Ahmose, los medjay y el contingente del ejército de Weset partieron rumbo al norte la tarde siguiente. Ahmose, de pie en los escalones del embarcadero, con la pequeña mano de Ahmose-Onkh en la suya, se encontró cansado pero satisfecho. «No sabía si podría hacerlo —pensó—. Fue arriesgado, todo, pero he creado las bases para una nueva fuerza de combate, he proclamado mi dominio sobre la mayor parte del país y he quebrado el poder de los príncipes, aunque ellos aún no lo sepan. Sólo Apepa se interpone entre el poder absoluto y yo. Sólo él. —Sonrió con malicia—. Al menos puedo concentrarme en esta campaña sin preocuparme por lo que suceda a mis espaldas. Aahmes-Nefertari y mi madre pueden gobernar en mi ausencia y me llevo conmigo a mis potenciales enemigos».
Miró de soslayo a Hor-Aha. El hombre hablaba en voz queda con Ankhmahor, una mano negra en el pomo de la espada, la otra gesticulando. Ankhmahor miraba al suelo, asintiendo gravemente mientras le escuchaba. «No se ha quejado —pensó Ahmose—. No, desde ese primer encuentro cuando dijo que comprendía. Pero debe de ser muy amargo para él verse relegado a no mandar más que a los medjay. Ojalá no los necesitara tanto. Entonces no importaría que se los llevara a Wawat. Pero tal como están las cosas tengo que acordarme de consultarle, como hacía Kamose, porque es verdad que vale mucho como estratega. Me pregunto si sospecha que no tengo intención de ratificar su título de nobleza ni de darle un dominio hasta que esté completamente asegurada la sumisión de todo Egipto».
Les rodeaba el ajetreo del embarque. Subían por las rampas los últimos suministros a los barcos de totora, los soldados desfilaban ante los escribas de asambleas que se inclinaban sobre sus listas y los hombres que ya se encontraban en cubierta se inclinaban sobre las barandillas, observando a los grupos de oficiales que permanecían en tierra. «Lamento no estar aquí para la cosecha —continuó Ahmose con sus pensamientos—. ¿Cuántos años han pasado desde que vi por última vez el aire lleno de paja y oí los cantos de los segadores al caer las espigas bajo sus hoces? Cuando vuelva a casa ya habrá empezado la inundación, los graneros estarán llenos y el vino nuevo estará fermentando en las cubas».
Advirtió que Ahmose-Onkh tiraba de su brazo.
—Quiero ir contigo, padre —decía con voz aflautada—. Quiero ir a la guerra.
Ahmose sonrió a su rostro impaciente.
—Con gusto te llevaría —dijo—. Pero tienes que poder usar el arco, lanzar la lanza y blandir la espada y, lo más importante, has de saber leer.
—¿Leer? —Ahmose-Onkh frunció la cara—. ¿Por qué?
—Porque antes de una batalla todos los generales y jefes militares se reúnen en torno de los mapas hechos por los escribas, con los nombres de los pueblos y aldeas y los tributos correspondientes. Y deciden qué hacer, Ipi lo escribe todo, ¿pero cómo sabrías que él anota las palabras correctas y cómo les dirías esas cosas a los hombres si no puedes leerlas? —Se puso en cuclillas, alineando la coleta juvenil negra y cálida con los huesos del cuello, acariciando suavemente la piel calentada por el sol—. Un día, si Amón quiere, serás el rey —continuó cariñosamente—. Pero el rey debe pelear mejor que cualquier hombre de su reino y leer y escribir mejor que cualquier escriba. Cuando puedas hacer estas cosas vendrás conmigo. Te voy a extrañar, mi pequeño Pichón-de-Halcón.
—Al menos dile a mi madre que quiero un cuarto para mí —se quejó Ahmose-Onkh—. Ya soy muy mayor para compartirlo con Hent-ta-Hent.
Ahmose se levantó.
—Cuando cumplas cinco años y comiences tus lecciones, tendrás tu cuarto —dijo—. Lo haré construir. Hasta entonces debes obedecer a tu madre y a tu abuela. Un rey también debe aprender a ser disciplinado, Ahmose-Onkh. El chico suspiró con alivio.
—¡Padre, qué contento estoy de que no me digas que obedezca a mi bisabuela! —exclamó—. Siempre está quejosa y me clava las uñas cuando la abrazo.
Ahmose contuvo la réplica que le llegaba a la boca. «A mí tampoco me gusta —quería decirle—. Toda mi vida se ha burlado de mí o simplemente me ha tolerado, según su humor. Para ella siempre seré el necio Ahmose, inocente y más bien estúpido. La conversación que tuvimos hace tantos meses no le cambió mucho esa idea, aunque logramos establecer una tregua precaria, y cuando Kamose demostró que podía mantenerse sano mentalmente, la tregua se terminó. Debí haberle dado algún reconocimiento público ayer, haberle dado alguna distinción sin importancia, pero su apoyo activo fue en los tiempos de Seqenenra y Kamose, no en los míos. No puedo contar con ella para buenos consejos, ni siquiera para un apoyo tácito, ¿pero se opondrá abiertamente a mi política? Es demasiado pronto para saberlo».
—Aún así —le dijo en voz alta al rostro cuyos rasgos comenzaban a madurar con un parecido a su verdadero padre Si-Amón y, por tanto, también a los de Kamose—, ella es una señora noble que merece tu respeto. Un rey debe aprender a ocultar sus sentimientos, Ahmose-Onkh, y, sin embargo, no volverse hipócrita.
Pero Ahmose-Onkh había perdido el interés y trataba de cazar un escarabajo dorado que pasaba con su caparazón brillando al sol.
—¡Déjalo en paz, Ahmose-Onkh! —le dijo su madre. Fue junto a ellos y Ahmose besó su mejilla pintada. Olía a aceite de nuez moscada y loto.
—Aahmes-Nefertari, eres tan hermosa —dijo impulsivo. Ella le sonrió feliz, con los ojos rodeados de kohl apretados por el sol.
—Por supuesto que lo soy —bromeó—. ¿Acaso no soy una reina? Ahmose, la ciudadela que debo construir para los soldados necesitará un canal que la una con el río para que se pueda abandonar rápidamente si es necesario. La ciudadela no se puede construir junto a los cuarteles existentes. Están casi detrás de la casa. Ni debe ir al otro lado de la ciudad. Eso es demasiado lejos para poder supervisar a los soldados de manera eficiente. ¿Dónde la quieres?
Él lo pensó un momento, con el brazo en torno de su cintura y la mirada puesta en el caos del río que ya disminuía.
—Ponía al sur —dijo finalmente—. La tierra cultivable entre el Nilo y el desierto es una franja estrecha, de modo que el canal será corto. Los soldados pueden usarlo para irrigar los campos. Pueden cultivar parte de su comida cuando no estén luchando o entrenándose. Que los cuarteles existentes sean ocupados por la guardia de la casa y sus familias.
—Los campos son nuestros —contestó ella—. No se incluyeron en el pago que Kamose prometió a los hombres que construyeron las barcas de caña, de modo que no tendré que sacar campesinos de allí. ¿Te interesa contratar a algún arquitecto en particular para este trabajo?
Soltó su cintura y empezó a acariciar su pelo, la curva de su hombro, los tendones de su cuello, sintiendo la urgente necesidad de acumular recuerdos de cómo la veía, de cómo la notaba bajo sus caricias.
—No —respondió—. Tú sabes decidir. Trae alguno de otra parte si no hay ninguno capaz aquí, en Weset. Amonmose recomendará un hombre de experiencia. —De pronto lo asaltó un pensamiento y dejó caer el brazo—. Cuando encuentres alguien adecuado llévalo al viejo palacio —le dijo en voz baja—. Pídele que haga planos para su restauración.
Ella lo miró interrogativa.
—Has estado planeando estas cosas durante largos años, ¿no es cierto, esposo mío? —murmuró ella—. Derrotar a Apepa, resucitar el viejo palacio, hacer de Weset el centro del mundo y que Amón sea su dios más poderoso. ¿Qué habría pasado si Kamose hubiera vivido? —Un espasmo de dolor desfiguró su rostro por un momento.
—Kamose tenía la misma visión del futuro —dijo con voz queda—. En esto pensábamos igual. Pero mucho antes de la predicción críptica del oráculo yo sabía que Kamose no sobreviviría lo suficiente para sentarse en el trono de Horus. Él también lo sabía. ¿Recuerdas el presagio del halcón, Aahmes-Nefertari? Desde entonces empecé a meditar lo que haría si el poder cayera en mis manos. —Frunció los labios—. No te confundas —continuó con voz quebrada—. Yo amaba a mi hermano. Nunca hubo siquiera un susurro sugiriendo traición en mis pensamientos. Prepararme para su muerte fue algo doloroso y terrible, Aahmes-Nefertari, pero lo hice. Sé lo que hay que hacer y cómo hacerlo. Este año habrá un nuevo sitio que no tendrá éxito, pero Apepa seguirá encerrado en Het-Uart y mientras él sea impotente para luchar, yo eliminaré a los soldados de Rethennu del resto del Delta. El año que viene lo derrotaré. No hables de estas cosas con nuestra madre y especialmente con la abuela —le urgió. Éstas iban por el camino con Uni y Kares, y Aahmes-Nefertari asintió y se separó de él. Cuando se volvió encontró a Hor-Aha junto a él.
—Los hombres están a bordo y la infantería ya está formada, Majestad —dijo—. Ya es la hora.
—Amón mismo viene a bendecirnos —le recordó Ahmose—. Esperaremos un poco.
En aquel momento se oyó cantar. A su alrededor y en las barcas se hizo un repentino silencio. La procesión apareció, primero los músicos con sus timbales y sus tambores, luego los cantores. Detrás de ellos iba Amonmose, rodeado de sus acólitos envueltos en incienso, pero por una vez la mirada de Ahmose pasó de largo y fue hasta la litera que iba detrás. Llevada a hombros por ocho sacerdotes, cubierta con pesadas cortinas que se agitaban y brillaban al sol, avanzó hasta llegar al pavimento. Los portadores la bajaron con reverente cuidado y su séquito la rodeó a modo de protección.
Amonmose se acercó y corrió las cortinas, e inmediatamente los reunidos se postraron en adoración. Para sorpresa de Ahmose, fue Aahmes-Nefertari la que se alzó inmediatamente y, yendo hasta la litera e inclinándose ante el perfil dorado del dios que había en su interior, se volvió hacia la congregación postrada.
—Oye las palabras del Más Grande entre los Grandes de boca de su Segunda Profeta, oh rey —declaró con voz clara y orgullosa—. Esto dice Amón, Señor de Weset: «Hijo mío, Nebpehtira Ahmose, Señor de las Dos tierras, yo soy tu Padre. Hago cundir el pánico en las tierras del norte, aún en Het-Uart, y los setiu son una mancha bajo mis pies». —Hizo una pausa, volvió a inclinarse y retrocedió.
—¿Cuándo recibiste este oráculo? —susurró Ahmose en su oído y ella sonrió.
—Amonmose me lo hizo llegar esta mañana temprano. Silencio ahora, Ahmose. Va a bendecir las tropas.
El Sumo Sacerdote había cogido un incensario y lo sostenía de cara a las barcas, entonando los cánticos de bendición y protección, y otros dos sacerdotes esperaban con los botes de leche y sangre de buey para volcarlos en las losas. De pronto Ahmose se sintió inundado de felicidad. Todo saldría bien.
Le hacía sufrir separarse nuevamente de su familia y ver el panorama de la casa guardada por los árboles, luego el templo y la ciudad misma, luego la amplia curva del río, perder de vista su tierra, pero no había nada de la inquietud dolorosa que tanto él como Kamose habían sentido en anteriores partidas. Estaba asegurada la caída de Het-Uart. El año siguiente o el otro vería por fin a Egipto unido una vez más. Era sólo cuestión de tiempo. De pie en la cubierta de su barca, con Hor-Aha, Ankhmahor y Turi junto a él y la larga fila de barcas detrás, tuvo la fuerte impresión de que Kamose también revoloteaba sobre su hombro y de que en un momento oiría su voz. «Bien, Ahmose, otra partida», diría con esa mezcla familiar de resignación y fortaleza. Tan poderosa era la sensación de la presencia de su hermano, que Ahmose se sobresaltó cuando una bandada de patos ocultos entre las cañas se alzó graznando al acercarse las barcas y quebró el hechizo. «Tú nos ves, ¿no es cierto Kamose? Tu pasión por nuestra libertad te tendrá junto a nosotros, tu ka nos sobrevuela invisible mientras vamos al norte. ¡Cómo te extraño! No me daba cuenta de lo cómodo que era ocupar un lugar a tu sombra, mientras tu asumías las responsabilidades últimas del gobierno y el mando. Ahora son mías y estoy desnudo bajo su peso».
—No estaremos mucho en el Delta esta temporada, Majestad —las palabras de Turi interrumpieron los pensamientos de Ahmose—. Es una marcha tediosa y calurosa para las divisiones de infantería. No llegarán a Het-Uart hasta mediados de Epophi. Eso nos deja poco más que Mesore para asediarla y volver a casa antes de que se inunde el camino del río.
Ahmose prestó atención a su viejo amigo. Los rasgos angulosos, más bien irregulares, de Turi mostraban el entrecejo fruncido bajo su casco azul y blanco de tela, y tenía los ojos oscuros fijos en la orilla verde que se deslizaba junto a ellos.
—Es cierto —contestó Ahmose—. Pero es hora de cambiar de táctica, Turi. —Miró al cielo, blanco de calor—. Entrad todos en la cabina. Os diré lo que quiero hacer y me daréis vuestro consejo. —Entraron en la relativa frescura de la cabina con prontitud y el resto de la tarde bebieron cerveza y debatieron la estrategia de Ahmose. Cuando salieron ya se ponía el sol, un lago de fuego que se derramaba sobre el horizonte occidental, y los marineros hacían maniobras de amarre para pasar la noche.
Antes de prepararse para dormir, Ahmose recibió un mensaje desde Het-Nefer-Apu. Paheri y Abana le esperaban con entusiasmo y la flota estaba lista para el combate. Se sentó en el borde de su camastro con el rollo de papiro en las manos, mirando el lugar vacío donde solía dormir Kamose. Akhtoy había instalado un sagrario de Amón allí, pero su forma parecía desdibujada, como si desplazara sólo temporalmente los contornos más sólidos de una sábana arrugada y una cabeza negra descansando en la almohada.
—Sigo perdido sin ti —Ahmose le habló en voz baja en la penumbra—. Me asalta la desesperación en estos momentos, cuando estoy ocioso o indefenso en ese extraño mundo entre la vigilia y el sueño, y debo luchar contra ella o me dejará impotente. Nuestro padre, Si-Amón y ahora tú, todos habéis ido a la muerte y yo estoy solo. ¿Qué satisfacción podrá haber en la victoria en medio de tanta ruina? Aunque Aahmes-Nefertari me diera una docena de Taos para llenar la casa con su presencia viril, nunca será lo mismo. El pasado es un papiro enrollado, sellado y guardado en algún lugar secreto. Y allí, donde el tiempo se ha detenido, los jeroglíficos brillan negros y los colores se mantienen por siempre brillantes, pero aquí Aftiera estoy condenado a recuerdos que se distorsionan y se desvanecen, hasta que los recuerdos mismos son mentira.
Enfadado de pronto por la compasión que sentía por sí mismo llamó a Ipi, le dio el papiro para que lo anotara y lo archivara y le envió a dormir. Acostándose, cerró los ojos y se esforzó por pensar en su esposa, en cómo la había visto aquella mañana, las cosas que había dicho, pero detrás de su imagen sólo había un gris melancólico, y no pudo descansar.
Avanzaron sin pausa pero lentamente hacia el norte, deteniéndose cuando se hacía necesario pasar revista a las tropas reclutadas en los pueblos y granjas, dejando con ellas a sus nuevos oficiales. En la orilla del río, a la altura de Badari, el centro de los territorios del príncipe Lasen, mientras miraba el caos de hombres que forcejeaban y oía los gritos iracundos de los subordinados del general Iymery que se esforzaban por crear alguna clase de orden, Ahmose pensó sombríamente que al menos los meses de campaña bajo Kamose habían enseñado a los campesinos a pelear. No tendrían que aprender de nuevo, sólo recordar lo aprendido después de pasar un invierno y una primavera en sus casas y campos.
Había ido a la casa de Lasen y confirmado al hijo mayor en sus derechos hereditarios como nuevo príncipe, pero dejó claro que el consejero que tenía que nombrar se cercioraría de que se le informara directamente de cada acción del joven noble, y lo haría responsable de ellas. Exigió el mismo juramento de fidelidad que recibió en el templo de Amón del príncipe y del resto de su familia. Le explicó al príncipe que la nueva división de Khonsu, bajo el general Iymery, quedaría acantonada en Badari y que debía prestarle al general toda su cooperación y respeto.
—¡Pero, Majestad —protestó el joven—, Iymery no era más que un ayudante del escriba de ganado de mi padre antes de que tu hermano lo reclutara para el ejército! ¡Ahora soy el príncipe de la provincia de Uatchet! ¡Yo debería mandar la división! Mi padre murió por su traición a Osiris Kamose, pero acabo de prometerte lealtad y me ofende que no confíes en mí.
Ahmose miró el rostro lleno de ira y confusión, y suspiró.
—Por supuesto que eres el príncipe de esta provincia —dijo con cautela—. Eres un erpa-ha. Pero mi voluntad para ti es que gobiernes tu provincia con inteligencia y justicia junto al consejo que te enviaré desde Weset, y mi voluntad para el ejército es que sea mandado por hombres que sepan pelear, no gobernar. No es una cuestión de confianza. ¿Sabes pelear, príncipe?
El hombre le miró fríamente.
—No, Majestad, no he tenido la oportunidad. Pero mi padre me entrenó en el arte del arco y la espada. ¡Los nobles egipcios siempre han conducido al ejército en tiempos de guerra!
—No cuestiono tu competencia con las armas —insistió Ahmose pacientemente, tratando de evitar que su voz expresara irritación—. Pero para esta guerra debo tener al mando hombres que ya hayan conocido la batalla bajo mi hermano y que, en consecuencia, conozcan el Delta. Confío en ti para que hagas lo que siempre han hecho los príncipes: gobernar con la capacidad con la que nacieron. Los generales no necesitan sangre noble para desplegar y conducir las tropas. Necesitan la autoridad que impone obediencia y la humildad que inclina su cabeza ante su rey.
El recuerdo de Lasen, con ojos despreciativos y derrotados, miraba a Ahmose desde la cara orgullosa de su hijo.
—Comprendo, Majestad —dijo al fin, y Ahmose recibió su reverencia y le dejó partir. «Veo que comprendes», pensó viéndole irse, con el shenti volando en torno de los fuertes muslos juveniles. «Pero no hay nada que puedas hacer. No puedo darme el lujo de permitirte demostrarme tu lealtad».
—Khonsu será dispersada cuando caiga Het-Uart. No será parte del ejército permanente —comentó Turi, mientras caminaba junto a Ahmose otra vez hacia el río—. Quizá eso no sea una buena idea, Majestad.
—¿Lo dices por Lasen? ¿Piensas que Badari seguirá siendo un eslabón débil en mi cadena de mando?
—Podría ser. Pero, durante la cena, Hor-Aha, Ankhmahor y yo hemos estado hablando sobre la distribución de las tropas permanentes. Parece razonable mantener dos divisiones en alerta en Weset, quizá Amón y Ra, pero construyendo acantonamientos permanentes para las otras tres en pueblos cuidadosamente seleccionados a lo largo del Nilo.
Ahmose le sonrió.
—Y supongo que vosotros tres tenéis sugerencias.
—Sí, Majestad —Turi vaciló—. ¿No te ofenderás? —Ahmose se detuvo.
—¡Por supuesto que no! —exclamó—. Dioses, Turi, tú y yo corremos carreras y nos peleamos desde niños. Compartimos cada pensamiento hasta que enviaron lejos a tu padre. ¿Ya no eres mi amigo?
—No estoy seguro de que los seres divinos tengan amigos —respondió Turi—. Antes eras el hijo menor del príncipe de Weset, Ahmose, pero ahora eres rey de Egipto.
—Necesito hombres que me den su opinión sin temor —respondió Ahmose—. Si quieres te nombraré luchador jefe de Su Majestad, además de general de la división de Amón. Sigamos caminando. —Se volvieron juntos y Turi reía.
—No necesito otro título —dijo—. Mira, Majestad, crea acantonamientos para divisiones en Khemmenu, Mennofer y Nekheb, además de Badari. Khemmenu está sólo a 500 estadios de Nefrusi. Teti y Meketra gobernaron allí y fueron ejecutados. Una división en Khemmenu te daría tranquilidad. Mennofer está cerca de donde comienza el Delta. Nekheb cuidará tu flanco sur.
Ahmose asintió con la cabeza.
—Gracias, Turi —dijo—. Voy a pensar lo que has dicho.
—Cuando nos detuvimos en Qebt, tuviste de los dos hijos de Intel la misma respuesta que has tenido aquí en Badari —señaló Turi—. Mesehti y Makhu saben que están castigadas, pero ¿quién puede decir lo que harán Djawati y Akhmin en el futuro si tus campañas no son limpias y rápidas? Contrólalas también.
«Es lo que quiero hacer», pensó Ahmose al llegar a cubierta y dejarse caer en los almohadones contra la pared exterior de la cabina. De inmediato llegó su sirviente, que le quitó las sandalias y dejó agua caliente a su lado para que se lavara las manos, pero Ahmose apenas advirtió su presencia. «El príncipe de Mennofer sigue siendo un factor desconocido —se dijo—. Lo recuerdo bien, tanto en la visita de Apepa a Weset como en las negociaciones de Kamose con él. Me gusta, pero eso no significa nada. En cuanto a Khemmenu, el principado le pertenece con todo derecho a Ramose y se lo debo otorgar de inmediato, sin un consejero que le espíe».
Sonrió amargamente mirando la débil sombra del toldo que aleteaba en el viento. «Otros generales, otros oficiales y un ejército que se debe reorganizar sobre la marcha —pensó—. Podría ser peor. Al menos no necesito una estrategia sofisticada para sitiar una ciudad y perseguir a los extranjeros por los afluentes secos del río. Me pregunto que dirán Paheri y Abana cuando les diga que no habrá descanso para ellos durante la inundación».
Con gran alivio, Ahmose avistó Het-Nefer-Apu el doceavo día de Epophi. Sintió que las semanas anteriores las había pasado remendando una alfombra hecha jirones, entretejiendo los hilos sueltos en la trama, cortando los pedazos muy rotos, limpiando la suciedad para que pudiera distinguirse el dibujo original.
Se aseguró de que cada pueblo lo recibiera oficialmente. Cada alcalde, gobernador y noble fue convocado a jurar lealtad y se observó y evaluó la fiabilidad de cada uno. Algunos fueron despedidos. Las listas de Ipi de puestos administrativos para cubrir y de hombres en los que se podría confiar para ocuparlos se alargaban de día en día, y Ahmose se encontró deseando contar con el consejo de su esposa. Aahmes-Nefertari investigaría el linaje y los antecedentes de cada candidato, lo hecho en vida de Kamose, a qué dios sirvió, cuál era la reputación de su familia en materia de estabilidad y piedad. Lo haría de manera eficiente y objetiva, sin necesidad de devolver un favor o ascender un pariente. «No tengo tiempo para la tarea —pensó Ahmose—, pero es vital. Quizá podría enviarle las listas; ella y mi madre pueden reunir la información necesaria para aconsejarme cuando vuelva. Het-Uart exigirá toda mi energía e ingenio, pero la conducción de los asuntos de Egipto debe continuar. Evaluación de cosechas, impuestos, procedimientos de la corte, proyectos locales de construcción, todo. El gobierno no puede quedar en barbecho mientras persigo a los setiu.
»Kamose destruyó la estructura de Egipto, era necesario. Eso me permite reorganizar mucho más que el ejército, pero la construcción de un nuevo orden no se puede postergar. Aahmes-Nefertari también puede reunir una delegación que vaya a Keftiu. A los keftianos no les interesa la política de Egipto. Les interesa el comercio y no qué dios se sienta en el trono de Horus. Deben de saber lo que ha sucedido desde que se interrumpió el comercio con el Delta y apuesto a que no sienten ninguna lealtad especial hacia Apepa y a que estarán contentos de transferir sus tratos comerciales a Weset en vez de Het-Uart».
Cuando Ahmose llegó a Khemmenu descubrió que Ramose había estado viviendo en una tienda que había instalado en las afueras de la ciudad. «No tenía ningún derecho a ocupar la finca de Meketra, Majestad —le dijo a Ahmose con franqueza—. Y no había otra casa disponible. Pese a la traición final, Meketra trabajó intensamente para restaurar Khemmenu. Muchos refugiados de Dashlut y las otras aldeas que fueron quemadas se han instalado aquí y la ciudad disfruta de una explosión de vitalidad». Se encontraron en el barco, luego de que Ahmose fuera recibido ceremoniosamente por el alcalde y los consejeros de Khemmenu y pasaran un rato rezando en el templo de Tot, bajo la mirada vigilante del Sumo Sacerdote que tiempo atrás había negado a Kamose y a él mismo la entrada al atrio interior. Ahora, junto a Ramose, estaban apoyados en la baranda, observando el ajetreo en las dársenas de Khemmenu, con la bruma roja y polvorienta de la puesta del sol. «No huele a carne quemada-pensó Ahmose. —No hay sangre en la arena, en las paredes blancas, no hay escombros en las calles, como si lo hubiéramos soñado todo Kamose y yo. El tiempo y la fuerza de la vida misma han cerrado las heridas».
—¿Qué hay de Nefrusi? —preguntó haciendo un esfuerzo por dejar la contemplación del pasado, que se estaba convirtiendo en costumbre. Ramose rió y negó con la cabeza.
—Nefrusi se ha convertido en una pequeña aldea ordenada y limpia llena de campesinos competentes —dijo—. Creo que este año los soldados setiu están compitiendo entre sí para ver quién puede segar más grano en el menor tiempo. ¿Irás allí, majestad?
«¿Lo haré? —se repitió Ahmose—. ¿Quiero pararme en el lugar donde cayó mi padre, donde miles de cuerpos fueron arrastrados por la arena para ser quemados? Yo me encontraba enfermo en lo más profundo y Kamose se movía y hablaba como quien ha sido enterrado vivo».
—No, no lo creo —dijo lentamente—. Saludaré a los oficiales que estén al mando allí, pero en la orilla. —Se volvió hacia su amigo—. Ramose, quiero que te hagas cargo del gobierno de la provincia de Un. Ya he redactado el documento que te nombra príncipe erpa-ha. Desarma tu tienda y toma posesión de la finca donde fuiste criado.
Ramose hizo una larga pausa antes de contestar. Luego miró a Ahmose a la cara.
—Tal oferta es correcta y honorable, Majestad —dijo—. Merezco el título y la propiedad. Me mudaré a la finca que mis padres amaron y cuidaron, y gobernaré la provincia de Un bajo los edictos de Ma’at. Pero sé lo que les has hecho a todos los demás nobles con autoridad administrativa. Les has emasculado. —Utilizó una expresión común utilizada por los campesinos para describir la eliminación de los testículos de un hombre—. Y el control de sus jurisdicciones ha pasado a manos de los llamados consejeros que pones a su lado. Sé lo que causa tu desconfianza y creo que es sabio lo que haces. Pero si he de gobernar Khemmenu y su provincia lo haré con los administradores y escribas que yo elija, no tú. Se confiará en mí o no se confiará. —No había hablado enfadado ni resentido. Sus rasgos mostraban la misma calma que sus palabras. Ahmose asintió.
—¡Bien! —dijo alegre—. No tenía intención de hacerte espiar, Ramose. Ni a ti, ni a Ankhmahor ni a Turi. No roe oirás llamar espías a mis servidores en público, pero lo hago ante ti, porque espías serán hasta que esté asegurada mi corona sagrada. Toma la provincia con toda libertad.
Ramose dejó salir un suspiro de alivio.
—Te agradezco tu confianza, Ahmose —dijo—. Permíteme corresponderte. A menos que me des una orden específica, no asumiré mis responsabilidades aquí hasta que termine la guerra. Deseo quedarme junto a ti.
Ahmose entornó los ojos.
—Aún esperas ver a Apepa muerto y recuperar a Tani, ¿verdad? —dijo con voz queda.
Ramose apretó los labios. Separándose de la baranda, hizo una breve reverencia, giró y se fue sin contestar. Ahmose le vio bajar la rampa y mezclarse con la gente del muelle antes de desaparecer a través de las puertas abiertas de la ciudad. «Estás loco o eres un místico, querido Ramose —pensó—. De cualquier manera, eres el hombre más testarudo que he conocido. Nunca se te ocurriría que Tani quizá no merezca devoción tan fuerte e intransigente».
Habían pasado dos días desde aquella conversación. Ramose, Turi, Hor-Aha, Kagemni, Baqet y otros generales estaban sentados en torno de una gran mesa a la sombra de un toldo, cerca del Nilo. Por detrás de ellos y a su alrededor las divisiones seguían llegando a Het-Nefer-Apu, donde los escribas de reclutamiento distribuían a los hombres en los distintos alojamientos. Frente a ellos, en el río, las barcas de la flota producían sombras pálidas entrecruzadas sobre los arbustos en la orilla. El calor del mediodía resultaba opresivo. Los soldados de guardia, al pie de las muchas rampas que unían las barcas con la orilla, estaban sudando. En las barcas los marineros se reunían bajo toldos gigantescos, invisibles para la multitud de la orilla, pero se oían sus conversaciones perezosas y sus ocasionales risotadas. El pueblo mismo, a corta distancia hacia el norte, yacía silencioso en el narcotizado adormecimiento de la tarde.
—Mañana a esta hora tendremos reunidas todas nuestras tropas —decía Turi—. Están llegando los últimos contingentes. Los escribas de intendencia ya se quejan de la cantidad de cerveza que beben los últimos arribados.
—No tiene remedio —dijo Ahmose brevemente—. La marcha da calor. Que beban cerveza mientras puedan. Cuando salgamos para el Delta sólo habrá agua. He oído tus informes sobre la disponibilidad de la flota, Paheri, y estoy satisfecho de que no has desperdiciado los meses en los que no estuve. Ahora, Abana, dime la situación del Delta.
En respuesta, el hombre mayor señaló a su hijo.
—Paheri y yo hemos estado ocupados en el cuidado y entrenamiento de los once mil infantes de marina, Majestad —dijo a modo de disculpa—. No quería delegar la responsabilidad de la tarea que tu hermano nos asignó a nadie en quien no pudiera confiar plenamente. Por lo tanto, envié a Kay al norte.
El joven hacía chasquear su latiguillo sobre el vaso donde intentaba asentarse sin éxito una nube de moscas. Lo tapó con la mano y levantó su mirada sonriente.
—Mis hombres y yo hicimos el viaje tres veces, Majestad —dijo con prontitud—. Dos veces cuando la inundación estaba en su punto más alto. Mi barca es sólida y mis marineros totalmente confiables, y los afluentes del Delta resultaron razonablemente navegables. Entramos en el Delta por su rama este, pasando los restos del fuerte de Nag-ta-Hert, y amarramos un poco más abajo del acantonamiento de los setiu. Envié pequeñas partidas. La mayoría de los pantanos y lagos que se inundan totalmente están en la porción este del Delta y los diques y canales a través de los cuales vuelve el agua al Nilo en la primavera estaban llenos, pero dando un rodeo por Het-Uart y llevando nuestras barcas por los canales pudimos llegar al Camino de Horus.
Ahmose lo miró ocultando su diversión y con mucha sorpresa. Kay hablaba afectando indiferencia, incluso descuidadamente, de una excursión que debió de haberle exigido a él y a sus hombres hasta el límite. Reclinado, con un pie calzado apoyado en un túmulo de tierra cubierta de hierba, con rayos de luz bailoteando locamente en el aro de oro que llevaba en una oreja, mientras el toldo sobre ellos se inflaba, era la imagen de la confianza en uno mismo.
—No tenía sentido explorar el lado oeste del Delta —continuó, dando poca importancia al asunto—. Het-Uart está en la orilla este del gran afluente oriental del Nilo, y entre ese lugar y el afluente occidental la inundación es más tranquila. Hay huertos y viñedos, y pastizales para el ganado, y, por supuesto, más allá de la vía fluvial occidental están los pantanos y el desierto. Él, Osiris Kamose, devastó todo hace dos años tratando de impedir que los setiu almacenaran mucha comida. Pensé que Tu Majestad estaría más interesada en la actividad que hubiera por el camino de Horus.
«Has cambiado, Kay Abana —pensó Ahmose—. Tu descaro ya no es una lluvia de chispas sin sentido. Eras un niño impaciente y pretencioso y, aunque aún tienes excesiva confianza en ti mismo, está siendo dominada por la inteligencia de la madurez que liega. Kamose hizo bien en darte tu mando».
—Fue un acto valiente —dijo en voz alta y Kay sonrió encantado.
—Lo fue —contestó con prontitud—. Pero mis hombres son intrépidos y yo los conduje bien. Sólo queremos complacerte, Majestad.
—El Camino de Horus —intervino Turi con amargura—. ¡Es una espada de doble filo! Una línea vital que en tiempo de paz va de los centros comerciales de oriente hasta el corazón del Delta, pero en tiempos de guerra se convierte en un canal por donde andan todos los peligros. Tu antecesor, Osiris Sen-Wasret, construyó los fuertes de la Muralla de los Príncipes para tratar de controlar la llegada de los extranjeros, Majestad, pero ahora la muralla está en poder de Apepa y los setiu vienen a Egipto en un flujo constante.
—Lo sé —dijo Ahmose—. Continúa, capitán. ¿Qué has visto?
Kay cruzó las piernas, se inclinó y nuevamente chasqueó el latiguillo, esta vez espantando los insectos que buscaban sal en el sudor que cubría su brazo.
—Tropas de los setiu, con mucho armamento —contestó con prontitud—. No marchan en formación, avanzan en grupos sueltos haciendo mucho ruido y con poca disciplina, pero no dejan de venir. No caben todos en Het-Uart. En ese agujero pestilente ya no hay lugar para una rata más. Acampan en grupos lo más cerca de la ciudad que pueden. El Delta está cubierto de ellos.
—Para que caiga Het-Uart debemos limpiar el Delta y luego dominar el Camino de Horus —dijo Hor-Aha— Kamose hizo lo más que pudo para limpiar el Delta, pero durante la inundación los príncipes del este enviaron más refuerzos por el camino de Horus.
—Entonces la solución es obvia —continuó Ahmose—. Kamose no habló de esto, pero creo que al crear la flota c insistir en su capacitación, se preparaba para iniciar un año entero de campaña, no sólo en los meses secos. No podemos permitirnos el lujo de ganar terreno y volver a perderlo. Iremos al norte de inmediato, en cuanto lleguen los últimos soldados. Cinco divisiones se desplegarán en torno de los montículos en los que descansa la ciudad y los sitiarán junto con los arqueros medjay. Las planicies que se inundan están secas y duras. Se pueden utilizar carros. Las otras seis divisiones patrullarán el Delta y se enfrentarán a los contingentes de tropas de los setiu donde las encuentren. Las acequias y los canales tendrán muy poca agua y debiera ser fácil moverse por el Delta. Kay, ¿puedes estimar la cantidad de soldados setiu que llegan de Rethennu?
—No, majestad. Lo siento. Los pocos días que estuvimos observando el camino no fueron suficientes para que pudiera contar con precisión. Pero llegan continuamente. —Vació su copa y la dejó en la mesa—. ¿Y qué hay de la flota? —dijo con entusiasmo—. ¿Qué planes tienes para tus soldados más leales, majestad? ¡El Norte ya tiene a sus hombres y su equipo listos para la batalla!
—Los infantes de marina serán granjeros hasta Tot —contestó Ahmose con firmeza—. Aquí hay diez mil hombres, Kay, y todo un pueblo que alimentar. Se debe cosechar del modo más eficiente que sea posible. Las divisiones de infantería saquearán las aldeas del Delta sobre la marcha.
—¿Y en Tot? —Fue Paheri quien lo interrumpió esta vez y Ahmose se volvió hacia él.
—Entonces, si es la voluntad de los dioses, Isis llorará —dijo—. Se extenderá la inundación. Pero no volveremos a casa. La flota entrará en el Delta y no les daremos a los setiu tiempo para descansar y reagruparse. —Paheri gruñó y en el rostro de Kay Abana se dibujó una expresión de alivio—. Quiero analizar los detalles ahora —continuó Ahmose—. Ipi, trae los mapas. Akhtoy, que limpien la mesa.
Cuando cada general había recibido sus órdenes, planteado sus dudas y recibido respuesta, el sol ya comenzaba a ocultarse detrás del pueblo en una nube de bronce fundido. Ahmose finalmente les indicó que podían retirarse. Caminó cansado hasta su tienda, pasó junto a sus guardias y entró, dejándose caer con un suspiro en la silla plegable de viaje, junto al camastro, levantando los pies para que su sirviente le pudiera quitar las sandalias.
—Tus pies están hinchados, Majestad —comentó el hombre, tratando de deshacer los nudos—. Traeré agua tibia y un bálsamo.
El sirviente salió y Ahmose se quedó solo un rato en la creciente penumbra. Fuera sonaron pasos. Había hombres yendo de aquí para allí. Su guardia exigió una contraseña y recibió la respuesta. En algún lugar cercano comenzó a rebuznar un burro. A través de la entrada de la tienda llegó el aroma agradable de una gacela asándose. «Los soldados habrán estado cazando en el desierto», pensó Ahmose. Miró alrededor y vio la lámpara, que pronto sería encendida, su catre pulcramente preparado, el arcón con su ropa contra una pared, el sagrario cerrado contra la otra. Estaba en un oasis protegido de orden y silencio, y de pronto lo dominó un sentimiento de soledad. Sabía que el origen de ese sentimiento no estaba sólo en su posición única como rey. Ni era solamente la ausencia de su hermano en una situación que siempre habían vivido juntos, ni que extrañara a Aahmes-Nefertari. «Tengo nostalgia de cómo eran las cosas antes. Extraño a los príncipes, Intef y Lasen y sí, incluso a Meketra, todos en torno de la mesa del consejo, Kamose taciturno y duro, las quejas de los nobles, la incertidumbre y los horrores de aquel tiempo, pero de todos modos había una especie de compañerismo. Estoy creando un nuevo orden pero tengo nostalgia de aquel antiguo orden tan familiar».
Akhtoy entró con el sirviente y, mientras se remojaban y eran masajeados los pies de Ahmose, se movió en silencio, encendiendo la lámpara, dejando agua fresca junto al camastro y recogiendo la ropa usada. Ahmose lo observó un momento y entonces dijo:
—Akhtoy, no quiero estar solo esta noche. Por favor, haz que traigan otro camastro y dile a Turi que duerma aquí.
Imperturbable, el mayordomo hizo una reverencia y salió. El sirviente colocó sandalias de papiro en los pies cubiertos de aceite y se alzó con el recipiente lleno de agua. Ahmose se lo agradeció e indicó que se retirara. Al poco tiempo volvió Akhtoy.
—Los ayudantes del general Turi me dicen que se llevó una guardia para ir a pescar esta noche con Idu, su portaestandarte, Majestad —le dijo Akhtoy—. ¿Desearías ver a otra persona?
«Pesca nocturna —se repitió Ahmose, notando una punzada. ¿Y por qué no? Es un pasatiempo que los dos disfrutábamos antes de que se fuera, antes de que creciera. Nos quedábamos en una barca bajo las estrellas, dejando caer el sedal en las aguas oscuras y hablábamos y reíamos dejando pasar las horas pacíficas. No se ha olvidado, pero la naturaleza de la afinidad entre nosotros ha cambiado. Ya no podemos ser iguales en la amistad, no importa cuánto lo deseemos, y él está creando lazos dentro de la división que le he confiado». Akhtoy lo contemplaba con compasión comprensiva, que a Ahmose no le resultaba insultante.
—No —dijo lentamente—. No, Akhtoy, creo que un rey debe crear un círculo y poner distancia. No puede suscitar celos.
La expresión de Akhtoy no cambió.
—Eso es cierto —contestó—. Sin embargo, un simple sirviente no causará inquietud. Con tu permiso, traeré mi cama aquí. —Ahmose no contestó e, interpretando su silencio como consentimiento, Akhtoy salió a la oscuridad y gritó una orden. Al rato su ayudante entró haciendo reverencias y fue al otro extremo de la tienda, procediendo a desenrollar el jergón de Akhtoy y a colocar sábanas y una almohada en ella, y luego salió.
—Majestad, tengo cosas que arreglar para mañana —dijo Akhtoy—. Pero volveré rápidamente. Hay granadas y uvas negras, recién traídas de la viña y tu cocinero ha horneado bulbos de bejuco molidos, mezclados con miel, como a ti te gustan. Permíteme traerte una comida ligera.
Ahmose lo miró reflexivo.
—Eres un hombre compasivo y con tacto, además de un mayordomo extraordinario, Akhtoy —dijo—. Dime, ¿eres feliz?
Se alzaron las cejas de Akhtoy, formando una línea negra continua.
—Ésa es una gran palabra que abarca muchos estados menores, Majestad —contestó—. Es un gran honor ser tu primer sirviente, así como amé y serví a tu hermano. Estoy contento con mi mujer e hijas en Weset. Tengo una vida plena y satisfactoria y progresan los trabajos en mi tumba al oeste de Weset. Todas estas cosas me hacen feliz.
—Eso me agrada. —Ahmose se levantó de la silla—. No me traigas comida, pero si han llegado mensajes de mi familia, quiero verlos antes de retirarme a descansar.
Cuando Akhtoy se fue, Ahmose se acostó en su camastro y, metiéndose entre las sábanas frescas, se recostó con un suspiro. Se había ido su depresión. «Algún día ascenderé a este hombre —pensó—. Damos por descontada la fidelidad de nuestros sirvientes pero no deberíamos hacerlo. Merece ser premiada su fiabilidad reservada». Se estaba adormeciendo cuando volvió Akhtoy. Apagó la lámpara. Ahmose oyó los pequeños ruidos que hacía el mayordomo al instalarse en su cama y acomodarse. Deseándole buenas noches, cerró los ojos y se dejó envolver por la sensación de seguridad que le daba la presencia del otro hombre. «¿Cómo se llamará su esposa? —continuó pensando Ahmose—. ¿Y sus hijas? Mantiene mucha reserva sobre su vida, pero tengo que preguntarle si puedo hacer algo por ellas. Tengo el vago recuerdo de dos niñas más bien hermosas cogidas de sus manos cuando lo vi en el templo una vez durante una festividad. ¿Cómo estará mi pequeña Hent-ta-Hent?».
Tres días más tarde el ejército abandonó Het-Nefer-Apu. Ahmose había decidido continuar el viaje al norte en barco en vez de ir con su división, pero sintió una gran pérdida al quedarse al borde del desierto viendo la larga falange de hombres marchando, con los estandartes medio ocultos por el polvo y los radios de las ruedas de los carros brillando en el sol calcinador.
Hacia el oeste, el camino hacia el oasis desaparecía en el horizonte brumoso, y mirando hacia allí con los ojos entornados para protegerse de la brillante luz de la mañana, pensó en el tiempo en que Kamose y él esperaban juntos al resto de las tropas sedientas y débiles de Kethuna, que salían tropezando del desierto cubierto de rocas. «Pero entonces no pensaba en Kethuna —reflexionó Ahmose—. No, pensaba en Pezedkhu, acantonado al norte de Het-Nefer-Apu, con sus miles de soldados esperando, al igual que nosotros, a ver qué sucedería. Su esperanza se desvaneció cuando los hombres de Kamose cayeron sobre aquellos infelices setiu, medio enloquecidos, y los hicieron trizas, y ellos se disolvieron hacia el Delta como un fantasma silencioso, prefiriendo eso al enfrentamiento que podría haberlos llevado al fracaso. Pezedkhu. Me pregunto qué estará haciendo a estas horas, encerrado en el palacio de Apepa, qué le habrán estado diciendo sus espías y patrullas. ¿Piensa en mí con un escalofrío de temor, como me sucede con él? Pezedkhu, la más formidable mente militar que enfrento. Apepa mismo no es nada, un dibujo tosco en un papiro comparado con la fuerza y la sutileza de este general extranjero que aparece como estatua gigantesca frente a cada decisión que tomo».
Encogiéndose mentalmente de hombros, Ahmose dio la espalda al terreno accidentado que ahora ya no mostraba indicios de la carnicería que hubo allí. Por un impulso que era mitad instinto, mitad sentido común, le había ordenado a un encantado Kay Abana que acompañara a sus embarcaciones y a las de los medjay con el Norte. Kay y sus infantes habían patrullado el norte. Podrían serle útiles de un modo que ahora no podía prever, si bien Apepa tenía pocos barcos que no fueran para el comercio y Ahmose no pensaba que hubiera hostilidades en el agua. Aún no.
Al caminar hacia el río entre la basura dejada por el ejército, Kay se le acercó, con profusión de reverencias y llevando del brazo a un muchacho joven, que trotaba a su lado. A una señal de Ahmose se detuvo su comitiva. Kay se aproximó, cayendo de rodillas y apoyando la frente en la tierra. Luego de vacilar un instante, el muchacho hizo lo mismo.
—Levantaos —dijo Ahmose—. ¿Qué puedo hacer por ti, capitán? Espero que no sea nada complicado. Estoy a punto de embarcar y tú deberías hacerlo también.
—¡Sí, Majestad, eso voy a hacer! —le aseguró Kay, levantándose y sacudiendo el polvo de sus piernas—. El Norte está pertrechado y listo. Mis hombres y yo agradecemos humildemente esta oportunidad de distinguirnos aún más a tu servicio. Llevamos el azul y el blanco con gran orgullo.
Ahmose le sonrió con frialdad.
—Abana, tu sinceridad es abrumadora —dijo—. Sólo es superada por tu ampulosidad. ¿Qué quieres?
A modo de respuesta, el joven empujó a su acompañante hacia delante.
—Éste es mi primo Zaapen Nekheb —dijo—. Parece mayor de lo que es en realidad. No te mentiré, majestad, sólo tiene doce años, pero es inteligente y fuerte y será un excelente soldado. Te ruego que le permitas venir a bordo del Norte conmigo.
El grupo que observaba se rió. Ahmose escudriñó al muchacho. Ciertamente parecía mayor. Era delgado, pero aparentaba fortaleza, y aunque sus dedos que se encogían y extendían denotaban el nerviosismo, miró a Ahmose a los ojos sin bajar la mirada. El lazo de familia con Kay se adivinaba por algunos indicios menores, el arco de la mandíbula, el mentón con hoyuelo, el pelo. Ahmose volvió su atención a Kay.
—¿Porqué? —inquirió. Kay parpadeó y luego se recuperó.
—Porque su sueño es ser soldado —dijo con prontitud—. Desde su más temprana juventud no habla de otra cosa.
—Su niñez, querrás decir —lo contradijo Ahmose, secamente—. Pero no has contestado a mi pregunta. Todos los niños quieren ser soldado o escriba. Éste no es diferente. Tú tienes una responsabilidad muy seria como capitán de uno de mis barcos, Kay. No quiero que ésta se resienta. ¿Qué haces aquí, Zaa? —se dirigió al otro—. ¿Por qué no estás en la escuela?
—Me escapé —contestó Zaa.
—Entonces te enviaré a Nekheb de inmediato. Y estoy sorprendido por esta tontería, Kay. No tengo tiempo para esto. Quizá debiera dejarte aquí para que madures un poco bajo la supervisión de tu padre.
—¡Oh, Majestad, no me avergüences! —se le escapó a Kay, borrada toda traza de fanfarronería—. ¡Escúchame, te lo ruego! Mi petición no es tan frívola como parece.
—Tienes diez latidos de corazón para hablar.
Kay lo encaró con una seriedad que no le conocía.
—Zaa es un granuja, pero útil. Ha escapado de la casa de mi tío y de la escuela del templo de Nekhbet muchas veces. La última vez que le alcanzó el mayordomo de mi tío había llegado casi hasta Weset, buscando unirse a tu ejército. Nadie puede hacer nada con él. Mi tía no ha dejado de llorar por su culpa desde su nacimiento. Finalmente mi tío lo envió aquí con mi padre. Hay un permiso escrito. Ha sido mi sirviente a bordo del Norte durante varias semanas. Limpia las armas y la cubierta y los shentis de los marineros, ayuda al encargado de la distribución con nuestros víveres. Mi padre lo aprueba. Es partidario del trabajo duro como remedio para la delincuencia. —La mirada de Zaa bajó avergonzada—. Pero el Norte puede tener que intervenir en una batalla y necesitaba tu permiso para tener un no combatiente a bordo.
Ahmose se quedó en silencio, pensando.
—¿Ha hecho algo por lo que te hayas visto obligado a castigarle? —preguntó por fin.
Kay negó con la cabeza.
—No, Majestad. Está tan contento de encontrarse entre guerreros que ya no causa problemas.
Ahmose hizo una seña con el dedo.
—Zaa, ven aquí. —El chico se acercó e hizo una torpe reverencia—. ¿Es verdad lo que dice mi capitán?
—Sí, Majestad. Lo siento.
—Todos mis soldados deben jurarme fidelidad. ¿Sabes lo que eso significa?
Zaa alzó la cabeza y tenía una expresión de esperanza renacida.
—Sí, Majestad. Significa que el soldado ha de ser leal, respetuoso y valiente, y que obedecerá al rey y a sus oficiales y cumplirá con su deber. —Casi tartamudeaba de la emoción.
—También significa que si traiciona su juramento, le pueden arrancar la nariz y desterrarle o incluso ejecutarle —le alertó Ahmose—. ¿Te arriesgarás a jurarme lealtad?
—¿Como soldado? —Los ojos de Zaa brillaban—. ¡Sí, Majestad!
—No como soldado —respondió Ahmose—. Aún no, hasta que cumplas los dieciséis. Hasta entonces continuarás bajo la responsabilidad de tu primo y de su padre y harás lo que te digan. Puedes quedarte a bordo del Norte, pero deberías avergonzarte de causar tanto dolor y sufrimiento a tus padres. Tus actos son indignos de un muchacho egipcio.
—Sí, Majestad. ¡Gracias! ¡Gracias! —Los pies descalzos de Zaa bailaban de excitación en el polvo, mientras su cuerpo se mantenía rígido de felicidad.
—Entonces besa mis pies y las palmas de mis manos como prueba de tu fidelidad a mí —dijo Ahmose—. Ya no eres libre de ir donde quieras, Zaa. ¿Comprendes esto? —En respuesta, el muchacho casi se derrumbó en la tierra y besó fervientemente los dedos de los pies de Ahmose—. En cuanto a ti, Kay, ten presente que si estás obligado a elegir entre dar una orden en el fragor de la batalla y salvar la vida de tu primo, le dejarás morir. Kay asintió serio.
—Ya lo he pensado, Majestad —dijo en voz baja—. Tú me has confiado una gran responsabilidad a pesar de mi juventud. Te prometo que en esto tampoco te desilusionaré. —Marchaos, entonces.
Hicieron su reverencia y retrocedieron, pero al darse vuelta Zaa dio un alarido y empezó a correr, desapareciendo por el camino, bajo las ramas colgantes de los árboles, hacia la rampa del Norte. Kay lo siguió más lentamente.
—Un niño así está destinado a una carrera militar gloriosa o a una muerte temprana —comentó Hor-Aha.
Ahmose le sonrió secamente cuando volvieron a avanzar. —Cuando yo tenía doce años me emborrachaba con Turi con vino de dátiles, bajo los arbustos que hay junto al río— dijo. —Creo que la ambición de este niño es algo más noble. Bien, Hor-Aha, partamos en nuestros barcos rumbo al Delta. Tenemos mucho camino por delante.