El Vivir en Ptah recorrió con cautela el canal entre el borde norte del montículo principal y la muralla sur del montículo militar menor. La orilla estaba desierta pero había cuerpos yaciendo bajo la muralla que ahora encerraba la última resistencia del ejército del Delta de Apepa. Para Ahmose la escena parecía irreal, quizá debido a que, aunque se podía oír la batalla, el ruido llegaba apagado y el viento, que hacía ondear la bandera del barco y agitaba los shenti de los hombres en la cubierta, no alcanzaba a los cadáveres protegidos por la muralla. Yacían mutilados e inmóviles en la suave luz del atardecer como desperdicios abandonados. Qar dio una orden y el barco lentamente viró a izquierda, pero antes de que el montículo norte se perdiera de vista, Ahmose alcanzó a ver que, efectivamente, la otra puerta, la que daba a los muelles, estaba abierta de par en par y defendida por varias filas de soldados egipcios que lo saludaron cuando pasó frente a ellos. No se podía pensar que sus sonrisas no fueran de triunfo.
—Todas las tropas del general Kagemni y el general Turi ahora deben de estar adentro —comentó Harkhuf, y Ahmose asintió sin volverse, porque el Vivir en Ptah pasaba frente a la puerta más al norte de Het-Uart, la Puerta del Comercio, que estaba firmemente cerrada, y más allá se veían las torres del palacio y la ciudadela de Apepa, romas y sólidas, alzándose por encima de la muralla de la ciudad.
De pronto se encontraron en el afluente principal y Ahmose pudo notar el suspiro de alivio de la tripulación. Sin embargo, duró poco. Alzando la mirada, Ahmose vio a los arqueros sobre la muralla, cada uno con una flecha lista en su arco. La línea partía de la puerta de la entrada real, también cerrada, y daba la vuelta, perdiéndose de vista tras la curva de la isla.
—Levantad los escudos —ordenó Harkhuf a sus hombres y, de inmediato, Ahmose se encontró bajo un techo de madera—. Los extranjeros están cumpliendo con una tarea totalmente innecesaria —dijo el joven—. No podemos asaltar la puerta y no me imagino a Apepa saliendo a pasear por ahí para que probemos nuestra puntería con él. —Alunose miró hacia el cielo a través de la separación entre dos escudos, buscando ilusoriamente ver a Tani entre los soldados setiu. Dolido, simplemente gruñó.
Una vez que pasaron el palacio, desaparecieron los arqueros y se bajaron los escudos pero, debido al barullo, Ahmose casi no oyó la orden de Harkhuf. El lado oeste de Het-Uart era una línea recta, lo cual permitía ver una larga distancia siguiendo el afluente hacia el esqueleto negro de los muelles incendiados frente a la Puerta de los Ciudadanos, y más allá había un verdadero caos. En la corriente había una multitud de embarcaciones de la flota y de los medjay. Había mezclados hombres vivos y muertos, formando un mar congestionado de lucha violenta, hasta el punto de que, durante largo rato, Ahmose no pudo distinguir a los egipcios de sus enemigos. Pero gradualmente pudo identificar el estandarte de Baqet, más allá de la puerta. El estandarte rojo de Sutekh, de Pezedkhu, ondeaba en el borde mismo de la orilla y en tomo de él Ahmose podía ver una masa sólida de setiu que se extendía casi hasta la puerta misma.
El mido era estruendoso. Los hombres se lanzaban cuchilladas con el agua hasta la cintura o se enzarzaban en lucha torpemente sobre los cuerpos que yacían por todas partes. Muchas de las embarcaciones de Paheri estaban vacías, las rampas apoyadas en la orilla, los infantes perdidos en medio del combate. Los barcos de los medjay daban vueltas y maniobraban, tes medjay gritaban, las armas alzadas en sus puños negros. Ahmose observó el tumulto tratando de ver la embarcación de Jheri y la divisó junto a la de Hor-Aha, ambas con toda su tripulación. Podía divisar el rostro familiar de su capitán y la alta figura de Hor-Aha mientras se paseaba, gesticulando.
—Los setiu han logrado establecer una posición en la orilla y la mantienen —gritó Harkhuf por encima del pandemónium—. ¿Dónde está su general?
Ahmose le indicó a Qar que condujera la embarcación entre otros pesados barcos que se bamboleaban, y mientras recorrió la orilla con la mirada. Empezaba a entender la batalla, pero estaba confundido. Observando con detenimiento a los setiu, le parecía que les interesaba menos ampliar el círculo que dominaban que consolidar su posición junto al río. Del lado de la ciudad ejercían una mera defensa, pero del lado del afluente peleaban con ferocidad, para barrer todo lo que se interpusiera entre ellos y la corriente. «¿Por qué? —se preguntó Ahmose con creciente inquietud—. No es una estrategia razonable. Sin duda Pezedkhu estará tratando de acabar con las divisiones. A fin de cuentas está atrapado entre la muralla y el agua. No puede volver a la puerta sin abrirse camino a través de los hombres de Baqet y ¿qué ventaja puede tener para él caer al afluente? Sin duda, lo más sensato en su caso sería dispersarse en los frentes norte y sur, en vez de concentrarse hacia el oeste».
De pronto lo vio. Pezedkhu se había subido a los restos de los muelles y hacía equilibrios allí, tranquilamente, el amplio pecho brillante de sudor, la espada ensangrentada en alto. Ahmose resistió el deseo de ocultarse tras sus Seguidores, de hacerse invisible. Pezedkhu se inclinó y un oficial setiu levantó el rostro hacia él. Había algo tan calmado, tan controlado en los movimientos del general en medio de aquel caos histérico, que por un momento Ahmose tuvo su atención concentrada en aquello y nada más que en aquello. Vio al oficial asentir una vez. Pezedkhu señaló hacia delante y luego hacia atrás. Su gesto amplio abarcó toda la orilla, y Ahmose, siguiendo la dirección del brazo musculoso, se quedó rígido. Había barcos egipcios a lo largo de la orilla, algunos con las rampas bajadas, otros no, la mayoría vacíos o con unos cuantos hombres. Pezedkhu los miraba, rodeado por sus hombres, de una manera que Ahmose advirtió, incluso a tal distancia, que era una mirada especulativa. Tenía un puño en la cadera y ahora la espada descansaba en su hombro, «¡Dioses, no! —pensó Ahmose incrédulo mientras se volvía y corría hacia la popa, con los Seguidores tropezándose detrás de él—. ¡No puede hacerlo! ¡Tan arrogante! ¡Tan seguro de sí! Pero puede hacerlo —susurró una voz por encima del repentino pánico—. Está apunto de intentarlo y si no te apresuras a impedirlo esta batalla casi con certeza se perderá».
Desesperado, Ahmose observó la retaguardia. A Paheri se le había sumado el Abana mayor. Se consultaban algo. El Vivir en Ptah ya avanzaba lentamente hacia ellos, pues Qar había interpretado lo que necesitaba el rey, pasando entre otros navíos, cuyos marinos y soldados, reconociendo a Ahmose, comenzaron a vitorearlo. Ahmose apenas los oyó. Aferrándose a la barandilla con gran impaciencia, vio disminuir la distancia que le separaba de su capitán en jefe. Paheri alzó la vista y lo vio. Qar dio una orden y los remos se alzaron. El Vivir en Ptah se deslizó hacia delante.
—Majestad, acabo de enviar a un heraldo a encontrarte —exclamó Paheri—. No sabemos qué ha estado sucediendo en el montículo del norte y nos preguntábamos si debíamos enviar más barcos allí.
Ahmose hizo un gesto para interrumpirlo.
—Hemos tomado el montículo —contestó con urgencia—. ¡Atiende a tus embarcaciones, Paheri! Están atracadas en la orilla, sin soldados, y pueden ser fácilmente incendiadas o tomadas.
Paheri empalideció ante el tono de Ahmose.
—Pero, Majestad, las divisiones pedían a gritos nuestro apoyo, por lo que di la orden a los marinos de desembarcar y pelear en tierra —protestó—. Enviaremos más si es necesario.
—Los marineros tendrían que haber alzado las rampas y alejado las embarcaciones cuando los soldados descendieron —le interrumpió Ahmose con voz estentórea—. Pezedkhu no pelea para reducir nuestras tropas. Pelea para tomar o quemar nuestras embarcaciones. Si es tan astuto como creo, las quemará. Si las toma, aun así tendrá la ventaja. No estará limitado a un lugar. Puede llevar a sus hombres a cualquier punto del conflicto, puede enfrentarse al resto de la flota. Envía un mensaje a tus capitanes, si puedes. Que vuelvan los marineros a bordo y que las embarcaciones salgan a la corriente. Hazlo ahora. —Se volvió hacia Qar—. Llévame a donde se encuentra el general setiu —ordenó—. Quiero estar lo más cerca posible de él. —Paheri no había dado señales de entender lo que le dijo, pero un esquife se alejaba rápidamente de la embarcación y Ahmose supo que los heraldos que iban en él transmitirían sus órdenes por encima del estruendo. Los remeros de Qar ya se inclinaban y el Vivir en Ptah se acercaba a las costillas ennegrecidas de los muelles. Ahmose reflexionó brevemente lo buenos que era que ambos bandos hubiesen gastado sus flechas.
Sus valiosas embarcaciones, las valiosas embarcaciones de Kamose, construidas a un alto precio, estaban atracadas junto a la ribera fangosa, las sombras largas y delgadas sobre el caos, al caer el sol. «No voy a culpar a Paheri —pensó Ahmose al observarlas con inquietud, buscando alguna señal de que sus hombres ya retrocedían por las rampas—. No hay entrenamiento ni simulacro de batalla naval que puedan compararse con el enfrentamiento real, cuando nada es predecible y el destino de la batalla puede variar con un solo movimiento. Pezedkhu es capaz de engañarnos a todos. Quisiera que su genio pudiera estar a mi servicio en vez de al de Apepa. Sin duda, Pezedkhu se cansará de servir a un rey con poco valor personal y nada de buen juicio».
Alzó una mano y el Vivir en Ptah lentamente se detuvo. Detrás estaban los barcos que aún no habían intervenido. Delante continuaba la pugna bajo las murallas, una mezcla hirviente de propios y extraños, pero ya no veía más que a Pezedkhu y la línea desigual de embarcaciones indefensas. Los setiu respondían a alguna orden que daba su general. Su retaguardia se había agrupado de espaldas al agua, resistiendo el asalto de los egipcios, pero el resto se desparramaba. Habían comenzado a correr y, con una mezcla de alivio y descorazonamiento, Ahmose vio que subían por las rampas. De modo que Pezedkhu se había equivocado. No se le había ocurrido quemar las embarcaciones o sopesó ambas opciones y eligió la más arriesgada. «¿Arrogancia o un error en el calor de la batalla? —se preguntaba Ahmose—. Pero, quizá, simplemente no tenía tiempo de prenderles fuego».
Sin embargo, las órdenes de Paheri habían sido oídas, porque detrás de los setiu iban los infantes de marina, alejándose del conflicto y corriendo hacia sus embarcaciones. Algunos llegaron a su meta y se volvieron para repeler al enemigo pero muchos, «muchos», pensó Ahmose en un paroxismo de alarma, llegaron tarde y vieron cómo las rampas eran lanzadas rápidamente al agua para que no pudieran embarcar. Aún así, sus hombres se lanzaron al agua, aferrando los costados de los barcos e intentando trepar. Los setiu se inclinaban para cortar manos y brazos mientras los marineros alzaban los remos y los timoneles se colocaban en sus puestos.
Las embarcaciones egipcias que habían estado detrás de Ahmose ahora le rodeaban, avanzando hacia las tripulaciones extranjeras, que rápidamente alejaban sus conquistas de la orilla. «Pero no tenemos flechas —pensó Ahmose agitadamente—, no tenemos medios para matarlos y los medjay temen el agua. No dejarán sus barcos para dar el salto necesario y abordar». Oyó a Paheri gritando una retahíla de órdenes, la voz clara, llamando a sus capitanes por sus nombres, indicándoles de uno en uno que bloquearan el paso de los setiu. «Debemos abordarlos primero —continuó pensando Ahmose—. Debemos tomarla iniciativa. Nuestros hombres deben sentir que recuperan lo que es suyo. Si los hombres de Pezedkhu saltan primero, a nuestros soldados les parecerá una invasión y se defenderán, no atacarán».
A Paheri, obviamente, se le había ocurrido lo mismo. Rugía una sucesión de instrucciones precisas a las filas de hombres con rostros sombríos que se arremolinaban en las barandillas de los barcos egipcios, cada vez más cerca de los setiu, que habían comenzado a gritar insultos. La profunda voz de Hor-Aha también resonaba sobre el agua cargada de embarcaciones.
—Sois guerreros de Wawat, no pulgas aferradas a un perro —insultaba a los hombres de su tribu—. ¡No permitáis que los egipcios os avergüencen! ¡Saltad, cobardes! ¡Saltad!
Ahmose miró por encima del hombro. Los medjay se arremolinaban en las cubiertas bajo los furiosos latigazos de sus capitanes y el propio Hor-Aha golpeaba a sus hombres con un garrote para empujarles hacia la baranda. Ahmose le vio alzar a uno de sus hombres y lanzarlo por la borda. Entonces, para terror de Ahmose, gritó algo ininteligible a su capitán, puso un pie descalzo en la barandilla y se lanzó hacia delante, aterrizando con elegancia en la cubierta de un barco que Ahmose de pronto reconoció como el Norte.
Kay Abana coma junto a Hor-Aha, que se alzaba levantando su espada y sacudiéndola a través de la distancia que acababa de saltar en dirección a sus hombres renuentes. Con alivio, Ahmose vio que el Norte seguía en manos de los egipcios, que rodeaban la cubierta en filas ordenadas, esperando tranquilos sus instrucciones. De pronto, Ahmose vio una figura familiar un poco más baja que el resto, los labios arrugados, los dedos enguantados cogiendo la espada, el entrecejo fruncido con gesto decidido. Era el primo de Kay, Zaapen Nekheb. Ahmose se encontró suspirando una rápida plegaria por la seguridad de su soldado más joven.
Las embarcaciones egipcias maniobraban para quedar junto a los barcos robados. Se oía el crujido de los remos astillados, mezclado con las imprecaciones que intercambiaban ambos bandos preparándose para el encuentro. Kay y Hor-Aha conferenciaban, las cabezas juntas. Se separaron y Kay hizo una señal. Ahmose siguió con la vista la línea que trazaba su dedo.
Pezedkhu estaba de pie en la proa de un barco que avanzaba silenciosamente hacia el Vivir en Ptah, por un estrecho canal de agua que parecía haberse abierto para él. Estaba suficientemente cerca para que Ahmose pudiera distinguir sus rasgos gruesos, casi repugnantes, pero a la vez atractivos, sostenidos por un cuerpo tan compacto y grueso como un ladrillo de barro. Su postura era firme, las cortas piernas separadas, la mirada recta, observando mientras se acercaba al Vivir en Ptah. Con una especie de fatalismo resignado, Ahmose advirtió que el general setiu no sólo le había visto sino que intentaba abordar el barco de Qar para matarle. Se leía en sus ojos, que se encontraron con los de Ahmose a través de la distancia que se reducía. Por el momento, el estruendo a su alrededor no significaba nada, no existía. Ahmose era su presa.
Y, sin embargo, Ahmose, mirando en su interior, advirtió que la fantasía de Pezedkhu, adornada con el veneno del terror, había desaparecido. Sólo quedaba el Pezedkhu del destino, un hombre cuyo sino había quedado ligado al de la Casa de Tao desde la mancha de la derrota y la muerte de Seqenenra, y cuya presencia nebulosa había imbuido la atmósfera que tanto Kamose como Ahmose habían respirado desde entonces. Verle llegar era como prepararse para saludar a un viejo amigo.
Harkhuf y los Seguidores intentaron rodearle rápidamente, pero Ahmose les indicó que retrocedieran. Les oyó poner flechas en los arcos y recordó que la guardia del rey sólo podía gastarlas para la defensa directa de su protegido. En el siguiente instante lanzarían sus flechas y Pezedkhu caería. Ahmose sintió que casi lo lamentaba.
Pezedkhu movió un dedo. Fue un gesto pequeño, casi invisible, pero, para horror de Ahmose, de pronto el general estuvo rodeado de arqueros que se alzaban de sus escondites, con los arcos tensos, las flechas ya colocadas, las flechas lanzadas y, antes de que Ahmose pudiese reaccionar, alguien se puso ante él, gruñó y soltó una tos ahogada en sangre mientras caía sobre sus pies de pronto entumecidos, y se volvió para ver a sus hombres caídos en la cubierta como otros tantos cerdos degollados. Harkhuf estaba apoyado en las rodillas y las manos, con una vara negra sobresaliendo de su hombro, y el primer pensamiento aturdido de Ahmose fue: «¿Cómo puedo decírselo a Ankhmahor?». Qar corría hacia él, con los marinos a sus espaldas. Harkhuf comenzó a balancearse y a respirar espasmódicamente.
—Eres un hombre de ingenio, Ahmose Tao, pero no lo suficiente —exclamó Pezedkhu—. No puedes conmigo. ¿Acaso no maté a tu padre? ¿Acaso no fui el terror de tu hermano hasta el fin de sus días? ¿Dónde están los arrogantes Seguidores ahora? Estás desnudo ante mí y voy a matarte también.
Ahmose notó un escalofrío en la columna cuando reconoció su voz. La última vez que le había oído hablar se encontraba agachado tras una roca, con Kamose y Hor-Aha, mientras el cuerpo de su padre yacía en alguna parte, más abajo, entre los egipcios muertos en las arenas calcinadoras. Al escucharla nuevamente volvió a ser, de un modo enfermizo y vivido, un joven príncipe y el mundo estaba lleno de temor. Era cierto. No podía con aquel hombre brillante y brutal, y tampoco ninguno de sus generales. Se le había secado la boca. Pasó la lengua por los labios, sintiendo la sal del terror, queriendo hundirse y cerrar los ojos, pero no lo hizo. Percibió a Harkhuf revolviéndose ciego a sus pies entre un intenso dolor y percibió, más que vio, a Qar alzarle y alejarle. «Tu madre mató para salvar tu vida y Kamose murió por ti —se dijo—. Lo mismo que cada egipcio que cayó en este día. Éste es el momento en que realmente puedes convertirte en rey». Se adelantó hasta notar la presión de la baranda en su cintura.
—Tu amo extranjero no es digno de ti, general —dijo, sorprendido de la claridad y firmeza de su voz—. Seguramente adviertes que, me mates o no, Het-Uart está condenada. Es Ja última isla diminuta en un mar de poder egipcio y las olas están a punto de cubrirla para siempre.
Pezedkhu sonrió. No había nada sarcástico ni paternalista en el amplio movimiento de su boca. Era cálido y afable.
—Tengo muchos amos —respondió—. Apepa es sólo uno de ellos. Cuando termine su guerra contigo, volveré a Rethennu, con mi esposa y mis bosques y mi mar, hasta que me necesiten en otra parte. Me gustas, Ahmose, y admiré a tu hermano, pero ¿qué puedes ofrecerme comparado con todo eso? —Negó con la cabeza y comenzó a preparar su arco—. Además, tus amenazas son huecas. ¿Dónde están los arqueros que debiste guardar de reserva? Pronto estarás muerto y entonces tus ejércitos se hundirán. Apepa triunfará. —Pezedkhu eligió una flecha y la colocó en la cuerda del arco.
Ahmose aguardó congelado de impotencia. «Estoy respirando por última vez —pensó, pero no lo podía aceptar—. ¿Cómo es posible? El sol tardío brilla en la punta de la flecha de Pezedkhu cuando la alza y apunta, la punta que se hundirá profundamente en mi pecho. Es bella. El sol es vida, toca el agua y la convierte en fragmentos de vidrio, calienta los costados de cedro del barco en el que él está. Tendría que pedirle noticias de Tani. El sabrá de ella. Tendría que dejarme caer en la cubierta y así, quizá, desviará la flecha y salvaré mi vida». Pero no hizo nada. Esperó, con la mirada recorriendo la distancia de la flecha, más allá de la mano enguantada y rígida y del brazo musculoso que transmitía tensión al arco, hasta los ojos marrones entornados, mirando fijo debajo de su clavícula y las formas confusas más allá. Las formas más allá.
De pronto algo pasó silbando por el aire caliente, brillando, algo que giraba sobre sí mismo y que fue a caer con un golpe en alguna parte detrás de Ahmose. Simultáneamente, una flecha pasó junto a él, lo suficientemente cerca para hacerle notar su brisa, y se perdió. Recuperó la conciencia de lo que pasaba al oír una explosión de sonido y un movimiento borroso. Nuevamente le llegó el ruido de la batalla. Su olfato se llenó con el olor de la sangre recién derramada en la cubierta. Mareado, se volvió. Sus guardias estaban muertos a su alrededor, excepto Harkhuf, que estaba sentado, medio derrumbado, al pie del mástil. Qar estaba agachado junto a él, con una flecha rota en el puño. Un hacha se había hundido en la madera por encima de la cabeza inclinada de Harkhuf. Ahmose se volvió nuevamente.
Pezedkhu había perdido el equilibrio. Su flecha había errado. Se había tambaleado hacia un lado, pero ya comenzaba a recuperarse, los hombros encogidos, el cuerpo girando para ver de dónde habían lanzado el hacha. El Norte parecía ancho y amenazador junto a él. Sus hombres se lanzaron a la cubierta de la embarcación de Pezedkhu y trabaron combate con los soldados de Pezedkhu. Hor-Aha aún tema alzado el brazo con el que lanzó el hacha. Ahmose le vio correr por la cubierta del Norte y saltar por encima del agua, aterrizando en medio del furor del combate. Zaapen Nekheb ya había saltado. Lo mismo Kay, que avanzaba sobre Pezedkhu. Ahmose le vio soltar la espada y sacar una daga.
Los guardias de Pezedkhu le rodeaban, pero soldados y tripulantes del Norte seguían saltando a bordo. Un grupo de ellos, siguiendo las órdenes gritadas por Hor-Aha, iba directo hacia el delgado cordón de hombres que se interponía entre Pezedkhu y Kay, que se movía cautelosamente en círculo. Ante el ataque se quebró la línea y, con el corazón en la boca, Ahmose vio aparecer una brecha de vulnerabilidad.
Kay no vaciló. Se lanzó hacia delante. Pezedkhu ya se recuperaba de la impresión por el ataque sin éxito de Hor-Aha, pero se veía impedido por el largo arco que aún tenía en la mano. Lo dejó caer y, apartándolo de una patada, buscó la espada, pero había perdido valiosos instantes y antes de que el arma hubiese salido de su vaina, Kay estaba encima de él, con el codo pegado a su costado, la daga en posición para clavarse en el estómago del hombre más corpulento. Pezedkhu alzó el brazo con un movimiento instintivo de defensa y Ahmose vio aparecer una herida sangrante al golpear el cuchillo en el hueso y bajar hasta cortar los músculos del antebrazo del general. Kay perdió el equilibrio por la velocidad de su carga, pero no dejó caer la daga. Cayó hacia delante. Apretando su extremidad herida contra el pecho, Pezedkhu golpeó a Kay en la sien con el otro puño. Kay cayó sobre una rodilla, sacudiendo su arma alocadamente, en el intento de resistir el mareo causado por el golpe.
Pezedkhu se esforzaba por sacar la espada de la vaina con el brazo sano, mientras el otro temblaba de modo incontrolable, aún apretado contra él. La sangre chorreaba por su cuerpo en dos ríos oscuros que manchaban la falda de lino. Tenía una mueca de dolor. Mostrando los dientes tiró frenéticamente de la espada, bailando una danza irregular para evitar los ataques de Kay. Pero al retroceder, un pie se apoyó en su arco, tropezó y el arco se le enredó en las piernas. Pezedkhu cayó y, antes de que pudiera recuperarse, Kay, que se había arrastrado por la cubierta, se lanzó sobre él y le hundió la hoja de la daga en la garganta.
Kay cayó sobre el cuerpo que se convulsionaba, quedándose allí por un momento, exhausto, con un alivio que Ahmose casi podía sentir. Luego se alzó y liberó su arma. Con gestos agitados, comenzó a cortar la muñeca sin vida, golpeando y cortando hasta separar la mano de Pezedkhu del brazo. Entonces se volvió hacia Ahmose, sosteniéndola en alto con alegría.
—¡He cogido esta mano, Majestad! —exclamó—. ¡La mano de Pezedkhu! Doy gracias a mi tótem Nekhbet y a tu padre, Amón de Weset. ¡Apepa ahora está indefenso! ¡Larga vida y prosperidad a ti, Majestad!
Ahmose tuvo que agarrarse a la baranda del barco por temor a que las piernas ya no le sostuvieran. Los rayos del sol poniente se reflejaban rojos en el anillo plateado que aún engarzaba uno de los dedos gruesos y fuertes de Pezedkhu. Incluso podía ver las profundas líneas que, como tela de araña, se dibujaban en la palma ancha del general.
«Está muerto, está muerto —se dijo—. Tan rápido, tan fácil. Resultó que sólo era humano, Kamose, un hombre que cayó en batalla igual que otros hombres. Supongo que imaginé un encuentro definitivo entre nosotros, que nos enfrentaríamos en combate frente a frente, jugándonos el destino de Egipto, pero ha sido derrotado por el capitán de una embarcación entre muchas». Le dominaron el remordimiento y la compasión. «Es el fin de una era —pensó de pronto—. Pezedkhu, Seqenenra, Kamose; vosotros tejisteis una vestimenta sombría, con hilos de destino y de temor, de amargura, terror y asesinato, y vuestros destinos se han cumplido». Rígido, se volvió, encontrando a Qar junto a él.
—Envía un marinero a buscar esa mano y luego llévame de nuevo a la orilla —dijo con voz ronca—. Khabekhnet tiene que mostrársela a los soldados. Los setiu deben verla. Al anochecer, la victoria será nuestra.
Se sentó en una cuerda enrollada y esperó, ciego a lo que ocurría en torno de él, hasta que Qar se inclinó y colocó la mano de Pezedkhu en su shenti. Ya no sangraba. Los dedos se cerraban como intentando acariciar. La uña del pulgar poderoso, en forma de espátula, estaba quebrada y las otras estaban sucias. Ahmose la alzó delicadamente y le dio vuelta. El anillo tenía grabados símbolos que no reconocía, símbolos extranjeros, quizá el nombre de Pezedkhu, o el nombre de su esposa o de su hijo, grabados en el lenguaje de alguna oscura tribu setiu. «No conocí de él más que su capacidad de estratega y su gran autoridad personal», pensó triste. Qar carraspeó:
—El capitán Abana humildemente me pide que le permitas quedarse con el anillo cuando hayas terminado con la mano, Majestad —dijo—. Quiere usarlo, pues le pertenece como botín, pero entiende que el general setiu no era un enemigo corriente y que tú quizá quieras ofrecérselo a Amón como trofeo cuando vuelvas a Weset.
Ahmose asintió con los ojos cerrados. Acunó reverente la mano en las suyas mientras el Vivir en Ptah se alejaba de la refriega que continuaba, dirigiéndose hacia aguas más calmas.
Khabekhnet y algunos de sus heraldos habían visto salir la embarcación. Habían seguido su avance y la esperaban en el lugar donde había embarcado, según le parecía a Ahmose, muchos hentis atrás. Se bajó la rampa y él descendió inseguro hacia los carros hundidos en el barro y los caballos agotados.
—Ésta es la mano de Pezedkhu —dijo, pasándosela al jefe de heraldos—. Clávala en una lanza y llévala al centro del combate. Anuncia su muerte y exige la rendición del enemigo. Luego tráemela. —Khabekhnet la cogió mientras los otros heraldos comentaban en murmullos excitados. Ahmose no esperó a recibir sus reverencias. Volviéndose, fue hacia las tiendas, bajo los brazos protectores del sicómoro.
El ruido de la batalla se fue apagando lentamente. En su lugar se empezaron a oír otros sonidos, comunes, reconfortantes, el canto de los pájaros en la vegetación que crecía junto al afluente, las voces de los sirvientes cumpliendo con sus tareas nocturnas, el relincho de un caballo que llegaba desde el corral. La tela que cerraba la entrada de la tienda de Ahmose estaba, levantada y se veía movimiento en su interior. Al acercarse, Akhtoy salió de ella y, al verle, Ahmose notó el peso del cansancio que descendía sobre él, debilitando sus miembros y doblando su columna.
—Pezedkhu ha muerto —dijo con voz cansada—. Es sólo cuestión de tiempo antes de que se declare nuestra victoria. Mis Seguidores han sido muertos, todos menos Harkhuf, que está herido. Envía mi médico a su tienda de inmediato.
Akhtoy le recorrió rápidamente con la mirada.
—Majestad, ¿tú también estás herido? —preguntó.
Ahmose se miró. Tenía las palmas manchadas con la sangre seca de Pezedkhu y, más abajo, la sangre de sus guardias se coagulaba en salpicaduras en su shenti y bajaba por sus pan tortillas. Comenzó a desnudarse con una repentina ansia de lavarse, arrancándose el cinto de la espada y la tela de la cintura y el casco de la cabeza, quitándose a tirones el pectoral, tirándolo todo al suelo.
—Trae natrón —dijo, con los dientes apretados—. Tengo que lavarme ahora, Akhtoy. Tengo que lavarme. —Entonces corrió hacia el agua, trastabillando en el declive de la orilla, los pies enganchados en raíces ocultas, golpeando los dedos de los pies los pedruscos, hasta notar la resistencia fresca y en movimiento del Nilo en su piel. Cayendo hacia delante se sumergió, abriendo los ojos y la boca a la insinuación del río, frotando las manos, obligando a su cuerpo a permanecer bajo la superficie, hasta notar que las últimas manchas de la muerte se ablandaban y disolvían.
Salió en busca de aire a la atmósfera límpida del anochecer y vio a su sirviente esperando con un recipiente con natrón y una toalla. Ahmose le hizo una seña.
—Ven al agua —le llamó. El hombre, obediente, se colgó la toalla del cuello y se metió en la suave corriente—. Ahora frótame fuerte —le ordenó Ahmose—. Y cuando lo hayas hecho una vez, vuelve a hacerlo. —El natrón era casi doloroso contra su piel y a Ahmose le resultó grata la sensación, pues sentía que se iba librando del horror del día y que de algún modo recuperaba el equilibrio.
Aun así, cuando llegó a la entrada de su tienda, con el sirviente siguiéndole, con un hormigueo en el cuerpo y la mente más calma, hizo una pausa, renuente a entrar en un lugar cuya familiaridad parecía muy cerrada y antigua. Akhtoy fue hacia él con un gorro y entonces Ahmose advirtió que había estado con la cabeza descubierta en un lugar público.
—Hay comida y cerveza, Majestad —dijo Akhtoy al poner el gorro en la cabeza afeitada de Ahmose. No has comido desde esta mañana temprano. El médico ha ido a atender al príncipe Harkhuf. El príncipe Mesehti quiere saber si hoy necesitarás tu carro.
Ahmose se movió hacia la silla que estaba junto a la mesa y se dejó caer en ella, consciente de que le dolían las piernas y la cabeza.
—No tengo hambre pero supongo que debo comer —contestó cansado—. Será una larga noche, Akhtoy. Envía por Mesehti y dile que quiero el carro de inmediato. —Acercó la copa llena de cerveza oscura y cogió un pedazo de pan—. En cuanto haya comido veré a Harkhuf. ¿Hay noticias de Ankhmahor?
Akhtoy negó con la cabeza.
—No, Majestad, pero volverá de Aabtu en cualquier momento.
—Muy bien. Abre el sagrario; luego te puedes ir —dijo Ahmose—. Quiero ver a Amón.
Una ligera sonrisa, en parte de compasión y en parte de afecto, iluminó brevemente el rostro del jefe de mayordomos.
—Quizá Tu Majestad quiera vestirse antes —sugirió, y Ahmose advirtió sorprendido que seguía desnudo, con un muslo firme cruzado sobre el otro y en medio un nido de vello pubiano ensortijado. Se alzó desconcertado, sintiendo de pronto el impulso ridículo de llorar. Akhtoy le hizo una indicación al sirviente, que fue hasta el fondo de la tienda y alzó la tapa del arcón de Ahmose. Akhtoy abrió las puertas del pequeño sagrario en silencio y luego se retiró haciendo reverencias.
Vestido decentemente con un shenti limpio, Ahmose comió y bebió sin apreciarlo conscientemente, con los ojos y los pensamientos puestos en la pequeña figura dorada de su dios, mientras su sirviente se ocupaba calladamente de los platos en la mesa. Sabía que los acontecimientos ocurridos desde la madrugada le habían dejado entumecido, que más tarde se sentiría lleno de gratitud por Amón, por haberle dado la victoria y salvado la vida, pero por el momento la sonrisa enigmática de Amón bajo las elegantes plumas de su corona le dieron una cierta paz. Cuando, para su sorpresa, advirtió que no quedaban más que migas en los platos que el sirviente colocaba en una bandeja, se levantó, cerró las puertas del altar y, calzándose un par de sandalias, salió de la tienda.
No le rodearon los Seguidores, que ya no estaban, pero Mesehti se encontraba allí, sosteniendo las riendas de los caballos enganchados al carro de Ahmose. Se inclinó al aproximarse éste. El sol acababa de ponerse y el paisaje sin sombras estaba teñido de una luz dorada suave, con un toque de rosa, que pronto se convertiría en escarlata al caer la noche. Ahmose hizo un gesto. Mesehti subió al carro y Ahmose le siguió.
—Vamos a la tienda de Harkhuf —dijo con voz perentoria. Mesehti cogió con fuerza las riendas y ya abría la boca para ordenar a sus caballos que se movieran cuando se oyó un grito. Ahmose se volvió para ver a Ankhmahor que llegaba corriendo, con el rostro congestionado.
—Majestad, acabo de desembarcar —dijo, jadeando—. Los hombres hablan en la orilla de una masacre de los Seguidores. ¿Es verdad? ¿Estás bien? ¿Dónde está mi hijo?
—Es verdad —contestó Ahmose, admirado de la secuencia de preguntas del príncipe—. Sube conmigo, Ankhmahor. Harkhuf fue herido. Me disponía a ir a ver cómo está. —Ankhmahor no necesitó más invitación. El carro comenzó a avanzar. Ahmose sintió la extrema consternación del hombre y no le dijo, aunque lo deseaba, lo aliviado que estaba de tenerlo nuevamente junto a él. Ankhmahor no habló.
Los dos se bajaron del carro al aproximarse a la tienda de Harkhuf. Ahmose entró con Ankhmahor pisándole los talones, y el médico, que estaba inclinado sobre el camastro, se enderezó e hizo una reverencia.
—La flecha tenía punta de anzuelo y fue difícil extraerla —dijo en respuesta a la pregunta de Ahmose—. El príncipe ha sufrido mucho dolor, pero se recuperará con el tiempo si no se produce ukhedu. He llenado la herida con sauce y miel, y preparé una gran cantidad de infusión de amapola que el sirviente le debe dar cuando lo pida. Seguiré atendiendo al príncipe si lo deseas, Majestad.
Ankhmahor había ido al otro lado del camastro. Ahmose le agradeció al médico con un gesto y miró hacia abajo esperando ver los ojos de Harkhuf cerrados, pero la mirada con la que se encontró denotaba consciencia, si bien las pupilas estaban dilatadas y nubladas por la amapola. El sudor cubría el rostro gris de agonía. El hombro afectado estaba cubierto con tiras de tela. Harkhuf se lamió los labios secos y de inmediato Ahmose se arrodilló junto a él, levantando la cabeza empapada y, cogiendo una copa de agua de la mesa junto al camastro, la acercó a la boca del joven. Harkhuf se quejó al mover la cabeza, pero bebió brevemente.
—Majestad, ¿cómo sigue la batalla? —susurró cuando Ahmose le apoyó la cabeza con cuidado en la almohada. Y Ahmose advirtió que no había visto a Ankhmahor y que, por supuesto, no sabía nada de lo sucedido después de que fue herido.
—Está prácticamente ganada —dijo—. Espero la confirmación final de mis generales. Pezedkhu está muerto. Harkhuf, tu padre está aquí.
—¿Aquí? —Los ojos drogados de Harkhuf se deslizaron hacia el otro lado. Sonrió cuando Ankhmahor se inclinó y tocó su mejilla—. Padre, cumplí con mi deber —suspiró.
—Por supuesto que sí —le tranquilizó Ankhmahor—. El médico dice que tu herida sanará. Debes dormir ahora, Harkhuf, si puedes. Volveré por la mañana.
—Duele-murmuró Harkhuf, pero sus párpados se cerraban y, aun antes de que Ankhmahor se reuniera con Ahmose, se hundió en una intranquila inconsciencia.
—Mi médico es un hombre capaz —le dijo Ahmose a Ankhmahor al volver al carro—. No creo que Harkhuf esté en peligro. Se ha desempeñado bien en tu ausencia, Ankhmahor. Lo mismo que los oficiales que murieron tratando de defenderme. Tendrá que reclutar nuevos Seguidores de inmediato.
—Dime lo que ha sucedido desde que fui a Aabtu, Majestad —dijo Ankhmahor—. Es como si el mundo entero hubiese cambiado mientras yo rezaba en el templo de Osiris. Me siento totalmente confundido.
Montaron en el carro y fueron llevados otra vez a la tienda de Ahmose, pero mientras éste hablaba de la apertura de las puertas y las consiguientes batallas, su mente estaba ocupada con otras cosas. «Los cuerpos de los Seguidores que fueron muertos deben ser embalsamados —pensó—. ¿Dónde está la Casa de los Muertos más cercana? ¿Y qué hay de los otros cientos que debemos enterrar sin embalsamar y confiar a la merced de los dioses? ¿Dónde está Ramose? ¿He perdido alguno de mis generales? Deberíamos tener noticias pronto del combate en el Delta oriental, que habrá que asegurar si queremos conservar lo ganado hoy».
Ankhmahor le dejó a la entrada de su tienda, ya que la cuestión de la nueva guardia era urgente. Ahmose entró y encontró a Akhtoy encendiendo las lámparas y dos rollos de papiro en la mesa. Ahmose los cogió. Uno tenía el sello de su esposa, pero no reconoció el que estaba impreso en la cera del otro. Con el entrecejo fruncido lo abrió, pero antes de poder desenrollarlo, oyó la voz de Khabekhnet pidiendo permiso para entrar. Detrás iba Ramose.
—Todo ha concluido, Majestad —exclamó Ramose sonriendo, con los dientes blancos brillando en medio de la cara cubierta de barro—. El montículo norte es tuyo y la mayoría de los soldados setiu han sido muertos. Cuando los supervivientes advirtieron que la mano clavada en la lanza de Khabekhnet era de Pezedkhu, comenzaron a dejar sus armas. —Señaló su cuerpo con la mano—. Permíteme lavarme —solicitó—. Huelo fatal.
Ahmose le sonrió a su vez.
—Es el olor de la victoria —dijo—. Más seductor que el perfume de la misma Hathor. Me alegro de que estés ileso, Ramose. Ve a descansar.
Ramose se inclinó, palmeó a Khabekhnet en el hombro y desapareció rápidamente en las sombras más allá de la tienda. Ahmose se volvió a su heraldo.
—¿La mano?
En respuesta, Khabekhnet dejó una bolsa de cuero en la mesa.
—Está muy maltratada y ha comenzado a pudrirse, Majestad —dijo—. Nuestros hombres ahora están cortando las manos de los enemigos para el recuento. ¿Agrego la de Pezedkhu a una de las pilas?
Ahmose lo pensó un instante. Había algo desagradable, incluso irrespetuoso, en la imagen de una parte del cuerpo de Pezedkhu lanzada a una pila con cientos de otras manos, todas anónimas por su parecido.
—No —dijo, decidiendo—. Tírala al río. Dala en ofrenda a Hapi. Pero primero quítale el anillo y envíaselo a Kay Abana. Él mató a Pezedkhu. Es su trofeo.
—La mano está muy hinchada —comentó Khabekhnet—. Tendré que cortar el dedo.
Ahmose contuvo un reflejo de irritación sin sentido. —Entonces hazlo— dijo cortante. —¿Qué hay del cuerpo, Khabekhnet?
El heraldo negó con la cabeza.
—No lo sé, Majestad. No he sabido de él. Pero supongo que a estas alturas lo habrán juntado con los otros cadáveres setiu para quemarlo.
«Me gustaría darle un entierro adecuado —pensó Ahmose más bien triste— o al menos hacerlo embalsamar y enviarlo al este, a su familia. No parece acorde a Ma’at tratar los restos de tan formidable enemigo como si fuera uno más, pero en el calor del momento mi atención estaba concentrada en mi supervivencia. No volverás a ver tus bosques ni tu mar, general. Me alegro, pero al mismo tiempo lo lamento».
—¿Tus heraldos han estado exigiendo la rendición de la ciudad? —preguntó. Khabekhnet asintió.
—Siguen haciéndolo, pero creo que es muy pronto para una respuesta del usurpador —contestó—. Para ello necesitará algo más que la pérdida de su general y de la batalla.
—Muy bien. —Ahmose hizo un gesto—. Envía a algunos de tus subordinados a decir a los oficiales de cada división que, cuando el escriba del ejército haya completado su recuento y comience la quema, se debe dar a todos los soldados egipcios, menos a los centinelas, comida y abundante cerveza y un día para dormir. Recuérdales también que se tiene que dar a los heridos lo que los médicos consideren necesario. Trata de descubrir si hay una Casa de los Muertos cerca, aunque supongo que si la hubiera, los sacerdotes sem no podrían embalsamar todos los cadáveres egipcios. Khabekhnet vaciló.
—Perdóname, Majestad, pero tal tarea es una pérdida de tiempo. Hasta ahora el Delta ha estado en manos de los blasfemos setiu, que no conservan a sus muertos sino que los dejan pudrirse bajo el suelo de sus casas. Todos los templos cercanos serán de dioses extraños. Todo soldado egipcio sabe que si cae en batalla será enterrado sin ser embalsamado. Es el riesgo que corren por su rey. No es lógico tratar de embalsamar a todos nuestros muertos.
—Tienes razón —admitió Ahmose a su pesar—. Es un empeño necio. Te puedes ir, Khabekhnet.
El heraldo se inclinó de inmediato y retrocedió, y Ahmose infló los carrillos mientas se volvía hacia la mesa. «Un empeño necio pero que disminuiría mucho mi sensación de culpa —pensó—. Kamose les sacó de sus hogares y yo les he mantenido alejados. Ahora muchos están muertos. Puede que bajo la ley de Ma’at todos sean posesión mía, pero nunca los consideré ganado que se podía ordeñar o sacrificar según mi humor o la urgencia de mis necesidades».
—Ahora leeré los papiros —le dijo a Akhtoy, que había estado esperando su orden—. Envía por Ipi.
Acercando la silla a la mesa, desenrolló el papiro más fino, cuyo sello ya había roto. Los trazos eran familiares. Eran los del nuevo escriba de su esposa, Khunes, pero la firma al final era poco más que un garabato. Ahmose lo descifró con creciente felicidad. «Tu hijo que te ama, el Pichón-de-Halcón, Ahmose-Onkh, príncipe de las Dos Tierras», leyó.
—Akhtoy, ésta es la primera vez que recibo una carta de Ahmose-Onkh y él mismo la firma —exclamó levantando la vista, pero Akhtoy se había ido. Ahmose concentró nuevamente con avidez su atención en el papiro.
«A Uatch-Kheperu Ahmose, Neb-pehti-Ra, Horas, el Horas de Oro y mi querido padre, saludos de tu hijo leal —leyó—. Con humildad y tristeza te ofrezco mi compasión por la muerte de mi hermana la princesa Hent-ta-Hent. Khunes me indicó que lo dijera así, pero realmente lo siento. La voy a extrañar a pesar de que lloraba mucho. Khunes me va a enseñar a escribir mi nombre y mis títulos. Espero que estés bien y hayas derrotado a los malvados setiu y vuelvas pronto. Tu hijo que te ama, el Pichón-de-Halcón…». Conmocionado, Ahmose, tiró a un lado el rollo y rompió el sello del otro, desenrollándolo en un movimiento salvaje. Lo había escrito Aahmes-Nefertari personalmente, con sus trazos pulcros y ordenados.
«Querido esposo —comenzaba—. Perdóname por cargarte con estas terribles noticias cuando todas tus energías deben estar concentradas en derrotar al enemigo. ¿Pero cuándo sería un buen momento para decirte algo que te causará tanto dolor? Nuestra hija Hent-ta-Hent murió ayer de una fiebre que Amonmose no pudo exorcizar. Probó muchos sortilegios, pero el demonio era muy fuerte. Estuvo molesta unos días antes de sucumbir. Raa y yo creímos que sus molestias eran causadas por la dentición, hasta que la fiebre la dominó con fuerza inconmovible. Murió estando inconsciente. Por supuesto, será embalsamada y se cumplirán los debidos ritos por su muerte. Y la colocaremos en una tumba temporal hasta que se termine la nuestra. Caminaba muy bien hasta que enfermó y ya decía unas cuantas palabras simples que repetía en voz alta una y otra vez con mucho orgullo. Había empezado a tratar de seguir a Ahmose-Onkh, cosa que a él le exasperaba o deleitaba según su estado de ánimo. Se sintió muy mal cuando le impedí estar con ella cuando advertí cómo se había apoderado de Hent-a-Hent el demonio. Te extraño mucho y nunca tanto como ahora que la casa está de luto. Escríbeme en cuanto puedas. Tu esposa que te ama y súbdito obediente, Aahmes-Nefertari».
Ahmose dejó que el papiro se enrollara con un pequeño susurro. Durante un rato se quedó con el papiro seco entre los dedos inmóviles, mirando sin ver la llama de la lámpara que brillaba en su esfera de alabastro. «La pequeña Hent-ta-Hent —pensó—. Recuerdo su diminuto cuerpo sobre mi pecho cuando estaba en el jardín, su dulce y leve peso, su piel que calentaba la mía y su respiración que movía rítmicamente sus tirabuzones oscuros mientras dormía. La puedo oler, ese hermoso olor puro de frescura, olor a bebé. Pobre Aahmes-Nefertari. De los tres niños a los que dio vida, sólo sobrevive uno, y aunque siento agudamente la pérdida de mi pequeña niña, no conozco la profundidad del dolor de una madre».
Alejando los papiros, apoyó los codos en la mesa y el mentón en las manos. «No es ningún accidente que esta noticia me llegue en el momento de mi triunfo —continuó pensando—. Todo tiene un precio. Incluso los reyes deben pagar por lo que desean. Hent-ta-Hent es el pago que han exigido los dioses por todos aquellos que cayeron hoy para que yo pueda acercarme a mi meta. ¿Kamose también fue parte del precio? ¿A pesar de que mi destino de rey no es tanto por deseo propio como por decisión de esos mismos dioses que me han quitado a mi hija en pago y que destruyeron a mi hermano?». Le sacudió un escalofrío y, de pronto, las lágrimas que amenazaron con dominarlo antes inundaron sus manos. Oyó a alguien entrar a la tienda, oyó a Ipi y Akhtoy susurrando alarmados, pero no podía moverse. «No es bueno que los sirvientes vean llorar a un dios —pensó incoherente—, pero esta noche no me importa».
Cuando se desahogó alzó la cabeza y le alcanzaron un cuadrado de tela limpia. Cogiéndolo, se limpió la cara y se alzó. Ipi se inclinó y Akhtoy cogió la tela.
—La princesa Hent-ta-Hent ha muerto —dijo Ahmose en tono neutro—. Murió de una fiebre. Ten estas cartas, Ipi. Léelas y archívalas. Mañana te dictaré la respuesta. Quedaos aquí. El escriba del ejército llegará pronto con su informe. —Se volvió torpemente hacia su mayordomo—. Akhtoy, trae vino.
Akhtoy se inclinó, extendiendo sus manos en el antiguo gesto de ruego o conmiseración.
—Majestad, cuánto lo lamento —dijo—. Sin duda, la pequeña princesa no tiene que justificarse ante los dioses. Su corazón pesará menos que la Pluma de Ma’at en la balanza del Salón de los juicios, porque ellos mismos han decidido su muerte y ella es inocente. —No hubo respuesta ni Akhtoy la esperaba. Salió sin darse la vuelta.
Ahmose volvió a su asiento y miró a su jefe de escribas, que había cogido los rollos y le miraba impávido.
—Creo que podremos volver pronto, Ipi. —Dijo Ahmose con pesar.
El escriba hizo una mueca amarga.
—Por supuesto que lo deseo fervientemente —acordó.
Tal como Ahmose había predicho, aquella noche ni él ni ninguno de los altos oficiales pudo descansar. El escriba del ejército apareció antes de la medianoche, cuando el hedor depresivamente familiar de los cuerpos quemándose ya había empezado a penetrar en las tiendas egipcias. Bajo el brazo llevaba un grueso montón de papiros. Parecía más exhausto que el mismo Ahmose y, agradecido, aceptó la invitación del rey a sentarse. Akhtoy le sirvió vino que bebió de inmediato, con la urgencia que da la verdadera sed.
—Hemos completado el recuento, Majestad —dijo, buscando entre los papiros y hundiéndose más en la silla—. Se recolectaron cinco mil cuatrocientas noventa manos y yo las conté personalmente. De esos muertos, dos mil cien fueron echados al afluente. Los restantes tres mil trescientos uno fueron reunidos en el montículo norte. Es una pérdida terrible para Apepa. —Alzó la vista—. Los cadáveres están siendo quemados en doce lugares, muy lejos del agua. Nuestras bajas suman dos mil muertos y quinientos sesenta y tres heridos. De los heridos se piensa que unos noventa no podrán sobrevivir y doscientos ocho han perdido brazos o piernas. Cuando estén en condiciones, deben ser licenciados, dándoles la pensión habitual. Ya no te son de más utilidad. —Su informe fue conciso y dicho en tono neutro. Ningún escriba del ejército, una parte de cuya tarea era ir al escenario de la batalla al terminar el combate atravesando pilas de cuerpo mutilados, podía permitirse el lujo de ser sentimental—. Los médicos me avisan que estamos escasos de suministros. He mandado pedir más tela para vendajes y hierbas y amapola a los templos de Iunu, pero pasarán algunos días antes de que lleguen.
—Dime cómo se reparten nuestros muertos y heridos entre las divisiones y la flota —le requirió Ahmose. El escriba lo hizo, leyendo de sus listas aparentemente interminables. La división de Tot, de Baqet, había sufrido las mayores pérdidas en el intento desesperado por contener a Pezedkhu hasta que llegaron Turi y la división de Amón. Y era la flota la que tenía la mayor cantidad de heridos, cuyos marinos e infantes habían perdido brazos y manos en el esfuerzo por recuperar sus embarcaciones.
Cuando Ahmose tuvo claras y firmes en su mente las cifras le indicó al hombre que se retirara, pidiéndole que le llevara informes regulares sobre la cantidad de heridos que murieran. Fue reemplazado casi de inmediato por un flujo continuo de oficiales de las divisiones que informaban del orden que lentamente surgía del caos. Se habían agotado las existencias de flechas. Se perdieron o rompieron espadas y lanzas, y se habían destacado soldados para recoger armas de los setiu, para reemplazar a las perdidas en cuanto fuera de día. Todos los oficiales llevaron consigo a la tienda el lastre del humo y la extrema fatiga.
El último en entrar haciendo reverencias fue Ankhtify, portaestandarte de la división de Horas.
—El general Khety te envía su más ferviente congratulación, Majestad —dijo el oficial—. Todos los soldados setiu del parapeto del norte están ahora quemándose fuera de las murallas y sus cuarteles están ocupados por nuestra división. Hay un grupo de egipcios y extranjeros, en su mayoría comerciantes keftiu, que viven en pequeñas fincas al noroeste del montículo. Ruegan que se les deje partir. El general Khety les niega permiso hasta que haya recibido tu orden.
—Ésas son las fincas con canales de riego que se llenan generalmente abriendo boquetes en la muralla —dijo Ahmose. Frunció los labios, pensando—. Quiero hablar con los keftiu. Dile a Khety que iré mañana a inspeccionar el montículo. Mientras tanto debe mantenerlos a todos detenidos. Que cierren las puertas y coloquen centinelas dentro y fuera. Deben estar vigiladas en todo momento, en particular la puerta que da al Camino de Horus, donde Khety podría ser vulnerable a un ataque del este. No he tenido noticias de las divisiones del Delta oriental desde hace tiempo. No hay gran riesgo, pero se debe tomar en cuenta. Si el montículo norte fuera retomado por los setiu, sería un desastre. Por supuesto, se pueden abrir las puertas para permitir a nuestras tropas entrar y salir durante el día. ¿Qué hay del antiguo templo de Set?
El hombre alzó las cejas.
—Algunos de los setiu se atrincheraron allí —le dijo a Ahmose—. Pero fueron dominados y muertos. El templo no está dañado pero requerirá purificación. Majestad, ¿deseas que se haga esta noche? ¿Rezarás allí mañana?
—No —decidió Ahmose rápidamente—. El Delta siempre ha sido de Set, pero los setiu cogieron al dios y lo fundieron con su Sutekh. No quiero que nadie piense que, al adorar a Set, doy mi aprobación también a Sutekh. Que los sacerdotes purifiquen los precintos y mantened el templo, pero yo no entraré en él. —Se alzó, señal de que el escriba podía retirarse—. También visitaré a los heridos y recorreré las tropas con mi carro —concluyó—. Transmite mi gran admiración al general Khety por su éxito.
Cuando Ankhtify se fue, Ahmose se hizo lavar, pronunció sus plegarias de la noche tan postergadas, ofreció el acostumbrado incienso a Amón y cayó en su camastro.
Iba a pedirle a Akhtoy que apagara la lámpara cuando una nueva sombra oscureció la entrada de la tienda. Era Hor-Aha. Se adelantó rápidamente, deteniéndose junto al camastro, mirando a Ahmose sin expresión. Ahmose observó la cara negra que sólo delataba el cansancio por dos arrugas apenas perceptibles que nacían del ángulo interno de sus ojos.
—Ya se extiende por el campo la noticia de la muerte de la pequeña princesa —dijo sin preámbulo—. Lo siento, Majestad. ¿Qué más puedo decir? La idea de los dioses de lo que es justicia no siempre coincide con la nuestra. —Ahmose asintió una vez y esperó. Hor-Aha tragó saliva—. He venido a expresarte mi vergüenza —continuó—. Estoy avergonzado por la vacilación, no, la cobardía de los medjay. Me avergüenza su negativa a obedecer mis órdenes. Me avergüenza lo que oigo, que tú mismo te viste obligado a ordenarles cruzar el afluente menor y cargar a los heridos. —Su voz grave se había vuelto ronca—. Te pido permiso para castigarles.
Ahmose observó el rostro exóticamente apuesto. Había algo diferente en Hor-Aha, algo que no podía precisar.
—Concuerdo en que se comportaron abominablemente —dijo—. Pero es bien conocido su temor al agua, Hor-Aha. Debieron intentar dominarlo y no tengo respeto por su falta de iniciativa, pero en las primeras etapas de la lucha actuaron bien.
—Puede ser —dijo Hor-Aha serio—. Pero ahora se han convertido, y yo con ellos, en objeto de burla para los oficiales egipcios. Si antes me odiaban, ahora me condenan.
«Ah, sí —pensó Ahmose—. El centro del problema. Tu orgullo, mi viejo amigo, y tu inseguridad secreta».
—¿Cómo les castigarás? —quiso saber.
—Les quitaré sus tótems personales —contestó Hor-Aha, y Ahmose recordó de inmediato que cada hombre de la tribu llevaba algún fetiche bárbaro, una piedra de un lugar sagrado, un hueso de algún animal salvaje que mató, incluso un mechón de pelo de algún enemigo vencido, creyendo que tales cosas teman el poder de protegerlos del peligro. «¿Y tú mismo cederás tu precioso tótem, Hor-Aha?— le preguntó Ahmose en silencio. —¿Dejarás el pedazo de tela manchado con la sangre de mi padre que llevas en el cinto?».
—No —dijo Ahmose enfáticamente—. No, Hor-Aha. Si haces eso se sentirán tan indefensos que perderán toda capacidad de lucha. ¡Entonces sí que serán cobardes! Déjalo así. Azótales con tu lengua, con cuero si quieres, pero no su espíritu.
Hor-Aha miró hacia abajo pensando un momento, luego alzó el mentón.
—Hablas sabiamente, Majestad —reconoció—. Pero al hacerlo me cubres aún más de humillación. Ten. —Le tendió a Ahmose algo que a la pálida luz de la lámpara parecía la piel de un gato negro con una cola colgando—. Me he cortado el cabello como acto de extrema mortificación.
Ahmose observó con asombró las dos largas trenzas de Hor-Aha, una al lado de la otra en la sábana blanca. «Conque eso era lo diferente —pensó Ahmose—. Lleva el pecho desnudo. Me he acostumbrado tanto a verlo adornado con esas dos cuerdas brillantes. ¡Dioses! ¡Me entrega su hombría!». Alzó la mirada y se encontró con la mirada impávida de su general.
—Tus hombres lo verán —dijo lentamente—. Sabrán lo que has hecho y por qué.
Hor-Aha se pasó una mano por la nuca pelada.
—Así es —contestó—. Pero no es sólo por ellos. Es por mí. Por cuánto lamento lo sucedido. Haré todo lo que pueda para asegurarme de que no vuelva a ser necesario, Majestad. Por favor, déjame ir.
Ahmose lo hizo. Por un momento la tienda quedó en silencio. Ahmose y Akhtoy se miraron a los ojos. Entonces Ahmose movió un dedo.
—Envuélvelas en algo y guárdalas en el fondo de alguno de mis arcones —le dijo a su mayordomo—. Hazlo rápido, Akhtoy. Tengo que dormir ahora o me volveré loco.
Pero durante un rato no pudo dormir. Acostado de espaldas en la penumbra, notó nuevamente el cuerpo lánguido de su hija contra el pecho y se imaginó su aliento cálido suspirándole en el oído. No le envolvió la inconsciencia hasta que se puso de lado.
Se despertó temprano para comer rápidamente y vestirse con lentitud, porque deseaba presentarse ante sus tropas con todas las insignias reales y militares. Cuando Akhtoy acomodó el pectoral en torno al cuello, el aro dorado en el lóbulo de la oreja, los brazaletes dorados de jefe militar en las muñecas y el casco de lino entretejido de oro rematado en el arrogante pico de la diosa Nekhbet, se puso el cinto de la espada y las sandalias y salió a la mañana llena de humo. Le saludó Ipi, que le esperaba armado con su escribanía, y se oyó el entrechocar de metal y el golpe de pies decididos de un grupo de soldados encabezados por Ankhmahor que iban hacia él desde el afluente. Ya llevaban el blanco y el azul, los colores reales. Al llegar se inclinaron todos a una, y luego se enderezaron expectantes.
—Tus nuevos Seguidores, Majestad —explicó Ankhmahor—. Los seleccioné de entre las tropas de asalto de cada división. Están impacientes por servirte.
Ahmose les dio una breve bienvenida antes de volverse a Ankhmahor. Detrás de él apareció Makhu, las ruedas del carro con un brillo apagado en la atmósfera neblinosa.
—¿Cómo está Harkhuf? —inquirió Ahmose.
—Ha mejorado levemente y aún no hay señal de ukh-edu en la herida —respondió Ankhmahor—. El dolor sigue siendo intenso. Bebe mucho, tanto agua como amapola.
—Bien. —Ahmose comenzó a caminar hacia su carro y la guardia le rodeó rápidamente—. Hoy nos detendremos primero en el montículo del norte.
En el vasto campo que recorrió había actividad ordenada, alegremente bulliciosa. Soldados cargando ropa sucia iban car mino del río, deteniéndose para reverenciarle. Otros estaban sentados delante de sus tiendas limpiando las armas o bebiendo cerveza. Algunos dormían, ajenos a la alegre batahola alrededor, los shentis limpios sobre las caras y los brazos y piernas cansados, fláccidos en el suelo. Muchos renqueaban, no por heridas, advirtió Ahmose, sino por los músculos cansados después de todo un día de combate. Había un ambiente optimista.
Ahmose se detuvo en el canal que serpenteaba, partiendo del afluente, en torno del montículo del norte, cruzó el agua por un puente improvisado por los soldados de Khety y pasó entre los brazos abiertos de la puerta del Camino de Horas, sintiendo una oleada de orgullo. Le recibió el general y, con Ipi, los Seguidores y los oficiales de más alta graduación, Ahmose pasó varias horas inspeccionando su conquista. Era un lugar poco agradable, huérfano de vegetación, excepto en los tejados, y de filas interminables de barracones militares, donde los soldados extranjeros habían logrado cultivar un poco de cebada, ajo y verduras. Los hombres de Khety estaban ocupados sacando todo lo que los infelices setiu habían dejado, apilando cacharros, ropa e incluso algunos arcos y espadas sin usar, al brillo del sol de la mañana.
Se atendía a los heridos en una mansión, cerca del templo, donde reinaba gran desorden. Ahmose recorrió las filas de camillas en las que yacían sus hombres, oyendo sus quejidos y gritos, que parecían hacer eco contra los altos techos de las habitaciones con columnas. Los médicos se movían entre ellos t acompañados por varios sacerdotes de Set, que exorcizaban a los demonios de la fiebre y ofrecían las plegarias que podían para aquellos que ya estaban muriendo. Hicieron profundas reverencias al pasar Ahmose.
—Supongo que el gobernador del montículo vivía aquí antes de que Apepa se viera obligado a convertirlo en campamento militar para alojar a las tropas que venían del este —contestó Khety a la pregunta de Ahmose cuando volvieron al aire libre—. El edificio es del tiempo de tu antepasado Osiris-Sen-Wasret, pero los setiu agregaron algunas cosas, más que nada salas hechas con ladrillo de barro. No les interesa mucho la arquitectura.
—Es una mezcolanza poco grata —admitió Ahmose—. Y no nos es de ninguna utilidad. Cuando los heridos se hayan retirado puedes derribar las paredes de los setiu y usar lo que quede como tu cuartel general, Khety. Tú y la división de Horas quedaréis acuartelados aquí, al menos hasta que se rinda Het-Uart. ¿Cuántos pozos de agua hay?
—Sólo cuatro, Majestad. Se abastecían con el agua del canal, por supuesto.
—Cava más pozos si los necesitas y decomisa los jardines de las pocas fincas que hay aquí. Si seguimos controlando el Delta oriental habrá suficiente comida para tus hombres pero no debemos presuponer que estamos definitivamente seguros. —Se volvió hacia Khety y sonrió—. Has demostrado ser un general valioso y un hijo fiel de Egipto —dijo con calidez—. Ahora debo hablar con los habitantes de esas fincas.
No estaba lejos el enclave donde los privilegiados se habían apartado del hedor y el raido del resto del montículo. Una pared tosca formaba un amplio semicírculo que limitaba con las murallas a ambos lados. A intervalos regulares aparecían puertas de madera sólida, y cada una se abría a un pequeño patio, con la casa más retirada y un pequeño jardín junto a la muralla exterior. Los porteros habían huido y las puertas estaban abiertas de par en par.
Siguiendo las instrucciones previas de Ahmose, los dignatarios extranjeros habían sido reunidos en el patio de la primera casa y cuando Ahmose, Khety y los Seguidores atravesaron el portal cesó bruscamente el parloteo en lengua keftiana. Un pequeño mar de ojos oscuros e inquietos se volvió hacia él antes de que varías docenas de cabezas aceitadas y con pendientes se inclinaran sumisas. Ahmose los recorrió rápidamente con la mirada. No había mujeres ni niños.
—¿Hay algún portavoz entre vosotros? —preguntó. De inmediato se alzaron las cabezas. Un hombre dio un paso al frente, arrodillándose para rozar con la boca el pie polvoriento de Ahmose. Vestía un shenti al estilo egipcio, pero bordado ricamente con un dibujo de formas circulares entrelazadas, y el borde que se curvaba hacia arriba, hasta la cintura tejida, estaba adornado con borlas rojas. Llevaba una cinta roja en la cabeza y otra le sostenía la cascada de rizos aceitados en la nuca. En una muñeca lucía un brazalete de cobre, semejando un delfín cuyo morro se unía con la cola. Ahmose le indicó que se alzara.
—¿Sois todos comerciantes? —inquirió en forma perentoria.
El hombre le entendió de inmediato. —Su Majestad Awoserra Apepa escoge sus consejeros militares y todos sus altos oficiales de entre sus hermanos en Rethennu— contestó y luego, advirtiendo lo que había dicho, se sonrojó. —Oh, perdón, Majestad, te ruego… No estamos acostumbrados… Sólo nos ocupamos… No quise decir…
Ahmose hizo un gesto de impaciencia.
—¡Continúa! —le urgió. El hombre extendió sus dedos delicados.
—Gracias, eres bondadoso. La mayoría somos comerciantes y estamos aquí para hacer negocios entre Keftiu y Egipto. Algunos son arquitectos y artistas. Su M… Apepa gusta de los colores y las formas de Keftiu, y gran parte de su palacio en Het-Uart ha sido decorado por nosotros. Yo soy comerciante y proveo a Apepa de embarcaciones y aceite a cambio de papiro, lino y oro. —Obviamente alentado por la expresión de Ahmose, sonrió—. La pérdida de los treinta barcos cargados de tesoros construidos por los keftianos y tomados por tu hermano fue un duro golpe para Apepa.
—Sin duda. —Ahmose observó al grupo silencioso—. No tengo intención de haceros daño —dijo en voz alta—. El comercio con vuestro país floreció durante el reinado de mis antepasados. Somos viejos socios. Daréis vuestros nombres y vuestra ocupación al escriba del general Khety. Los arquitectos y artesanos podréis volver a Keftiu. Egipto no os necesita. Este montículo ahora es una base militar egipcia y confiscamos vuestras casas. Los comerciantes podéis volver a vuestra isla pero, si sois emprendedores, os sugiero que reunáis a vuestras familias y pertenencias y vayáis al sur, a Weset, a solicitar audiencia con la reina Aahmes-Nefertari, que está impaciente por transferir todos los contratos comerciales de los setiu a lo que ahora es la capital de un país unificado. Os daré tiempo para obtener permiso de quien gobierne Keftiu. En estos momentos las rutas del oro a Wawat están siendo confiscadas. Tal cambio de alianza os será beneficioso. ¿Ipi, has anotado todo esto? —Cruzado de piernas a sus pies, el escriba asintió. Ahmose observó la reacción de los keftianos y, no viendo más que alivio y una expresión de cálculo codicioso en sus rostros, alzó una mano—. Es todo. Tenéis un mes para iros.
Un coro de expresiones de gratitud le siguió cuando dejó el patio acompañado de su comitiva y continuó avanzando junto a la tosca pared.
—No les va a gustar Weset —comentó Ankhmahor—. Aquí en el Delta están cerca de su amado Gran Verde. El desierto les secará.
—No les gustará mi ciudad pero les encantarán las ganancias que obtendrán —respondió Ahmose—. Aahmes-Nefertari les podrá manejar y entonces nosotros también seremos más ricos.
Los egipcios, llevados también a un patio, se enfrentaron con Ahmose con una actitud muy distinta. Casi podía sentir su hostilidad, por más que la ocultaran tras miradas vacías, y no se molestó en tratarlos con cortesía.
—¿Hay nobles entre vosotros? —espetó, sin siquiera molestarse en saludarles y queriendo gritarles: «Sois egipcios, podríais haber abierto la puerta a Kamose hace tiempo, podríais haber actuado como espías para nosotros, no merecéis vivir ni que ocupe mi precioso tiempo con vosotros, cuando cientos de hermanos yacen sangrando y sufriendo por Egipto». Les observó echándose miradas furtivas unos a otros. Luego, tres hombres se adelantaron.
—Soy Antefoker, príncipe de Iunu —dijo uno de ellos—. Tengo una finca en Iunu pero vengo aquí para cumplir mis obligaciones como juez supremo de Apepa cuando baja la inundación. Siempre hay disputas entre los terratenientes cuando el río se lleva las marcas en el terreno. No hablo, por supuesto, de los límites de las tierras de los campesinos. Los funcionarios del templo local se encargan de eso. —Se detuvo, tomó aire y luego concluyó—: Yo no he intervenido en la guerra, Majestad. Soy un hombre de paz, me ocupo de lo mío y cumplo con una tarea necesaria.
—¿Ah, sí? —dijo Ahmose afablemente—. Dicho de otro modo, has metido la cabeza en la arena de la ignorancia deliberada como un avestruz estúpido de Kushit, mientras todo egipcio que merezca el nombre de tal empeñaba cada nervio y cada músculo para liberar esta tierra sagrada. —Dobló el labio en señal de repugnancia—. Sois peores que los traidores que intentaron matarme. Al menos ellos fueron capaces de actuar, aunque equivocadamente. Dado que tú te has ocupado de la orientación de los canales de riego y los campos, creo que pondremos un azadón en tus manos y te daremos un shaduf para que trabajes. ¿Tienes hijos?
Antefoker no pudo contestar. Su garganta se esforzaba por emitir sonidos sin lograrlo y sus manos se tensaron. Cuando pudo hablar sonó como un sapo.
—Majestad, esto no es justo —protestó—. Yo no tengo ningún afecto por Apepa, pero la alternativa a trabajar para él era quedarme sin tierras. Había muchos setiu deseosos de apoderarse de mi título y mis responsabilidades si me negaba. Sí, tengo hijos, y fue por ellos que sacrifiqué mi integridad.
—¿Qué hijo respeta a un padre que se desentiende de la salud de su alma? —Ahmose le interrumpió ácidamente—. Pero quizá soy injusto. Todavía hay muchos como tú en Egipto, Antefoker, hombres que se sientan precariamente en la cerca y no tocan el suelo de uno u otro lado. No puedo dejar que continúes siendo juez, pero puedo nombrarte ayudante de escriba de alguno de los jueces del templo de Iunu. No puede verse a un noble, no importa cuán degradado, con mugre bajo las uñas. Da el nombre de tus hijos al escriba del general Khety. En mi ejército pueden aprender a ser leales. Tu finca de Iunu es khato para mí. ¿Y qué hay de vosotros dos?
Uno de ellos poseía grandes extensiones de tierra en el Delta occidental, donde supervisaba las viñas que producían el mejor vino de Egipto. Ahmose, por motivos enteramente egoístas, le mantuvo en su posición, luego de interrogarlo respecto al cultivo y el cuidado de las uvas, pero le puso bajo el control de uno de sus escribas agrícolas. Una vez más se aseguró de que Ipi hubiese anotado todo. El otro noble, más bien patético, tenía un título menor y un puesto aún más bajo como ayudante del administrador que había gobernado el montículo antes de que se instalara el ejército setiu. Obviamente había perdido su cargo y Ahmose le dejó en paz.
—El resto de vosotros —gritó—, no sé ni me interesa qué hacíais aquí. Coged vuestras pertenencias y marchaos. Agradeced que os perdone la vida. Un rey menos misericordioso podría haberos mandado a todos al sur, a Wawat, y hubierais muerto en las minas de oro. —Vio movimiento entre los del fondo y contuvo el intento de protesta—. ¡Si decís una palabra, lo haré! —rugió—. Khety, Ankhmahor, vámonos. El olor aquí es peor que el de los cadáveres quemándose.
Pasó el resto del día recorriendo las otras divisiones, consultando con sus generales exultantes, haciendo que Ipi anotara los nombres de los que se habían distinguido en la batalla y merecían premios, y quedándose junto a los heridos. Hacia la noche, al ir agotado camino de su tienda y cuando Makhu por fin llevaba sus caballos igualmente agotados a los establos, le abordó un explorador.
—Majestad, traigo mensajes de los generales Neferseshem-Ptah, Iymery y Akhethotep —dijo—. El Delta oriental es tuyo. Tus divisiones tienen el control del Camino de Horus y en estos instantes marchan sobre los fuertes que componen la Muralla de los Príncipes. ¿Cuáles son tus órdenes?
Lleno de alegría, Ahmose notó que se desvanecía su cansancio.
—No vale la pena que pierdan buenos hombres tratando de tomar los fuertes —dijo al cabo de un momento—. Bastará con mantener el control del Camino del Oeste. Más tarde o más temprano, los setiu que los habitan simplemente admitirán la derrota y se irán, y entonces podremos quedarnos con los fuertes. ¡Bien hecho! Di a los generales que si juzgan que el este está realmente seguro, permitiré que la tropa vuelva a su hogar por turnos. Luego mandaré más detalles. Llévales la noticia de nuestra victoria aquí.
Esta vez su tienda lo recibió con la promesa de comida caliente, bebida y un descanso pacífico. Akhtoy y su sirviente le esperaban. No había papiros para leer ni decisiones que tomar de forma inmediata, sólo el lujo del agua caliente y el descanso. Entró feliz. Detrás de él Ankhmahor daba órdenes a los de la primera guardia y, delante de él, Akhtoy servía vino. Ahmose se encontró canturreando una melodía de su niñez mientras se quitaba las sandalias y se acomodaba en una silla.
Por la mañana Ahmose presidió los ritos funerarios por los egipcios caídos. Los escribas habían completado la lista de sus nombres y los pozos en los que se habían colocado sus cuerpos fueron cubiertos. Ahmose ordenó que se colocarán lápidas en cada agujero, con los nombres de los que estaban sepultados allí grabados en la piedra, para que los dioses pudieran encontrarlos. El funeral fue solemne y conmovedor, con las divisiones formadas en filas silenciosas tras sus estandartes y el incienso amargo subiendo al cielo en volutas de humo, para mezclarse con el humo de las piras donde aún se consumían los cadáveres de los setiu.
Luego, Ahmose mantuvo a los soldados en formación mientras subía a un estrado improvisado e imponía condecoraciones a los que las habían ganado. Hubo promociones, menciones y la promesa del Oro del Valor a ciertos hombres que habían mostrado gran coraje e iniciativa. Era, por supuesto, imposible darles los trofeos hasta que Ahmose volviera a Weset y los hiciera fabricar.
El general Baqet, de la división de Tot, fue uno de los condecorados por su decisión de mantener firme la línea contra el embate de Pezedkhu hasta que llegaron los refuerzos, y otro condecorado fue Kay Abana. Cuando Ahmose le nombró por su combate con Pezedkhu vio que el joven ya llevaba el anillo del general en una cadena de plata en torno del cuello. Ahmose había pensado largamente en su imprudente capitán. Kay parecía impulsivo y temerario, pero Ahmose había llegado a entender que detrás de sus pavoneos, que lo hacían querido por sus infantes y divertían a sus superiores, había una auténtica fortaleza de corazón y buen juicio militar.
—Además de otorgarte el Oro del Valor he decidido ponerte a cargo de mi nave insignia, el Brillando en Mennofer, y darte el título de almirante —le dijo a un encantado Kay—. Como capitán del Brillando en Mennofer serás responsable de mi seguridad cuando esté a bordo, y como almirante dirigirás la estrategia de la flota en cualquier batalla. Tu padre y Paheri siguen siendo los administradores generales de la flota.
Kay se quedó mirando a Ahmose y al grupo de generales que lo rodeaban.
—Majestad, es un honor muy grande —dijo serio—. Estoy abrumado. Me faltan las palabras.
—Lo dudo —susurró Turi, y Kay obviamente lo oyó.
La sonrisa que ablandaba la autoridad e inspiraba obediencia se extendió por su rostro.
—En esta ocasión estás equivocado, general Turi —exclamó—. Majestad, soy para siempre tu sirviente. Gracias. —Pero no pudo resistirse a tener uno de los gestos grandilocuentes por los que estaba haciéndose famoso—. Como muestra de mi gratitud y de mi lealtad te pido que me permitas cambiar de nombre —continuó con una reverencia—. No soy digno, pero quisiera llamarme Ahmose en vez de Kay.
—Soy dueño de tu vida pero no de tu nombre —le contestó Ahmose—. Lleva mi nombre si quieres y que te dé salud y prosperidad.
—La prosperidad depende enteramente de ti, Gran Encarnación —respondió Kay feliz—. Nuevamente te lo agradezco.
—Es una buena elección a pesar de sus modales —dijo Turi al volver Kay, ahora Ahmose, a su lugar—. Te servirá bien y lealmente.
Ahmose concordó. Haciendo una señal a Khabekhnet de que anunciara que se había terminado la ceremonia, ordenó a los generales que le acompañaran a la mesa instalada fuera de su tienda y él mismo descendió del estrado.
El resto del día se dedicó a planificar los tumos de las tropas. Ahmose dividió las divisiones de Horas y Ra de modo que más de la mitad de los hombres pudiera irse a sus casas y sembrar. Destacó el resto de las huestes de Khety y Kagemni en el montículo norte, de manera que hubiese un número de soldados equivalente a una división entera, cinco mil, presentes en todo momento. Dividió las otras divisiones del mismo modo, asegurándose de que la mitad de sus tropas continuaran el sitio de Het-Uart. En cuanto al Delta oriental, envió mensajes a sus generales otorgándoles el poder de dar permiso a tantos combatientes como fuese posible, sin dejar de mantener la seguridad que tanto había costado ganar.
—Ahora comienza la segunda semana de Tybi —dijo—. Si los del primer turno vuelven a sus casas, siembran y vuelven, dejando a sus mujeres al cuidado de la cosecha, quizá pudiera liberarse al resto a tiempo de cumplir con la misma tarea. A Tybi le sigue Mekhir, el mes en el que se hace la mayor parte de la siembra, y luego vienen Phamenoth y Pharmuthi, antes de la estación de Shemu, que es cuando tenemos más calor y aridez. No creo que el enemigo lance una ofensiva militar en Shemu este año. Sé que es la época tradicional de las batallas. ¿Pero de dónde sacarán los setiu más tropas? No del este. Se ha detenido el flujo hacia aquí. Tampoco saldrán del montículo norte. Lo hemos tomado. Het-Uart no cuenta con suficientes soldados para volver a hacernos frente. Es sólo cuestión de meses que Apepa se rinda.
—No logro hacerme a la idea de que, salvo por un pedazo mínimo de terreno, Egipto vuelve a estar en manos de los egipcios —comentó Turi—. Después de pasar tantas penurias, parece irreal.
—Será muy real cuando el rey esté en el palacio, en Het-Uart, ante el Trono de Horus, y dé la orden de llevarlo al sur —contestó Paheri—. ¿Qué harás con la flota, Majestad?
Ahmose le dirigió una sonrisa de disculpa.
—Muchas embarcaciones han sufrido daños durante el abordaje de los hombres de Pezedkhu —contestó—. Las que necesiten reparaciones deben volver con sus tripulaciones a Nekheb. Kay y tú, o Baba Abana, podéis ir con ellas. Los dos sabéis de construcción de embarcaciones. Uno de vosotros volverá a su casa mientras que el otro se quedará aquí. Necesito que patrulléis el afluente, incluso en la parte más ancha del río. No se debe permitir que salga o entre ningún ciudadano de la ciudad. Ved qué gente no necesitáis y mandadla a sus aldeas para la siembra de primavera. Os dejo a vosotros dos esa decisión. —Los dos hombres asintieron. Ahmose se levantó para indicar que se había terminado la reunión y todos le imitaron—. Yo tengo que volver a Weset con los medjay —concluyó Ahmose—. Pero me quedaré aquí hasta mediados de Tybi para recibir vuestros informes finales y, por supuesto, dejaré heraldos con cada uno de vosotros de modo que nos podamos comunicar mediante papiros.
«La verdad es que me siento extrañamente renuente a volver —se dijo al verles dispersarse en pequeños grupos, analizando la situación al irse, con una avidez y alivio que eran evidentes en su paso tranquilo—. No quiero llegar a tiempo para el funeral de mi hija. No quiero conocer al nuevo escriba de Aahmes-Nefertari. No quiero oír los grandes trabajos que el príncipe Sebek-Nakht y mi esposa han estado adelantando juntos. La vida en el ejército ha sido recia y simple, y temo volver a la complejidad de mi hogar. ¿O es sólo que temo encontrarme cara a cara con Aahmes-Nefertari, por miedo a que se descontrolen una vez más los sentimientos de celos y posesión que he logrado contener? Tengo la sensación pesarosa de que volveré a un Weset muy distinto al que dejé hace seis meses».
Ramose, que había estado silencioso junto a él, interrumpió sus meditaciones.
—¿Y qué hay de mí, Ahmose? —preguntó con suavidad—. Si me das a elegir, aquí me quedaré, lo sabes.
Haciendo un esfuerzo, Ahmose se volvió hacia él.
—Sí —contestó—. Pero quiero que vuelvas a Khemmenu, donde debes estar. Toma la finca y la gobernación que son tuyas. Si no se levanta antes el sitio, para comienzos de Tot estaré aquí, en el mismo lugar, y tú conmigo. Hasta entonces, ocúpate de tus asuntos y olvida el tesoro manchado que está en Het-Uart.
Habló con una creciente irritación viendo de pronto la constancia de Ramose como algo débil y más bien digno de lástima. Ramose le miró súbitamente.
—Por supuesto que te obedeceré —dijo simplemente—. Creo que te he molestado. Pido disculpas.
Ahmose dejó caer los hombros.
—No, no es por ti —admitió—. A decir verdad, Ramose, yo mismo no tengo deseos de ir al sur a asumir mis responsabilidades. Me he convertido en otro en estos últimos meses. Si pudiera pensar en dedicarme a pescar tranquilo, a pasar las tardes dedicadas al tiro al blanco, una o dos jarras de vino en la cena y luego noches sin ansiedad, quizá no sentiría esta… esta falta de disposición.
Ramose no contestó. Tocó a su amigo en el hombro, hizo una reverencia y se fue.
Ahmose se quedó un largo rato con los pies separados, los brazos cruzados y los ojos puestos en las murallas de la ciudad, que se alzaban hacia el color escarlata de un cielo anochecido. El aire era suave. Suaves vientos soplaban en tomo de él, agitando el borde de su shenti contra los muslos y rozando su mejilla. Entre su tienda aislada y vigilada y aquellas defensas teñidas de rojo se extendía su ejército, con sus integrantes tejiendo ordenadas tramas con la habitual apariencia de caos. Nuevas llamas comenzaron a perforar la creciente oscuridad al encenderse los fogones para cocinar.
«Se ha ido Hent-ta-Hent —pensó Ahmose—, se ha ido Pezedkhu. La pluma de Ma’at se agita y, una vez más, los colores y configuraciones dentro de este dibujo vivo que son mi vida y el destino de Egipto cambian a formas desconocidas a las que debo adecuarme. Y allí está Het-Uart, envuelta en el hosco silencio de una bestia vencida, mortalmente herida, pero que se niega a morir». Se quedó perdido en sus meditaciones hasta que la luz de su tienda iluminó más que la desvanecida fuerza de Ra.