Aunque era temprano y el sol acababa de salir, ya había multitudes reunidas a cada lado del camino del río, entre el palacio y el templo, y el Nilo estaba atestado de pequeñas embarcaciones de toda clase. Desde hacía algunas semanas la población de Weset crecía sin parar, a medida que se acercaba el día de la coronación del rey. Nobles menores y aldeanos de todo Egipto habían dejado sus casas y convergían en el pueblo, produciendo una ruidosa congestión. El alcalde de Weset, Tetaky, se había visto obligado a solicitar tropas de la división de Amón para que patrullaran las calles y pusieran orden en las peleas por comida o por los espacios para ocupar; y, también, a decidir si en los estrechos callejones debían ceder el paso las literas o los burros y si era justo que se permitiera a los vendedores locales instalar sus puestos en los mejores puntos para ofrecer sus artículos a lo largo del recorrido de la comitiva real.
Ahmose había despertado antes del alba y, por primera vez desde que se restaurara el viejo palacio, subió al tejado por las escaleras que había ordenado cerrar y sellar. El lacre, adherido a la cuerda colocada en la puerta al pie de la escalera, se quebró fácilmente cuando lo tocó, y al abrir la puerta tirando hacia fuera y poner el pie en el primer escalón, tomó conciencia del olor húmedo y rancio a cerrado. La lámpara que llevaba iluminó las capas de polvo, las resquebrajaduras y los pedazos de ladrillo roto y los esquivó con cuidado, apoyando una mano en la pared. Sabía que en aquel lugar, más que en cualquier otro, su padre y su hermano estaban junto a él, y les llamó susurrando mientras subía, rogando que estuvieran presentes en el templo, con sus plegarias y sus bendiciones en aquel día augurador. La puerta superior estaba sellada desde dentro. Nuevamente rompió el lacre en el que estaba impreso su nombre y, saliendo al fin, se encontró sobre los aposentos donde aún dormían las mujeres.
Habían quitado los escombros que tapaban la alta claraboya en la que su padre apoyaba la espalda, y nuevamente conducía el viento del verano al interior del palacio, de modo que Ahmose se vio obligado a apoyarse en ella mirando al este. En el cielo se insinuaba un fulgor rosa. Ra estaba a punto de nacer del cuerpo de Nut. Encogiendo las rodillas, Ahmose esperó. Su intención era pasar aquellos escasos y preciosos momentos recordando a sus muertos queridos, contemplando el camino que habían iniciado juntos y que sólo él tenía el privilegio de recorrer hasta el fin, meditando sobre la ceremonia que le convertiría en la encarnación de su dios, pero al acomodar el cuerpo le comenzó a dominar una alegría profunda, por lo que no pudo mantener un estado de quietud interior.
Se ensanchó la franja rosa en el horizonte, se hizo más profunda y, por debajo de ella, un fulgor amarillo resaltó el desierto como una extensión oscura. Se alzó viento. Abajo, en los jardines que ahora rodeaban el palacio, un pájaro trinó. Otros lo imitaron, y pronto se mezcló la armonía musical de su canto con el murmullo constante y apagado del agua que caía de las fuentes a los cuencos de piedra. Al este, una orla de fuego hizo vibrar el aire y lanzó rayos de luz hacia Ahmose, produciendo una tormenta de colores. Cerró los ojos. «Hijo de Ra, Hijo de la Mañana —pensó—. También soy eso. Tócame con tus dedos dorados, Ser poderoso. Estoy en el centro del Ma’at, que es donde debo estar. Éste es mi destino, ser el eje en tomo del cual gira la rueda del equilibrio de Egipto».
Acababa de soplar la llama ahora tenue de la lámpara cuando le llegó una voz apagada desde la escalera.
—Majestad, ¿estás allí arriba? Es hora de que vayas al templo.
Ahmose se puso de pie con esfuerzo.
—Akhtoy, te he nombrado mi Porta abanico de la Mano Izquierda —le contestó—. Ya no tienes que cumplir estos encargos. Que se ocupen el mayordomo real Hekayib y sus ayudantes. A menos que pienses que no le preparaste bien.
—Lo siento, Majestad —respondió Akhtoy cuando Ahmose llegó al pie de la escalera y cerró la puerta empujándola—. Es una antigua y preciosa costumbre, difícil de abandonar.
Los portadores de la litera le esperaban junto a las columnas de la entrada. Con ellos se encontraban Harkhuf y los Seguidores. Ahmose les saludó y se disponía a sentarse cuando Hekayib llegó corriendo.
—La reina y el Pichón-de-Halcón se están vistiendo, Majestad —dijo agitado—. Y los príncipes ya han dejado sus habitaciones.
Ahmose asintió.
—Gracias, Hekayib, pero no tienes que preocuparte. Todos esperarán a que me haya ido. Ve a comer algo. Pareces cansado.
Los portadores corrieron las cortinas y le alzaron. Oyó a Harkhuf dar una orden a los guardias de la puerta y pasaron. Echó una rápida mirada a través del cortinaje a las grandes puertas de electro que se cerraban pesadamente. Las habían colocado el día antes de su vuelta de Het-Uart. Las había visto destellar como el fuego cuando su barca se aproximaba a Weset y, con un escalofrío de orgullo, supo que desembarcaría en los escalones del embarcadero, pasaría entre ellas y entraría por primera vez en su nuevo dominio como habitante.
El camino del templo estaba custodiado por soldados que contenían al pueblo. Ahmose no veía nada, pero oía las especulaciones excitadas al paso de su litera. Volvería al palacio sentado en el Trono de Horus, Aahmes-Nefertari junto a él y Ahmose-Onkh a sus pies, coronado y con las vestiduras reales, y llevado en alto para que sus subditos pudieran verle. Pero ahora, sin más que un taparrabos, debía permanecer oculto.
El canal que llevaba al templo también tenía una guardia numerosa. Nadie más que los invitados podría entrar en los recintos de Amón, y Ahmose se sintió agradecido por el silencio solemne que descendió sobre él al dejar la litera. Indicó a los Seguidores que entraran y ocuparan sus lugares y fue solo hasta el lago sagrado. Le esperaban dos sacerdotes. Quitándole el taparrabos le llevaron al agua, le sumergieron y frotaron todo su cuerpo con natrón. No hablaron y él tampoco lo hizo. La solemnidad de la ocasión comenzaba a dominarle y se sometió a sus cuidados con seriedad.
Calzado con vulgares sandalias de junco, le escoltaron hasta la antesala y le afeitaron desde el cráneo hasta los tobillos, siempre con ese silencio eficiente y reverente. Entonces apareció Amonmose. Llevaba todos los atributos de su ministerio: una túnica de lino blanco con terminaciones de hilo de oro, tan fina que los pliegues se agitaban con su aliento, una cinta blanca rodeaba su cabeza, la piel de leopardo en un hombro y en la mano llevaba el bastón rematado en oro. Un acólito estaba junto a él. Pasando el bastón al muchacho, Amonmose le puso un nuevo taparrabos a Ahmose y luego, cogiéndole de la mano, le condujo al atrio interior.
Estaba atestado de nobles, generales, cortesanos y embajadores extranjeros, un mar de joyas titilantes, telas perfumadas y ojos expectantes rodeados de kohl, que logró entrever en medio de la dulce nube de docenas de incensarios humeantes. Primero trató de localizar a su familia. Tetisheri y Aahotep estaban sentadas junto a la pared del lado opuesto. Su abuela parecía una estatua, cubierta completamente por una túnica y una capa plateadas, el pelo oculto bajo un largo tocado de plata que rozaba sus clavículas delgadas. Aahotep había escogido una túnica escarlata cubierta de cuentas de oro. Por encima de su rostro pintado, el alto tocado dorado, símbolo de la diosa Neith, se alzaba como una corona sólida. En sus manos brillaban anillos gruesos, y sus muñecas y su cuello estaban adornados con cruces ansadas. Tetisheri miraba hacia delante, obviamente cautivada por el momento extremadamente solemne, pero su madre le sonrió levemente y sus ojos oscuros se iluminaron.
Ahmose se volvió hacia el santuario. Se abrieron las puertas y en su interior estaba Amón, sentado y cubierto de guirnaldas de flores. La luz de las lámparas se deslizaba sobre las dos plumas y las curvas doradas de su cuerpo como aceite. Había otros dioses de pie junto a él: Ra, el de la cabeza de halcón, con el pico afilado y los ojos como perlas negras; la diosa buitre del sur Nekhbet; y Wadjet, la diosa cobra del norte, en posición de ataque y con los colmillos expuestos, listos para lanzar su veneno contra cualquier amenaza que pudiera acercarse al rey.
Junto al santuario estaba el Trono de Horus, y Aahmes-Nefertari estaba en su trono junto a él, su túnica brillando dorada, el pectoral de oro y los escarabajos de lapislázuli en cadenas de oro cubriendo su pecho, y las alas y la cabeza protuberante de Mut, esposa de Amón y guardiana de las reinas, en la cabeza. Las garras de Mut, a cada lado de las mejillas maquilladas de Aahmes-Nefertari, llevaban el signo del shen, que significaba infinito, eternidad y protección. Ahmose-Onkh estaba sentado a sus pies en un taburete bajo. Su mechón juvenil estaba envuelto en cintas doradas que llevaban bordados diminutos lotos y papiros dorados, y en sus costillas delicadas llevaba un Ojo de Horus. Ahmose le había dado brazaletes dorados, copias en miniatura de los de plata que llevaban sus generales, con su nombre y su título de Pichón-de-Halcón, y estaba ensimismado, haciéndolos girar orgulloso en torno de sus muñecas.
Los cantantes habían comenzado una letanía. Siguiendo a Amonmose, Ahmose se aproximó al dios y, postrándose en el suelo y arrastrándose, beso los pies dorados. Se puso de pie y se volvió hacia la multitud apretujada. Un acólito le alcanzó dos platos, uno con natrón y el otro con agua del lago sagrado. Amonmose mojó el dedo e, introduciéndolo en el natrón, procedió a mojar la frente, los párpados, la lengua, el pecho, las manos y los pies de Ahmose, mientras murmuraba las plegarias de purificación.
La figura de Ra salió del santuario. En las manos llevaba un gran cuenco. Su pico cruel y curvado rozó la oreja de Ahmose cuando lo alzaban y una cascada de agua fresca se derramó en la cabeza de éste, corrió por su barriga e hizo un charco entre sus piernas.
—Éste es el poder purificador de Ra —exclamó el dios—. Tu purificación se ha completado. —Se adelantó un sacerdote rápidamente con una tela para secar a Ahmose. La letanía de los cantantes cambió, se alzó y Amonmose cogió un shenti dorado y un cinto enjoyado del brazo de uno de los sacerdotes que esperaban. Envolviendo el shenti en la cintura de Ahmose y colocando el cinto en su lugar dijo con voz potente:
—Recibe la vestidura de la lucidez y el cinto del coraje.
—La lucidez y el coraje pertenecen al dios —respondió Ahmose—. Los recibo como su hijo.
A continuación colocaron una capa enjoyada en sus hombros. Era pesada y Ahmose instintivamente enderezó la espalda para soportar su peso.
—Recibe el manto de la autoridad —entonó Amonmose, y Ahmose contestó obediente:
—La autoridad pertenece al dios. La recibo como su hijo.
Amonmose indicó el Trono y, por fin, Ahmose se sentó en él y posó sus manos en los leones. Notó que alguien cogía sus dedos brevemente. Aahmes-Nefertari le miraba sonriendo trémula.
—Egipto te honrará como su salvador a través de los tiempos —susurró—. Quisiera llorar pero se me correrá el kohl si lo hago. Te amo, rey mío.
Amonmose estaba poniéndose de rodillas, con las sandalias en las manos. Hechas de hojas de oro, engarzadas con lapislázuli y jaspe, en un tiempo habían pintado la imagen de Apepa en cada suela para que Ahmose pudiera aplastar a su enemigo al caminar, pero Ahmose había ordenado que eliminaran el dibujo. No deseaba proclamar su venganza en un día así.
—Recibe las sandalias de la sabiduría-pronunció Amonmose.
—La sabiduría es del dios —respondió Ahmose—. La recibo como su hijo.
Le colocaron un pectoral encargado por su madre, un gran cuadrado de oro que representaba un kiosco sagrado con incrustaciones de cornalina, lapislázuli y turquesas, formando una imagen del Lago del Paraíso en el que navegaba una barca solar. Volaban halcones sobre ella a derecha e izquierda y en el centro estaba Ahmose, y Ra y Amón lanzaban libaciones sobre él. Colocaron en su antebrazo un brazalete de oro y turquesa, otro regalo de Aahotep. Estaba dividido en dos. A la derecha, Ahmose aparecía coronado por Geb, el dios de la tierra, y a la izquierda, Seqenenra y Kamose estaban arrodillados con las máscaras de chacal de los muertos, los brazos alzados en éxtasis. Conmovido, Ahmose la besó.
Entonces se adelantó Ipi con la cabeza baja. Ahmose le había nombrado jefe de protocolo y guardián de las insignias reales. Lamentaba perder la capacidad del hombre como escriba, pero consideró que Ipi merecía un reconocimiento por su fiabilidad. Dejando dos cajas ante el Trono, Ipi las abrió, les hizo una reverencia y otra a Ahmose, y se retiró. Las dos diosas que habían permanecido en el santuario se adelantaron y los cantantes se callaron. La congregación enmudeció. La diosa Wadjet cogió la Corona Roja de una de las cajas. Poniéndosela solemnemente en la cabeza, dijo:
—Recibe el deshret y reina en la Tierra Roja por millones de años. —Inclinándose, besó primero la corona y luego la n frente de Ahmose.
Nekhbet ya tenía la Corona Blanca en las manos. Colocándola delicadamente dentro de la Corona Roja, dijo:
—Recibe el hedjet y reina en la Tierra Negra por millones de años. —Después de inclinarse, ella y Wadjet cogieron el Ureus, la cobra, y el buitre de su soporte y los colocaron en el hueco del centro de la Corona Roja—. Recibe la señora del Terror y la señora de la Llama —dijeron a coro—. Muerte a tus enemigos y un escudo para ti, Majestad.
Fue Amonmose el que se encargó del acto final. Colocando el cayado y el látigo en las manos de Ahmose, alzó los brazos triunfalmente.
—Contemplad a Uatch Kheperu Ahmose, Hijo del Sol, Horus, el Horus de Oro, el del junco y la abeja, El de las Dos Señoras, el Poderoso Toro de Ma’at, Dios de Egipto —gritó—. Vida, Salud y prosperidad por siempre para él.
Ahmose se puso de pie y la reina le imitó. De inmediato el templo explotó en un clamor rugiente. Los cantantes cantaron. Los bailarines se balancearon. Se alzaron al techo gritos aclamándole. Ahmose esperó, pero el clamor no se acalló. Continuó alzándose, entusiasmado y ensordecedor, hasta que alzó el cayado y el látigo y los sostuvo por encima de la multitud. Entonces todos se arrodillaron, todos tocaron el suelo con la frente, y Ahmose y su familia caminaron lentamente por el mar de adoración y salieron a la luz cegadora del sol del verano.
Ahmose fue llevado otra vez al palacio en una ola de entusiasmo histérico, muy alto, por encima del pueblo que empujaba y gritaba. Ankhmahor estaba a su lado como portador de la palma de la Mano Derecha y Akhtoy sostenía el abanico de plumas de avestruz a su izquierda. Ahmose-Onkh estaba apoyado en su pantorrilla y saludaba alegre a la multitud. Aahmes-Nefertari le seguía en su trono, con Tetisheri y Aahotep llevadas en literas sin cortinas. Harkhuf y los Seguidores, junto con Khabekhnet, caminaban imperiosos delante del cortejo real, cuya retaguardia tardaría mucho en llegar a la sala de recepción, donde los invitados festejarían el resto del día y hasta muy entrada la noche. Al aparecer el palacio y cuando se abrieron las puertas, Ahmose miró hacia arriba.
Dos figuras le observaban desde el tejado del palacio. Una estaba sentada con la espalda contra la abertura de la nueva claraboya, lo que, Ahmose pensó confuso, era imposible. La otra estaba de pie, con los brazos cruzados, mirando pensativa la expansión brillante del Nilo hacia los acantilados toscos de la ribera occidental. Ahmose parpadeó y miró nuevamente. El tejado, por supuesto, estaba vacío, recalentado por el sol del mediodía.
Los portadores le bajaron y, de inmediato, Ipi dio órdenes a sus ayudantes para que llevaran el Trono de Horus al lugar acostumbrado en el estrado y tendió una de las cajas a Ahmose para que pudiera dejar allí el cayado y el látigo. Aahmes-Nefertari se acercó, cogiéndole del brazo.
—El tesorero Neferperet me dice que hay, literalmente, montañas de presentes que están esperando para serte entregadas oficialmente por los embajadores extranjeros y tus agradecidos nobles —dijo—. Sé que es un día sagrado e importante, Majestad, pero también es divertido, ¿verdad? —Sonrió y le besó la boca pintada con alheña.
—Por supuesto —contestó con ligereza—. ¿Vamos a las habitaciones de los niños a adorar a nuestro hijo antes de desfilar por la sala de recepciones para nuestra cuota de veneración?
Ahmose-Onkh tiraba de su shenti.
—Majestad padre, las ranas aún no han llegado al nuevo estanque —se quejó—. Algunas sí, pero las más grandes, mis favoritas, son muy lentas.
Ahmose pasó una mano amorosa por el cráneo marrón del chico y recorrió la coleta juvenil.
—Las kerer son el símbolo del renacimiento —dijo—. Ten paciencia con ellas. Vendrán cuando estén listas. Hay un momento perfecto para todo en la omnisciencia de Ma’at. Ahora vámonos.
La sombra de las columnas era tentadora. Los tres, cogidos de la mano, dejaron atrás el patio iluminado y entraron en la frescura del palacio.