. Me pregunto cuántos hombres habrá reunido Ankhmahor. Es un príncipe más fuerte que Intef, más quisquilloso en lo que se refiere a sus prerrogativas, pero más inteligente. Creo que no permitirá que ningún prejuicio contra Hor-Aha nuble su claridad de juicio.

A diferencia de ti, le dijo una voz interior. ¿Sabías que dentro de ti habita, como un áspid, un desprecio absoluto por la sangre azul del sur de Egipto? ¿Cuántos hombres?, se obligó a dirigir sus pensamientos a la logística de la campaña. ¿Y cuándo tendré que comenzar a enviar exploradores? ¿En Badari? ¿Djawati? Mañana dictaré mensajes para las mujeres. ¿Puedo dar mejores raciones a las tropas con la esperanza de que tendremos comida disponible a lo largo del Nilo? ¿Habrá ordenado Hor-Aha que se reúnan todas las armas que haya aquí, en Qebt? Empezaba a dolerle la cabeza. Abandonó el camarote con los suaves ronquidos de Ahmose, le pidió cerveza a Akhtoy y se refugió en la sombra que arrojaba la proa curva de la embarcación para esperar noticias del resto de su ejército.

Éste llegó a Qebt después de la puesta del sol y los hombres cansados se dejaron caer a la orilla del río donde recibieron comida y bebida. Kamose, Ahmose e Intef acababan de terminar su cena, sentados en cubierta bajo la tenue luz amarilla que arrojaban las lámparas que colgaban de la borda y del mástil, Hor-Aha se les acercó y les hizo una reverencia. Ante un gesto de Kamose, se sentó con las piernas cruzadas y aceptó la taza de vino que le ofreció Akhtoy.

—Están cansados y doloridos por la marcha —dijo en respuesta a la pregunta de Ahmose—, pero mañana ya se habrán recuperado. Nuestro jefe de reclutas ya está dividiendo a los hombres de este territorio y reuniéndolos con los demás. —Se volvió hacia Intef—. Está trabajando con uno de tus oficiales, príncipe. Agradezco tu generosidad en este asunto. —Y añadió dirigiéndose a Kamose—: El instructor de reclutas espera que al menos le permitas entrenarlos durante dos días, Majestad. ¿Qué debo contestarle?

Kamose suspiró.

—Deben aprender todo lo que puedan mañana, mientras marchan —contestó—. Si nos demoramos en cada parada, no llegaremos al Delta antes de que Isis llore y la inundación podría significar un completo desastre. No, Hor-Aha. Lo lamento. Debemos atenernos a nuestro plan original. Los medjay y todos los soldados que tengan sitio en las embarcaciones que nos ha proporcionado Intef saldrán para Aabtu al amanecer. Hay un día de navegación desde aquí hasta Quena, y tres hasta Aabtu. Eso significa mucho más tiempo para los de infantería. —Se detuvo pensativo—. ¿Y si entre Quena y Aabtu, mientras yo me adelanto para encontrarme con Ankhmahor, los soldados nos alcanzan, duermen una noche entera y son allí sometidos a una instrucción rudimentaria?

—No podrá ser, Majestad. Necesitamos balsas y no tenemos ninguna —dijo Intef.

—Debemos arreglarnos lo mejor posible —intervino Ahmose—. Por el momento, la velocidad es menos importante que la necesidad de organizamos bien. Tu idea es buena, Kamose.

—El ejército no debe estar en estado de alerta hasta Dja-Wati —señaló Hor-Aha—. A pesar de que aparentemente todo Egipto está bajo el control de Apepa, de Qes hacia el sur no se ha molestado en dejar guarniciones en las ciudades. De Dja-Wati hasta Qes no hay más que unos treinta y tres estadios. Después de Qes, hacia el norte, está Dashlut y creo que allí es donde podremos encontrar nuestra primera oposición verdadera. Relajemos nuestro paso, señores, para que los hombres puedan prepararse y para que podamos asimilar con mayor facilidad los que nos proporcionen los demás príncipes.

Kamose asintió en señal de conformidad y pensó en Qes, aquel lugar maldito donde el ejército de su padre fue atacado y vencido.

—¿Existe alguna señal de que Apepa se haya enterado de nuestro viaje? —preguntó dirigiéndose a todos en general—. ¿Ha sido arrestado algún heraldo en el río?

Intef negó con la cabeza.

—No. Ha habido poco tráfico en el río. En el Delta todavía se festeja el Aniversario de la Aparición de Apepa y los asuntos oficiales se han suspendido por el momento. Creo que podremos llegar a Khemennu antes de que se dé la alarma.

Khemennu, volvió a pensar Kamose. Otro nombre que añadir a su ansiedad. ¿Qué haré allí? ¿Qué hará Teti?

Imaginó el rostro de su madre, pálido e implacable, y se llevó el vino a la boca y bebió con rapidez.

Zarparon al amanecer, dejando un Qebt adormilado que se hundió en el horizonte mientras Ra se alzaba sobre él. Los soldados que se alineaban en la orilla sacudían y doblaban sus mantas mientras los sirvientes del ejército se movían entre ellos con las raciones matinales. Intef, a quien Kamose dio la oportunidad de elegir, prefirió permanecer con sus campesinos para tranquilizarlos. Se quedó consigo a la mayoría de sus oficiales.

—Os alcanzaré después de Quena —prometió—, y para entonces mis hombres ya no tendrán necesidad de verme. ¡Ojalá tuviéramos carros, Majestad!

Carros, caballos, más hachas y espadas y más embarcaciones, pensó Kamose. Se despidió amistosamente del príncipe y se preparó para un día de inactividad e inquietud en el agua.

Dos noches y un día después, el Nilo doblaba hacia el oeste antes de enderezar su curso hacia Aabtu y allí las embarcaciones se detuvieron en la orilla oriental. Kift y Quena habían quedado atrás, y Kamose examinó con satisfacción el arenoso aislamiento que tenía enfrente. Allí cambiaba el panorama de verdes campos, canales rodeados de palmeras y pequeñas ciudades que por lo general descansaban los ojos del viajero, y el desierto se apresuraba en una sucesión de dunas hasta la orilla misma del río. Ninguna sombra aliviaba la visión de la arena caliente y de un cielo ardiente. Ninguna sombra de seres humanos o de bueyes vagabundos se movía sobre él. Sería un lugar perfecto para un par de días de instrucción militar. Kamose se volvió hacia Hor-Aha, que estaba en silencio a su lado.

—Saldré hacia Aabtu en el acto —anunció—. Llevaré conmigo a los Seguidores. Debería llegar allí mañana por la noche. Cuando lleguen las tropas de infantería, déjalas descansar brevemente y luego ponías a trabajar. Mantenlos lejos de los medjay, Hor-Aha. Lo último que queremos son las peleas que la ignorancia de esos hombres pueda incitar.

—Te preocupas sin necesidad. Majestad —comentó el general—. Unas cuantas batallas les enseñarán a todos, tanto a egipcios como a medjay, que se complementan los unos a los otros. Creo que enviaré a los medjay al desierto con sus oficiales. Tienen necesidad de sentir tierra firme bajo sus pies durante un tiempo. ¿Llevarás contigo al príncipe Ahmose?

Kamose vaciló antes de asentir al recordar la sorprendente actitud de su hermano, que modificó la postura de Intef en Qebt, y pensó que no conocía bien a Ahmose. Aquel joven de alegre disposición, enamorado de la caza, de la natación y de las sencillas delicias de la vida en familia, maduraba misteriosamente. Kamose apartó la mirada de la visión árida y comenzó a impartir sus órdenes.

Aabtu estaba en la orilla occidental y, cuando su embarcación se acercó a las amplias escaleras del embarcadero de la ciudad, Kamose se alarmó al ver una multitud de hombres que se movían en el aire polvoriento y rojo de la puesta del sol. Sus pensamientos volaron hacia el norte. Apepa estaba enterado de su intento. Esos hombres eran soldados setiu y Ahmose y él serían ejecutados de inmediato. Pero Ahmose dijo:

—Es un espectáculo espléndido, Kamose. Por lo visto, Ankhmahor ha reunido una fuerza aún mayor que la de Intef.

Con esas palabras Kamose volvió en sí con una carcajada temblorosa.

—Gracias a los dioses —consiguió decir—. Temí que… —Ahmose hizo una seña y pusieron la rampa.

—Todavía no —dijo en voz baja cuando ambos bajaron a la orilla rodeados por los Seguidores—. Todavía tenemos algo de tiempo.

El silencio comenzó a rodearlos cuando la multitud reconoció los símbolos que Kamose llevaba en el pecho. Muchos cayeron de rodillas y muchos más se inclinaron respetuosamente.

—Aabtu no es tan provinciana como Kift y Qebt —continuó diciendo Ahmose—. Después de todo, aquí está enterrada la cabeza de Osiris y todos los años vienen muchos peregrinos al templo para presenciar las representaciones sagradas. Aquí también se venera a Khentiamentiu, éste es un lugar sagrado.

Habían dejado atrás la orilla y caminaban junto a un canal que conducía al templo de Osiris y a la residencia de Ankhmahor, situada al lado mismo. Tras el círculo protector de los guardias, las mujeres y los niños del pueblo corrían a verlos y luego se alejaban avergonzados. Kamose vio que un oficial se abría paso hacia ellos. Obedeciendo una orden suya, los Seguidores lo dejaron pasar. El hombre hizo una profunda reverencia.

—Mi señor me dio instrucciones de estar atento a tu llegada, Majestad —explicó—. Ya hace una semana que estamos listos para recibirte. Mi señor acaba de llegar a casa desde el templo. Con tu permiso, le avisaré de que estás aquí.

—Antes de encontrarme con el príncipe, me gustaría presentarle mis respetos a Osiris —replicó Kamose—. Di a tu señor que lo veré dentro de un rato. Por la mañana no habrá tiempo. El santuario todavía debe de estar abierto —añadió dirigiéndose a Ahmose mientras el hombre se inclinaba ante ellos y se retiraba.

El Sumo Sacerdote los recibió con expresión seria. El santuario estaba efectivamente abierto y él se disponía a entonar las oraciones de la tarde antes de encerrar al dios hasta la mañana siguiente. Kamose y Ahmose se le unieron, se postraron ante la imagen y Kamose avanzó hasta el pequeño tabernáculo que su antepasado Mentuhotep-neb-Hapet-Ra, había erigido para la gloria del dios. Con el rostro apoyado en el suelo de piedra, Kamose no rezó tanto a la deidad más reverenciada de Egipto como al rey cuya sangre corría por sus venas y que había edificado el viejo palacio en los antiguos días de preeminencia de Weset. Su templo mortuorio estaba cerca del acantilado de Gurn, en la orilla occidental, frente a Weset, otro lugar donde los sueños de los vivos se mezclaban con las sonoras sugerencias de los muertos. Kamose le suplicó que lo ayudara y tuvo la sensación de que allí, en las tinieblas cada vez más profundas, entre el perfume de flores marchitas y de incienso rancio, el ka de su padre se le acercaba y la presencia de su antepasado real flotaba, llevando consigo una paz temporal.

Los dos hermanos salieron a las últimas luces del anochecer, pero la extraña tristeza de aquel momento del día se disipaba bajo la fuerza de las fogatas y de las brillantes antorchas.

—Tengo hambre —dijo Ahmose—. Espero que el príncipe nos ofrezca una buena cena.

El hombre que se les había acercado antes los esperaba. Se destacó entre las sombras del atrio exterior de Osiris, les hizo una reverencia y les pidió que le siguieran.

La propiedad de Ankhmahor no quedaba lejos de allí. El jardín del príncipe resplandecía por una multitud de lámparas, bajo cuya luz el propio Ankhmahor se acercó a saludarlos con rapidez, mientras sonreía y se inclinaba ante ellos.

—Majestad, Alteza, me alegro de veros —dijo—. Si deseáis refrescaros, la casa de baños está lista y mi mayordomo me informa que pronto servirán la cena. Decidme lo que deseáis hacer.

En los modales y el tono del príncipe no existe la cautela de Intef, ni tampoco su deferencia, reflexionó Kamose mientras le daba las gracias a Ankhmahor y pedía que lo condujeran a la casa de baños. Los dominios de Ankhmahor hablaban de una mayor riqueza que la del gobernador del territorio de Herui y era evidente que allí serían observadas las costumbres. No se hablaría de ningún asunto, por urgente que fuera, hasta que el hambre de los invitados hubiera sido saciada. Ese respeto a las antiguas costumbres resulta tranquilizador, pensó Kamose mientras lo rodeaba el aire húmedo y perfumado de la casa de baños y los sirvientes se apresuraban a desnudarlos a él y a Ahmose. Pero también habla de orgullo y de conciencia de un alto linaje. ¡Oh! ¿Debes analizarlo todo?, se reprendió mientras cerraba los ojos bajo el agua caliente que un sirviente vertía sobre su cuerpo. Acepta lo que ves y no veas trampas ni peligros donde no los hay. Los verdaderos peligros ya son suficientemente amenazadores.

Más tarde, bañados, afeitados y cubiertos de aceite, los condujeron a un salón de recepciones donde se mezclaban olores de comida, flores y perfumes, y los sentaron ante mesas individuales sobre las que temblaban flores de primavera. La familia de Ankhmahor, su esposa, sus dos hijos y sus tres hijas, se les acercaron para ofrecerles su homenaje. Eran atractivos, delgados y de ojos oscuros, de facciones parecidas bajo la galena y la alheña. Sus alhajas no parecían tanto un adorno sino parte de lo que eran: aristócratas hasta la médula. Kamose se relajó al estar entre gente como él, mientras Ahmose hablaba de caza con los hijos de Ankhmahor y lamentaba no poder aprovechar los patos y animales salvajes de Aabtu, muchos de los cuales habían sido convertidos en exquisiteces entre la sucesión de platos que les sirvieron.

Ankhmahor es valiente al poner todo esto en peligro, pensó Kamose. Para nosotros es un asunto de supervivencia o destrucción, pero él podría seguir disfrutando de esta seguridad. Como si el príncipe le hubiera leído los pensamientos, miró a Kamose y dijo:

—El territorio de Abetch es rico y yo vivo bien. Pero siempre me acosa la sombra del futuro porque me niego a dejarlo en manos de un noble de menor jerarquía y a asistir a la corte de Apepa en el Delta. Cuando Apepa pasó por Aabtu rumbo a tu casa para juzgaros, se detuvo aquí a pasar un día y una noche. Yo lo atendí bien, pero no creo que le agradase. —Se interrumpió para beber—. Su mirada no perdía detalle. La fertilidad de mis campos que llena graneros y almacenes, la opulencia de mi propiedad, la belleza y la gracia de mi familia y tal vez, más que otra cosa, la alegría de mis campesinos y sirvientes. No le di ningún motivo de queja y, sin embargo, percibí desconfianza en él. —Ankhmahor se encogió de hombros—. Creo que sin tu guerra habría sufrido el mismo acoso lento y cada vez más intenso que llevó a tu padre a tomar una medida tan desesperada.

—A Apepa no le gusta que se le recuerden sus raíces extranjeras —contestó Kamose con lentitud—. Le gusta mantener a los señores nativos de Egipto a su alrededor, en el Delta, donde puede vigilarlos y también corromperlos gradualmente con los dioses y las costumbres de los setiu. —Miró a Ankhmahor—. Pero fuera del Delta, los nobles egipcios no olvidan con tanta facilidad que los pastores de ovejas son algo abominable tanto para los dioses como para los hombres, y tampoco es posible persuadirlos con sutileza a abandonar el recuerdo de la pureza de su sangre y del verdadero Ma’at. Cuanto más hospitalario y respetuoso hayas sido, Ankhmahor, más sal has puesto en la herida de su extranjería. Sin embargo, podrías reducir sus sospechas enviando a uno de tus hijos al norte.

Ankhmahor rió y se levantó. En el acto, el arpista dejó de tocar y los sirvientes se alejaron.

—Eso sería como abrir una herida en mi cuerpo y dejar que se infectara. Majestad —dijo con franqueza—. Mientras yo viva, ninguno de mis hijos será sometido a esa corrupción. Mi hijo mayor, Harkhuf, viajará con nosotros y luchara a mi lado. Y ahora, si Vuestra Majestad lo desea, nos retiraremos al estanque y hablaremos de nuestros asuntos.

—Creo que pescaré esta noche con tus hijos, Ankhmahor —dijo Ahmose mientras se levantaba. Su mirada se encontró con la de Kamose. «No me necesitas», fue el mensaje que éste leyó en los ojos de su hermano. «Este príncipe no nos creará problemas».

—Muy bien, pero zarparemos al amanecer, Ahmose —contestó Kamose.

—Esto me hace falta —dijo su hermano con sencillez, y Kamose se levantó y siguió al dueño de la casa por entre las columnas del vestíbulo hacia el jardín poco iluminado.

Habían puesto almohadones junto al estanque. En la hierba había un frasco de vino junto a matamoscas y mantos, todo iluminado por la parpadeante luz de una antorcha que temblaba movida por la brisa perezosa e intermitente. Kamose se sentó en el suelo y cruzó las piernas; hizo con la cabeza un movimiento de negación ante el manto que le ofrecía Ankhmahor, pero aceptó un matamoscas y una taza de vino. Se oía el zumbido de los mosquitos, un sonido agudo y sin embargo tranquilizador, puesto que eran parte natural de las dulces noches de Egipto. Los grillos dejaban oír sus cantos carentes de melodía. Una rana inadvertida se dejó caer en el estanque formando ondas en el agua y meciendo los lotos que allí descansaban.

Ankhmahor se sentó junto a Kamose con un gruñido y recorrió sus dominios con la mirada antes de fijarla en su invitado.

—No me gusta tu general Hor-Aha —dijo por fin—. Creo que su modo de ser tan imperturbable nace de una excesiva confianza en la importancia que tiene para ti y en su creencia de que es invencible como estratega militar. Por lo tanto, no es un hombre previsible, Majestad. Tales excesos, por lo general, tienen sus raíces en un secreto temor al fracaso. Es posible que tome una decisión equivocada y no sea capaz de aceptar los consejos de otros a fin de cambiarla.

—Sin embargo, yo soy el jefe supremo y no estoy dominado por él hasta el punto de no hacer ese cambio si fuera necesario —objetó Kamose. Sabía que las palabras del príncipe no eran causadas porque Hor-Aha fuese extranjero pero no tenía ganas de agradecérselo. Hacerlo habría implicado que esperaba menos de un integrante de la más antigua aristocracia egipcia—. Además, Ankhmahor, planearemos en conjunto nuestra estrategia y espero que todos, los príncipes, el general y yo, actuemos como si fuéramos uno solo. Comprendo que los príncipes teman que el que esté en deuda con ese hombre pueda debilitar mi capacidad para dirigir la guerra. Es cierto que le debo mucho, pero Hor-Aha conoce su función. No se desviará de ella.

—Espero que tengas razón. —Ankhmahor se acercó un almohadón y apoyó en él un codo. Bebió un sorbo de vino—. Hubo muchas quejas por parte de los demás cuando volvimos del consejo —confesó con franqueza—. Yo también me quejé. Pero permite que ese hombre nos demuestre lo que vale, como lo ha hecho contigo, y aceptaremos con gusto su autoridad en el campo de batalla.

—No considero que sean necesarios planes de batalla sofisticados hasta que lleguemos al Delta —dijo Kamose—. Se trata de navegar de ciudad en ciudad, venciendo toda resistencia, eliminando a los setius y asegurándonos de que los alcaldes y gobernadores que vayamos dejando atrás nos sean completamente leales. Creo que el primer problema lo encontraremos en Dashlut.

Ankhmahor asintió.

—De eso no me cabe duda, pero será en Khemennu donde se pondrá a prueba la maestría de los medjay como arqueros y la obediencia de los soldados. A pesar de su parentesco con tu madre, Teti no te aprecia, Majestad, y a sólo sesenta estadios de la ciudad hay una fortaleza setiu.

—Un buen lugar para ponernos a prueba —contestó Kamose asintiendo—. Dime, príncipe, ¿a cuántos hombres has reclutado? Parecen muchos.

—Lo son. —Ankhmahor se irguió. Había un lógico orgullo en sus movimientos y en sus palabras—. Tengo mil ochocientos de mi territorio y otros ochocientos reclutados en Quena. Doscientos de ellos son voluntarios. Eso reconforta mi corazón. También he requisado treinta embarcaciones de diferentes tipos, desde esquifes de pescadores hasta una embarcación utilizada para el transporte de granito desde Swenet. Iba camino de Het-Uart, cargado con un trozo de piedra, creo que para ser usada en una nueva estatua de Apepa en honor a su próximo jubileo, cuando la carga se movió y la embarcación resultó dañada. Fueron a buscar otra a Nekheb y dejaron aquí la estropeada. La hice reparar.

—Gracias-dijo Kamose tranquilo. —Tengo la intención de elegir a los soldados profesionales de cada territorio y agruparlos como tropas de choque. Me gustaría que tú las mandaras.

Ankhmahor, que en aquel momento se llevaba a la boca la taza de vino, la bajó.

—Vuestra Majestad es generoso —dijo en voz baja—. Me abruma tu confianza. Pero ¿qué me dices del príncipe Ahmose? ¿No debería mandarlos él?

Kamose suspiró. Se cogió las rodillas y miró las estrellas que brillaban en el cielo oscuro, y por fin cerró los ojos. Ahmose no debe estar con los hombres que soportarán los peores ataques, tuvo ganas de decir. En muchos sentidos, Ahmose es todavía un muchacho, poco complicado e inocente, con relámpagos de sorprendente madurez, es cierto, pero todavía no está preparado para ser domado por la dureza y la brutalidad de la guerra. Ha matado, pero para él matar fue, de alguna manera, parte del sueño en que vive. Todavía no le ha llegado el momento de despertar.

—Si yo muero, mi hermano será el último varón superviviente de la casa de Tao —dijo en su lugar—. Si-Amón dejó un hijo que todavía no es más que una criatura y a Egipto le hará falta un hombre para seguir la lucha. No estoy dispuesto a cuidar a Ahmose para convertirlo en un cobarde, pero tampoco quiero exponerlo innecesariamente al peligro. —Miró sus dedos sin verlos, ahora convertidos en puños—. Mi abuelo Osiris Senakhtenra Glorificado dejó un hijo y tres nietos. Ahora sólo quedamos dos.

—Tu razonamiento es comprensible —comentó Ankhmahor—. El riesgo que corres es terrible, Majestad. Si caes derrotado, nosotros, los nobles, sólo perderemos nuestras tierras y nuestras vidas, pero la Casa de Tao perderá la divinidad.

Kamose le dirigió una mirada penetrante, pero sólo pudo percibir comprensión bajo las sombras que jugaban sobre el rostro de Ankhmahor.

—Entonces nos negaremos a considerar semejante cosa. —Kamose separó los dedos, se relajó y sonrió—. Dime las armas con que cuentas, Ankhmahor; luego debo dormir antes de partir mañana temprano.

Siguieron hablando durante largo rato, mientras la antorcha se iba quemando y la jarra de vino se vaciaba. Kamose decidió dejar a los hombres de Aabtu donde estaban para que se unieran al resto del ejército cuando éste pasara por allí. Las armas que tenía Ankhmahor, aunque más numerosas que las de Intef, seguían siendo decepcionantes. Sólo las guarniciones setiu del norte les proporcionarían las armas que Kamose necesitaba, y hasta el momento únicamente podía confiar en que los arqueros medjay se las arrebataran.

Agradeció la hospitalidad del príncipe y volvió a su esquife en la noche tranquila. Cayó en un sueño tan profundo que no oyó a Ahmose cuando embarcó con la primera luz de la mañana y no despertó hasta que sintió que la embarcación se estremecía cuando abandonaba el embarcadero y los remeros lucharon para hacerla navegar contra la corriente.

—Sabía que Ankhmahor no daría problemas —comentó Ahmose cuando, ante un plato de pescado asado, ensalada y pan fresco, Kamose le contó la conversación que mantuvieron junto al estanque—. Es valiente y además, como cabeza de una de las más antiguas familias, puede estar seguro de obtener un cargo importante cuando instales tu corte en Weset. Este pescado está muy bueno, ¿no te parece? —Hizo un gesto con el cuchillo en cuya punta humeaba un trozo de pescado—. Disfruté pescándolo; le di los demás al hijo menor de Ankhmahor para que los comiera su familia. Ese muchacho es inteligente. Quiso saberlo todo acerca de Tani y de lo que harás con ella cuando hayas liberado Het-Uart. —Sonrió con alegría mientras Kamose fruncía el entrecejo—. No te preocupes —continuó diciendo Ahmose con la boca llena—, le expliqué lo de Ramose y le dije que la mejor manera de hacer realidad nuestras ambiciones en estos tiempos imprevisibles, es en el campo de batalla. ¿Ankhmahor puede proporcionarnos algo más que algunas espadas sin filo y unos rastrillos, Kamose?

Te quiero, pero no sé qué pensar de ti, pensó Kamose mientras su hermano seguía charlando con entusiasmo. ¿Es una actitud estudiada para ocultar un edificio complicado que se erige con rapidez en tu interior, o eres un iluso? Bueno, yo te confiaría mi vida como no se la confiaría a ningún otro. Eres un favorito de los dioses y con eso debo conformarme.

Se reunieron con el ejército en la tarde del tercer día y en cuanto desembarcaron recibieron el informe de Hor-Aha. Las divisiones estaban tomando forma, pero todavía estaban lejos de ser las unidades de lucha que él e Intef imaginaban. La respuesta de los campesinos a las órdenes era lenta pero cada vez más satisfactoria. Comenzaban a sentir orgullo y las quejas disminuían. Durante tres días habían luchado contra enemigos imaginarios.

—Pero nadie les ha dicho todavía que además de setius habrá egipcios entre esos enemigos —señaló Hor-Aha mientras se sentaba ante Kamose a la sombra de una de las embarcaciones de juncos—. Cuando se les diga, deberán estar entrenados para acatar órdenes sin pensar. Es una difícil lección la que deben aprender.

Kamose no hizo ningún comentario.

—Hay mensajes de los príncipes de Badari y de Djawati —dijo Intef—. Han terminado el reclutamiento y desean saber cuándo llegarás. Mesehti informa que más allá de Djawati todo está tranquilo. Hasta ahora Qes y Dashlut ignoran nuestra presencia.

—Envía a un explorador y un esquife a Badari y a Djawati —ordenó Kamose a Hor-Aha—. Que les digan que zarpamos esta mañana, porque eso es lo que haremos. Aabtu está organizado y listo.

—Mañana es el primer día de Pakhons —comentó Ahmose, y al oírlo todos se quedaron en silencio. Acababa de empezar Shemu, la época más calurosa del año, cuando los sembrados maduran y, después de la cosecha, Egipto espera sin aliento que se produzca la inundación. De repente, Kamose se levantó.

—Traed a Ipi —ordenó—. Quiero dictar un papiro para todos los de Weset. —Sentía una sobrecogedora necesidad de hablar con sus mujeres, de ser reforzado por su abuela y tranquilizado por su madre, de tocar sus raíces—. Estaré en el camarote. Avisa a los oficiales de que zarparemos dentro de un rato, general —añadió por encima del hombro mientras subía la rampa.

Una vez en la intimidad del camarote, lanzó un largo suspiro de frustración, se desató las sandalias y se las quitó, dejándolas a su lado. La ciudad de Qes estaba alejada del río, amontonada cerca de los acantilados. ¿No podrían pasar frente a ella durante la noche, sin que nadie advirtiera su presencia, para no tener que gastar energías antes de encontrarse con la indudable hostilidad de Dashlut? Ipi llamó suavemente a la puerta del camarote y Kamose le indicó que entrara, Ipi así lo hizo, saludó a su señor y preparó la escribanía y los pinceles para escribir el dictado. Al ver el rostro tranquilo del escriba y observar sus movimientos rutinarios, Kamose sintió que se relajaba.

Escribo también a mi casa, pensó. A los racimos que cuelgan del emparrado y están cargados de uvas polvorientas, al estanque con sus hojas de sicomoro, a las cálidas curvas de las columnas de la entrada sobre las que me gustaba pasar la mano antes de internarme en la frescura del salón de recepciones; todos vosotros os unís a mi voz y a mi recuerdo, porque os amo y sin duda la mejor parte de mí sigue allí, donde mi aliento se confunde con el viento cálido que mueve la hierba por la mañana, y con mi sombra unida a la vuestra cuando Ra desciende por detrás de los acantilados del oeste. Abrió la boca y comenzó a dictar.