Pasaron seis semanas antes de que Ahmose volviera su carro nuevamente hacia Het-Uart y en ese tiempo el río había comenzado su rápido ascenso hacia el nivel máximo de la inundación, al que llegaría en dos meses más. Se celebró el Nuevo Año el primer día de Tot, y la solemne parafernalia de rituales en los templos y la festividad de un día de celebraciones en todo el país marcaron la aparición en el cielo de la estrella Sopdet.
Ahmose casi no lo advirtió, ya que los soldados de Rethennu no tenían ningún conocimiento de la verdadera religión ni respeto por la necesaria observancia de sus rituales. La lucha en el Delta no se detenía por los dioses ni por los hombres. Ahmose se encontró otra vez en el papel irresoluto y frustrante de guerrero que creyó haber dejado atrás en los años con Kamose y antes, con su padre. Cuando salió de los alrededor de Het-Uart con Ramose, Ankhmahor y los Seguidores, Akhtoy, Ipi y sus ayudantes personales detrás, y Khabekhnet y sus exploradores delante, rápidamente había tomado conciencia de su indefensión. Un contingente de las tropas de la división de Ptah le interceptó cuando estaba a tres días al este de la ciudad y a punto de entrar en una aldea engañosamente pacífica de casuchas pintadas de blanco y umbríos grupos de tamarindos y acacias. El oficial principal atravesó la fila de los Seguidores y llegó junto al carro de Ahmose, mientras sus hombres formaban rápidamente un cordón protector en torno de la comitiva.
—El general Akhethotep me envió a escoltarte a su cuartel general, Majestad —explicó—. Tus exploradores llegaron a la división ayer, pero estamos continuamente en movimiento y el general temía que llegaras demasiado tarde para encontrarle. —Señaló el conjunto de pequeñas casas escondidas a medias entre los árboles—. Nos enfrentamos con los setiu en aquel lugar —dijo—, entrando y saliendo de las viviendas. Pero tuvimos que irnos antes de asegurar toda el área. La división de Khonsu necesitaba nuestro apoyo.
—¿Por qué? —preguntó Ahmose con tono perentorio—. ¿Dónde están? —Al ver la expresión tensa del oficial sintió preocupación por primera vez.
—A un día de marcha siguiendo el Camino de Horus, Majestad —contestó el hombre—. El general Iymery intentaba contener a un gran número de enemigos que se había reunido junto a uno de los lagos. La mayor parte de los combates son pequeños enfrentamientos —continuó, casi disculpándose—, pero aquélla fue una batalla en toda regla para la que Iymery no estaba preparado. Ninguno de los generales esperaba una oposición organizada.
Ahmose recorrió con la mirada las paredes de la aldea iluminadas por el sol, sin verlas. «He volcado todo mi tiempo y energía en el sitio de Het-Uart, mientras la verdadera batalla por Egipto se desarrolla en otra parte —pensó sintiendo una oleada de pánico—. ¿Cómo pude ser tan ciego? Mientras mi boca hablaba de la necesidad de liberar al Delta de las tropas extranjeras, mi mente se concentraba por completo en la imagen desalentadora de las puertas. No escuchaba. ¿Qué imaginaba? ¿Que Kamose había despejado el Delta de una vez por todas? ¿Que de algún modo los extranjeros se disolverían y derretirían en cuanto sus pies hollaran el suelo egipcio? ¿O es simplemente que mi roce con la muerte me ha dejado temeroso de enfrentarme una vez más al sudor y el terror y a la brutalidad del combate cuerpo a cuerpo? Un sitio es relativamente incruento. Es una empresa lenta y predecible. Que me ayude Amón, aún no puedo darme el lujo de quedarme cómodamente llevando a cabo una empresa lenta y predecible. Me he estado engañando». Advirtiendo que sus hombres estaban en silencio y lo miraban inquisitivamente, hizo un gesto.
—Ven y súbete al carro detrás de mí —le ordenó al oficial—. Que tu conductor continúe solo; nosotros le seguiremos. Cuéntame lo que ha estado sucediendo. —El soldado hizo una leve inclinación y se pasó al carro de Ahmose. Éste dio la señal y la tropa se puso en marcha. La aldea adormecida desapareció gradualmente detrás de una confusa maraña de densa vegetación.
Mientras avanzaban en el carro por la llanura anegadiza, aún seca y dura (aunque bordeada por un lado por un pantano lleno de cañas verde oscuro y ruidosos pájaros acuáticos, y por el otro por una huerta reciente, con canales de riego que se cruzaban), el oficial de la división de Ptah habló de la batalla por el control del Delta oriental. Sus palabras eran simples, sus descripciones sin adornos, pero logró dar a Ahmose una imagen vivida y que le helaba la sangre de combates cuerpo a cuerpo entre soldados hundidos en el pantano hasta las rodillas, de emboscadas repentinas en campos llenos de ganado pastando, de masacres en el polvo blanco del mismísimo Camino de Horus.
—Ya no levantamos las tiendas, Majestad —dijo, con un tono informal que le dijo a Ahmose mucho más que sus palabras—. Nos hemos convertido en tropas de asalto, moviéndonos sin rumbo fijo, obligados a adaptamos a cualquier situación que pueda surgir. Por eso mi general me envió a recibirte.
—¿Quién está intentando detener la entrada de tropas de Rethennu por el Camino de Horus? —quiso saber Ahmose. El hombre sonrió sombrío.
—El general Neferseshemptah lo intentó con la división de Anubis —fue su respuesta—. Pero hay nidos de los setiu por todas partes. Aún no ha logrado llegar hasta allí. «Los jefes de Rethennu envían contra nosotros todos los ejércitos que tiene —concluyó Ahmose para sí, al quedarse en silencio el oficial—. Están vaciando sus tierras para sostener a Apepa en su ciudadela, esperando que finalmente nos cansemos y nos desmoralicemos y volvamos a nuestros hogares dejándole el norte. Egipto se ganará o perderá aquí. Y yo he sido demasiado estúpido para advertirlo».
Había previsto pasar en digno cortejo por cada una de sus seis divisiones, una inspección de sus tropas orientales combinada con consultas descansadas a la luz de las lámparas en campamentos ordenados. Lo que encontraba eran hombres preocupados, bajo mucha presión, durmiendo en el suelo con todo el equipo de batalla, con un oído atento a los informes irregulares de sus exploradores y un ojo alerta a la posibilidad de ataques en la madrugada. Los setiu no marchaban en formación. Pasaban en oleadas la Muralla de los Príncipes y luego se separaban en unidades pequeñas y compactas, avanzando rápida y fácilmente entre las lagunas y las ciénagas del Delta, perdidos muchas veces, pero capaces aun así de esconderse e infligir daño a las tropas egipcias más disciplinadas, gracias a su capacidad de maniobra. «Y son tantos —pensó Ahmose, desconsolado al convertirse él mismo en parte del flujo y reflujo de la guerra sin cuartel, evasiva como una sombra—. Las aldeas recuerdan a Kamose, los saqueos e incendios y las muertes. Dan albergue a los setiu como compatriotas y los dioses saben que no quiero volver a arrasar el Delta si no es como último recurso».
Llegaron y se fueron los días de otros dioses. La Fiesta de Uaga, el decimoctavo día de Tot, la Fiesta de la Gran Manifestación de Osiris, el vigésimo segundo, pero correspondían a la realidad pacífica y cotidiana, donde las familias se reunían en el atrio exterior de sus templos locales antes de volver al hogar para celebrar la fiesta con comida y juegos. Para Ahmose fueron simplemente períodos entre el amanecer y la caída del sol, llenos de palabras urgentes de exploradores agitados, deliberaciones apresuradas con oficiales que sabían que lo único que podían hacer era adaptarse a las vicisitudes del momento, y largas y angustiosas marchas a través de un laberinto de lagunas cuya densa vegetación podía ocultar soldados setiu desesperados en cantidades sin límite.
A veces llegaban exploradores de Het-Uart con noticias. A veces no. Arriesgaban sus vidas para traerle nuevas de que nada había cambiado en torno de la ciudad. Ahmose consideró ordenar que se interrumpiera temporalmente el vínculo con sus jefes militares del este, pero decidió no hacerlo. Las circunstancias podían variar muy rápidamente. Pero también admitió que los exploradores que volvían junto a Turi, Sebekh-Khu y Hor-Aha llevaban su presencia. Su temor a una nueva rebelión era irracional, lo sabía, pero estaba demasiado cansado para reprimirlo.
Entonces llegó Paophi, el segundo mes del año, y los llanos anegadizos comenzaron a estrecharse imperceptiblemente. Lejos, al sur, Isis lloraba. A su pesar, Ahmose decidió volver. La lucha allí había disminuido en frecuencia, aunque no en intensidad. Sus soldados comenzaban a dominar el Delta y ahora podían concentrarse en cerrar el Camino de Horus. A tal efecto, ordenó a cuatro divisiones que establecieran un campamento de invierno donde el Camino viraba al noroeste, entre dos grandes masas de agua, y a las otras dos divisiones que continuaran cazando setiu sueltos y aislados por las aguas en ascenso.
Pocos de los miles de soldados extranjeros que marchaban hacia Het-Uart pudieron burlar a los egipcios. Muchos estaban muertos y el resto se escondía en aldeas diseminadas por el Delta o vagaba por las ciénagas. Pero se había pagado un alto precio en bajas y en cansancio. «Tengo que iniciar una rotación de los hombres —pensó Ahmose, al volver por fin al oeste con sus cansados Seguidores y ver el camino serpenteando hacia Het-Uart—. Debo permitirles volver a sus casas y plantar las cosechas, si todo va bien. Es hora de convocar a la flota». Echó una mirada en dirección a Ramose.
—Rogaremos que haya una buena inundación —le dijo.
Ramose sonrió.
—Hoy es la víspera de la fiesta Hapi de Amón —comentó—. Y el resto del mes también está dedicado al dios del Nilo. Deberíamos detenernos y hacer un sacrificio, Ahmose.
«Por supuesto que lo es —pensó Ahmose sorprendido—. Hoy es el decimoséptimo día de Paophi y he estado ausente de Het-Uart sólo seis semanas. Parecen seis años». Asintiendo con un gesto a Ramose se volvió hacia Ankhmahor.
—Continúa —dijo.
Le parecía que nada había cambiado cuando finalmente se bajó entumecido de su carro, junto al familiar campamento al pie de Het-Uart, y los integrantes de su séquito se dispersaron para cumplir sus antiguas tareas. Akhtoy comenzó a lanzar un torrente de órdenes que tendrían como resultado el levantamiento de la tienda real, comida caliente, un camastro con sábanas limpias y un cuenco relleno de granos de incienso junto al sagrario de Amón. El poderoso afluente quizá fluyera un poco más rápido, pero la ciudad seguía asentada como una fortaleza en su amplio montículo, las murallas alzándose en una diagonal ascendente hacia el cielo, como la nube de humo que subía de los muchos fogones en los que se cocinaba, y su vida misteriosa le llegaba en un bajo y constante susurro. Sus soldados aún iban de aquí para allí, los barcos de los medjay se balanceaban suavemente aún en el agua, era como si nunca se hubiese ido. «Excepto por el hecho de que me siento mareado y maltratado», pensó lamentándose. Se quitó el cinto con la vaina de la espada y se lo alcanzó a su criado, se sentó en la silla que Akhtoy había puesto a la sombra de los árboles y le indicó a Khabekhnet, que esperaba pacientemente sus instrucciones, que le escuchara.
—Envía un mensaje a Paheri, a Het-Nefer-Apu —dijo—. Quiero la flota aquí lo antes posible. Pregunta a tus heraldos si ha habido respuesta de la ciudad a los desafíos. Diles a los tres generales y a Hor-Aha que se presenten ante mí después de la comida de la noche. Eso es todo, Khabekhnet.
El jefe de los heraldos se inclinó, alejándose con paso ligero. Ramose también había ido a inspeccionar su tienda. Ipi había desaparecido, pero cuando se alzó la tienda de Ahmose, con un elegante despliegue de la gruesa tela, volvió, con los brazos llenos de rollos de papiro.
—Hay cartas de las reinas Tetisheri y Aahotep, y de tu esposa, Majestad —dijo al acercarse—. También hay una del príncipe Sebek-Nakht. Una de Paheri. Y otra del alcalde de Aabtu.
Ahmose suspiró. Por el rabillo del ojo alcanzó a ver a Makhu llevando uno de los caballos de tiro hacia el agua y a un sirviente del establo detrás con un cepillo en cada mano. Las moscas del invierno, que se multiplicaban siempre al subir el río, formaban una nube negra en torno de la cabeza de la bestia y Makhu las espantaba agitando el brazo. Su sirviente desenrollaba la alfombra que cubría el suelo de su tienda y otro desembalaba las lámparas.
—¿Qué quiere el alcalde de Aabtu? —preguntó.
Ipi dejó su carga en la hierba, seleccionó el rollo pertinente y rompió el sello con la eficiencia que da la práctica. Lo recorrió con la mirada rápidamente.
—Quiere saber si tú, Majestad, podrás estar presente en las representaciones sagradas, que este año están consagradas a Osiris. La mayor parte del mes de Khoiak está dedicado al dios. Son cuatro días de fiesta.
—Aabtu está en la provincia de Abetch y en la jurisdicción del príncipe Ankhmahor —pensó Ahmose en voz alta—. Pero la inundación habrá llegado a su punto más alto durante Khoiak y no puedo predecir lo que eso significará aquí para nosotros. Nunca hemos continuado el sitio a lo largo del invierno. Dile al alcalde que debido a nuestras circunstancias, de las que estoy seguro que está enterado, no puedo comprometerme a estar presente en las representaciones, pero que si es posible enviaré al príncipe Ankhmahor como mi representante. Ahora Sebek-Nukht.
Ipi se inclinó y a Izó otro rollo.
—El príncipe te hace saber que llegó a Weset y que ha evaluado el trabajo que la reina requiere de él. Lo han tratado con la mayor cortesía, ocupa aposentos dentro de tu casa y habla ^^^B diariamente con la reina, a la que llama «la mujer más hermosa e ilustre de Egipto». —Ipi levantó la mirada—. No pide nada, Majestad.
Ahmose sintió que le dominaban los celos pero los resistió. «Sebek-Nakht es tan bien parecido como capaz —pensó—. Está lejos de su hogar, como yo. La ve todos los días. Tienen discusiones íntimas. Que Amón tenga piedad. ¿Qué me pasa?». La cicatriz detrás de su oído le comenzó a picar y la rascó molesto. —El resto puede esperar hasta que tenga tiempo de leer— dijo. —Gracias, Ipi. Tienes que estar preparado para dejar constancia por escrito de mi reunión con los generales esta noche—. «No puedo ir a casa, y menos aún a Aabtu para las representaciones sagradas —pensó sombrío mientras el jefe de escribas recogía los rollos y se alejaba rápidamente—. Si empiezo a permitir estas imaginaciones maliciosas me volveré loco. Aahmes-Nefertari me ama y yo confío por completo en ella. Debo afeitarme a esas dos convicciones y rechazar todo lo demás con firmeza». Pero el dolor fantasmal continuaba en el fondo de su mente, sin más fundamento que su fantasía enfermiza, y no podía eliminarlo.
La flota no arribó hasta finales del mes siguiente y hasta entonces Ahmose pasó el tiempo asegurándose de que no pudieran abrirse los canales de riego que daban a la ciudad. Los grandes canales en torno de los montículos se llenaron lentamente con el agua vital que los ciudadanos de Het-Uart necesitaban tan desesperadamente y que Ahmose estaba decidido a negarles. Situó contingentes de hombres protegidos por los arqueros medjay en cada punto de las murallas donde había marcas de antiguas brechas.
Al principio se oía gente cavando dentro de la ciudad, aflojando el barro duro como piedra, pero allí donde abrían un boquete se encontraban con una lluvia de flechas bien apuntadas y con soldados listos para contener el agua mientras se tapaban nuevamente las aberturas. Ahmose sabía que Apepa ordenaría cavar más pozos y que encontraría agua sin muchos problemas, pero también sabía que no importa cuántos pozos se cavaran, nunca serían suficientes.
El espacio dentro de Het-Uart era muy limitado. La ciudad era un laberinto superpoblado de calles estrechas e hileras de casas diminutas. ¿Dónde había lugar para hacer pozos si sus habitantes se veían forzados a enterrar a sus muertos, e incluso sus bestias de carga, bajo el suelo de las casas? Y suponiendo que se encontrara suficiente agua y que el pueblo formara filas para extraerla, con los muelles destruidos y la ciudad rodeada de tropas egipcias, la rica fertilidad del Delta se le negaba ahora a la gente, no se recibirían bienes. No llegarían frutos de ninguna cosecha al interior de la muralla para llenar los estómagos hambrientos. En el pasado las hostilidades se interrumpían durante la inundación, retomándose en el verano, cuando el Nilo retornaba a su nivel normal y ya se había cosechado. Ésa era la tradición. Pero Ahmose, atento a cualquier cambio en los sonidos que provenían de Het-Uart, al darse cuenta de que cada vez eran más apagados, reflexionó que tal tradición dejaría de serlo. La había rechazado, y al hacerlo, sabía que Het-Uart caería.
La llegada de la flota completó el bloqueo de la ciudad. La rodeaban el agua y las embarcaciones. Miles de soldados patrullaban el estrecho perímetro entre las murallas y la inundación y vigilaban las puertas obstinadamente cerradas. En el montículo norte, donde se encontraba el grueso del ejército setiu, las cosas no iban mejor. En el Delta oriental continuaban luchando, pero los informes que enviaban las divisiones eran alentadores. Por fin se lograba controlar el Camino de Horus, aunque sus tropas estaban demasiado dispersas para intentar recuperar los fuertes que constituían la Muralla de los Príncipes. «Eso vendrá más adelante —pensó Ahmose exaltado—. Por primera vez desde que mi padre se negó a cumplir la demanda insultante de Apepa de matar a los hipopótamos de las ciénagas de Weset puedo oler la victoria, y el aroma es dulce».
El recuerdo de los hipopótamos le hizo pensar en Tani. Se había preguntado, al alargarse el invierno, si por fin habría un mensaje suyo o de Apepa, si no la rendición, quizá una petición de clemencia por parte de los ciudadanos, una petición de reunión. Pero el palacio de Het-Uart se mantenía mudo, ya fuera por su situación deshonrosa o por su obcecación, y al pasar los días sin novedad, su propio silencio llevó a que se multiplicaran los recuerdos de Ahmose.
Empezó a compartirlos con Ramose en las largas noches cuyas horas de oscuridad sólo eran perturbadas por el pregón de los heraldos y los suspiros de la ciudad. Los dos hombres se sentaban alumbrados por las lámparas de Ahmose, vino en mano, y hablaban de Tani y de Kamose y de los agónicos años transcurridos. Era un modo de purificación, una descarga para Ramose y para Ahmose, un momento en el que podían olvidar que un dios-rey no puede acercarse mucho a otro ser humano. Nuevamente era un príncipe con amigos con quienes pescar y luchar, con una hermana a quien amar y proteger y un hermano que le intrigaba a la vez que le inspiraba admiración.
—Es como si Tani se hubiese convertido en piedra detrás de esas paredes —comentó Ramose una noche—. Durante semanas he estado esperando que nos tiraran un mensaje suyo desde la muralla, aunque no fuera más que una petición de agua y comida. Debe de saber que estamos aquí. Si quisiera podría subirse a la muralla y gritarnos. Puede estar muerta o enferma, pero no lo creo. Creo que mi alma lo sabría si así fuera. —Miró a Ahmose en guardia, pero éste no se burló de él—. Esta noche se oye un lamento que viene de la ciudad —continuó—. ¿Lo habías oído antes, Ahmose?
—Sí —contestó Ahmose serio—. Es posible que comiencen a enfermar. Si es así, entonces es muy posible que recibamos un mensaje de Apepa. Pero no creo que nos facilite tanto las cosas. —Se inclinó—. Considero que sus pares, los príncipes de Rethennu, le han exigido que resista a cualquier precio. Saben que si cae Het-Uart nunca podrán volver a poner un pie en Egipto. Perderán toda su riqueza. El oro, el grano, el papiro, todo. Diezman sus ejércitos en este conflicto de manera alarmante. No esperan menos de su hermano. —Hubo un silencio durante el cual bebió a sorbos su vino, frunció los labios, y dejó su copa cuidadosamente en la mesa. «Estoy un poco borracho— pensó sorprendido. —Pero es bueno distanciarse de uno mismo».
—Y tú no esperas menos de tus divisiones —replicó Ramose—. Pero cuando llegue Mekhir tendrás que enviar a algunos hombres a sus hogares para la siembra, Ahmose. Ya hay quejas en las filas.
—Lo sé —dijo Ahmose con firmeza—. Es lo que pienso hacer. Y yo mismo deseo volver, Ramose. Sueño que ya estoy allí, pero el jardín y la silueta de la casa están entre la bruma y, aunque oigo la voz de Aahmes-Nefertari llamándome, no puedo verla. Quiero que termine esta guerra de rescate. —Habló con una amargura repentina y que no era común en él. Ramose lo miró, sorprendido por la intensidad de sus palabras.
—Has hecho por alcanzar la meta más de lo que pudo tu hermano —dijo simplemente.
Ahmose no contestó. La lámpara chisporroteaba y al extender la mano para apagarla, la llama se consumió sola.
Khoiak llegó con una lluvia leve, no desconocida en el Delta, y un cielo lleno de nubes largas, con rebordes grises, empujadas por un viento fuerte. Los medjay se refugiaron donde pudieron, sacudiéndose las gotas de humedad del pelo y agrupándose molestos como bandadas de pájaros empapados, pero los egipcios se quedaban con los rostros alzados y los ojos cerrados, disfrutando de la inesperada llovizna. Después el suelo despedía vapor. Los mosquitos hambrientos se unieron a los ejércitos de moscas que ya atormentaban las pieles desnudas en la creciente humedad. La inundación había llegado a su punto más alto, convirtiendo Egipto en un lago vasto y plácido, bajo cuyas aguas se asentaba el nuevo sedimento en la tierra consumida. La propia Het-Uart era una isla rodeada de agua y del no menos obstinado ejército egipcio.
Sin embargo, para Ahmose, que se quedaba al borde del afluente y miraba la ciudad cuando terminaba la rutina de sus tareas diarias, la atmósfera estaba cargada de suspense. Era como si lejos, en el desierto, se estuviera formando una tormenta y la fuerte expectación que sentía fuera generada por el poder que acumulaban allí los elementos. Agitando su espantamoscas distraído, meditaba, apenas consciente de la actividad ordenada que transcurría constantemente a su alrededor, dejando que sus ojos recorrieran las impresionantes defensas de Het-Uart. Comenzaba a sentirse cada vez más frustrado, a veces incluso descorazonado, por la inercia de su situación, pero tenía la certeza de que aquella especie de callejón sin salida estaba a punto de abrirse. Era una sensación que estaba en el aire sofocante, en la inundación que lamía sus pies, que se filtraba en las acciones de los hombres, en sus voces.
Sabía que pronto tendría que cambiar a sus hombres. Para fin del mes siguiente el Nilo habría vuelto a su cauce y la tierra estaría esperando la semilla. Ankhmahor había vuelto a Aabtu para estar presente en las fiestas de Osiris, dejando a su hijo al mando de la guardia personal del rey. Ahmose se preguntó si Apepa tendría el mismo presentimiento. Ponderó el estado de ánimo de su enemigo, viéndole recorrer los límites de su ciudadela, dominado por una premonición que no sabía compartida.
Una mañana, antes del amanecer, le despertó una oleada de angustia que no sentía desde que Kamose devastó Dashlut. Sentado en la oscuridad, con el corazón acelerado, se disponía a llamar a Akhtoy cuando la luz se movió fuera de la tienda y oyó la voz de Ramose dirigiéndose al soldado que montaba guardia. Bajó los pies a la alfombra y tanteó en busca de un shenti, pero entonces se quedó quieto aspirando el aire. Olió un hedor dulzón que parecía alimentar la tristeza que le había despertado y lo reconoció inmediatamente. «No le presté atención cuando invadió mi olfato durante el día —pensó mientras se envolvía con la falda—. Pero ahora debe de haber comenzado mientras dormía. Dashlut. Nunca olvidaré la primera vez que oh la carne humana quemada». Tras calzarse un par de sandalias, fue hasta la tela que cubría la entrada y la alzó con cautela.
Su guardia saludó y Ramose hizo una reverencia, el rostro pálido y en sombras.
—Lo huelo —dijo Ahmose—. Aquí el hedor es muy fuerte. ¿De dónde viene?
—De la ciudad —contestó Ramose—. Se puede ver un resplandor apagado por encima de las murallas y cuando se levante el sol creo que veremos una nube de humo negro. Están quemando cadáveres.
Ahmose le cogió del brazo y juntos fueron hasta el afluente que estaba inmóvil, de un negro brillante, y se volvieron hada Het-Uart. Las murallas se veían oscuras contra el fondo de un cielo un poco más claro, pero las estrellas, generalmente visibles por encima de ellos, estaban eclipsadas por un reborde anaranjado. Ahmose tuvo un escalofrío. Notaba la tierra fría a través de sus sandalias de junco y el aire de la hora anterior al amanecer era fresco.
Los dos hombres observaron durante un tiempo. Y entonces Ahmose dijo:
—¿Qué crees que está sucediendo, Ramose?
—Creo que hay gente muñéndose —contestó Ramose—. Es inevitable que la escasez de agua dé por resultado enfermedades, particularmente en un lugar como éste. Además, no hay comida fresca, sólo el puñado de grano que los ciudadanos pueden cultivar en las terrazas de sus casas. Los pobres, los campesinos y los comerciantes que estaban de visita en Het-Uart y que quedaron atrapados dentro cuando comenzó el sitio, los niños; éstos son los que morirán primero. Las reservas de Apepa están limitadas por el espacio disponible. Se están agotando. Él y sus nobles no sufrirán, pero me apenan los habitantes sin recursos.
—Hubiera sido mejor para ellos lanzar los cuerpos por encima de la muralla para que nosotros carguemos con el trabajo de enterrarlos —intervino una voz grave, y Ahmose se volvió y se encontró a Hor-Aha junto a él y a Paheri y Kay Abana detrás—. Así hubieran ahorrado combustible y reducido la rápida extensión de la enfermedad. El alcalde no es un hombre inteligente.
—Quizá Apepa no quiere que sepamos las penurias que están sufriendo —sugirió Paheri—. Ese fuego puede representar tanto cien cuerpos como mil. ¡Cómo hieden! —«Oh, Tani», pensó Ahmose con desesperación. «¿Cuánto de la agonía de la ciudad puedes oír y ver? ¿Dormiste anoche con ese olor putrefacto entrando en tus aposentos? ¿Te ensordecen los gritos y lamentos que no llegan hasta aquí? ¿O estás fuertemente protegida por el lujoso capullo de Apepa, en sus brazos, sin remordimiento? ¿Le hablas contra este horror o se ha endurecido tu corazón?».
—Pon la flota en alerta máxima Paheri —dijo con voz ronca—. Y tú, Hor-Aha, no permitas que los medjay dejen los barcos. Khabekhnet, ¿estás ahí? —El jefe de los heraldos salió de entre las sombras—. Di al general Khety que esté atento a la aparición de arqueros en la muralla del montículo del norte. Debe prepararse para luchar. Los generales Turi y Sebek-Khu también deben desplegar sus divisiones como si las puertas estuvieran a punto de abrirse.
—¿Esperas eso, Majestad? —preguntó Kay esperanzado—. Entonces pido autorización a Tu Majestad para anclar el Norte frente a las puertas que llevan a la ciudadela de Apepa. —Ahmose estaba demasiado perturbado para sonreír.
—Tus superiores decidirán dónde se debe situar al Norte —dijo—. En cuanto a lo que espero, sólo puedo creer que estamos viendo el comienzo del desmoronamiento de Apepa y, por tanto, debemos estar preparados para cualquier cosa que pueda hacer. —Se encogió de hombros—. Es improbable que se rinda. Ramose, haz que traigan mi carro cuando estés listo. —Haciendo reverencias se dispersaron, y él volvió a su tienda cubriéndose la nariz con una mano. Le pareció que el humo de la ciudad terna un olor más penetrante que el de los soldados setiu que habían sido quemados dos meses antes. Su imaginación magnificaba su sentido del olfato, lo sabía, pero no pudo controlar la repulsión.
Él, sus generales y todas sus huestes esperaron en un estado de disposición para la batalla y de tensa expectación, mientras noche tras noche el resplandor cambiante de aquel fuego macabro reemplazaba al rosa menguante del atardecer y ocultaba las estrellas. En algunos momentos se reducía a unas cuantas llamaradas intermitentes, pero no se apagaba por completo y su hedor impregnaba el cabello, la ropa y la comida, de modo que los egipcios vestían, respiraban y comían aquel testimonio de muerte.
Pasaron dos semanas y terminó Khoiak. El nivel de agua en el afluente y en los canales en torno de la ciudad comenzó a descender. El primer día de Tybi el resto de Egipto, la tierra sana, limpia y llena de Ma’at bendecida por los dioses, celebró la fiesta de la coronación de Horas. Ahmose ya no consideraba el Delta como parte de aquel país privilegiado. Era una aberración, un lugar sin nombre, donde estaba condenado a vivir en una continua niebla gris y tratar de enfrentarse a un enemigo que no mostraba el rostro.
Las tropas compartían su creciente preocupación. Lo veía cada vez más en los ojos que se volvían hacia él, mientras iba por el campamento, y lo oía en el tono de los oficiales al reunirse con él cada mañana para recibir sus órdenes. «¿Qué haré si Apepa no hace nada? —se preguntó en las interminables horas de oscuridad, cuando el sueño era un recuerdo—. ¿Cuánto tiempo puede soportar el sufrimiento de su pueblo? ¿Es tan obcecado? ¿Qué haré cuando el afluente vuelva a su nivel del verano y las acequias al este de los montículos se sequen y me vea obligado a retirar la flota?».
No tenía respuesta, ningún sueño en el que aparecieran su padre o su hermano con palabras sabias, ninguna imagen de Amón sosteniendo los símbolos de la victoria para ser interpretados por un hijo agradecido. Recordó con envidia a la mujer que había dominado los pensamientos de Kamose y que finalmente se adueñó de su corazón, con visiones tan oportunas que le habían permitido lograr tantas cosas. «¿Fue Kamose menos inteligente, menos astuto que yo, que lo favoreciste tanto? —le preguntó al dios, arrodillado delante del altar en su tienda—. ¿O le valorabas más por su obsesión absoluta? Y, sin embargo, es a mí a quien has nombrado rey. Óyeme, gran Amón. No quiero premios. Ni siquiera quiero una visión. Dame esta ciudad, éste es el premio por el que murió mi hermano. Dámela y dime cuál es el precio, porque estoy cansado y he llegado a un lugar del que no hay salida salvo retrocediendo».
Esperó, pero el silencio no se quebró y la fina columna de incienso subía desde su mano extendida sin que la perturbara ninguna ráfaga de viento fantasmal. Al fin se alzó, postrándose antes de cerrar las puertas del altar, y salió de la tienda para vaciar el quemador de incienso. Het-Uart aún tenía aquel resplandor. El aire seguía hediendo. Dando las buenas noches a los Seguidores, Ahmose se retiró a su tienda. Oía los ruidos suaves e inocuos del exterior mientras en su mente daban vueltas las alternativas, cada una más absurda que la anterior y, por más esfuerzos que hiciera, no podía dejar de pensar.
Pero de pronto le despertó por completo un sonido que no había oído en mucho tiempo. Su cuerpo respondió; salió a trompicones de la tienda y, una vez fuera, reconoció el estrépito de las trompas. El sol asomaba por el horizonte y el aire fresco estaba lleno de motas de polvo que brillaban en la luz. Los pájaros se amontonaban en el agua, alimentándose ruidosos, y la superficie del agua se cubría de pequeñas ondas circulares al subir los peces para atrapar las nubes de mosquitos recién nacidos. Los árboles brillaban cubiertos de rocío. Ahmose no percibió nada de esto, porque la música aguda y sin melodía llegaba de la ciudad, y los egipcios corrían de aquí para allá como si hubieran lanzado una piedra en un hormiguero. Ahmose sintió que el corazón le daba un vuelco y luego una palpitación dolorosa en el pecho.
—¡Khabekhnet! —gritó—. ¿Dónde estás?
—Aquí, Majestad —fue la agitada respuesta. Corría hacia Ahmose, ajustándose el shenti y llevando una sandalia todavía en la mano. Tropezando trató de hacer una reverencia, haciendo equilibrio en un pie e intentando calzarse la sandalia en el otro.
—Corre a buscar a Makhu. Quiero mi carro de inmediato. Tú también necesitarás uno. Envía tus heraldos a los generales. Quiero informes. Quiero a Ramose. Díselo, pero hazlo después de todo lo demás. —El heraldo viró sobre sus talones y se alejó. Ahmose se volvió hacia Harkhuf, el hijo de Ankhmahor, a cargo temporalmente de los Seguidores. Él también estaba vestido a medias, pero sostenía el cinto con la espada. Llevaba el arco y el carcaj colgados de un hombro desnudo—. Reúne a los Seguidores, Harkhuf —le dijo Ahmose—. Que carguen todas sus armas. Voy a acercarme un poco a la ciudad, pero no te preocupes. Tráelos cuando estén listos.
El joven titubeó, con una mirada de duda.
—Majestad, mi padre… no creo…
—Harás las cosas bien —le dijo Ahmose con firmeza—. Tu padre te entrenó y yo aprobé que tú fueras su sustituto mientras se encuentra en Aabtu. Tú me protegerás. Ahora ve. —Harkhuf se mordió el labio y asintió. Ahmose avanzó, queriendo correr por la orilla del afluente en dirección al alboroto, pero forzándose a mantenerse erguido y caminar con calma. Nadie debía sospechar que el rey pudiera sentirse agitado.
Alguien le alcanzó corriendo, y se detuvo para encontrarse con Akhtoy cargado de varios objetos. Con impaciencia le indicó a su mayordomo que se fuera pero éste se mantuvo firme.
—Discúlpame, Majestad, pero tienes tiempo para esto —dijo obstinado—. Los Seguidores no están listos y tu carro aún no ha llegado. Le alcanzó a Ahmose un plato pequeño con queso blanco y dátiles frescos, y una copa de cerveza. De inmediato Ahmose se dio cuenta del hambre que tenía. Gruñendo su agradecimiento, bebió rápidamente y empezó a engullir la comida. Cuando terminó, Akhtoy se llevó el plato, diciendo: —Majestad, no puedes pelear con el estómago vacío. Ni con el gorro de dormir puesto y sin ninguna insignia que las tropas puedan reconocer—. La mano de Ahmose fue a la cabeza y se rió, quitándose el gorro. Ahkhtoy le alcanzó el gran pectoral, con el oro brillando a luz y el lapislázuli y las turquesas con un brillo más apagado, y Ahmose se lo colocó.
Al notar su peso contra el pecho desnudo, ya no se sintió consternado. A continuación Akhtoy le alcanzó un casco de lino almidonado con franjas blancas y azules. El borde era dorado y en la frente llevaba el buitre de Nekhbet. Ahmose se lo puso en la cabeza rapada y alargó los brazos para que el mayordomo pudiera colocarle en las muñecas los brazaletes dorados de jefe militar supremo. Akhtoy no había olvidado el cinto con la espada y la daga. Ahmose se lo ajustó sonriendo y mirando a Akhtoy a los ojos.
—Gracias —dijo simplemente. Con el rabillo del ojo divisó los radios de un carro en movimiento destellando al sol. Akhtoy hizo señas.
—Viene tu carro y los Seguidores están detrás de ti, Majestad —dijo—. Que Amón nos dé la victoria. —Se fue discretamente. El carro se detuvo, Makhu llevaba las riendas y Harkhuf y sus hombres se acercaron corriendo. Ahmose se alzó hasta el suelo del vehículo.
—Creo que no hay prisa —dijo—. Harkhuf, que tus hombres vayan a cada lado del carro y se muevan conmigo. Makhu, vamos.
La voz metálica de las trompetas se había acallado, e incluso el rugido de los miles de soldados egipcios moviéndose en la llanura parecía apagado. El sol ya estaba en lo alto. Una brisa sostenida agitaba la nube de humo gris omnipresente que se alzaba sobre Het-Uart y, bajo su sombra, Ahmose veía a cientos de figuras que iban ocupando lo alto de la muralla. Miró a la izquierda y lo que vio le dio confianza. Los medjay ya ocupaban la cubierta de sus barcos, los arcos listos, y en el momento mismo que los vio un bosque de flechas salió hacia arriba, las puntas destellando al sol antes de iniciar su mortífero descenso. Ahmose tenía plena confianza en la habilidad de los medjay. Sabía que no caería ningún proyectil sobre sus hombres apiñados al pie de las murallas.
Pero los setiu ya habían aprendido una dolorosa lección. Ahora se mantenían inclinados o agachados y sólo se alzaban para lanzar sus flechas, de modo que presentaban a los medjay un blanco menos visible. Algunos, incluso, estaban tumbados boca abajo, sosteniendo los arcos de lado, en el borde exterior de la muralla. Makhu resopló.
—¡Qué idiotas! —dijo con desprecio—. Traen a Egipto los arcos más poderosos y precisos que han sido inventados, pero los usan de modo tan torpe que uno podría imaginarse que esas armas se las dimos nosotros. Por supuesto que les hemos superado en habilidad.
—Se rasparán el lado interno del brazo y los protectores de cuero que llevan en los brazos desviarán sus flechas —murmuró Ahmose—. Los que están de rodillas sin duda se las despellejarán. Es. imposible usar el arco tumbados en el suelo. Al menos corren el riesgo de que se les caigan las flechas. Tienen miedo de estar de pie.
—Yo también tendría miedo de exponerme a los medjay, Majestad —reconoció Makhu—. Aquí viene Ramose, majestad.
A una señal de Ahmose, Ramose se subió junto a él. Transpiraba y le faltaba el aliento.
—No podía dormir, así que me levanté y recorrí el perímetro de la ciudad con los heraldos —explicó ante la mirada inquisitiva de Ahmose—. Dejé a uno de ellos al otro lado del montículo y hablaba con uno de los centinelas cuando salía él sol. Entonces sonaron las trompetas y corrí hasta aquí.
—¿Qué viste? —quiso saber Ahmose.
—No mucho —contestó Ramose—. El humo. Los arqueros qué ocupaban las murallas; Nuestras tiendas que quedaban vacías. Los hombres corriendo a los puestos asignados. Hay orden en ese caos.
—No esperaba menos. —Ahmose deliberó consigo mismo por un momento, los ojos puestos en la turbulenta escena delante de él—. ¿Qué espera lograr Apepa? —se preguntó en voz alta—. ¿Es esto simplemente un ejercicio sin sentido, un gesto de: orgullo, o qué?
De pronto se alzó una exclamación que crecía, mezclada con aullidos enloquecidos que le pusieron a Ahmose la piel de gallina. Ramose, en un paroxismo de excitación, se agarró con ambas manos de los lados del carro.
—¡Se abre la puerta del este! —gritó—. ¡Mira, Ahmose! ¡No lo puedo creer!
Tampoco Ahmose podía creerlo. Con una especie de incredulidad aturdida, observó que las puertas macizas comenzaban a girar hacia dentro. Se inclinó para gritarle a Makhu que se acercara, pero éste ya había tensado las riendas y los caballos comenzaban a correr, con los Seguidores a cada lado.
—¡Están saliendo los setiu! ¡Míralos! ¡Míralos! —Ramose gritaba contra el viento que pasaba junto a los oídos de Ahmose que, con los ojos entornados, los pies separados, inclinado sobre el carro, sintió una oleada de pura felicidad mezclada con puro terror. Makhu se detuvo cuando otro carro llegó a la carrera junto a ellos. Era Khabekhnet. Saltó al suelo y llegó corriendo hasta ellos.
—He colocado un heraldo junto a cada general, majestad —exclamó—. Dame tus órdenes.
—Necesito saber si las puertas del montículo norte también se han abierto —dijo Ahmose—. Si están saliendo más tropas. Dile al general Khety que si es así, quiero que los aplaste y que ocupe el montículo norte a cualquier precio. A cualquier precio. Si necesita refuerzos tiene mi permiso para pedirlos a Sebekh-Khu o a Turi. Dile a Paheri que le apoye con la flota. Los medjay tienen el control del borde occidental de Het-Uart y, por lo tanto, pueden ayudar en la batalla por la puerta occidental.
Khabekhnet saludó y su carro se fue envuelto en una nube de polvo.
—¿Por qué el parapeto del norte? —quiso saber Ramose.
—Porque allí prácticamente sólo hay soldados setiu —contestó Ahmose—. Hay muy pocos ciudadanos. Si podemos dominarles y matarles, habremos derrotado a Apepa. El Delta oriental está cayendo rápidamente en nuestras manos. Piensa; Ramose. Todo lo que le quedará será la ciudad. Acabar con las tropas es más importante que tomar la ciudad. —En cuanto las palabras salieron de su boca supo que su decisión de concentrar los esfuerzos de su ejército en el este había sido acertada. Kamose hubiera estado en desacuerdo. Para Kamose esta guerra era una cuestión personal y el único rostro enemigo que veía era el de Apepa. Echar a los setiu significaba meterse en Het-Uart y aplastar a Apepa. Todas las campañas de Kamose no habían sido otra cosa que abrirse camino hacia la puerta del palacio de Apepa. «Su juicio era errado— pensó Ahmose con tristeza. —Nunca hubiera tomado la ciudad. Yo también deseo ver a Apepa de rodillas ante mí, pero puedo esperar».
—El montículo del norte sólo tiene dos puertas —aportó Makhu—. Una hacia el Camino de Horus y otra al oeste, mirando hacia el afluente. Déjame que te lleve a la sombra, Majestad. Será un día largo y caluroso.
Ramose se bajó del carro.
—Con tu permiso, Majestad, quisiera sumarme a la lucha —dijo—. Si las puertas de la entrada real también están abiertas quiero estar allí. Puedo serle de utilidad al general Turi.
Ahmose le miró desde arriba. «Sé por qué quieres estar ahí —pensó—. No quiero perderte, pero tampoco puedo negarme». Asintió bruscamente.
—No te dejes matar —dijo—. No tengo tiempo para encontrar otro gobernador para Khemmenu y la provincia de Un. —A Makhu le dijo—: Muy bien. Llévame a esos árboles. No es un buen punto de observación, pero servirá hasta que los heraldos me den una visión más clara de lo que sucede.
Ya bajo las ramas cargadas de hojas de un gran sicómoro, Ahmose se sentó en el suelo del carro de cara a la ciudad y los Seguidores lo rodearon. Podía ver el estandarte del general Baqet en un mar de cuerpos en movimiento, los soldados de la división de Tot ya luchando cuerpo a cuerpo con las hordas que salían de la puerta occidental. Al sudeste sólo alcanzaba a entrever la retaguardia de la división de Montu, extendida en una poderosa curva para mezclarse con el límite de la división de Baqet. Había otra puerta, oculta a los ojos de Ahmose. Aún no sabía si estaba abierta o cerrada. Se obligó a relajar la tensión que dominaba su cuerpo, abriendo los puños apretados contra los muslos, aflojando los músculos de la mandíbula. No serviría de nada meterse en el combate o caminar de un lado a otro. Cuando el sol estuvo mucho más alto en el cielo y Ahmose juzgó que sería aproximadamente media mañana, los carros de los heraldos comenzaron a dibujar sus huellas en la tierra apisonada para llegar junto a él. El primero lo enviaba Sebek-Khu.
—La división de Montu está en plena batalla, fuera de la puerta sudeste. Majestad —dijo el hombre—. La puerta se abrió, pero ahora está cerrada. El general Sebek-Khu ha enviado mil soldados para ayudar al general Khety en el montículo norte.
—¿Sebek-Khu está seguro de que puede resistir?
—Sí, Majestad. Pero necesita a los medjay. Pierde hombres por los arqueros de las murallas.
—Ordena al general Hor-Aha que re coloque dos de sus barcas. Tráeme noticias a medida que cambie la situación.
El informe de la división de Tot era similar.
—La puerta occidental se cerró en cuanto salió el ejército setiu —le dijo el heraldo a Ahmose—. Se han desplegado entre el perímetro exterior de la muralla y nuestros soldados. Intentan empujarnos al afluente. El general Baqet está muy apurado, aunque cuenta con la generosa ayuda del general Paheri. Los barcos ven sus maniobras dificultadas por los restos del derribo de los muelles que quedan bajo la superficie del río y que son peligrosos.
—¿Qué pasa con los medjay?
—Se mantienen en sus posiciones frente a la puerta occidental y obligan a los arqueros en la muralla a mantenerse agachados.
—¿El general Baqet pide refuerzos?
El heraldo negó con la cabeza.
—Los refuerzos no servirían de nada —dijo—. No hay espacio para ellos. Sólo reducirían la capacidad de maniobra de la división. El general setiu Pezedkhu mantiene un gran contingente de soldados con él. El general Baqet piensa que intentará abrir una brecha en nuestras tropas para llegar hasta el agua.
Ahmose se puso de pie y de cara al heraldo.
—¿Pezedkhu? ¿El general ha dejado el resguardo de la ciudad?
—Sí, majestad. Sus tropas son una isla de disciplina en un mar de desorden. El general Baqet piensa que su objetivo es distraer a los medjay y, si es posible, empezar a acosar a nuestras tropas desde atrás para que queden atrapadas entre dos tropas hostiles.
«Y puede llegar a tener éxito, viendo que no puedo ayudar al general Baqet», pensó Ahmose furioso.
—Quiero noticias de la puerta de la entrada real, pero más que nada de Khety. ¿Qué sucede al norte? Si Baqet empieza a perder terreno tráeme noticias de inmediato. —Empezó a pasearse, con los dedos de ambas manos enlazados a sus espaldas, la cabeza inclinada, sin advertir el calor del mediodía. «Pezedkhu ha salido. Enfrenta tu temor, Ahmose, cobarde. Recuerda que no puede ganar más que una batalla. La guerra es tuya. Tu impulso es correr a la puerta occidental y observarle, llenarte de su imagen, permitir que los recuerdos te dejen impotente. Pero Khety y sólo Khety te dará la victoria o verás este día terminar con el dolor de un callejón sin salida muy familiar». Pero no pudo sacudirse el terror que le dominaba. Lo conocía bien. Pezedkhu. Cuando llegó, el informe de la puerta de la entrada real fue breve.
—La puerta no se abrió —le dijo el heraldo a Ahmose—. Y en la muralla no hay arqueros. Los generales Kagemni y Turi requieren urgentemente tu decisión respecto a la colocación de las divisiones de Ra y Amón, Majestad. Decidieron trasladar sus tropas de la puerta de la entrada real a la puerta oriental. Los canales allí son mucho menos profundos que en el oeste y el agua no les llega más arriba de las rodillas. No saben si esa puerta se abrió, dado que no hay arqueros ni soldados setiu de ese lado del montículo principal.
—Espera conmigo —ordenó Ahmose—. Decidiré cuando tenga noticias de la división de Horas.
Por fin llegó el heraldo enviado por Khety. Estaba sucio de barro y renqueaba. Tenía una herida sangrante en la pantorrilla. Saludó agotado.
—Las dos puertas del montículo norte se han mantenido abiertas, Majestad —dijo sin preámbulos—. Siguen saliendo extranjeros por allí y las murallas están cubiertas de arqueros. La lucha es dura y sin cuartel. El general Khety a duras penas mantiene su posición, incluso con la ayuda del general Sebek-Khu. Necesita más hombres y necesita a los medjay.
Ahmose habló directamente al heraldo de la división de Ra:
—Los generales Kagemni y Turi deben llevar sus divisiones completas para apoyar al general Khety —exclamó—. Ve de inmediato. —Se volvió. Como jefe de heraldos era deber de Khabekhnet quedarse junto a Ahmose una vez dadas las órdenes a sus subordinados, y fue a él a quien habló Ahmose, pensando en voz alta.
—Tengo cinco mil medjay en cuarenta barcas —dijo lentamente—. Dos de ellas, es decir, doscientos cincuenta hombres, han ido a apoyar a Sebek-Khu. No puedo dejar a Baqet enteramente a merced de los arqueros setiu. Le dejaré ocho barcas. Dile al general Hor-Aha que lleve las restantes treinta barcas inmediatamente, que rodeen el montículo del norte y bajen a los hombres de las murallas. Debe mandarlos personalmente. Si el nivel de agua del canal del este, junto a la puerta que da al Camino de Horas, ha bajado mucho, los medjay deben desembarcar y lanzar sus flechas desde la orilla. Cuando hayas transmitido el mensaje, busca a Kay Abana. Si el Norte está cerca quiero subir a bordo.
«De modo que ahora las piezas del juego están en su lugar», pensó, mientras veía alejarse el carro de Khabekhnet, rodando hacia la reluciente banda de agua. «No puedo hacer otra cosa ahora que rezar». De pronto cobró conciencia de que estaba muy sediento y, yendo a la sombra del sicómoro, le hizo señas a Harkhuf.
—Que alguien vaya a pedirle a Akhtoy que envíe comida y bebida para todos —ordenó—. Los Seguidores pueden descansar un rato. —Se reclinó en la hierba junto a los caballos pacientes, aún enganchados al carro, y la guardia hizo lo mismo, dejando las armas en el suelo y hablando quedamente entre ellos.
—Majestad, si vas a embarcar, quisiera desenganchar y dar de comer y beber a los caballos —dijo Makhu. Había estado de pie junto al vehículo desde que lo detuvo y se quedó con las riendas en las manos. Ahmose lo miró sorprendido.
—Me olvidé de ti, príncipe —dijo en tono de disculpa—. Llévate los caballos, pero envía a Mesehti con otros de refresco. Puede ser que enseguida necesite el carro nuevamente. —Le dominó una curiosa paz. Sabía que no duraría, pero observó a Makhu soltar las correas del carro con un calmado abandono. El hombre hablaba a sus caballos suavemente, las manos acariciando seguras las caras y los cuellos, y éstos respondían con pequeños relinchos de aprecio. «No he juzgado mal a Makhu o Mesehti— pensó. —Pero tampoco debo olvidar que son príncipes de un alto linaje. Aceptan que se hiera su orgullo con una gracia que me agrada. Quizá pronto pueda ablandarme y ofrecer algún bálsamo a su dignidad». Pero no podía evitar poner a prueba a Makhu.
—Quédate y come conmigo antes de irte —ofreció.
Makhu negó con la cabeza.
—Gracias, Majestad, pero no —contestó—. Estos animales no entenderían la demora. —Se fue bajo la deslumbrante luz del mediodía, caminando entre los caballos, cuyas cabezas se volvían una y otra vez hacia él. Ahmose se preguntó si trataba a su esposa con la misma ternura.
Akhtoy y una multitud de sirvientes arribaron extendiendo telas y desparramando almohadones, y ofrecieron una comida fría a Ahmose y a los Seguidores. Había vino de granada y cerveza de centeno, pero Ahmose bebió agua copiosamente y sus guardias siguieron su ejemplo. Hacia el final de la comida comenzaron a volver los heraldos y, una vez más, Ahmose tomó conciencia del ruido de la batalla, que era tan constante e invariable que sus oídos se habían acostumbrado. El sol comenzaba su descenso y las sombras de la tarde se alargaban. No había noticias. Tanto los soldados egipcios como los setiu se estaban cansando. Los arqueros medjay se habían quedado sin flechas. Khety estaba logrando una creciente ventaja, gracias al flujo de hombres de Kagemni y Turi, pero los informes del lado occidental de la ciudad eran confusos. Hasta que Khabekhnet llegó, descendió de su carro y saludó, Ahmose no oyó algo inteligible.
El Norte está empeñado en dura pelea junto a la puerta occidental —dijo Khabekhnet—. No pude acercarme. Pero el Vivir en Ptah no está lejos y su capitán se sentirá honrado de tenerte a bordo, Majestad.
Ahmose le tendió un jarro con agua y Khabekhnet bebió a grandes sorbos convulsivos.
—¿Qué hay de Pezedkhu? —preguntó Ahmose con voz gruesa.
Khabekhnet colocó el recipiente en el suelo, a sus pies.
—El general setiu ha ampliado el área que domina entre las puertas y el afluente —dijo—. Sus hombres ahora miran al norte y al sur y dividen las tropas del general Baqet. Los medjay no son de ayuda, Majestad. Lanzaron todas sus flechas y como apuntaban a la muralla no pueden recuperar ninguna.
Hay gran matanza en la tierra entre el afluente y la muralla. Es casi imposible saber si se imponen los hombres de Sebekh-Khu o los de Pezedkhu.
—Viene el príncipe Mesehti con tus caballos, Majestad —le interrumpió Harkhuf en voz queda. Ahmose asintió.
—Puede engancharlos al carro y llevarme hasta el río —dijo—. Es hora de ver por mí mismo qué sucede y que mis soldados me vean. Harkhuf, que formen los Seguidores. Khabekhnet, debes interceptar a tus heraldos cuando me estén buscando. Estaré en el Vivir en Ptah.
No era largo el trecho a recorrer hasta el barco que le esperaba con la rampa bajada, pero una vez que Ahmose salió a campo abierto el ruido de la batalla aumentó. Se oían gritos y maldiciones por encima del jadeo, de las pisadas y del intercambio de golpes de hacha y espada de miles de hombres, lo cual formaba una melodía estruendosa. Nubes de polvo ocultaban porciones del conflicto y Ahmose olió en el viento el acre olor del sudor y de la sangre caliente derramada.
Los Seguidores se adelantaron cuando él dejó el carro y subió aceleradamente la rampa, recibido por el capitán.
—Soy tu sirviente Qar, Majestad —dijo con una reverencia—. ¿Qué deseas?
Ahmose miró alrededor mientras los Seguidores formaban un semicírculo a sus espaldas y se alzaba la rampa. Los marineros estaban firmes con sus remos en las manos, pero los infantes armados que llenaban la cubierta le hicieron una reverencia cuando les recorrió con la mirada.
—Toma el canal del este y llévame más allá del general Sebekh-Khu, por el lado este de la ciudad, y luego al norte —contestó Ahmose—. Quiero observar todos los campos de batalla.
Qar asintió dudoso.
—Entonces, Majestad, volverás por el lado oeste —señaló—. La lucha es muy encarnizada allí. Quizá no podamos pasar.
—Mayor motivo para que los soldados vean que estoy dispuesto a compartir el peligro —objetó Ahmose—. Y así es, capitán. He pasado por mayores peligros bajo el mando de mi hermano. Vamos.
Qar se inclinó nuevamente y le dejó, gritando instrucciones al timonel. Los remeros movieron sus remos y el Vivir en Ptah se deslizó por las aguas espesas del afluente.
Al virar hacia el este parecía aumentar el ruido y con éste, fantaseó Ahmose, también el calor. Harkhuf habló en voz queda y los seguidores prepararon sus arcos, acercándose a Ahmose. Él mismo se colocó junto a la barandilla, donde le podían ver fácilmente. Sus ojos localizaron el estandarte de Sebek-Khu, el alto mástil con el símbolo pintado de Montu, el dios guerrero con cabeza de toro, agitándose por encima de las cabezas de los soldados en liza. Localizó al general, con el brazo alzado y la boca muy abierta, gritando una orden al oficial junto a él. El hombre giró y vio a Ahmose. Su brazo se alzó y, aún por encima del estruendo, Ahmose le oyó gritar:
—¡El rey! ¡El rey! —La lucha pareció hacerse más lenta por un instante, los egipcios se hicieron eco del grito, y luego el Vivir en Ptah se deslizó detrás de uno de los dos barcos medjay y la escena quedó oculta a la vista.
—Estaban lanzando los muertos al canal, Majestad —dijo Harkhuf—. ¿Lo advertiste? Los cuerpos se pudrirán allí y no se podrá beber el agua.
—En unas cuantas semanas el canal quedará seco y no importará —le contestó Ahmose—. El afluente llevará el veneno al norte y lo lanzará al Gran Verde. —Hizo bocina con las manos y gritó al segundo barco medjay, que se mecía delante—. Capitán, ¿qué haces?
Las trenzas negras giraron a la vez que una cara negra. El capitán medjay se inclinó.
—No tenemos más flechas, Majestad —contestó también gritando—. No podemos hacer más que mirar.
Ahmose golpeó la barandilla con la palma de la mano, iracundo.
—Coloca tu barco junto a la orilla sur, que tus hombres se metan en el agua y lleven a los heridos a bordo —le ordenó—. ¡Cómo te atreves a decir que no tienes nada que hacer!
Qar dio otra orden y el Vivir en Ptah comenzó a virar a izquierda. Sebek-Khu y los medjay se perdieron lentamente de vista. Ahmose se encontró temblando de ira.
—Es gente simple y sin ideas, Majestad —le recordó Harkhuf—. Cumplen órdenes pero no sirven para tomar decisiones.
—Lo sé —contestó Ahmose, conteniendo una larga diatriba. «¿Hor-Aha no podrá pensar más allá cuando se le acaben las flechas?— se preguntó. —Cualquier egipcio hubiese visto la posibilidad de convertir a los arqueros inútiles en cualquier otra cosa para ayudar al éxito de la batalla. Tendré algo que decirle cuando termine el día». La perspectiva le hizo sentir felizmente justificado en su ira pero, reconociendo que era un sentimiento bajo, alentado por su creciente repulsa de Hor-Aha, se sintió avergonzado. Hor-Aha, como todos los generales, tendría la mente y las energías concentradas en anticipar los flujos y reflujos de la efusión de sangre a su alrededor. Era responsabilidad de los oficiales a sus órdenes tomar tales decisiones. «De todos modos— pensó Ahmose sombrío, —Hor-Aha debe de saber el rebaño de ovejas que es su gente. ¿Qué otra obligación tenía más que desplegarlo de acuerdo con mis órdenes y asegurarse de que hicieran lo que se les indicaba?».
El lado este de Het-Uart estaba extrañamente pacífico, y la larga sombra de su impresionante muralla cubrió a Ahmose al deslizarse por allí el barco de Qar. El estrépito del montículo del norte y del borde occidental de la ciudad le llegaba apagado y superado por el canto de los pájaros en los árboles a la derecha del canal. El agua se ondulaba y brillaba al sol. Era muy poco profunda, pues el nivel iba bajando, y el Vivir en Ptah avanzaba con precaución por el centro, entre las orillas fangosas. Pasó lentamente junto a la puerta este. Todos a bordo guardaban un silencio tenso, los ojos fijos en la cima de la muralla, pero ésta continuó vacía, curvándose hasta perderse de vista.
Ahmose esperaba encontrar grandes masas de soldados egipcios y de setiu empeñados en la batalla en torno del montículo del norte, así que, al principio, no pudo interpretar lo que vio cuando llegaron frente a la poderosa muralla. La puerta del Camino de Horas estaba abierta y había hombres corriendo hacia dentro de la ciudadela. Entre la muralla y el canal yacían cuerpos apilados en desorden. Incluso la puerta estaba cubierta de sangre. Se oía el estrépito de armas y gritos que llegaba del otro lado. De pronto comprendió lo que sucedía y dio un grito de triunfo.
—¡Estamos dentro del montículo! —exclamó—. ¡Khety ha triunfado! ¡Qar, atraca aquí un momento!
—Majestad, siguen peleando, y desesperadamente, si hacemos caso del raido —le alertó Harkhuf—. Como jefe militar de tus Seguidores es mi deber pedirte que no desembarques.
Ahmose quería abrazarle. Sonrió a la cara joven y seria.
—Desenvaina tu espada, Harkhuf —dijo—. Un rey no sirve de mucho en un día como éste. Son pocas las cosas que puede hacer, pero quizá pueda decidir el resultado final de una batalla con su simple presencia. No te preocupes. ¡Amón está con nosotros! —El Vivir en Ptah se bamboleó. La rampa se apoyó en el barro. Harkhuf, con gesto de desaprobación, corrió a la ribera con Ahmose y los Seguidores. Y se sumaron al torrente de soldados que, agotados, atravesaban la puerta a trompicones.
La atención de Ahmose estaba concentrada en lo que pudiera ver en adelante, de modo que pasó las altas y sólidas puertas antes de darse cuenta. Mirando hacia atrás, podía ver el barco de Qar, parcialmente oculto por la multitud que subía el camino pasando a través de la amplia abertura en la pared. Entonces se dio cuenta. «Estoy dentro de la ciudadela de Apepa —pensó, casi mareado—. Padre, Kamose, estoy aquí o estoy soñando, pero ningún sueño podría ser tan real. Allí está la puerta, abierta, sin dientes para morder, inútil, y por fin estoy del lado que quiero estar».
No tuvo mucho tiempo para saborear el momento porque las tropas le habían reconocido y de inmediato se formó un área de reverencia en torno de él y su escolta. Las caras exhaustas se iluminaron. Las manos, entumecidas por el tremendo esfuerzo realizado, aferraron con más fuerza los pomos de las armas embotadas y cubiertas de sangre setiu.
—Majestad, Majestad —creció el murmullo y se convirtió en un furor excitado.
Harkhuf divisó a un oficial de baja graduación y le indicó que se acercara. Su shenti estaba hecho jirones, había perdido el casco de cuero y tenía un pie descalzo. Llevaba en la mano una daga corta. Su vaina estaba vacía.
—Dame un informe —dijo Ahmose. El hombre estaba desconcertado.
—¿Yo, Majestad? —tartamudeó—. ¿No debería buscar a mi superior?
—No —Ahmose esperó.
El oficial tragó salvia, miró el cuchillo en la mano cubierta de costras de sangre, luego se recompuso visiblemente.
—Las tropas setiu han retrocedido al interior del montículo —dijo—. Lo que queda de ellas. Trataron de cerrar la puerta, pero el general Khety fue muy rápido. Se lanzó hacia allí con la división de Horus y logró mantenerla abierta. Yo soy de la división de Amón. Mi general, Turi, vino rápidamente a darle apoyo. —Vaciló—. Majestad, he oído que la otra puerta, la que da a los muelles, también fue tomada por el general Kagemni. Asaltó al enemigo en ese lugar en cuanto tú le enviaste. Habrá gran matanza, ¿adónde pueden ir los setiu? Sus paredes les encierran.
—¿Dónde está tu arma? —inquirió Ahmose.
El oficial hizo una mueca.
—Perdóname, Majestad. Sigue clavada en el cuerpo de un soldado que maté. Cayó al agua y su peso me obligó a soltarla. —De inmediato uno de los Seguidores se quitó el cinto con la espada y se lo pasó. El soldado pidió permiso a Ahmose con la mirada. Éste asintió y el soldado la cogió.
—Tú la necesitas más que él —dijo—. Ahora, lleva un mensaje a mis generales, empezando por el tuyo. Diles que deben matar a todos los soldados setiu. Lamento que sea necesario, pero los rumores de lo sucedido este día llegarán inevitablemente a Rethennu. Los príncipes de esa tierra deben dudar de la sabiduría de mandar más ejércitos setiu a morir en suelo egipcio. Diles también que deben perdonar la vida a todos los ciudadanos. Hay egipcios viviendo en la zona noroeste del montículo. He dicho. —Sonrió e hizo un gesto—. Ve ahora. Has hecho las cosas bien. —El oficial sonrió también, hizo una reverencia y, volviéndose, comenzó a correr. Pronto se perdió en la multitud—. Volveremos al barco —dijo Ahmose a Harkhuf—. Aquí no soy más que un impedimento para el avance de la victoria.
El alivio de Harkhuf se pudo advertir en la manera que se cuadró.
—Majestad, si hubieses decidido seguir avanzado corrías gran riesgo de muerte —comentó—. ¡Escucha la batahola! ¿Quién nos guiaría si no estuvieras tú?
«¿Quién, por cierto? —pensó Ahmose al desandar sus pasos en medio de la tropa que subía por el camino resbaladizo de sangre—. Ahmose-Onkh es muy joven para gobernar. ¿Podría Aahmes-Nefertari contener a los príncipes que codician el poder y asegurar el trono para su hijo?». La posibilidad de que ella pudiera lograrlo no le tranquilizó del todo. Ahmose subió aceleradamente la rampa con las sandalias pesadas de barro, y el Vivir en Ptah se preparó para continuar su viaje en torno de Het-Uart. No, no le tranquilizaba nada, y Ahmose no estaba seguro de por qué.