Hasta mediados de Tybi, Ahmose no volvió a ver las murallas de Het-Uart. Los vientos habían sido intermitentes. Aún no llegaban del norte impidiendo el avance de las embarcaciones, como sucedería en el verano, pero comenzaban a hacerse turbulentos, de modo que, a pesar de la corriente hacia el norte, se había perdido algo de tiempo dando bordadas. Ahmose se había detenido en Khemmenu más de lo que pensaba: durmió dos noches en casa de Ramose, dio audiencia al alcalde y a otros dignatarios, y discutió con su amigo la reforma que se llevaba a cabo en la ciudad. Ramose parecía feliz de habitar una vez más la agradable finca que en un tiempo perteneció a su traidor padre, pero Ahmose se encontró obsesionado con el pasado que amenazaba con atraparle en cada rincón familiar de la gran casa.
Visitó al primo de su madre, Teti, y a su esposa, Nefer-Sakharu, muchas veces de niño, cuando Seqenenra llevaba a Aahotep a Khemmenu para cumplir en el templo con los ritos de la fiesta de Tot. Teti era un hombre que sonreía mucho y al que gustaba sentarse en el jardín y lanzar dulces a sus hijos y a los de Seqenenra, pero Ahmose le había tenido un poco de miedo y también a su esposa ricamente ataviada, aunque siempre habían sido buenos con él. Ahora, por supuesto, sabía por qué. Teti había resultado un hombre engañoso, oculto tras una apariencia afable, y murió por ello.
El tercer día, Ramose dio las instrucciones de último momento a sus ayudantes en la gobernación y se unió a Ahmose en la cubierta. Habían llegado mensajes de las divisiones, que ahora estaban a sólo un día de ellos. Paheri y Ahmose Abana también estaban en camino. Ahmose no preveía otra parada. «Ahora sólo necesito que se abran esas puertas y mi copa de satisfacción estará llena —pensó—. Quizá si le ruego a Shu, él las abrirá con su soplo». La imagen del dios del aire con sus mejillas infladas y sus ojos desorbitados, intentando destruir las defensas de Het-Uart con la fuerza de su soplido, le hizo reír.
—Estás contento, Ahmose —Ramose le sonrió por encima del borde de su jarra de cerveza—. Es bueno estar en el río otra vez, ¿no es cierto?
—Sí —admitió Ahmose, alejando la imagen de su esposa cuando amenazó con interponerse entre él y el brillo del sol en el agua movida por los remos. De repente señaló—: Mira, Ramose. Allí. Un cocodrilo se acaba de meter en la ciénaga de los papiros. ¿Será un buen presagio? —La palabra «presagio» le hizo callar y mientras los marineros corrían al costado de la nave para ver la bestia, con gritos excitados, se dio vuelta y entró en su cabina.
Al llegar a las afueras de Het-Uart, Akhtoy hizo levantar su tienda exactamente en el mismo lugar que el año anterior, junto al afluente. Y, mientras llevaban al interior sus pertenencias y su cocinero instalaba la cocina de campaña, Ahmose subió a su carro con Ankhmahor, que llevaba las riendas, y se hizo conducir lo más cerca de Het-Uart que pudo. Allí desmontó y se quedó mirando las familiares murallas. Había enviado a Khabekhnet a invitar a sus generales a cenar con él aquella noche. El anuncio de su llegada se había propagado rápidamente entre los soldados que continuaban el sitio. Podía percibir su excitación por el ruido que provenía del vasto campamento de tiendas en el llano, a su derecha. Pero de Het-Uart no salía ningún sonido.
Durante un rato, Ankhmahor y él observaron la ciudad. Entonces Ahmose dijo:
—Jefe militar, ¿tienes la sensación de que algo ha cambiado desde la última vez que estuviste aquí?
Ankhmahor vaciló.
—Es una pregunta extraña, Majestad —contestó—. No veo nada distinto, pero tienes razón. Es como si Het-Uart estuviera a punto de hundirse, como si los cimientos de sus murallas se estuvieran desmoronando en forma invisible y silenciosa. Hay tensión en el aire. Creí que era mi imaginación.
—Lo he sentido desde que Abana confesó que casi habían dejado escapar a Apepa —dijo Ahmose—. Ha abandonado la lucha, Ankhmahor. Quiere correr al seno de sus hermanos de Rethennu y está tratando enloquecidamente de encontrar una manera de hacerlo sin tener que rendirse personalmente y tampoco rendir la ciudad. Algo va a suceder.
—Het-Uart parece muerta —comentó Ankhmahor—. No hay humo de cocinas ni de piras funerarias. Tampoco oigo nada. —Se volvió hacia Ahmose—. ¿Es posible que todos los ciudadanos hayan muerto?
—No —dijo Ahmose brevemente—. La población sin duda ha sido diezmada por las epidemias y la falta de alimentos, pero aún veremos buitres rondando esas murallas condenadas.
Hacia el atardecer comenzó a caer una lluvia suave que salpicó el suelo y oscureció la superficie del afluente, pero cuando llegaron los generales había cesado, y el cielo se limpió, revelando las estrellas espolvoreadas en el cielo azul oscuro. Ahmose, arropado con un manto de lana, estaba sentado a la cabecera de la gran mesa que habían instalado fuera de su tienda, con Ramose a su lado y Ankhmahor y los Seguidores detrás de ellos. Ardían seis lámparas en fila en el centro de la mesa. Había taburetes y los jarros de vino estaban llenos. Akhtoy y su ejército de sirvientes esperaban para servir los sencillos alimentos primaverales, lechuga fresca, pepinos, cebollas tiernas, rábanos, ajos, queso blando, carne de gacela asada, que habían llevado los cazadores más temprano, y pan. No habría fruta por algunos meses, pero iban a ofrecer higos y dátiles secos bañados en miel.
Al bajar sus hombres de los carros y llegar a donde iluminaban las lámparas, Ahmose les dio la bienvenida, recibió sus reverencias y les invitó a sentarse. Cada rostro le recordaba vívidamente la batalla del año anterior y con los recuerdos le llegó una profunda sensación de contento. Hablaron en voz queda entre sí mientras los sirvientes se adelantaban para servir vino, esperando a los que tardaban e intercambiando chismes de soldados, con los pendientes de oro, las monedas de jaspe o las cuentas de turquesa que colgaban de los lóbulos de sus orejas reflejando la benigna luz amarilla, y los ojos negros, rodeados de kohl, brillando. Algunos llevaban mantos, igual que Ahmose, pero otros iban con el torso desnudo, la piel marrón brillando aceitada, los músculos de los hombros anchos tensándose y aflojándose al moverse.
La fuerza de su virilidad afectó a Ahmose como si se lanzara al agua fría. Le tensaba y revivía. Los hombres que le servían en Weset, sus ministros y funcionarios, eran inteligentes. Sus discusiones le atrapaban y resultaban un desafío. Pero su virilidad era de otra clase, recubierta de la complejidad de una vida que se expresaba en la creciente complejidad de la corte en rápido desarrollo. «Prefiero esto —pensó Ahmose, mientras Hor-Aha, el último en aparecer, se inclinaba antes de sentarse en un taburete. Khabekhnet pidió silencio—. Para estos estrategas no hay objetivos ocultos, ni se obsesionan con detalles que finalmente tienen poca importancia. Supongo que algún día tendré que volcar por completo mis energías al gobierno pacífico, pero mientras tanto tales ocupaciones comunes empalidecen comparadas con mi tarea aquí: la salvación de Egipto». Haciendo una señal a Akhtoy para que empezaran a servir la comida, observó sonriente los rostros que se volvían hacia él.
—Estoy feliz de encontrarme junto a vosotros nuevamente —dijo—. Mientras coméis podéis informarme sobre la situación de vuestras divisiones uno a uno. Espero que todos vuestros soldados hayan tenido un permiso rotativo, que su salud sea satisfactoria y que estén entusiasmados por volver a su deber.
—«Entusiasmados» no es la palabra que yo hubiese elegido para expresar su estado de ánimo, Majestad —dijo Baqet—. La palabra que mejor lo describe es resignación. Los logros del año pasado les alentaron y esperaban el fin del sitio. Pero no fue así. —Se inclinó mientras un sirviente llenaba su copa de vino—. No digo que la tropa piense en rebelarse. Se han entrenado y han practicado con sus armas con voluntad admirable. Pero ya no hablan en torno de los fogones de cosas sin importancia. Comentan la altura de las murallas, su grosor, la resistencia de sus puertas. Inventan planes alocados para tomar la ciudad. Tenemos el ejército más entrenado del mundo, pero no estamos más cerca de la meta que lo que llegó Kamose.
Hubo un murmullo de asentimiento en tomo de la mesa.
—Mis hombres dentro del montículo norte hablan de subirse a sus murallas y lanzar fuego al interior de Het-Uart —intervino Khety—. Pero el fuego dentro de la ciudad no abrirá las puertas.
Ahmose alzó una mano.
—Ya lo sé —dijo con firmeza—. Sin embargo, estás equivocado. General Baqet, cuando dices que no hemos avanzado desde los tiempos de mi hermano. Me esperaban rollos de papiro de las divisiones del Delta oriental. Toda esa región ha vuelto a Egipto, el Camino de Horus es nuestro y los fuertes que componen la Muralla de los Príncipes han sido abandonados por el enemigo y ocupados por nuestros hombres. Nada queda de los setiu, nada, sólo eso. —Señaló Het-Uart, que se veía inmensa y alta en la creciente oscuridad—. Ahora todo lo que necesitamos es paciencia, y habremos ganado.
—La paciencia es una virtud que los egipcios tenemos en abundancia —dijo Kagemni irónico. Todos rieron. Ahmose golpeó la mesa.
—Mañana llegarán los medjay, las divisiones de Amón y Ra. y Paheri y el príncipe Abana con sus embarcaciones —dijo en tono perentorio—. Creo que esta estación verá el fin del sino. Pero no quiero pasar la noche conjeturando en vano o inventando locuras. Quiero saber de mis soldados. Khety, comienza tú. ¿Cómo está la división de Horus?
Comieron en silencio, atendidos por los sirvientes también silenciosos, mientras se turnaban para contarle a Ahmose cómo se habían invertido los meses en su ausencia. Ipi estaba a sus pies, anotando las quejas. Hubo pocas. Una falta temporal de shentis nuevos para la división de Osiris del general Mery —renefer y un cargamento de cerveza que iba dirigido a Sebek— khu y su división de Montu y que se había perdido de algún modo.
—Actualmente estamos racionando la comida —terminó Sebek-Khu—. La inundación fue importante y pronto comenzaremos la siembra, pero como sabes, Majestad, es tarea muy dura para tus escribas de distribución alimentar a miles de soldados. La cosecha del verano pasado fue buena, pero no puedes seguir trayendo al norte la mayor parte de la producción de Egipto. El Delta ha sido dominado, como bien dices, pero muchas de las aldeas son ahora improductivas. Pasará un tiempo antes de que los campesinos se sientan suficientemente seguros para preparar sus campos y huertas. No podemos esperar nada de ellos hasta el año que viene. Y que los dioses no quieran que estemos aquí el año que viene —dijo estremeciéndose.
Una vez completados los informes y vaciadas las fuentes, los hombres se acomodaron para beber y hablar y hubo muchas risotadas. Ahmose oía contento el rumor de la conversación que le rodeaba, pero no participó. Se sentía lejos, su mente daba vueltas perezosamente al problema de mantener el abastecimiento constante de comida, con el trasfondo de un río de ideas a medio formar mezcladas con las sensaciones que le llevaba la noche. El aire húmedo del Delta era fresco, casi frío, la luz de las estrellas amortiguada por nubes grises apenas era visible. Detrás de él, Ankhmahor se mantenía vigilante, tan cerca de Ahmose que estaba seguro de notar el calor de su cuerpo en la espalda. Girando un poco en su taburete, podía ver una lámpara que brillaba a través de los pliegues de su tienda y lanzaba una luz difusa en el tronco del sicómoro bajo el que se encontraba. La luz se disipaba en la densa oscuridad de los arbustos un poco más allá. «Pese a mi frustración estoy en paz —pensó—. Voy a extrañar las semanas que he pasado aquí, vigilando la ciudad obstinada, este afluente ancho». Se levantó de su taburete y de inmediato se hizo silencio.
—Voy a acostarme —dijo—. Quedaos todo lo que queráis. Ankhmahor, ordena las guardias.
Los hombres no se quedaron. Deseando las buenas noches con sus reverencias, se fueron en la penumbra. Los sirvientes empezaron a limpiar y Akhtoy acompañó a Ahmose al interior de la tienda.
—La ciudad caerá —dijo Akhtoy de pronto. Sorprendido, Ahmose se volvió hacia él. Akhtoy echaba aceite perfumado en una palangana llena de agua y Hekayib esperaba para lavar a Ahmose.
—¿Por qué has dicho eso? —quiso saber Ahmose. Akhtoy volvió a tapar el recipiente y le chasqueó los dedos a Hekayib, que se adelantó de inmediato para quitarle a Ahmose el cinto y el shenti.
—Anoche, en la barca, soñé que matabas un ganso, Majestad —explicó—. Es un presagio muy favorable.
—Por supuesto que lo es —concordó Ahmose—. De modo que mataré a mis enemigos. ¿Fue vivido el sueño, Akhtoy?
—Hasta en el menor detalle y en colores muy brillantes —le aseguró el mayordomo—. Hekayib, escurre esa tela. Está goteando agua en la alfombra.
Antes del mediodía del día siguiente llegaron Paheri y Abana y, luego de un breve saludo, Ahmose les ordenó que concentraran sus naves en el lado occidental de la ciudad, cubriendo la Puerta de los Ciudadanos, la Entrada Real del extremo norte y la Puerta del Comercio.
—¿Necesitarás tu nave insignia? —preguntó Abana esperanzado.
Ahmose negó con la cabeza.
—Que el Brillando en Mennofer se quede amarrado aquí, al sur, donde yo pueda embarcar rápidamente si fuera necesario —contestó—. Pero quiero que te sitúes en un lugar desde donde puedas dirigir todas nuestras embarcaciones.
Paheri le dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Esperas un enfrentamiento con los setiu, Majestad?
Ahmose suspiró.
—No sé lo que espero —admitió—. Todos están inquietos, tienen sueños e intuiciones, juran que todo ha cambiado cuando a la vista no hay ningún cambio. Pero algo me dice que esté preparado. Sin embargo, permite a tus marineros dormir en tierra, Paheri. ¡No creo que nos enfrentemos a un cataclismo tan pronto!
Aquella noche, las divisiones de Amón y Ra y los medjay llegaron cansados al campamento. Ahmose, a través de Khabekhnet, dio a Hor-Aha instrucciones de que por la mañana los medjay subieran a cinco embarcaciones y patrullaran el afluente menor al este de la ciudad, concentrando su atención en la pared de la muralla de ese sector, la puerta del Camino de Horus. El río y, en consecuencia, los afluentes, habían vuelto a su cauce, pero no bajarían más hasta pasado un mes. Todas las puertas de Het-Uart daban a la estrecha planicie entre la muralla y el agua. El año anterior se habían destruido los muelles. Nadie que dejara la ciudad podría escapar sin puentes ni embarcaciones pero, aun así, Ahmose no iba a correr ningún riesgo.
Hizo que sus generales situaran sus tropas como en el último enfrentamiento. Las divisiones de Amón y Ra se colocaron en el borde occidental, desplegándose detrás de la flota. La de Tot, bajo el general Baqet, ocupaba la curva del sur, juntándose con los medjay frente a la Puerta de los Ciudadanos, al oriente. La división Montu de Sebek-Khu fue enviada a vigilar el área del noroeste, donde corría el afluente menor entre la ciudad y el montículo norte, ahora firmemente en manos de los egipcios. Veinte mil hombres, sin contar la flota y a los medjay, rodearon Het-Uart al día siguiente. Cada división tenía puentes portátiles que podían servir para cruzar las fosas llenas de agua si se abrían las puertas. Ahmose se quedó con la división de Osiris de reserva.
Sabía que sus expectativas probablemente eran un engaño a sí mismo, un deseo necio que de algún modo su mente anhelante había transformado en una certeza mágica, pero los soldados también parecían sentirlo. El optimismo dominaba todo el vasto campamento, iniciado por el regreso de Ahmose con sus dos divisiones, pero alimentado también por el rumor de que su Majestad había encontrado una vía secreta para entrar en la ciudad, que su intención era derribar las murallas de inmediato o, entre los más supersticiosos, por la noticia de que el Vidente de Amón le había dado un encantamiento que incendiaría toda Het-Uart y la haría desaparecer en una gran bola de fuego. Los jefes de sección comunicaron estos rumores a sus capitanes de compañía, quienes a su vez informaron a los portaestandartes, que los transmitieron finalmente a Ahmose, dándole noticia de que todo su ejército esperaba, conteniendo el aliento, que hiciera un milagro.
Se rió, sabiendo que los campesinos, incluso los que se habían convertido en soldados, eran una horda crédula y que esa hornada de teorías alocadas desaparecería con la próxima oleada de chismes, pero él también estaba excitado. Aquella noche durmió intranquilo, despertándose muchas veces sin poder recordar lo que soñaba y observando brevemente la penumbra de su tienda antes de volver a quedar inconsciente.
El día siguiente no fue mejor. Cansado y nervioso, logró dictar una carta a Aahmes-Nefertari y una a Ahmose-Onkh, e hizo una breve inspección de los caballos de tiro antes de retirarse a la orilla del afluente, donde caminó, nadó, comió sin apetito y finalmente decidió pasar la tarde haciendo prácticas con el arco. Ankhmahor y Harkhuf le acompañaron, aceptando su apuesta de un brazalete de oro, que perdieron.
Se alegró cuando el cielo comenzó a oscurecer. Se sentó en su tienda hablando con Akhtoy, mientras Khabekhnet y sus heraldos se reunían en torno de un fogón y jugaban a las tabas. Les había reunido por si surgía la ocasión de mandar muchas órdenes a los generales, sintiéndose ridículo por hacerlo, pero decidido a no dejarse sorprender. Tanto él como Akhtoy estaban tensos. El aire parecía denso, como si fuera a llover nuevamente. La cabeza le dolía poco pero persistentemente, y notaba escozor detrás de la oreja.
Poco después del atardecer, Akhtoy encendió las lámparas y sacó el tablero de sennet. Ahmose no tema ganas de jugar, pero tampoco de beber ni de pasear, de modo que, durante las siguientes dos horas, él y su mayordomo trataron de concentrarse en el juego. Terna un significado cósmico, incluso cuando se usaba para pasar una tarde ociosa. Según la casa en que cayeran el cono o el carrete del jugador, se reforzaba la suerte del día o atraía un destino negativo, y Ahmose, sintiendo que su destino temblaba en la balanza, casi tuvo miedo de tirar los palillos que decidían sus movimientos. Cerca de la tienda, los Seguidores de guardia iban de aquí para allí con pasos amortiguados. En el interior, chisporroteaba el pequeño brasero que había encendido Akhtoy. Fuera de ello, el sonido rítmico de los palillos del sennet era lo único que quebraba el profundo silencio.
Ahmose acababa de lograr una marca que le permitiría quitar su última pieza del tablero y darle la victoria, cuando se oyeron unos pasos que se acercaban, alguien respondió a la orden del centinela con agitación y entró en la tienda. Se quedó jadeando, con las manos en las rodillas y la cabeza gacha.
—Perdón, Majestad —dijo—. No había ningún carro que tuviera los caballos enganchados y tuve que correr todo el camino.
Ahmose reconoció las plumas de Amón en el brazalete de bronce que llevaba el hombre.
—¿Qué dice el general Turi? —le urgió. Apretaba un cono dorado tan fuerte que le dolió la palma y lo soltó.
—Algo está pasando en las murallas —explicó el oficial. Estaba recuperando el aliento y se enderezaba—. Están apareciendo hombres allí, no son muchos, pero la noche es oscura y no los vemos bien. No llevan antorchas.
Akhtoy ya estaba cogiendo el cinto con la espada, el arco y el carcaj de Ahmose del arcón. Y éste metió los pies en las sandalias y se agachó rápidamente para atarlas.
—Ve a los establos y dile al príncipe Makhu que enganche caballos a todos los carros —ordenó—. Coge uno para ti y vuelve con el general Turi. Yo voy enseguida. —El hombre saludó y salió apresuradamente, y Ahmose cogió el cinto y se lo ató con dedos temblorosos—. Quizá tu sueño decía la verdad, Akhtoy —dijo. El mayordomo le alcanzó el carcaj y Ahmose agachó la cabeza para pasar la tira de cuero y cruzarla en su pecho—. Abre el sagrario y ruega a Amón que así sea. Het-Uart está acabada.
Fuera, miró al cielo. Los Seguidores ya cogían sus lanzas y Ankhmahor salió de la oscuridad.
—Hay luna nueva —Ahmose le dijo ansioso—. ¿Cómo podremos pelear con esta oscuridad?
—Si no podemos pelear, entonces tampoco podrán los setiu —le recordó Ankhmahor—. No creo que estemos frente a una batalla, Majestad. Ni siquiera Apepa es tan estúpido.
—Puede que lo sea ahora que ya no tiene a Pezedkhu para tomar las decisiones por él —le respondió Ahmose—. Tú eres el jefe militar de las tropas de asalto de Amón, Ankhmahor. Ocúpate de tus obligaciones. Envía a Harkhuf para sustituirte.
Esperó impaciente a Makhu y su carro, conteniendo el impulso de correr por la ribera hacia Het-Uart. Se oyeron gritos en la oscuridad, seguidos de los ruidos producidos por sus tropas que se ponían en movimiento. A pocos pasos, a través de los arbustos, se veían unos cuantos puntos de la débil luz de las estrellas reflejada en la obsidiana fluida que era la superficie del afluente. Los heraldos estaban reunidos en las cercanías y, rápidamente, los dispersó con órdenes de traerle la información que tuviera cada general. Cuando por fin llegó su carro, saliendo de pronto de la oscuridad, le indicó a Khabekhnet que subiera detrás de él.
—¡Conduce tú! —le gritó a Makhu—. ¡Llévame lo más cerca que puedas de la ciudad!
El extremo sur occidental del montículo de Apepa no estaba lejos, pero Ahmose sintió que tardaba una eternidad en llegar allí. Por fin Makhu detuvo los caballos y Ahmose saltó al suelo, seguido por Khabekhnet. Ante ellos, el afluente menor, un canal hecho por la mano del hombre que salía de la corriente principal y serpenteaba en torno del lado este de la ciudad, se veía oscuro y pacífico. A su izquierda, la corriente principal del Nilo se perdía en la noche.
Ahmose observó la muralla, maldiciendo la falta de luz. No se veía nada. Ninguna forma se movía contra el cielo lleno de estrellas medio ocultas por las nubes. La ciudad parecía hundida en el sueño. Pero los soldados de Baqet, a la derecha de Ahmose, corrían a formar a lo largo de la orilla del canal y Tchanny, el jefe militar de las tropas de asalto de la división, se acercó a Ahmose e hizo su reverencia.
—Majestad, ¿quieres que tendamos los puentes? —quiso saber. Era una pregunta razonable. Las tropas de asalto de cada división siempre eran las primeras en entablar batalla y Tchanny tenía que estar preparado. Pero luego de reflexionar un momento, Ahmose negó con la cabeza.
—No, aún no —dijo—. Necesito las noticias del general Turi antes de decidir qué hacer. Está frente a la puerta occidental, donde se vio gente en las murallas. Te enviaré un mensajero, Tchanny. —El hombre se inclinó nuevamente y se fue en el momento que llegaban, a pie, los Seguidores. El rostro de Harkhuf, pálido y tenso, apareció junto a Ahmose. Llevaba la espada desenvainada.
Transcurrió un rato. Ahmose sintió el paso de cada instante con el lento latido de su corazón y esperó junto con sus guardias. Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad, pero había poco que ver. La noche estaba en calma y no soplaba el viento. Uno de los caballos piafó y su arnés de bronce tintineó.
De pronto hubo un gran rugido que se convirtió en un rumor de mil voces excitadas. Harkhuf lanzó un grito. Ahmose no se movió, aunque su corazón dio un salto que por un momento le dio náuseas. Miraba al oeste, tratando de distinguir algo, cualquier cosa, pero las noticias finalmente llegaron del este. Uno de sus heraldos llegó contando a gritos la noticia, incluso antes de hacerse claramente visible.
—¡Se está abriendo la puerta del sur! —gritó—. ¡Majestad, la puerta del sur! —«Desde luego, esto no es una fantasía», pensó Ahmose en un instante antes de espabilarse. «He ganado. Lo siento en los huesos. Het-Uart por fin es mía».
—Envía un mensaje a Baqet —dijo con calma—: Que bajen los puentes; y a Tchanny, sus hombres tienen que cruzar el canal de inmediato. —Nada más irse el heraldo llegó un carro de guerra a toda velocidad y otro heraldo se lanzó al suelo.
—Majestad, la ciudad se ha rendido —dijo, la voz quebrada de emoción—. Los hombres de la puerta occidental de las murallas lo han anunciado, y se abre la puerta. Los generales Turi y Kagemni han ordenado tender los puentes.
—Bien. Entonces deben hacer pasar a las tropas de asalto lo antes posible.
—El general Sebek-Khu envió un mensajero al general Turi con la misma noticia —continuó el heraldo—. También se ha abierto la puerta de la Entrada Real.
—Entonces debo presumir que también se están abriendo las puertas del Camino de Horus y la del Comercio —dijo Ahmose. Quería volverse a Harkhuf y abrazarle enloquecido, alzarle, besarle vigorosamente—. Ve al montículo norte —le indicó al heraldo—. Di al general Khety que de ningún modo debe abandonarlo. La división de Horus debe quedarse donde está con las puertas firmemente cerradas. No quiero ningún ataque por sorpresa de Apepa para tratar de retomarlo. Ya le indicaré a Khety si se necesita a sus hombres.
El hombre y su carro se fueron veloces. Harkhuf tocó el brazo de Ahmose reverente.
—Felicidades, Gran Horus —dijo—. Has triunfado. —La voz del joven sonaba tan admirada que Ahmose rió.
—Es una maravilla después de tanto tiempo, ¿no es cierto, príncipe Harkhuf? Pero aún no estamos en el interior de esos muros condenados. Es muy pronto para alabarme. —Fue hasta su carro y montó detrás de Makhu—. Ven —le llamó—. Nos uniremos al general Baqet. Quiero ver a nuestros soldados pasar la puerta sureste.
Makhu fue por el borde del canal y pronto tuvo que avanzar más lento por la aglomeración de soldados de la división de Tot. Cinco mil hombres esperaban para cruzar el agua. Se abrieron al aviso de Khabekhnet y el carro de Ahmose pasó entre sus filas. Pero aun antes de que Makhu lo detuviera junto al canal, donde estaban ahora los puentes (unas planchas sólidas de madera atadas que se veían tenues en la luz incierta), Ahmose ya sabía que algo iba mal. Tchanny y las tropas de asalto no se habían movido. Baqet estaba con ellos. Se inclinó cuando Ahmose bajó y caminó hacia él, señalando al otro lado del agua.
—¿Qué hacemos, Majestad? —murmuró.
Los ciudadanos salían de Het-Uart. La puerta estaba atestada de ellos, una masa humana que se movía lentamente y parecía manar por la abertura como aceite oscuro y que comenzó a extenderse a cada lado de la muralla. El área entre la muralla y el canal ya estaba atestada y llegaban más. Se mantenían en un silencio casi total, rostros vagos sobre ropa y bultos en sombras, salvo por el llanto de algunos niños y el de una mujer anónima.
A Ahmose le acometieron dos pensamientos simultáneamente. Uno fue que, para atravesar la multitud, sus tropas tendrían que empujar a la gente al agua. El segundo era aún más problemático. Sabía que era incapaz de dar la orden de matar a aquellas criaturas miserables que arrastraban los pies.
—Apepa está haciendo esto a propósito —dijo sombrío—. Está usando a su gente para impedir que ocupemos rápidamente la ciudad y, quizá, para inspirarme piedad por ellos y por él. Pues bien, sí que siento piedad. ¡Míralos, Baqet! ¿Has visto alguna vez gente más cadavérica? No creo que sean una amenaza para nosotros. ¿Y tú?
Baqet negó con la cabeza.
—No veo soldados entre ellos, Majestad, pero supongo que algunos pueden llevar armas ocultas bajo los mantos. Se ve muy poco.
Ahmose continuó observando el éxodo patético. La multitud ahora se extendía a derecha e izquierda, más allá del alcance de su vista, una hueste que andaba a trompicones y que le recordaba las pinturas que representaban a las víctimas del hambre cuando el Nilo no crecía. «Por supuesto que son víctimas del hambre —pensó—. No por falta de inundación, sino por mi sitio».
—Que se abran las tropas y les dejen pasar —le indicó a Baqet—. Ma’at no aprueba dar muerte a gente ya medio muerta de hambre y enfermedad. No pueden hacernos daño. Pon hombres a cada lado del puente para vigilarles cuando crucen. Traed antorchas. Cualquiera que lleve armas debe ser detenido.
Baqet pasó la orden a un oficial que, a su vez, comenzó a gritarla. Los soldados reunidos al borde del agua comenzaron a formar en dos líneas, pero sus movimientos fueron mal interpretados por la gente en la orilla opuesta. Se agitaron y alguien gritó:
—¡Piedad, piedad, hombres de Egipto! ¡No nos hagáis daño! ¡No somos nada!
Se volvían hacia la puerta dominados por el pánico pero estaba bloqueada por los que trataban de salir. Baqet saltó al carro de Ahmose.
—¡No os haremos daño! —exclamó, y su voz se oía por encima de sus gritos—. El rey ha ordenado que no se os moleste. ¡Cruzad! ¡Cruzad! —Siguió gritando hasta que sus palabras lograron penetrar su histeria. Dubitativamente, un hombre más resuelto que los demás subió al puente y comenzó a caminar por él. El rebaño le observó, haciendo cada vez menos ruido. Cuando le vieron pasar libre entre las filas de soldados a la luz de las antorchas, se apresuraron a seguirle y pronto cruzaban a la carrera, las cabezas gachas, los ojos mirando a un lado y a otro las tropas impasibles. Baqet se volvió a reunir con Ahmose.
—¿Qué harás con ellos, Majestad? —quiso saber. Ahmose se encogió de hombros, con los ojos puestos en el río de desechos humanos que se perdía en la noche.
—No lo sé —respondió—. Está claro que no son nada. Los escribas de la distribución no pueden alimentarles a todos. Tendrán que arreglárselas.
—Quizá intenten volver a Rethennu —sugirió Baqet.
Ahmose hizo una señal a Harkhuf y Khabekhnet.
—Rethennu es un país extraño para la mayoría de ellos —dijo—. Sólo la sangre de sus antepasados les vincula a ella. Para serte franco, Baqet, no me importa a donde vayan. En cuanto disminuya esta ola de muertos de hambre haz que la división cruce el puente y pase esas puertas. —Fue hasta su carro, dando la espalda al triste espectáculo con alivio.
Se situó con su escolta en un lugar donde el afluente y el canal se dividían, y los heraldos no tardaron mucho en encontrarle. Todos contaban lo mismo. A pesar de que las puertas estaban abiertas y los puentes tendidos, no se podía hacer nada por la cantidad de ciudadanos que salían de Het-Uart. Ahmose les mandó otra vez con la orden de permitir que se fuera la gente antes de intentar entrar en lo que sería una ciudad desierta.
La idea le preocupó. ¿Cuál era el objetivo de Apepa? ¿Se imaginaba que estaba privando a un rey sediento de sangre de una masacre? Pero hubiera sido igualmente sencillo matar a la gente una vez fuera de las murallas. Quizá quería darle a Ahmose una victoria literalmente vacía. O quizá, quizá Apepa había muerto y sus hijos ordenaron la rendición de la ciudad en un momento de desesperación.
Akhtoy y sus subordinados les llevaron pan, queso y frutos secos, y Ahmose y sus guardias comieron de pie, los Seguidores mirando hacia la zona de donde llegaba un murmullo bajo y constante en la oscuridad. Acababan de terminar la escasa comida cuando un oficial que llevaba las insignias de la división de Osiris se acercó y saludó.
—Majestad, los refugiados se están desperdigando por las tiendas del ejército —dijo—. Están cogiendo toda la comida que encuentran. Nuestro escriba de la distribución teme que no podrá proteger las reservas de grano.
—Dile al general Meryrenefer que envíe un destacamento a montar guardia en los graneros —decidió Ahmose—. Que destaque también tantos hombres como sea necesario para que la gente se siga moviendo. Se les debe permitir llevarse los restos que encuentren, pero no deben demorarse ni robar tiendas, ropa o armas. Los que lo hagan serán muertos. —Se preguntó qué estaría pasando con la flota, si alguno de los ciudadanos era lo suficientemente fuerte o hábil para robar una barca en la confusión. A fin de cuentas, el puente de la puerta occidental los llevaría directo hacia las naves de Abana, esparcidas a lo largo del afluente. «Seguramente no— se dijo impaciente. —Estoy siendo necio. Estos espantajos no pueden enfrentarse a infantes armados».
Pasado un largo rato comenzaron a disminuir los sonidos de la multitud en fuga y Ramose salió de la densa negrura. Se inclinó y luego se quedó con los brazos fuertemente cruzados en el pecho, con el rostro vuelto hacia la ciudad.
—Crucé el puente y logré caminar alrededor del perímetro exterior de la muralla —dijo—. Me llevó mucho tiempo. Cada puerta lanza sus desechos. —Su tono era amargo—. Interrogué a ciudadanos sobre la marcha, esperando oír que Apepa ha muerto, pero me aseguraron que sigue vivo, encerrado en su palacio. Veré nuevamente a Tani esta noche. Lo sé.
Ahmose sintió una conmoción. Se había olvidado completamente de su hermana.
—Ha pasado algún tiempo desde que entraste en Het-Uart como espía para Kamose —dijo con cautela—. Recuerda tu dolor, Ramose, cuando se te permitió reconfortarla y descubriste que se había casado con Apepa. Puede no recibirte con alegría. Incluso puede estar muerta. Ha habido epidemias y hambre en la ciudad.
Ramose se volvió al fin. Sus dientes brillaban en la penumbra.
—Si hay justicia bajo la Pluma de Ma’at, estará viva y Apepa muerto —dijo con los dientes apretados. Ahmose había visto a su amigo triste, incluso enfadado, pero nunca supo que Ramose albergaba un odio tan corrosivo.
—¿Aún la amas? —dijo susurrando para que sus ayudantes no pudieran oír.
Ramose desvió la mirada.
—No lo sé —contestó rígido—. Pero me pertenece. El contrato de la promesa de matrimonio está en los archivos de Seqenenra, en Weset, y la tendré, no importa lo que pase. —«¿No es suficiente que te haya hecho gobernador de la provincia de Un y te haya dado un título?», se preguntó Ahmose con tristeza. «Eres el amo de Khemmenu, vuelves a vivir en las fincas de tu familia, tienes toda mi confianza y favor, pero parece que la única compensación que quieres por los males que has sufrido es reanimar un cadáver».
—No podemos volver a entrar en el pasado, ninguno de nosotros —dijo en voz alta—. Yo quiero vivo a mi padre. Quiero a Kamose a mi lado, con su dureza y su integridad inquebrantable. Quisiera tener a mi hija viva, y bien, y feliz. Todos hemos sufrido, Ramose.
—Seqenenra, Kamose y Hent-ta-Hent están muertos —respondió Ramose—. No puedes recuperarlos. Tani vive. Ésa es la diferencia.
«Pero mi querido Ramose, no hay diferencia», quiso decirle Ahmose. «La Tani que conociste está muerta. La chica que amaste se ha ahogado en el mar del tiempo y no la volverás a encontrar». Sabiamente se guardó su opinión.
No esperaba que le llamaran antes del amanecer, pero poco después de que Ramose le dejara para ir a sentarse, encogido, junto al agua, llegó un heraldo.
—El general Baqet se dispone a cruzar el puente, Majestad —dijo—. Quiere saber si irás con él.
—De inmediato —contestó Ahmose—. Harkhuf, que formen los Seguidores. Khabekhnet, ve a despabilar al príncipe Ramose. Makhu, da la vuelta a los caballos. —Le invadió la excitación, un estremecimiento de premonición mezclada con temor, pero lo ocultó saltando al carro. Ramose se puso de pie y corrió con el jefe de los heraldos para subir detrás de él.
No estaba lejos el puente donde Baqet esperaba con su guardia y unos veinte soldados que portaban antorchas. Le saludó serio, pero Ahmose pudo ver la excitación reflejada en sus ojos iluminados por las antorchas.
—Las tropas de asalto de Pepynakht ya han entrado, Majestad —le dijo Baqet—. Y también tres capitanes de compañía con sus hombres. El estandarte va con ellos.
Ahmose asintió.
—Makhu, baja y lleva a los caballos del tiro para cruzar el puente —dijo—. De lo contrario no querrán pasar.
Makhu hizo lo que le indicaba. Los caballos estaban nerviosos, pero respondieron a sus requerimientos suaves, y pronto Ahmose se encontró ante la Puerta de los Ciudadanos, una gran puerta de cedro tachonada de bronce. Su mirada recorrió las dos gruesas hojas, ahora abiertas. Más allá parecía haber una calle que atravesaba el sorprendente grosor de las murallas y que subía suavemente en la penumbra.
—Por aquí entré entonces —comentó Ramose, con la voz afinada por la emoción—. Esta avenida se angosta rápidamente hasta encontrarse con el camino del palacio.
Ahmose no respondió. Tocó a Makhu en el hombro y el carro comenzó a rodar, pasando las puertas y avanzando por la pendiente suave del camino.
Los soldados que llevaban antorchas se adelantaron rápidamente para iluminar su camino, y con la luz Ahmose pudo ver los oscuros huecos a cada lado, donde se situaban los guardianes de la puerta. La calle era una avenida amplia, pero, tal como Ramose había dicho, pronto se redujo a poco más de la anchura de un carro. Estaba encerrada entre edificios, casas grises de ladrillo de adobe que se apoyaban una en la otra en una mescolanza sofocante. A intervalos regulares, a derecha e izquierda, había pasajes demasiado estrechos incluso para un burro. Eran bocas oscuras cuyas gargantas no podían ser penetradas por la luz de las antorchas.
El silencio era espectral. No había balidos de ovejas o cabras, ni ladraba un perro, ninguna voz humana lo perturbaba. El sonido de las sandalias de los soldados y el rumor ligero de las ruedas del carro en el suelo apisonado parecían casi demasiado fuertes, como si estuvieran profanando una tumba. Había huesos desparramados aquí y allá. Al principio Ahmose pensó con repulsa que eran humanos. Recordó el comentario de Sebek-Nakht de que en Het-Uart los setiu se veían obligados, por la falta de espacio, a enterrar a sus muertos bajo el suelo de sus casas, y tuvo una visión repentina y horripilante de los ciudadanos hambrientos desenterrando y comiéndose a sus parientes recién muertos; pero entonces reconoció el cuero disecado de una cabra, pegado a lo que era obviamente los restos del espinazo, y comprendió que los huesos eran de animales. Todo, ratas, perros, cabras y gatos, había sido devorado. Miró hacia donde podría haber alguna prueba de cereales o verduras cultivados en los tejados, pero no había a la vista ni una hoja. Khabekhnet resopló.
—Majestad, ¡qué olor! ¡Muerte, plagas y enfermedades! —murmuró, y Ahmose, dando media vuelta, vio que el hombre se tapaba la nariz con la tela de su shenti. Het-Uart hedía, una mezcla casi insoportable de excrementos humanos, cuerpos en descomposición y desperdicios podridos.
Al fin, la mezcolanza caótica de casas se fue espaciando y la comitiva comenzó a pasar paredes interrumpidas, aquí y allá, por callejones un poco más anchos y, de vez en cuando, sicómoros, cuyas ramas tristes, casi sin hojas, se inclinaban hacia la abertura de pozos cavados a sus pies. Muchas de las puertas de los muros estaban abiertas y Ahmose, mirando con inquietud a través de ellas, vio las ruinas de lo que habían sido pequeños pero hermosos jardines, ahora apenas trozos de tierra revuelta. Varios habían sido removidos en toda su superficie, Ahmose supuso que para entierros.
Ramose había dejado el carro y ahora caminaba junto a él, con una mano agarrada al borde, como si eso le diera seguridad.
—Éstas eran las casas de los ricos —dijo admirado—. No queda nada, Ahmose. Hasta los ricos se han comido la hierba. ¡Dioses, mira allí! —Había aparecido un altar, poco más que un pilar de granito bajo que sostenía la imagen de uno de los dioses bárbaros de los setiu, quizá Anath, a juzgar por sus pechos toscamente tallados, pero el pedestal estaba volcado sobre el borde de un pozo que llegaba hasta el camino. Surgía un hedor casi insoportable de allí y al llevar Makhu a los caballos junto al pozo, Ahmose observó las extremidades blancas de un cuerpo que sobresalían de la tierra. Luchando contra las nauseas, fijó la mirada en los flancos marrones del animal delante de él—. Todos están muertos o se han ido —suspiró Ramose—. Temo lo que podamos encontrar en el palacio, Majestad.
«Yo también —pensó Ahmose—. Y mientras Apepa esté allí al acecho, como una araña en una red desintegrada, no voy a permitirme reemplazar la preocupación por la felicidad plena».
Una leve brisa refrescó el aire y Ahmose la aspiró aliviado. El silencio ominoso también fue quedando atrás al hacerse más fuertes los ruidos del ejército entrando a Het-Uart a través de las otras puertas. El cruce del camino del que había hablado Ramose estaba atestado de tropas de varias divisiones que se mezclaban ruidosamente, y Makhu detuvo los caballos. Turi y Ka-Gemni se habían encontrado. Saludaron a Ahmose y rápidamente se le acercaron.
—¡Éste es un lugar terrible! —exclamó Turi—. Aun antes de la peste y el sitio, debe de haber sido hediondo, con tanta gente metida aquí. ¿Cómo podían vivir así?
—No son como nosotros, así es como vivían —dijo Ka-Gemni—. Las ratas que engullían eran sus semejantes. —Le dirigió a Ahmose una de sus escasas sonrisas—. Majestad, todo ha terminado —dijo entusiasta—. Egipto es uno.
—¿Encontrasteis soldados setiu? —quiso saber Ahmose. Miraba por encima de sus cabezas, lejos, hacia la derecha, hacia donde el templo de Sutekh alzaba sus pilares, y junto a éste, los muros de lo que sabía que eran cuarteles. Turi siguió su mirada.
—Creo que el templo había sido invadido por los enfermos —dijo—. Sus patios y salas siguen cubiertos de desechos, tablillas, cuencos, huesos de animales y morteros de los médicos. Incluso hay unos cuantos cuerpos en descomposición. En cuanto a soldados, no. Entramos en los cuarteles y no encontramos ninguno. Quizá todos murieron en la batalla el año pasado. Los hombres están desilusionados —rió—. Se sienten privados de una victoria en toda regla.
—Mantenedles lejos del templo —dijo Ahmose—. Aún puede haber peste allí. Poned guardias. Que vuestras tropas averigüen si queda alguien en la ciudad, pero que vayan con mucho cuidado. No quiero que la enfermedad se apodere de mí ejército. —Por fin miró hacia donde se alzaban los muros del palacio, pasando las dependencias de los soldados—. Estaré allí —les dijo, apuntando con el mentón—. Traed informes cuando los tengáis. General Baqet, tu también puedes desplegar tus hombres por estas calles miserables. —«Oh. Amón, Grande entre los Grandes— rezó mientras sus jefes militares saludaban y desaparecían entre sus hombres, —que Apepa esté vivo y esperándome. Que se recuerde esta noche como el mayor desagravio en la historia de Egipto».
No estaban lejos las altas puertas de cedro encajadas en el muro protector del palacio. Ramose había soltado el carro y ahora caminaba con los brazos cruzados y la cabeza gacha. Khabekhnet saltó del vehículo y, junto con Ankhmahor y la mitad de los Seguidores, que habían cogido las antorchas de la escolta de tropas de asalto de Baqet, corrió a colocarse delante de los caballos. Ahmose no creía que fuera a necesitar su escudo. Allí no había peligro. Het-Uart estaba muerta, su corazón enfermo daba sus últimos latidos en algún lugar del laberinto de pasillos y patios que Ramose había descrito a su vuelta. Ahmose miró a su amigo al detener Makhu el carro, pero no pudo ver su rostro en la penumbra. Miró al cielo. No tema idea de cuánto tiempo había transcurrido desde que supo la noticia de que se abrían las puertas, pero no había señal del amanecer. Las estrellas aún brillaban en el terciopelo negro de la noche. Había más antorchas pasada la entrada del palacio, cruzándose en la visión de Ahmose como llamas escapadas de un incendio. Se bajó y, ordenando a Makhu que esperara, siguió a su guardia al interior de los recintos de Apepa.
Estaba lleno de soldados egipcios. El estandarte de Montu estaba plantado delante de él, justo en el centro del camino imponente que conducía al edificio en sombras. Y también estaba allí su estandarte, su azul casi negro y su blanco, grisáceo, a la luz incierta de una antorcha. Había estatuas a ambos lados de la avenida, figuras extrañas sosteniendo bastones o emblemas desconocidos para Ahmose, la mayoría con barba y cuernos, cuyos rasgos solemnes parecían moverse con la luz de las antorchas. A derecha e izquierda tuvo la impresión de que había jardines vastos y en sombras. Le llegó un leve aroma de árboles frutales en flor y oyó el susurro de las hojas. Pero el suelo estaba yermo, una alfombra de hierba muerta y seca mezclada con tramos de tierra pelada. «No hay agua —pensó—. Apepa no podía regar su hermoso césped ni las flores, y la lluvia no fue suficiente».
Sebek-Khu iba hacia él con Tchanny, que sostenía una antorcha. Se inclinaron. Los dos sonreían.
—Mis divisiones entraron por la puerta de la Entrada Real, Majestad —dijo Sebek-Khu—. Está muy cerca, pasadas la antigua fortificación de la ciudadela y el huerto de Apepa, y bajando de inmediato al afluente. Me sorprendió no encontrar resistencia en los muros del palacio. Entré con una tropa pequeña con la intención de enfrentarme a cualquier resto de los soldados de Apepa, pero sólo quedan algunos cortesanos.
Ahmose sintió una oleada de desesperación que le envolvía como un manto gastado.
—¿Apepa no está aquí?
Sebek-Khu negó con la cabeza y su sonrisa se desvaneció.
—No, Majestad, a menos que se oculte en alguna parte. He hecho una primera batida por el edificio, pero es vasto y complejo, y mis hombres y yo aún lo estamos ocupando. Sin embargo, su visir te aguarda. Le he detenido en una pequeña habitación, aquí cerca. Quería saludarte en la sala de recepción, pero se habrían necesitado muchos soldados para vigilarle. Me temo que hemos ofendido su dignidad.
—¡A Set con su dignidad! —contestó Ahmose con fuerza, sintiendo la desilusión que le dominaba. «Hemos de vernos privados de nuestra venganza, Kamose. Todo esto, la desesperación, las matanzas, la incertidumbre y el dolor, el nuestro y el de los ciudadanos de este maldito lugar, ¿todo por nada? Si Apepa se ha ido me echaré tierra sobre la cabeza y aullaré como un perro herido»—. Llevadme con él —dijo iracundo. De pronto fue consciente de su extrema fatiga. La excitación le había llevado hasta allí, pero ahora quería darse vuelta, salir por aquellas puertas engañosas, meterse en su lecho y taparse con sábanas limpias. Het-Uart era un vacío en ruinas.
Siguió a su general, caminando entre las peculiares estatuas cuyas figuras extrañas le ponían la piel de gallina, con Khabekhnet y Ramose a cada lado y los Seguidores ahora detrás. Delante, una fila de altas columnas señalaba lo que Ahmose supuso que era la entrada principal. No había luz entre sus moles adustas, la oscuridad detrás de ellas era incluso más profunda que la noche. Sebek-Khu no fue hacia allí. Giró a la izquierda, por el costado del palacio, y se detuvo junto a una puerta pequeña en el muro oeste. Ramose exclamó.
—Estuve aquí —dijo—. Aquí fui traído.
Ahmose alzó una mano.
—Khabekhnet —dijo—. Entra y anuncia mis títulos. —Sebek-Khu abrió y el heraldo entró.
—Prostérnate ante Uatch-Kheperu Ahmose, Hijo del Sol, Horus, el Horus de Oro, el de las Dos Señoras, el del Junco y la Abeja. —Khabekhnet, por propia decisión, había agregado los dos títulos que Ahmose no había adoptado al aceptar su primera coronación porque aún no era rey tanto del Alto como del Bajo Egipto. Cuando oyó el título en boca de su jefe de heraldos se le hizo un nudo en la garganta. «Lo que hizo Khabekhnet fue magnífico».
La luz de los cirios, suave y difusa, que le recibió le hizo parpadear, después de haber estado iluminado sólo por la antorcha de Tchanny. Se encontró en un cuarto agradable, con sillas doradas bajas y una mesa elegante que sostenía un conjunto de cirios gruesos. Aquí y allá había almohadones de colores y dibujos enrevesados. El espacio debía de iluminarse habitualmente con tres altas lámparas de alabastro, pero no estaban encendidas. Las paredes eran de color ocre amarillo atemperado y debajo del techo había un friso de volutas pintadas en negro. En un rincón había un sagrario dorado cerrado.
El suelo estaba alfombrado y en el centro había un hombre de rodillas con la frente tocando el suelo. En una mano llevaba un bastón azul y blanco que indicaba su rango. Ahmose le miró un instante antes de ordenarle que se alzara. Los soldados que le custodiaban reverenciaron a Ahmose y volvieron a vigilar atentamente al hombre a su cuidado.
—Levántate y dame ese bastón —le ordenó Ahmose. El hombre se puso de pie con esfuerzo. Era de mediana edad, con la cara surcada de amigas y dominada por una nariz ganchuda, curvada como el pico de un halcón, y una barba trenzada. Tenía el pelo negro corto. La túnica blanca llevaba un cinto de plata.
Obedeció, y sus ojos pintados con kohl se fijaron en Ahmose mientras le entregaba el bastón. Con un gesto salvaje, Ahmose lo quebró contra su pierna y tiró los pedazos a un rincón.
—¿Quién eres? —dijo.
El hombre carraspeó.
—Soy Peremuah, Visir y Guardián del Sello Real —dijo con firmeza—. Es mi deber rendirte oficialmente la ciudad de Het-Uart en nombre de mi señor, Su Majestad el rey Awoserra Apepa.
—¿Y dónde está Su Majestad? —inquirió Ahmose. Sabía que no era digno hacerlo pero no pudo dejar de decirlo con desprecio. El hombre se sonrojó.
—Ha dejado su ciudad y fue a reunirse con sus hermanos en Rethennu. Tengo autoridad para entregarte lo que está a mi cargo, el Sello Real, en reconocimiento de que Egipto ahora es tuyo.
—Siempre lo fue —contestó Ahmose, pero estaba perplejo—. ¿Cómo puede haber escapado Apepa, si Het-Uart ha estado rodeada por mis soldados estos meses? ¿Cuánto hace que se ha ido? —preguntó a Peremuah. Los ojos del visir se nublaron. Miró sus sandalias plateadas y no dijo nada.
De pronto Ahmose tuvo la respuesta y se volvió hacia Khabekhnet.
—Toma mi carro de inmediato —le ordenó—. Ve por la puerta Real lo más rápido que puedas y encuentra al príncipe Abana. Tiene que estar cerca. Detén a todo ciudadano que encuentres. Quiero verles. ¿Cuánto tiempo hace? —le gritó a Peremuah mientras Khabekhnet salía a la carrera—. ¿Y a qué lugar de Rethennu iba? —Peremuah se mordió el labio y alzó la cabeza. Su expresión era de obstinación.
—Sólo se me ordenó decirte que Su Majestad se ha ido y darte el Sello —persistió—. Lo siento.
—¿Lo sientes? —dijo Ahmose furioso, aunque su ira fue detonada por la frustración y no por la actitud de Peremuah. El hombre sólo cumplía con su deber ministerial—. ¡Entonces dámelo! Peremuah abrió una bolsa que colgaba de su cinto y extrajo el sello, pasándoselo a Ahmose con una breve inclinación. Era un pequeño cilindro de greda. Ahmose lo miró en su palma. Frotó los caracteres en relieve del nombre y los títulos de Apepa con un pulgar, sabiendo que tenía en la mano el último símbolo del poder setiu en Egipto, luego lo tiró a la alfombra y lo aplastó bajo su pie, sintiéndolo romperse y deshacerse. —Así termina el reinado de Apepa— dijo, dispersando el polvo gris. —Peremuah, quedarás detenido aquí hasta que encuentre a alguien que me diga adónde ha ido Apepa. Luego podrás dejar Egipto.
El hombre se mostró conmocionado.
—Pero M… Majestad, ¿no voy a morir? —tartamudeó, diciendo inconscientemente el título de Ahmose.
—No seas ridículo. No eres un soldado ni un traidor a tu amo, y yo no soy un demonio. Quédate en este agujero de ratas o vete a Rethennu, no me importa. Sebek-Khu, encárgate. ¿Y bien, dónde están los demás cortesanos?
—Les encerré en los aposentos de Apepa —le dijo Sebek-Khu antes de dar una orden a los guardianes de Peremuah y señalar una puerta interior.
—Son en su mayoría mujeres. —Miró a Ahmose de soslayo cuando salieron a un pasillo desierto, con Ramose y los Seguidores detrás e, instantáneamente, el visir desapareció de la mente de Ahmose. «El sabe que Tani puede estar entre ellas», pensó con inquietud. «Nunca la ha visto, pero todos conocen la tragedia de mi familia. ¿Qué haré si ella también se ha ido?».
Siguió a su general y pronto se sintió perdido en el laberinto de pasillos estrechos y salones, interminables paredes color ocre y espacios sin luz llenos de ecos que parecían fundirse entre ellos como la pesadilla de un niño. Sebek-Khu y varios de los Seguidores habían cogido antorchas que lanzaban una luz incierta en tomo de la comitiva, pero fuera del alcance de las llamas la oscuridad era total. Para Ahmose aquellas imágenes eran tanto desoladoras como fantasmagóricas, como si los miles de cortesanos que habían llenado el palacio y luego huyeron hubiesen dejado rastros que se iban desvaneciendo en medio de un pánico hecho de susurros. Sebek-Khu, a pesar de tener un sentido casi infalible de la orientación, a menudo vacilaba ante una bifurcación hacia el oscuro vacío. A intervalos regulares había soportes para antorchas, generalmente en las paredes, junto a las muchas puertas cerradas que Ahmose no tenía ningún deseo de ver abiertas, pero estaban vacíos. Varias veces cruzaron patios diminutos abiertos al cielo, con fuentes que ya no lanzaban agua y empedrados cubiertos con todas las pruebas de un abandono apresurado. En tales momentos alzaba la vista y se reconfortaba con el cuadrado de cielo lleno de estrellas que era el techo.
Finalmente hubo luz al final de un pasillo estrecho y Ahmose se detuvo ante las hojas de una puerta imponente. Los soldados que la flanqueaban le saludaron y, a una orden de Sebek-Khu, las abrieron. Ahmose pasó. Una rápida mirada a los rostros temerosos que se volvieron hacia él le dijo que Apepa no estaba entre ellos. Se había aferrado a la esperanza de que éste se hubiese disfrazado, pero sin llegar a escapar en medio de la marejada de ciudadanos. Aquella gente era en su mayoría de la edad de Apepa, pero ninguno de los cuatro o cinco hombres se le parecía. «Supongo que los cortesanos más jóvenes se aventuraron a unirse a los ciudadanos —pensó Ahmose—. Pero los años vuelven cauta a la gente y dan un creciente temor a lo desconocido. Tani tampoco está aquí».
Dedicó un instante a observar la gran sala. Las paredes estaban cubiertas de tapices tejidos con los mismos colores chillones y los dibujos en volutas de los almohadones de la primera sala. Y donde no había tapices, aparecían pintadas directamente en la pared escenas de montañas con cumbres cubiertas de nieve que se alzaban sobre un mar azul moteado de naves. El agua estaba llena de exóticas criaturas marinas que Ahmose no pudo identificar. Había dos puertas interiores, las dos de madera pintada. En la superficie de la de la izquierda, le miraba iracundo un toro de gran joroba, cuernos de oro y aletas de la nariz dilatadas y, a la derecha, el dios setiu del mar, Baal-Yam, con su barba trenzada, alzaba el torso por encima de las aguas agitadas. Había lámparas curvas y adornadas como caracoles de mar, todas apagadas.
Las pocas sillas que no estaban ocupadas tenían patas con la forma de muchachas de pechos llenos, faldas cortas y bucles encintados. Sostenían asientos y respaldos de marfil con forma de delfín. Y más delfines, plateados en este caso, le sonreían benignos desde las bases de las muchas copas de vino que ocupaban las mesas bajas. Lo extraño del ambiente hizo encogerse a Ahmose. «Una cosa es comerciar con Keftiu objetos exóticos —pensó—. Muchos son bonitos. Pero aquí no hay nada egipcio, ninguna prueba de que nuestros conquistadores sintieran otra cosa que desinterés por nuestro arte y nuestros dioses».
Volvió su atención al grupo silencioso que le observaba con un temor palpable. Las mujeres no llevaban maquillaje e iban desaliñadas, el pelo suelto, las largas faldas de lana atadas deprisa y corriendo. En el suelo alfombrado había una pila de mantos con borlas junto a un brasero apagado. El cuarto se mantenía tibio por el calor de los cuerpos y olía ligeramente a sudor y perfume.
—¿Estáis todos borrachos? —inquirió Ahmose.
Uno de los hombres se separó del grupo y avanzó.
—Hemos estado terminando las existencias de vino de nuestro señor —dijo simplemente—. Pero no hemos logrado escapar del desastre. ¿Quién de los egipcios eres tú?
Ahmose se sintió incomodado. Nunca le habían preguntado eso y advirtió que al vestirse y dejar su tienda tan deprisa se había olvidado de coger los emblemas de la realeza. Hasta su casco de lino era simple. Sebek-Khu contestó por él.
—Te estás dirigiendo a Su Majestad Uatch-Kheperu Ahmose. Reverenciadle.
El hombre se inclinó, obviamente confundido, y el resto imitó su ejemplo.
—Perdona, Majestad. Soy Semken, alcalde de Het-Uart. No podía dejar mi ciudad.
—Vas directo al grano según veo —comentó Ahmose—. Ahora dime: ¿Adónde ha ido Apepa? Semken negó con la cabeza.
—Juro que no lo sé. Sólo soy alcalde, Grandeza, no un cortesano. Fui convocado al palacio hace tres días y el visir Peremuah me dio instrucciones de preparar a los ciudadanos para la evacuación de esta noche. Pero cuando llegó la hora de marcharme, no pude, aunque me aseguré de que mi familia lo hiciera. En cambio, vine aquí. Quizá el visir pueda decirte dónde se encuentra nuestro señor.
—Podría, pero se niega. —Ahmose alzó la mirada para mirar al grupo—. ¿Alguno de vosotros sabe adónde ha ido? —dijo en voz alta.
Nadie se movió, pero de pronto hubo un grito y una mujer joven se separó del resto. Señalaba a Ramose.
—¡Tú! —gritó—. ¡Te conozco! ¡En la casa de baños, aquí, en Het-Uart! Te lavabas a mi lado y tenías un guardia contigo. Él trató de impedirme hablar porque eras prisionero de Apepa, del sur, y preguntabas por la princesa Tani. —Se quedó en medio del salón, chasqueando los dedos exasperada—. TU nombre… Tu nombre… —Entonces se iluminó su rostro—. ¡Tú eres Ramose!
Ahmose se volvió hacia su amigo. Miraba a la muchacha con el entrecejo fruncido, tratando de recordarla.
—Sí —dijo lentamente—. Tú eres Hat-Anath, hija de un escriba ayudante de uno de los escribas de ganado de Apepa. Te recuerdo. —Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro—. Debo disculparme por no honrar la invitación que me hiciste entonces de visitarte en tus aposentos.
—Siguen abiertos para ti —respondió ella sonriéndole, sin la menor muestra de avergonzarse de su aspecto—. A menos que hayas encontrado a tu princesa, por supuesto.
—La encontré —dijo Ramose con voz queda—. Pero volví a perderla.
—¿Dónde está tu padre? —intervino Ahmose cortante. Hatanath hizo un gesto hacia atrás.
—Aquí, y también mi madre. Desde que se impuso el sitio, mi padre no ha podido cumplir con sus tareas. —Miró a Ahmose a los ojos—. Dicen que has matado todo el ganado del Delta, como hizo tu hermano, y que nos matarás también —dijo—. No es cierto, ¿verdad?
—No —contestó Ahmose sobriamente—. Pero mi intención es quemar este palacio, por lo que os sugiero que dejéis las jarras de vino, cojáis lo que podáis y os vayáis. Mis hombres no os harán daño.
—¿Adónde podemos ir, Majestad? —Hat-Anath extendió sus manos—. Soy egipcia. Nací aquí, en Het-Uart. También mi padre, aunque mi abuelo era setiu. ¡Todo lo que he conocido es el Delta!
Ahmose suspiró para sus adentros. «Hemos librado una guerra sucia, tú y yo, Kamose —pensó con tristeza—. ¿Pero qué guerra civil no es sucia? Nos hemos visto obligados a destruir a los inocentes junto con los culpables en nuestra lucha por la libertad y tú, Hat-Anath, eres sólo otra baja».
—Lo siento —dijo en voz alta—. Pero ése no es problema mío. Si tu padre aún tiene familia más allá de las fronteras de Egipto, entonces debéis ir con ellos. Pero os lo advierto. —Había alzado la voz—. Salid del palacio. —Ella hubiese protestado nuevamente pero Ahmose alzó un dedo admonitorio—. No —dijo—. He hablado. —Se volvió una vez más a Ramose, cuya expresión era ilegible. Seguía observando a Hat-Anath—. Ramose, ¿la quieres? —preguntó inspirado.
Ramose se sobresaltó.
—¿Si la quiero, Ahmose? —repitió—. ¿Con qué objeto?
Ahmose se rindió.
—Ninguno —dijo cansado—. Sebek-Khu, vamos. —Había esperado un estallido de consternación cuando dio la espalda a los cortesanos, pero no lo hubo. Tan sólo le siguió un silencio resignado cuando atravesó la puerta.
Cuando se acercaba al final del pasillo se les acercó el jefe militar de las tropas de asalto de Sebek-Khu. Llevaba una antorcha que iluminaba una expresión de preocupación que desapareció cuando les reconoció. Se inclinó.
—Majestad, me alegro de haberte encontrado. Supongo que acabas de hablar con la gente en los aposentos de Apepa. Hay una mujer que se negó a unirse a ellos. Insistió en quedarse en sus habitaciones. Dice que es reina y, por tanto, dudé de obligarla. Ha pedido que fueras llevado ante ella. —El tono denotaba su enfado por tal falta de pudor. Ahmose notó que se le aceleraba el pulso y, junto a él, Ramose aspiró.
—Llévame allí —logró decir Ahmose—. Ankhmahor, llévate a los Seguidores y ve con Sebek-Khu. Encuentra la sala del trono. Supongo que estará pasada la entrada principal. Envuelve el trono de Horus y la caja que contiene las Insignias Reales con las telas limpias que encuentres y llévalas a mi tienda. Qué las vigilen bien. Ramose, ven conmigo. —Era Tani quien le esperaba. Tenía que serlo, y no deseaba saludarla en presencia de oídos ávidos. «No tengo ningún deseo de verla— pensó. —¿Qué puedo decirle? ¿Cómo pueden las palabras superar la distancia que nos separa después de tanto tiempo? ¿La amo o la odio?».
—¡Vive! —susurró Ramose con tal asombro que Ahmose se sintió avergonzado de su resistencia instintiva al encuentro. Hizo una seña breve al oficial.
—Vayamos entonces —dijo.