Capítulo 16

El mes de Pharmuthi del año siguiente Aahmes-Nefertari dio a luz un varón gordo y sano. Su embarazo había sido normal. Los fantasmas de la duda y el temor, que la habían perseguido mientras llevaba a Sat-Kamose en su vientre, habían vuelto de vez en cuando durante la larga espera de nueve meses, pero los había dominado bien, compartiéndolos con Ahmose, de modo que rápidamente perdían poder sobre ella. Él mismo se volcó decididamente a la rutina de la vida en la corte, al principio obligándose a estar contento, pero luego, leyendo los rollos que llegaban de Sharuhen, con sensación de alivio al saber que no había cambios en el este. Estaba feliz con su esposa, feliz por la creciente paz y prosperidad de Egipto y si se despertaba de noche con una sensación pasajera de insatisfacción, era debido a que el viejo palacio seguía huérfano tanto de trono como de Insignias Reales.

Aahmes-Nefertari y él pasaban parte de cada mañana vagando por los elegantes salones y los pasillos señoriales del lugar que sería su casa y un templo a la Divina Encarnación de un Ma’at renovado. Las baldosas de lapislázuli de la sala del trono estaban terminadas y colocadas. Las paredes por fin estaban cubiertas con láminas de oro, en las que había representaciones del rey con la Doble Corona golpeando a sus enemigos con un hacha, mientras que una Aahmes-Nefertari menor se asía a uno de sus tobillos con una mano y alzaba la cruz ansada con la otra. Había bandadas de artistas en todo el recinto, con tarros de colores brillantes, convirtiendo las columnas en viñas, cubriendo los techos de pájaros y estrellas, y transformando los pasillos en ríos y estanques de agua azul en los que nadaban peces y flotaban flores de loto y de lirio.

Ahmose se sintió rebosante de felicidad cuando el tesorero principal, Neferperet, anunció que ya había suficiente oro y plata para empezar a trabajar en las puertas con la aleación de ambos metales, y los orfebres estaban listos para presentar al rey distintos dibujos. Se estaba consolidando el comercio. Del sur llegaban oro, marfil, ébano; plumas de avestruz y pieles de animales exóticos, de Wawat; bueyes, de Tjehenu; artículos de oro y plata, como aguamaniles y vasijas, utensilios de bronce, espadas y dagas ceremoniales con incrustaciones, cerámicas del grosor de una cascara de huevo, adornadas con pulpos, delfines y, por supuesto, la preciada amapola, llegaban de Keftiu, pero aún no había cedro del norte de Rethennu, ni nuevas remesas de caballos de las tribus, aún más al este, con las que habían comerciado los setiu. Ahmose se preguntaba, más bien pesimista, si los habría alguna vez, pero no se dejaba abrumar. Los dioses le habían otorgado sus favores y él no dejaba de agradecerles.

Los astrólogos eligieron el nombre Amonhotep para el hijo de Ahmose. Aahmes-Nefertari, abrazando al bebé regordete mientras las ayas revoloteaban a su alrededor, se sintió feliz cuando el propio Amonmose llevó la nueva.

—¡Amón-Está-Satisfecho! —exclamó ella, inclinándose para frotar la nariz contra la de su hijo—. ¡Qué maravilloso nombre! Sin duda significa que el dios ha dejado de poner a prueba nuestra resistencia, Ahmose. Está satisfecho con lo que hemos hecho por él.

Ahmose miró a Amonhotep y en aquel momento el bebé gorgojeo, sonrió y movió espasmódicamente sus brazos regordetes.

—Deberían haberle puesto Poderoso Toro de Weset —bromeó—. Come y patalea como un toro.

—El Vidente ha predicho un futuro glorioso para él, Majestad —dijo Amonmose—. Larga vida y estabilidad.

—Soy tan feliz —susurró Aahmes-Nefertari—. Tan, tan feliz. —Miró a su marido a los ojos—. El príncipe Amonhotep. Será un gran guerrero y un buen gobernante, como su padre.

—Y valiente y obcecado como su madre —respondió Ahmose, sonriente. Besó su mejilla sonrosada—. Cuando acabes con la adoración de este logro tuyo, ven al río conmigo. La noche es fresca y fragante, y yo también necesito de tu atención.

Permaneció en su hogar otros tres meses para asegurarse de que tanto Aahmes-Nefertari como su hijo siguieran con buena salud. Había comenzado la estación de Shemu, con su calor sofocante. Pasaron Pakhons y Payni y, al comenzar Epophi, en todo Egipto los campesinos salieron con sus guadañas, las trilladoras estaban listas para separar la paja del trigo y los viñadores esperaban para pisar las uvas polvorientas que se descargaban en las tinajas.

Ahmose fue a los aposentos de su esposa y, al no encontrarla, subió por las escaleras que conducían al tejado. Estaba allí con Senehat, recostada indolente en una alfombra, la cabeza en un almohadón, observando las estrellas del verano que cubrían el cielo negro. Cuando le oyó llegar se volvió hacia él, pero no se alzó. Ahmose se recostó junto a ella y cogió la copa de agua que Senehat le alcanzó inmediatamente.

—La casa es insoportablemente calurosa hoy —murmuró ella—. Es hora de empezar a dormir en el tejado. Incluso el aire que soplaba entre las columnas de la sala de recepciones parecía caliente durante la comida de esta noche. ¡Qué agradable es estar aquí, Ahmose! —Él tragó el agua y asintió, observando lentamente su cuerpo desnudo a la luz de la única lámpara, la cual estaba alejada para que los insectos que pudiera atraer no la molestaran, y la media luz dorada que lanzaba destacaba sus rodillas y caderas, el leve montículo de su estómago, la cisura de sus pechos, y dejaba el resto oculto en una sombra tentadora. Ella era hermosa y era suya. Notó su mano deslizarse sobre la suya.

—Querido Ahmose —dijo ella—. Sé por qué estás aquí. Quieres ir al norte nuevamente, ¿no es cierto? —Sorprendido por su sensatez, se acercó para ver su expresión. Ella sonreía mustia.

—No quisiera tener que hacerlo, Aahmes-Nefertari, y te estoy diciendo la verdad —contestó—. Pero debo hacerlo. Ya es hora.

—Lo sé. —Ella se sentó y se dio la vuelta para mirarle—. Te echaré mucho de menos —admitió—. Este año ha sido una bendición, ¿verdad? Y tú no verás a Amonhotep cuando diga sus primeras palabras y dé sus primeros pasos. Es una pena. —No había rencor en sus palabras, sólo pena. Rió—. Ahmose-Onkh ha comenzado a llamarlo Ahmose-Onkh-ta-Sherit. Se sienta junto al canasto y le dice que se dé prisa en crecer para que puedan usar el arco y leer cuentos juntos. Creo que se ha sentido solo.

Ahmose le tocó la pantorrilla.

—Yo también lo creo. Ahmose-Onkh-el-menor. Es encantador. Pero mi intención es no perderme un momento de los avances de Amonhotep, si puedo evitarlo. Voy a Sharuhen sólo para desmantelar el ejército y traer las divisiones de Weset a casa.

—¡Ahmose! —Se inclinó sorprendida—. ¿Abandonarás el sitio? ¿Dejarás a Apepa a salvo para siempre en esa ciudad? ¿Por qué?

—Porque no se puede tomar Sharuhen. Podría quedarme años allí mientras los habitantes comen los frutos de sus jardines y beben de sus pozos. Supongo que en algún momento sufrirían algún infortunio. La población podría crecer mucho en proporción a la disponibilidad de alimentos o podrían sufrir una epidemia, cualquier cosa, pero eso no puede predecirse. Los keftianos no pueden transportar agua para las tropas indefinidamente y no se puede esperar de los hombres que acepten morir de viejos, de inactividad y frustración. —Se encogió de hombros—. Dejaré una división acantonada permanentemente en la Muralla de los Príncipes y cruzando el Camino de Horus, en el interior de nuestras fronteras. El resto lo distribuiré entre guarniciones en el Delta, Iunu y Mennofer, quizá una en Khemmenu, para que puedan rotar y, al mismo tiempo, puedan ser convocadas según sea necesario. Las de Amón y Ra volverán conmigo e irán a sus nuevos cuarteles con sus esposas y familias.

—¿Pero qué será de Apepa? —insistió ella—. Fue el símbolo de la opresión contra Kamose y también contra ti. Si le dejas vivo la tarea quedará inconclusa. ¿Y qué hay de sus hijos? Reclamarán el reino de Egipto si les permites sobrevivir.

—Lo sé —dijo—. He pasado las últimas semanas pensando nada más que en esto. Pero no hay alternativa, Aahmes-Nefertari, no hay manera de prender a Apepa y a sus hijos en el interior de esas paredes de piedra. Dejaré vigías en las cercanías, y se pueden usar las divisiones que estarán en Iunu y Mennofer para marchar rápidamente sobre Sharuhen si surge la oportunidad, pero no voy a perder la vida sentado en una tienda esperando a que suceda algo. Quiero estar aquí, contigo y con los niños, con mis ministros y escribas, y ver Egipto florecer bajo mi mano. —Se acostó y la atrajo hacia sí, tras indicar a Senehat que se retirara—. Encargaré un nuevo trono, nuevas insignias y trataré de olvidar que fracasé en el último tramo. He llegado a la conclusión de que es un precio que vale la pena pagar a cambio de todo lo que quiero. —Ella se quedó en silencio en sus brazos un largo tiempo y él se preguntó si se había quedado dormida, pero finalmente se movió.

—Aun así —suspiró—. Es la voluntad del dios lo que determina nuestro destino. Ve al templo antes de partir y sacrifica un toro a Amón, y ruega que nuestra venganza pueda cumplirse. No te abandonará ahora, al final, Ahmose. Soy la Segunda Profeta, recuérdalo. Tengo la sensación de que la guerra no ha terminado.

—Respeto tu intuición —dijo Ahmose sin mucha convicción—. Haré lo que dices, pero sin tu confianza en ello, Aahmes-Nefertari. Ahora debes hacer lo que digo. Bésame. Puede ser la última vez que hagamos el amor en el tejado de la vieja casa. —Múdate a la nueva mientras yo no esté y encárgate de que instalen las puertas de oro y plata, para que su fuego me salude cuando vuelva—. De inmediato ella se alzó sobre un codo y puso la boca en la suya, y sus brazos la abrazaron. «Tengo razón en admitir esta pequeña derrota», pensó, antes de perder el control de sus sentidos. «Es cuestión de prioridad». Pero sabía que cargaría con una pequeña semilla de amargura en su alma durante el resto de la vida.

Inició el viaje el duodécimo día de Epophi con Akhtoy, Hekayib, Ipi, Khabekhnet, Ankhmahor y los Seguidores, un día después del aniversario del funeral de Sat-Kamose. Junto con Aahmes-Nefertari habían llevado ofrendas de frutas, aceite, flores y pan para colocar en el exterior de la tumba. Estuvieron con Amonmose de pie al sol abrasador frente a la entrada sellada, recitando plegarias de remembranza y ruego por el ka de la niña, y no había tristeza en Ahmose al coger la mano de su esposa, sólo amor por la niña que había derretido su corazón y la comprensión de que su breve vida había sido la causa de que se cerrara la brecha entre Aahmes-Nefertari y él.

Después dijo adiós a Aahotep y su abuela, llevó a Ahmose-Onkh al desierto en un carro de guerra y le dio su primera lección de conducción y, luego, fue al templo a hacer el sacrificio que había prometido a su esposa. Mirando la sangre del toro caer en la escudilla que la recibía, rezó con el mayor fervor que pudo por una venganza final, pero sus pensamientos no lograban concentrarse en las palabras que decía y finalmente se quedó en silencio. «Haz lo que sea, rey de todos los dioses —le dijo resignado al tótem—. Nos has conducido de la ocupación a la libertad a costa de muchas vidas y mucho sufrimiento. Si finalmente eliges perdonar la vida a nuestro enemigo, entonces es tu sublime prerrogativa hacerlo».

Pasó la noche con Aahmes-Nefertari discutiendo los asuntos del gobierno que había que atender mientras él no estaba, luego fue al cuarto de los niños, besó a su hijo dormido y se retiró a sus aposentos. Acostado en su lecho en la oscuridad ya sentía que extrañaba su casa, sentimiento que recibió como una señal de que realmente estaba reconciliado con su decisión de dejar Sharuhen en su paz aislada.

Durmió profundamente y sin soñar hasta que Akhtoy le despertó dos horas antes del amanecer.

—Las barcas están cargadas y listas, Majestad —dijo el mayordomo—. Y hay agua caliente en la casa de baños. Uni no despertará a la reina, tal como ordenaste. ¿Comerás ahora?

Ahmose bajó los pies al suelo. El aire era espeso y caliente en su dormitorio y le dolía ligeramente la cabeza.

—Comeré en la barca cuando salga el sol —dijo—. Pero me bañaré. ¿Ha enviado Khabekhnet un heraldo para avisar a los generales?

—Sí, lo hizo. El Sumo Sacerdote está esperando en los escalones del embarcadero para purificar tu camino con sangre y leche.

Ahmose se frotó la cara y logró despertarse por completo.

—¿Sí? ¿Por qué? No me embarco en una nueva campaña ni se trata de un viaje oficial.

—La reina Tetisheri lo ordenó —respondió Akhtoy—. Fue llevada al templo en su litera después del descanso de la tarde ayer. Ella también te aguarda. —Ahmose intercambió miradas cómplices con su sirviente.

—Muy bien —dijo—. Dame un shenti, Akhtoy, e iré a la casa de baños. Así mi partida será discreta.

Le esperaban pacientes junto a la puerta abierta del embarcadero. La sirvienta de Tetisheri, Isis, sostenía una lámpara. Aún era noche cerrada, sin atisbo del amanecer. Tetisheri estaba envuelta en una manta como si fuera invierno. Ahmose se acercó a ellas con cierta timidez, sin saber qué esperar de su abuela. No le había hablado de sus intenciones de retirarse de Sharuhen por temor a que la noticia provocara una avalancha de palabras duras, pero quizá lo hubiese descubierto por algún medio misterioso y se disponga a cubrirle de imprecaciones.

Pero cuando se acercó, ella alargó el brazo y le cogió con su mano huesuda.

—Ayer por la tarde soñé que matabas un ganso —dijo sin preámbulos—. Temas al animal firme bajo tu brazo, con la cabeza en tu mano. Primero le clavaste el cuchillo en el pecho y luego le cortaste el cuello de un golpe. La sangre te cubrió el pecho y corrió por tus piernas. Tan húmeda, roja y rica, Ahmose, y las plumas eran blancas y el cuchillo brillaba cuando lo apuñalabas. —Su rostro sin pintura estaba vuelto hacia él y parecía solemne—. Cuando lo soñé no sabía que ibas al norte a desarticular el ejército, lo juro. Ahmose-Onkh me dijo más tarde que le habías prometido verle pronto. Y entonces lo supe. —Sus ojos empañados brillaban con luz triunfal—. Tal sueño es muy raro y su interpretación es clara. Matarás a tu enemigo. No hay duda.

—Tetisheri —dijo lo más amablemente que pudo—. Estoy impresionado por tu sueño. Akhtoy tuvo uno similar hace algún tiempo, precisamente antes de que se abrieran las puertas de Het-Uart. Pero si me lo dices para persuadirme de que me quede en Sharuhen, estás equivocada. Voy a terminar el sitio. Estoy decidido. —Se afirmó para recibir la oleada de protestas que esperaba, pero ella simplemente asintió y dejó caer j la mano.

—Tú eres el rey —dijo inesperadamente—. Tus decisiones siguen la senda de Ma’at. Sin embargo, sacrificaste un toro con la esperanza de que Amón te daría esta última victoria, ¿no es cierto?

—Lo hice, pero…

—Amonmose ha traído leche mezclada con la sangre de tu ofrenda —le interrumpió imperiosa—. Santificará tu partida y consagrará tus pies para llevarte veloz a matar a Apepa. Lo sé. Sólo pido que prolongues la estancia en tu tienda a las afueras de Sharuhen una semana. Una semana. ¿Harás eso por mí?

—Llevará más de una semana al ejército prepararse para la partida —contestó—. Sí, abuela. Puedo prometer eso.

—Gracias. —Habló con una humildad tan rara en ella que quedó desarmado. Alzándola, plantó un beso en su mejilla correosa antes de dejarla en el suelo. Ella lo soportó con dignidad, haciendo una señal al Sumo Sacerdote para que iniciara el rito. De inmediato comenzó a cantar, caminando delante de Ahmose, y la mezcla rosa de leche y sangre salpicaba las piedras y bajaba por los escalones hasta diluirse en las aguas oscuras bajo la rampa—. Ve, Ahmose, vete ahora —le urgió Tetisheri—. Las rampas de las barcas de los sirvientes ya han sido subidas y Apepa se retira hacia la muerte. Rezaré por ti todos los días. No laves la mezcla de tus sandalias. Lleva la bendición del dios contigo hasta Rethennu.

—Cuida a mis hijos —logró decir Ahmose, y ella sonrió.

—Siempre —dijo.

La mezcla de sangre y leche no pringó la suela de sus sandalias porque las piedras del pavimento estaban frescas. De todos modos, notó que el líquido humedecía sus pies e impregnaba las suelas cuando descendía por los escalones del embarcadero. Subió por la rampa corriendo y, volviéndose, saludó a Amonmose y a su abuela. Ella no le saludó. Se había envuelto nuevamente en la manta, su pelo gris caía pajizo y desaliñado por sus hombros, sus rasgos avejentados pero imperiosos se veían suaves a la luz de la lámpara que sostenía Isis en alto y, por una vez, Ahmose la amó sin reservas.

Soltaron amarras. Qar gritó una orden al timonel y los remeros bajaron los remos. Pesadamente el Norte salió a la corriente. Lo último que vio de Tetisheri fue su porte orgulloso mientras caminaba hacia la casa dormida y en sombras.

En el viaje al Delta no hubo novedad. Ahmose no se apresuró pero tampoco se detuvo en Khemmenu para ver a Ramose, como había querido en su regreso al sur. Llegó a Het-Uart a finales de la primera semana de Mesore, habiendo pasado largas y gratas horas apoyado en la baranda para observar la cosecha mientras bajaban por el Nilo. También estaban atareados los aldeanos del Delta, cosechando fruta de los árboles cargados y uvas de las viñas. Ahmose sentía hasta los huesos la nueva armonía que producía su país. En todas partes la atmósfera era de esperan/a y abundancia y de confianza en la seguridad que estaba creando. «Caiga o no Sharuhen, los hentis de dominio extranjero desaparecen rápidamente de la mente y los recuerdos de mis subditos. Pero no de los míos ni de mis descendientes —se prometió, yendo de su cabina a la baranda y observando la costa en las noches tranquilas—. Me aseguraré de que ningún rey futuro olvide jamás estos tiempos, para que Egipto nunca más caiga presa de hombres rapaces que viven sin Ra».

En Het-Uart le precedió la noticia de su llegada y Mesehti esperaba con su carro. Pasadas unas horas de consultas con Khety y Sebek-Khu respecto a la continuada demolición de las murallas y la recuperación de la ciudad, inició la marcha por el Camino de Horus, con su impedimenta y su comitiva siguiéndole alegremente. Abana no estaba en el Delta. Estaba camino de Rethennu en una de las barcas que cargaban agua y Ahmose aguardaba con impaciencia feliz el momento de volver a verlo.

A aquellas alturas del fin del verano, los llanos anegadizos estaban secos y duros, e incluso el Mar de Juncos se había encogido. Ahmose avanzó a buen ritmo. En uno de los fuertes de la Muralla de los Príncipes pasó una noche placentera con los generales Iymery y Neferseshemptah, mientras consumían cerveza y pan común, oyendo las noticias de la restauración de los fuertes y el acantonamiento de nuevas tropas. «Es bueno estar otra vez con soldados —pensó contento—, pero no tanto como estar con Aahmes-Nefertari y nuestro hijo en el jardín, compartiendo las noticias de la casa tras un largo día caluroso». Ya les extrañaba.

Ocho días más tarde se encontró con el portaestandarte Idu y una escolta de su división de Amón y, rodeado por los Seguidores, entró en el perímetro del campamento. Podría haberse ido ayer. Estaban las mismas filas ordenadas de tiendas, el mismo aroma de carne asada, los mismos soldados que caminaban en grupos ruidosos o que se afanaban en sus obligaciones, el mismo fulgor de las ruedas de los carros con oficiales que iban de aquí para allí. Una nube de polvo a la derecha, donde terminaban las tiendas y comenzaba el desierto pedregoso, le dijo que un contingente de tropas se adiestraba, aunque la distancia era demasiado grande para poder oír las órdenes que gritaba el capitán.

Mientras Akhtoy supervisaba la instalación de su tienda y Khabekhnet iba a convocar a los generales, Ahmose se hizo llevar cerca de Sharuhen. «El campamento lo recordaba bien —pensó—. Pero por algún motivo, recordé a Sharuhen menor al pasar los meses. Quizá porque deseaba tan desesperadamente conquistarla. Pero es mayor de lo que recordaba. Sus muros son más altos y firmes, es mayor la impresión de inviolabilidad que da. Hago lo correcto al aceptar un límite a la retribución que obtendré. Me pregunto si los jefes militares estarán de acuerdo».

Se reunieron a la sombra de la tienda. La tarde, ya cerca de la noche, seguía muy calurosa y aceptaron con gusto el agua y la cerveza que Akhtoy les sirvió. Ahmose, observándoles uno por uno detenidamente mientras le saludaban y ocupaban sus lugares en torno de la mesa, pensó que parecían apagados. Aunque estaban contentos de verle regresar, no había risas ni conversaciones ociosas entre ellos. Les hizo callar con un saludo y pidió sus informes.

Kagemni fue el primero en hablar. Bajo su casco de lino rojo arrugado, tenía el entrecejo fruncido y brillante de sudor, y tenía polvo en las arrugas en torno de la larga nariz.

—No ha habido novedades de la ciudad, Majestad —dijo—. De vez en cuando nos observan desde las murallas, casi displicentes, pero fuera de eso nos hacen caso omiso. Necesitamos más agua. El calor del verano aquí es intenso y el viento ha dejado de soplar desde el mar y ahora sopla del norte, levantando la arena del desierto y molestando a los soldados. No pueden bañarse para aliviar las molestias.

—Hemos comenzado a enviarles al mar por tandas —agregó Akhethotep—. Se divierten en el Gran Verde y se lavan, pero muchos temen el tamaño y la fuerza del mar. En cambio, no hay problemas con la comida. El general Hor-Aha ha convertido a los medjay en cazadores. Recorren las montañas y regularmente traen mucha caza.

—Ha habido muchas enfermedades de los ojos, Majestad —agregó Baqet—. Los médicos mandaron a buscar más ungüentos al Delta. Por supuesto, son consecuencia del constante fulgor de la luz que se refleja en la arena, además del polvo. No hay nada con qué guarecerse aquí, nada verde.

—A los medjay no les interesa guarecerse —dijo Hor-Aha—. Están contentos. Pero el resto de tus tropas se queja a sus oficiales todos los días. Además, debe de ser la estación de la langosta. Mis hombres han encontrado grandes nubes en la estrecha franja de tierra fértil al pie de las montañas. No las temen, pero sus manchas oscuras se pueden ver desde el campamento y eso provoca temores supersticiosos en otros soldados. Creen que son el anuncio de un desastre.

Ahmose observó a su amigo. Era el único, entre todos los generales, que parecía haberse beneficiado con la permanencia en aquel lugar seco y olvidado. Su piel negra estaba lustrosa y saludable, y sus ojos oscuros, despejados. El pelo le había vuelto a crecer y brillaba sobre los hombros anchos. A diferencia de los otros, no sudaba. Ahmose golpeó la mesa con los nudillos.

—Ya había decidido abandonar el sitio —dijo—. Y todo lo que escucho refuerza mi decisión. Es hora de admitir una derrota sin sangre, generales, y de retirarnos más allá de la Muralla de tos Príncipes. Yo quedaré mal, pero sin duda mis soldados me bendecirán. A ningún egipcio le gusta estar lejos de su tierra mucho tiempo. —Nadie objetó y en el silencio pudo percibir alivio—. Veo que estáis de acuerdo —continuó secamente—. Entonces, podéis informar a vuestros oficiales de que nos marcharemos dentro de una semana. Os daré la redistribución de las divisiones más tarde. Ahora os invito a comer conmigo y hablaremos de otros asuntos. Me alegro de estar con vosotros nuevamente.

Cuando se fueron no deseaba volver a su tienda. Se desvanecía la luz y con ella el calor, aunque aún había rachas de viento que aplastaban su shenti contra las piernas y tiraban de las orejeras de su casco. Él y Ankhmahor caminaron en dirección al fuerte. Le atraía la firmeza tosca de las piedras, la impresión de total indiferencia. Trató de imaginar las puertas abiertas, los ciudadanos yendo de aquí para allí por el camino del mar, los canos tirados por bueyes de los comerciantes y su traqueteo al acercarse a la ciudad, los gritos de los niños y las charlas de sus mujeres, pero no pudo hacerlo. Sharuhen era demasiado sólida, demasiado real para ser un espejismo, y, sin embargo, tenía un aire de ensoñación que le preocupaba. «Nunca veré lo que hay en su interior —pensó—. En alguna parte, tras esas defensas mudas, Apepa y Tani comen y duermen, caminan y hablan, pero mi mente los ve rígidos e inmóviles del amanecer al ocaso, un par de estatuas que no respiran ni parpadean. Supongo que los muros de roca apagan todos los sonidos, en particular con las puertas cerradas, pero no puedo borrar la fantasía de que Sharuhen está poblada de figuras sin vida».

Durante tres días se levantó temprano e hizo que le llevaran lo más cerca posible de la ciudad sin correr riesgos, y pasó las horas de la mañana sentado bajo un toldo con la vista puesta en la puerta sur. No tenía nada que hacer. Una ola de excitación recorrió el campamento con la noticia de que se levantaba el sitio, pero Ahmose recordaba la arrogancia de los hombres que hablaron desde la muralla y no dijeron sus nombres, y en parte lamentaba su retirada. «Me hubiera gustado verle humillado pensó. No es más que el gobernador de una ciudad. Y, sin embargo, yo, el rey de Egipto, debo salir a rastras, como un perro apaleado, ante su desprecio altanero».

Pero el cuarto día, cuando estaba hundido en su silla con la escasa protección del toldo que ondeaba sobre él, vio a un hombre aparecer repentinamente sobre la muralla. Ankhmahor lanzó una exclamación y los Seguidores, que le rodeaban, le hicieron eco. Ahmose se puso de pie, y en su mente reapareció el sueño de su abuela y su promesa de quedarse siete días frente a Sharuhen. Se sintió inundado de excitación. El hombre se llevó un cuerno a la boca y sopló.

—¡Egipcios! —gritó—. La reina Tautha desea audiencia con su hermano. Permitid que se acerque a él sin hacerle daño.

Cien ideas atravesaron la mente de Ahmose, pero una le dominó. «Abrirán la puerta para dejarla salir, podríamos atacar en ese momento; pero no, llevaría mucho tiempo lanzar un ataque, ¿podemos intentarlo con los Seguidores?». El hombre no había esperado respuesta. Desapareció tan rápidamente como llegó. Ya se abría lentamente la puerta y salía una pequeña figura. Era Tani, sin escolta, una mujer solitaria que atravesaba el desierto caliente hacia él, las borlas de su bata moviéndose en el viento, mechones sueltos de su pelo se apretaban contra su cuello.

—Mesehti, el carro —dijo Ahmose. Los Seguidores, con las manos en la empuñadura de la espada, también veían acercarse a Tani. «¿Creen que me va a atacar con una daga?», pensó. Entonces ella se encontró frente a él, con los ojos entornados para protegerse del sol y las manos extendidas a los costados.

—No traigo ninguna arma —le dijo a Ankhmahor con un dejo de sarcasmo en la voz—. Te saludo, Ahmose. Tengo que hablar contigo de inmediato y en privado. ¿Puedo? —En respuesta, señaló el carro. Ella subió y él la siguió. Mesehti azuzó a los caballos y fueron hacia la tienda de Ahmose. Él no había dicho una palabra.

Una vez en el interior, le indicó a Akhtoy que se fuera y se volvió para enfrentarla.

—¿Me traes la rendición de Sharuhen? —preguntó sin muchas esperanzas.

Ella rió sorprendida.

—¡No, por supuesto que no! —dijo con dureza, pero luego se ablandó—. Es maravilloso volver a verte, Ahmose. —Él no respondió a la ternura de su tono.

—¿Qué quieres? —dijo con dureza—. ¿Te has cansado de los setiu? ¿Has venido a rogarme que te envíe a casa? Lo haré con gusto, Tani. —Ella se mordió el labio y desvió la mirada.

—Necesito tu ayuda —dijo en voz baja—. Mi esposo está muy enfermo. Necesita amapola para aliviar su dolor, pero no hay en la ciudad. Sharuhen siempre la obtuvo de Keftiu, pero el sitio lo impide. ¿Puedo sentarme? —Ahmose asintió y ella se hundió en una silla—. Sé que le odias —continuó apremiante—, pero te ruego que te compadezcas de un hombre que sufre mucho.

—¿Está enfermo? —repitió Ahmose incrédulo—. ¿Apepa? ¿Qué le sucede?

—Hay una escalera empinada de piedra que conduce de la casa en la que vivimos a la entrada —contestó—. La bajaba cuando tropezó con algo, un pedrusco, quizá, no lo sé. Los guardias le atajaron al pie de la escalera, pero fue tarde. Se había roto la pierna.

—¿Una pierna rota? Pero sin duda…

—Se la rompió por tres sitios —le interrumpió—. Y no limpiamente. Astillas del hueso atravesaron la carne. Gritaba. Oh, Ahmose, fue terrible. Siguió gritando mientras le subían a la casa y le acostaban en la cama. El médico trató de colocar los huesos en su lugar y él se desmayó. Fue inútil. Eso sucedió hace tres días. Entonces empezó a extenderse el ukhedu. No sirvió de nada lavarle la pierna y ponerle ungüentos. Se hinchó, y supura algo viscoso. No se la puedo tocar sin que grite de dolor. Esta mañana le dejé cubierto de sudor y temblando como si fuera invierno. —Su rostro se descompuso y rompió a llorar—. ¡Su médico es un idiota! —exclamó—. ¡Se está muriendo! ¡Y no puedes imaginarlo con qué sufrimiento! ¡Por favor, Ahmose, dame amapola! —Se tapó los ojos con un trozo de tela que cogió de la mesa y sus hombros se sacudieron con el llanto.

Ahmose se quedó observándola. No le afectó su aflicción pero le llenaba una alegría maliciosa que le hacía sonreír. Una parte de él sintió crecer la alegría con horror, pero no pudo controlarla. Apepa se moría. No con la muerte rápida y fácil de una flecha en el pecho o una espada cortándole el cuello, sino lentamente, en un tormento exquisito. Era una venganza mejor de la que él mismo hubiera podido cobrarse. Amón había visto que Sharuhen era inexpugnable. Había introducido la mano en la ciudad y aplastado a Apepa. Había honrado la confianza y perseverancia de sus sirvientes. Había contestado a sus ruegos y envió un sueño a Tetisheri para decírselo. Con aquel acto de venganza divina el dios había puesto por siempre su poderoso sello en Egipto y Ma’at por fin estaba completo. «Dejémosle sufrir —pensó Ahmose salvajemente—. Que la mano de Amón le aplaste cada vez más, hasta que haya bebido el vino amargo de la angustia hasta la saciedad y la vida le abandone».

Pero entonces otra idea se insinuó bajo la tormenta de hostilidad y placer oscuro, y dio un paso hacia su hermana.

—No —dijo con firmeza—. No te daré amapola para que lleves a Sharuhen. No me importa si Apepa muere atormentado o felizmente inconsciente bajo el encantamiento de la droga. Sin embargo, si le traes aquí junto con el Trono de Horus y las Insignias Reales, tendrá toda la amapola que necesite.

Tani alzó la cabeza. Vio como perdían color sus mejillas hasta quedar lívidas bajo el marrón delicado de su piel. Sus dedos cogían convulsivamente la tela.

—¡Ahmose! —dijo abogada—. ¿No tienes piedad?

—No. —Arrastró el taburete y se sentó con las rodillas casi pegadas a las suyas—. Éste es el hombre por el que nuestro padre quedó lisiado y por quien fue asesinado Kamose —dijo con dureza—. Éste es el hombre que quería casar a Aahmes-Nefertari con un cualquiera, y enviar a la abuela a un harén para mujeres ancianas, y desterrar a Kamose al fuerte fronterizo de Sile. Me condenó a vivir toda mi vida en Kush, bajo Teti-En, luchando contra las tribus que no se sometieran a él. Si Kamose no se hubiera aferrado a su coraje e iniciado la rebelión, la familia hubiese quedado no sólo dividida sino totalmente humillada. —Se reclinó en la silla y cruzó los brazos—. Y este hombre es por quien tú pides misericordia. No. Mi compasión no llega tan lejos. Te he dado una opción. Vuelve con las manos vacías o sácale con los objetos sagrados que robó. ¿Cuánta compasión tienes tú? —Ella tiró de la tela y se puso de pie. La sacudía el llanto, pero estaba recuperando el control de sí misma.

—¡No vine a negociar! —se encrespó—. Vine creyendo en la clemencia de un hermano. ¡Pero se ha carcomido su corazón y sólo queda un demonio!

—Cree lo que quieras —respondió Ahmose con frialdad—. No me importa Apepa y tú me importas muy poco.

—¡Le matarás en cuanto aparezca!

—No digas tonterías. A menos que estés mintiendo, ya se está muriendo. Tienes mi palabra de que mi médico se encargará de cuidarle si vienen mi trono y mi corona con él. ¿Qué harás?

Tani fue tropezando hasta la salida de la tienda y él giró en el taburete para observarla.

—Te has vuelto más cruel de lo que jamás hubiera imaginado, Poderoso Toro de Ma’at —dijo en un susurro ahogado—. Me has herido hasta lo más hondo. Por supuesto que le traeré. Sólo el más duro de los criminales soportaría estar a su lado y verle sufrir, y yo le amo. Su familia te maldecirá y yo también. —Trató torpemente de subir el toldo de la entrada.

—Tráele de inmediato —le dijo Ahmose cuando salían. Poniéndose de pie de un salto, corrió tras ella, que ya se apresuraba hacia la ciudad, despeinándose, arrastrando la ropa por el suelo.

»—Dile a Mesehti que la alcance con el carro y la lleve el resto del camino —le ordenó a Ankhmahor—. Luego encuentra a Turi. Dile que reúna a cincuenta hombres y espere junto a la puerta sur. Ella reaparecerá con Apepa. Turi les escoltará hasta aquí. —Brillaron los ojos de Ankhmahor.

—Majestad, ¿cómo pudiste lograrlo? —preguntó.

Ahmose resopló.

—Pronto lo verás —dijo. Él mismo se encontraba enfermo. De pronto le dominó la culpa, pero enderezó los hombros y su malestar pasó. «Lo siento, Tani», le dijo en silencio. «No es cierto que ya no me importas, pero no podía dejar pasar esta oportunidad. Eres menos importante que los símbolos de la estabilidad de Egipto». Akhtoy permanecía cerca y Ahmose le llamó con un gesto del dedo—. Haz que instalen otra tienda junto a la mía y convoca a mi médico —ordenó—. Y dile a Hekayib que traiga una jarra de vino. Promete ser un día muy largo.

Se quedó acostado con la copa inclinada en su pecho desnudo, oyendo a los sirvientes que instalaban la otra tienda y llevaban un lecho, una mesa y sillas al interior. Había abierto su sagrario y quemado incienso, y se había postrado dando gracias a su dios. También había rogado para que no le impidieran a Tani llevarle lo que deseaba. ¿Qué pasaría si se oponían los hijos de Apepa o si su primera esposa, Uazet, se lanzaba sobre su esposo negándose a dejarle partir? Pero, sin duda, si el hombre sufría tal agonía todos estarían contentos de la oportunidad de aliviar su dolor. Lo que esto podría significar respecto al destino de Sharuhen no lo sabía. Pero tampoco le importaba. Con el corazón latiendo aceleradamente, sintió que su destino llegaba rápidamente a su momento culminante. El dios se había movido. La cadena de acontecimientos resultantes de su acción dependía del rey.

La tarde estaba avanzada cuando oyó los sonidos que esperaba. Una oleada de voces excitadas, el traqueteo de las ruedas de un carro y el ruido de muchos pies marchando le hizo salir con rapidez. Apoyaban dos literas en el suelo, y Turi ordenó retirarse a sus hombres curiosos. Tani bajó y con una sacudida de las riendas, Mesehti dirigió a los caballos hacia los establos. Tani no miró a Ahmose. Haciendo una seña a varios de los Seguidores, descorrió el cortinaje de la primera litera. De inmediato el aire se llenó de olor a carne podrida. Varios de los Seguidores hicieron una mueca de asco cuando se inclinaron para alzar la camilla y su carga quejumbrosa, pero Tani no. Tampoco Ahmose.

El médico y su ayudante aguardaban junto al lecho. Delicadamente, los Seguidores bajaron a Apepa y se retiraron. Tani se hundió en una de las sillas. El médico retiró las sábanas manchadas y Ahmose no pudo contener un grito. Apepa sólo llevaba un taparrabos que ya estaba sucio de excrementos. Una de sus piernas se sacudía y temblaba de modo incontrolable. La otra era una masa casi irreconocible de pus. Había gusanos moviéndose en el hueso que salía de las perforaciones que supuraban, y el hedor en el lugar cerrado ahora era insoportable. Sólo el médico parecía no conmoverse.

—Trae un cuenco —le ordenó a su ayudante—. Primero debemos quitar todos estos parásitos. Mientras lo hago, puedes traer agua caliente para lavarle. —Ya tema preparada la amapola—. Comprenderás, Majestad, que morirá en cuestión de horas —le dijo a Tani—. No puede hacerse nada con una fractura de esta clase. Ni siquiera hubieran podido salvarlo los médicos egipcios. Todo lo que puedo ofrecerle es el alivio de la inconsciencia.

Ella tragó saliva y asintió, sus rasgos estaban desfigurados por la tristeza.

Ahmose se acercó, tratando dé encontrar alguna afinidad entre el recuerdo del rostro de Apepa y la imagen contorsionada en la almohada. El hombre cuya imagen había quedado impresa en su mente era más alto de lo normal, con piernas largas y bien formadas, y hombros anchos. También era largo su cuello, casi demasiado delgado para sostener una cabeza muy distinta a la de los egipcios, con pómulos muy altos, mentón puntiagudo, ojos marrones muy juntos y una boca cuyas comisuras se curvaban hacia abajo, dándole un aspecto severo. Tenía arrugas formadas por la risa alrededor de los ojos. Ahmose las recordaba vívidamente. Pero la frente brillante por el sudor de la fiebre, la boca contraída en un rictus de dolor, los ojos hundidos, no guardaban ninguna semejanza con el rey cubierto de telas bordadas con hilo de oro y joyas que había ascendido al Trono de Horus para juzgar a la familia. Aquél era un ser humano reducido a la condición de animal herido.

De pronto, los ojos de Apepa se abrieron. Respiraba con esfuerzo y aceleradamente, y con cada expiración salía un quejido, pero se esforzaba por hablar. Lentamente concentró la mirada en Ahmose. Pese a la repulsión que sentía se inclinó, viendo a Tani coger la mano de su marido.

—Ahmose Tao —susurró Apepa—. No sabía ni imaginaba el día en que te tuve frente a mí en Weset que, al pronunciar mi sentencia contra ti y tu familia, liberaba el poder de la amargura y la obstinada desesperación. He pagado muy cara mi ceguera.

—También lo pagaron caro mi padre y mi hermano, Awoserra Apepa —respondió Ahmose—. Al igual que muchos egipcios. Han sido años sangrientos.

—Y ahora eres rey. Subestimé tu orgullo y tu perseverancia. Mis dioses me han abandonado. Me abandonaron para morir en tu tienda como una bestia indeseada. He huido a Sharuhen, pero estoy otra vez en Egipto. ¡Estoy otra vez en Egipto! —Su voz se fue perdiendo en una serie de lamentos y murmuraciones y sus ojos quedaron en blanco. Ahmose se enderezó.

—Que le den la amapola si puede tragarla —ordenó. El ayudante estaba detrás con el cuenco. Ahmose retrocedió un paso. No creyó que su estómago le permitiera observar sin rebelarse cómo atrapaban los gusanos. Conteniendo el aire salió de la tienda.

Turi y los soldados seguían reunidos protegiendo la segunda litera. Ahmose fue hasta ella, aspirando a su paso el aire cálido y limpio de hedor. Hizo un gesto con la cabeza y las cortinas fueron corridas. La luz roja de del sol que caía al oeste iluminó el Trono de Horus, convirtiendo su oro en fuego. Los hombres expresaron su sorpresa. Algunos se inclinaron.

—Sacadlo-ordenó Ahmose.

Varios soldados lo alzaron cuidadosamente, lo dejaron en el suelo y dieron rápidamente un paso atrás. En el asiento había dos cajas. Ahmose vaciló antes de exponer su contenido, luego, haciendo acopio de valor, abrió la primera. La Doble Corona estaba bajo su mirada: el hedjet blanco del Alto Egipto, de forma cónica y suave, y, junto a él, el deshret rojo, producían un fulgor rosado. Los tocó reverente.

—Es el pshent —exclamó Turi impresionado. Ahmose no pudo contestar, su corazón estaba muy colmado. Con amor abrió la segunda caja. Con bandas de oro y lapislázuli, la heka y la nekhakha descansaban en sus soportes, bañadas en la gloria escarlata de Ra. Casi incapaz de creer que estaban allí ante él, Ahmose recorrió sus formas con un dedo.

—El Cayado de la Misericordia y el Látigo de la Justicia —susurró—. Amón, te agradezco todos estos regalos, aunque lleguen en medio del dolor y la muerte. Ruego ser siempre merecedor de ellos, recordando que aunque soy tu Encarnación, también soy sirviente de Ma’at.

No se sentó en el Trono. En ningún momento sintió la tentación de hacerlo. No era el momento ni el lugar, y la hermosa silla parecía negárselo. Pero observó cada detalle: las alas de Isis y Neith incrustadas de turquesa y lapislázuli en el oro de los lados, donde las diosas alzaban los brazos para proteger y abrazar al rey; el respaldo de oro trabajado con incrustaciones de jaspe y cornalina, que representaban la bonanza; el bastón de la eternidad del que colgaban muchas cruces ansadas; el poderoso Ojo de Horus en la parte de atrás; y las amenazantes fauces de los leones en los que descansarían sus manos.

—Turi —llamó, con la voz gruesa de emoción—. Que los guarden bien y los escolten a Weset con un número adecuado de tropas para cuidarlas. Ven a verme antes de partir. Dictaré una carta dirigida a la reina. —Pensó en la sala del nuevo palacio, donde el Trono se asentaría en su estrado majestuoso, con su aura de poder y esplendor llenando el espacio impresionante, la luz de docenas de lámparas reflejadas en las vetas de pirita del suelo de lapislázuli y magnificadas por las paredes doradas. No podía creer que todos los símbolos de su reinado estuvieran allí, en un desierto extranjero, emanando una dignidad que restaba toda significación al lugar. Durante unos instantes, simplemente los miró, sin decidirse a salir del círculo de su influencia muda, y tropezó cuando finalmente se volvió para dar los pocos pasos que le llevaron a su tienda.

De pronto tuvo hambre y ordenó a Akhtoy que le llevara comida.

Terminaba de comer cuando anunciaron al médico, con el que llegó un olor apenas perceptible a carne corrupta. El hombre se inclinó.

—El paciente está inconsciente —le dijo a Ahmose—. Creo que no volverá a despertar. No pude ayudarlo, Majestad. Lo siento.

—Quédate con él y ten más amapola disponible por si recupera la conciencia —dijo Ahmose—. Le prometí a la reina Tautha que le atenderían hasta que muriera. —El médico interpretó que en las palabras había un signo de interrogación.

—Mucho me sorprenderé si sobrevive hasta el amanecer —dijo—. Se pudre incluso antes de que su ka deje el cuerpo. No parece fuerte, pero tiene una gran voluntad de vivir.

—Es extraño, considerando que lo ha perdido todo. —Ahmose hizo una pausa—. Gracias. Te puedes ir. Di a la reina que venga a verme.

Pasó algún tiempo antes de que hicieran pasar a Tani. Cuando cayó la noche, Hekayib encendió la lámpara, le quitó a Ahmose las sandalias y el shenti, y le ayudó a ponerse una túnica sin mangas antes de volver a su puesto fuera de la tienda. Ahmose la vio acercarse tratando de ocultar su preocupación. Tani parecía exhausta, los ojos hundidos y los labios pálidos.

—Ven y siéntate —dijo—; necesitas dormir, Tani. ¿Tienes hambre? Te serviré vino. —Ella encontró una silla, cogió indiferente la copa y se quedó mirando el líquido como si no estuviera segura de lo que era.

—El médico me dijo que estará muerto por la mañana —dijo sin expresión—. Estoy desolada, Ahmose. Sin él estoy completamente a la deriva. Para los setiu soy una extranjera egipcia y para los egipcios soy una mujer que renunció a los derechos de su cuna. Él me amó y protegió. ¿Qué puedo hacer ahora? —La observó con cautela. Ella no era dada a la compasión de sí misma.

—¿Qué quieres hacer? —dijo tajante—. Supuse que llevarías su cuerpo a Sharuhen para reunirte con su familia. —Su cabeza se alzó.

—¿Llevarle otra vez a Sharuhen? —repitió ella como si él hubiera dicho algo demente—. Pero Ahmose, debe tener el entierro que le corresponde a un rey egipcio.

—¿Qué? —Dejó su copa en la mesa con tal fuerza que el vino se derramó en su mano. Se sacudió las gotas bruscamente—. ¿Agregarás la blasfemia a tu necedad, Tani? Apepa no sólo pertenecía a una larga estirpe de usurpadores sino que, además, era setiu. Un extranjero. Que su gente le queme o cave un pozo para él, o lo que sea que hagan los habitantes de Rethennu con sus cadáveres. ¿Qué te sucede? ¿Te has vuelto loca?

—Había hablado como si Apepa ya estuviera muerto y Tani apretó los labios.

—No tienes opción —dijo con calma—. Si le niegas un entierro real estarás creando dudas de tu propia divinidad.

—Explícate. —Se limpió los dedos en la túnica con movimientos rápidos e iracundos. «Si el dolor envenena su mente quedará bajo la protección especial de los dioses», pensaba. «Como loca, su persona será sacrosanta y la puedo llevar a casa para terminar con este absurdo. En Weset todos le tendrán lástima por perder la razón por vivir entre los setiu tanto tiempo. ¡Ay, Tani, lo que daría por verte riendo a la vera del estanque con los pies descalzos colgando entre los lirios y Ahmose-Onkh junto a ti!». Ella había bebido un sorbo de su vino y él observó que le temblaba la mano.

—Es así-continuó ella. —Eres rey por derecho de linaje, ¿no es cierto?— Él asintió. —Y yo soy una princesa real de pleno derecho. El derecho de legitimación se transmite por la línea femenina, no por la masculina, Ahmose. Te casaste con Aahmes-Nefertari, que también es una princesa real de pleno derecho. Tuviste que hacerlo para poder ser divinizado. Apepa se casó conmigo. Eso le convirtió en un rey egipcio de pleno derecho—. Él hirvió de ira y apretó los puños.

—¿Cómo te atreves a sugerir que Apepa tenía derecho a reclamar el trono de Egipto? —gritó—. ¡Amón te dejará muda por la blasfemia que acabas de pronunciar! ¿No significa nada para ti lo que ha soportado esta familia? ¿Cuándo te abandonó tu alma egipcia avergonzada dejando en su lugar un ka setiu?

—No fue así hasta que se casó conmigo —dijo con fuerza y enfáticamente, enfrentando su explosión de ira—. Pero en cuanto firmé el contrato, Apepa se convirtió en rey de Egipto por derecho propio. Si le niegas todos los honores que se le deben como tal estarás poniendo en duda tu propia legitimidad.

Ahmose se reclinó. De pronto se quedó congelado. —Puta— susurró. —Veo la lógica de tu argumento, pero es malvada, perversa.

Ella hizo un esfuerzo y no lloró. —Haré cualquier cosa para asegurarme de que su ka no sea aniquilado— dijo apasionadamente. —Es un buen hombre, Ahmose. Un hombre bueno. Si los setiu le entierran, nuestros dioses no le reconocerán, y eso no lo podría soportar. ¡Quiero que llegue a los campos de Osiris y que se siente en paz bajo el sicómoro durante toda la eternidad! ¡No cejaré en este empeño!

Un momento de admiración le cautivó brevemente. «Puede que sea setiu, pero la sangre de su abuela obcecada corre por sus venas —pensó—. Y tiene razón. Lanzar a Apepa a una pira de estiércol es negar su realeza y mi divinidad. ¡Maldita seas, Tani!».

—No puede ser embalsamado —le recordó cortante—. Aquí no hay Casa de los Muertos, ni sacerdotes sem. Ni hay suficiente natrón para embalsamar. Se pudre mientras muere, y cuando muera el proceso de putrefacción se acelerará.

Ella le contestó, obviamente previendo su victoria.

—Se le puede cubrir de arena y transportar rápidamente a Het-Uart —le urgió—. Hay una Casa de los Muertos construida para los egipcios que vivían dentro de sus murallas. Sin duda los sacerdotes sem podrían hacer algo, y entonces le llevarían a la tumba que hay fuera de Het-Uart, con sus antepasados.

Ahmose vio el lado irónico del asunto. Molesto, vertió un poco más de vino en su copa.

—Suponiendo que acepto esta… esta parodia —dijo—. Permitiré que tú viajes con él pero no el resto de su familia. No quiero príncipes setiu en Egipto nuevamente.

Ella bebió, hizo girar la copa entre sus dedos y la alzó hasta su pecho, donde la sostuvo como un escudo.

—No me importa si les dejas aquí —dijo envarada—. Sólo me importa Apepa. Su familia nunca me aceptó realmente. Su primera esposa estaba celosa y sus hijos me trataban con desprecio apenas oculto. Ahora me han repudiado por rebajarme para rogarte tu ayuda. Querían que muriera como un guerrero.

—Los guerreros no mueren cayendo por escaleras —respondió cáustico—. Felicidades, Tani. Parece que has logrado ganarte por igual el desprecio de los egipcios y el de los setiu.

Ella se sonrojó.

—Eres cruel, Ahmose —susurró—. ¿Tu también te mofas de mí?

Tuvo un breve sentimiento de piedad.

—No —dijo con mayor suavidad—. Has vendido el orgullo de tu sangre y tu herencia, y por ello ya no puedo respetarte, pero sigues siendo mi hermana. Sigue existiendo el afecto de un miembro de la familia por otro.

—No es muy reconfortante —murmuró ella—. Pero supongo que debe bastar.

—¿Bastar? Es mucho, considerando la profundidad de tu egoísmo y estupidez —exclamó, pasado su momento de compasión—. Ahora háblame de los hijos de Apepa. Necesito saber cómo son. —Vio la duda en sus ojos y la cautela que le impedía expresarla.

—Tiene varios de sus concubinas —dijo—, pero sólo dos son de su esposa legítima, Uazet. Apepa, el joven, y Kypenpen. Éste es muy parecido a su padre en temperamento, pero el joven Apepa es arrogante, irreflexivo e impulsivo. Antes de que mi marido tuviera la caída que le destruyó, su hijo mayor le conminaba constantemente para que enfrentara a tu ejército: «Desafíales, abre las puertas y pelea», le insistía. Era una idea ridícula y Apepa lo sabía, pero no podía acallar las ruidosas expresiones de su hijo. No me gusta el joven Apepa y él me odia por ser tu hermana.

—¿Por qué era ridícula la idea? —le insistió Ahmose. Algo en su tono la alertó y ella cerró la boca, concentrando la mirada en la punta de las sandalias bajo los pliegues de su vestido—. Déjame adivinar —dijo lentamente—. ¿Puede ser debido a qué en Sharuhen hay mayoría de ciudadanos y su guardia es muy pequeña? Rethennu está escasa de sus soldados. Mi ejército mató a la mayoría en el Delta. ¿Tengo razón? —Ella siguió mirándose a los pies sin contestar. Ahmose volvió a su silla y cruzó las piernas—. ¡Mírame! —le exigió. Ella le miró renuente a los ojos—. Estoy dispuesto a ordenar un entierro real para tu marido —dijo—. Habrá una caja llena de arena ante su tienda en una hora. En cuanto muera puedes partir con su cadáver a Het-Uart, y te daré una carta dirigida al general Sebek-Khu dándote permiso para ir a la Casa de los Muertos, cumplir el duelo oficial de setenta días y comprometer a cualquier Sumo Sacerdote que puedas encontrar para que lleve a cabo todos los ritos necesarios ante la tumba de los antepasados de Apepa. Entonces serás desterrada. No volverás a Egipto jamás. Si lo haces, te matarán. Daré instrucciones a Abana de que te envíe a Keftiu con suficiente oro para que puedas vivir con comodidad. Cásate nuevamente si quieres. A cambio me dirás cuántas tropas hay en Sharuhen.

Ella se quedó muy quieta mientras él hablaba. Incluso su respiración se volvió casi imperceptible. Pero sus ojos se fijaron en los de Ahmose con una intensidad persistente.

—¿Y si me niego? —susurró.

Él se encogió de hombros.

—Entonces haré que quemen el cuerpo de tu marido en cuanto muera y te tendré prisionera en Weset por el crimen de traición.

—¡Ahmose! —estalló—. ¡No lo harías!

—Sí lo haría —replicó con fuerza y frialdad—. Decídete ahora, Tani. La noche pasa.

—Qué magnífica elección —dijo con amargura—. Qué alternativas tan gloriosas. Condenar el ka de mi marido a la aniquilación o traicionar a mi benefactor, el jefe de Sharuhen, e ir al exilio. Cuánta es tu piedad, Hijo del Sol, Sostén de Ma’at. ¡Qué benigno! Una vez más has frotado sal en una herida que ya me produce un dolor insoportable. Muy bien. —Ella se puso de pie, arropándose con sus vestiduras con gestos graciosos y principescos—. La guarnición de Sharuhen no tiene más de cinco mil soldados. Están bien armados, pero no son muy disciplinados. Por supuesto, no pueden enfrentarse a tu ejército, como sabía Apepa cuando se negó a escuchar los ruegos insensatos de su hijo. Pero no saldrán, Ahmose. El jefe no se lo permitirá.

—¿Quién gobierna Sharuhen? —la urgió Ahmose—. ¿Lo hace el jefe o el hermano al que dio refugio?

—El jefe tendrá que inclinarse ante la autoridad del joven Apepa —admitió ella—. Ahora déjame volver junto al lecho de mi marido. Espero que no volvamos a vemos. —No esperó a que la dejara partir. Yendo hacia la entrada de la tienda con la cabeza gacha, le dejó.

«Me niego a sentirme avergonzado —se dijo con firmeza—. Hice lo que debía. Hice más por ella de lo que muchos en mi situación hubiesen hecho. Quizá algún día se dé cuenta de que mis opciones eran tan limitadas y terribles como las suyas y me perdone». Yendo hasta la abertura de la tienda llamó a Khabekhnet y, cuando apareció el heraldo haciendo la reverencia, le dio sus instrucciones.

—Quiero que traigan un ataúd para Apepa lleno de arena de inmediato —dijo—. Que se ocupe de ello el escriba de la distribución. Dile al general Turi que, además del Trono, escoltarán a la reina Tautha y el cadáver de su marido hasta el Delta. Envía a Ipi aquí de inmediato y luego encuentra al príncipe Abana, si ha vuelto.

Ipi no tardó mucho en aparecer, instalarse con su escribanía en las rodillas y prepararse para tomar el dictado. Ahmose dictó una carta a Aahmes-Nefertari respecto a la recuperación del trono. No pudo evitar referirse al papel de Tani en ese proceso, pero lo hizo con el mayor tacto posible. Terminó la carta a Sebek-Khu, en Het-Uart, con mayor dominio de sí.

Abana ya le esperaba cuando Ahmose terminó y, diciéndole a Ipi que se quedará y tomara nota de la conversación, invitó a su almirante a entrar. Abana se inclinó y cogió la silla que le ofrecía Ahmose. Las semanas en el mar habían marcado un poco más las arrugas de su rostro y oscurecido aún más su piel marrón, pero llenó la tienda de una sensación de bienestar y vitalidad masculina que Ahmose absorbió con gratitud.

—Cesarán los embarques de agua en tres días —le dijo Ahmose—. Pero antes quiero que llenes hasta el último barril. Estoy retirando el ejército.

—Eso he oído. —Abana estiró las piernas, cruzó los tobillos y miró a su rey con expresión especulativa—. Pero el ejército no necesitará tanta agua simplemente para marchar hacia el Delta, donde hay suficiente. Tienes un plan, Majestad. —Ahmose le sonrió.

—Por supuesto. He sabido que la guarnición de Sharuhen es muy pequeña y que la ciudad está bajo el mando de un joven muy arrogante e impulsivo. Me llevaré tres de mis cinco divisiones a Egipto, y dejaré una a la vista de Sharuhen y otra oculta a pocos estadios, detrás de las dunas al oeste. Quiero que te conviertas en soldado de infantería por un tiempo, príncipe.

Abana asintió, comprendiendo.

—Estoy a tus órdenes —dijo.

—Intentarás atraer a ese joven estúpido a la batalla y cuando le hayas persuadido de que salga, reforzarás tus tropas para derrotarle.

—¿Destruiremos Sharuhen aunque Apepa ya esté casi muerto? —inquirió Abana.

—Sí. Tú serás quien provocará al príncipe para que salga de su fortaleza —dijo Ahmose—. Eres insolente, príncipe. Todos los días te pasearás junto a las murallas gritando insultos. Sólo es cuestión de tiempo para que se abran las puertas. —Abana parecía pensativo.

—¿Cuántos soldados tiene el fuerte? —quiso saber—. ¿Y de quién me burlaré?

—Cinco mil, y por eso dejaré una división, cinco mil hombres, a la vista, y otros cinco mil ocultos en las dunas. Quien no podrá resistir tu desafío es el hijo mayor de Apepa, el joven Apepa. —Abana achicó los ojos.

—No puedes dejarles con vida, ¿no es cierto Majestad? —dijo afablemente—. Apepa muere, pero viven sus hijos, una amenaza para todo lo que has logrado. Cuando termine la batalla y resulte victorioso, ¿debo ejecutarle?

—No tengo elección al respecto —respondió Ahmose—. Los soldados pueden saquear Sharuhen. Se lo merecen. Pero no deben matar a ningún ciudadano. Sólo quiero que matéis al joven Apepa y a su hermano Kypenpen, si les identificáis correctamente. No toquéis a los hijos de las concubinas de Apepa. No tienen derecho a reclamar la corona de Egipto. ¿Me has entendido?

—Perfectamente —le aseguró Abana.

—Una cosa más —continuó Ahmose—. Mi hermana debe embarcar hacia Keftiu después del entierro de Apepa. Le he dado autorización para celebrar los ritos funerarios en Het-Uart, pero luego debe salir de Egipto. Has trabado relación con muchos comerciantes keftianos. Arregla el viaje para ella. Le daré una carta para el soberano de Keftiu. —Veía cómo se sucedían las conjeturas tras los ojos oscuros y alertas de Abana. «No tengo que explicar nada de esto», pensó aliviado. «Abana es lo suficientemente astuto para sacar conclusiones respecto a mi fuente de información y a cómo la obtuve»—. Ella guardará el luto los setenta días de rigor —concluyó—. Seguramente en ese plazo habrás derrotado a Sharuhen y regresado al Delta. Llévate a algunos de los funcionarios de Apepa contigo. Le harán compañía a Tani en su viaje y serán el núcleo central de su nuevo hogar.

—Los keftianos y los setiu siempre se han respetado —dijo Abana, levantándose—. Puedes confiaren que haré todo lo que deseas, Majestad.

—Bien, entonces puedes irte.

Se acostó temprano pero no pudo dormir. No le llegaban ruidos de la tienda de al lado, pero era muy consciente de quién había allí, y su mente insistía en llevarle imágenes exageradas del médico inclinado sobre la forma descompuesta de Apepa y de Tani, los dos haciendo sombras grotescas en las paredes de la tienda. Cuando su imaginación creó una tercera sombra, alta y siniestra, se alzó, se envolvió en una capa y, dejando su tienda, entró a la otra.

El médico dormitaba en una silla y Tani dormía en un taburete junto al lecho, con un brazo en el pecho de su marido, la cabeza apoyada junto a él en la almohada. Al dormir se habían borrado las señales del cansancio y la tristeza de su rostro y, a la pálida luz de la lámpara, Ahmose vio nuevamente a la joven sin mancha que había sido. Quería acercarse y quitarle el pelo de la cara, murmurarle palabras tranquilizadoras y de aliento, pero se sentó en el suelo junto a la entrada y la observó.

El médico se había despertado con los ligeros ruidos que hacía Ahmose. Bostezando, se puso de pie y se inclinó.

—Su respiración es muy leve e inconstante, Majestad —dijo en voz baja—. Morirá en cualquier momento.

Ahmose asintió y se puso un dedo en los labios. El médico volvió a su silla.

Ahmose se despertó por el grito de Tani. Había volcado el taburete y estaba recostada en el lecho, con Apepa en los brazos, acunándole y llorando. Ahmose se puso de pie medio dormido. El médico guardaba sus recipientes y cucharas.

—Permíteme volver a mis aposentos, Majestad —dijo—. Ha sido una larga noche. Me aseguraré de que quemen las sábanas por la mañana. —Ahmose le indicó con la mano que partiera y se volvió hacia Tani queriendo decir algo, hacer algún gesto de conmiseración, pero vaciló. Ella era ajena a todo lo que no fuera su sufrimiento, los ojos cerrados, todo el cuerpo gritando mudo su dolor. «No podría decir ni hacer nada sincero— pensó Ahmose. —Soy feliz de que haya muerto y una expresión en sentido contrario sería una mentira». Se fue tan silencioso como había llegado.

Le dijo a Turi que se preparara para partir de inmediato, pero dio a Tani más tiempo para agotar la primera reacción histérica de tristeza antes de permitir que sacaran el cuerpo de Apepa y lo pusieran en el ataúd lleno de arena. Cuando salió, con los ojos hinchados pero silenciosa, la caja ya había sido tapada y subida a un carro tirado por bueyes, el Trono y las Insignias ocupaban otro y Makhu tenía un carro de guerra esperando para ella. También estaban listos Turi y la escolta, con rostros solemnes a la luz naranja y movediza de sus antorchas. Ahmose fue a su tienda, pero ella pasó junto a él sin mirarlo, subió al carro y se acomodó en el suelo. A una señal de Ahmose, Turi dio la orden, los soldados formaron filas y la cabalgata comenzó a moverse. Ahmose la siguió con la mirada hasta que la llama de las antorchas no era más que un punto que se perdía en la distancia, y entonces comenzó a caminar.

—Ve a dormir, Akhtoy —dijo por encima del hombro—. No te necesitaré hasta el amanecer.

Siguió caminando, tropezando de vez en cuando en el suelo accidentado, atravesando las filas ordenadas de tiendas del ejército, pasando los establos de los caballos, los graneros, hasta llegar al perímetro exterior del campo. Le exigieron el santo y seña y respondió. Podía notar la mirada curiosa del centinela en su espalda, pero continuó. Por fin advirtió que estaba fuera de la vista o los oídos de su ejército y se detuvo. La luna se ponía, un disco pálido y deformado que se disponía a enterrarse en el mar. No daba luz, pero las estrellas eran una alabanza blanca, compacta y extendida sobre su cabeza, y a su alrededor, el desierto estaba en paz. Ni el aire se movía.

Vio la forma vaga de una roca cercana. Ahmose se sentó y descansó la frente en las rodillas. «Se acabó —pensó—. Realmente se acabó». Sintió que algo cedía en su interior con esa idea, como una faja ajustada rompiéndose, y de pronto estaba llorando, lágrimas calientes caían en sus pies, sollozos por largo tiempo congelados que surgían de algún lugar dentro de su alma, y no paró hasta que el último vestigio se hubo quebrado, derretido, y fue barrido por los lágrimas.