No había noticias de Kay Abana. Sentado delante de su tienda, mientras Akhtoy encendía la lámpara y el sol caía detrás de la profusa vegetación en la orilla occidental del afluente, Ahmose agregó la preocupación por ello a su mal talante. El general Khety mandó a decir que sus hombres se habían pasado el día lanzando flechas e insultos a la multitud de soldados setiu reunidos en la muralla del montículo del norte, haciendo mucho ruido y alharacas, pero al atardecer se habían retirado para acampar.
¿Qué ordenes para el día siguiente? Ahmose no lo sabía. No podía discurrir ningún plan para la división de Horus hasta que el Norte pasara frente a Het-Uart. Consideró que en varios días no recibiría informes de las divisiones que se desplegaban por el Delta oriental.
Estaba muy cansado, pero continuó sentado allí, con un vaso de vino sin beber en la pequeña mesa junto a él, con un silencioso Ankhmahor y los Seguidores atentos en las sombras. Ramose había pedido que se le permitiera subir al Norte e investigar los canales de irrigación con Kay. Ahmose deseaba su compañía y sumó el temor por la vida de su amigo al peso ya aplastante de la desilusión.
Pero cuando terminaba sus plegarias a Amón y cerraba las puertas de su sagrario portátil, uno de los heraldos pidió autorización para hablarle.
—El Norte ha vuelto, Majestad —le dijo el hombre cuando Ahmose salió de la tienda—. En estos momentos está bajando la rampa.
—¡Bien! —Ahmose notó un retortijón de alivio por la noticia—. Dile al general Hor-Aha que los medjay pueden bajar. Diles a Kay Abana y al príncipe Ramose que vengan a verme en cuanto la tripulación del Norte se haya alimentado y se acomode para descansar. —El hombre saludó y desapareció en la oscuridad moteada de fogones, y Ahmose volvió a la tienda—. Trae dos taburetes, vino y la carne y el pan que puedas conseguir —le dijo a su mayordomo. Akhtoy salió y cuando Ahmose se hundió en su silla tuvo hambre por primera vez en muchos días.
«Sucedió una vez —se dijo sintiendo que renacía su acostumbrado optimismo—. Puede suceder nuevamente. No te dejes dominar por los pesares del momento, necio. Amón me otorgará la victoria final, lo noto en los huesos. Se ha pagado el precio. Lo pagaron nuestro padre y Kamose, y los dioses han querido que yo reciba el premio».
Cuando llegaron Kay y Ramose, Akhtoy ya había colocado vino y comida caliente en la mesa y se había excusado. Ahmose los invitó a sentarse. Los dos obviamente acababan de lavarse (el pelo mojado recogido y la ropa limpia crujiendo al moverse). Kay Abana tenía varios cortes en el dorso de sus manos marrones. Había raspaduras en sus rodillas, como las de un niño que tropieza y cae sobre piedras. En la mejilla tenía una moradura, hinchada y violácea, y una línea delgada de sangre seca le bajaba por la espinilla y también por la pantorrilla. Ahmose señaló la carne de gacela asada, el pan de centeno y el queso desmigajado.
—Comed primero —les indicó—. Ramose, sirve el vino. Como de costumbre, capitán Abana, veo que te has estado comportando de modo imprudente, pero antes de que me lo cuentes llenaremos nuestras barrigas. —Sonrió—. Me hace muy feliz que hayáis vuelto a salvo.
Ahmose no habló hasta que quedaron vacíos los platos y la jarra de vino.
—Ahora —comenzó—. Quiero vuestro informe.
Kay hizo un gesto de desaliento.
—No es bueno lo que tengo que decir, Majestad —dijo prontamente—. Sí que hay brechas en la pared, unas veinte o treinta, por las que se llenan los canales de riego de dentro del montículo durante la inundación. Y sí, ahora están cerradas para contener el agua, pero su situación es obvia. No parecen ser grandes. Tampoco parecen particularmente firmes: sólo una masa de barro y paja, mezclada quizá con polvo de sílice colocada en las brechas para que se endurezca, sin alisar. Pienso que la propia inundación debilita esos parches desde fuera, mientras los hombres golpean desde dentro con sus picos. —Cruzó las piernas, la que tenía sangre sobre la otra y miró a Ahmose a la cara—. Mis hombres se esforzaron por raspar un poco pero es un trabajo muy duro. Cuando se hayan ablandado por la inundación será más fácil, pero entonces los soldados se verán obligados a contener la respiración y a bucear, de uno en uno. Luego, empapados y sin aliento, deberán coger sus armas mojadas y enfrentarse a una dura oposición al otro lado. —Negó con la cabeza—. Es muy arriesgado.
—¿Y me lo dices tú, el más imprudente de mis oficiales? —Ahmose le interrumpió con el comentario risueño aunque le desilusionaba la evaluación de Abana de la situación—. Quizá las aberturas puedan agrandarse con la ayuda de la inundación y varios cientos de soldados armados con picos.
—Tendrían que enfrentarse a una defensa fuerte —contestó Abana con prontitud—. Los setiu han hecho aberturas en la muralla y desde allí pueden lanzar sus flechas contra cualquiera que intente atacar las brechas y, a pesar de la distracción que creaste para alejar a la mayoría de los hombres, los arqueros situados en los canales cerrados no abandonaron sus puestos. Quizá los oficiales setiu no sean tan necios como creímos. O quizá los adiestran como monos para que cumplan una tarea sin tener que usar la poca inteligencia que tienen. —Miró a su alrededor—. ¿No hay más vino?
Ahmose pasó por alto la pregunta y se inclinó.
—¿Quieres decirme que tus hombres y tú intentasteis abrir las brechas bajo las aberturas de la muralla y el ataque de las flechas?
Abana sonrió feliz.
—Sí —dijo—. Mis fieles marinos lanzaron una lluvia constante de flechas desde la cubierta del Norte mientras trabajábamos de rodillas. Pero fue inútil —concluyó lamentándose—. Podíamos oír tropas reuniéndose en los jardines, listos para hacernos frente si por casualidad lográbamos abrir un boquete y llegar hasta el agua que, por cierto —dijo con diversión—, nos hubiera caído encima, obligando a los habitantes de esas casas sin duda hermosas a abandonar toda esperanza de saborear sus frutas y verduras. —Extendió las manos—. Yo cavé junto a mis hombres y sufrí en una pierna una pequeña herida causada por una flecha mal dirigida. A los arqueros setiu les invade el pánico y tienen muy mala puntería.
—De todos modos, sus armas son admirables —le recordó Ahmose—. La forma del arco que trajeron consigo cuando comenzaron a insinuar su presencia en Egipto era superior a cuanto habíamos visto antes. Por no hablar de sus hachas, con hojas más anchas que las nuestras, y las cimitarras.
—Un arma sólo vale lo que el hombre que la maneja —dijo Kay altivo—. Ahora que hemos aprendido a fabricar esos arcos y hachas y cuchillos, hemos vuelto sus conocimientos en su contra. No son guerreros competentes.
Ahmose lo observó con una mezcla de leve irritación y afecto.
—Dame tu evaluación final —dijo.
Kay suspiró.
—Intentar entrar en el montículo del norte a través de los canales de riego sería un derroche de energías y de valiosas vidas, Majestad —dijo con pesar—. Lamento tener que decir esto, pero habrá que encontrar otra vía.
—Gracias —asintió Ahmose—. Ve a dormir ahora, Kay. Has hecho un buen trabajo.
Kay se puso de pie de inmediato e hizo una reverencia.
—Dejé un regalo para ti, Majestad; está afuera, con el Seguidor que se encuentra en la entrada —dijo retrocediendo hacia la salida—. O más bien varios regalos. Uno de ellos lo envía mi primo Zaa. Te deseo un buen descanso. Y a ti, príncipe. —Nuevamente mostró una amplia sonrisa y luego salió. Ahmose miró a Ramose a los ojos.
—Has estado inusualmente silencioso —dijo—. ¿Qué tienes en mente?
Ramose se acomodó.
—Ahí tienes un oficial valiente y astuto, Ahmose —dijo en voz queda—. La lluvia de flechas, tanto desde la cima de la muralla como desde esas aberturas mortales, fue constante y mortífera, pero Kay y sus hombres continuaron trabajando en las brechas tapadas a pesar del peligro. Yo los observé desde el Norte, relativamente a cubierto. El presente que te ha traído es una bolsa de manos cortadas a los setiu, veintisiete en total, que fueron cortadas de los cuerpos de los defensores que fueron muertos por los marineros desde el barco y que cayeron desde la muralla. Muchos más cayeron hacia atrás. Una de las manos pertenece a un joven soldado que Zaapen Nekheb logró matar. Tuvo suerte, creo, teniendo en cuenta que el muchacho sigue aprendiendo a usar el arco, pero lo hizo con audacia. —Se frotó la frente y miró a Ahmose con ojos cansados—. Gran parte de las flechas del enemigo fueron lanzadas contra los marineros. Treinta resultaron heridos y otros cincuenta, muertos.
—¡Cincuenta! —Ahmose quedó conmocionado—. Eso es mucho, Ramose. ¡Mucho! Abana debió decírmelo.
—Te lo hubiera dicho si se lo hubieras preguntado, pero siente mucho orgullo por su embarcación y sus hombres. Se avergüenza de no haber podido protegerlos lo suficiente. Ya había llamado a uno de los médicos del ejército antes de venir aquí.
—Entonces hay que abandonar las brechas de riego —dijo Ahmose con firmeza—. No voy a sacrificar egipcios habiendo tan pocas posibilidades de éxito. ¿Qué piensas?
Observó a Ramose, que parecía concentrado, la cara totalmente en las sombras y los largos dedos de la mano derecha inmóviles en la mesa a plena luz de la lámpara. Ahmose se encontró pensando en su hermana, viendo la misma mano, más delgada y juvenil, cubierta de anillos brillantes, en gesto protector sobre el hombro desnudo de Tani, una mañana llena de luz del sol. Esperó. Al rato los dedos tamborilearon en la mesa y se retiraron.
—Creo que tienes razón —dijo Ramose lentamente—; Sin embargo, Majestad, podrías tomar esto en cuenta. Aplica una estrategia inversa. En vez de tratar de abrir los canales de riego, fondea parte de la flota en el afluente que hay frente a ellos e impide que los abran cuando comience la inundación. Impide que entre agua no sólo en el montículo norte sino también en el otro. —Se inclinó dejándose alumbrar por la lámpara—. Todas las zonas rodeadas de muros están superpobladas. Tú oíste a Sebek-Nakht: en Het-Uart, incluso derriban los templos mortuorios para tener más espacio. ¿Qué bebe la gente? No hay fuentes de agua en las ciudadelas de los setiu. El agua debe de venir de los pozos y deben de complementarlos con el agua de los afluentes cada invierno cuando Isis llora. Ciérralos. Impide la afluencia de agua fresca. Ya has decidido continuar el sitio y las campañas en el Delta durante la inundación. Siempre hemos retrocedido durante la estación de la inundación y entonces Het-Uart se abastece de agua. Este año será diferente. ¡Qué sufran la sed!
Ahmose le miró fijamente.
—La verdad es que éste ha sido un día de frustraciones y esperanzas —murmuró. Se puso de pie e inmediatamente Ramose se alzó también—. Inspeccionaré el regalo más bien macabro de Abana y luego nos acostaremos agradecidos de poder descansar —dijo—. Gracias por tu consejo. —Ramose se inclinó y juntos salieron al aire tibio de la noche.
Había un saco a los pies de uno de los Seguidores que cuidaban la entrada de la tienda. Cuando Ahmose le dio la orden, se inclinó y lo abrió, mostrando una masa de manos ensangrentadas. Ahmose las miró pensativo.
—Kamose no cortaba manos ni penes para el recuento en sus batallas —dijo—. Nunca se me ocurrió preguntarme por qué. Pero viendo estas manos pienso en la legitimidad de nuestra lucha. No somos bandidos que matan y roban antes de seguir su camino. Ésta es una guerra honorable. —Alzó la vista y miró al Seguidor—. Haz que lleven este saco al escriba del ejército, para que pueda anotar la cantidad de enemigos muertos por el Norte —ordenó. Iba a expresar en voz alta que comprendía que Kamose no llevase la cuenta de las bajas enemigas a la manera tradicional, porque éste sabía que sus acciones semejaban las de un malhechor, al menos al comienzo, pero se guardó esa reflexión. Deseando las buenas noches a Ramose y ordenando al Seguidor que le enviara a Khabekhnet cuando volviera, volvió a su tienda.
Esperó en silencio, oyendo apagarse los sonidos que producían sus miles de hombres a medida que se iban enrollando en las mantas, hasta que sólo quedaron los rebuznos ocasionales de un burro y las voces de los centinelas, algunas lejos, otras más cerca.
La ciudad también parecía estar tranquila, la habitual cacofonía se había reducido a un murmullo. A Ahmose, sentado con los brazos y las piernas cruzadas, mientras Akhtoy y su ayudante limpiaban la mesa, aquello le parecía melancólico. Sabía que su imaginación le atribuía a Het-Uart la intuición de su destino, que por el momento sus ciudadanos no tenían por qué dudar de su supervivencia a un nuevo sitio inútil, pero, sin embargo, se permitió esa fantasía. «Me gustaría saber el parecer de la gente común de dentro de la ciudad —pensó—. ¿Siguen satisfechos cuando oyen a mis soldados marchando junto a sus murallas? ¿Sienten alguna inquietud en medio de su ajetreo diario?». Akhtoy había terminado de limpiar la mesa y la guardaba plegada.
—¿Necesitas algo más, Majestad? —preguntó.
Ahmose negó con la cabeza.
—No —contestó—. Despiértame al amanecer, Akhtoy, con algo de comer.
Al salir de la tienda, Akhtoy sostuvo alzado el toldo de la entrada para Khabekhnet. El jefe de heraldos avanzó e hizo una reverencia.
—Quiero que organices rondas con todos tus heraldos —le dijo Ahmose—. Excluyéndote a ti, por supuesto, Khabekhnet. Tú estarás a mis órdenes. Deben dar vueltas a la ciudad en carros de guerra, desde la puesta del sol hasta el amanecer, exigiendo la rendición de Apepa. Het-Uart se cree inviolable, pero haremos todo lo posible para perturbar sus sueños. —Se alzaron las cejas negras de Khabekhnet.
—¿Qué quieres que pregonen, Majestad?
—Que sea una amenaza —Ahmose se puso de pie, estirándose—. Deben decir esto: «¡Uatch-Kheperu Ahmose, Hijo del Sol, Horus, el Horus de Oro, exige la rendición del usurpador extranjero Apepa, a menos que desee ver la ciudad de Het-Uart arrasada por el fuego!». Todas las noches, Khabekhnet. Puedes retirarte.
—Como desees, Majestad.
Ahmose se metió en su camastro, apagó la lámpara y cerró los ojos. «Pronto llegarán informes de las divisiones que pelean en el Delta —pensó mientras su cuerpo empezaba a relajarse— y quizá haya alguna novedad de Weset. Debo hacer que Ipi tome nota de que se otorgará el Oro del Valor a la tripulación del Norte. No puedo hacer mucho más con la ciudad la inundación y entonces deberé ordenar que venga la flota —Ahmose tiene razón. Hay que impedir que Het-Uart se abastezca de agua fresca». Y entonces se quedó dormido, despertándose a medias varias veces antes de la mañana para oír, lejos pero muy claras, las voces de sus heraldos dando la vuelta a la ciudad y pregonando su advertencia.
Fue el escriba del ejército el primero en acudir a su lado con los primeros rayos de luz de Ra, con la lista de las manos que habían sido cortadas a los enemigos muertos por los medjay a las puertas de la ciudad.
Ahmose estaba más preocupado por la cantidad de sus hombres que habían muerto y por los soldados que pudieran merecer condecoraciones por su valor. Había varios. La lucha delante de las puertas abiertas tan tentadoras había sido feroz y prolongada. El grasiento humo negro de las piras donde se quemaban los cuerpos de los setiu formaba una bruma en la mañana brillante, pero el escriba aseguró a Ahmose que los egipcios muertos eran lavados y envueltos en tela de lino limpia antes de ser enterrados. No había muchos, porque los setiu habían sido superados ampliamente en número. Sus nombres habían sido registrados cuidadosamente para cincelarlos luego en la piedra. De otro modo, los dioses no podrían encontrarles y darles vida en el otro mundo. «Es el mayor riesgo que se corre en la guerra —reflexionó Ahmose. Mientras, el escriba recogía sus papiros y se iba haciendo reverencias, dejándole junto a la mesa bajo los sauces, donde Ahmose había disfrutado de la primera comida del día—. Un soldado se arriesga a morir dos veces, y la segunda muerte es la más espantosa».
El ruido de la ciudad parecía más fuerte aquella mañana, el sonido de su actividad era de algún modo más frenético. Ahmose, mientras bebía cerveza a sorbos y observaba a los oficiales moverse entre los miles de hombres agachados en el suelo con las raciones en las manos, se preguntó si el duro mensaje de los heraldos había tenido más efecto de lo que él esperaba. No subestimaba la manera en que el estado de ánimo de la población podía influir en las decisiones de los que tenían autoridad y podía ser que las sabandijas de Het-Uart se hubiesen despertado para oír, vulnerables en la oscuridad, palabras que les inquietaran el resto de la noche. No había arqueros sobre la muralla. La ciudad hacía caso omiso de las huestes de fuera, como lo había hecho cuando Kamose estableció su sitio. Pero Ahmose advirtió un cambio apenas perceptible.
Hor-Aha y el general Khety habían mandado a pedir órdenes y él les había dicho que simplemente mantuvieran sus posiciones, disparando flechas contra cualquiera que fuera lo suficientemente necio para sacar la cabeza por encima de la muralla, pero manteniendo una inactividad atenta. No había noticias aún de las seis divisiones que se desplegaban al oriente y Ahmose no creía que las hubiera por un tiempo. Casi terminaba Mesore. Tot marcaría el comienzo del invierno y de la inundación, y hasta que ésta llenara los afluentes del Delta no podía hacer mucho más que entrenar a sus hombres y esperar.
Montado en su carro de guerra con Ankhmahor, pasó varias horas inspeccionando a las tropas, hablando con los generales Turi y Sebekh-Khu y subiendo a bordo de las embarcaciones de los medjay. Le hubiese gustado invitar a Hor-Aha a que le hiciera compañía durante el día, pero evitó dar ninguna muestra de preferencia.
Buscó a los oficiales medjay a quienes Kamose dio mando sobre soldados egipcios y que ahora habían vuelto con los suyos y, hablando con ellos, no percibió ninguna prueba de rencor. Respondían a sus preguntas cuidadosamente rebuscadas con respuestas simples y respetuosas pero sin mostrar mucho interés, y cuando los dejaba partir volvían felices a las tareas que él había interrumpido. «No es que les falte inteligencia —pensó al bajar por una rampa e ir hacia la siguiente—. Son rápidos para entender una idea práctica o resolver un problema. Pero la mayoría de ellos parece vivir por entero en el presente, olvidando tanto las desilusiones como los triunfos del pasado. Tal incapacidad innata les debe de dar una felicidad primitiva. Hor-Aha es una excepción manifiesta, quizá debido a que su madre es egipcia».
El sol se encontraba en lo alto cuando regresó a su tienda y al sauce, bajo el que volvió a sentarse. Akhtoy salió de inmediato de su refugio, enviando a un sirviente por agua caliente y la comida del mediodía. Un heraldo se acercó a Ahmose para entregarle un papiro con el sello de Aahmes-Nefertari. Encantado, lo abrió y empezó a leer:
A mi querido esposo y rey, saludos —había dictado—. Parece que te hubieras ido hace muchos hentis y los niños y yo te extrañamos mucho, pero tengo mucho de que ocuparme en la finca y en Weset. Recibí tu carta respecto al arquitecto, el príncipe Sebek-Nakht de Mennofer. Obviamente has decidido confiar en él y supongo que mientras esté aquí, en Weset, no puede fomentar la sedición en el norte. Varios días después de que llegara tu escrito, él mismo me escribió para explicarme tu invitación y para expresarme su tristeza por tener que terminar trabajos para Apepa en Het-Uart antes de poder cumplir con tu requerimiento de sus servicios, pero dado que ahora estás sitiando la ciudad y nadie puede entrar o salir de ella, debe esperar a la inundación para completar las tareas que le había asignado su señor. Le escribí explicándole que este año no retirarías tus ejércitos, por lo que debería venir a Weset lo antes posible. Pensé que eso no podría suponer ningún inconveniente, dado que falta poco más de un mes para la inundación.
Aquí Ahmose hizo una pausa y sonrió. «Inteligente, Aahmes-Nefertari —pensó, contento—. Una vez que tenga a Sebek-Nakht en sus manos, lo tratará como a un hermano y le dará tareas tan gratas que no querrá dejar los placeres de la finca o el desafío que significarán las tareas. Y si Amón lo quiere, no quedarán monumentos mortuorios por derrumbar en Het-Uart. No quedará nada de Het-Uart». Volvió a la lectura.
Se han iniciado los trabajos para elevar la muralla en torno de la finca y he decidido eliminar la que separa nuestra casa del viejo palacio. He ordenado poner puertas al final de los escalones que dan al río, tal como tú deseabas. Ahmose-Onkh está muy ocupado observando toda esta actividad. Me he visto obligada a destacar un guardia que lo acompañe para que no se meta en problemas. He dictado una carta oficial en calidad de reina al gobernante de Keftiu, solicitando el inicio de negociaciones para el comercio, las cuales omitirán por completo cualquier trato a través de los setiu. También he recibido un cargamento de oro de Wawat, que ha sido guardado en el templo. No creo que puedan llegar envíos regulares desde las minas hasta que estés en condiciones de ocuparte de los fuertes del sur que solían custodiar las rutas del oro. Y no tengo suficientes hombres y oficiales para enviar tal expedición.
—¡Dioses, espero que no! —exclamó en voz alta, mitad conmocionado y mitad alborozado. «¿La jefa militar de la guardia de la Casa desea ser nombrada generala? ¡La generala Aahmes-Nefertari!». Negó con la cabeza, riendo. «¿Y qué más, mi hermosa guerrera?».
Los niños están bien —continuaba la carta—. Tu madre supervisa el recuento de la cosecha y la producción de vino, y ella y yo hemos estado evaluando los impuestos que recaudaremos este año. Mis obligaciones en el templo no son muy onerosas. Amonmose me ruega que te transmita su respeto. Dice que los agüeros para la conclusión exitosa de nuestra larga lucha son excelentes.
Los papiros que leo por la noche en la cama antes de dormir no son ya poemas de amor o cuentos de nuestros antepasados. Contienen las listas de hombres que has confeccionado para que investigue y juzgue. Mi escriba Khunes se sienta en el suelo junto a mí y anota mis pensamientos respecto a ellos. Dicho sea de paso, es un joven muy talentoso y eficiente. Lo encontré entre los escribas de Amón, en el templo donde cumplo las obligaciones de Segunda Profeta que tú me has encargado.
Una vez más los ojos de Ahmose dejaron el papiro y recorrieron sin ver el delicado dibujo de las ramas en movimiento. Por un instante sintió celos, siguiendo la agitación de los dedos del sauce. «Khunes —susurró su mente—. Un joven muy talentoso y eficiente, sentado en el suelo de su cuarto en la noche, con la cabeza sin duda bien formada inclinada sobre su escribanía. Te pedí que fueras mis ojos y mis oídos en el templo, Aahmes-Nefertari. ¿Este hombre es otro vínculo que has establecido con quienes debes vigilar o una pequeña diversión para ti?». Gruñó y dio una palmada con el papiro en su rodilla, alejando la emoción indecorosa de su mente. «Cuidado con perder el equilibrio por tus sospechas, Ahmose Tao —se retó—. El pozo de la locura te aguarda, como le sucedió a Kamose, y el primer escalón hacia la oscuridad tiene “falta de confianza” escrito en grandes caracteres». Tragando, volvió a la lectura.
Pensé que era mejor no usar a uno de los escribas de la finca para esta tarea. Confío en todos ellos, por supuesto, porque se les adiestra para no divulgar los pensamientos de su señor, pero como entre sus señores se incluye nuestra indómita abuela, me pareció mejor reclutar a alguien que sólo respondiera ante mí. Khunes, además, me cuenta lo que sucede en el templo cuando estoy demasiado ocupada con otras tareas y no puedo ir allí. Cuando vuelvas, querido esposo, le retiraré por completo del servicio de Amón. Instruye a quienes deben ocuparse de observar si son apropiados los distintos individuos propuestos para actuar como tus representantes ante los príncipes y gobernadores. Me has dado muchas tareas difíciles, Ahmose, pero ésta es la más dura. Se cumple lentamente.
El resto de la carta contenía chismes sobre la vida de los niños, la salud de su madre y finalmente la expresión de su amor por él, antes de su nombre y títulos. Ahmose dejó que el papiro se enrollara, hizo llamar a Ipi y se quedó mordiéndose el labio y con el entrecejo fruncido. La referencia de Aahmes-Nefertari a Tetisheri era inocua, pero le intranquilizaba. ¿Había una lucha por el control de la casa? ¿Intentaba Tetisheri imponer su autoridad sobre las responsabilidades que había dejado en manos de su esposa? «No volveré a Weset en mucho tiempo —pensó, cuando una sombra cayó sobre él y alzó la vista para ver a Ipi detenerse y hacer una reverencia—. Aahmes-Nefertari lo sabe y por eso su carta es tan completa. Tengo que recordarle que selle sus comunicaciones a mí en cuanto las escriba y que las coloque directamente en manos del heraldo que las traerá. Debo decirle que dicte todo lo que se hace y dice bajo su jurisdicción con el mayor detalle. Mejor aún, ella misma tiene que escribir sus cartas».
Entonces se rió súbitamente. Eso le requeriría más tiempo y esfuerzo del que ella podía dedicarle y la sugerencia muda había surgido directamente del charco embarrado de celos que seguía produciendo ondas en su interior. «Debería estar contento de que ella haya encontrado a alguien en quien confiar —pensó—. Ese Khunes es un escriba, una herramienta útil y necesaria. Nada más. Y si entra en su cuarto, si se inclina ante ella cuando está en la cama, la bata blanca transparente de dormir extendida a su alrededor y el pelo suelto sobre las almohadas, se debe a que es el único momento en el día en que puede ocuparse de este asunto particular.
»Yo la amaba con calma, sin reflexionar —continuó pensando—. Daba por hecho su presencia y esa emoción. Era mi esposa tímida y hermosa, por la que tenía un sentimiento de protección indulgente. Le hacía el amor con ternura y placer, pero no sentía pasión por ella. Todo eso ha cambiado. La guerra y el dolor me han hecho hombre y resaltado en ella las cualidades que debí haber visto desde un comienzo, si no hubiese sido tan complaciente respecto a su afecto por mí.
»Ahora estoy enamorado de ella y no lo había comprendido plenamente hasta este momento. Estoy celoso de su escriba, de los oficiales de su guardia, de los sacerdotes con los que atiende el culto en el templo. Las mujeres que la visten, los hombres que le dan de comer, el cosmetólogo que tiene el privilegio de tocar su cara, a todos les envidio. Quiero hundir mi cara en su pelo, en su cuello, entre sus pechos, inhalar el perfume entre sus piernas, lamer su calidez, perder el control de mí mismo y arder, perderme. Ni esposa, ni madre, sino mujer, tú eres la mujer, Aahmes-Nefertari, y te deseo con una ferocidad que no sabía que poseía».
Ipi carraspeó y Ahmose levantó la vista, mareado.
—¿Deseas dictarme, Majestad? —preguntó el escriba con amabilidad.
Ahmose, bruscamente, volvió su atención al presente.
—No. No, Ipi —dijo con voz ronca. Le alcanzó el rollo de papiro—. Una carta de la reina, pon la fecha y archívala. Dime —continuó al coger Ipi el papiro—, ¿sabes algo de un escriba del templo llamado Khunes? Su Majestad lo ha tomado recientemente como su ayudante personal. Ipi frunció el entrecejo, pensando. —Conozco a todos los escribas de todos los rangos a tu servicio, Majestad— contestó. —Pero hace tiempo que no presto atención a los sirvientes de Amón. El nombre me suena familiar. ¿Desea Tu Majestad que haga algunas averiguaciones discretas acerca del carácter y la capacidad de esta persona? De inmediato Ahmose se sintió avergonzado—. No —contestó lentamente—. La reina sabe juzgar. Simplemente quería saber qué podías recordar de él si lo habías conocido. Gracias, Ipi. Eso es todo. —Pero sus ojos quedaron fijos en el rollo de papiro que Ipi llevaba en la mano, mientras el hombre se alejaba. Se alzó de su silla con brusquedad. Había empezado a dolerle la cabeza y a picarle la cicatriz detrás de la oreja—. ¡Akhtoy! —exclamó—. ¡Trae una sombrilla! Iré a nadar y luego me recostaré en la orilla un rato antes de comer.
Tanto la carta como la revelación que supuso le habían inquietado. No quiso la comida que Akhtoy le puso delante, ni pudo dormirse a la hora en la que el sol parecía quedarse quieto y era mayor el calor. Casi se sintió contento cuando Ankhmahor solicitó su atención para decirle que Mesehti y Makhu esperaban afuera para hablar con él. Dejando su camastro, se puso el gorro de lino apropiado para la ocasión y un shenti en torno de las caderas, antes de admitir a los príncipes a su presencia.
Llegaron junto a él y se postraron, llevando la frente al suelo alfombrado antes de alzarse ante su orden seca. Les observó con detenimiento y ellos le miraron solemnes, los ojos de Mesehti firmes en su rostro curtido, Makhu dando muestras de tensión con sus fuertes mandíbulas apretadas.
—Y bien —dijo Ahmose al fin—. ¿Qué queréis decirme?
Mesehti, tal como Ahmose esperaba, fue directo al grano.
—Majestad, nos has traído contigo al Delta y nos tienes ociosos —comenzó—. No tenemos tarea asignada aquí. Entendemos que estamos bajo tu disciplina divina, que te acompañamos porque no confías en nosotros, pero nos sentimos irritados por nuestra inactividad. Humildemente te ruego que nos digas cuánto tiempo debemos permanecer en el frío de tu desaprobación. —Miró a Makhu—. Sabemos, Majestad, que lees las cartas que enviamos a nuestras familias en Djawati y Akhmin, y las cartas que nos envían. Ellos no cuentan más que los asuntos de nuestras fincas, la abundancia de las cosechas, los avances en la construcción de nuestras tumbas y cosas así. En cuanto a nosotros, vagamos por el campamento con nuestra vergüenza a la vista de todos los oficiales en actividad. ¡Preferiríamos estar presos a esto!
—¿De verdad? —le interrumpió Ahmose, con un tono engañosamente afable—. Teníais gran aversión a tal destino cuando volvisteis a Weset con Ramose y os arrodillasteis ante mí y la reina. Estuvisteis a punto de perder la cabeza. Y si no hubiera sido por la clemencia de la reina, ahora estaríais yaciendo embalsamados en vuestras tumbas. ¿Y os atrevéis a quejaros de un asunto tan insignificante como vuestra vergüenza?
Makhu dio un paso adelante.
—No es una cuestión insignificante nuestra vergüenza —dijo con fuerza—. Es una desfiguración que llevaremos mi nuestros ka durante el resto de las vidas que la reina tan misericordiosamente nos devolvió. Pero, Majestad, no somos campesinos. No somos hombres estúpidos. Erramos por una confusión de lealtades, no por cobardía o indecisión. Somos príncipes, con conocimientos y capacidad que están a tu disposición como rey. ¡No nos desperdicies, ser divino! Danos trabajo. ¡Permítenos ganar tu confianza nuevamente!
Ahmose comenzó a recorrer la tienda. «Cartas y confianza —pensó sombrío—. Quizá sea yo quien tiene que aprender una lección hoy. ¿Eres tú el que me hablas, Amón, rey de los dioses? ¿Me estás amonestando o haciendo una advertencia?».
—Por supuesto, no puedo enviaros a vuestros hogares —dijo, con las manos a la espalda, recorriendo el espacio confinado de la tienda—. También es cierto que me agradaría que dos nobles vuelvan a gozar de mi favor, permitiéndoles compensar sus errores. Tal indulgencia le sería muy agradable a Ma’at. ¿Pero cómo expiaréis vuestra culpa? —Jugaba con ellos, tras haber decidido inclinarse ante el aviso del dios—. Sentaos los dos. Usad esos taburetes. Entendí vuestro dilema hace semanas y espero que vosotros entendáis por completo el mío. No puedo arriesgarme a que haya nuevas rebeliones. —Ellos se relajaron, cogiendo los taburetes y sentándose cuando Ahmose se dejó caer en su silla—. Akhtoy dejó un poco de vino en la mesa —dijo—. Makhu, sírvenos. Sé que en las divisiones faltan conductores de carros de guerra y pocos egipcios, aparte de los príncipes, saben algo de caballos. Necesito desesperadamente a alguien que entrene conductores y organice los establos. Es un puesto honorable, adecuado para sangre con historia. Los dos podéis comenzar siendo los escribas de los establos, inspeccionando el estado de los caballos de cada división y entrenando a los conductores novatos. La inundación es inminente y los carros nos serán de poca utilidad ahora, pero el verano que viene tendrán su lugar y un día, espero, se enfrentarán a los carros de los setiu aquí, en los llanos frente a Het-Uart. ¿Es esto aceptable para vosotros? —Asintieron serios, con alivio en sus rostros, pero sin el servilismo que hubiese ocultado una falta de sinceridad a la que Ahmose temía—. Bien. Entonces bebamos por la restauración del Ma’at y a la salud de nuestros seres queridos. «Pero seguiré ordenando que me lean vuestras cartas —dijo Ahmose para sí cuando bebían—. Y os estaré vigilando constantemente».
Pasó otra semana antes de que empezaran a llegar con cuentagotas los informes de las seis divisiones que luchaban en el Delta y Ahmose los leyó con creciente inquietud. Las noticias eran menos alentadoras de lo que esperaba. No eran calamitosas, como señaló Hor-Aha en la reunión que convocó Ahmose para discutir las novedades, pero de todos modos eran preocupantes.
—Kamose pasó por alto el Camino de Horus mucho tiempo —comentó Turi, uno de los cinco hombres sentados en torno de la mesa a la sombra de la tienda de Ahmose—. Es como un agujero en un dique de irrigación del que nadie se ocupa. Mientras sigan viniendo tropas de Rethennu a Egipto no podremos hacer que Apepa deje su fuerte. Sus pares en el este nos mantendrán en una situación de impotencia.
—Kamose no tuvo alternativa —objeto Khety—. Su preocupación inmediata fue la necesidad de asegurar el resto de Egipto y allí volcó su energía. Esa meta la alcanzó.
—Es como si Rethennu tuviera una cantidad ilimitada de hombres y armas —dijo Sebek-Khu con irritación—. ¿De dónde vienen?
—No olvidéis que Rethennu es una alianza de varios jefes de tribus que se llaman príncipes —les recordó Ahmose—. El abuelo de Apepa, Sekerher, era uno de ellos. Estoy seguro de que se han comprometido a ayudarse en tiempos de guerra.
—Y en el comercio —intervino Hor-Aha—. Sin duda mucha de la riqueza del Delta ha sido canalizada hacia sus cofres. Tenemos que cerrar ese agujero.
—Esos soldados extranjeros no son fantasmas —dijo Ahmose—. Y las mujeres de Rethennu no pueden parirlos ya crecidos y a demanda. —Siguió hablando acompañado de risas—. En algún momento se acabarán. Pero no podemos esperar. Het-Uart tiene que caer, y pronto.
Pasó por su mente una rápida imagen de generales desalentados, tropas descontentas y extrañando sus hogares y deserciones, y mientras tanto su enemigo comiendo en una mesa cubierta de toda clase de delicias en un palacio inexpugnable, la Doble Corona en su cabeza y Tani a su derecha, cubierta del oro de Wawat. Sacudiéndose mentalmente, puso ambas manos en la mesa.
—Tengo que ir al interior del Delta y ver por mí mismo lo que pasa —les dijo—. Vosotros sabéis lo que hay que hacer aquí. Hor-Aha, impide que soldados y ciudadanos suban a la muralla. Que los medjay lancen sus flechas contra cualquiera que asome la cabeza. Los muelles han sido destruidos. No aparecerán embarcaciones de comercio keftianas o de Así hasta que la inundación llene el afluente, pero si avistáis alguna que venga del Gran Verde, del norte, abordadla, le quitáis la carga y la mandáis volver amablemente por donde vino. No deseamos enemistarnos con nuestros futuros socios en la prosperidad. —Hor-Aha asintió. Ahmose se dirigió a los demás—. Khety, defiende el perímetro del montículo norte. Mantén a los soldados encerrados y evita que entre nadie. Turi, Sebek-Khu, aseguraos de que no se abran las puertas de Het-Uart. Nada debe entrar ni salir.
Discutieron los detalles un rato más y luego Ahmose les dejó, haciendo una señal a Khabekhnet.
—Delega el puesto a tu segundo y prepárate para viajar conmigo —le ordenó—. Asegúrate de que tus heraldos continúen con sus rondas nocturnas. Envía un mensaje a Kay Abana. Si no vuelvo antes de que el Nilo comience a subir, debe hacer todo lo que pueda para impedir que abran los canales de riego. Tiene autoridad para convocar otras embarcaciones de Het-Nefer-Apu si fuera necesario. Que vengan los escribas de avituallamiento, del ejército y la distribución. —Khabekhnet saludó. Ankhmahor, que hablaba con un grupo de Seguidores, miró a Ahmose con expresión inquisitiva cuando éste se acercó—. Nos vamos al interior del Delta —le dijo Ahmose—. Tus hombres pueden levantar el campamento. Que estén listos para partir mañana por la mañana.
Encontró a Akhtoy y a Ipi sentados en la orilla, donde varios de los sirvientes del ejército lavaban la ropa de lino, con el agua hasta la rodilla, golpeando la superficie del río con las telas empapadas.
—Prepara mis pertenencias —le dijo a Akhtoy—. Y tú, Ipi, trae mucho papiro y tinta. Es hora de ver lo que están haciendo mis otros treinta mil hombres.
No durmió mucho aquella noche. Su tienda estaba vacía, sus pertenencias guardadas en los arcones que Akhtoy había apilado afuera. Dormitando de cuando en cuando, se despertaba con una serie de ideas preocupantes que no le dejaban descansar. Mesore casi había concluido. Tot marcaría el comienzo de un nuevo año y, si los dioses lo deseaban, de una inundación copiosa. Pero el Camino de Horus serpenteaba en torno de lagunas, que se convertirían en lagos, y de tierra húmeda cubierta de cañas, que se convertía en pantanos traicioneros, una ruta que nunca se volvía intransitable, pero que tendría que defenderse sólo con infantería y sin la ayuda de los carros de guerra. «¿Y qué pasa con la Muralla de los Príncipes? —se preguntó, dando vueltas y vueltas, el cuerpo tenso—. ¿Puede reforzarse contra los infiltrados setiu sin dejar a mi ejército sin hombres? Ésas son las claves de la destrucción de Het-Uart, la Muralla y el Camino, y estoy condenado a quedarme en el norte hasta que sean totalmente míos».
Hacia el alba pudo por fin conciliar el sueño, que sólo fue interrumpido por las exclamaciones de los heraldos a intervalos regulares y por un sueño, en el que se encontraba en una ribera del Nilo que rugía peligrosamente y de un modo poco característico. Aahmes-Nefertari estaba de pie en la otra orilla, pálida, inmóvil, mirándole, mientras crecía la oscuridad, y finalmente la perdió de vista. Le despertó la voz de Akhtoy mezclada con la nueva luz del sol y el aroma de pan caliente. Bajó las piernas del camastro y saludó a su mayordomo con gran alivio.
—Tengo que asegurarme de que Mesehti y Makhu viajen con nosotros —dijo en voz alta, al volver la nube de preocupaciones. Akhtoy no contestó y Ahmose comenzó su comida de la mañana.