Ahmose quería que sus tropas estuvieran desplegadas en torno de Het-Uart para comienzos de Mesore, para lo que faltaban dos semanas, pero la infantería, que marchaba bordeando la zona de cultivo occidental, tardaría en llegar más que él y los medjay en los barcos, pese al viento constante del norte que trataba de llevarles otra vez a Weset Además, ya había decidido detenerse brevemente en Mennofer.
El príncipe Sebek-Nakht no había sido convocado a la ceremonia en el templo. Ahmose había dudado de enviarle un mensaje, pero algo, una voz de precaución o de tacto, se lo impidió. Sebek-Nakht era aún un factor desconocido. Había cumplido la promesa de no inmiscuirse que le hizo a Kamose, y no había sospechas de que se hubiese enredado en las maquinaciones traicioneras de los demás príncipes, pero era de otra clase, un egipcio de sangre antigua y noble, sacerdote de Sekhmet y un erpa-ha, sin embargo, también era hijo del visir de Apepa y arquitecto al servicio del monarca setiu.
A Ahmose instintivamente le gustaba, pero recordando la broma de Kamose de que a él le gustaba cualquiera que pudiera lanzar una jabalina con la suficiente destreza para cazar un pato, había dudado de presionar al gobernador de la provincia Maten.
Mennofer era una ciudad rica y hermosa, el hogar de Ptah, el Creador. Si se podía convencer a Sebek-Nakht de que jurara fidelidad, su apoyo podía ser decisivo, y Ahmose sospechaba que no se lo podría ganar por coerción. De modo que ningún heraldo había ido a Mennofer durante los días de duelo por Kamose y no había llegado ninguna palabra de simpatía o apoyo de Mennofer a Weset.
«No es un enemigo —pensó Ahmose mientras su embarcación se desviaba hacia la orilla occidental, donde los amplios escalones que descendían al río estaban cubiertos de gente. La multitud esperaba poder verle—. Estará tan preocupado por su seguridad que no se definirá ni a mi favor ni en mi contra, o no le gustan las soluciones militares. Más bien pienso que es esto último. No me pareció un hombre egoísta o arrogante».
Parecía que Ramose hubiese estado pensando lo mismo porque, cuando chocó la barca contra el poste de amarre y saltaron los marineros a la rampa, dijo:
—No creo que Kamose jamás tuviera en cuenta el hecho de que este príncipe es uno de los arquitectos de Apepa, Majestad. Debe de conocer profundamente la distribución urbana de Het-Uart. Sería invalorable su ayuda si aceptara indicarnos cualquier punto débil de sus murallas.
—Yo tampoco lo había tenido en cuenta —reconoció Ahmose—. Tienes razón, por supuesto. Sin embargo, no olvides que como es un alto funcionario de Apepa será renuente a traicionar a su amo. En realidad, Ramose, me desilusionaría si lo hiciera. Me dio la impresión de que su lealtad va más allá de una cuestión de servicio y de la consecuente recompensa, es una fidelidad que se justifica a sí misma.
—A diferencia de Meketra —dijo Ramose secamente—. De todos modos, ¿al menos tratarás de obtener de él mapas o planos? Hemos asediado Het-Uart mucho tiempo sin éxito. Si fuera un simple bastión rodeado de murallas ya lo habríamos tomado, pero están rodeadas por canales profundos llenos de agua. Lo cierto es que sólo dos de los montículos son significativos, uno rodea la ciudad y el otro está lleno de soldados. Yo solamente estuve al otro lado de una de las murallas y vi poco de su extensión o su forma.
Khabekhnet había bajado por la rampa y ahora se encontraba en el más alto de los escalones, de cara a las excitadas gentes, y su heraldo alzaba el bastón. Detrás de él se agolpaban los Seguidores, empujando a la multitud con los escudos para abrir camino hacia el blanco muro de Menes con sus dos altas torres.
—Hincaos ante Uatch-Kheperu Ahmose, Hijo del Sol, Horus, el Horus de Oro —exclamó Khabekhnet como lo había hecho en cada parada a lo largo del Nilo, e inmediatamente se acalló el barullo. Todos se arrodillaron y pegaron la frente al suelo. Ahmose observó la línea de barcas medjay que ya estaban amarradas al pie de los escalones y sonrió al ver que algunos de los pechos negros de la tripulación, que se alzaban orgullosos en las cubiertas, llevaban adornos de oro. Los hombres de las tribus que habían recibido la condecoración del Oro del Valor llevaban sus trofeos. Ahora se encontraban en silencio y los arcos, cruzados sobre sus espaldas, apuntaban al azul del cielo como un bosque de palos. Dando una orden, avanzó hacia la rampa, con Ramose, Hor-Aha, Ankhmahor y Turi siguiéndole de cerca.
Una figura se había alzado y le aguardaba delante de la puerta abierta que, recordó Ahmose, llevaba directamente hasta la residencia del príncipe y desde allí al barrio de Ptah. «Esta ciudad es hermosa —pensó en los pocos instantes que tardó en llegar junto al hombre vestido de blanco que se inclinaba repetidas veces—. Los barrios son limpios y espaciosos y están llenos de árboles, las calles son anchas, los edificios elegantes. Me alegro de que Kamose no ordenara su destrucción. Me gustaría visitar el templo de Hathor del Sicómoro antes de seguir viaje, pero no creo que haya tiempo. También hay buena pesca en la laguna de Pedjet-She, al borde del desierto. Quizá Turi vaya». Se detuvo y sonrió.
—Bienvenido al hogar de Ptah, Creador del Mundo, Majestad —dijo el funcionario—. Soy Dagi, alcalde de Mennofer. Te aguardan literas para conducirte a la casa del príncipe.
—Prefiero caminar —contestó Ahmose—. Necesito un poco de ejercicio. No te recuerdo, Dagi. —Hizo un gesto y juntos pasaron la sombra de la puerta, mientras los Seguidores corrían a formar un cordón de protección a su alrededor.
—Yo era un administrador recién iniciado cuando tú y tu hermano vinisteis la última vez a Mennofer —contestó el hombre—. Su Alteza me nombró para este puesto en primavera, cuando nuestro anterior alcalde decidió retirarse. Es un gran honor. Muchos reyes hicieron de Mennofer su capital en otros tiempos.
Ahmose sintió simpatía por el evidente amor de Dagi hacia su hogar y continuaron en grata conversación bajo las ramas de los muchos árboles que se alzaban al borde del camino que llevaba a la ciudad. Los ciudadanos se detenían y saludaban haciendo reverencias al paso del cortejo enjoyado y rodeado de los Seguidores. Ahmose los saludaba serio, con una mano a medio alzar.
El príncipe Sebek-Nakht estaba en la entrada de su jardín rodeado de muros acompañado de sus ayudantes. Cuando Ahmose llegó junto a ellos se arrodillaron, pero Sebek-Nakht le tendió sus brazos con brazaletes y se inclinó.
—Majestad —dijo—, me honras. Por favor, entra en mi casa.
—Me alegro de volver a verte, Sebek-Nakht —respondió Ahmose—. Y me alegro de poder recorrer la bella Mennofer. Ya conoces al general Hor-Aha y al príncipe Ramose de Khemmenu. Éste es el general Turi, mi amigo más antiguo. Entremos.
Dos de los Seguidores avanzaron detrás de ellos, pero Ankhmahor y el resto de la guardia se quedaron ante la muralla, bajo la mirada inquisitiva del portero de Sebek-Nakht, que los observaba desde el pequeño cuarto junto al puerta.
La casa del príncipe, con columnas pintadas de colores brillantes, estaba delante. Había un jardín a un lado del camino que llevaba a la entrada, y al otro lado, junto a la muralla cubierta de enredaderas florecidas, había árboles frutales. La casa y el jardín ocupaban de tal modo el espacio que no se veían ni la cocina, ni los graneros ni las habitaciones de los sirvientes que sin duda debían de estar atrás. De allí se elevaba una tenue nube de humo. Al acercarse Ahmose a las columnas, un guardia se puso de pie haciendo una reverencia y, detrás del hombre, en la sombra de la entrada, aparecieron velos flotantes y luz brillando en oro. La esposa y las hijas del príncipe iban a saludarlo.
Luego de compartir el vino e intercambiar plácemes junto al estanque cubierto de lirios en el jardín, las mujeres se reunieron reclinándose en almohadones, y Ahmose, con Ramose, Hor-Aha y Turi, fueron conducidos por Sebek-Nakht al interior de la casa. Ahmose recordaba sus aposentos aireados, la fresca cerámica, verde y blanca, de la sala de recepción, las mesas adornadas y las sillas de ébano, de formas curvas, con flores incrustadas de marfil, las delicadas lámparas pintadas y los dos sagrarios, ricamente adornados, dedicados a Sekhmet y Ptah. También recordaba el cuarto adonde les condujo el príncipe, con el escritorio de cedro, las paredes con pinturas que simulaban palmeras llenas de dátiles, cuyos frutos camuflaban nichos donde se guardaban los papiros con los registros de sus pertenencias, y la alfombra de juncos entretejidos de modo semejante a un lago lleno de peces. Sin esperar a que le invitaran cogió una silla, y los demás le imitaron. Apareció un sirviente que se deslizó silencioso por el cuarto.
—¿Puedo ofrecerte algo más? —preguntó Sebek-Nakht—. Faltan varias horas para la comida de la noche. —Declinaron su ofrecimiento y con un gesto Sebek-Nakht despidió al sirviente. La puerta se cerró lentamente. Y Sebek-Nakht se volvió hacia Ahmose.
—Siento lo de tu hermano —dijo—. Y me avergüenzo de los príncipes. No tuvieron siquiera la honestidad de desertar y venir al norte, a Het-Uart. Recurrieron al asesinato. Eso es contrario a Ma’at.
—Sí —asintió Ahmose observándolo con delicadeza—. Y no estoy seguro de que pensaran ponerse nuevamente bajo el pulgar de Apepa cuando mataron a Kamose y me hirieron. Creo que tenían una idea borrosa de pactar con Apepa, manteniendo de algún modo lo que Kamose había logrado, quizá incluso pensaron en matar a mi hijastro y elegir rey a uno de ellos. Cualquier paso que hubiesen dado en ese sentido habría resultado inútil. Apepa hubiese aprovechado la oportunidad de salir de su ciudad e inundar el sur de tropas setiu. ¿No lo crees? —La invitación era obvia. Sebek-Nakht sonrió.
—Majestad, Apepa no confía en mí, sólo me escucha respecto a sus proyectos de construcción, y son pocos —dijo con dominio de sí mismo—. A los setiu no les interesa construir otra cosa que templos para sus dioses. En el pasado hice los planos para la ampliación del palacio de Apepa y controlé su ejecución, y he hecho trabajos en el Delta para otros nobles, pero eso es todo.
Ahmose acercó su silla más a la mesa y colocó los brazos en su superficie. Se inclinó hacia Sebek-Nakht.
—No te pediré que traiciones a Apepa —dijo con un suspiro—. No importa con quién simpatices, no me dirás nada, ¿verdad?
Sebek-Nakht tocó su frente pintada con kohl con un movimiento curiosamente gracioso.
No me callo porque simpatice con los setiu —comentó—. Soy arquitecto y sacerdote, majestad. Nada sé de cuestiones militares y poco me importan. Preferiría servirte a ti en vez de a Apepa. pero es Apepa quien ha utilizado y recompensado mi capacidad. Pertenezco a una familia egipcia muy antigua y, a diferencia de otros príncipes que se vanaglorian de antepasados que manejaban las armas y teman poder, yo me enorgullezco de una saga de arquitectos y sacerdotes que se extiende a lo largo de más hentis de los que yo puedo contar. Por supuesto que tengo poder —subrayó—, soy un príncipe. Pero no me interesa usarlo para conducir un ejército.
—Qué lástima —murmuró Ahmose—. Te iba a ordenar que mandaras una de mis divisiones. —Sonreía y Sebek-Nakht rompió a reír.
—Si requirieras tropas versadas en la superioridad de la piedra caliza sobre la piedra arenisca o acerca de la profundidad que deben tener los cimientos para sostener una columna de cierto peso, entonces yo podría servirte —dijo—. De otro modo sería un desastre.
—Tenemos abundancia de mentes militares —dijo Hor-Aha agriamente—. Necesitamos hombres que sepan derribar un muro rápida y eficientemente. Su intervención hizo que la conversación recuperara el tono serio y hubo un momento de silencio incómodo. Hor-Aha alzó las manos.
—Te pido disculpas, príncipe —le dijo a Sebek-Nakht—. No quise ofenderte. Pero dije la verdad. Los principales montículos en los que descansa Het-Uart están rodeados de murallas en pendiente. Son muy altas y duras como piedras. Los egipcios no construimos así. Los albañiles egipcios no saben cuáles podrán ser sus puntos débiles. Las puertas de la ciudad también son altas y sólidas. —Echó una mirada sombría en dirección de Ahmose—. Kamose tuvo que sitiar Nag-ta-Hert un mes para poder tomarla. Y lo logró debido a que el jefe militar del fuerte se quedó con poca agua y perdió el temple. Las murallas de Nag-ta-Hert fueron derribadas desde dentro, cuando nuestros soldados lograron entrar y no antes.
—No me ofendo fácilmente, general —le aseguró Sebek-Nakht—. Entiendo lo que necesitáis. Pero vosotros sabéis, desde aquel éxito de Kamose en Nag-ta-Hert, que las fortificaciones de los setiu no son de piedra. Son de arena y tierra prensadas y sostenidas con terraplenes. Conozco las ventajas y debilidades de varias clases de piedra y puedo hacer los planos de estructuras construidas con ladrillos de barro, pero eso es todo. No puedo aconsejaros.
—El padre de Apepa alzó las murallas el doble de su altura original —dijo Ahmose—. Muchas veces me he preguntado por qué, ya que en sus tiempos no había amenaza alguna contra la ciudad. Quizá hubo una profecía sobre el futuro de su hijo.
—Quizá —Sebek-Nakht cruzó los brazos—. Pero creo que le asustó la peste que hubo hace cuarenta años. Het-Uart siempre fue un laberinto de callejuelas estrechas, llenas de basura y desperdicios, en medio de filas interminables de casas de adobe. No hay jardines, excepto dentro del palacio y en algunas plazas diminutas frente a los hogares de gente muy privilegiada. No hay árboles. Sólo ruido y malos olores. Hace cuarenta años la población había crecido tanto que la ciudad se ahogaba. Estaba y sigue estando llena de ratas y otras plagas. La peste mató a miles de setiu, tantos que a los muertos simplemente los tiraban en pozos abiertos. En aquel momento, y por un tiempo, Het-Uart fue vulnerable. Por eso mejoraron las defensas.
—Es un pueblo sucio —dijo Turi reflexionando—. Teniendo todo el glorioso Delta para establecerse y suficiente lugar para casas con jardines, prefirieron apretujarse en esos espacios encerrados. No lo entiendo.
—Claro que sí —intervino Ramose—. Son extranjeros. No conocen Egipto. No les interesan su belleza y su limpieza. Son insectos, hormigas amontonadas en un hormiguero.
Sebek-Nakht miraba por encima de sus cabezas hacia la pared más lejana. Parecía encontrar algo de interés en los troncos marrones y los abanicos verdes de las palmeras pintadas allí.
—Últimamente me han ordenado supervisar el desmantelamiento de los cementerios de Het-Uart —dijo en tono amable—. Los pequeños templos mortuorios son de piedra. Ocupan mucho lugar. Los ciudadanos se han visto obligados a enterrar a sus muertos, e incluso a sus burros, bajo el suelo de las casas. —Su mirada bajó hasta encontrarse con la de Ahmose—. Mi señor está preocupado pero no hay solución al problema del tamaño limitado de Het-Uart. Habrá otra peste o mi señor se verá obligado a comenzar la construcción de extensiones de la ciudad en otros montículos. Es sólo cuestión de tiempo. Desgraciadamente para la gente común, la fortificación del norte está llena de tropas setiu que vienen desde Rethennu para defender el Delta. Apepa siempre ha acantonado el sobrante de sus contingentes militares allí, pero ahora está lleno más allá de su capacidad. Los pocos egipcios que viven allí, los que tienen puestos de administradores o escribas de Apepa y que han construido casas decentes con jardines irrigados en el borde noroeste del montículo, donde sus pequeños terrenos bajan a uno de los afluentes del Nilo, no están contentos con el flujo permanente de tropas.
Ahmose se tensó. El príncipe había puesto un ligero énfasis en algunas de sus palabras. «Jardines irrigados». «Borde noroeste». Vio la breve mirada que le dirigió Hor-Aha y supo que el general se había dado cuenta de la inflexión casi imperceptible de Sebek-Nakht.
—¡Tampoco nosotros estamos contentos! —exclamó Turi—. Antes de que Het-Uart pueda ser aislada y dejada al desnudo tendremos que batallar con esos refuerzos. Nuestros soldados sureños se sienten incómodos caminando por los pantanos y los huertos del Delta, y no hablemos de tener que lanzarse contra muros detrás de los cuales se ocultan miles. —Suspiró—. Es descorazonados Majestad.
—Sí, lo es —admitió Ahmose—. Pero el tiempo y la libertad de maniobra están de nuestra parte, Turi. Finalmente Apepa tendrá que aceptar su derrota, a menos que sea interminable el número de tropas de Rethennu. —Se volvió hacia Sebek-Nakht que le miraba—. Gracias, príncipe —dijo simplemente—. Ahora tengo una propuesta para ti. Se me ocurre que un arquitecto debe de tener pocos encargos interesantes en Het-Uart. Si tiene talento, debe de aburrirse. Necesito un arquitecto en Weset. La reina está buscando a alguien que diseñe una aldea, lo cual exige mucho más que contar ladrillos de barro. ¿Irás a hablar con ella?
Los ojos de Sebek-Nakht se volvieron dos líneas apretadas. —Aún estoy supervisando el trabajo de los cementerios, Majestad— dijo, cauteloso. —Me esperan en Het-Uart muy pronto. Volví para hablar con mi escriba de Cultivos en relación con la cosecha.
—Viniste para recibirme —lo contradijo Ahmose—. No me voy a andar con rodeos, príncipe. Te necesito en Weset. Aahmes-Nefertari te necesita en cuanto te hayas liberado de tus actuales compromisos con Apepa. No reclamo tu espada, sino el servicio de tu talento. —Extendió sus manos—. Soy humilde ante ti, Sebek-Nakht. Únete a mí. Te juro que no lo lamentarás.
La cara del príncipe se iluminó un instante con una pequeña sonrisa torcida.
—Siempre me has caído en gracia, Ahmose —dijo—. Y respetaba a tu hermano lo suficiente para prometerle que no intervendría en su guerra. Los setiu no deberían estar aquí. No lo discuto. También es cierto que deseo hacer lo que mis antepasados, construir poderosos monumentos a la gloria de los dioses y para placer del rey. Esto te diré: terminaré mi tarea con mi señor en Het-Uart y entonces pensaré si debo asumir un compromiso con mi señor en Weset. Más que eso no puedo prometerte.
—¿Al menos irás a Weset y le darás algunos consejos a la reina cuando termines en el Delta? —le presionó Ahmose—. Se enfrenta a varios problemas complejos que podrían estimular tu curiosidad arquitectónica.
Con gesto blando miró a Sebek-Nakht, que asintió con la cabeza y respondió con una amplia sonrisa.
—Muy bien, Majestad —concordó—, y por supuesto que mientras me encuentre allí muy bien puede suceder que me sienta seducido por tales problemas.
Ahmose golpeó la mesa con la palma de la mano y se levantó.
—Soy un rey complaciente, sensible a los deseos de sus súbditos —dijo, con humor—. ¡Ve cuán presto acepto tus condiciones, príncipe! Ahora vayamos a tu pacífico jardín y disfrutemos del comienzo del atardecer, mientras el aroma del festín va llegando a nuestro olfato. ¿Tienes buen vino del río del oeste? Por supuesto que sí, sin duda te lo ha regalado el mismísimo Apepa. Que lo sirvan de inmediato.
Más tarde, aquella misma noche, después del festín y de una amigable despedida de Sebek-Nakht y su familia real, Ahmose se encontraba sentado en la cubierta de su barco con los hombres que le habían acompañado a la casa del príncipe.
En torno de ellos la oscuridad calurosa luchaba con los charcos de luz amarilla de las lámparas a proa y a popa, y los Seguidores inmóviles eran poco más que siluetas inciertas a intervalos regulares junto a la barandilla. Ramose estaba medio recostado, con los hombros contra la pared de la cabina, los ojos en el cielo, fijos en los intrincados dibujos que formaban las estrellas. Junto a él, Turi descansaba en un almohadón. Ahmose estaba inclinado, sentado en su taburete de campaña, con los codos en las rodillas, pero Hor-Aha estaba sentado con las piernas cruzadas en las tablas de la cubierta, la columna recta, el color de su piel fundido con la oscuridad circundante. Sólo el blanco de sus ojos y su brazalete dorado brillaban a la luz de la lámpara. Jugueteaba con una de sus gruesas trenzas y miraba pensativo hacia delante. Desde uno de los barcos a sus espaldas llegaba flotando música sobre la opacidad ondulante de las aguas. Los medjay cantaban con voz queda en su idioma. Ahmose los oía contento. Había sido un día muy provechoso.
—¿Crees que Sebek-Nakht cumplirá su palabra? —La voz de Turi quebró la somnolencia feliz de Ahmose—. ¿Irá a Weset?
—Por supuesto que lo hará —contestó Ahmose—. Se ha pasado el último año decidiendo a quién debe su lealtad y mucho antes de que viniera a Mennofer a encontrarme con él sabía lo que haría. Ya nos ha dado información valiosa.
—¿Lo ha hecho? —Turi estaba confundido, con las cejas juntas, y Hor-Aha rió rudamente.
—Serías muy mal espía, Turi —dijo lanzando la trenza a sus espaldas—. El príncipe nos hizo una clara descripción de la situación en la fortificación del norte, donde están concentradas las tropas setiu, y nos dio una posible solución para dominarlas. Los principales sirvientes egipcios de Apepa, los aristócratas del norte, viven en fincas al noroeste del montículo —aventuró Ahmose—. Ése fue el primer elemento útil que nos dio a conocer, Turi. El segundo fue que tiene jardines con irrigación.
—Claro, Majestad —dijo Turi irritado—. A fin de cuentas siguen siendo nobles egipcios. Ahmose lo golpeó en la cabeza.
—¡Piensa, idiota! —dijo con afecto—. El montículo está rodeado completamente de muros y, sin embargo, esos jardines tienen irrigación. —Turi se alisó el pelo que Ahmose había desordenado. No habló por un rato. Ahmose esperó. Entonces Turi dio unas palmadas.
—¡Por supuesto! El vino me ha entumecido el cerebro. Tiene que haber brechas abiertas en la pared de modo que durante la inundación puedan llenarse de agua las acequias con las que riegan sus jardines. Entonces, cuando el Nilo baja, se vuelven a llenar las brechas, tanto para mantener cerradas las defensas como para contener la preciosa agua para el riego durante el verano. —Miró a Ahmose—. Esas brechas son los puntos débiles de la muralla. Si se abren y cierran cada año no pueden ser difíciles de descubrir.
—Condecora a Turi con el oro de la Inteligencia —dijo Hor-Aha sarcástico—. El problema no será la muralla, que caerá fácilmente. El problema está en el hecho de que el afluente del Nilo no se seca completamente, aunque baja el nivel de las aguas. No puede haber mucha distancia entre el agua y la pared, y ninguna distancia en invierno. Sólo un muy pequeño número de tropas podrá llegar al montículo y en invierno será una tarea muy húmeda.
—Pero quizá sea posible para Kay Abana y sus hombres —Ahmose pensó en voz alta—. Sabremos más al llegar al Delta y cuando salgan las patrullas. —Se levantó del taburete estirándose—. Mientras tanto, vamos a dormir. Mañana te volverás a reunir con tu división, Turi, y marcharás con ellos y tú, Hor-Aha, debes navegar con los medjay. Podéis retiraros. Que durmáis bien.
Una vez en su catre, comenzó a evaluar la información que Sebek-Nakht les había dado y cómo se podría utilizar. Su pensamiento derivó hacia el hombre, que pronto iría al sur, navegando con el viento del verano desde el norte rumbo a un Egipto donde el calor sofocante de Shemu era intemporal como la eternidad. «Mañana dictaré un mensaje para Aahmes-Nefertari —se dijo somnoliento—. Le estará esperando. Le llevarán a su presencia. Ella lo recibirá graciosamente con esa sonrisa, la que me derrite el corazón. Quizá se encuentren en el jardín y a su alrededor brillarán en la deslumbrante luz del sol las gotas de agua de los baldes de los jardineros. Quizá también esté allí Ahmose-Onkh, acostado sobre su barriga, al borde del pequeño lago donde las ranas se esconden debajo de los lirios y los pequeños peces nadan como fragmentos de plata coloreada en lo profundo…». Se quedó dormido extrañando los lugares familiares de su hogar.
Remando, en dos días la flotilla llegó a la ciudad de Iunu, el hogar de Ra. Allí el Nilo se dividía en dos brazos principales, el este y el oeste. Ahmose sólo esperó allí lo suficiente para que le alcanzara el ejército antes de continuar. Un día más tarde pasó por el lugar donde se alzaba el fuerte de Nag-ta-Hert. Kamose y él se habían demorado allí un mes, tratando de superar sus muros engañosamente simples. No quedaba de ellos más que un montículo de arena y tierra en el que trataban de enraizar unos árboles y unas cuantas hierbas. Ahmose lo vio pasar. Los recuerdos de aquel tiempo estaban tan frescos y vividos como siempre, pero al examinarlos advirtió que el agudo sentimiento de pérdida y dolor por Kamose se iba perdiendo. «Me estoy recuperando —pensó sorprendido—. Pronto podré rezar por los muertos sin llorar. El tiempo puede ser un enemigo cruel, pero a veces le estoy agradecido».
Aún tardarían tres o cuatro días en llegar a Het-Uart, pero ya el Nilo lanzaba pequeños ramales que dejaban el cauce principal del este para recorrer con meandros los pequeños campos bordeados de árboles de sombra y huertos cargados de frutos. Llevaban muy poca agua, y a cada lado había tierra dura y seca por donde podían marchar los soldados. Ahmose ordenó a los medjay que estuvieran muy alertas y la flota siguió navegando con precaución hasta que no faltaba más que un día para llegar. Entonces hizo fondear las barcas y mandó a buscar a Kay Abana, esperándole en el relativo fresco de su cabina. Kay llegó con la rapidez que Ahmose esperaba de él, inclinándose respetuoso y sentándose en el taburete que éste le indicaba. Akhtoy les sirvió cerveza y luego salió.
—Es hora de ponerte a trabajar —le dijo Ahmose.
Kay asintió con el vaso casi en los labios. Bebió y lo dejó en el suelo.
—Buena cerveza, Majestad —comentó—. Por algún motivo la humedad del Delta me da más sed que el horno en el que nos asamos en nuestra región. —Se limpió la boca con un dedo marrón—. Con este aire me siento inquieto, entusiasta y un poco temeroso al mismo tiempo. Espero que cuando finalmente caiga Het-Uart, majestad, no quieras dejar al Norte emplazado aquí. Es hermoso pero yo lo odio.
Ahmose sonrió.
—¿Se comporta tu primo como es debido? —preguntó. Kay asintió.
—No se cansa de cumplir mis órdenes. Todo eso puede cambiar cuando vea realmente lo que es la guerra, pero no lo creo. ¿Dónde está el ejército ahora, Majestad, y qué quieres que haga?
—Creo que las divisiones nos alcanzarán esta noche —dijo Ahmose—. Escoge a seis de tus exploradores y que estén preparados para unirse a los generales, uno en cada división, que se desplegarán por el Delta oriental y por el Camino de Horus. Las restantes cinco divisiones sitiarán la ciudad. Quiero que tú y el Norte os quedéis conmigo, Kay. Pienso destruir los muelles de Het-Uart y tú debes aconsejarme respecto a cómo llegar al montículo del norte. —Rápidamente le contó al joven lo que había dicho Sebek-Nakht. Kay lo escuchó con gesto de concentración.
—Debe de haber miles de tropas setiu metidas en ese infame montículo, majestad —comentó al terminar Ahmose—. Será muy difícil contenerlos mientras nuestros soldados atraviesan a rastras unos cuantos agujeros embarrados en la muralla. Mejor sería tratar de demoler la porción noroeste de la muralla completamente antes de mandar entrar a nadie.
—Pienso tenerles ocupados atacándoles por el lado oriental —dijo Ahmose—. No será fácil. Pero mis seis divisiones estarán dando batalla a los contingentes enemigos que recorren libremente el Delta oriental. No podrán coger por detrás a mis tropas en el sitio.
—¿Y qué hay del montículo principal de Het-Uart?
Ahmose despegó la tela de sus muslos sudados. Pese a la leve brisa que lograba pasar a través de las rendijas de la cabina, el aire era pesado y caluroso.
—Las zonas anegadizas al sur y al este están secas, y las cubriré con arqueros —explicó—. La infantería rodeará las puertas. Al oeste, por supuesto, está el afluente. El Norte ayudará a defender a la infantería que demolerá los muelles. —Suspiró—. Tú y yo sabemos que a menos que se abran las puertas no podremos tomar la ciudad. Jamás. Es casi seguro que podremos eliminar las tropas extranjeras del Delta, instalar una guardia numerosa en el Camino de Horus para evitar que sigan viniendo y, quizá, penetrar y eliminar la concentración en el montículo del norte; pero la ciudad permanecerá intacta.
—Si te quedas aquí todo el invierno puedes evitar que llegue comida —aportó Kay—. No pueden resistir mucho tiempo sin comida.
Ahmose hizo una mueca.
—Todo son conjeturas —dijo—. Yo sólo pienso en el próximo paso. ¿Están claras tus órdenes, Kay? —Le estaba indicando que se retirara. Kay se puso de pie.
—Los exploradores se unirán a las divisiones en cuanto lleguen —le aseguró a Ahmose—. ¿Supongo que tú, Majestad, quieres informes regulares de ellos?
—Sí. Directamente a mí. Si todo va bien avistaremos Het-Uart pasado mañana. Camino de tu barco haz que me envíen a Hor-Aha, Kay. Los medjay deben entender dónde se situarán.
Ahmose ya había planeado detalladamente una estrategia con los generales que mandarían las acciones contra los soldados setiu. A pesar de todo se quedó levantado para hablar los últimos detalles con ellos cuando pasaron marchando sus tropas. Continuaba durmiendo cuando apareció a la vista la curva de la pared sur de Het-Uart, y Akhtoy le despertó delicadamente. Poniéndose un shenti y calzándose con rapidez las sandalias, dejó la cabina y atravesó la cubierta, pasando entre la guardia de los Seguidores, para observar al enemigo de Egipto.
En lo alto de la fortificación en pendiente ya había una multitud de soldados en medio de una multitud de ciudadanos que gritaban y les señalaban. La llanura anegadiza delante de la muralla estaba seca y desierta. Obviamente la ciudad había sido alertada.
—Turi, Kagemni, Baqet, Khety y Sebek-Khu aguardan tu permiso para subir a bordo, Majestad —dijo Ankhmahor colocándose al lado de Ahmose, junto a la barandilla—. Quieren tus órdenes finales. Los medjay se han dividido y los arqueros que deben rodear la ciudad están en la orilla con las divisiones. Hor-Aha está con el resto de ellos.
—Que vengan.
Observó a sus cinco generales subiendo la rampa, haciendo caso omiso de la conmoción de la muralla y de la lluvia de flechas que lanzaban histéricamente en su dirección, a pesar de que estaban completamente fuera de su alcance. No había ninguna señal de amenaza desde tierra. Las otras seis divisiones habían entrado en el Delta oriental y las tropas que se hubiesen atrevido a abandonar la seguridad de sus defensas habrían vuelto a sus montículos bastante tiempo antes.
El pequeño grupo se acercó, haciendo reverencias, y Ahmose no perdió tiempo.
—Kagemni y Baqet: vosotros debéis poneros delante de los medjay, que os esperan, y desplegar sus hombres al este y sur de la ciudad —les dijo—. Montad vuestro campamento lejos de las murallas. Poned tropas de inmediato en las puertas, pero que el resto instale sus tiendas y se acomode. Que los carros de guerra comiencen a patrullar el perímetro. El terreno está sólido. No deberíais tener problemas. ¿Han llegado los carros con las provisiones? —Kagemni asintió—. Bien. Khety, lleva la división de Horus directamente al lado oriental del montículo norte y comenzad a lanzar vuestras flechas contra cualquier cosa que se mueva sobre la muralla. Armad jaleo. Levantad polvo. Quiero que las tropas del interior de la muralla no presten atención a Kay y su barca en el lado occidental. Al anochecer podéis descansar. Turi, tú y Sebek-Khuse os situaréis en el borde occidental del montículo, entre la muralla y el afluente. Diez mil hombres deben bastar para mantener a los setiu encerrados. Vuestros hombres estarán constantemente al alcance de sus arqueros, por lo que os cubrirán los medjay desde las barcas. Comenzaréis el trabajo en los muelles de inmediato. Si hay barcas amarradas, coged la carga y quemadlas. Eso es todo. —Uno a uno se inclinaron y corrieron otra vez a sus sitios. Cuando se fueron, la rampa fue retirada—. Capitán, llévame más cerca —ordenó Ahmose. Rápidamente Ankhmahor se le acercó.
—Majestad, eso no es prudente —protestó—. Una flecha perdida podría acabar con todos nuestros sueños.
—Con los míos también —le respondió Ahmose con buen humor—. No te preocupes. Para cuando hayamos avanzado un poco con los remos, los medjay ya habrán comenzado a bajar soldados de la muralla. Entonces verás lo rápido que desaparecen los cobardes. En cuanto eso suceda, el Norte puede pasar junto a la ciudad. Espero noticias de los canales de irrigación esta noche.
Cautelosamente los remeros respondieron a la orden del capitán y la embarcación avanzó lentamente. La mirada de Ahmose pasó de la multitud de soldados que avanzaban por la llanura a su izquierda, a las barcas de los medjay que avanzaban rápidamente sobre su flanco. Pese al movimiento de las cubiertas, los arqueros ya estaban haciendo su trabajo, lanzando una lluvia de flechas hacia el cielo punteado de nubes. Llegaban chillidos desde las murallas al completar su arco las flechas y dar en el blanco. Algunos cuerpos quedaban sobre la muralla. Otros caían sobre los egipcios en el llano. La multitud sobre la muralla pronto se dispersó y los medjay lanzaron alaridos de triunfo.
Ahmose se encontró forzando la vista para distinguir rostros individuales entre las siluetas dibujadas contra el resplandor del cielo, antes de encogerse mentalmente de hombros y bajar la mirada para prestar atención al avance de sus dos divisiones. Ella no estaría allí arriba, exponiéndose al peligro, soportando los codazos y empujones de la excitada gente común. No la reina Tautha. De todos modos la imaginó de niña, inclinada sobre el borde de esa pendiente impresionante, gritando su nombre y agitando los brazos para atraer su atención. ¡Tani! Ahogó el repentino sentimiento de ira y tristeza que le embargó.
Haciendo una rápida señal a su capitán, esperó mientras su embarcación golpeaba suavemente contra la orilla. Luego bajó corriendo la rampa con Ankhmahor detrás de él.
—Tráeme un carro de guerra, si puedes encontrar uno libre —ordenó—. Quiero ver mejor los muelles. Y mejor que lleve mi escudo. No creo en la puntería de los arqueros setiu, pero que me mate una flecha perdida sí que sería un fin ignominioso.
Ahkhmahor señaló el río.
—Ahí va el Norte, majestad —exclamó—. Está pasando por detrás de los medjay. —Se quedaron mirando un instante hasta que la bandera de Kay se perdió en la curva del afluente; entonces, Ankhmahor suspiró aliviado—. Ya pasó el primer peligro —dijo—. Sin duda, a estas alturas Khety tendrá ocupadas a las tropas del montículo del norte.
Ahmose iba a hacer un comentario cuando se oyó un rugido de los soldados sobre la muralla. Los ciudadanos habían desaparecido, dejando a las filas de hombres barbados yaciendo o en cuclillas bajo la lluvia de flechas mortales de los medjay, tratando de arrojar sus Hechas contra los soldados de abajo.
—Hemos comenzado a atacar los muelles —dijo Ahmose—• ¡Qué estúpidos son los setiu! Causarían más daño a nuestras divisiones arrojando rocas que lanzando flechas. O quizá piedras cogidas de los cementerios que desmantela Sebek-Nakht. —Se rió, pero la risa se atragantó. Una figura familiar se había materializado y avanzaba detrás de los soldados setiu, haciendo caso omiso de las flechas que caían a su alrededor. Grueso, de rasgos toscos, moviéndose con una gracia compacta y atlética, parecía estar amonestándoles, aunque Ahmose no podía oír sus palabras debido al clamor generalizado.
—Pezedkhu —murmuró Ankhmahor—, ¿qué hace?
—Les ordena bajar de la muralla —contestó Ahmose con voz gruesa—. Sabe que no pueden superar a los medjay y no quiere perder más soldados. También sabe que tales pérdidas son estúpidas y que, hagamos lo que hagamos, no podemos entrar en la ciudad. Una vez más muestra cautela a expensas de su prestigio. —Se volvió hacia su jefe militar—. Ordena a los medjay que dejen de lanzar flechas, pero que se queden en las posiciones que ocupan —dijo—. Y traedme el carro de guerra. —«¿Crees que me vio?», quería preguntar. «¿Me reconoció? ¿Por eso de pronto me siento tan desnudo?». Observó a Ankhmahor hacer una indicación con la mano a su segundo al alejarse rápidamente y entonces el resto de los Seguidores le rodeó.
Los muelles de Het-Uart eran amplios y numerosos, grandes dársenas de madera que se metían en la corriente del afluente, pero era verano y el agua estaba baja, revelando lo descuidado de su construcción. «Como todo lo que construyen los setiu —pensó Ahmose con sombría satisfacción, de pie en el carro de guerra detrás de Ankhmahor, con el escudo del lado de la ciudad, a su derecha—. Parecen sólidos, pero son frágiles como las casas que hacen los niños con ramitas. ¡Qué desperdicio de maderas preciosas de Rethennu!».
Varias barcas grandes, algunas de caña, otras de cedro y una o dos claramente de construcción keftiana, con proas que semejaban peces, estaban amarradas a los muelles. Había combates en las cubiertas que los egipcios habían abordado. Muchos de sus marineros, aparentemente desarmados, se tiraban por la borda a las aguas poco profundas y Ahmose vio con satisfacción que lograban llegar a la otra orilla, en medio de las embarcaciones medjay. Sin embargo, los que quedaban y tenían armas trataban de defender las embarcaciones a su cargo. Se veían pequeños enfrentamientos en las cubiertas y, mientras, los soldados encargados de llevarse el cargamento pasaban junto a ellos sin hacerles caso, bajando a las bodegas con las manos vacías y saliendo cargados de bolsas y cajas. Era imposible para Ahmose determinar qué contenían. Junto a las barcas, hombres metidos hasta la cintura en el agua ya rodeaban los pilotes que sostenían los muelles, las hachas brillando al sol, esperando la orden de sus oficiales para empezar a derribarlos. En la ribera se veía un fogón. Ahmose observó con ojo crítico el aparente caos en medio del cual se completaba sin tropiezos su estrategia.
De pronto el ruido aumentó. Los miles de hombres que ocupaban el llano entre la ciudad y los muelles comenzaron a moverse, y los estandartes de las divisiones Amón y Montu se hundieron antes de volver a alzarse. Los que portaban hachas y antorchas y los que llevaban la carga dudaron, volviéndose en dirección al ruido.
—¡Dioses! —gritó Ahmose, mientras Ankhmahor se inclinaba rápidamente para coger las riendas—. ¡Están abriendo las puertas! ¡Van a tratar de defender los muelles! —Se puso a patalear contra el suelo del carro en un paroxismo de sorpresa y felicidad—. ¡Vamos, adelante, jefe militar! ¡Khabekhnet! ¡Khabekhnet! —Su heraldo principal fue corriendo al ganar velocidad el carro de guerra y saltó junto a Ahmose—. Atraviesa ese lío y llega hasta donde están los generales —continuó Ahmose, sin advertir que seguía gritando—. Ordénales hacer frente a los setiu. Ordénales mantener las puertas abiertas a cualquier precio y que entren en la ciudad.
Khabekhnet asintió y saltó del carro, corriendo por la tierra polvorienta, dando voces inmediatamente. Con todos los músculos tensos Ahmose lo vio desaparecer en la multitud que se agitaba y gritaba. «Diez mil soldados —pensó agitado—. Diez mil para ocupar Het-Uart y otros quince mil para lanzar detrás de ellos si se puede mantener el control de las puertas. ¡Oh, por favor Amón, que Turi y Sebek-Khu tengan claridad para entender lo que deben hacer!».
—¿Ordeno venir a las otras divisiones, Majestad? —dijo Ankhmahor por encima de su hombro. Tiraba de las riendas, para que los caballos anduvieran más despacio, y Ahmose no se opuso. No serviría de nada acercarse más a aquella masa de hombres en pugna. Podía verlo todo con mucha claridad. Jadeando y temblando, se asió de los costados del carro.
—Aún no —dijo con voz ronca—. No debemos dejar al Norte desprotegido. Los estandartes se mueven, Ankhmahor. Los portaestandartes se acercan a las puertas. ¿Pero podrán seguirles las tropas?
Tensos, observaron sin prestar atención al sol del mediodía que descargaba el calor en sus cabezas, el sudor de la tensión chorreando por sus cuerpos, la brisa caliente haciendo oscilar las plumas de avestruz azules y blancas entre las orejas nerviosas de los caballos. Por fin Ankhmahor habló.
—Los medjay tratan de encontrar blancos, pero temen matar egipcios —dijo sin expresión—. Tal impotencia debe de estar volviendo loco a Hor-Aha.
Ahmose no contestó. Él también veía a los arqueros en las barcas con sus arcos listos, moviéndolos de aquí para allá sin poder lanzar sus flechas. Alcanzó a ver a Hor-Aha de pie, con los puños pegados a las caderas cubiertas con el shenti blanco, la cabeza caída.
Pero en un momento se alzaron los arcos, como si los medjay hubiesen sido poseídos por un mismo pensamiento. Nuevos contingentes de soldados setiu habían aparecido sobre la muralla y, arrodillados, habían comenzado a lanzar sus flechas en medio de la pelea. Pezedkhu estaba con ellos y aun en la distancia Ahmose podía percibir su ira. «La incursión fuera de las murallas no fue idea suya —pensó Ahmose—. Por supuesto que no. No daría una orden tan imprudente. Apepa debe de ser el responsable de esta idiotez. Pezedkhu está tratando de limitar el daño, impedirnos tomar por asalto las puertas, hacernos avanzar más lento». Un instante de esperanza hizo que Ahmose volviera su atención del cielo lleno de flechas al combate en la tierra.
El conflicto se había intensificado. Las puertas seguían abiertas, pero se había engrosado la masa de hombres delante de ellas. Para desilusión de Ahmose, resultaba obvio que los setiu, que habían salido para enfrentarse con un frente compacto de egipcios, no habían logrado otra cosa que proveer a las puertas de un escudo humano, que los egipcios se veían obligados a bajar a hachazos para poder acceder a las grandes puertas. Los portaestandartes y los hombres que los seguían no podían pasar por el lado de los setiu. El combate se había hecho feroz y sin cuartel, los cuerpos de los caídos se convertían en otro obstáculo más para los egipcios, que blandían sus armas en silencio con desesperación, tratando de acercarse a la abertura que podía significar el fin de años de esfuerzos inútiles.
—Se verán obligados a matar a todos los soldados setiu y a caminar sobre sus cadáveres para poder siquiera tocar las puertas —dijo Ankhmahor exasperado, expresando la síntesis del pensamiento de Ahmose—. Entonces estarán demasiado exhaustos para hacer mucho más.
—Entonces habrá que relevarlos —dijo Ahmose con firmeza—. Las filas de los setiu ya no son tan densas. Es hora de llamar a las otras divisiones. —Pero en el momento en que se volvía para dar la orden a uno de sus heraldos que esperaba junto a los Seguidores, vio a Pezedkhu corriendo por el borde de la muralla hacia las puertas, levantando el escudo para protegerse de las flechas de los medjay y alzando el otro puño. Deteniéndose, se inclinó sobre la muralla y Ahmose pudo oír sus gritos:
—¡Cerrad las puertas, idiotas! ¿Qué esperáis? ¡Cerradlas ahora! ¡Imbéciles! ¡Perros estúpidos! ¡Hijos de la perdición! —Con gran desesperación, Ahmose vio como las inmensas puertas empezaban lentamente a cerrarse. Gritó y los egipcios se hicieron eco de su exclamación con un gran aullido. Hubo un último esfuerzo por llegar a la muralla y luego el sonido de las puertas cerrándose, seguido por el ruido menor de las trancas colocadas tras las puertas.
En poco rato fueron aniquilados los últimos soldados setiu que quedaron fuera de la ciudad. Pezedkhu y sus arqueros desaparecieron. Las hachas retomaron la tarea, golpeando los cimientos precarios de los muelles. Se había trasladado la carga aprehendida para su examen y luego fue enviada a los depósitos por el escriba de intendencia, y los que portaban antorchas esperaban su turno para incendiar las barcas vacías y también lo que quedara de los muelles.
Los medjay se quedarían en sus puestos hasta que se consumieran los muelles y las barcas, y Kay Abana había vuelto con el Norte. Ahmose ordenó que las divisiones volvieran a sus acantonamientos para comer y descansar. Pidió un recuento de las bajas egipcias, informes sobre los heridos, una reunión con Turi y Sebek-Kha y un inventario de la carga capturada, sintiéndose amargamente desilusionado, al igual que todo el vasto campamento egipcio.
Hacia el anochecer se encendieron fuegos para cocinar y el aroma de la buena comida llenó el aire. Los soldados se metían en el agua para lavarse el cuerpo y la ropa cubiertos de mugre o se sentaban delante de sus tiendas, limpiando y afilando las armas. Pero no había nada de la alegre charla y las bromas habituales. Ahmose, que se hizo conducir por el campamento antes de comer, sintió su desilusión. Recibió sus muestras de obediencia, hablándoles de su bravura y fortaleza, y sus respuestas eran respetuosas pero más bien calladas. Todos entendían lo grande que era la oportunidad que se les había ofrecido y luego arrebatado.