Durante los días de duelo por Kamose, Aahmes-Nefertari vio poco a su marido. Esperaba que la solemnidad del dolor invadiera la casa ahora que la rebelión había sido sofocada. Y en verdad se impuso una especie de paz en la familia. Pero era más un silencioso suspiro de alivio que un apaciguado homenaje a su hermano. El peso del odio, el constante deseo de venganza que llevó a Kamose a tanta matanza y destrucción, los había dominado tanto tiempo que se habían acostumbrado a vivir en un estado de tensión permanente. La fuente de esa tensión había desaparecido y ellos sintieron su desaparición como una extraña purificación.
A pesar de todo le habían amado, y al pasar de Mekhir a Phamenoth, con los campos que rodeaban Weset animados por los cantos de los sembradores que arrojaban las semillas al suelo oscuro y húmedo, cada uno llevó el duelo a su manera. Tetisheri se encerró en sus habitaciones. El incienso que acompañaba sus rezos formaba una tenue nube frente a su puerta. Aahotep se movía por la casa con su habitual calma aristocrática, pero a menudo se la veía sentada, inmóvil bajo los árboles del jardín, con la barbilla apoyada en la palma de la mano y la mirada perdida.
A Aahmes-Nefertari la tristeza le daba inquietud. Se dedicó a caminar, con el sirviente portador del parasol y el Seguidor caminando pacientemente detrás de ella. A veces se aventuraba hasta Weset. Pero más a menudo se encontró bordeando los campos, donde los gérmenes de vida nueva se mezclaban con la tierra húmeda, pisoteados por pies desnudos. Era como si andar sin rumbo pudiera permitirle escapar de la tristeza que la seguía de cerca, pero a todas partes llevaba el recuerdo de su sonrisa y el sonido de su voz.
Ahmose se levantaba temprano, desayunaba deprisa y desaparecía poco después del amanecer. Respondía a las quejas de su esposa, sonreía distraído, la besaba suavemente, le aseguraba que se sentía más fuerte cada día que pasaba y se iba. Ella sabía que en otros tiempos se hubiera ido a pescar, pero había cumplido su promesa e incluso regaló su caña favorita y su red. De vez en cuando Aahmes-Nefertari pasaba junto a las puertas destrozadas del camino que llevaba al viejo palacio y alcanzaba a verlo: una vez con las manos en la cintura y la mirada fija en el edificio tenebroso, y otra saliendo de la penumbra de la inmensa sala de recepción. Varias veces lo vio llegar por la orilla del canal que unía el patio delantero del templo con el Nilo, rodeado de sus ayudantes. Ahmose sonrió, saludándola con la mano. No se preguntaba qué estaría pasando por su mente. En sus pensamientos no había lugar más que para los recuerdos.
La extraña serenidad de aquellas semanas se quebró con el regreso de Ramose, Mesehti y Makhu. Llegaron una tarde cálida navegando río arriba, con una pequeña flota de embarcaciones que llevaba a los sirvientes, y Aahmes-Nefertari supo que el tiempo de la introspección había terminado. El día anterior había llegado un heraldo para advertir a Ahmose de la llegada de los príncipes y él los esperaba en los escalones del embarcadero con Hor-Aha y Ankhmahor. Aahmes-Nefertari también estaba allí, dándose cuenta con agudeza de la postura rígida de su marido y de sus rasgos sin expresión mientras veía la barca chocar contra los escalones, y observó cómo se deslizaba la rampa hacia fuera.
Ramose fue el primero en desembarcar. Subió los escalones, avanzó hacia Ahmose y se inclinó en un gesto de sumisión y reverencia con los brazos extendidos. Ahmose le indicó que se acercara y lo abrazó.
—Amigo mío —dijo con voz queda—. Bienvenido a casa. Aún no sé cómo puedo pagar la deuda que he acumulado contigo desde los tiempos de mi padre. Ni puedo describirte el dolor que me causó la ejecución de tu madre cuando me recuperé lo suficiente para saberlo. Soy consciente de la agonía que puede sufrir un hombre cuando debe elegir dónde poner su lealtad, y tú te has visto obligado a elegir muy a menudo. Ruego que nunca más se te vuelva a ofrecer brebaje tan amargo.
Ramose sonrió con tristeza.
—Me alegro de ver que has recuperado la salud, Majestad —contestó—. Con tu permiso, debo ir de inmediato a la Casa de los Muertos para asegurarme de que estén embalsamando a mi madre como corresponde. —Volviéndose a Aahmes-Nefertari cogió la mano que ella le tendía—. Aún no llevas las insignias de jefe militar —dijo con ligereza, y ella rió y lo abrazó impulsivamente.
—¡Querido Ramose! —exclamó—. Pese a nuestra tristeza compartida, es maravilloso verte sonreír.
Los dos príncipes habían permanecido en silencio detrás de Ramose y al fijar Ahmose su mirada en ellos se arrodillaron. Tocando el suelo con la frente, hicieron en la piedra pequeños montoncitos del polvo siempre presente y se lo arrojaron en la cabeza en un gesto de arrepentimiento y sumisión. Ahmose los observó un momento, con una ceja alzada.
—Se han arrepentido, Ahmose —dijo Ramose en voz baja—. Tú hablaste del dolor que causa el conflicto de lealtades. Ellos han elegido. Están aquí, no en Het-Uart. Te ruego…
Ahmose lo contuvo con un gesto perentorio.
—¿Os dais cuenta de que la mujer que está a mi lado ha mostrado más coraje y es autora de más actos heroicos de lealtad que cualquiera de vosotros? —dijo a los cráneos cubiertos de polvo—. ¿De que si hubieseis tenido una gota de tal coraje en vuestra sangre pálida y aguada mi hermano aún viviría? ¡Si le hubierais alertado, Kamose estaría vivo! —gritó, inclinándose sobre ellos—. ¡Pero no! ¡Mantuvisteis cerradas las bocas! ¡No elegisteis! ¡Os negasteis a aceptar la responsabilidad y os alejasteis, rastreros como un par de hienas! ¡Qué Amón os maldiga por cobardes! —Se enderezó y por un momento sus ojos se dirigieron a la segunda barca, ahora amarrada, donde los sirvientes se amontonaban mirando la escena, ávidos—. Bueno, levantaos —les ordenó con más calma—. Es decir, si vuestras débiles columnas os sostienen. Decidme qué debo hacer con vosotros.
Lentamente se pusieron de pie e hicieron una reverencia.
—Majestad, estás en lo cierto —le contestó Mesehti—. Nosotros oímos a Meketra y los demás y no transmitimos lo que sabíamos al elegido de Osiris. Pero sí tomamos una decisión. Elegimos retirarnos. No podíamos dar apoyo a nuestros pares los nobles, aunque les debíamos fidelidad por ser de nuestra misma condición, pero tampoco podíamos traicionarlos. Nuestro error no fue por cobardía sino por incertidumbre.
—Incertidumbre —repitió Ahmose. Suspiró—. La incertidumbre persiguió a Kamose desde el primer momento y la mayor siempre fue con respecto a la verdadera disposición de sus príncipes. —De pronto se volvió hacia su esposa—. Aahmes-Nefertari, tienes derecho a hablar sobre esta cuestión. Tuviste que arriesgar tu vida en el campo de entrenamiento. Te quedaste a ver las ejecuciones. Te viste afectada y sufriste daño. ¿Qué aconsejas?
Ella lo miró, sorprendida tanto por el generoso reconocimiento público de su importancia como por su sensibilidad para entender la tormenta que se había desatado en su ka. De pronto supo que de su respuesta dependía que la siguiera tomando en consideración. «Debo hablar con honestidad y sabiduría —pensó con pánico—. Él sabe lo que hice, pero no estaba allí. Quiere ver y escuchar por sí mismo algo que lo confirme». Había tres pares de ojos fijos en ella. Dos inquirían nerviosos. El tercero parecía regodearse, y Aahmes-Nefertari, respondiendo a la mirada interrogativa de su marido, comprendió que su discurso vehemente a los hombres postrados había sido una actuación. «¿Pero hasta qué punto? —se preguntó—. ¿Qué quiere? ¿Mayor castigo? ¿Dos ejecuciones más? ¿Un motivo para perdonarlos?».
«No —se dijo resuelta—. No trataré de adivinar lo que espera de mí. Hablaré de acuerdo con mi propio criterio».
—Mostrar misericordia puede interpretarse como debilidad —comenzó con cautela—. Sin embargo, Ma’at da gran valor a la misericordia que, junto con el sentido de la justicia, es una cualidad que todo rey debe tener. —Se volvió hacia Ahmose—. Se ha hecho justicia, Majestad —continuó—. Nuestro hermano ha muerto. Sus asesinos fueron ejecutados. Mesehti y Makhu han perseguido los últimos restos de una rebelión que correspondía al antiguo orden, el orden de Kamose, y han acabado con ella, y al hacerlo han recuperado la parte de Ma’at que habían despreciado. Comienza el nuevo orden. Que tu primer acto como rey sea de magnanimidad.
Él la miraba ahora con los ojos iluminados.
—Magnanimidad quizá, pero no perdón. Aún no. Se deben ganar mi confianza, ¿no te parece, Aahmes-Nefertari? —Se volvió hacia los príncipes—. ¿Dónde se encuentran vuestros soldados?
—En el borde del desierto, majestad —dijo Makhu rápidamente—. Deberían llegar mañana…
—Bien, id a las habitaciones de huéspedes —les ordenó Ahmose—. Gracias a vuestra reina tenéis una última oportunidad para demostrar lealtad. No volváis a fallar. Y no os acerquéis a los cuarteles o sospecharé que hay un nuevo complot.
Les dio la espalda cuando se inclinaban y, cogiendo a Aahmes-Nefertari del brazo, comenzó a andar hacia la casa. Ramose ya se había ido en dirección a la Casa de los Muertos.
—No te entiendo, Ahmose —dijo su esposa vacilando—. Les gritaste con ira, pero yo advertí que era algo forzado. ¿Pensabas perdonarlos y yo simplemente te dije lo que ya habías decidido?
—No —contestó él—. Mi ira era real, es real, muy dentro de mí, querida, pero quería que pareciera forzada. Si hubieses recomendado su ejecución hubiera seguido tu consejo, pero me alegro de que sepas valorar tanto el poder como la trampa que hay en la misericordia. Esperemos que no haya sido una trampa en este caso.
—Aún no entiendo.
—Entonces te lo diré. —Se tomó un momento para elevar su rostro al brillante cielo azul y el movimiento de su pelo dejó a la vista la cicatriz irregular detrás de su oreja, aún áspera y roja—. Yo amaba a Kamose —continuó lentamente—. Era valiente e inteligente e inspiraba respeto, pero el respeto siempre iba acompañado de miedo. En esto se equivocaba. Era duro en su trato. Su método de venganza era implacable. La terrible experiencia que vivimos fue resultado directo de ese impulso inexorable de exterminar a los setiu. Asustaba a la gente y eso era una ofensa para los príncipes. Yo lo amaba —repitió con la voz temblorosa—, pero el resultado de su terrible deseo era enteramente predecible.
—Ahmose —lo interrumpió Aahmes-Nefertari presurosa—. ¿Estás diciendo que abandonas la lucha? ¿Qué devolverás Egipto a Apepa?
—¡Por los dioses, no! No te engañes. El odio y el deseo de vengarme de Apepa arden en mi interior tanto como en Kamose. Pero tengo una nueva política. Distribuiré sonrisas como pétalos de loto. Otorgaré títulos, ascensos y recompensas como chucherías. Se cazan más moscas con miel que con vinagre, mi pequeña capitana, y la miel chorreará de mis dedos. Las moscas quedarán tan pegadas que no podrán moverse. No cometeré los errores de mi hermano y así, a latigazos, enviaré a todos los setiu otra vez a Rethennu.
Habían llegado a la sombra del pórtico de la entrada principal de la casa y Aahmes-Nefertari tembló de frío.
—Creo entenderlo —dijo cautelosa—. Kamose gobernó a los príncipes por coerción. Tú los controlarás de modo más sutil. Pero Ahmose, si nuestro hermano no hubiese azotado Egipto con el látigo de su dolor e ira, si no hubiese azuzado y obligado a los príncipes avergonzándolos y bañado Egipto en sangre, tu estrategia no daría resultado. Él sacó el veneno. Abrió el camino para una actitud más tolerante.
—¿Y estoy en deuda con él por ello? No te atreviste a terminar la idea, Aahmes-Nefertari. Tienes razón. Le debo mucho. Fue como el agricultor que toma posesión de un campo sin cultivar durante hentis. Su tarea fue cortar y quemar las malas hierbas. Lo sé y le honro por ello. Pero no le debo nada más. Estaba un poco loco.
Se frotó la cicatriz con un dedo en el que llevaba un anillo, abstraído. El gesto se estaba volviendo una costumbre y Aahmes-Nefertari comenzaba a advertir que se trataba de una señal que indicaba la reflexión.
—¡Pero Amón le amaba! —exclamó alarmada—. ¡Le enviaba sueños! Cuídate de no blasfemar contra el dios, Ahmose, al endurecer tu corazón a su recuerdo.
Por un momento la miró inexpresivo. Luego se iluminó con una sonrisa.
—Murió tratando de salvarme la vida —dijo—. Dormí junto a él, luché junto a él y en nuestra juventud siempre estuvo a mi lado para protegerme. Nunca se endurecerán mis sentimientos por él. Hablo de hechos, Aahmes-Nefertari, no de sentimientos. La emoción es sólo para ti y para mí. Comienza un nuevo orden, como tú dijiste, pero correré un gran peligro si siquiera insinúo a los nobles que estoy dispuesto a continuar con la política brutal de mi hermano. —Se inclinó hacia ella. Intento volverles impotentes, a todos, y hacer que me lo agradezcan. Nunca volveré a confiar en ellos. También tengo la intención de quemar Het-Uart, ese repugnante nido de ratas, y así Kamose quedará doblemente reivindicado. Pero no debo permitir nunca que una gota del ácido de la venganza ciega circule por mis venas, porque no tendremos una segunda oportunidad de salvarnos—. Se enderezó. —Confío en ti, Aahmes-Nefertari. A nadie más he abierto mi mente sobre esta cuestión. Cuando te pida consejo espero que me lo des sin temor, como lo hiciste hace un momento. He convocado una reunión con Hor-Aha esta noche en el despacho. Quiero que tú y mi madre estéis allí.
Aahmes-Nefertari parpadeó sorprendida.
—¿Quieres que participe en una discusión sobre estrategia?
Le puso un pulgar bajo la barbilla y, alzando su rostro, la besó firmemente en la boca.
—Por supuesto —respondió—. Necesito una reina que pueda hacer algo más que beber vino de granada y escuchar el chismorreo de los sirvientes. —Contuvo un bostezo—. Ahora necesito descansar un rato en la cama. Me ha empezado a doler la cabeza.
Aahmes-Nefertari contuvo el impulso de ponerle una mano en la frente. De pronto la dominaba la timidez al mirar a aquel hombre, tan dulcemente familiar y sin embargo tan extraño, y él debió de adivinar su impulso abortado, porque le pasó el brazo por los hombros y la llevó firmemente hacia la puerta.
—Akhtoy puede cuidarme ahora —dijo—. Ése es su trabajo. Tú tendrás otras responsabilidades. —Soltándola se fue por el pasillo y ella lo miró irse.
«No dijo Tetisheri», pensó. ¿Era un olvido o una exclusión deliberada? «Si se enfrenta con la abuela habrá continuas riñas en la casa». Entonces lanzó una carcajada, se encogió de hombros y fue hacia el cuarto de los niños. «Dudo que las riñas ocupen un lugar en la casa con el nuevo orden —pensó—. Nuestro rey insistirá en que haya paz en el hogar».
Aahmes-Nefertari fue hacia el despacho al caer el sol, saludando a los sirvientes que a su paso encendían las antorchas del pasillo y a los soldados que hacían la primera guardia. Frente a la imponente puerta de cedro se detuvo, intimidada momentáneamente. Nunca había sido invitada al lugar donde primero su padre y luego Kamose manejaron la miríada de asuntos que conformaban el mundo de los hombres: dictando disposiciones a los jefes de las aldeas bajo su control, supervisando la administración del grano, el vino y el aceite, atendiendo las quejas muchas veces por cuestiones menores que les llevaban los campesinos y luego batallando con las decisiones angustiosas tomadas a raíz del levantamiento de Weset. Sabía lo que había en la habitación, por supuesto, pues lo había inspeccionado a menudo para que estuviera en orden y limpio, pero entrar por asuntos de importancia era algo diferente. Podía oír sonidos en el interior, la voz de tenor de su marido seguida por la risa seca y extraña de Hor-Aha, y frunciendo el entrecejo, irritada por su vacilación, llamó y sin esperar a que se lo indicaran, entró.
Aahotep ya se encontraba al extremo de la mesa. Hor-Aha estaba de espaldas a la puerta y cuando Aahmes-Nefertari avanzó se puso de pie, volviéndose para hacerle una reverencia. Ahmose, sentado frente a él, con Ipi sentado con las piernas cruzadas junto a su rodilla, le sonrió y le indicó la silla vacía al otro extremo. Dos lámparas de pie en los rincones y una en la mesa, junto a Ahmose, iluminaban el espacio con poco mobiliario. Tres paredes estaban llenas de hornacinas de las que sobresalían papiros enrollados, bajo los que se alineaban los arcones que contenían los registros que no se usaban habitualmente. La cuarta pared era simplemente una hilera de columnas que se abría al cielo oscurecido.
Por un instante, cuando se acomodaba frente a su madre, a Aahmes-Nefertari le pareció percibir levemente el aroma del perfume de su padre, una mezcla de flor de guisante de olor y aceite de incienso. Mientras se preguntaba si de algún modo había impregnado la madera de la mesa donde tantas veces había apoyado sus manos y se resistía al deseo de acercar la nariz para comprobarlo, cruzó los dedos en el regazo y esperó. Ahmose se aclaró la garganta.
—Ipi, ¿estás listo? —inquirió. El hombre alzó la mirada y asintió, y Aahmes-Nefertari lo oyó susurrar la plegaria preparatoria a Tot mientras Ahmose continuaba hablando—. Bien. Como podéis ver, Akhtoy nos ha provisto de vino y dulces pero tendréis que serviros vosotros mismos. Esta conversación no debe ser oída por los sirvientes. —Ya tenía un vaso ante sí y bebió un sorbo antes de continuar—. Mientras descansaba en la cama recuperando fuerzas tuve muchas horas para meditar el curso que debía tomar mi gobierno. Y me pareció que el proyecto más urgente al que nos enfrentamos es la reorganización del ejército. Sin una fuerza de combate coherente y eficiente no somos nada. No podemos defendemos, por no hablar de organizar campañas eficaces. Kamose realizó una difícil tarea al reclutar campesinos y convertirlos en soldados. Comenzó con una unidad, los medjay, y un grupo variopinto de campesinos. Tenía oficiales que nunca habían desenvainado una espada y jefes militares renuentes a mandar. En resumidas cuentas, lo que hizo debe de haberle ganado la admiración y el aplauso de los mismos dioses. —Lanzó una mirada a su esposa—. Pero se vio estorbado por la necesidad del campesino de arar la tierra en primavera y la necesidad de los príncipes de afirmar la superioridad de su sangre. La rebelión nos ha enseñado lo peligrosas que son ambas cosas. No se puede confiar en el campesino que sólo piensa en sus aruras ni en los príncipes impacientes por volver al lujo de sus haciendas.
«Usa mucho la palabra confiar —pensó Aahmes-Nefertari, oyendo el leve dejo de desprecio con que la acentuó—. Se ha vuelto una preocupación para él. Ruego que no se convierta en obsesión». Volvió a prestar atención a lo que él decía.
—Por lo tanto, pienso implementar un ejército permanente. Quiero vuestra respuesta.
Aahotep se acercó la jarra de vino y con cuidado llenó su vaso.
—Egipto nunca ha mantenido un ejército permanente —dijo lentamente—. Siempre se ha reclutado temporalmente a los campesinos, sea para la guerra o para construir, a cargo del rey o de los templos. Siempre supieron que no importaba el tiempo que requirieran sus servicios, finalmente se les permitiría volver a sus hogares. Si se les dice que no pueden regresar, habrá un motín detrás de otro.
—Sin duda, eso depende de cómo se haga —objetó Aahmes-Nefertari—. Quizá sea posible formar un cuerpo militar de tropas permanentes en cada aldea y luego aumentarlas con más gente durante la inundación. O quizá hacer un censo de todos los varones y convocar a los que no sean necesarios para trabajar la tierra. Habría que mantenerlos y armarlos con fondos del tesoro rea 1. Tendrías que crear una jerarquía de escribas y mayordomos al efecto. Necesitarías tener autoridad para cobrar impuestos en todo Egipto. Pero significaría que cada hombre recibiría un entrenamiento completo, de profesional, y eliminaría la amenaza de una nueva rebelión.
—¿Hor-Aha? —Ahmose miró a su general, que había estado escuchando con la cabeza gacha mientras trazaba un dibujo intrincado e invisible en la mesa con un dedo. Ahora frunció los labios y, cruzando los brazos, asintió.
—Se puede hacer. Pienso en primer lugar en mis medjay. Los conozco, majestad. Estarían dispuestos a dejar sus aldeas al cuidado de las mujeres y los esclavos si se les diera algunas semanas de libertad al año y suficiente cerveza y pan. En cuanto al resto, ya tienes el embrión de tal cuerpo en el contingente de Weset. —Se acomodó y Aahmes-Nefertari vio que respiraba lenta y silenciosamente—. ¿Pero de dónde vas a sacar los jefes militares? —preguntó afablemente. «Demasiado afablemente», pensó Aahmes-Nefertari. «Ésta es la cuestión que más le preocupa. Aquí está su verdadero interés»—. ¿Ascenderás a los hijos de los que murieron?
—¡Querrás decir los que fueron ejecutados por su traición! —replicó Ahmose—. No, no quiero entrenar a sus hijos en el arte del mando. Un ejército profesional necesita la dirección de oficiales profesionales. Quiero ascender a los de menor rango.
«Pero ése no es tu verdadero motivo —se dijo Aahmes-Nefertari—. Eso ya me lo has dicho. No volverás a confiar en un noble».
—¿A los de menor rango? —protestó Aahotep—. Pero Ahmose, ¿qué soldado raso respetará a un jefe militar sin sangre noble? ¡Debe haber distancia entre ellos!
—No estoy de acuerdo contigo, madre —le dijo Ahmose con suavidad—. Quizá un humilde soldado tenga más confianza en las órdenes de alguien a quien haya visto en acción. También puede soñar con su promoción si se le abre tal posibilidad. En todo caso, vale la pena intentarlo. Kamose lo intentó por la vía tradicional. Le causó gran daño a Apepa pero casi nos destruyó. No perdemos nada cambiando las reglas.
—Quisiera volver a la cuestión de su manutención —dijo Aahmes-Nefertari—. La guerra ha sido costosa para nosotros y para el resto de Egipto. Hemos tenido dos cosechas desde que Kamose alejó a los campesinos de la tierra y los graneros se están llenando otra vez, pero nuestra situación no nos permite aún soportar mayores cargas. ¿No estamos preparando futuros desastres al correr a llenar las bocas de miles de soldados que quedarán inactivos cuando termine la guerra?
Ahmose le dirigió una de sus amplias sonrisas de aprobación.
—Buen argumento —respondió—. En primer lugar, no pienso dejar a los soldados inactivos. Con su entrenamiento y capacidad, serán de gran valor para actuar como policía en los pueblos y aldeas, como escolta de caravanas, e incluso podemos vender sus servicios a los templos, por supuesto que en forma rotativa. Y si surge una emergencia se les puede traer a Weset ya armados y en condiciones de pelear.
—Majestad, ¿también permitirás que se les utilice como soldados privados? —lo interrumpió Hor-Aha.
Hubo una pausa durante la cual Ahmose parecía estar evaluando la cuestión, pero Aahmes-Nefertari sospechó que simplemente ocultaba su enfado.
—Cuando se haya dominado Egipto y vuelva la paz no habrá necesidad de ejércitos privados —contestó con la exagerada docilidad que usaba para ocultar su desaprobación, ira o hastío. Madre e hija intercambiaron miradas, pero Hor-Aha no parecía advertir que había puesto a Ahmose en guardia—. Sin embargo, se permitirán las escoltas, aunque no se las reclutará en forma privada ni tendrán oficiales que no me respondan. Esto es un detalle, Hor-Aha. —Se volvió hacia su esposa—. Segundo —continuó—, no tengo intención de esquilmar Egipto para protegerlo. No olvides las rutas del oro, Aahmes-Nefertari. Hemos bloqueado el transporte del oro al Delta. Ahora podemos apropiárnoslo. También tengo la intención de enviar emisarios a Keftiu. Son gente eminentemente práctica. No les importan nuestras diferencias internas. Lo que les gusta es el comercio, y el comercio con Het-Uart se ha vuelto esporádico desde que Kamose capturó los barcos del tesoro. Creo que estarán más que dispuestos a hacer nuevos acuerdos con Egipto, en particular después de la próxima campaña, con la que espero limpiar el Delta de las tropas de Rethennu que vagan por allí.
—Nuestro antepasado Senwasret erigió la Muralla de los Príncipes entre el Delta y Rethennu hace hentis para mantener apartados a los setiu y para proteger el Camino de Horus hacia el este —reflexionó Aahotep—. No podía imaginar que se filtrarían por sus defensas, primero como pastores de ovejas y luego como comerciantes, que se convertirían en los amos de Egipto a través del comercio. Quizá pudieras estrangularlos también lentamente con el comercio, hijo mío. ¡Qué irónico sería!
—Por supuesto que es un arma en la que he pensado —acordó Ahmose—. Pero los príncipes que son pares de Apepa en Rethennu, los que él llama sus «hermanos», no quieren que ceda Egipto sin pelear. Reciben demasiadas riquezas de nosotros. Espías en el Delta de la flota de Het-Nefer-Apu me dicen que siguen infiltrándose sus soldados.
—Pueden seguir entrando regularmente mientras estamos inmovilizados por la inundación —aportó Hor-Aha con voz ronca—. Puede que finalmente haya que pelear contra ellos aunque Egipto esté inundado.
—Por eso Kamose estaba impaciente por formar una flota —señaló Ahmose—. Preveía tal posibilidad desde el momento en que supimos del flujo de setius desde Rethennu. Y por eso, general, necesito un ejército que no se disperse cada año.
Hor-Aha frunció el entrecejo.
—No creo que les derrotes este año, majestad —agregó.
—Yo tampoco —admitió Ahmose—. Pero puedo comenzar a apretar sus gordos cuellos. Tengo la iniciativa y pienso mantenerla. —Hurgó ensimismado en un plato de pasteles de shat e higos cubiertos de miel y masa—. Ipi, ¿nos estás siguiendo? —preguntó.
—Por supuesto, majestad —la voz del escriba subió flotando desde su puesto en el suelo—. Pero espero tener suficiente papiro.
—Ah, papiro —comentó Ahmose, dejando la comida por el vino—. Ahora, eso es algo que los keftiu desean. —Miró en tomo de la mesa—. Ahora quiero pasar a la reconstrucción de nuestras tropas. Aún contamos con cincuenta y cinco mil hombres, once divisiones. ¿No es cierto, general? Sin contar los pocos cientos que Ramose, Mesehti y Makhu persiguieron y mataron durante la rebelión.
—Sí, Majestad. Pero sólo una división está acuartelada aquí.
—Lo sé. Quiero que reúnas escribas y vayas a cada provincia a ver a todos mis oficiales. Habla con ellos acerca de sus hombres. Toma nota de cualquiera que haya llamado la atención de sus superiores por su manejo de las armas o sus dotes de mando. Juzga los méritos de cada oficial para continuar como tal y elimina a aquellos que sean leales a cualquiera de los príncipes, vivo o muerto. Tráeme todos los nombres y descripciones. Hasta que el Delta sea totalmente mío necesito las once divisiones en actividad, pero quiero retener cinco divisiones de infantería y una de infantes de marina permanentemente, y todos los oficiales deben estar a mis órdenes como jefe de todos los ejércitos. Más tarde discutiremos la división de las tropas, pero se hará de manera mucho más precisa que antes.
—¿Puedo incluir a los medjay en mi investigación? —inquirió Hor-Aha, vacilando de un modo que Aahmes-Nefertari nunca había visto, y Ahmose negó con la cabeza.
—No. Los medjay volverán a ser una tropa irregular, adaptable a cualquier situación, con oficiales propios. Los oficiales medjay que actualmente tengan mando sobre egipcios serán reemplazados. Y antes de abrir la boca para protestar, Hor-Aha, piénsalo. Una gran parte del descontento que se convirtió en rebelión surgió del resentimiento contra ti y los medjay. Los soldados egipcios no están dispuestos a confiar en gente de piel negra y los nobles egipcios os consideran inferiores en todo sentido. —Se inclinó sobre la mesa y cogió a Hor-Aha del brazo—. Hablo de la dura realidad, amigo mío. Debo hacerlo. Para mí tú eres egipcio y no sólo egipcio, sino uno de los mejores. Te quiero. No te quitaré el título de príncipe que mi hermano te dio, pero no lo usarás hasta que la doble corona esté en mi cabeza y el trono de Horus descanse en el estrado del viejo palacio. Perdóname y trata de entender.
—Lo entiendo —dijo Hor-Aha con voz ronca. No retiró su brazo, pero Aahmes-Nefertari vio como se le contraían los músculos—. He arriesgado mi vida por tu familia. Primero Seqenenra y luego tu hermano recibieron toda la reverencia y lealtad que pude darles. Tu padre valía para mí más que mi vida y sentía por él un amor profundo. He soportado la arrogancia y la condescendencia de hombres que no podían caminar sin tropezarse con sus espadas y que, cuando se trataba de estrategia militar, no podían ver más allá de sus aristocráticas narices. Y a cambio de esto recibo desprecio. Eso duele, Ahmose. —Tragó—. Sin embargo, soy el mejor estratega que tienes y, como tal, sé que para formar y controlar un ejército con la chusma a medias disciplinada y entrenada de Kamose debes tolerar su ignorancia. —Clavó en Ahmose una mirada gélida—. No olvides que soy egipcio. Mi madre, Nithotep, fue egipcia. No importa el color de mi piel, pertenezco a esta tierra y, por esto y por ningún otro motivo, confiaré en que cumplas la promesa que me hizo Kamose cuando llegue el momento y seguiré estando bajo tu mando. Me necesitas. —Entonces retiró su brazo, subiéndose la pulsera de plata hasta cubrir el lugar por donde Ahmose lo había cogido.
—¡Por supuesto que te necesito! —dijo con vehemencia—. ¿Qué más puedo decir? Esta reunión se ha terminado. Ven mañana, Hor-Aha, antes de irte. Tienes un mes para reunir la información que quiero. Te daré una lista más detallada de los puestos de oficial que pienso crear. Quisiera ir al Delta en cuanto se entierre a Kamose.
Se levantó y los demás le imitaron. Haciendo una reverencia, Hor-Aha salió de la habitación dando un portazo. Aahotep dejó escapar un suspiro.
—Por los dioses, Ahmose, ruego que no hayas convertido en enemigo a nuestro aliado más preciado. ¿Ya no confías en él?
—Le quiero, madre —contestó Ahmose cansado. Habían aparecido manchas oscuras bajo sus ojos pintados con kohl y su palidez delataba que aún no se había recuperado, pese a su insistencia en que ya había sanado por completo de su herida—. Le quiero pero no confío en él. Muchas veces he percibido en él esa clase de orgullo que es necesario controlar. Lo contiene, pero sin una mano firme se desbocará y le destruirá.
Aahotep dio la vuelta a la mesa y le besó en la mejilla. Se envolvió en su capa de lino y fue hasta la puerta.
—Estoy asombrada de la capacidad de previsión y la astucia que has mostrado esta noche —dijo—. No debiera sorprenderme, porque te di a luz y te crié, pero es así. Egipto estará a salvo contigo. Que duermas bien, Majestad.
Esta vez la puerta se cerró lentamente. Ahmose dejó caer los hombros.
—De pronto me encuentro muy cansado —murmuro. Me late la cabeza. Creo que esta noche beberé amapola, pero quiero que duermas conmigo, Aahmes-Nefertari. Necesito notar tu cuerpo junto al mío. Te haría el amor, pero no tengo fuerzas.
Aahmes-Nefertari se acercó a él y le rodeó la cintura con el brazo.
—Podemos acostarnos juntos y fingirlo —bromeó ella. Y luego con más seriedad dijo—: Ahmose, ¿por qué excluiste a Ramose de esta discusión?
—Curiosamente, Ramose es el hombre en el que sí confío por completo —respondió—. Pero no es un soldado. Además, está velando a su madre y no quiero interferir en su pesar.
«Pero tú interfieres en nuestro pesar por Kamose», iba a responder Aahmes-Nefertari. En cambio dijo:
—¿Le enviarás a espiar a Het-Uart? ¿Y qué será de Mesehti y Makhu? ¡Y Ankhmahor! —Abrazados, fueron hacia el pasillo.
—No necesito un espía en Het-Uart —le dijo cuando dejaban el despacho. Una corriente de aire frío atravesaba el pasillo agitando las llamas de las antorchas y el guardia de la puerta se enderezó, saludando respetuosamente—. Hor-Aha tiene razón en su apreciación de que no tomaré la ciudad en esta estación. Está bien defendida. Me concentraré en matar a los setiu que llegan al Delta. En cuanto a mis dos príncipes, les ofreceré títulos y les retendré junto a mí pero ya les he quitado sus divisiones, aunque aún no lo saben. Y en cuanto a Ankhmahor… —Pasaban por la puerta abierta hacia el jardín trasero y él caminó más lento para respirar, antes de seguir, bocanadas del aire cargado de esencias que le llegaba—. Ankhmahor es una joya. Continuará mandando a mis Seguidores y será el jefe militar de las tropas de choque de la división de Amón. Es un príncipe con el que hago una excepción. ¿Querrías mandar la guardia del palacio, Aahmes-Nefertari? —Le sonreía, con los ojos chispeantes a pesar de las sombras.
—Sí quiero —respondió ella inmediatamente—. He llegado a conocer bien a nuestros soldados locales. Si puedo elegirlos yo misma me sentiré segura. Algunos de ellos serán medjay, Ahmose.
Akhtoy se levantó de su taburete cuando llegaron al cuarto de Ahmose.
—Está bien —dijo Ahmose—. ¡En ti si que confío, querida hermana! Akhtoy, trae me agua caliente y envía a alguien al médico en busca de amapola. Aahmes-Nefertari, vuelve en cuanto puedas.
Ella lo dejó y caminó la corta distancia hasta sus aposentos. «Tetisheri estará furiosa cuando sepa que fue excluida esta noche», pensó mientras Raa la desvestía. Ahmose debería hacer lo posible para calmarla. ¿Quizá un nuevo título? Se rió al alzar los brazos y dejar que le quitaran la túnica.
Aquella noche soñó con la muerte de la madre de Ramose, Nefer-Sakharu, y despertó sudada y temblorosa en la oscuridad. Sentándose, se secó el cuello y los pechos con la sábana arrugada, contenta de no estar sola. Cuando se volvió a beber agua del jarrón que había junto a la cama le sobresaltó oír la voz de Ahmose.
—¿Qué sucede? —murmuró—. ¿Estás bien?
—Un mal sueño, nada más —susurró ella, tanteando para encontrar su cuerpo cálido. Tocó la curva de su cadera—. ¿Por qué no duermes, Ahmose?
—Dormía —contestó más claramente—. Hasta que tus quejidos y movimientos me despertaron.
—Lo siento. —Aahmes-Nefertari se volvió a acostar—. ¿Crees que podrás volver a dormir? —Ahmose se movió, rodando hacia ella.
—Podría —dijo—. Pero ya no me duele la cabeza. Hagamos el amor, Aahmes-Nefertari. ¿Quieres? Será una experiencia nueva. Nunca he hecho el amor con un soldado.
—Vete —le susurró ella a la imagen del medjay cubierto con la sangre de Nefer-Sakharu, y abrió la boca para recibir el beso de su marido.
Para sorpresa de Aahmes-Nefertari, no se produjo la estruendosa reacción de Tetisheri que esperaba. Se preguntó si su abuela no había sabido de la reunión, pero lo dudaba. Tetisheri siempre había estado atenta a las conversaciones de los sirvientes. Era más probable que advirtiera un cambio en la jerarquía de la familia y, no queriendo encontrarse en el último peldaño de la escalera, se guardó su orgullo herido. Sin embargo, mostró su disgusto una noche en la cena, cuestionando severamente a Ahmose por el estado de la tumba de Kamose.
—Has estado ausente de la casa en muchas ocasiones-le dijo súbitamente, mientras él daba pedazos de pato asado a Behek.
Desde el asesinato de Kamose, el perro se había pasado los días vagando desconsolado por el camino de los aposentos vacíos de su amo a los escalones que llevaban al río, como si esperara que Kamose volviera en cualquier momento de algún viaje por el río, hasta que Ahmose hizo poner una correa al animal y empezó a llevarlo consigo. Ahmose pasó por alto el comentario de Tetisheri y siguió metiendo pedazos de carne de su plato entre las fuertes mandíbulas de Behek, pero ella insistió:
—¿Has estado supervisando la construcción de la tumba de Kamose?
—No, abuela —dijo finalmente con tono paciente—. En realidad, he tenido asuntos que atender en el templo.
—¿Asuntos que son más importantes que el lugar de descanso de tu hermano? —le presionó—. ¿Quieres que quede en medio de piedras e inscripciones sin terminar?
Ahmose se enderezó y metió los dedos en el tazón con agua para enjuagarse los dedos.
—Presupones mucho, Tetisheri —la reprendió Ahmose afablemente—. Te gustaría creer que soy capaz de una venganza tan baja Siempre has querido creer que yo estaba celoso de Kamose, pero no era así. Discrepábamos en muchas cosas, pero le amaba tanto como tú.
—Lo dudo —respondió ella cortante.
Aahmes-Nefertari vio cómo se tensaba la mandíbula de su marido por el tono de su abuela, pero no se dejó provocar. Secándose las manos, indicó que podían retirarle el plato y se reclinó.
—He estado en la tumba dos veces —dijo con voz firme—. No estará totalmente terminada, pero eso no es culpa de nadie. Kamose no esperaba morir tan joven. La cámara interior, y sus inscripciones, ya ha sido completada, porque ordené a los artesanos trabajar noche y día, pero las inscripciones del pasadizo no podrán hacerse antes del funeral. La pirámide está terminada pero sin recubrir. Eso se puede completar más adelante. También está terminada la pared que circunda el patio. Los hombres se están esforzando al máximo pero hay un límite a lo que puedo exigirles, Tetisheri.
—De modo que las oraciones y los sortilegios que rodearán su cuerpo están terminados pero sus hazañas no quedarán registradas —se quejó ella—. Es un desastre.
—Las oraciones y la protección divina eran mucho más importantes —contestó Ahmose. Su dedo índice iba hacia la cicatriz, mostrando que estaba tenso, y Aahotep habló antes de que Aahmes-Nefertari pudiera calmar un poco las cosas.
—Estás siendo desagradable deliberadamente, Tetisheri —dijo—. ¿Prefieres que Kamose esté protegido del mal en la otra vida o que se hubiera perdido por la insistencia de Ahmose en que se hiciera la crónica de sus hazañas? ¡No hay tiempo para las dos cosas!
—Sé lo que piensas. —Ahmose se había vuelto hacia su abuela y la miraba con frialdad—. En el fondo de tu corazón temes que empiece a adjudicarme las victorias de Kamose, todos sus grandes esfuerzos por liberarnos, todo el dolor de su corazón. Pero aunque quisiera no podría hacerlo. Los archivos están llenos de sus cartas y notas a ti y, a menos que los quemara todos, no podría apoderarme de la triste historia de mi hermano. Y los dioses no aprobarían tal deshonestidad. —Suspiró—. Me das lástima, Tetisheri. Piensas tan mal de mí que eres incapaz de levantar la cabeza y vernos a Kamose o a mí tal como somos. Pero también te advierto. Ahora soy el rey además de tu nieto. Trata de contener tu lengua ya que no puedes hacerlo con tus pensamientos, o te encontrarás acusada de blasfemia.
Ella le miró con expresión de ira un instante antes de hundir los hombros.
—Tienes razón —logró decir entre los dientes apretados—. Pido disculpas, Majestad. Sólo soy una anciana quejica.
Pero Aahmes-Nefertari, viendo el brillo de la rebelión en sus ojos, supo que las palabras que articulaba no eran las que hervían en su mente, y al poco rato Tetisheri abandonó el estrado, caminando con dificultad hacia sus aposentos a la luz de las lámparas.
—Perdónala, Ahmose —le rogó Aahotep—. Sufre mucho por Kamose.
—El sufrimiento puede excusar muchas cosas, pero no todo —respondió. Ahmose continuó ausentándose gran parte del tiempo, desapareciendo a veces en dirección al templo, a veces caminando con su guardia de Seguidores hasta el cuartel y el campo de entrenamiento.
Durante el mes siguiente llegaron heraldos a los escalones del embarcadero con mensajes para él, y Aahmes-Nefertari, al pasar junto a la puerta cerrada del despacho, oía su voz mezclada con el rumor de otras voces, pero no se inquietaba porque se la excluyera. Ella tenía su confianza y si a Ahmose le informaban de algo importante sabía que se lo diría inmediatamente.
Una mañana que Aahmes-Nefertari se levantó tarde, ordenó que se le llevara la primera comida al jardín y, después de que la bañaran, vistieran y pintaran, fue hacia la alberca, donde encontró a Ahmose recostado de espaldas bajo un toldo hinchado por el viento. Hent-ta-Hent estaba desnuda sobre su estómago, profundamente dormida, con un pulgar diminuto metido aún entre sus labios a medio abrir y el suave pelo negro agitado por la brisa. Ahmose tenía una mano en su espalda regordeta para evitar que se cayera y con la otra le hacía gestos a Hor-Aha, sentado a su lado con las piernas cruzadas. Les rodeaban Ipi y tres de sus escribas subordinados, todos inclinados diligentemente sobre sus escribanías. Ahmose-Onkh, también desnudo, estaba junto al agua bajo la mirada atenta de una sirvienta, con la cabeza afeitada excepto la coleta juvenil que le caía por el hombro, brillando bajo la fuerte luz del día. Cuando la vio llegar caminó balanceándose hacia ella, feliz, con las palmas juntas haciendo una taza.
—¡Mira, mira! —exclamó con voz aguda y excitada—. ¡Esta rana saltó a mi pie!
Agachándose, Aahmes-Nefertari besó su redonda mejilla y admiró la presa.
—Pero debes devolverla a la alberca —le advirtió—. Si la tienes mucho tiempo, se le secará la piel y enfermará. Es especial, Ahmose-Onkh, y no debes hacerle daño. Las ranas son un símbolo del renacer y por eso las honramos.
El niño se encogió de hombros, aburrido ya, e hizo un puchero. Pero cumplió con lo que se le había ordenado, haciendo una pausa al borde de la alberca para acariciar al animal antes de lanzarlo descuidadamente. La rana casi no salpicó al caer al agua y Aahmes-Nefertari, alzándose, vio como nadaba hasta meterse debajo de un loto. Llamó a la sirvienta.
—Trenza su coleta juvenil —le dijo—. Está muy despeinada. Y ponle un taparrabos. Ya tiene tres años. Debe acostumbrarse a estar vestido.
Ahmose volvió la cabeza con una ancha sonrisa cuando ella se acercó y Hor-Aha se puso de pie para hacerle una reverencia.
—Hor-Aha volvió con sus listas anoche —dijo Ahmose mientras ella se instalaba a la sombra del toldo—. Hace una mañana demasiado hermosa para encerrarse en el despacho, por lo que estamos despachando aquí. Más tarde debo interrogar a los hombres de mayor jerarquía que me recomienda, pero no puedo moverme hasta que Hent-ta-Hent se despierte. —Miró con ternura a su hija—. Creo que ya le están saliendo los dientes, Aahmes-Nefertari. Babea, y lloró mucho y la sirvienta no pudo calmarla. ¿Qué harás hoy?
—Pensé que podría salir a los campos en la litera —respondió ella—. Quiero ver cómo crecen los sembrados. —Y luego lanzó una carcajada—. Ahmose, estás ridículamente doméstico con un bebé en el estómago. Hent-ta-Hent se movió en ese momento, hizo ruiditos como si paladeara algo y abrió a medias los ojos antes de relajarse para continuar durmiendo. El pulgar se deslizó de la boca hasta quedar en el pecho de su padre.
—Sí, pero el latido de mi corazón la calma y el calor de su cuerpo me da paz —respondió—. Viene tu comida, Aahmes-Nefertari. Siéntate y come aquí mientras termino mis asuntos. Creo que luego iré contigo. Los oficiales se están acomodando en los cuarteles. Puedo hablar con ellos esta noche.
Sorprendida y gratificada, ella aceptó la oferta, saboreando la comida, viendo el juego de luz y sombras en el esplendor verde y primaveral del jardín, y aguzando los oídos para oír a Hor-Aha que presentaba una lista aparentemente interminable de nombres y la descripción de sus puntos fuertes y débiles. Ahmose tenía que organizar once divisiones. Eso significaba conseguir desde jefes militares hasta portaestandartes, desde conductores de carros hasta capitanes de compañía, desde jefes de sección hasta instructores de criados.
Muchos de los cargos eran totalmente nuevos para ella y comprendió que Ahmose los iba creando sobre la marcha. El ejército sería totalmente diferente, rígidamente estructurado y estaría completamente bajo su control. El saberlo le dio cierta tranquilidad, pero también tristeza. Kamose hizo todo lo que pudo, pero no contó con tiempo suficiente ni tuvo la visión para algo así. Había preparado el terreno para su hermano, abriendo una cruda brecha, pero Ahmose la afinaría y perfeccionaría, construyendo a partir de los cimientos dejados por Kamose y quizá, con el tiempo, la intervención de éste último sería olvidada. A fin de cuentas, había sido un misterio para su familia, un dictador para los nobles y el terror para los campesinos cuyas aldeas había destruido. Si Ahmose lograba la libertad y prosperidad para Egipto, su hermano podría volverse incluso un motivo de vergüenza cuyo recuerdo debía irse perdiendo hasta quedar borrado de los anales de la nación. Aahmes-Nefertari tuvo un escalofrío. «No hubieras sido un buen rey, querido Kamose —pensó por primera vez—. Los dioses lo sabían, y por eso te usaron para arar la tierra y luego te llevaron. No era tu destino gobernar».
Ahmose-Onkh salió de la casa, con su coleta juvenil trenzada pulcramente, un taparrabos y Raa siguiéndolo con varios rollos de papiro en las manos. «Le va a leer cuentos —pensó Aahmes-Nefertari—, pero ya está casi en edad de empezar a leer y escribir por sí mismo. Pronto tendremos que encontrarle un buen tutor. Debe conocer la historia del país si ha de suceder a Ahmose en el trono». La asociación de ideas la deprimió un instante y luego salió del ensueño. Hent-ta-Hent se estaba despertando, moviéndose inquieta entre los brazos de su padre, y Aahmes-Nefertari se alzó.
—Dásela a la sirvienta antes de que te moje —le dijo a Ahmose—. Ordenaré las literas y te esperaré en el camino que va junto al río.
Él asintió, pasándole la pequeña a su paciente cuidadora sin dejar de hablar, y Aahmes-Nefertari dejó que los hombres continuaran deliberando.
Durante varias horas preciosas ella y Ahmose se hicieron llevar en torno de la finca, hablando de una litera a la otra acerca de lo verdes y saludables que parecían las plantas y asomándose a ver sus reflejos en los canales que se cruzaban en los campos. Uno de los campesinos de los Tao había inventado un método para elevar el agua del Nilo, haciéndola pasar por encima de los diques que impedían que la inundación anual desbordara los canales para llevarla hasta éstos. Aahotep lo había nombrado escriba de los Graneros y su invento ahora era de uso común. Ahmose mandó detener a menudo las literas para poder ver a los shadufs en movimiento, fascinado por su eficacia, pero Aahmes-Nefertari simplemente disfrutaba del brillo del sol en el agua que caía en cascada de los cubos.
Luego dejaron las literas y fueron por el borde del camino sombreado por las palmeras, cogidos de la mano, haciendo comentarios ociosos acerca de los esquifes que pasaban navegando, de las frágiles y largas patas de las ibis blancas posadas perezosamente en las zonas poco profundas del río, del resplandor del calor que se alzaba de los riscos áridos que podían entrever en la orilla oeste. Se encontraron con numerosos ciudadanos de Weset ocupados en diversos asuntos, que se inclinaban respetuosos y les daban paso.
—No creo que hagamos esto muy a menudo —dijo Ahmose cuando se acercaban a los escalones del embarcadero—. No es bueno que el rey esté tan cercano y disponible para la gente. Por supuesto que debe estar dispuesto a atender sus problemas a través de los jueces, pero en estos tiempos es mejor que no le vean con los pies embarrados y la ropa sudada. Mientras yo esté de viaje, haz que eleven la pared que rodea la finca, Aahmes-Nefertari, y que pongan una puerta sólida en la subida de los escalones del embarcadero, de modo que los que pasen no puedan ver el borde del jardín.
—Planificas muchos cambios, ¿verdad, Ahmose? —dijo ella, y él asintió solemnemente.
—Sí, pero primero debo encargarme del enemigo en el Delta. Ésa es mi primera prioridad.
La hizo cogerle del brazo y juntos dejaron la orilla del río y fueron hacia la casa que esperaba, familiar y acogedora, en el calor de la tarde.