Capítulo 8

Aahmes-Nefertari se despertó temprano y sintió una gran excitación al tomar conciencia de lo que le esperaba. El papiro estaba en la mesa junto a su cama, donde lo había dejado después de leerlo por centésima vez la noche anterior. «Hoy volverá a casa —pensó, bajando los pies al frío suelo de cerámica—. No será esta mañana, pero en algún momento yo estaré dictando a Khunes, o en audiencia con Tetaky, o caminando junto al agua con Ahmose-Onkh, y se me acercará un heraldo para decirme que su barca ha aparecido en la curva del Nilo. Diré a todos los de la casa que salgan. Nos reuniremos en los escalones del embarcadero, excitados, y allí estará, de pie en la proa con los Seguidores detrás de él. Se encontrarán nuestros ojos. Estará sonriendo. ¡Ay, dioses! ¡Es maravilloso! Ahmose vuelve a casa. No podré hacer nada hasta que le abrace nuevamente».

Llamando a Senehat, cogió su capa, fue a la ventana y enrolló la cortina de caña. De inmediato la cubrió el aire fresco, y la música somnolienta del coro del amanecer llegó amortiguada a sus oídos desde los árboles del jardín con sus sombras quietas. Era muy temprano, incluso para los jardineros, y la extensión de hierba cubierta de rocío delante de ella estaba vacía. Con un pequeño escalofrío regresó a la habitación, y entonces entró su sirvienta, que se inclinó somnolienta, con el pelo negro enredado y la ropa de dormir arrugada.

—Es una hermosa mañana, Senehat. —Aahmes-Nefertari sonrió—: Ve a ver si están calentando el agua en la casa de baños. Dile a Neb-Amón que quiero que me depile, además de masajearme después del baño. Y que ponga esencia de loto en la derecha, el poder para delegarlas. Juntas habían creado una explosión de fatiga, inquietud, determinación y una creciente autoridad, de la que nació una reina capaz. Aahmes-Nefertari era plenamente consciente de en qué se había convertido. Dudaba que su marido lo fuera.

Y, sin embargo, aquella mañana, aquella mañana extraordinaria, estaba su rostro claramente visible en su mente, como no sucedía desde hacía muchos meses, y por ello sintió una oleada de amor que aceleró su corazón y puso color en sus mejillas. Había estado sola y angustiada, la mitad de un todo maravilloso que se uniría una vez más, y dio gracias a Amón y Hathor mientras recorría una y otra vez su dormitorio.

Sin embargo, no fue Senehat quien llamó a la puerta, sino Ahmose-Onkh. Llegó trotando completamente desnudo, con una rodaja de pan en una mano y un dátil azucarado en la otra, y fue directo a la ventana, poniéndose de puntillas para poder mirar afuera.

—Ra ha comenzado a subir en el cielo y los jardineros ahora están allí afuera, pero están parados, hablando —dijo—. Deberían estar instalando los toldos. ¿Qué pasará si viene papá antes de que estemos listos?

Aahmes-Nefertari apartó tanto sus divagaciones sobre Ahmose como las dudas que la asaltaban.

—Hay tiempo suficiente —regañó a su hijo—. Primero llegará un heraldo y habrá una ceremonia en los escalones del embarcadero, antes de que comamos juntos. Cálmate, Ahmose-Onkh, o llorarás o te meterás en problemas antes del mediodía. Come el dátil y no toques nada con esos dedos pegajosos hasta que te hayan lavado. —El niño se metió el dátil en la boca, y lo masticaba furiosamente cuando Raa y Uni aparecieron en la puerta—. Raa, te he dicho muchas veces que no le permitas corretear desnudo —dijo Aahmes-Nefertari exasperada cuando la niñera cogió a Ahmose-Onkh por la muñeca luego de numerosas reverencias y peticiones de disculpas—. Es muy mayor para eso. Vístelo de ceremonia y trata de que esté limpio.

—Lo siento, Majestad —dijo Raa—. Tiene una habilidad sorprendente para desaparecer en cuanto le doy la espalda.

—Lo sé. —Aahmes-Nefertari se inclinó y besó la cabeza afeitada del niño, pasando los dedos por el largo mechón de pelo que caía por su hombro derecho—. Ponlo a cargo de su guardia. Puede lanzar sus pequeñas flechas a los árboles del jardín. O que alguno de los ayudantes del mayordomo juegue con él a la pelota. No creo que quiera dormir esta tarde.

—Ya casi podría tener un tutor —se quejó Raa—. Tiene que gastar sus energías en aprender en vez de corretear molestando a los sirvientes y los ladrilleros.

—¡Sí que aprendo, Raa! —protestó Ahmose-Onkh, cuando se lo llevaba por el pasillo—. Los ladrilleros me han estado enseñando a mezclar el barro y la paja y a meterlos en los moldes.

—Eres un príncipe. No deberías mezclarte tanto con la gente común. —La voz de Raa se oía cada vez más lejos—. Voy a regañar a tu guardia, me parece que disfruta mucho con los chismes de los trabajadores…

Aahmes-Nefertari suspiró y prestó atención a Uni, que había estado esperando impasible.

—Ella tiene razón, Majestad —dijo—. Al príncipe le encanta jugar con el barro y ver cómo cortan la paja, pero no es un pasatiempo adecuado para un Pichón-de-Halcón.

Aahmes-Nefertari hizo una mueca.

—Lo sé, Uni, pero he estado muy ocupada para hacer algo más que darle el beso de buenas noches —reconoció—. Debo pensar un poco en esto. Es un niño inteligente. ¿Es muy pronto para un tutor?

—¿Puedo decirle a Yuf que evalúe si está en condiciones? —contestó Uni—. A la reina Aahotep no le molestará. Yuf tiene que ir pronto a Djeb para inspeccionar la tumba de su antepasada, la reina Sebekemsaf, y hasta entonces no tendrá mucho que hacer.

—Bueno, no puedo ocuparme de Ahmose-Onkh hoy —le dijo Aahmes-Nefertari—. Habla con Yuf, si quieres. Es una buena idea. Raa ama al niño, pero continuamente se le escapa y se está quedando exhausta. Entra, Senehat. —La muchacha pasó junto al mayordomo y empezó a servir la comida de la mañana en la mesa. El aroma del pan recién horneado y cubierto de semillas de sésamo llenó el cuarto y de pronto Aahmes-Nefertari se sintió famélica—. Manda por Emkhu a los cuartete —se dirigía a Uni—. Hablaré con él esta mañana respecto al desfile en honor al rey. Dile al príncipe Sebek-Nakht que hoy no trabaje en el palacio viejo y que esté preparado para saludar a Ahmose. Convoca al escriba del grano. Quiero hablar con él luego de dar audiencia a Tetaky. Manda por Amonmose. Está invitado al banquete de esta noche. También Neferperet. Espero que Ahmose apruebe que le haya nombrado tesorero principal.

—Majestad, has hecho maravillas en los meses que el rey ha estado ausente —dijo Uni, y Aahmes-Nefertari supo que el hombre había percibido la duda en sus palabras—. Si a Su Majestad no le agrada lo que has hecho lo cambiará, pero no creo que esté descontento. Weset está floreciente bajo tu cuidado.

—¡Bajo mi látigo quieres decir! —Aahmes-Nefertari rió—. Vigila de cerca los preparativos, Uni. No quiero que nada salga mal. Estamos celebrando algo más que la vuelta del rey. También saludamos su triunfo sobre los setiu. —Se detuvo y le miró a los ojos, que mantenían una mirada firme—. Ha sido todo como un sueño, ¿verdad? —dijo en voz queda—. Recuerdo el día en que llegó la carta insultante a mi padre, aquella en la que Apepa se quejaba de que los hipopótamos en nuestras ciénagas le impedían dormir. Nuestro padre entonces no era más que un príncipe del sur, insignificante a los ojos de los conquistadores de Egipto a pesar de su linaje real. Eso no fue hace tanto. A veces pienso que me voy a despertar en mi antiguo cuarto con Tani aún dormida junto a mí y la voz de nuestro padre viniendo del jardín a través de la ventana. —Se encogió de hombros—. Me abruma la irrealidad de lo que esta familia ha logrado y no puedo creer que ahora soy la reina de Egipto.

—Aún queda Het-Uart —dijo el mayordomo afablemente.

Aahmes-Nefertari asintió y le indicó que se fuera, mientras avanzaba hacia la mesa.

—¡Quién sino tú me cogerá de los tobillos y me traerá de nuevo a la tierra! —le respondió al mayordomo sin maldad—. Ocúpate de tus asuntos, Uni. Senehat puede servirme ahora.

Después de desayunar fue a la casa de baños a que la frotaran y la depilaran, y a que la cubrieran de aceite perfumado. Recostada en el banco de madera, mientras las manos seguras del hombre trabajaban sus músculos y el aroma del loto llenaba su olfato, pensó en Uni, en su capacidad de percepción, su fiabilidad pese a ser de origen setiu y en cómo ella había llegado a confiar en su juicio y su apoyo silencioso. Akhtoy volvería con Ahmose y querría recuperar su lugar como principal mayordomo. No le gustaba la idea. Uni conducía la casa como a ella le gustaba, de manera eficiente y con tacto. Era firme pero justo con los sirvientes. Le evitaba conocer detalles innecesarios. Era observador. Cuando ella entrevistaba a los candidatos para distintos puestos, él, de pie detrás de su silla, hacía su evaluación de aptitud y pocas veces discordaba con sus ideas. Ella no le pedía siempre su opinión, pero cuando lo hacía él no andaba con rodeos.

«No quiero que Akhtoy lo cambie todo —pensó mientras volvía a sus aposentos envuelta en una toalla y se sentaba frente a su mesa de cosméticos—. No quiero que se peleen cuando trato de tomar decisiones que afectan a todo Egipto». «Pero no continuarás haciéndolo —le recordó agriamente la otra voz, la que ella desesperadamente intentaba contener—. Ahmose lo hará. Te delegó su poder mientras estuvo fuera, pero en cuanto baje de su barca, el poder volverá a él. Tendrás que aprender a cooperar, reina Aahmes-Nefertari. Tendrás que morderte la lengua si su juicio no parece mejor que el tuyo».

«¿Pero, por qué habría de ser así? —se preguntó cuando el cosmetólogo alzó la tapa de la mesa dejando a la vista los compartimentos llenos de pinturas faciales—. Siempre hemos sido compañeros, Ahmose y yo, no nos hemos guardado secretos, hemos compartido las decisiones difíciles. ¿Qué temo realmente? No la pérdida de mi autoridad, dado que Ahmose siempre ha respetado mi capacidad de razonar y ha oído mis argumentos. Quizá es simplemente la sospecha de que al ejercer su poder, el poder masculino, no entorpecido por mi presencia, se ha vuelto arrogante. Sus cartas han sido de tono imperativo. Casi frías. ¿Porque ha estado preocupado e impaciente o porque ha comenzado a sentir resentimiento contra mí? O porque…». Contuvo el aliento por el dolor agudo que le atravesó el pecho. «¿Porque no le di un varón sano como a Si-Amón? ¿Por qué habría yo de pensar que es diferente a otros reyes que necesitan garantías de una sucesión pacífica? Como príncipe no le importaban tales cosas y estábamos totalmente unidos. Pero como rey, con sólo un hijastro y ahora ni siquiera su hija para llevar su sangre real, ¿acaso ve un peligro y me culpa por ello? Pero aún soy joven y él también. Hay tiempo de tener más hijos, varones o mujeres. ¡Dioses, Aahmes-Nefertari, deja de pensar!».

—¿Qué color de túnica usarás hoy, Majestad? —inquinó el cosmetólogo. Había terminado de pasarle el ocre por el rostro con el cepillo y toqueteaba los tarros de kohl.

—Escarlata —dijo impulsivamente. «Sí, escarlata», se dijo. «Es brillante al sol, y oro y lapislázuli, para que esté tan deslumbrado que no vea a nadie más que a mí».

—Entonces te aceitaré los párpados y los espolvorearé con polvo de oro, y usaremos el kohl negro —concluyó—. Cierra los ojos.

Cuando hubo concluido su trabajo le alcanzó el espejo de cobre y ella observó su reflejo con detenimiento. «¿Sigo siendo hermosa? —le preguntó al rostro que la miraba tan pensativa. Los labios, cubiertos de alheña roja, se separaron en una mueca de duda, y los ojos rodeados de kohl bajo los párpados centelleantes estaban solemnes—. ¿Me seguirá deseando?». Dejando el espejo le agradeció al hombre con un gesto de su cabeza y le indicó que se fuera.

Senehat le puso una túnica escarlata que caía en pliegues con reflejos dorados desde los hombros hasta los tobillos marrones. El cuello estaba circundado de bandas de oro, lapislázuli y jaspe. Había cobras de oro con ojos de lapislázuli en sus lóbulos. Eligió una peluca sin trenzas, una gruesa mata de pelo negro que caía en tres crenchas, una en la espalda y las otras dos delante de cada clavícula, y encima se ciñó una pequeña corona de oro con la imagen diminuta de la diosa buitre, Mut, patrona de las reinas. Senehat le puso brazaletes de oro en las muñecas y sandalias de cuero rojo con cuentas de lapislázuli en los pies pintados con alheña. Por último, antes de que se pusiera los anillos, sus manos también fueron pintadas con alheña. Y cuando lo hacía llegó Uni.

—El alcalde de Weset ha venido con tu escriba del grano —dijo—. Esperan en la sala de recepción. Khunes ya está allí.

—Bien. —Aahmes-Nefertari alzó los hombros notando el peso del collar—. Quiero mi litera para ir a los cuarteles en cuanto haya hablado con ellos —dijo—. ¿Dónde están mi madre y mi abuela esta mañana?

—La reina Aahotep ha ido al templo con Yuf, y la reina Tetisheri está supervisando la instalación de su toldo cerca de los escalones. —En su boca apareció una sonrisa torcida—. No quiere perderse la llegada del rey.

—Muy bien. Entonces comencemos el día.

Le gustaba Tetaky, el alcalde de Weset, y disfrutaba de sus informes a intervalos regulares acerca de la ciudad que él amaba tanto como ella. Hablaban y se entendían fácilmente, mientras Khunes, sentado a sus pies con las piernas cruzadas, la escribanía apoyada en las rodillas desnudas, anotaba los puntos más importantes de la conversación. Cuando concluyó, Aahmes-Nefertari dedicó unos momentos a analizar los avances de la siembra de primavera con el escriba del grano, y luego fue caminando con su escriba en la brillante luz de la mañana hasta su litera, que los transportó hasta los cuarteles.

Emkhu, el hombre al que había nombrado capitán de la guardia de la casa, la saludó reverente, siguiéndola a la sombra de su cuarto, donde le ofreció cerveza que ella no aceptó. Aahmes-Nefertari y su madre a menudo iban allí a observar a los soldados practicar con el arco y la espada o para pasar el tiempo con los oficiales. Ambas mujeres se sentían curiosamente cómodas en aquella reserva masculina, quizá porque se habían ganado la admiración sin límites de las tropas en los días desesperados del asesinato de Kamose pero también, suponía Aahmes-Nefertari en privado y con diversión, debido a la clara falta de toda presencia masculina de autoridad en la casa. Por supuesto, Ahmose-Onkh no contaba. Tampoco los sirvientes, y no se esperaba que los soldados de guardia en los pasillos y frente a las puertas se entretuvieran en otra cosa que en su misión.

Durante largo rato discutió con su capitán el orden y lo que harían los guardias que estarían a cada lado del camino, desde los escalones del embarcadero hasta la casa, escoltando al rey a través del jardín y siguiendo el perímetro del salón de recepción, si se hacía muy tarde para festejar afuera. Aahmes-Nefertari estaba orgullosa de la red de soldados capaces que había creado y que había distribuido por la finca y la estruendosa ciudad, y quería que Ahmose lo aprobara. Lo mismo quería Emkhu. Recordándole que tuviera a sus hombres en posición después de la comida del mediodía, ella y Khunes fueron conducidos a través de la puerta trasera del muro, donde Aahmes-Nefertari permitió retirarse a los portadores de la litera, dijo a Khunes que le mandaría llamar más tarde y caminó lentamente por el jardín hacia la escalinata que daba al río.

Ya no era necesario pasar por una abertura en la pared que se derrumbaba para llegar al viejo palacio. La primera tarea que acometió Sebek-Nakht fue demolerla bajo su dirección, de modo que ahora Aahmes-Nefertari podía mirar a la izquierda y ver el edificio antiguo, que se iba revelando gradualmente, con sus ángulos a gran altura, las piedras del vasto atrio y el laberinto de andamios que lo abrazaban. La fachada miraba al oeste y el frente seguía en sombras, y las filas de columnas que flanqueaban la gran entrada pública lograban proyectar un mensaje de silenciosa advertencia.

Sebek-Nakht había instalado su mesa bajo un toldo permanente, a media distancia entre las columnas y la pared perimetral, y era allí donde departía con los arquitectos ayudantes y con Aahmes-Nefertari; una mesa cubierta de planos, mientras que en los andamios se multiplicaban los obreros sudorosos y una pila tras otra de ladrillos nuevos iba de los pozos cerca del rio, donde a Ahmose-Onkh le gustaba jugar, hasta el palacio. Por orden de la reina, aquel día no se trabajaba. Aun así, los ojos de Aahmes-Nefertari se sintieron atraídos hacia el lugar y pensó en sus hermanos en tiempos lejanos, trepando a través de una brecha en la pared que ya no existía para gozar de sus juegos secretos, dejándola fuera, sola y envidiándolos.

Brevemente miró al tejado, donde la claraboya aún se abría, rota, hacia el norte. Allí su padre y, después de él, Kamose, se habían quedado sentados mirando sin ver la copa de las palmeras temblorosas y el brillo del río, pensando en silencio, y allí Seqenenra había sido golpeado brutalmente con un garrote y paralizado parcialmente por Mersu, el mayordomo setiu en quien había confiado. Rápidamente, Aahmes-Nefertari apartó la mirada. Sería bonito volver a ver el palacio con vida, lleno de movimiento y de luz, el tejado alegre con las conversaciones de las mujeres extendiendo alfombras coloridas bajo las estrellas, para escapar del calor de Shemu. Quizá entonces los fantasmas tristes que colgaban en los rincones polvorientos y que lloraban sus reclamaciones de justicia se sentirían satisfechos.

Junto al camino, Tetisheri se había reclinado en un trono de almohadones colocado en la hierba. Ella también estaba suntuosa con la túnica blanca, con cinturón y adornos hechos de cruces ansadas doradas y, cuando Aahmes-Nefertari se acercó a ella, pensó que era muy apropiado que aquella mujer, que se aproximaba a su cumpleaños número sesenta y siete y no mostraba mayores signos de decrepitud, llevara el signo de la vida. Tetisheri, al oírla llegar, volvió su cara agria, muy maquillada, y agitó un brazo delgado, cubierto de brazaletes de oro.

—Desde que elevaron y extendieron la pared en torno de nuestras aruras ya no se pueden ver los escalones del embarcadero —se quejó—. Si quiero ver el Nilo tengo que ordenar a los guardias de este lado de las puertas que las abran, y luego atravesarlas, hacer que las cierren los guardias del otro lado y luego quedarme menos tiempo junto a los escalones de lo que quisiera, porque los soldados se ponen visiblemente nerviosos con mi presencia. Es una gran molestia, querida.

—Lo sé —dijo Aahmes-Nefertari, deteniéndose para besar a su abuela en la mejilla arrugada—. Lo siento, Tetisheri. Pero sólo seguía las órdenes de Ahmose. Si quieres, puedes atravesar el patio del viejo palacio y luego la abertura que hay allí, en la pared, hasta que se coloquen las nuevas puertas.

Tetisheri gruño. Después de protestar se sentía mejor.

—Puertas nuevas. Supongo que quiere fundir oro y plata, si logramos amasar esa cantidad, para su nueva residencia. El oro ya no es problema desde que se dominó a los kushitas, y últimamente ha estado entrando en el tesoro y en los talleres de los joyeros con frecuencia reconfortante. Teti el Elegante ha estado muy callado.

—Eso dicen mis espías. —Aahmes-Nefertari se dejó caer en los almohadones junto a la mujer mayor—. Pero Kush nunca ha estado tranquilo mucho tiempo, a menos que mi profesor de historia se equivoque. Tengo que confesar que siento una fascinación secreta por ese príncipe misterioso.

Su abuela resopló.

—¿Príncipe? No daría ese alto título a un hombre con una mezcla poluta de sangre egipcia y kushita —dijo—. No me sorprendería que tuviera algún antepasado setiu. ¿Acaso no ha sido un firme aliado de Apepa y de su padre desde que llegó a la jefatura de su tribu bárbara? Ahmose haría bien en vigilarlo de cerca.

Aahmes-Nefertari no contestó. No tendría sentido recordarle a Tetisheri que el rey había estado ocupado en cuestiones un poco más importantes que las correrías de un titulado a sí mismo gobernante, muchos estadios al sur, o incluso que ella y Aahotep habían formado una red de exploradores que les llevaban informes regulares de Wawat y Kush. Para Tetisheri, Ahmose siempre sería el hermano menor más bien tonto que necesitaba continuos consejos y admoniciones.

Durante un rato las dos mujeres se quedaron en silencio. Y luego Tetisheri dijo:

—El mes que viene celebraremos el nacimiento de tu padre. Iremos a su tumba y ofreceremos comida, vino y aceite. Espero que Ahmose lo recuerde sin que haya que decírselo.

—Por supuesto que lo hará —le contestó Aahmes-Nefertari—. Pero te lo advierto, abuela, no trates de empujarle. Dentro de una semana enterraremos a Hent-ta-Hent y su atención estará puesta en la pérdida de su hija. No pensará en Seqenenra hasta después. —Se volvió para mirar a Tetisheri a los ojos. Los ojos pintados de kohl, aún inteligentes en medio de la miríada de finas arrugas y cubiertos con párpados tan finos y acartonados como una hoja seca, le sostuvieron la mirada.

—Sé lo que vas a decir —dijo Tetisheri—. Que nunca he querido ni respetado a tu marido, que vivo en el pasado, que estoy llena de arrogancia y orgullo que no cede. Es verdad y lo siento, Aahmes-Nefertari. Seqenenra era un rey. A Kamose le adoraba. No me queda nada para Ahmose, aunque debes creerme cuando digo que trato de superar mis prejuicios. —Agitó una mano frágil para espantar una mosca que trataba de aterrizar en su cuello—. Una de las condenas de la vejez es que vuelven muchos recuerdos juveniles olvidados, mientras que los acontecimientos del pasado cercano parecen desaparecer. Entiendo lo que Ahmose ha hecho. Pero no puedo evitar pensar en la brillantez, la desesperación y el sacrificio de su padre y su hermano, sin los cuales Ahmose nada hubiera logrado.

—Hablas de cosas que pudieron o no haber sucedido —dijo Aahmes-Nefertari, luchando por contener su ira—. Tales pensamientos son vanos y peligrosos. Tú eres la única, la única, Tetisheri, que se ha permitido jugar al juego sin sentido del «¿qué pasaría si…?». Si mi padre y Kamose hubiesen caído en la misma trampa en la que tú entras voluntariamente, tantas veces hubiésemos aceptado la derrota de Seqenenra a manos de Pezedkhu y nos hubiésemos separado e ido al exilio bajo Kamose. Y si mi marido no tuviera una mente más compleja que la de Kamose, no estaría hoy volviendo a casa, dejando Het-Uart como una isla diminuta en un mar de triunfos egipcios. Seqenenra inició nuestra rebelión. Kamose la continuó. La tarea de Ahmose es completarla. ¿Por qué no puedes ver el tejido armonioso de Ma’at en los distintos destinos de tres vidas preciosas? —Se alzó y alisó su túnica con dedos rígidos—. La historia tendrá lástima de Seqenenra, y vilipendiará a Kamose porque no se entenderá lo que tuvo que hacer. Pero las futuras generaciones venerarán a mi marido como el salvador de Egipto. No puedo adivinar lo que dirán de ti. Quizá que fuiste hermosa en tu juventud. —Apareció una expresión de dolor en el rostro anciano y digno, y Aahmes-Nefertari comprendió que había ido muy lejos. Agachándose, cogió el rostro de Tetisheri con las dos manos—. Perdóname, abuela —le rogó—. Eso fue injusto.

—Pero probablemente cierto. —Tetisheri se soltó de las manos de Aahmes-Nefertari—. Estoy sentada aquí para poder ser la primera que le reciba, para poder atrapar su atención, para que me vea y sea consciente de mí —dijo ronca—. No soy estúpida, Aahmes-Nefertari. Sé que me excluyó deliberadamente de las reuniones de estrategia que tuvo contigo y tu madre, que en respuesta a mi actitud de desamor hacia él, firme pero amablemente me ha relegado a los aposentos de las mujeres, que a su manera amable pero totalmente implacable me ha quitado cualquier poder que pudiera ejercer. Es culpa mía, pero no puedo simular un calor que no siento por él.

—Entonces no lo intentes. —Aahmes-Nefertari suspiró y se enderezó—. Eres su abuela y como tal tienes su respeto. No hagas que lo pierda por una actitud deshonesta. Recuerda que su sangre es la tuya y que él es rey. —Miró a su abuela apesadumbrada—. Kamose reconoció la capacidad de Ahmose para gobernar —dijo con crueldad—. Kamose sabía que él mismo nunca hubiese sido un buen rey. Era un guerrero. Su destino era morir violentamente y también eso lo sabía. Si hubiese vivido, su reino hubiese sido increíblemente brutal. Cumplió su destino, Tetisheri. No es el que tú hubieses querido para él, pero tu amor te cegó y no pudiste ver sus defectos, aunque él los veía con claridad. Ahmose nació para restaurar la paz y la prosperidad de Egipto. No es un destino tan glorioso como el de un jefe militar que da la vida en la lucha por su país. Así es como lo ves, ¿no es cierto? —Hizo una pausa. Tetisheri miraba inexpresiva al suelo—. No naciste hombre ni yo tampoco —concluyó con repentina claridad—. No podemos usar la espada ni llevar la Doble Corona. Sólo te espera la desesperanza si permites que la amargura de tu sexo te consuma, abuela. Ahmose es rey. Si dejaras de pensar en ti misma y agradecieras su divinidad, encontrarías en él a un nieto bondadoso y dispuesto a perdonar.

Volviéndose, fue hacia la puerta nueva y, viendo que se acercaba, los guardias la abrieron. «No debería culparla por mi propio resentimiento —pensó al atravesar la puerta—. Al regañarla me estaba castigando a mí misma. Así, yo misma me estoy avisando. No soy el Hijo del Sol. No soy un guerrero. Sin embargo, soy una reina, y con eso me contentaré. ¡Que Amón no quiera que termine mis días inmersa en un mar de compasión por mí misma, como Tetisheri!».

—Majestad, no tendrías que ir por el camino del río sin escolta —le dijo uno de los soldados cuando ella avanzó en dirección al templo—. Los ciudadanos de Weset ya se están congregando en la orilla para ver llegar al rey. Podrían empujarte.

«Podrían empujarme —pensó Aahmes-Nefertari—. No hace mucho tiempo podría haber sido blanco de un asesino, pero hoy mi augusta persona podría soportar empujones». Pero recordó lo que Ahmose había dicho la última vez que caminaron juntos a la vera del río, que no era bueno que la realeza estuviera tan visible, tan accesible para la gente común.

—Entonces venid conmigo dos de vosotros —concedió con renuencia—. No pienso llegar hasta el templo. Sólo quiero mirar el Nilo. —«Y escaparme de los frenéticos preparativos en la casa», se dijo mientras la seguían dos hombres. Comenzó a andar el camino, tantas veces recorrido, que corría entre el muro de la finca y la vegetación primaveral que bordeaba el río. Sintió su desaprobación. «Creen que debería quedarme secuestrada detrás del cortinaje de mi litera— siguió pensando. —Creo que Senehat coincidiría con ellos. Tendrán que lavar y suavizar mis pies, pues se llenarán de polvo del camino».

Sin embargo, su repentino deseo de soledad se vio frustrado. Tal como habían predicho los soldados, la gente de Weset salía de la ciudad y ya había llegado a rodear el templo y a extenderse hasta los límites de la casa real. Grupos parlanchines de hombres, mujeres y niños se agolpaban en el camino, deseosos de ocupar los mejores lugares en la orilla, desde donde tener una visión clara de la flotilla de Ahmose cuando apareciera. «No es un día de fiesta dedicado a los dioses —reflexionó resignada Aahmes-Nefertari—, pero como si fuera por acuerdo universal, nadie parece estar trabajando».

Al verla llegar el ruido se apagó momentáneamente, pero nuevamente se volvió a oír cuando hubo pasado. Hubo reverencias, las frentes tocaban el suelo a su paso y, en una ola de afecto, coreaban su nombre, sin ninguno de sus títulos, como si saludaran a una amiga.

Se disponía a volverse, frustrada, cuando percibió una conmoción delante y, mirando más allá de la trama de luces y sombras que dibujaban las ramas de los sicómoros y las acacias en flor, vio que bajaban cabezas y se doblaban las espaldas, pero no en su dirección. Se detuvo, con el corazón galopando. Iban figuras hacia ella, cubiertas de sombras en movimiento, el paso confiado, las voces profundas y llenas de autoridad hablando entre sí. En torno de ellos estalló un rugido de aclamación.

—¡El rey! ¡Es Su Majestad! ¡Larga vida a ti, poderoso Horas!

El corazón de Aahmes-Nefertari se detuvo. Luego corrió, pasando a Khabekhnet, con su imponente altura, esquivando la columna oscura que era Hor-Aha, casi chocando con Ipi, hasta que sus brazos encerraron a su marido y el pectoral de Ahmose quedó contra su mejilla.

Por un instante él quedó sorprendido. Ella lo advirtió, porque Ahmose hizo un leve gesto de rechazo. Entonces, con una risa de felicidad, sus brazos la rodearon, fuertes brazos masculinos, estrujándola, dándole protección y seguridad, haciéndola sentir pequeña y amada, y una con él. Durante unos instantes que le parecieron largos, se apoyó en él, no queriendo moverse, pero al fin, Ahmose se separó suavemente, cogiéndola de los hombros y sonriéndole.

—Majestad, Segunda Profeta, mi querida Aahmes-Nefertari —dijo—. ¿Qué haces aquí sin más escolta que dos soldados?

Le devolvió la sonrisa, mareada, absorbiendo el calor de sus ojos oscuros, los contornos familiares y amados de su rostro, ahora más delgado, más anguloso, pero la misma mandíbula ancha y la frente amplia bajo la banda dorada de su alada corona.

—Ahmose —suspiró, mientras los hombres alrededor se inclinaban ante ella—. Podría decirte lo mismo. Mis guardias en este instante están formando en el camino del jardín para saludarte en tu desembarco. ¿De dónde vienes? ¿Dónde están tus barcas?

—Oh, decidí rezar a Amón por mi victoria en el norte antes de llegar a casa —explicó—. Por supuesto que luego haremos un sacrificio oficial, pero quería que mis primeras palabras aquí fueran para el dios. Me gustó volver a ver a Amonmose. En cuanto a las barcas, mi Brillando en Mennofer ya está detrás de nosotros y los medjay no se encuentran muy lejos.

Aahmes-Nefertari dio un paso atrás, luchando contra la desilusión y la ofensa. Quería gritar: «¿Acaso no te soy más querida que el Sumo Sacerdote? ¿No sabes como he deseado verte, cómo he pasado las horas imaginando que vendrías a mí con una sola idea, tu mente sólo llena del deseo de verme? ¿No te he impresionado con mi túnica escarlata, mis joyas nuevas, el mensaje que pensaba transmitir? ¡Pero ni siquiera me has mirado realmente!». Con una gran fuerza de voluntad pasó el brazo por el suyo.

—Toda la casa está conmocionada —dijo con alegría forzada—. Tetisheri se situó a la entrada de las puertas, junto a los escalones del embarcadero, hace horas. Nuestra madre fue al templo temprano con Yuf, para poder volver a tiempo. Tendrías que haberla visto. Seguro que atravesó la ciudad con su litera y volvió a la finca por la entrada de los sirvientes. ¡Hubo tal clamor! ¡El personal de la cocina comenzó a preparar tu festín al amanecer! Sintió que al lanzar el torrente de palabras, ya no podía detenerse. Su boca decía palabras que casi no oía, mientras en su interior veía el humo mortífero del resentimiento aumentar gradualmente. —Hor-Aha— le dijo a la espalda desnuda del general, —¿qué le pasó a tu pelo? ¿Fue un setiu quien te cortó las trenzas?

Él le dirigió una sonrisa forzada.

—No, Majestad —dijo inexpresivo—. Me las corté yo mismo.

No era una explicación y, de pronto, Aahmes-Nefertari se sintió como una idiota. El flujo de lo que era casi histeria se cortó súbitamente. Apretó los dientes.

La multitud les siguió cuando se acercaban a los escalones del embarcadero. Cuando les saludaban los guardias de la puerta, Aahmes-Nefertari vio a su marido alzar la mirada con admiración para observar el muro nuevo.

—Espero que la construcción sea lo que tú deseabas, Ahmose —dijo—. Se ha elevado en tomo de nuestras araras y se puso esta puerta. —Señaló al frente, pero Ahmose se había detenido y miraba a través de la abertura más cercana, donde algún día estarían las puertas del palacio.

—¡Dioses! —dijo conteniendo el aliento—. ¡Mira esto, Hor-Aha! El tiempo ha avanzado aquí más rápido que en el norte o he estado bajo algún hechizo del que acabo de despertar. Ha desaparecido la pared que nos separaba del antiguo palacio. Puedo ver mi jardín. Los andamios… Las pilas de ladrillos…

Parecía desconcertado. Apoyó una mano temblorosa en el brazo de su esposa.

—Ahmose, tú enviaste a Sebek-Nakht para que iniciara estas tareas —dijo Aahmes-Nefertari—. ¿No es de tu agrado? ¿Hemos hecho mal las cosas?

Él negó con la cabeza.

—¡No, no! —exclamó—. ¡Es maravilloso! Es sólo que mis pensamientos han estado tan concentrados en otras cosas, Aahmes-Nefertari, e incluso ahora me resulta difícil dejar de pensar en Het-Uart. —Le sonrió cuando volvieron a avanzar, todo su rostro iluminado—. No veo el momento de discutirlo con el príncipe. ¿Qué otros milagros ha producido?

—Están las nuevas construcciones para las divisiones que quieres acuartelar aquí de forma permanente, por supuesto —le recordó Aahmes-Nefertari, herida. «¿Y qué hay de mí?— pensó, humillada. —¿Acaso no he estado junto a Sebek-Nakht día tras día pergeñando los planes para tu palacio? ¿Acaso no fue por tus órdenes que dispensé al príncipe la mayor cortesía, preocupándome de su comida y estando a su disposición? He llegado a tenerle simpatía y respeto y él a su vez ha incorporado mis ideas a su visión. No hay lugar para ti». Sorprendida por la acritud de sus pensamientos, se sintió aliviada cuando entraron con los guardias en el jardín y se cerraron las sólidas puertas a sus espaldas.

Emkhu había seguido sus órdenes. La guardia de la casa ahora estaba formada a cada lado del camino que atravesaba el parque, pasaba junto a la laguna y desaparecía detrás de la casa, con los cortos shentis blancos al sol, la fuerte luz brillando en la punta de las lanzas y en las hebillas de bronce de los cintos de las espadas. Las sandalias y los cascos de cuero relucían aceitados. Eran una visión magnífica y Aahmes-Nefertari sintió gran orgullo al observarles. Oyó a Khabekhnet lanzar la orden tradicional.

—¡Se acerca el rey! ¡De cara al suelo! —Y al unísono los hombres saludaron a Ahmose con el grito de «¡Majestad!», mientras Emkhu se adelantaba y, arrodillado, besaba los pies de Ahmose. Sin pensar, Aahmes-Nefertari le indicó que se levantara; le vio vacilar y oyó la autorización de Ahmose mezclada con la suya. Se mordió el labio.

—Majestad, éste es Emkhu, el capitán de la guardia de la casa —dijo—. Es de Birabi, el pueblo de la orilla occidental, detrás de los acantilados. El y su padre lucharon junto a Seqenenra. Su padre fue muerto.

Ahmose inclinó la cabeza.

—Tienes un grupo de soldados impresionante —comentó con amabilidad—. ¿Cuántos hombres componen ahora la guardia de mi casa?

—Gracias, Majestad —contestó Emkhu—. En la actualidad la reina manda doscientos soldados. Vigilan por turnos. Cien patrullan la casa y la finca, las puertas delantera y trasera y el perímetro exterior del muro y, mientras, los otros cien descansan. Pero hoy los doscientos están aquí para rendirte homenaje.

Ahmose echó una mirada de soslayo a su esposa.

—Conque ella les manda, ¿eh? —murmuró—. Pero, por supuesto. Yo mismo le di esa autoridad. Continúa con tus tareas, Emkhu. —El capitán hizo una reverencia y luego gritó una orden. Los hombres volvieron nuevamente la vista al camino—. Me han dado muy buena impresión, Aahmes-Nefertari —agregó Ahmose—. Has cumplido muy bien tu tarea. Debes decirme todos sus nombres y cuáles son sus tareas individuales, si rotan las guardias dentro de la casa. —Era la voz y el tono de un Ahmose más joven, ingenuo y considerado y, sintiendo una oleada de gratitud, Aahmes-Nefertari se puso de puntillas y besó su mejilla cálida.

Se disponía a hablar, pero Tetisheri surgió entre los soldados firmes y caminó rápidamente hacia ellos en medio del charco de sombra del parasol que Isis sostenía sobre su cabeza. Sonreía. Al llegar junto a Ahmose hizo una leve inclinación.

—Bienvenido a casa, Majestad —dijo—. Quise ser el primer miembro de la familia, aparte de mi nieta, en felicitarte por tu gran victoria sobre los malditos. No pasará mucho antes de que Het-Uart abra sus puertas y Apepa salga arrastrándose para pedir clemencia. —Había comenzado su discurso en tono afable pero comenzaba a animarse, los dedos apuntando al aire, los ojos llameantes. Ahmose se echó a reír. La levantó en un gran abrazo y la volvió a dejar en el suelo.

—En medio de tanto cambio, al menos tú eres la misma, abuela —sonrió—. Egipto debería proclamar que el Pilar de Djed es un símbolo de que tu columna no cede, no la de Osiris. Me alegro de que aún puedas gruñir con tanta ferocidad como Sekhmet.

—Mientras no te gruña a ti, supongo —se quejó, nada molesta. Se puso a su lado, cogiendo su otro brazo, sin molestarse siquiera en advertir la presencia de Hor-Aha—. Quiero saber todo del sitio y las batallas. Todo —continuó mientras avanzaban los tres por el camino—. Ven a mis habitaciones esta noche y cuéntamelo. —Su deseo evidente de apropiarse de él resultaba embarazoso y Aahmes-Nefertari notó que Ahmose se retraía.

—Esta noche se la debo a mi esposa. —Rechazó a Tetisheri afablemente—. Pero mañana por supuesto que te contaré mis andanzas en el norte.

«¿Te debes a mí esta noche? —pensó Aahmes-Nefertari, nuevamente deprimida—. ¡Qué halagador que consideres el tiempo que pasas conmigo como el pago de una deuda! ¿Qué te pasa, esposo?».

El camino continuaba en torno de la casa, pero el pequeño cortejo se volvió hacia la hilera de columnas que señalaba la gran entrada. Allí estaban reunidos los sirvientes para reverenciarle, entre ellos Kares y Uni. Los saludó a todos con placer no disimulado, diciéndoles lo feliz que se sentía de estar con ellos nuevamente y autorizándoles a retirarse con la seria amabilidad de la que siempre había hecho gala en su trato con ellos. Cuando se dispersaban, Aahmes-Nefertari hizo una seña a Khunes, que estaba a un lado.

—Majestad, éste es mi escriba personal, Khunes. Fue adiestrado en el templo de Tot, en Aabtu, y le encontré trabajando para Amonmose. Él fue quien me lo recomendó y se ha mostrado capaz. —De pronto la boca se le secó y tragó varias veces. «¿Por qué estoy justificando mi trabajo y mi elección?— se preguntó. —¿De dónde viene este deseo de tranquilizarle? Nunca fue parte de nuestros reencuentros». Ahmose observaba al joven con impasibilidad pero atentamente, su mirada casi era descortés al recorrer a Khunes. Final y sorprendentemente, suspiró.

—Eres muy buen mozo, Khunes —dijo lentamente—. Si el cumplimiento de tus obligaciones es tan bueno como tu aspecto, entonces debes de ser un modelo de las virtudes de Tot.

Khunes obviamente se sintió incómodo. Hizo una reverencia.

—Gracias, Majestad —tartamudeó—. En cuanto a mi aspecto físico, soy como los dioses lo decidieron. La reina es quien puede juzgar mi capacidad como escriba.

Aahmes-Nefertari, observando sorprendida a su marido, le vio abrir la boca para decir algo más. Pero la volvió a cerrar y, pasando entre las columnas, entró en la sala de recepción.

Varios hombres estaban reunidos en el otro extremo de la sala, junto al estrado. Se volvieron cuando él entró pero de entre ellos se adelantaron Ahmose-Onkh y Aahotep. Aahmes-Nefertari esperaba que su hijo se acercara a la carrera a Ahmose, pero el chico mantuvo cierta dignidad conmovedora, manteniendo alta la cabeza, la expresión solemne, los grandes ojos oscuros pintados con kohl fijos en el rey. Su mechón juvenil había sido trenzado con hilo de oro, y un collar de lunas en cuarto creciente y diminutos monos, los símbolos de Khons, hijo de Mut y Amón, descansaba en su pecho. Al llegar junto a Ahmose se detuvo, alzó sus palmas cubiertas de alheña y se inclinó.

—Me alegra volver a verte, Gran Horus, padre mío —dijo, su voz alta y clara resonó en la habitación umbría—. Espero que te encuentres bien y los setiu no. —A un lado, Raa sonreía orgullosa. Aahmes-Nefertari observó su rostro perfecto, también con un nudo de orgullo en la garganta. Ahmose no intentó abrazar a su hijastro y Aahmes-Nefertari aplaudió el tacto de su esposo. En vez de ello se inclinó y le tendió la mano.

—También me alegro de verte, mi Pichón-de-Halcón —respondió—. Por supuesto que me encuentro bien y los setiu no.

Ahmose-Onkh insinuó una sonrisa. Cogiendo los dedos de Ahmose, los rozó con su boca con un gesto ostentoso y luego susurró:

—¿Estuvo bien mi carta, padre? ¿La parte que yo mismo dicté?

—Me dio gran alegría y también mucha pena, Ahmose-Onkh —contestó Ahmose—. Pero debes darte cuenta de que desde ahora, cada vez que me encuentre lejos, esperaré recibir mensajes tuyos.

La sonrisa del niño se hizo ancha.

—Será un placer para mí —dijo Ahmose-Onkh y, como si el esfuerzo de tanta formalidad le hubiese agotado, corrió junto a Raa y hundió el rostro en los pliegues de su túnica.

Aahotep se acercó seria y le abrazó sin tensión. Ahmose cerró los ojos y se relajo visiblemente junto a ella.

—Al menos tú no has cambiado, madre —le dijo con evidente alivio—. Aún eres el telar donde se teje la vida de nuestra familia; temí encontrarte enferma o avejentada después de tantas separaciones.

Ella le sonrió levemente y luego rió.

—¡Oh, Ahmose, a veces eres tan absurdo! —le regañó—. Agradezco tu cumplido. Tú sí pareces cansado. Tienes que descansar. Creo que será la primera vez en muchos años que podrás hacerlo sin enfrentarte a una crisis. Aahmes-Nefertari y yo hemos sido regentes fieles en tu ausencia. No hay nada de que preocuparse aquí. —Dio un paso al lado, permitiéndole recorrer la distancia que aún le separaba del grupo de dignatarios que lo aguardaban silenciosos.

Aahmes-Nefertari respiró hondo cuando los hombres hicieron su reverencia.

—Majestad, cuando fuiste al norte me diste la responsabilidad de gobernar tu ciudad y la provincia de Uas —comenzó cautelosa, mirándole a la cara—. Para hacerlo fue necesario aumentar el número de administradores a tus órdenes. Como hay paz en el sur tenemos una creciente prosperidad, y la prosperidad requiere una sabia administración y control; si no, degenera en un alegre caos. —Se detuvo, observándole atentamente, pero en sus gestos no había indicios de otra cosa que interés—. Tu madre y yo pudimos controlar los diversos aspectos por un tiempo. Pero con la expansión de Weset, con el creciente ingreso de oro desde Wawat, con toda la construcción que requeriste, ya no teníamos tiempo para supervisarlo todo. —Él asintió. Su mirada pasó de ella a los hombres pacientes y comenzó a escudriñarlos—. Durante algún tiempo continué cumpliendo mis deberes como Segundo Profeta de Amón, mandando personalmente la guardia de la casa y ayudando a Aahotep en el manejo de los asuntos domésticos —agregó—. Pero entonces llegó Sebek-Nakht, debía comenzar la siembra y aún intentaba completar la lista de hombres adecuados para enviar junto a los príncipes de otras provincias, y advertí que había llegado el momento de dejar de lado la idea de que era el ama de una pequeña finca junto a un tranquilo pueblo del sur. Así eran las cosas en tiempos de nuestro padre. Así nos veían los setiu. —Hizo una seña a uno de los hombres, que se adelantó con la larga túnica con rebordes de plata agitándose en torno de sus tobillos—. Ésta ya no es la finca de un príncipe —señaló Aahmes-Nefertari—. Se está convirtiendo en la corte de un rey y, con el consejo de Aahotep, he seleccionado los funcionarios que necesitaba para que me ayudaran. Y ahora, Majestad, para que te liberen a ti también de la necesidad de evaluar el grano para la siembra o de asegurarte de que los cientos de artesanos, campesinos y albañiles se organicen bien y reciban la paga correcta. Me reúno con ellos cada mañana aquí, en la sala de recepción, para oír sus informes. Sebek-Nakht ha diseñado un nuevo conjunto de despachos para ellos y sus ayudantes detrás del viejo palacio. En este momento no es muy conveniente tenerlos allí, pero cuando nos mudemos al palacio, estarán cerca. —Él seguía observándoles con los ojos entornados y el cuerpo muy quieto. Aahmes-Nefertari no podía juzgar lo que estaría pensando y de pronto sintió temor de él. La sensación le resultó tan novedosa que casi se le escapó una exclamación—. Éste es Neferperet, tu nuevo tesorero —continuó, luchando contra el impulso de alejarse de él como si la hubiera amenazado—. He puesto a Neshi, el tesorero de Kamose, al frente del tesoro del templo. Neferperet ahora manejará todos nuestros ingresos. Puede decirte el peso y la ubicación de cada grano de oro que ha caído en nuestras manos en los últimos seis meses, así como rendir cuentas de nuestros gastos. Era empleado del alcalde de Weset y tenía el control del tesoro de la ciudad. Yo misma evalué su historial. Es escrupuloso y merece confianza. —Neferperet volvió a inclinarse.

Ahmose continuó con la mirada fija en él, con una expresión especulativa en el rostro. Finalmente, se llevó la mano al pectoral que llevaba en el pecho en actitud defensiva.

—Dime, Neferperet —dijo animado—. Mi intención es tener a dos de mis divisiones, Amón y Ra, en alerta permanente aquí, en Weset. Diez mil hombres a los que hay que alimentar todos los días. Supongo que ya lo sabes. Hay cuarteles en construcción al sur de esta casa. ¿Puedo mantenerles, a ellos y a mi corte —se le trabó la lengua al decirlo—, con cereales y verduras de mis propias tierras?

Los ojos de Neferperet se incendiaron. Frunció el entrecejo, se mordió el labio y con una mano empezó a dar palmadas inconscientemente en su cadera.

—No, Majestad —dijo—. Tus tierras producirán suficiente comida para tus sirvientes y administradores pero no para tus soldados. Sin embargo, cada año evaluaré los informes de tus escribas de graneros, viñedos y ganado, quienes a su vez recibirán sus informes de los pueblos y aldeas de Egipto, y sugeriré un impuesto apropiado, basado en el nivel de la inundación y la bondad de las subsiguientes cosechas. También está, por supuesto, el ingreso que puedes esperar de las renovadas negociaciones comerciales con los keftiu, que ya han expresado el deseo de enviar una delegación a Weset, y creo que la reina ya ha enviado a tu escriba de comercio a Asi, de modo que algo positivo puede salir de ahí en el futuro. En cuanto a Wawat y Kush…

Ahmose le interrumpió.

—Mi escriba de comercio —dijo pesadamente—. Mis escribas de graneros y viñas y ganado. —Se volvió hacia su esposa—. Dioses, Aahmes-Nefertari, has estado organizando toda una revolución aquí mientras yo me dedicaba a masacrar a los setiu.

—Una revolución no, Ahmose —respondió ella rápidamente—. Un reverdecimiento pacífico. Un florecimiento. El viejo orden ya no funcionaba.

—Bien —suspiró—. Que vengan esos escribas. Será un cambio respecto a hablar con generales.

Durante una hora, mientras Khabekhnet, Ipi y los miembros de la familia esperaban, Ahmose interrogó a los hombres que Aahmes-Nefertari había elegido tan cuidadosamente para formar el corazón de lo que significaba un nuevo orden en Egipto. Ahmose-Onkh, que bostezaba, fue llevado a dormir su siesta. De vez en cuando aparecía un sirviente o heraldo que consultaba a Aahmes-Nefertari en susurros y luego volvía a desaparecer. Ella casi no los oía. Su atención estaba preocupadamente concentrada en su marido, sus gestos, el tono de su voz, la serie de expresiones que pasaron por su rostro. Una vez vio su dedo índice ir hacia la cicatriz detrás de la oreja, y supo que se estaba cansando o que estaba irritado por lo que Amoniseneb, su escriba de graneros, decía con tanto énfasis. Pero finalmente les indicó a todos que se retiraran con un gesto de la mano y fue hacia ella.

—Estoy sediento y ha empezado a dolerme la cabeza —dijo de mal humor—. Hay mucho aquí que el rey debe tratar de entender, Aahmes-Nefertari, pero por ahora quiero volver a ver mis habitaciones y acostarme en mi cama en paz y en silencio. Supongo que los medjay ya habrán llegado, pues veo que Hor-Aha se ha ido, y sin duda mi barca está en el embarcadero. —Le dedicó a Aahmes-Nefertari una sonrisa a medias—. Ha sido un regreso curioso —fue su comentario final. Ella y Aahotep le vieron salir por la puerta que llevaba al corazón de la casa, con Ipi y Khabekhnet siguiéndolo.

—Es imposible saber qué piensa —dijo Aahotep lentamente—. ¿Hemos ido muy lejos, Aahmes-Nefertari?

—No temamos opción —dijo su hija bruscamente—. La carga sobre nuestros hombros se había vuelto insoportable. Más tarde o más temprano se dará cuenta de que estamos creando una jerarquía de gobierno que no se ha visto en Egipto durante hentis, un retorno pleno a la senda de Ma’at, pero aún no se da cuenta. Sigue siendo un rey guerrero, aunque la necesidad de guerrear ya casi no existe.

—No quiere estar aquí-dijo Aahotep afablemente. —Cree que sí, pero hay algo en él que desea recorrer el país con el ejército y no tener que enfrentarse a las pesadas obligaciones de la divinidad. En eso es muy parecido a Kamose.

—No. —Aahmes-Nefertari miró las diminutas cuentas de lapislázuli de sus sandalias cuyas tiras de pirita de oro brillaban en la penumbra de la sala ahora vacía—. No es en absoluto como Kamose, pero la sombra de su hermano aún le cubre. Y esa sombra no se irá hasta que Apepa se rinda.

Aquella noche, después del festín que llenó el jardín iluminado con antorchas de risas y charlas, luego de las congratulaciones y las canciones y las bromas alegres, Aahmes-Nefertari se retiró a sus aposentos con una renuencia que le causó consternación. Ahmose respondió a su petición de que le permitiera hacerlo alzando las cejas, pero luego le palmeó la rodilla y le dijo que sí, que había sido un largo día y que debía de estar cansada. Él se quedó, presidiendo benigno el alegre tumulto de los invitados borrachos, pero ella notó sus ojos en la espalda mientras caminaba en medio de las flores aplastadas y la comida tirada, rumbo al bendito silencio de la casa.

Senehat esperaba para desvestirla y lavarla. Las lámparas llenaban el cuarto con una luz tranquila y pacífica. Las sábanas teman un leve perfume de loto, mezclado con el incienso que había ofrecido aquella mañana ante el altar de Hathor, y de pronto la dominó la tristeza. Ya no iba al cuarto de los niños a mirar el rostro dormido de Hent-ta-Hent, mientras susurraba las palabras del hechizo que impediría que el demonio La-Que-Mira-Hacia-Atrás le robara el aliento a la niña. Esa criatura maligna no se había impuesto. Fue otro agente del mundo invisible el que se había aparecido en la nariz, la boca, las orejas de la niña y, haciendo nido allí, encendió el fuego que quemó a Hent-ta-Hent hasta matarla.

«No me dijo una sola palabra de ella —pensó Aahmes-Nefertari al coger Senehat la peluca de su cabeza con manos experimentadas y quitarle la túnica escarlata, que quedó tirada en el suelo—. No preguntó nada. No buscó consolarme. Como si nuestra hija no hubiese existido. ¿Cómo debo interpretarlo? ¿Su herida es tan profunda que no puede expresarla o es simplemente muy honesto para ocultar su indiferencia?».

Se quedó sentada mientras su sirvienta llevaba agua caliente y le quitaba la alheña de las palmas de las manos y las plantas de los pies, le limpiaba suavemente la pintura del rostro y luego le trataba la piel con una mezcla de miel y aceite de ricino. La peinó. Rígida, Aahmes-Nefertari se puso de pie, de modo que Senehat pudiera colocarle la bata de dormir, pero cuando la sirvienta iba a apagar la lámpara, Aahmes-Nefertari la detuvo.

—Voy a los aposentos de mi marido —dijo, sorprendida de su pensamiento impulsivo—. Trae tu colchón del pasillo y duerme junto a mi cama hasta que vuelva. —Era tarde y no había llegado la llamada que esperaba. «Tendría que meterme entre las sábanas y olvidar este día decepcionante— se dijo. —Pero no podría descansar, así que me tragaré mi orgullo e iré con él».

Senehat se estaba inclinando con un par de sandalias de junco en la mano y mientras levantaba un pie a Aahmes-Nefertari se le ocurrió una posibilidad que la paralizó. «Quizá tengo una rival. Quizá a Ahmose le ha caído en gracia alguna niña que le presentaron en su camino del norte, la hija de un príncipe, una cantante o una bailarina de uno de los templos donde se detuvo a rezar. A fin de cuentas ha estado lejos de mi cuerpo durante seis meses. Es rey. Puede tener concubinas. Puede tener más esposas si lo desea, y que nuestros corazones y nuestras mentes hayan estado en armonía desde que éramos niños no significa que siempre será así. O sí. Ahmose nunca ha mirado a otra mujer. No es taimado ni falso en ningún aspecto de su vida. Detrás de su simpleza hay una profunda inteligencia, pero no hay subterfugios. Hay algo más que está mal». Haciendo una señal al guardia en su puerta, fue a oscuras por los pasillos hacia los aposentos de Ahmose.

Akhtoy se alzó del taburete en el que estaba sentado frente a la puerta doble cuando ella se aproximó y le saludó con una sonrisa.

—Me alegra volver a verte, mayordomo —dijo—. Uni se ha ocupado del bienestar de tu familia mientras estuviste lejos. Debes estar impaciente por verla.

—Por supuesto que sí, Majestad, gracias —contestó—. Su Majestad me ha dado permiso para visitarles unos días ahora que tiene tanto a Uni como a Kares para ocuparse de él.

Aahmes-Nefertari tenía en la punta de la lengua contestar que Kares era el mayordomo de su madre y que Uni estaba dedicado a servir a Tetisheri y a ella misma, pero se contuvo. «Esto es parte del problema entre Ahmose y yo —pensó—. La designación de los funcionarios».

—¡Bien! —dijo con tono perentorio—. Ahora deseo ver a Su Majestad. Por favor, anúnciame.

El hombre vaciló.

—Te pido disculpas, Majestad, pero el rey en estos instantes se prepara para dormir. La fiesta le ha cansado. Espero su último permiso antes de retirarme a descansar.

Aahmes-Nefertari contuvo el impulso repentino de darle una bofetada.

—Akhtoy —le dijo con firmeza—. Haz lo que te digo, inmediatamente.

El mayordomo se inclinó una vez, asintió y, abriendo una de las puertas, desapareció en el interior. Aahmes-Nefertari esperó, aunque sintió que era una afrenta tener que hacerlo, observando el rayo de luz amarilla que salía al pasillo por la abertura. Oyó la voz del mayordomo y luego la de su marido. Akhtoy abrió la puerta y le indicó que pasara, retirándose cuando ella entró en el cuarto.

Ahmose estaba sentado junto a la cama y un sirviente colocaba en su cabeza rapada el cuadrado de tela. Parecía cansado. Había sombras oscuras bajo sus ojos y Aahmes-Nefertari advirtió por el modo en que la miraba a la luz de la lámpara que le dolía la cabeza. Aun así, le sonrió pidiendo disculpas, cuando ella avanzó.

—Sé que le dije a Tetisheri que te debía esta noche, Aahmes-Nefertari —dijo prontamente—. Pero estoy muy fatigado. Sólo quiero descansar. La fiesta fue excelente. Gracias.

Ella se detuvo, rígida de ira.

—No he venido a cobrar una deuda —dijo con amargura—. Ni hay necesidad de que me trates en forma condescendiente, Ahmose. Podrías haberme mandado recado. —El sirviente la miraba y su indignación encontró un blanco—. ¿Quién eres tú?

El hombre parpadeó y reaccionó.

—Soy Hekayib, sirviente de su Majestad, dijo en medio de una explosión de reverencias.

—Entonces, Hekayib, puedes irte —le ordenó Aahmes-Nefertari. El sirviente miró a Ahmose, que asintió imperceptiblemente. Haciendo reverencias fue hasta la puerta y la cerró lentamente—. No le conozco —dijo Aahmes-Nefertari—. Me gusta conocer a todos los que están bajo este techo.

Ahmose se encogió de hombros.

—Envié a mi anterior sirviente a ocuparse de Harkhuf, el hijo de Ankhmahor, cuando fue herido —explicó—. Luego permití que se quedara con él. ¿Por qué estás tan enfadada, Aahmes-Nefertari?

«Porque fuiste primero al templo —quería gritar—. Porque has pasado por alto mi dolor. Porque obviamente no quieres hacerme el amor. Hubo un tiempo en que no importaba cuan exhausto o indispuesto te encontraras, me arrastrabas a la cama contigo cuando habías estado ausente».

—No estoy enfadada —mintió—. He venido a decirte que pedí a Amonmose que envíe sacerdotes para que todas las mañanas se paren frente a tu puerta y canten el Himno de la Alabanza. Es correcto que se reviva la antigua costumbre de saludar al rey con el sol. También tienes que saber que me reúno con mis ministros y escribas inmediatamente después de la primera comida del día. Tendrías que asistir, Ahmose. —Ella no se había movido. Se quedó donde estaba, de pie en medio del cuarto, con los puños apretados a sus espaldas.

La observó largo rato en silencio, los ojos entornados, las piernas cruzadas bajo su shenti de dormir, moviendo lentamente un tobillo desnudo. Entonces dijo:

—Has trabajado como una esclava en las minas de oro para crear las bases de un nuevo orden para gobernar Egipto, Aahmes-Nefertari. Estoy admirado de la capacidad y el discernimiento que has mostrado. Sin ti hubiera vuelto a otro conjunto monumental de tareas y estoy agradecido. Pero, querida hermana, ¿éstos son mis ministros y funcionarios o los tuyos? ¿Soy o no la encarnación de Amón y, por tanto, el gobernante y juez del destino de Egipto bajo las leyes mayores de Ma’at? —Suspiró—. Veo que he herido tu orgullo, pero simplemente supuse que continuaríamos trabajando por Egipto unidos, tú aquí, en Weset, y yo en el norte, y que no reclamarías más agradecimiento por ejercer tu autoridad aquí en mi representación de la que yo reclamaría de ti por haber librado una batalla significativa contra los setiu frente a Het-Uart. ¿No somos una mente y un cuerpo, Aahmes-Nefertari? ¿No nos hemos movido siempre con esta bendita armonía?

—Sí-dijo ella inexpresiva. —Lo que dices es razonable, es verdad, pero, Ahmose, nos conocemos bien. No hay sinceridad en tus palabras tan racionales.

—Pero hay ira en las tuyas —le contestó rápidamente—. No te prohíbo que estés presente en futuras reuniones. Te estoy diciendo que puede que conozcas a esos hombres, pero yo no, y si he de estar en el pináculo de la autoridad, si he de gobernar además de reinar, es vital que entienda no sólo quiénes son sino cada aspecto de lo que hacen.

—¡No confías en mi juicio para contratarles! —explotó ella—. Yo fui quien les eligió y no tú. Esto te molesta, ¿verdad?

Él se puso de pie con un movimiento rápido.

—¡Vuelvo a casa para encontrarme con más cambios en Weset de los que se han visto en hentisl! —gritó—. Muros levantados y muros derrumbados, hombres extraños con títulos extraños, una esposa demasiado ocupada en construir y consultar y dictar para recibir a su marido con algo más que amabilidad.

—¡No he hecho más que cumplir tus deseos! —le gritó ella—. Llenaste una bolsa con pesadas responsabilidades y la pusiste sobre mis hombros antes de irte alegremente para cubrirte de gloria militar. ¿Cómo te atreves a acusarme de estar muy ocupada y no actuar a la manera de una mujer indolente, una gata, que debe dar de lado su ovillo y arquear el lomo y ronronear cuando aparece su amo? He hecho un milagro aquí y lo he hecho en seis meses porque tú me lo pediste, mientras moría mi hija y mi marido perseguía su noble sueño.

—¿Y tú qué has estado persiguiendo? —respondió él—. ¿Un escriba apuesto y un arquitecto que te admira?

—¡Ahmose! —Ella le miró conmocionada, notando que se le iba el color de la cara—. ¿Se trata de celos? ¿Estás celoso de Khunes y Sebek-Nakht?

El rostro de Ahmose se contorsionó en una mueca. Se inclinó y se reclinó en la silla, enlazando los dedos con fuerza hasta que sus nudillos blanquearon.

—Sí —dijo al fin, a su pesar—. De ellos y de todos. No sólo eres hermosa, Aahmes-Nefertari, además llevas contigo un aura de poder que antes no era evidente. —La miró casi tímido—. He sido atormentado por visiones de ti y de esos hombres que se reunían contigo, llenando el espacio que yo había dejado mientras tú ponías a prueba la autoridad que delegué en ti. El poder es un potente afrodisíaco. —Sonrió dolido.

—No sé si sentirme halagada u ofendida —dijo incrédula, mientras su ira empezaba a desvanecerse—. Has admitido que no puedes confiar en mí y que el poder se me ha subido a la cabeza. —Alargó los brazos con estupor—. No eran visiones de la realidad, Ahmose, eran fantasías. Sí, me avengo muy bien con mi escriba. ¡Por supuesto! Y, sí, me entiendo con el príncipe. ¿Cómo podría trabajar con él si así no fuera? Pero cómo pudiste interpretar la necesidad de estar en armonía con mis sirvientes y ministros como un estado de mutua atracción sexual, es algo que no entiendo.

—Lo has vuelto a hacer —le contestó—. Con excepción de Khunes no son tus sirvientes y ministros. Son míos.

—Son nuestros-dijo ella deliberadamente. —Yo les encontré, les evalué, definí sus responsabilidades, actuando como reina. ¿Me temes ahora, Ahmose? ¿Tu deseo secreto es tener una presencia femenina más delicada y afable? ¿Sueñas conmigo como era antes, tímida y retraída? ¿O quizá ya has encontrado otra mujer que se amolda mejor a tus antiguos gustos? Ni siquiera me has besado desde tu vuelta, por no hablar de manifestar algún deseo de mi cuerpo.

Él se enderezó pero no separó los dedos, apretándolos como si quisiera fusionar los huesos.

—Lo siento, Aahmes-Nefertari —dijo con suavidad—. Tus cartas parecían denotar tanta capacidad, eran tan frías, tan distantes, y mis días estaban llenos de desesperación, primero en el Delta oriental y luego frente a Het-Uart. Mencionaste hombres cuyos nombres no reconocí, hablando de ellos de un modo informal que indicaba una intimidad que yo no podía compartir. Me asusté, lo reconozco. Estaba celoso y asustado. —Separó las manos y las miró resignado—. No hay ninguna otra mujer. Sólo tú. Confieso que me enamoré de ti con un amor nuevo.

«¿Qué es esto? —pensó, desesperada—. ¿Distancia y celos? ¿Saber que no podías estar aquí para tomar tú mismo el control, mientras yo rehacía tus dominios? ¿Todo lo tradujiste en pasión? ¿Dónde estás, Ahmose? ¿Dónde te has ido que no ves lo que significan en realidad estas cosas? ¿La sangre y el fuego te han cegado y te impiden ver la realidad?».

—Hent-ta-Hent —dijo ella, con voz temblorosa—. ¿Su muerte significó algo para ti? ¿Estabas tan dominado por los fantasmas de los celos y el temor que ninguna tragedia auténtica podía tocarte?

Él alzó la vista.

—Sí —dijo simplemente—. Es así.

Ella se acercó a la mesa con las piernas temblando, alzó su vaso de vino a medias vacío y bebió lo que quedaba. Entonces cogió un taburete y se sentó junto a él.

—Eres un imbécil, Gran Horus —dijo—. Pero yo también lo soy. Yo también he sentido temor y resentimiento, y no quería que vinieras a casa para deshacer todo mi trabajo, no quería dejar las riendas del gobierno en tus manos cuando yo disfrutaba teniéndolas. Sigo sin querer dejar las tareas que inicié. No me excluyas, Ahmose, te lo ruego. —De pronto él se rió y su mano se cerró sobre la suya, cálida y firme.

—¿Yo, excluirte? —bromeó—. ¿Cuando viví aterrorizado de volver para encontrarme vagando sin nada que hacer mientras mi esposa gobernaba Egipto? Creo que los dos hemos estado sufriendo de engaños sutiles, Aahmes-Nefertari, y no estoy seguro por qué. ¿Los vestigios de la preocupación continua en la que vivimos durante las campañas de Kamose? ¿El lujo de sospechas infundadas ahora que se ha aminorado la tensión en la que vivimos durante años? No importa. Digo nuevamente que lo siento y tienes razón. Siempre hemos vivido y actuado como uno solo. Sigamos haciéndolo. ¿Qué dices?

«Digo que aún siento el dolor de que me quites mis prerrogativas —pensó—; y tu indiferencia por la muerte de nuestra hija es una traición que puede atenuarse con el tiempo pero que nunca se borrará por completo de mi corazón». Se obligó a mirarle con una sonrisa.

—¿Cómo tendremos que hacerlo, esposo mío? —preguntó.

—Percibo el aguijón en tus palabras —murmuró—. Empezaremos por presidir juntos el consejo de ministros cada mañana. Tú me enseñarás. Yo aprenderé. Cuando sepa tanto como tú, escucharemos juntos y tomaremos juntos las decisiones. ¿De acuerdo?

Aahmes-Nefertari suspiró en su interior.

—De acuerdo. Quiero mostrarte los nuevos cuarteles y también los planes para el viejo palacio que Sebek-Nakht y yo hemos diseñado —dijo—. Son muy buenos, Ahmose. Creo que los aprobarás. Si no, te permitiré cambiarlos.

Alzó las cejas y por un momento se sintió molesto. Luego sonrió y la sentó en su falda.

—Bésame —le ordenó cerrando los ojos. Ella obedeció, hundiéndose en la sensación familiar de su boca, su sabor, el olor de su cuerpo, la presión sostenida de su abrazo, buscando la seguridad que siempre había encontrado en esas cosas. Pero aunque se acostaron en la cama e hicieron el amor, aunque ella luchó por someterse tanto al deseo de Ahmose como a su necesidad, una parte de su mente se mantuvo alejada y fría. «Él no vino a mí— susurraba. —Tuve que ir a él. No me besó. Me ordenó que le besara. Nuestros cuerpos buscan unirse, pero es más una lucha que fundirnos el uno en el otro. Incluso en el momento que entra en mí, su ka está muy lejos y el mío ve morir a nuestra hija».

Después se quedaron lado a lado contemplando la lámpara y el techo pintado de azul y blanco. Pasado un tiempo, Aahmes-Nefertari se movió.

—Me olvidé decirte que a quien no conociste esta mañana es a mi principal espía en el sur —dijo—. Está en Kush. Tiene hombres en Esna, Pi-Hator, Swenet y en varias aldeas en Wawat.

—¿Espías en Wawat? ¿La gente de Hor-Aha? —dijo Ahmose sorprendido, y ella asintió, el pelo enredado rozando su cuello.

—No seriamente —contestó—. Aahotep y yo no esperamos problemas de las tribus medjay. Pero son volubles, como sabes. Queremos tener toda la información respecto a cualquier ofensiva que pueda iniciar Teti-En desde su plaza fuerte en Kush.

Ahmose se alzó en un codo.

—¿Y por qué seguís vigilando Pi-Hator? —inquirió—. Het-Uy, el alcalde, firmó un pacto con Kamose. Juró que no iba a interferir en la guerra contra Apepa.

—Pero Kamose está muerto —dijo Aahmes-Nefertari—. Los setiu llevaron prosperidad a Pi-Hathor. Es la ciudad que marcaba la frontera sur de los extranjeros y en ella construían barcas para los reyes setiu. Los espías me dicen que tanto en Esna como en Pi-Hathor hay signos de intranquilidad. Nekhbet se ha convertido en nuestro centro para la construcción y el mantenimiento de embarcaciones, Ahmose. Estamos pasando por alto los dos pueblos, aunque también están en la provincia de Nekhen. No olvides que aún están llenos de gente setiu.

Ahmose gruñó.

—De modo que piensas que con la muerte de Kamose consideran roto el pacto —se quejó—. ¡Dioses, no tiene fin! ¡Acabo de ganar cierto control en el norte y ya estamos amenazados desde el sur! ¡Y están a sólo dos días de navegación!

—No creo que tengamos que dejarnos llevar por el pánico —dijo Aahmes-Nefertari con cautela—. Después de todo, una gran cantidad de nuestras embarcaciones acaba de pasar por ambas ciudades camino del astillero de Nekhbet. Esna y Pí-Hatbor han visto nuestra armada. No van a actuar precipitadamente. Además, seremos alertados. Los espías nos avisarán. —Sonrió levemente ante su entrecejo fruncido—. Aplastar un par de pueblos en rebelión con una tropa de los medjay no es nada comparado con tu victoria en Het-Uart. ¡Kay Abana lo podría hacer con una barca!

Ahmose sonrió y se volvió a acostar. —Cambió su nombre por Ahmose Abana— le dijo. —Es incorregible.

—¿Y qué hay de Ramose? —quiso saber Aahmes-Nefertari—. ¿Dónde está?

—Le dejé en Khemmenu para que se familiarizara con sus deberes de gobernador —dijo Ahmose—. Espero que esté demasiado ocupado para pasar mucho tiempo pensando en Tani.

—¿Es amor u obsesión? —murmuró Aahmes-Nefertari, más para sí misma que para Ahmose, y comprendió muy tarde que no había disfrazado el sentimiento de envidia en sus palabras. Él no contestó. Aunque su conversación había parecido íntima, un retomo a la unión sin fisuras de otros tiempos, Aahmes-Nefertari sabía que el frágil tejido no había eliminado la distancia entre ellos. El silencio se alargó, cada vez más cargado de esos sentimientos que no teman solución presente, y ella no podía romperlo. Finalmente se atrevió a mirar a su marido y, viendo que se había dormido, se levantó con cuidado, pasando por encima de su cuerpo tendido, cogió su bata y sus sandalias y volvió a la bendita reclusión de sus aposentos.