A la mañana siguiente Broichan mandó a buscar a Tuala. Garvan ya se había marchado; la muchacha oyó que Mara le decía a Ferat que la precipitada marcha del picapedrero era, sin duda, una reacción a la historia que había oído la pasada noche y a la mirada en el rostro de la narradora.
—Porque podía verse —dijo Mara en un susurro— ese atractivo que tiene el Otro Mundo, el peligro que conlleva. Nunca me hubiera imaginado que la muchacha supiera una historia semejante. Tendrías que haber visto la mirada de los hombres. Y yo aquí pensando que es tan inocente como debería serlo cualquier doncella de su edad.
Sin embargo, cuando Tuala fue a la habitación de Broichan y se quedó de pie ante él con las manos apretadas detrás de la espalda y el corazón latiéndole con fuerza, no fue para recibir una reprimenda por ahuyentar a su pretendiente, ni un castigo por intentar seducir a los hombres de armas con su historia.
—Garvan pidió permiso para hablar contigo en privado. —Broichan estaba en su lugar habitual, de espaldas a la chimenea. Ese día el fuego no estaba encendido y la estancia estaba llena de pequeñas corrientes de aire que se arremolinaban. El alto cuerpo del druida iba cubierto con unas vestiduras negras; tenía los ojos clavados en Tuala, penetrantes como los de un halcón—. No accedí a su petición; no me pareció apropiado. ¿Se trata de que no quieres casarte con él o de que no quieres contraer matrimonio con nadie?
Tuala tragó saliva.
—Es demasiado pronto —logró decir—. No estoy preparada para el matrimonio.
—Estás en edad de casarte, Tuala —comentó Broichan—. A tu edad la mayoría de las chicas ya están desposadas, sin duda alguna, y con frecuencia son madres antes de un año. Quizá lo único que se requiere son más explicaciones, más seguridad… Podrías hablar con Mara al respecto. Por otro lado, la sorprendente historia que optaste por contarle anoche a mi invitado sugiere… —En esos momentos la actitud del druida mostraba inseguridad. Su mirada se había tornado ausente, como si de algún modo el tema fuera indigno de él.
—Sé lo que significa compartir la cama con un hombre —dijo Tuala sin rodeos—. Uno no crece en una granja sin aprender ciertos hechos básicos. Mi señor, no tengo ningún deseo de casarme con Garvan ni con ningún otro hombre. Si eso te disgusta, lo lamento. Me has proporcionado un hogar aquí y comprendo que estoy en deuda contigo. Sé que no querías acogerme. No he olvidado lo que me dijiste, mucho tiempo atrás, sobre que mi sitio aquí en Pitnochie dependía totalmente de ti. Pero quiero quedarme. Necesito quedarme.
«Necesito estar aquí cuando Bridei regrese a casa».
—No puedes quedarte —repuso Broichan—. Tu presencia ya no es grata entre mi gente. Este cambio ha ocurrido sin que fuera mi intención. Ahora yo también debo emprender viaje; en realidad debería hacerlo en cuanto me sea posible, por el bien de Bridei. Y tú debes irte.
—¿Irme adónde? —Tuala apretó los puños por detrás de la espalda, intentando mantener la voz calmada. De momento la furia era más fuerte que el miedo—. ¿Acaso has encontrado otro posible pretendiente?
—No necesito hacerlo. A Garvan le preocupaba que pudieras malinterpretar sus motivos para marcharse tan pronto. Antes de partir me explicó que su oferta sigue en pie, y que depende de ti tomar la decisión a tu ritmo: un año, dos si lo necesitas. Es un hombre extraordinariamente generoso; algunos dirían que su generosidad raya la insensatez. Me pidió que te dijera que no quiere ninguna dote y que no ha prometido nada a cambio de tu mano; eso que dijiste de «venderte» era infundado. Él quería que lo supieras.
—Entiendo.
—Por lo tanto, la decisión aún está por tomar. A mí me dio la impresión, anoche, de que había una especie de vínculo entre Garvan y tú, aunque sólo sea en vuestra aproximación a la hora de interpretar las historias. —Broichan la contempló, con las cejas arqueadas; por lo visto era necesario algún comentario.
—No quiero casarme. —Tuala sintió que el frío le recorría el cuerpo—. No quiero tener que marcharme.
—En cuanto a eso no hay elección. Tanto si deseas considerar la perspectiva de este matrimonio durante algún tiempo en el futuro, como si no, no voy a dejarte en Pitnochie. Sin embargo, existe otra opción, una que se ha vuelto más posible esta mañana con la llegada de un mensajero procedente del Pozo del Cuervo.
—¿Del Pozo del Cuervo? ¿Y cuál era el mensaje? ¿Bridei se encuentra bien?
—No tiene nada que ver con él —replicó Broichan—, pero podemos suponer, por la falta de noticias en ese sentido, que todo le va bien. El mensajero trajo una petición para que Pitnochie proporcione alojamiento a lady Dreseida y a su familia durante una o dos noches; viajan hacia la corte de Drust, donde permanecerán hasta que pase la época de conflicto. La dama llegará aquí en cuanto el tiempo haga viable su viaje. Cuando su grupo llegue yo ya me habré marchado, pero Mara se encargará de todo.
Lady Dreseida y su familia. La chica zorro. Y Broichan partiendo hacia la corte con precipitación después de tanto tiempo alejado de ella… Debía de estar realmente preocupado por la seguridad de Bridei, no solamente en la batalla y en el período subsiguiente que su visión le había mostrado, sino también en un futuro más lejano. Tuala aguardó a que dijera algo más.
—Esto te proporcionará una escolta perfectamente adecuada —dijo Broichan—. Significa que, si es necesario, podemos seguir el otro camino que se abre ante ti. No era mi opción preferida, y la historia que contaste anoche sólo sirvió para reforzar mis dudas en cuanto a si es un rumbo conveniente para ti o no.
—¿Qué camino?
—Hace mucho tiempo, la mujer sabia, Fola, ofreció un lugar en su establecimiento de Banmerren para ti cuando alcanzaras cierta edad. Quería que recibieras tu primera educación aquí; lo que Erip y Wid podían proporcionarte era muy superior a la formación ofrecida a la mayoría de las chicas de buena familia. Quizá no te des cuenta de lo privilegiada que has sido en ese sentido.
—Sé la deuda que tengo con ellos.
—Banmerren se encuentra en la costa norte, al otro extremo de la bahía de Caer Pridne —dijo Broichan—. Es un lugar aislado que armoniza con la naturaleza de las clases que en él se imparten. Es a Fola y a sus compañeras profesoras a quienes corresponde descubrir si una joven con tus orígenes puede cumplir con las obligaciones sagradas de una sierva de la Brillante. Una vez te acepten allí, no hay necesidad de que vuelvas a Pitnochie. Y no tienes que casarte, claro. Eso debería complacerte.
Tuala fue presa de una confusión de sentimientos. No tenía palabras.
—No lo he mencionado antes —dijo el druida— porque tengo dudas, serias dudas, en cuanto a la conveniencia de esta opción. Fola es una amiga cuya sabiduría valoro. No obstante, temo que puedas correr el riesgo de… explotación. Tus habilidades y talentos, unidos a tu educación poco corriente, no te granjearán amistades en un entorno como ese. Y existe un peligro que llevas contigo: si tus habilidades no son guiadas con prudencia y severidad, podrías causar estragos.
Bajo la fría sensación de pérdida inminente, Tuala se sintió ultrajada. Las palabras acudieron a sus labios: «Entonces, ¿por qué no me enseñaste? ¿Quién mejor para educarme en los misterios que el druida de un rey?». Las contuvo. Era demasiado tarde para eso.
—Quizá no fuiste consciente del impacto de tu historia de anoche —dijo Broichan—. Creo que no tienes conciencia de muchas cosas, Tuala. Traerte al reino de los mortales no fue sensato ni mucho menos.
—¿Debo marcharme? ¿No podría quedarme aquí y…? —¿Y qué? ¿Quedarse y andar siempre atravesándose con Mara, quedarse y aterrorizar a todos los hombres de Pitnochie con su mera existencia? A Tuala le vino a la cabeza un recuerdo: una niña pequeña y solitaria confiando en una vieja bruja poco más alta que ella, una niña con una esperanza desesperada en la voz. «Quiero recibir una educación, pero Broichan no me dejará». Y entonces, el inesperado regalo de las clases de Wid y Erip. Daba la impresión de que los planes a largo plazo de Fola eran equivalentes a los del druida.
—A mi juicio harías mejor casándote con Garvan —le dijo Broichan—. Su protección te aseguraría un hogar en el que siempre serías bien recibida. Su influencia te reportaría respeto y seguridad. Creo que es probable que la misma desconfianza y recelo que te persiguen ahora en Pitnochie seguirán presentes en cualquier otra parte, vayas donde vayas.
—¿Cuándo llegarán… —a Tuala se le quebró la voz— lady Dreseida y los demás? ¿Cuándo debo marcharme?
Broichan suspiró.
—Se pondrán en camino cuando el tiempo despeje —respondió—. Viajarán en barco, subiendo por los lagos, y habrá hombres que llevarán la embarcación allí donde las vías fluviales no sean navegables. Si esta es tu elección, será mejor que te encargues de organizar tus cosas sin demora. Mara sabrá lo que hace falta.
—No se parece demasiado a una elección —comentó Tuala, que sentía en el pecho el dolor de una gran amargura—. ¿Ni siquiera puedo esperar al verano?
—Sería una estupidez no aprovechar la guardia de Dreseida como escolta. Su hija también se dirige al centro de Fola; aparte de formar a sacerdotisas, allí las mujeres también proporcionan educación para las hijas de familias nobles. Es muy conveniente. No puedo prescindir de ninguno de mis hombres para que cabalgue contigo y a ninguno de ellos le haría gracia asumir semejante tarea. Por lo que a mí respecta, partiré sin demora, pues la necesidad que tengo de ver a Drust es ya imperiosa. Y yo no voy por los caminos de las personas comunes y corrientes.
Fue mucho antes de lo que ella se esperaba: un largo período de tiempo seco y la llegada por el lago de cuatro embarcaciones que transportaban a lady Dreseida, a su hija pelirroja y a dos chiquillos muy escandalosos, así como a una montaña en miniatura de equipaje y a una cohorte de guardias de expresión adusta. La presencia de lady Dreseida parecía inundar la casa; incluso Mara se encogió ante su mirada escrutadora. Habría sido más fácil si Broichan hubiera estado todavía en Pitnochie. Pero ocurrió que una ya desconsolada Tuala se encerró en sí misma. Respondía a las preguntas con un susurro y enseguida huía para perderse en los bosques cuando pensaba que podía aproximarse otro interrogatorio. A pesar de todos sus gritos y sus carreras, los pequeños Uric y Bedo eran mucho más fáciles de tolerar que las mujeres de la familia de Talorgen. Cuando los chicos hacían preguntas, era con una curiosidad directa e inocente.
—¿Es cierto que te encontraron debajo de un espino? —preguntó Bedo.
—No. Me dejaron en la puerta. Soy una expósita.
—Eres muy blanca. Más blanca que nadie que haya visto.
—Es que soy así.
—Ferada dice —la voz de Uric descendió unos cuantos grados del grito habitual— que no eres del todo humana. Dice que eres hija de ya sabes quién.
—Soy una persona común y corriente —le respondió Tuala—. Hago las mismas cosas que hacen las chicas normales.
Una pausa.
—Bridei no nos dijo que tenía una hermana. —El tono de Bedo era ligeramente acusador.
—No soy su hermana. Crecimos juntos. Somos amigos. —Una palabra insignificante como «amigos» era deplorablemente inadecuada para explicarlo, pero el niño pareció aceptar la respuesta.
—Mi madre dijo que vas a venir a Caer Pridne con nosotros.
—Así es. Pero no voy a Caer Pridne, sólo a la escuela para mujeres sabias.
—¿Es eso lo que vas a ser, una mujer sabia?
Una ráfaga de aire frío pasó por encima de Tuala; recordó una visión que la había inquietado muchísimo, ella con unas vestiduras de color gris, una intrusa, mientras Bridei sonreía a su esposa y cogía a su hijito de la mano.
—No lo sé —dijo.
—¿Sabes hacer magia? ¿Encantamientos y esas cosas?
La respuesta más segura era una rotunda negativa, pero Tuala se encontró con que no pudo mentirles descaradamente.
—Depende de lo que quieras decir con magia —contestó.
—Si quisieras, ¿podrías convertirme en otra cosa, en un tritón o en un sapo?
—No estoy segura —contestó Tuala con despreocupación—. ¿Quieres que lo pruebe?
Una mirada de absoluto terror apareció en la carita de Bedo; se había puesto más blanco que la leche.
—Está bromeando, tonto. —El tono de Uric sugería que no estaba del todo convencido de sus propias palabras.
—Quizá otro día —dijo Tuala.
—¿Ese gato es tuyo? —Uric miraba a Bruma, que estaba sentado aseándose junto a la pila de leña; era una buena oportunidad para cambiar de tema—. ¿Muerde?
Bedo le susurró algo al oído a su hermano.
—¿Es eso cierto? —quiso saber Uric—. ¿Es un espíritu?
Bedo, que se sonrojó de pronto, miró hacia otro sitio.
—Al igual que yo —repuso Tuala—, Bruma es perfectamente normal. No le importa que lo acaricien, siempre y cuando lo hagan con suavidad.
¡Oh, Bruma! Otro amigo al que dejaría atrás. Tuala tenía buena memoria. No había olvidado algo que Fola le había dicho cuando fue tan amable y le dio el gatito, lo de que ella también tenía un gato que no toleraba a los intrusos. Bruma estaría mejor allí, en un territorio que ya conocía con un suministro habitual de ratones que cazar. Pero dormir por las noches sin aquel calor reconfortante a su lado que le daba la tranquilidad de que no estaba completamente sola iba a resultar duro, desde luego.
Tenía planeada una tarea para su última noche en Pitnochie, una noche de luna llena. Era algo que tenía que hacer si iba a estar ausente cuando Bridei volviera a casa. Por desgracia a los pequeños los habían alojado en la antigua habitación de Bridei, cada uno con la cabeza en un extremo del estrecho camastro, y eso dificultaba su tarea. No quería llamar la atención de ningún modo. Dreseida la intimidaba; las miradas inquisidoras y los comentarios despectivos de Ferada la inquietaban y la molestaban. La altanería con la que inclinaban la cabeza, los vestidos inmaculados y los peinados perfectamente arreglados que lucían parecían mofarse de su ropa sencilla y su desaliñado aspecto general. De un modo u otro, por más fuerte que se trenzara el pelo, siempre se escapaban algunos mechones que se le rizaban en torno a las orejas o encima de los ojos. Siempre llevaba consigo cintas de repuesto por si acaso. Tal vez los pequeños tuvieran razón; quizá siempre tendría un aire salvaje por mucho que se esforzara en domeñarse. Quizá siempre parecería diferente.
Había un hechizo que esa noche, bajo la mirada de la Brillante, tenía que funcionar. Había planeado entrar sigilosamente en la habitación de Bridei cuando todos durmieran y realizar su ritual como parte de una vela que duraría toda la noche. Pero ahora eso era imposible. De todos modos, razonó Tuala, tras un día de actividad los niños dormían profundamente. Si tenía cuidado, todavía podía llevar a cabo la parte más fundamental.
Aguardó en su habitación, escuchando mientras los miembros de la casa procedían con su secuencia de sonidos nocturnos. Las voces se filtraban desde el salón, donde los guardias de lady Dreseida intercambiaban historias junto al fuego con los hombres que Broichan había dejado para proteger Pitnochie en tanto que los demás partieron para unirse a las fuerzas de combate de Talorgen. La dama y su hija también se hallaban en el salón, pero los niños ya estaban acostados. Tuala había oído sus agudas voces en la habitación de Bridei hacía un rato. En esos momentos estaban en silencio, seguramente casi dormidos. Se oía el ajetreo proveniente de la cocina: los ayudantes de Ferat que fregaban las ollas de la cena y aclaraban las fuentes. La voz quejosa de Ferat acompañaba a ese barullo. Cada vez resultaba más difícil recordar al cocinero como al hombre que una vez había ayudado a una niña pequeña a formar conejos, ranas y hombres diminutos con masa de pan y que le había hecho dar vueltas y más vueltas con sus brazos fuertes hasta que ella gritaba de excitación; el hombre que la había escuchado con orgullo cuando recitó su primer poema aprendido de memoria, y que se había reído de sus bromas infantiles.
Entonces se oyó el crujido de la puerta de los aposentos de los hombres; pasaron unos pies enfundados en botas. No tardaron en oírse ronquidos. Habían tenido un largo día de trabajo. Las visitantes eran muy silenciosas y, como damas que eran, andaban con pies gráciles envueltos en zapatos suaves. En esos momentos se retiraban a su alcoba, la habitación de Mara; durante su estancia allí, el ama de llaves dormía en el cuarto de Broichan. Eso había impresionado a Tuala; semejante perspectiva le resultaba increíblemente alarmante. ¿Acaso el druida no podría manifestarse como un fantasma de sí mismo, todo miradas penetrantes y misteriosas palabras acusadoras? ¿Y si esas cosas que había en los tarros empezaban a moverse durante la noche? El hecho de que Broichan estuviera lejos, en Caer Pridne, no quería decir nada.
La cocina había quedado ya en silencio. Ferat y sus ayudantes habían terminado y se habían retirado a sus propias habitaciones. Los pasos lentos y pesados de Mara se movían por el salón. Se oyó un chirrido: estaba sofocando el fuego y colocando la pantalla frente a la chimenea. Más pasos. Se dirigía a la cocina para comprobar también el otro fuego. Estaría recorriéndolo todo con su mirada escrutadora en busca de señales de desorden: polvo en las losas, un cucharón fuera de sitio o una capa que se hubiera caído de la percha. A continuación se oyó el rechinar del enorme cerrojo al deslizarse en su sitio, atrancando la puerta hasta que los miembros de la guardia nocturna regresaran para su temprano desayuno. Los pasos de Mara retrocedieron, se detuvieron un momento en el salón —¿en qué estaría pensando?, ¿en Broichan, que en esos instantes se hallaba lejos en la corte del rey?— y a continuación se dirigieron, resueltos, a la habitación del druida. La puerta se abrió y se cerró. Reinó el silencio, aparte del ronroneo de Bruma, que sobaba la burda manta junto a las rodillas de Tuala.
Después de eso esperó un poco más. No había peligro de quedarse dormida; la importancia de lo que debía hacerse era demasiado grande. Tuala lo ensayó mentalmente hasta que hubo pasado tiempo suficiente para que todos estuvieran profundamente dormidos, atrapados en sus sueños. Entonces se puso su falda y su túnica preferidas, unas prendas suaves de fina lana blanca con un ribete de galón azul. Antes habían pertenecido a Brenna y le venían un poco grandes, pero eran las primeras prendas de persona mayor que había poseído, un regalo que le habían hecho antes de que Fidich le prohibiera ir a la cabaña, y sabía que Brenna había dedicado un tiempo precioso a coser la falda y a arreglar la túnica para que le quedara mejor. La ropa desprendía un suave olor a lavanda; tiempo atrás Brenna le había enseñado a la pequeña que tenía a su cargo a poner hierbas secas entre las prendas para mantenerlas como recién limpias, y aunque Tuala nunca fue ni mucho menos ordenada en menesteres caseros como el de doblar la ropa, no olvidaba su provisión de hojas aromáticas. Llevar ese aroma con ella la hacía sentirse más cerca del bosque, más cerca del mundo silvestre de las plantas y las criaturas, un mundo mucho más seguro que el de los hombres. No se sujetó el cabello, se lo cepilló y dejó que le cayera suelto por la espalda, una oscura cascada que le llegaba por debajo de la cintura. Se quitó las zapatillas. Los pies descalzos eran más silenciosos. De su cuello colgaba el disco de luna que siempre llevaba, la cálida sensación del hueso blanco contra su piel. Salió de su habitación con sigilo, sin hacer el más mínimo ruido, y se dirigió de puntillas a la puerta del pequeño cuarto de Bridei.
La puerta estaba entornada; quizá los pequeños tenían miedo de la oscuridad y necesitaban que la luz de las lámparas que seguían ardiendo en el pasillo velara sus sueños. Se deslizó por el hueco y entró en la habitación. Los dos dormían. Uric era de los que se acurrucaban; estaba bien envuelto en su manta con las rodillas hacia arriba, abrazándose el pecho y con la cara enterrada en la almohada. Bedo era de los que se despatarraban. Ocupaba su parte de la cama además de la mitad de la de su hermano. Tenía la manta en el suelo; Tuala la recogió y se la puso encima suavemente. El niño no se movió.
A través de la diminuta ventana, la Brillante mandaba un rayo de luz fría; se estaba acercando al trozo de cielo oscuro que se podía divisar por la abertura y Tuala debía tenerlo todo preparado para cuando su forma llena y perfecta quedara allí enmarcada. En el alféizar seguían estando las ofrendas de Bridei; se dio cuenta de que las habían movido. Los niños son unas criaturas curiosas, y esos dos, sin duda, habían examinado la pluma de águila y habían jugado con las piedras blancas. No importaba; el tacto inocente no puede dañar lo sagrado. Tuala volvió a colocar los talismanes tal como los había dejado Bridei y a continuación metió la mano en la pequeña bolsa que había traído y empezó a poner también los suyos, cada uno con sus palabras de poder particulares. Una ramita chamuscada, con un extremo blanco y el otro negro como el carbón:
Gallardo de Fortriu, llama ardiente
el elegido, sol naciente…
Una pluma que, en esa ocasión, no fue el emblema listado del águila, sino un suave y aterciopelado pedacito blanco, quizá del pecho de un níveo búho, una criatura de invierno:
Aliento de esperanza, alas de existencia,
antigua sabiduría, destierra la violencia…
Tuala sacó un pequeño frasco de su bolsa, le quitó el tapón y roció el alféizar con unas gotitas de agua; una, dos, tres veces.
Desenvuelto, entregado, libre, perspicaz,
sé siempre claro y honesto, siempre capaz.
Por último un puñado de tierra, fértil y oscura, recogida del suelo del bosque. La dejó con suavidad junto a los demás símbolos.
Los antiguos te mantienen fuerte y seguro,
sea tu canción pasado y futuro.
Envuelto en un espíritu puro y reluciente,
guía hacia la luz a tu gente.
La Brillante se movía lentamente y su cuidadosa danza la llevaba hacia la ventana, donde quedó enmarcada unos momentos en los viejos bordes de piedra dejando que su luz cayera sobre las ofrendas y, tras ellas, sobre el pálido rostro de Tuala que la contemplaba, susurrando su encantamiento. Ahora venía la parte más importante, la parte que debía decir antes de que se la llevaran de Pitnochie para siempre. La diosa tenía que entender lo crucial que era aquello. Si la propia Tuala no estaba allí cuando volviera Bridei, otra persona tenía que asumir la tarea, la tarea de escuchar y observar; la tarea de quererlo por lo que era y no por aquello en lo que debía convertirse. Si no tenía a nadie que velara por él de ese modo, con el tiempo sus cargas se volverían demasiado pesadas de soportar para cualquiera. Tuala lo sabía en su corazón; no había necesidad de invocar visiones en el agua.
Volvió a meter la mano en la bolsita y sacó el último objeto: el talismán que era el relato inacabado de ella y de Bridei, los períodos que pasaron juntos, los que estuvieron separados, los dichosos reencuentros y las terribles despedidas. Si tuviera el poder de una diosa, pensó Tuala con amargura, sencillamente entrelazaría los dos ramales de la cuerda de manera que se apretaran, se enroscaran, se hendieran el uno en el otro, y los dejaría así, indivisibles para siempre. Pero ella no era un ser sobrenatural. Tal vez fuera una hija del bosque, pero seguramente el poder que poseía no era más que cierta habilidad con la magia doméstica, la que podía hacer cualquiera si se lo proponía, pequeños hechizos de eficacia y peligro limitados. No hubiera podido convertir a un niño en un tritón ni aun en el improbable caso de que hubiera querido. Y no podía proteger a Bridei de un futuro de soledad, perplejidad y decisiones terribles, no si iba a estar separada de él para siempre. Pero la Brillante sí podía hacerlo, y si Tuala era hija de alguien, era de la luna, nacida de las sombras invernales y de la nieve bajo los robles, del hielo centelleando bajo la fría luz y de los abedules de ramas desnudas, austeros bajo el cielo de medianoche. Por lo tanto, en ese momento debía recitarse la más solemne de las plegarias mientras la diosa tenía los ojos puestos en su menuda y pálida hija; mientras la Brillante dirigía su mirada imparcial a través de la pequeña ventana. Tuala empezó a susurrar las palabras al tiempo que se iba enroscando el retorcido cordón en las manos.
—Escúchame, Madre Brillante, oye a tu hija. Apelo a tu poder, a tu amor, a tu reluciente pureza. A través de ti invoco al Guardián de las Llamas, personificación del verdadero coraje, e invoco a la bella Diosa de las Flores, que dirige su dulce mirada a todo lo que vive y respira en la tierra. A través de ti invoco a la Diosa Madre, guardiana de las historias de antaño, poseedora de las canciones de los priteni desde tiempos inmemoriales.
La luna miraba hacia abajo, silenciosa. El único sonido que se oía en la pequeña habitación era el débil rumor de la respiración de los dos niños que dormían.
—No pido nada para mí. Si es tu deseo que abandone este lugar y te sirva como mujer sabia, debo aceptarlo. Tu voluntad está fuera de duda. Necesito ayuda para Bridei. Conoces el camino que le aguarda. En su viaje veo decisiones que volverían loco al más cuerdo, traiciones que lo herirán en lo más profundo, peligros en cada esquina y una soledad que helaría el más cálido de los corazones. Sin mí, ¿quién sabrá de su necesidad de consejo? ¿Cómo podrá dejar que broten sus lágrimas sin mí? Solo, soportará una carga demasiado pesada incluso para el más fuerte de los hombres. No hay ningún líder capaz de llevar semejante carga y seguir adelante. Pero él debe continuar. Y yo debo marcharme. Lo que una vez fue mi hogar ya no lo es.
La Brillante empezaba a apartarse poco a poco de la ventana, intentando proseguir su viaje.
—Así pues, te pido —dijo Tuala al borde de las lágrimas— poder dejar en tus manos su cuidado, Gran Diosa, Madre Brillante, que nos iluminas a todos. Sabes que será rey; conoces su fortaleza. Sabes también que posee lo que algunos llamarían una debilidad, una disposición para comprender la mente y el corazón de su adversario, un espíritu abierto que le hará dudar en el momento en que su brazo empuñe la espada de la justicia. Tómalo en tus manos, Dama Brillante; consuélalo en la oscuridad de la noche cuando el desasosiego le llene el corazón. Acúnalo en tus brazos y dale descanso cuando las dudas ensombrezcan su pensamiento. Te lo pido en nombre de todos los dioses, y en nombre de todo lo sagrado…
Tuala llevaba un cuchillo pequeño en el cinturón; dejó la cuerda, tomó el arma en su mano y la alzó para cortarse un largo y grueso mechón de pelo oscuro, dejándose un trasquilón en la frente. Ya sólo quedaba una parte más por hacer y entonces, si lo había realizado a la perfección, la Brillante le mandaría una señal y ella sabría que, por mucho que su propio dolor yaciera en su pecho como una losa fría, Bridei avanzaría bajo la protección de la diosa. Levantó las manos y tomó aire para el hechizo final.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Tuala se dio la vuelta de golpe, con los brazos todavía extendidos al frente. La chica, que había permanecido a sus espaldas, retrocedió con los ojos muy abiertos. El cuchillo le apuntaba directamente al pecho. Tuala tomó aire con vacilación y bajó los brazos.
Ferada cruzó la habitación hasta la cama en dos zancadas, un espíritu vengativo con zapatillas blandas y camisón bordado, el cabello pelirrojo pulcramente trenzado a la espalda.
—¡Contesta! —dijo entre dientes—. ¿Qué estás haciendo en el dormitorio de mis hermanos? ¿Por qué tienes un cuchillo?
Tuala no parecía capaz de controlar su corazón ni su respiración. La Brillante ya casi se había alejado de la ventana y el ritual todavía no estaba completo. Intentó que la chica zorro se marchara deseándolo con todas sus fuerzas. «Vamos, vete, rápido, para que pueda terminar el ritual y mantener a salvo a Bridei», pero la muchacha pelirroja se mantuvo firme, con los labios apretados y una mirada recelosa y fulminante en sus ojos.
—¿Y bien? —quiso saber Ferada—. ¡Habla!
—No tenía intención de hacer daño alguno a tus hermanos. —La voz de Tuala fue menos firme de lo que había sido su intención—. Y esta no es su habitación, es la de Bridei. Esta es mi casa, no la tuya. Puedo ir donde me plazca.
Los labios de Ferada se curvaron para formar una pequeña sonrisa que no era en absoluto amistosa.
—Es poco probable que estos argumentos infantiles impresionen a mi madre cuando le cuente que te encontré aquí en mitad de la noche con un cuchillo afilado en la mano —dijo—. Si quieres que te incluya en el séquito del viaje a Caer Pridne, y debo decir que la idea no le entusiasma ni mucho menos, tendrás que hacerlo mucho mejor.
La luna se iba perdiendo de vista poco a poco; apenas quedaba tiempo.
—Por favor —se obligó a decir Tuala apretando los dientes—. Por favor, déjame terminar. Puedes mirar; puedes cerciorarte de que no hago nada malo. Esto tiene que hacerse ahora, mientras la luna brille todavía en la ventana. Debe hacerse antes de que me manden lejos de aquí.
Algo en su tono de voz hizo que la expresión de Ferada cambiara, aunque su mirada seguía mostrando recelo. La chica pelirroja se acercó al camastro en el que descansaban sus hermanos pequeños.
—Adelante, entonces —dijo resueltamente.
Resultaba difícil retomar el ritual; difícil calmar el latido del corazón, tragarse las lágrimas, controlar la respiración. Debía concluir el hechizo como era debido o no habría posibilidad de que funcionara. Desde el principio Bridei le había inculcado la importancia de la ceremonia; el inmenso privilegio que suponía que los dioses te concedieran sus ojos y oídos en tan solemnes ocasiones.
—Ofrezco esta prenda de mí misma —dijo Tuala mientras dejaba el largo y brillante mechón de pelo en el alféizar junto a los demás objetos—. El resto lo cederé al fuego, para que el Guardián de las Llamas, custodio de los guerreros, sepa también de mi lealtad de toda la vida. Y ofrezco mi sangre —hizo un rápido corte con el cuchillo en su palma derecha, antes de que pudiera pensárselo demasiado (oyó el grito ahogado de Ferada) y sostuvo la mano en alto para que la sangre cayera del profundo tajo abierto sobre los talismanes de poder colocados bajo la ventana—. De esta forma demuestro mi reverencia por los antiguos, que perdurará mientras la sangre fluya por mis venas, mientras la respiración penetre en mi cuerpo, mientras mis pies recorran los caminos de las mujeres, mientras mi corazón conozca la verdad.
La Brillante ya casi se había ido; lo único que quedaba en el espacio de la ventana era un atisbo de su encantadora figura, aunque su luz podía verse en las frágiles formas de los abedules al otro lado de la casa.
—Tú sabes que es una persona fuerte, sensata y buena —susurró Tuala—. Pero también es humano y lo acosan los temores, lo atormentan las dudas, está expuesto a profundas penas. Sólo pido esto, que si no puedo estar a su lado para ayudarle, te asegures de que no se enfrente a sus días de oscuridad sin un amigo de verdad que ilumine su camino. Te lo pido en reconocimiento del vínculo que creaste entre nosotros, Madre Brillante… —Hubiera dicho muchas más cosas, pero la presencia de Ferada lo hacía imposible. En realidad, el hecho de que alguien la oyera no solamente era inquietante, sino que en cierto modo resultaba peligroso. Tuala volvió a meterse el cuchillo en el cinturón y apretó la bolsa contra su mano herida para contener la sangre. Logró hacer una reverencia formal cuando la luna se deslizó más allá del marco de la ventana y se perdió de vista; entonces las cosas empezaron a desdibujarse ante sus ojos y se sentó bruscamente en el extremo de la cama. Los niños seguían durmiendo tan tranquilos.
—¡Que los antiguos nos protejan! —exclamó Ferada en voz baja, y se agachó a su lado—. Esto no me lo esperaba, te lo aseguro. Trae, enséñame la mano… Hay que poner ungüento y vendarla…
—No es nada. —Los rasgos angulosos de Ferada iban y venían; Tuala oía un zumbido en la cabeza—. Estoy bien. Ya he terminado. Ahora ya puedes irte.
Ferada enarcó sus bien perfiladas cejas.
—No tienes muy buena cara. Además, no puedo dejarte aquí con Uric y Bedo. Vamos. Iré a buscar unos paños limpios, mi madre tiene algunos…
—¡No! No despiertes a nadie. No me pasa nada. Me iré a la cama y… —Cuando Tuala se puso de pie la invadió una oleada de mareo y las paredes dieron vueltas a su alrededor. Se tambaleó.
—¡Niña estúpida! —dijo Ferada—. ¿Dónde está tu habitación?
Llegaron allí fácilmente y se detuvieron en la puerta. Dejar entrar a la chica zorro en la única parte de la casa de Broichan que era toda suya no era algo que Tuala tuviera intención de hacer, ni entonces ni nunca.
—Gracias —dijo con toda la firmeza de la que fue capaz—. Buenas noches.
—No tan deprisa. —Ferada había apartado la basta cortina, que era la única puerta que había en el pequeño espacio que Tuala poseía, y miró hacia el interior—. Tú sola no puedes vendarte bien esa herida. Además, tengo unas cuantas preguntas.
—No te necesito. No quiero que estés aquí. —El dolor de la mano y la turbiedad de la cabeza hicieron que Tuala se mostrara más sincera de lo que requería la cortesía. Además, estaba la conciencia subyacente de que la Brillante no había dado ninguna señal, ninguna muestra de que hubiera oído las plegarias y aceptara la ofrenda. Probablemente la interrupción de la chica zorro había arruinado toda posibilidad de que así fuera. La diosa estaba disgustada y los dejaría a la deriva, separados y sin amigos que los ayudaran.
—Mala suerte —repuso Ferada, que se hizo con un farol que ardía en un estante de piedra cerca de la entrada y lo llevó al interior de la pequeña habitación de Tuala—. ¡Por todos los ancestros! Pensaba que el cuarto de Bridei era pequeño, pero esto debe de ser como dormir en un armario. ¡Qué pintoresco! No frunzas el ceño de esa manera. Sabes muy bien que si decido decirle a mi madre lo que te vi hacer no querrá llevarte a Banmerren. Pero tal vez sea eso lo que quieres. Tal vez no quieres ir. —Las cejas volvieron a enarcarse; los ojos tenían una mirada muy astuta bajo la luz de la lámpara.
—Eso a ti no te importa —replicó Tuala, que al tiempo que hablaba era consciente de que no había manera de ganar una discusión con esa joven tan segura de sí misma. ¿Cuántos años podía tener la chica zorro? ¿Quince, dieciséis? No era mucho mayor que Tuala y sin embargo eran como el día y la noche.
—¿Conque esas tenemos, eh? —la desafió Ferada—. ¿Dónde guardas paños o lienzos…? ¿Aquí? —Rebuscó en el arcón donde Tuala guardaba sus cosas—. En realidad tú no quieres ir a la escuela de Fola, aun cuando tendrás la mejor oportunidad que puede tener una chica de escapar de la cama conyugal y de llegar a ser alguien. Tú prefieres apolillarte aquí en los extraños dominios de Broichan esperando que tu hermano regrese por fin a casa. Es increíble. —Mientras hablaba, Ferada encontró unos lienzos, le quitó el cuchillo a una enmudecida Tuala, rasgó una tira de tela que le sirviera y empezó a ocuparse de la herida con dedos hábiles—. ¿Tienes un poco de ungüento? Bien, así…, sólo un poco. Ahora lo vendaré. Supongo que sabes que hay cientos de chicas que matarían por una plaza en Banmerren, ¿no? Fola no acepta a cualquiera.
Tuala estuvo muy tentada de responder: «Te aceptó a ti, ¿no?», pero ese tipo de pullas fáciles no servían de nada. Además, la madre de Ferada era prima del rey. Tuala se había criado con las lecciones de genealogía de Erip y comprendía los privilegios y responsabilidades que conllevaba una relación así.
—Antes de tener que casarme —dijo en voz baja—, es mejor estar en Banmerren; lo prefiero a atarme a un hombre al que no amo.
—¿Amar, dices? —se burló Ferada—. El amor no tiene nada que ver con el matrimonio. Yo en tu lugar me consideraría afortunada si el cónyuge propuesto tuviera diez dedos en las manos y en los pies y todos los pedazos necesarios entre ellos. Mi madre dice que los hombres se pueden moldear. El amor es para las historias. No tiene nada que ver contigo, ni conmigo, ni con las vidas de la mayoría de jóvenes de Fortriu. Lo mejor que podemos esperar es tener cierto control sobre los caminos que seguimos. Una leve capacidad de elección. —Por un breve momento pareció distinta, como si su aspecto competente y amedrentador albergara a otra chica completamente diferente.
—Yo quería elegir por mí misma —dijo Tuala—. Pero al final todo lo decidió Broichan. —No era del todo cierto; había una alternativa de la que no podía hablar.
—¿Por quién estabas orando? —preguntó Ferada—. Imagino que por tu hermano, ¿no?
Tuala no contestó.
—Yo diría que no le hace falta tal grado de devoción —dijo Ferada con sequedad—. A mí siempre me ha parecido bastante capaz. Carece de sentido del humor, es un poco soso, quizá, pero tiene mucho dominio sobre sus propios asuntos. En tu lugar, yo dejaría de mimarlo y seguiría con mi propia vida. Sé realista, Tuala. Un sitio en Banmerren es una gran oportunidad para alguien como tú. Lo que quiero decir es que, ¿adónde irías si no?
El hecho de que esas últimas palabras fueran la pura verdad no las hizo menos dolorosas.
—Es curioso —siguió diciendo Ferada—, Bridei nunca habla de ti. Sólo supe que existías porque me lo dijo Gartnait. Creo que podría ser que estuvieras perdiendo el tiempo, de verdad.
Tuala aguardó un poco, obligándose a respirar antes de hablar.
—Ahora me gustaría irme a dormir —dijo con educación—, si no te importa. Gracias por vendarme la mano. Te agradecería que no contaras lo ocurrido a lady Dreseida. —«Si no habló de mí, es porque lo que hay entre nosotros es especial, precioso y no puede compartirse».
Ferada la miró atentamente con los ojos entrecerrados, como si intentara resolver un acertijo.
—No tardará en saberlo, cuando a los niños se les exija una explicación sobre el revoltijo de pelo y sangre del alféizar.
—No te estoy pidiendo que mientas —repuso Tuala.
—Ya veremos —replicó Ferada—. Esto podría ser muy interesante, ¿sabes? Estoy empezando a pensar que mandarte a Banmerren es un poco como poner a un gatito perdido en una jaula de perros salvajes.
—Los gatitos tienen garras.
—Claro. Como mínimo eso contribuirá a que haya un espectáculo de lo más animado. Creo que es mejor que mi madre sepa lo menos posible. Al menos de momento.
Tuala se llevó la mano a la boca para disimular un bostezo.
—Está bien, me voy —dijo Ferada—. Todavía hay preguntas que necesitan respuesta. Pero pueden esperar. Buenas noches, Tuala.
—Que la Brillante guarde tus sueños. —Incluso en un momento como aquel debían pronunciarse las palabras de despedida adecuadas.
La cortina se alzó y cayó. Los pasos suaves se perdieron. Tuala se quedó sola de nuevo. Agarró un manto, se lo echó sobre los hombros y notó que las intensas punzadas de la mano se convertían en un dolor terrible que le subía y le bajaba por el brazo; notó que las lágrimas se acumulaban en sus ojos y luego empezaban a caer, cálidas y amargas, por sus mejillas. Bruma seguía durmiendo. Era imposible saber lo que había en su mente de felino. De vez en cuando movía las patas; quizá estuviera soñando con ratas. En cuanto a Tuala, sus pensamientos estaban en ciertas cosas que había dicho la chica zorro, cosas que eran mentiras, horribles e hirientes mentiras. «Él no es “soso”. Es la mejor persona del mundo, cuenta historias maravillosas, siempre escucha atentamente. Los dioses lo quieren. Y no lo mimo. Me estoy ocupando de su futuro. Alguien tiene que hacerlo por él, y sólo me tiene a mí».
Estos pensamientos no parecían mejorar nada; sólo sirvieron para que las lágrimas manaran más rápidamente, demasiado rápidas para enjugarlas. Intentó con todas sus fuerzas no hacer ruido; de ningún modo iba a dejar que la chica zorro o cualquier otra persona oyera que había sido presa del llanto. ¿Y si la Brillante no aceptaba su oferta? ¿Y si Bridei tenía que seguir su camino solo? «No estará solo», le recordó una vocecilla interior. «¿Qué me dices de la visión del Solsticio de Verano en la Colina del Árbol del Alba? Entonces no estaba solo, ¿verdad? ¿Quién crees que era la del cabello rojizo y el vestido elegante? Una esposa digna de un rey, eso era».
Tuala se tumbó, cerró los ojos con fuerza y se tapó los oídos con las manos. Pero no pudo silenciar la voz de ese modo, la voz insidiosa e íntima del hombre hoja, uno de los suyos, decidido a abrirle la mente a su propia locura. «Era ella, ¿verdad? Muy apropiado. Y si no le importa nada el amor, ¿qué más da si lo considera aburrido? Será rey. Eso es lo único que cuenta».
Al final Bruma se despertó, o se despertó a medias, subió sigilosamente por la cama, dio tres vueltas y volvió a acomodarse junto al cuello de Tuala. Mucho más tarde, rendida por la tristeza, con la mano vendada metida entre el suave pelaje del gato, Tuala se dejó vencer por el sueño.
Debió de soplar un fuerte viento durante la noche, un viento caprichoso que se arremolinaba en círculos. Cuando Bedo miró por la ventana para ver cómo había amanecido el día, se fijó en que la pluma de águila no estaba. Fue una decepción; había planeado, secretamente, meterla en su equipaje antes de continuar el viaje. Miró por la habitación; no estaba en el suelo, ni en la cama entre las mantas arrugadas. Después de desayunar salió a buscarla fuera, pero no había ni rastro de ella. Lo único que había dejado el viento en el desnudo alféizar de la ventana eran las tres piedras blancas.
A la mañana siguiente reanudaron el viaje hacia Caer Pridne a caballo y se llevaron a la chica bruja con ellos. Su cabello tenía un aspecto extraño; se lo habían cortado toscamente a la altura de las orejas y ahora se parecía al de Bedo, aunque mucho menos bien peinado. La joven era muy callada. La forzada expresión de su boca formaba una fina línea, como si estuviera intentando no llorar. Cuando la casa del druida desapareció tras ellos entre los robles, ella no miró atrás, ni una sola vez.
El mensajero de Broichan había partido antes de que su amo dejara Pitnochie, equipado con un pequeño fardo con víveres, medios adecuados para defenderse y un mensaje para Talorgen en la cabeza. No era un mensaje complejo: sólo tenía dos partes. Primera, el anciano, Erip, había muerto y la noticia debía comunicársele con suavidad al chico. Segunda, a partir de ese momento el chico tenía que tener un catador. No era difícil de recordar.
El mensajero estaba acostumbrado a recorrer el terreno rápidamente, incluso en las condiciones más inclementes. Se esperaba que en un espacio de doce días aproximadamente pudiera alcanzar al ejército que avanzaba. Sabía cómo evitar a los lobos, los calambres y los espías de Dalriada. Sabía cómo seguir adelante con escasa comida y poco sueño.
No pudo competir con la rampa rocosa que se alzaba por encima del lago de la Doncella. Había llovido; estaba cruzando un camino estrecho muy por encima del agua cuando oyó el inconfundible retumbo en lo alto que rápidamente se fue convirtiendo en una estruendosa cacofonía de rocas que se desprendían y rodaban. Se aferró con todas sus fuerzas con el cuerpo pegado a la pendiente, apretando los dientes y rezándole a la Diosa Madre para que todavía no fuera el momento de acogerlo en su seno. El tumulto se aplacó; unas piedras pequeñas rodaron colina abajo, rebotaron una y otra vez y fueron a parar al gigantesco montón de escombros que había mucho más abajo. Finalmente, no era el momento; todavía no. El mensajero parpadeó para quitarse el polvo de los ojos. Respiró profundamente, henchido de alegría por haberse salvado. Le dolía la pierna, bajó la vista para examinar la herida y notó que perdía el color de la cara. Una piedra enorme se había alojado con fuerza contra la pared de roca en la que se había refugiado. Tenía la pierna atrapada hasta el muslo entre la roca y la pared del precipicio. Todo su cuerpo se cubrió de un sudor frío. Con aquella única mirada se había dado cuenta de que la pierna estaba aplastada de tal manera que resultaba irreconocible; no podría volver a caminar nunca.
Pasó un buen rato intentando liberarse empujando la roca con las manos y tratando de romperla con una piedra más pequeña. Todavía llevaba el fardo a la espalda; desafiló el cuchillo raspando la dura superficie, en la que dejó una red de arañazos desesperados. Tenía comida para varios días, agua para tres. Al principio racionó lo que tenía, un sorbo cada vez, pensando en el rescate. Pero no acudió nadie. Cuando se terminó el agua pensó en cortar la pierna con el cuchillo mientras aún le quedaran fuerzas para hacerlo… Pero ¿y entonces qué? Moriría desangrado, arrastrándose por senderos que sólo conocían el tejón y la ardilla, la marta y el escarabajo. Al menos sería más rápido. Pero el cuchillo estaba desafilado y no fue capaz de intentarlo.
Llovió al día siguiente de haber vaciado el pellejo del agua. Lamió la lluvia de la roca que lo inmovilizaba y, aturdido por la fiebre, se asombró de sus ganas de vivir a pesar de todo. Se había olvidado del mensaje. Lo había olvidado todo menos el dolor, el frío y la escalofriante oscuridad de la desesperación. Esa noche vinieron los lobos, que se movieron alrededor de él como los mismísimos mensajeros de la muerte.
Cuando llegó el momento no resultó posible pensar demasiado. Durante una pausa en su marcha, al mirar al otro lado de la solitaria cañada hacia la colina de los Confines de Galany, vieron alzarse el humo, vieron una bandera que ondeaba por encima del poblado y luego vieron que los escotos estaban preparados para recibirlos; por detrás y por debajo de la muralla de estacas puntiagudas, los paseos se hallaban llenos de arqueros. Más allá, en la cima de la colina, incluso a esa distancia, la alta forma de la Piedra del Mago se recortaba contra la línea del horizonte, custodiada por los serbales. Atraía la mirada e imponía determinación en tu interior.
—No son demasiados —dijo Talorgen con los ojos entrecerrados—. Por eso han optado por meterse dentro en vez de salir y enfrentarse a nosotros. Procederemos según lo planeado. ¿Estáis listos? ¿Morleo? ¿Ged? ¿Fokel?
Unos gruñidos de asentimiento. Las tropas de Ged, resplandecientes con sus colores del arco iris, iban a tomar el flanco derecho. Las de Morleo el izquierdo y la fuerza principal se aproximaría directamente a las puertas. Justo detrás de los hombres de Talorgen cabalgaba la pequeña banda de Fokel. Bridei había visto la peligrosa mirada del cabecilla, su aire de energía apenas contenida, como si estuviera en peligro inminente de estallar. El considerable armamento que llevaban todos los adustos seguidores de Fokel no sirvió para aliviar su desasosiego. Esos hombres parecían unos distribuidores de justicia arbitraria del Otro Mundo. Quizá no se molestarían en mirar dónde golpeaban hasta que todo hubiese terminado. Su cercana proximidad no tenía nada de tranquilizador.
Aniel, el consejero del rey, había enviado a sus dos guardias personales para que se unieran a la empresa en nombre de Drust el Toro. En esos momentos, su guardaespaldas Garth avanzó portando el asta con la bandera del rey y otros alzaron los símbolos de todos los jefes de clan allí presentes: Aguasluengas, Abertornie y el Pozo del Cuervo, y la antigua bandera de Galany. Talorgen levantó un puño apretado en el aire y profirió un enorme y sonoro grito: «¡Fortriu!». A Bridei le corrió por las venas una acalorada ráfaga de orgullo, como el contacto del mismísimo Guardián de las Llamas. Alzó su propia voz junto con las de los demás como respuesta: «¡Fortriu!», y los hombres de los priteni avanzaron hacia la batalla.
La aproximación a la aldea se realizó a través de un amplio valle por el que corría un riachuelo que desembocaba en las vastas aguas del lago del Rey. El terreno era cenagoso y las botas se les hundían. Los pocos arbustos y escasos árboles que había pegados a las orillas corriente arriba proporcionaban escasa cobertura. Cuando se acercaron al agua, las puertas del poblado se abrieron y el enemigo salió para hacerles frente. Después de todo no era una defensa desesperada de un reducto mal guarnecido, sino un contraataque bien planeado, ejército contra ejército; alguien les había proporcionado buena información a los escotos y ellos la habían utilizado bien.
—¿Cuántos? —logró gritarle Bridei a Donal, que lo seguía de cerca con gravedad, lanza en mano.
—Suficientes —respondió Donal—. Lo haremos. Intentarán atraernos para ponernos al alcance de sus arqueros. Talorgen contendrá a los hombres, eso si ese loco de Fokel no carga primero. Si es posible no te alejes, Bridei. Necesito tenerte a la vista.
«Incluso ahora —pensó Bridei—, al borde de la batalla, la mano de Broichan se extiende hacia mí, como si fuera un chiquillo al que hay que proteger. ¿Cuándo me llegará el momento de ser un hombre?».
Entonces, junto a él, ante él, detrás de él, los hombres empezaron a correr y a gritar y el día se convirtió en locura. Los gritos resonaban como toques de trompeta en sus oídos; su corazón, que ya latía aceleradamente, adoptó el ritmo de un fuerte tambor, las piernas lo llevaban hacia el tumulto, el agolpamiento, la cálida oleada de cuerpos y entonces, de repente, empezaron a llover flechas que penetraban en los ojos, el cuello o los hombros de los soldados, había cuerpos en el suelo, la sangre brillaba en una capa o en un casco, en una mano aferrada, en un ojo que miraba fijamente o en un miembro destrozado. No podía detenerse para ayudarles; había que avanzar, avanzar, sus pies lo llevaban hacia delante con la marea de hombres cuyas filas ya habían mermado y tenía la voz ronca de gritar por encima del estruendo. «¡Fortriu! ¡Fortriu!».
Superaron las flechas, se sumieron en la revuelta y las lanzas arrojadizas se utilizaron para clavar y perforar; Donal, con un hombre ensartado como una magnífica trucha, retorcía el asta; Gartnait, al que se podía divisar entre unas figuras que se esforzaban y jadeaban, atravesaba el corazón de un enemigo derribado con una salvaje estocada de su daga. La mirada de su amigo era extraña, exaltada, casi como si estuviera ante la presencia de un dios. Breth, un hombre grandote, buscó el espacio que le proporcionaba un montículo coronado de arbustos bajos y utilizaba su arco con seguridad, con frialdad, para eliminar primero a uno, luego a otro, de entre la caótica maraña de hombres.
«¿No te alejes? —pensó Bridei—. Es una broma».
Trepó al altozano junto a Breth, preparó su propio arco y empezó a lanzar sus proyectiles con cuidado; el más mínimo error de cálculo y la flecha dirigida a un descomunal guerrero escoto podría atravesarle el pecho a uno de sus propios compañeros.
—Hacia el sur —dijo Breth entre dientes—. Detrás del grupo principal de hombres de Ged, ¿ves? Dale cobertura a Fokel.
Desde allí era posible ver lo que estaba haciendo Fokel y, aunque en el agolpamiento de la batalla todo había parecido arbitrario, la pauta del conflicto de la jornada se reducía a un solo hombre con un cuchillo muy grande que intentaba matarte y a otro con una lanza que acababa de matar a tu compañero. En la lucha todo se vivía segundo a segundo: ataca, respira, sobrevive, sigue adelante. Desde la pequeña elevación Bridei vio que en esos momentos las fuerzas de Talorgen avanzaban con más lentitud; apenas habían pasado el lecho del arroyo, se enfrentaban a un considerable número de escotos y muchos soldados de ambos bandos yacían boca abajo o retorciéndose en el suelo, sus quejidos ahogados por los gritos de exhortación o los insultos, el entrechocar de las espadas, el silbido de las flechas.
Ged y Morleo no lo estaban haciendo mejor. Sus fuerzas, que se hallaban un poco más alejadas de las fortificaciones del poblado, eran las más castigadas por el trabajo de los arqueros. Desde allí abajo ninguno de ellos podía ver a Fokel y a su pequeña banda de combatientes. El cabecilla había llevado a sus hombres río arriba y en esos momentos se abrían camino serpenteando hacia el otro lado, utilizando los arbustos que crecían en las orillas para cubrirse, acercándose aún más al caos que había frente a las puertas.
Siguiendo el ejemplo de Breth, Bridei apuntó y disparó una flecha, y luego otra, intentando alcanzar a los escotos situados en la parte de atrás de la multitud, los que más probablemente constituirían un obstáculo cuando los hombres de Fokel salieran al descubierto y subieran en tropel por la colina hacia la fortificación. Era una locura; era la clase de acción que podía esperarse de Fokel. Lo más seguro era que todo su grupo quedara eliminado antes de alcanzar las posiciones enemigas. Aun así, el hombre cuyo pecho acababa de atravesar la flecha de Bridei no los vería llegar. Tampoco el tipo al que Breth alcanzó en el ojo, ni ese otro, ni aquel…
—Siempre dije que eras un buen arquero en ciernes —comentó Breth entre dientes, apuntando y volviendo a disparar.
—¿Cuántas flechas te quedan? —le preguntó Bridei.
—Dos. Toma.
Dispararon juntos; cayeron un par de escotos. Entonces hubo que volver a bajar por la colina y adentrarse en la pesadilla. No veía a Donal por ninguna parte; Gartnait también había desaparecido en la refriega. Talorgen, seguido de cerca por Garth, utilizaba su espada con un efecto devastador; se trataba de un líder dispuesto a poner su vida en peligro con las de sus hombres. Las fuerzas de Ged, cuyas túnicas de vivos colores se hallaban salpicadas de sangre, tanto propia como del enemigo, se encontraban al otro lado del riachuelo y avanzaban colina arriba. Y entonces, más allá del hervidero de soldados, pudo verse algo nuevo. Del interior de la empalizada bien construida con estacas afiladas surgió un brillante resplandor, un discordante chisporroteo y las voces de las mujeres que daban gritos de alarma. Los hombres de Fokel habían incendiado el poblado. Su sigilosa aproximación los había llevado a tenerlo al alcance y las flechas incendiarias habían hecho el resto.
Los arqueros situados en los adarves superiores echaron a correr y abandonaron sus puestos; era más urgente apagar el fuego. Los escotos apostados a ras de suelo se mantuvieron firmes con denuedo. Quizá fueran sus esposas o sus hijos los que se encontraban allí donde las llamas prendían ávidamente en el granero, la tenería y los dormitorios, allí donde la gente corría desesperada de un lado a otro en busca de cubos de agua, donde los muchachos demasiado pequeños para luchar les daban a las bombas con sus brazos raquíticos, donde las mujeres utilizaban sacos y mantas para golpear las llamas que todo lo envolvían. Los hombres seguían luchando, con expresión imperturbable, mientras el humo flotaba por el campo de batalla, bañando lanzas y espadas, escudos astillados y banderas empapadas de sangre con una penumbra fantasmagórica de un tono rosado, dorado y gris oscuro.
Bridei no llevaba una lanza arrojadiza; tenía una espada corta, un cuchillo y su arco, que entonces no le servía de nada a menos que pudiera rescatar un nuevo suministro de flechas. Se hizo imposible ver lo que estaba ocurriendo, saber lo que los jefes querían que hicieran. Todo se redujo puramente a avanzar cuesta arriba en una dirección aproximada y conseguir que no te mataran. Era una pequeña batalla desesperada y luego otra, y otra. Bridei utilizó tanto la espada como la daga. Había un joven guerrero, un escoto, que tenía una herida espantosa en el vientre, le colgaban las entrañas y había palidecido de terror. Bridei no había pensado que podría bajar la mano y degollar a un hombre por compasión pero, llegado el momento, lo hizo sin vacilar, mascullando una plegaria dirigida a los dioses en los que creyera ese hombre, fueran los que fueran: «Tomadle la mano».
Al cabo de un buen rato, un largo rato en el que su cuerpo no hizo más que avanzar blandiendo las armas como tantas veces había hecho durante sus entrenamientos, dando estocadas, esquivando y acuchillando mientras los ojos le escocían por el humo, el sudor y las lágrimas y la garganta le dolía cada vez más a causa de los gritos, se hizo evidente que las cosas habían cambiado. Más adelante, a través de la cortina gris podía distinguirse un brillante brote de fuego, y cerca de él no se hallaban los escotos de los Confines de Galany en implacable orden defensivo, sino los salvajes guerreros de Fokel, todos enseñando los dientes y blandiendo largos cuchillos dentados, que avanzaban hacia el enemigo desde detrás como furias vengativas. Constituían una terrible visión; no menos temible por el hecho de que estuvieran en el bando de Bridei. Los hombres de Fokel lo segaban todo a su paso. Luchaban con una eficiencia salvaje que hacía pensar en el más feroz de los depredadores del bosque, quizá un enorme gato montés cuya mirada se perdía en el momento en que sus mandíbulas se cerraban en torno al cuello de su presa, ajeno a todo lo que no fuera el olor de la sangre.
Bridei se encontró justo al borde de aquel denodado ataque, intercambiando estocadas con un guerrero de Dalriada de hombros anchos, mientras que a su lado Fokel controlaba con violencia a un prisionero retorciéndole el brazo a la espalda y obligándole a arrodillarse frente a él. Fokel colocó el cuchillo delante de los ojos del cautivo. El atacante de Bridei era un hombre de complexión robusta que llevaba un casco de cuero y tenía un cabello tan rojo y despeinado como el fuego que en esos instantes devoraba su casa y a su familia a sus espaldas. Bridei leyó en sus cansadas facciones que ya no le importaba vivir o morir. Aun así continuó luchando con denuedo; siendo más alto y más ancho que él, la única ventaja con la que no contaba era con la agilidad de la juventud.
En el fondo Bridei pensaba en el fuego, en la necesidad de sacar de allí a las mujeres y a los niños enseguida, antes de que fuera demasiado tarde. Talorgen tendría que dar la orden. Debería mandar a algunos hombres allí arriba. Si no lo hacía pronto, todos perecerían y los priteni demostrarían ser igual de bárbaros que su enemigo…
—¡Ah! —Bridei soltó un grito ahogado cuando el dolor le laceró el muslo; la espada de su oponente le había hecho un corte, haciéndolo sangrar, y él se tambaleó. El escoto volvió a levantar su arma de nuevo, en esa ocasión apuntando al cuello. Bridei no se detuvo a pensar. Se arrojó hacia un lado, se agachó, se dio la vuelta y arremetió con fuerza. Todo acabó antes de que el hombre tuviera tiempo de parpadear. El guerrero cayó hacia delante con una mirada de sorpresa en su rostro y la larga espada de Bridei hundida en su pecho hasta la empuñadura.
Se arrodilló, respirando pesadamente; le dio la vuelta al muerto y le extrajo el arma que brillaba con la sangre. Alargó la mano para limpiarla en la hierba ya manchada y salpicada con toda suerte de restos humanos. En el preciso instante en el que se movió vio que un hombre se alzaba del suelo por detrás de Fokel, que estaba agachado, un hombre que tenía en las manos un garrote de pinchos preparado para abatirse sobre la cabeza del jefe con un impacto aplastante.
Bridei dio un salto. Su cuerpo chocó contra Fokel, ambos se estrellaron contra el suelo con estrépito y quedaron fuera del alcance del arma. El garrote descendió y le propinó un contundente golpe al escoto que Fokel tenía prisionero, el que un momento antes se hallaba frente a la punta de un afilado cuchillo. Dicha arma ya no sería necesaria: el garrote le había destrozado el cráneo al hombre. Bridei estaba despatarrado encima de Fokel, boca abajo en medio de la sangre y el barro del campo de batalla. Respiró hondo, notó que el corazón le latía aceleradamente e intentó calmarlo. Se puso de pie, con todas las articulaciones doloridas, y le tendió una mano a Fokel. A sus espaldas, el escoto que había empuñado el garrote y había matado a uno de los suyos estaba tendido en el suelo con el cuerpo atravesado por nada menos que tres lanzas priteni.
—¡Que el Cuervo Negro nos ampare! —farfulló Fokel al tiempo que se ponía de pie y recogía la daga que se le había caído—. ¡Joven estúpido! ¿Has perdido del todo el juicio?
Bridei se lo quedó mirando. No se le ocurrió nada que decir. La batalla parecía alejarse de ellos; a través de la espesa humareda podía distinguir a pequeños grupos de hombres que seguían enzarzados en sus propias pesadillas particulares, pero daba la impresión de que había un movimiento general cuesta arriba, hacia el poblado en llamas. Oía la voz profunda de Morleo dando órdenes a gritos y vio la bandera de Fortriu, blanca y con los símbolos reales en azul, sostenida en alto entre una multitud de hombres que lanzaban vítores.
—¿No viste el cuchillo que tenía en la mano? ¡Te fue de un pelo que no te atravesara el cuello! —dijo Fokel, que se metió el arma en el cinturón y le propinó al escoto caído un simbólico puntapié—. ¿Quién te enseñó a luchar, un lunático?
Bridei sonrió.
—Un hombre llamado Donal. Está tan lejos de ser un lunático como tú.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —Fokel no era un hombre que pudiera parecer amistoso; su rostro era como el de una criatura salvaje, cauteloso y peligroso incluso en momentos de descanso. Aun así, a Bridei le daba la impresión de que, a pesar del tono de sus palabras, el jefe no estaba disgustado.
—Bridei, hijo de Maelchon. Soy el hijo adoptivo de Broichan, el druida del rey.
—¿Conque Broichan, eh? —Fokel frunció el ceño—. Quizá eso lo explica todo. No ha sido una casualidad, sino un riesgo calculado. Veo que tendré que vigilarte, joven Bridei.
—Mi señor —el muchacho inclinó la cabeza con cortesía.
Fokel lo sobresaltó cuando estalló en carcajadas.
—¡Unos modales tan encantadores y unos actos tan impetuosos en el campo de batalla! ¡Mira que eres raro! ¿No querrás unirte a los salvajes de Cinco Hermanas, eh, muchacho? No, no te molestes en buscar una respuesta educada, sin duda tu druida tiene otras cosas en mente para ti. Y ahora démonos prisa. Parece que esto ha terminado y quiero estar dentro de esa fortificación antes de que haya demasiados soldados; hay que apagar un fuego y restablecer el orden.
Empezó a subir por la pendiente y echó un vistazo por encima del hombro. Bridei lo siguió al cabo de un momento. Sí que parecía haber terminado todo. Ahora que había concluido empezaba a tener una sensación realmente extraña.
—Te debo un favor, hijo adoptivo del druida —dijo Fokel—. Cuando sea el momento házmelo saber. El jefe de Galany siempre paga sus deudas.
Bridei se sintió inclinado a poner alguna objeción cortés como «No fue nada» o «No es necesario», pero se limitó a asentir con la cabeza y siguió andando. Se trataba de un pacto entre hombres; el hecho de no aceptar sería un insulto.
Bridei descubrió a continuación que lo más duro no era la batalla en sí; esta era una bruma de acción caótica y frenética, de decisiones tomadas con tanta rapidez que apenas había tiempo para pensar lo que suponían, una vorágine de tiempo, del corazón latiendo con fuerza y de la respiración jadeante, de cuerpos que se debatían entre el sudor frío del terror absoluto y la euforia desbordante que es la otra cara del miedo. Las truculentas escenas permanecían en algún lugar de su cabeza y sin duda volverían intensificadas en sus sueños. Las había visto, en medio de todo aquello, y sencillamente había pasado a lo que venía después.
La parte más difícil vino una vez terminaron los enfrentamientos, cuando el ritmo del corazón aminoró y la respiración se calmó. Entonces la cabeza volvió a su lugar y los ojos empezaron a ver con claridad y a observar con detenimiento. Fue entonces, mientras caminaba entre los restos del poblado en los Confines de Galany, cuando reconoció el verdadero significado de la guerra.
Los hombres de Morleo estaban sofocando el fuego. Habían echado abajo un largo tramo de estacas que ardían y habían derribado las chozas que se apiñaban al otro lado; el agua se transportó en cubos y algunos hombres formaron una línea para pasarlos en tanto que otros golpeaban las llamas o les echaban paladas de tierra para sofocarlas. Aquí y allá había mantas cubriendo formas inmóviles tendidas en la hierba; del extremo de uno de aquellos bultos sobresalía un pie pequeño y desnudo. En esos momentos ya se encontraban allí los hombres de Talorgen; Bridei vio a un joven con el que se había entrenado sentado inclinado hacia delante y con la cabeza entre las manos, sacudido por unos violentos espasmos como los de las fiebres palúdicas. A su lado se hallaba Breth, el guerrero grandote, cuya voz queda constituía un contrapunto a los irreprimibles sollozos del muchacho. Empezó a caer una lluvia fina; el fuego no tardaría en apagarse. Los hombres de Morleo seguían trabajando de forma metódica, con disciplina.
Los guerreros de Ged estaban frente a las puertas acabando con los oponentes que todavía quedaban. Se veía a un grupo de hombres de Talorgen que empezaban a recorrer el campo de batalla buscando a sus heridos. Seguro que ya se habían mandado algunos arriba para evacuar a las mujeres, niños y ancianos, para hacer prisioneros y hacer salir a los últimos focos de resistencia.
Bridei siguió a Fokel. Ambos franquearon las puertas astilladas, hacia el interior de un poblado ensombrecido de forma inquietante por la humareda y cuya atmósfera estaba cargada de partículas de ceniza que se llevaba el viento y de rescoldos encendidos. Parecía haber muchas posibilidades de que prendieran fuegos espontáneos a pesar de la lluvia; aunque algunas de las casas estaban construidas con piedra, muchas de ellas eran simples chozas de barro y cañas, y ya había quedado demostrado con cuánta virulencia podía llegar a arder la fortificación exterior. Los senderos que pasaban por entre las viviendas eran estrechos, de tierra batida; las gallinas cacareaban histéricas por todas partes y los cerdos añadían sus propios quejidos resonantes. Ya no se oía ninguna voz de mujer, ni de niño, sólo los gritos de los hombres de Morleo mientras se ocupaban del fuego y los sonidos más distantes y lúgubres que provenían del otro lado de los muros, donde en ese preciso momento yacían, agonizantes, los esposos, padres, hijos y hermanos de los Confines de Galany. No, aquello no estaba bien. ¿Qué había dicho Donal? No podías permitirte pensar de ese modo. Si empezabas a ver a tu enemigo como una persona de verdad, un hombre como tú, nunca podrías clavarle el cuchillo en el vientre. Y si no podías hacer eso en el acaloramiento de la batalla, perderías. Serías tú quien moriría, y con el tiempo también moriría todo lo que te importaba. Así pues, olvídate de hijos, hermanos y padres. Piensa únicamente en el enemigo. Recuérdate que han robado la Piedra del Mago y que merecen morir.
Bridei logró retener las palabras de Donal en la mente, pero sólo el tiempo que tardó en llegar a una bifurcación en el camino.
—Tú ve por la derecha y yo iré por la izquierda —dijo Fokel—. Busca supervivientes. Todo este lugar podría incendiarse, con Morleo o sin él. Saca a todo el que encuentres por esa puerta mientras aún haya tiempo. Si su jefe sigue vivo, es mío. —Sólo por si acaso quedaba alguna duda sobre lo que quería decir, enseñó los dientes con una mueca feroz y, con un gesto brusco, se pasó los dedos por la garganta. Luego se alejó por el sendero de la izquierda y desapareció en la humareda.
El camino parecía estar desierto. Bridei avanzó con cautela, espada en mano, a sabiendas de que ese tipo de operación debían realizarla dos hombres como mínimo, y si eran cuatro mejor: uno para echar abajo las puertas, otro para cubrirlo mientras lo hacía, dos para esperar, empuñando las armas, por lo que pudiera surgir. Yendo solo no iba a derribar ninguna puerta. En lugar de eso lo que hizo fue aporrearlas una detrás de otra, gritando «¡Salid! ¡Rápido! ¡Fuego!» y dándole las gracias en silencio a su anciano maestro Wid por las pocas palabras que le había transmitido en la lengua de los escotos.
No había señales de vida. Allí donde sólo colgaban unas cortinas raídas sobre unas precarias entradas, se obligó a echarlas a un lado, mirar dentro y recorrer los sombríos interiores con la mirada en busca de niños agachados o mujeres acurrucadas. No encontró a nadie. Siguió andando, preso de un creciente desasosiego que poco tenía que ver con el hecho de estar solo en un lugar donde unos escotos bien armados podrían estar esperándole escondidos y mucho con los instintos de una mente y un cuerpo entrenados por un druida. Allí había algo que iba mal; lo notaba.
Dobló una esquina y se encontró en un espacio abierto, un centro de reunión en torno al cual se amontonaban los modestos edificios. El humo de los incendios lo cubría todo, pero Bridei distinguió un ciruelo que empezaba a florecer y junto a él una cruz hecha de piedra con unos dibujos que parecían serpientes tallados en ella. Más allá oyó unas voces masculinas que reían, hablando en su misma lengua, y vio un movimiento medio envuelto por la cortina de humo. Avanzó, pasó junto a la cruz y se detuvo en seco.
Las mujeres y los niños que se habían escondido en esas pequeñas viviendas deplorables se hallaban entonces allí reunidos, amontonados contra una pared, apretujándose los unos contra los otros para escapar a un semicírculo de armas priteni que los apuntaban. Una joven madre agarraba firmemente en sus brazos a un bebé que berreaba, con el rostro crispado por el miedo y la ira. Una anciana se agachó para abrazar a dos niños que lloraban. Otros permanecían en silencio, lívidos. Bridei se quedó mirando, incrédulo. Los hombres que los habían llevado hasta allí y que ahora los retenían a punta de lanza no eran los guerreros salvajes de Fokel, esos a los que todos creían capaces de casi cualquier cosa. No eran los variopintos seguidores de Ged ni las fuerzas de Morleo de Aguasluengas, todos los cuales se hallaban atareados con el fuego. Eran guerreros de Talorgen. Y aunque sus armas apuntaban al lastimero puñado de prisioneros, los soldados no los estaban mirando a ellos. No muy lejos de allí había dos guerreros priteni que tenían a una joven inmovilizada contra la pared y un tercero, con el trasero al aire, intentaba torpemente levantarle la larga falda. Delante de él había más hombres que los observaban con una sonrisa burlona.
Bridei fue preso de la indignación; sus dedos se apretaron en la espada y abrió la boca para rugir no sabía qué, una sarta de maldiciones, una orden, algo de lo que no harían caso, puesto que él era joven, desconocido, inexperto. Al cabo de un instante las enseñanzas de Broichan, junto con las de Donal, se hicieron valer y se vio invadido de una fría calma. Avanzó con el arma en la mano.
—¡Por todo lo sagrado! —dijo, y notó en su voz cierto eco del poder que Broichan invocaba en los grandes rituales, una profundidad que provenía de reinos más allá de lo meramente humano—. ¡En nombre de la Brillante y del juramento que habéis hecho de servir a vuestro rey con coraje y lealtad, dejad a esta mujer inmediatamente! —Se dirigió al soldado medio desnudo a grandes zancadas y levantó la espada—. ¡Basta ya! ¿Esta es la manera de actuar de un verdadero guerrero del Guardián de las Llamas? Vosotros dos, ¡soltadla!
El hombre retrocedió con las mejillas encendidas, no se sabía si por la vergüenza o por la frustración. Los soldados que sujetaban a la mujer le soltaron los brazos y ella se dejó caer hasta quedar en cuclillas, tapándose la cara con las manos como si eso la hiciera invisible.
—¿Quién te crees que eres? —lo desafió uno de los hombres que estaba detrás—. ¿Una especie de autoproclamado jefe?
—Son escoria —terció otro—. ¿Para qué otra cosa sirven?
—Es verdad —dijo el primero—. Ha pasado mucho tiempo, chico de druida. Pero me imagino que tú eso no lo sabes. Apenas has dejado de llevar pañales. Deberías mirar y aprender…
—¡Basta! —la voz de Bridei sonó más baja, pero tenía algo que los silenció—. Sabéis que esto no está bien. Es una burla a la valentía de vuestros compañeros en el campo de batalla; avergüenza a aquellos de los vuestros que han caído. La Brillante vería todo esto con horror; no podéis decir que lucháis en su nombre cuando cometéis actos semejantes.
Extendió una mano hacia la mujer agachada, con intención de ayudarla a levantarse. Ella alzó la cabeza y le escupió con una mirada de odio en sus ojos enrojecidos. Bridei se preguntó cuántos habrían abusado de ella, allí, con sus amigos viéndolo, quizá su madre, o sus hijos, si él no hubiera llegado a tiempo.
—No vais a tocar más a esta gente, las órdenes de Talorgen eran tomar prisioneros, no agredirlos —dijo—. Sois muchos, los suficientes como para escoltar a esta gente hasta el exterior y ponerlos a salvo en terreno abierto. Ahora hacedlo sin causar más daño, y podéis estar seguros de que informaré de esto a vuestro jefe. Si les sucede algo más a estas mujeres, ya sabrá a quien tiene que echarle la culpa.
Entonces se oyó un alboroto detrás de una de las chozas. Al darse la vuelta, Bridei vio salir a un par de hombres que arrastraban a alguien entre ellos. Iban los dos riendo, intercambiando ocurrencias procaces.
El prisionero era una chica de once o doce años, una niña flacucha vestida con una prenda desvaída e informe. Uno de los hombres la sujetaba por su delgado brazo con una fuerza capaz de romperle un hueso; el otro tenía los dedos en su larga cabellera oscura y de ese modo iba tirando de ella. Las volutas de humo ocultaban el rostro de ese hombre; así y todo, su aspecto, su porte y su andar le produjeron a Bridei un escalofrío. Aun sin acabar de entender sus palabras, supo sobre qué bromeaban. La niña tenía la tez tan pálida como el raído ropón que llevaba, la mirada perdida de terror. Un repentino e hiriente recuerdo de Tuala aferró el corazón de Bridei y amenazó con amedrentarlo completamente. ¿Qué era ese mundo en el que había entrado de pronto?
—¡Soltadla! —exclamó con brusquedad y, acercándose a ellos a grandes zancadas, utilizó la empuñadura de su espada para propinarle un doloroso golpe en el antebrazo al soldado. El hombre aulló y soltó el pelo de la niña. Cuando el otro empezó a protestar, el puño izquierdo de Bridei le alcanzó con fuerza en la mandíbula; era un puñetazo perfeccionado a lo largo de muchas mañanas con Donal. El hombre fue impelido hacia atrás y la prisionera quedó libre de pronto. La muchacha se dio la vuelta rápidamente, todo piernas flacuchas y cabello al viento, y corrió en la dirección por la que habían venido. Bridei se obligó a mirar otra vez y vio que el soldado al que había estado a punto de romperle el brazo, uno de los sinvergüenzas que habían maltratado a la niña, era Gartnait, hijo de Talorgen; Gartnait, su amigo.
No era necesario decir nada; de todos modos, quizá no hubiera podido hacerlo en un momento como ese. Los hombres de Fokel estaban entrando en la plaza. Las mujeres, al verlos, palidecieron más todavía y protegieron a los niños con sus cuerpos. Esos guerreros tenían un aspecto maligno; sus movimientos infundían peligro. Fokel espetó unas órdenes; todos los soldados las obedecieron, tanto los suyos como los de Talorgen. Se hizo avanzar a los cautivos, las armas que los custodiaban se hallaban entonces a una distancia prudencial, pero seguían desenfundadas; se rumoreaba que las mujeres de Dalriada podían luchar con la misma ferocidad que sus hombres. ¿Quién sabía si alguna de ellas no podría decidir escaparse en cualquier momento, o arrebatar un cuchillo e infligirle daño a alguien? Los guerreros se movían y circulaban en medio de la humareda, y otros se unieron a ellos. En esos momentos se hallaba presente el propio Talorgen, que les contaba que el fuego ya casi estaba extinguido, que habían tomado prisionero al jefe de los escotos. Les recordó que no iba a haber ningún saqueo, que no se les iba a hacer ningún daño a quienes no fueran combatientes. Los soldados asintieron con la cabeza, todos; por sus rostros no podía saberse quién era un hombre inocente, quién abusaba de las mujeres, quién era un valeroso guerrero, quién un hombre que pensaba forzar a una niña. A primera vista todos parecían iguales. Sólo los dioses conocían los entresijos de sus corazones.
Esa noche, mientras las fuerzas victoriosas de Talorgen estaban sentadas en torno a sus pequeñas hogueras y su júbilo por la victoria había enmudecido debido al agotamiento, las heridas y la pérdida de tantos de sus compañeros en el campo de batalla, a Bridei lo acometió un vehemente deseo de estar de nuevo en casa, sentado en lo alto del Rasguño del Águila mirando hacia la Gran Cañada con la luz del sol en el rostro y el viento en el pelo y sin oír nada más que los agudos y puros reclamos de los pájaros. Tuala estaría allí, menuda y silenciosa a su lado. Se empaparía de la belleza del lugar, de su agreste libertad y su inhóspito encanto. Y entonces sería capaz de contar su historia y de llorar. Ella escucharía, con una mirada grave y sensata en sus ojos grandes; tendría las palabras adecuadas. Entonces quizá pudiera empezar a ver un modo de pasar por aquello.
—¿Estás bien, Bridei? —Donal se había acercado en silencio y se había acomodado a su lado, con las piernas cruzadas, mordisqueando un hueso. Resultó que había abundancia de ganado, cerdos y gansos para sacrificar; tras la larga marcha por la Cañada con escasos víveres, aquello fue un festín. Habían espitado todos los barriles que se encontraron en el poblado, pero la alegría era poca. Los cadáveres de sus compañeros caídos yacían bajo mantas, esperando a ser enterrados. Los enemigos estaban amontonados, con ramas y helechos apilados en torno a sus miembros despatarrados. Por la mañana se encendería otro fuego.
Bridei dijo que sí con la cabeza, pues no confiaba en poder hablar.
—No, no lo estás —dijo Donal—. Te costará un poco. Como ya te dije, la primera vez es la peor. Los hombres hablan de ti.
El joven apretó los labios. Gartnait ya lo había abordado, un Gartnait lleno de cuentos sobre un malentendido, sobre la simple captura de una prisionera que él, injustamente, había decidido interpretar como otra cosa. Después, con cierta falta de coherencia, había dicho algo, que era entre un ruego y una amenaza, sobre que no debía contarle a Talorgen su propia versión de los hechos, o nada volvería a ser lo mismo entre ellos. Bridei le había dado la espalda. ¿Qué podía decir? De todas formas, las cosas ya nunca podrían volver a ser lo que eran. El sonido de la voz de su amigo le provocó náuseas. Podía imaginarse entonces lo que los demás soldados dirían de él: el joven advenedizo, haciéndose el prepotente, ¿quién se cree que es, el emisario personal del Guardián de las Llamas? En cuanto a esos primeros comentarios, sobre las mujeres y sobre cuánto había hecho o dejado de hacer, no iba a permitir que le afectaran. Su actitud ante los asuntos de dormitorio era imposible de explicar ni siquiera a sus amigos; unos hombres como aquellos lo considerarían un idiota. Sólo Donal sabía la verdad, puesto que habían sido necesarias ciertas explicaciones para evitar situaciones incómodas.
El guerrero conocía a muchas mujeres serviciales, una en cada uno de los poblados a ambos lados del lago, y algunas de ellas tenían amigas. Antes que seguir declinando invitaciones, Bridei se había explicado pronto, más o menos en su decimocuarto cumpleaños. Lo recordaba perfectamente. Acababan de regresar de una cabalgada por el bosque por encima de Pitnochie, los dos solos, estaban en los establos ocupándose de Fortuna y de Nieveardiente y no había nadie cerca. Donal le había hecho otra de sus ofertas, que tenía que ver con una excursión al poblado más cercano y con cierta joven generosa y de buen carácter que estaría muy dispuesta a enseñarle a Bridei ciertas habilidades que quizá ya era hora de que empezara a aprender. Fue dicho un tanto tímidamente; había quedado claro que Donal no quería forzar el tema.
—Gracias —recordó haber dicho Bridei en un tono algo formal—. Pero no puedo. Todavía no.
—¿No puedes? —repitió Donal—. ¿Qué intentas decirme, muchacho?
Bridei había hecho todo lo posible por no ruborizarse de vergüenza, aun cuando se trataba de su amigo de más confianza.
—No lo que tú piensas. No es que sea demasiado joven para ser… capaz. O que no esté interesado en estas actividades.
—¿Entonces?
—Hice un juramento. Una promesa. Al Guardián de las Llamas. Tiene que ver con… —No había sido posible ser preciso; aquello estaba relacionado con la conjetura, con la suposición, con lo que nadie en la casa estaba bastante preparado para contarle—. Tiene que ver con prepararme para el futuro de la mejor manera que pueda —había dicho, pues era cierto, aunque no fuera toda la verdad—. Me da la impresión de que debo practicar tanto la más profunda lealtad a los dioses como una perfecta autodisciplina. Es decir, todo lo perfecta que pueda conseguir. Hice un voto solemne de que no me acostaría con una mujer hasta el día en que contrajera matrimonio. Que sólo lo haré en el lecho conyugal. Me pareció que mostraba respeto por la Brillante, puesto que todas las mujeres son un reflejo de su pureza, y también por el Guardián de las Llamas, que valora la fuerza y el autocontrol en los hombres. Así pues, ya ves, no puedo ir contigo al poblado.
—Sí, ya veo —había dicho Donal, nada sorprendido al parecer—. ¿Y quién te oyó hacer ese juramento?
—Sólo los dioses.
—Entiendo.
Donal se puso a cepillar de nuevo a Fortuna y ahí se terminó el asunto.
—Dicen que hoy salvaste la vida de al menos un hombre —la voz de su amigo y maestro llevó a Bridei de vuelta al presente—. Dicen que, de no haber sido por ti, Fokel de los Confines de Galany no estaría aquí esta noche para recuperar la tierra por la que murió su padre. Hiciste algo bueno, Bridei. Fuiste muy valiente, hijo. ¿Cómo va esa pierna?
Él bajó la mirada. La herida ya estaba vendada con unos paños, limpia y atendida por el propio médico de Talorgen. Apenas recordaba cómo se la había hecho.
—No recuperará esta tierra —dijo Bridei—. Sólo estaremos aquí un día o dos; luego tenemos que regresar. Será duro para él: venir hasta aquí y tener que volver a abandonar sus tierras.
Donal se lo quedó mirando.
—Celebraremos un ritual —dijo—. Eso estaba decidido. Una victoria simbólica, una nueva consagración a los dioses.
—Me parece que no deberíamos —repuso Bridei—. Ahora no. No después de cómo han ido las cosas aquí. La Brillante sólo puede mirar esto con vergüenza y dolor.
Donal no dio muestras de que sus palabras le sorprendieran, ni le hizo ninguna pregunta.
—De todos modos —comentó— tendríamos que dejar algo. Un símbolo de victoria, un indicio de esperanza. Hayas visto lo que hayas visto, sea lo que sea lo que pienses sobre ello, hoy nuestros soldados combatieron con valor, Bridei, lucharon y murieron, muchos de ellos, en nombre de Fortriu y de Drust el Toro. Y el padre de Fokel luchó y murió, y con él una innumerable cantidad de otras personas la primera vez que los escotos llegaron a los Confines de Galany. No importa lo que sientas, no tendríamos que marcharnos como si el sacrificio de nuestros compañeros fuera motivo de vergüenza.
Hubo un silencio.
—Y al fin y al cabo —prosiguió Donal— tú tienes una solución. Una solución descabellada, pero, claro, Fokel es un tipo descabellado. ¿Vas a plantearla?
Bridei no respondió. En el alterado mundo de esa jornada ya no parecía haber lugar para los planes heroicos, para los gestos pensados para ensalzar el ánimo. En ese mundo la oscuridad caminaba y tenía un rostro humano.
—Bridei. Vamos, cuéntamelo. No es lo que yo pensaba, ¿verdad? No es la batalla, es otra cosa. La que te atormenta. Cuéntame qué es, hijo.
—¡No soy un niño! —le espetó Bridei—. Si hay un problema, déjame que lo resuelva yo solo, ¿quieres? ¿Qué eres, mi niñera? —Ocultó la cabeza entre las manos y oyó el sonido de su propia voz, cuya petulancia convirtió sus palabras en una mentira.
—Soy tu amigo —la voz de Donal era sosegada; no conllevaba ninguna crítica.
—Los soldados, algunos de ellos —comenzó el chico—, estaban…, me los encontré en el poblado, antes de que los hombres de Fokel llegaran allí. Estaban…, estaban asustando a los prisioneros, amenazándolos, y…
—Será mejor que me lo cuentes todo ahora que has empezado.
—Iban a violar a una mujer. Lo vi. Si no los hubiera detenido, lo habrían hecho. Y… —No, ya era suficiente. Era más que suficiente.
—¿Quiénes? —preguntó Donal entre dientes—. ¿Los reconociste? ¿Cómo se llamaban?
Bridei tragó saliva. Había reconocido el rostro de algunos de ellos, pero era el de Gartnait el que le llenaba la memoria, su mirada en absoluto avergonzada o arrepentida, sino enojada, resentida, retadora. Su voz, debatiéndose entre falsas excusas y ruegos para que no lo avergonzara delante de su padre.
—Hombres de Talorgen —respondió—. No voy a decir sus nombres. Es demasiado tarde para deshacer el daño, y ahora los prisioneros están a salvo.
Los soldados de Ged habían puesto en custodia a las mujeres y los niños y los retenían bajo vigilancia dentro del poblado hasta que se resolviera la cuestión de los rehenes. El jefe enemigo se hallaba con las tropas de Fokel, con grilletes y collar. A sus hombres se les dio muerte; los que no habían caído en el campo de batalla habían sido sometidos a una ejecución inmediata. Se consideró demasiado arriesgado intentar transportar a un grupo de guerreros cautivos como aquel todo el camino por la Cañada y en ningún momento se había tomado en cuenta la posibilidad de liberarlos.
—Pues deberías hacerlo —replicó Donal en tono grave—. Talorgen esperaría que le dieras los nombres. Ya sabes que no le hace ninguna gracia el incumplimiento de la disciplina, incluso aunque las víctimas hayan sido unas miserables escotas, que no son mejores que sus maridos dejados de la mano de los dioses.
Bridei se quedó callado unos instantes. Daba la impresión de que había una pregunta sin plantear flotando en el aire.
—Podría ser, creo, que Talorgen no quisiera saber estos nombres en concreto —dijo finalmente—. Les dejé claro que contaría toda la historia si los prisioneros sufrían algún daño. Y si es necesario lo haré.
—¿Ah, sí?
—Sí. Lo dije y lo dije en serio. Pero espero no tener que hacerlo. ¿Donal?
—¿Sí?
—Hoy me he ganado nuevos enemigos. A esos hombres les molestó lo que hice. Nuestros propios hombres.
—Les hubiera molestado aunque hubiese sido Ged quien lo hubiese hecho, o Morleo, o el mismísimo Talorgen. Esos tipos llevan mucho tiempo sin una mujer, Bridei. Supongo que consideran que desahogar sus pasiones con las prisioneras es, en cierto modo, un premio que se merecen.
—Es una actitud extraña considerar a una mujer simplemente como un objeto que puede tomarse, estar tan abrumado por las ansias del cuerpo que uno deba satisfacerlas incluso a ese precio. Acciones como estas son sin duda el más amargo de los insultos a la Brillante, que encarna a las mujeres en su máxima pureza y sensatez.
Donal lo miró con socarronería.
—No todos tenemos tu disciplina druídica —observó—, ni tu grado de autocontrol. Son unos hombres simples, Bridei. Ven las cosas en blanco y negro. Es mucho más fácil.
—Quizá sea así en la batalla —replicó él al recordar la fría calma que lo había llevado a lo alto de la colina de los Confines de Galany, la secuencia automática de movimientos ofensivos y defensivos que, durante un rato, lo habían convertido en un instrumento de la guerra, efectivo y poco apasionado—. Pero esa no es manera de vivir la vida. Los hombres que actúan de ese modo lo hacen a pesar de los dioses. Si yo fuera un líder no querría que me siguieran unos hombres así.
—Hoy te obedecieron —replicó Donal—. Dejaron lo que estaban haciendo cuando tú interviniste, así que te obedecieron a pesar de todo.
—Lo hicieron, pero con la mirada llena de resentimiento y con palabras desdeñosas dichas entre dientes.
—Eres joven, eso empeora las cosas. A algunos no les gusta oír la verdad de boca de alguien con menos años, sea quien sea.
Permanecieron sentados un rato más mientras las pequeñas hogueras se extinguían y los soldados se acomodaban para dormir cerca de ellas, pues el agotamiento y el estómago lleno hacían su trabajo. La empresa de esa jornada había supuesto una victoria para los priteni; la noticia se extendería por las tierras de Dalriada, infundiendo el miedo en los corazones del enemigo. A Bridei se le ocurrió pensar que tal vez la guerra siempre fuera así. Quizá hasta la más triunfal, pura y noble de las victorias no dejaba de ser, en algunos sentidos, como una derrota.
Un poco más tarde, cuando Donal se había quedado dormido a su lado, Bridei vio a un hombre que se dirigía pendiente arriba con una antorcha en la mano, dejando atrás el poblado. Se levantó, se envolvió en la capa y lo siguió. El otro iba subiendo con paso seguro, siguiendo el sendero en espiral que llevaba a la cima donde se hallaba la gran piedra flanqueada por sus árboles guardianes. Fue una ascensión rápida, pero la pendiente era lisa, no había rocas grandes ni arbustos en el césped. Cuando Bridei llegó a lo alto del sendero, vio al otro junto a la Piedra del Mago, cuyos intrincados dibujos de conflicto, triunfo y muerte quedaban revelados, con todo su maravilloso entramado, bajo la luz de la tea ardiendo. Casi podrían ser una descripción de los acontecimientos de ese día.
Llamó en voz baja a Fokel, para anunciar su presencia; aproximarse a un hombre como aquel por la espalda y en silencio era prestarte a que te clavaran un cuchillo en las costillas. Bridei se acercó, las botas no hacían ruido sobre la hierba. Se quedaron uno al lado del otro mientras la luz de la antorcha volvía a representar la historia de los antepasados de Fokel, los verdaderos guardianes de los Confines de Galany.
—Temía no llegar a verla nunca de mayor —dijo Fokel con voz extrañamente cohibida—. Que los dioses no me concedieran la oportunidad de contemplarla: la verdad sagrada por la que cayeron mi padre, y mis tíos, y tantos otros de mi familia. Yo era un niño de tres años cuando los escotos tomaron nuestras tierras; demasiado pequeño para comprender qué era lo que habíamos perdido. Toma, coge la antorcha. Muéstrame el otro lado.
Rodearon el monolito en silencio; era imponente, una pieza maciza, más alta que el más alto de los hombres y con casi dos palmos de grosor. Debía de estar alojada en lo profundo de la tierra, cerca del corazón de la Diosa Madre, para haberse afianzado con tanta fuerza al terreno. Contemplaron la profusión de dibujos de la cara sur, criaturas de la tierra y del océano, de los arroyos, laderas y bosques, de los peñascos y cuevas, de los vastos confines del cielo abierto. En esa desatada creación se reproducía la propia imaginación de Bridei, en la que él se hallaba en lo alto de una colina desde la que contemplaba la Cañada con la visión clara del planeo del águila y notaba el latido de Fortriu bajo sus pies. Y aunque no tenía previsto decirlo, aunque los acontecimientos de la jornada todavía lo abrumaban tanto que apenas quedaba espacio para nada más, pronunció las palabras:
—Deberíamos llevárnosla con nosotros.
—¿Cómo dices? —A juzgar por el tono de voz de Fokel, era evidente que sólo lo había oído a medias; no lo había entendido.
—No podemos dejar la Piedra del mago aquí, eso es admitir la derrota. Sabemos que no podemos mantener sometidos los Confines de Galany con las fuerzas de las que disponemos; sabemos que no es el momento oportuno para hacerlo. Pero podemos llevarnos la piedra allí donde los escotos no puedan tocarla.
—Estás loco, en serio. —Fokel estaba junto a la piedra con la frente apoyada en su forma alta y fría y las manos extendidas, planas sobre su superficie, como si mediante esa proximidad pudiera absorber un poco de su antiguo poder—. Es lo más descabellado que he oído nunca. ¿Qué eres tú, un héroe mítico con la fuerza de cincuenta gigantes? Ya ves el tamaño que tiene esto, lo que pesa. ¿O es que vamos a usar magia druídica? —A pesar de sus palabras, la luz puso de manifiesto un cambio en la mirada de Fokel; en algún lugar de la oscuridad de sus ojos surgió una chispa de emoción, una locura contestataria.
—Eso y otros medios más prácticos —repuso Bridei con calma—. Supondrá mucho trabajo y no tenemos mucho tiempo. Pero contamos con un considerable número de hombres, eso si podemos convencer a Talorgen y a los demás. Y yo sé cómo puede hacerse.